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INSTRUCCIONES PARA ENTERRAR UN VIVO
Marcia
Suba por la escalera, tenga cuidado en no resbalar y golpearse. La escalera gira hacia la derecha, conserve la calma, ya casi llega. Repita lo mismo, cuantas veces sea necesario, ahora se encuentra en el sexto piso. Mientras alterna las extremidades, usted recuerda aquella imagen del cuadro de pintura más simple del mundo; pero que por alguna razón observó durante años, lo contempla y no sabe a dónde dirigir la mirada: al bosque, al lago o a la casa. La casa parece vacía, el bosque es amplio y requerirá toda una vida recorrerlo, pero el lago…allí, en el fondo está todo lo que usted va a encontrar. Pronto se da cuenta que han pasado años, que aquel caracol le ha llevado toda la vida y que no siente ni el menor indicio de cansancio. Al comenzar el último tramo de las escaleras observa una serie de tesoros anhelados porque los perdió tiempo atrás y porque aún cuando los recupera, no los puede conservar. Primero la botella cristalina y en su interior todo un abanico de azul, turquesa y plateado, que no le pertenecen a su iris, sino a un ave de plumaje exótico, colocada cuidadosamente entre esos muros de cristal. Miles de peldaños más arriba usted observa el ganso blanco, lo deja atrás; pues sabe que lleva en su interior un soldado de plomo, un anillo y sangre. Después, casi sin mirar descubre la tetera de plata, pero ya no hay lugar para llevar todo eso con usted.
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Finalmente, se encuentra en la azotea. Ahora quítese aquello que cubre sus pies y aguarde. Introduzca primero el pie izquierdo en el agua, luego el derecho y deténgase unos segundos. Sienta por primera vez, sienta el agua correr por su vergonzosa y pálida piel. ¿Es agradable?, seguro que ni siquiera lo sabe aún. Lo mejor está por venir. El agua es tan clara y cálida que no ha notado que está en lo alto de un edificio. Vea el horizonte, ese espejo radiante, saturado de naranjas y ocres; vea el ocaso, los otros rascacielos, ¡qué sé yo! Lentamente, se da cuenta de que no es la única persona presente…primero reconoce una silueta. Esa silueta alargada, está inmóvil, como petrificada, solemne. ¡No se mueva! Ya pasaron varios minutos, el sol ahora muestra sólo una mísera parte de su ser. Siente usted la inquietud de dirigirse a este hombre, queda claro que es un hombre. No será necesario concederle un nombre, sólo los muertos lo necesitan. Y hablando de muertos, sólo los muertos pasean por las huertas enormes, reconocen rincones, huelen el azahar. Los muertos contemplan, vienen y van, sueñan con aquel despeñadero cruzar. Ahora olvídese de los muertos, usted está más viva que nunca, tampoco necesita un nombre.
El hombre que está junto a usted viste de negro, lleva un traje puesto. En definitiva no es como aquél zorro vestido de coronel, de la época de antaño. Hay un silencio total, como en las tardes de misa o visita sepulcral. Le repito, sólo los muertos necesitan de un nombre. Usted se acerca a él, su rostro es amigable, le regala un beso, la imagen semeja aquella de Klimt; no sabe cuánto tiempo pasa, pero al retirar poco a poco su cara, le embarga a usted un gran asombro. Usted recibe una sonrisa y un reproche, lo entiende perfectamente. El momento continúa sumergido en un silencio tan acogedor, que se queda inmóvil otro rato más. Llegó la hora, es momento ya. Allí está. Baja la mirada como por casualidad. Primero lo reconoce por su color, una gran mancha rosada, con intentos de naranja en derredor. Allí aparece junto a usted. Un cangrejo.