Escuela Politécnica Superior, Arquitectura Eduardo Prieto Grado en Fundamentos de Arquitectura Pensamiento y Crítica, I
Tema 7 Laugier, Essai sur l’architecture
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Eduardo Prieto Dr. Arquitecto
Laugier, Essai sur l'architecture (1753)
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Introducción Pensar la architectura El ideal de belleza absoluta La cabaña rústica Los elementos de la arquitectura Solidez, comodidad, conveniencia De los elementos a la composición
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Antología de textos
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Bibliografía
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Marc-Antoine Laugier, Essai sur l’architecture (1753)
Introducción Con Marc-Antoine Laugier (1713-1769), jesuita, homme de lettres, predicador del Rey y asiduo de los salones parisinos de la época de Madame de Pompadour, la teoría de la arquitectura dio un vuelco radical. Comenzó a dejar de ser la siempre difícil disciplina de mediación entre el pensamiento y la acción, para devenir teoría pura. ‘Pura’ en el sentido de convertirse a sí misma en una disciplina estructurada con principios sólidos de carácter fundamentalmente abstracto y capaz de hacer de la arquitectura una ‘ciencia’ sostenida en dos asideros fundamentales: la razón y la naturaleza. Amateur de la arquitectura, el abate Laugier fue el primero en expulsar a Vitruvio del pedestal al que le habían subido los humanistas del Renacimiento. Ni siquiera Claude Perrault, el gran innovador que setenta años antes se había atrevido a dudar del carácter absoluto de la belleza de los órdenes, había sido capaz de poner en entredicho la autoridad del maestro romano. De ahí que, vista con perspectiva, la actitud de Laugier no pueda calificarse menos que de transgresora; y de ahí también que el Essai sur l’architecture pueda considerarse un texto fundacional: si no de un nuevo tipo de arquitectura, la ‘moderna’ (como quisieron algunos historiadores del siglo XX demasiado optimistas), sí al menos de una nueva sensibilidad que, en cuanto primó el racionalismo constructivo sobre la composición formal, tuvo por fuerza que desligarse de la tradición normativa. El Essai sur l’architecture de Laugier es también fundacional porque inaugura un nuevo tipo de tratado de arquitectura que, al mismo tiempo que entronca con De re aedificatoria de Alberti, resulta ser el modelo de los tratados de condición más ‘moderna’: un tratado eminentemente reflexivo, discursivo, teórico, en el que las ilustraciones pierden el protagonismo y es el texto, redactado con el lenguaje ágil y polémico típico de los ensayos, el que desempeña el papel rector. El Essai, así, tiene que ver poco con los grandes volúmenes in folio que había popularizado Vignola —repletos de lujosas ilustraciones—, y también poco que ver con las sesudas disquisiciones de libros como la Ordonnance de Perrault, con sus prolijas tablas de guarismos y sus diagramas cuadriculados. El Essai es una especie de libro de bolsillo, cuya aparente modestia formal apenas consigue camuflar la gran ambición de su autor: sacar a la arquitectura de la ‘decadencia’, dotándola de unos principios universales que se justifiquen tanto por la razón como por el sentimiento.
Pensar la arquitectura Nada mejor que el prefacio del libro para mostrar esta ambición: en él, Laugier, que parece ser plenamente consciente de la singularidad y relevancia de su empresa, declara que su tratado, a Pensamiento y crítica arquitectónicos, I
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diferencia de los anteriores —que, a su juicio, habían estado orientados a definir las proporciones de los órdenes y a proveer de modelos a los arquitectos—, está concebido para dos fines que considera inéditos: establecer “sólidamente los principios de la arquitectura” y proponer “reglas para dirigir el talento y definir el gusto”. Según Laugier, este doble empeño resulta indispensable en una disciplina, la arquitectura, donde, a diferencia de lo que ocurre en las simples artes mecánicas, “no basta con saber trabajar”, sino que es necesario, sobre todo, “aprender a pensar”. El Essai tiene que ver, precisamente, con esto: es un manual para que los arquitectos aprendan a pensar por sí mismos. Sapere aude!, que diría Kant.
A juicio del abate, que los arquitectos aprendan a pensar por sí mismos es la única posibilidad para ‘salvar’ la propia arquitectura, abandonada “al capricho de los artistas” que han fijado las reglas “al azar”, basándose sólo en “el examen de los edificios antiguos”.
En este contexto, ‘pensar la
arquitectura’ significa descubrir sus leyes fijas e inmutables más allá de las enseñanzas contingentes de Vitruvio, un maestro que Laugier considera anacrónico y al que acusa de alejarse “de los abismos de la teoría” para llevar a los arquitectos por el simple “camino de la práctica”. Pensar, por tanto, es para Laugier iluminar la oscuridad de la simple imitación de los antiguos con la claridad que irradian los “preceptos invariables”; es sustituir la deriva del que se limita a repetir el prejuicio por el rumbo de quien sabe “darse a sí mismo las razones de todo lo que hace”; es, en definitiva, hacer de la arquitectura una ciencia sostenida en las certezas que sabe procurar, de una manera apodíctica, la teoría.
En cuanto obra esencialmente teórica, el Essai adopta una estructura lineal que se inspira en la de los tratados científicos. Las primeras de sus trescientas páginas dan forma a un prefacio en el que Laugier presenta sus objetivos y anticipa las tesis que se irán convalidando a lo largo del libro, como la primacía de la teoría, la condición objetiva de la belleza arquitectónica y la importancia de la formación del gusto. A este prefacio siguen seis capítulos, agrupados en una secuencia que va de lo general a lo particular. El primero determina y analiza los “principios generales de la arquitectura” —la columna, el entablamento y el frontón, fundamentalmente, pero también el piso, las ventanas y las puertas—, que Laugier hace derivar de una “cabaña primigenia” cuya descripción es, sin duda, el pasaje más célebre del tratado. Definidos estos principios, el segundo capítulo describe, de un modo bastante convencional, cómo se combinan para constituir los órdenes. El tercero presenta las categorías fundamentales de la arquitectura —la solidez, la comodidad y el decoro—, que son también el baremo por el cual debe enjuiciarse la belleza de un edificio. El cuarto supone el salto de la teoría a la práctica, en la medida en que establece las bases de la composición del tipo edificatorio que, siguiendo la tradición vitruviana, Laugier considera más esencial: el de las iglesias o templos. Los dos últimos capítulos, de menor fuste, amplían el alcance del discurso de Laugier hasta los dos mundos, en buena medida contrapuestos, que la estética de la Ilustración había convertido en protagonistas: las ciudades y los jardines. A partir de la segunda edición, el Essai se remató con la respuesta a las críticas hechas por Frézier a los argumentos presentados por Laugier en la primera
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versión del tratado, así como con un diccionario de términos de arquitectura y una parca colección de ilustraciones que el autor incorpora por mor de la claridad.
El ideal de belleza absoluta La empresa racionalizadora de Laugier se sostiene en una proposición general que en su tiempo no dejaba de ser polémica: que en la arquitectura hay una belleza absoluta, es decir, “independiente de la costumbre y del prejuicio humano”. Polémica porque casi cien años antes, Claude Perrault, había abierto la Caja de Pandora de la teoría arquitectónica al proclamar que la belleza basada en las proporciones de los órdenes era de condición arbitraria, en la medida en que surgía de la convención social, del simple hábito. Laugier era consciente del influjo que, desde su formulación hacia 1670, había tenido la tesis de Perrault entre los racionalistas franceses. De ahí que sus argumentos a la hora de justificar el carácter absoluto de la belleza arquitectónica fueran más allá de los habituales, ya manidos, basados en la simple Autoridad o en la presunta objetividad de las proporcionas armónicas, para pasar a sostenerse en la universalidad de las impresiones humanas. Inspirado por el empirismo inglés —que había popularizado en Francia Voltaire—, Laugier sostiene que la medida para determinar la calidad de la arquitectura es el tipo de impresiones que produce la observación directa de los edificios: si son convencionales, nos dejan indiferentes; si son estimables, producen placer; si son eximios, suscitan un verdadero arrebato. De esta manera, constatando que “los mismos objetos” causan “las mismas impresiones”, y que estas impresiones son compartidas por muchas personas independientemente de su carácter, Laugier se atreve a proclamar, sin más pruebas que la observación directa y sin más método que cierta extrapolación estadística, que hay en los edificios algo cuya contemplación siempre produce el mayor placer. Ese ‘algo’ es la belleza absoluta. “La visión de un edificio construido en toda la perfección de su arte causa un placer y un entusiasmo del que no es posible defenderse”: en la teoría de Laugier la racionalización de la arquitectura depende de un sostén empírico que hace depender, paradójicamente, la objetividad de la belleza de la subjetividad de quien admira los edificios. ‘Pensar la arquitectura’ es, en este sentido, también ‘sentirla’, y así, la única garantía de la universalidad estética es el presunto consenso que puede llegar a suscitar la contemplación desinteresada. Dar importancia al sentimiento estético más que a las razones armónicas o matemáticas dota a las reflexiones de Laugier de un carácter que, por contradictorio que sea, resulta atractivo. Por un lado, el abate busca construir la arquitectura sobre principios ciertos, para hacer de ella una ciencia; por el otro, plantea un ideal de belleza que se sostiene en la percepción estética subjetiva, y que, más que a la ciencia, acerca a la arquitectura a la pintura y a la poesía. De hecho, cuando presenta en el Prefacio las tres grandes deducciones que le habían llevado a escribir el Essai, Laugier complementa la tesis principal de que la arquitectura posee una belleza absoluta, con las ideas de que esta belleza, tal y como ocurre en el arte, se da por
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grados, y de que, a la postre, la calidad arquitectónica depende del talento o genio que, gratuitamente, “otorga la naturaleza”.
Para Laugier, la arquitectura está a medio camino de la racionalidad y la creatividad, del artificio pensado y la naturaleza espontánea; de ahí que la coherencia de su sistema pase por establecer una conexión entre ambos mundos, de manera que el arquitecto, por muy genial que sea —o precisamente porque lo es— tenga por fuerza que someterse a leyes generales y gobernar su creatividad a través de ellas. Esto hace de la arquitectura una disciplina especial y difícil, que trasciende la mecánica y la construcción para acercarse a las “ciencias más profundas”, tal es la exigencia espiritual de los asuntos que deben resolverse en ella, y tal es el equilibrio entre lo objetivo y lo subjetivo del que depende su belleza.
Una vez definida la condición compleja la arquitectura, y postulada la existencia de una belleza absoluta, Laugier indaga en la historia en busca de modelos, y dictamina que el más perfecto de ellos es el griego. Esta idea contradice la tradicional admiración de los arquitectos por el mundo romano, pero no es, en rigor, novedosa: casi un siglo antes, Perrault ya había declarado que la mejor arquitectura era la ancienne, es decir, la griega; y en los mismos años en que escribía Laugier, el primer historiador de la arte moderno, Johann Winckelmann, había convertido en dogma el ideal de la “noble sencillez y serena grandeza” que encontraba materializado en la escultura helena. Con su reivindicación de lo griego, por tanto, Laugier no hacía sino convalidar una línea de pensamiento clara que, si bien no era aún mayoritaria, sí sostenían con garbo algunos teóricos de renombre, tanto en Francia como en Alemania. Así y todo, más que la apología de lo griego, lo que resulta más interesante en la visión de Laugier sobre la historia es su defensa de la arquitectura gótica, a la que denomina ‘moderna’: es cierto que la juzga una degeneración arbitraria de los modelos clásicos, pero no es menos cierto que sabe reconocerle esa delicadeza, esa ligereza y, al mismo tiempo, esa majestuosidad evidenciadas en los grandes templos del medievo.
A partir de aquí, Laugier realza los méritos del Renacimiento, capaz de devolver al lenguaje de la arquitectura la corrección y el vigor perdidos, y considera que este proyecto reformador alcanzó su punto álgido en el siglo XVII, sobre todo en Francia, momento en el que se produjeron “obras de arquitectura dignas de las mejores épocas”. Sin embargo, informa Laugier, este cénit fue un espejismo: cuando parecía que se alcanzaba el equilibrio entre la imitación del pasado y la depuración formal —el momento en que se alcanzaba la ‘perfección’—, la empresa reformista se derrumbó al calor de las delicuescencias barrocas. “Como si la barbarie no hubiera perdido todos sus derechos entre nosotros”, sentencia Laugier, “recaímos en lo bajo y lo defectuoso”, de tal manera que “todo parece amenazarnos con una total decadencia”.
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La cabaña rústica En el pensamiento de Laugier, la manera de evitar la decadencia de la arquitectura pasa, en primer lugar, por hallar la piedra de toque capaz de determinar qué o no es necesario en un edificio. Para ello, el autor propone un experimento mental, que consiste en observar una obra de arquitectura imaginándose que ocurriría si se le fuesen quitando partes: el entablamento, las pilastras, los arcos y así, sucesivamente. Si los elementos eliminados no producen el colapso del edificio, entonces resultan superfluos; es el resto, los elementos estructurales, los que son objetivamente necesarios. Esta conclusión hunde sus raíces en la concinnitas de Alberti y, en último término, en la tradición organicista clásica, es decir, en la idea de la coherencia entre las partes y de éstas con el todo. La singularidad de Laugier consiste en extrapolar este principio al rendimiento estructural, de tal manera que el edificio necesario resulta ser aquel cuyas partes no puedan suprimirse “sin que se derrumbe”. Lo cual conduce, a su vez, a un principio más general y cierto: que “las partes de un orden arquitectónico son las partes mismas del edificio”.
El principio de identidad entre las partes formales y las estructurales de un edificio es una de las aportaciones más importantes de la teoría de Laugier, por cuanto supone un mentís a la obsesión tradicional por fundar la belleza exclusivamente en sistemas proporcionales abstractos y formas ornamentales heredadas de la tradición. Desde este nuevo punto de vista, los órdenes no se consideran ni manifestaciones perfectas de unas presuntas armonías musicales ni artificios arbitrarios convalidados por el simple hábito: son unidades compositivas válidas en la medida en que cada uno de sus elementos cumple una función estructural. De ahí la importancia adjudicada por Laugier a la identificación de estos elementos compositivo-constructivos, a los que considera los verdaderos “principios de la arquitectura”.
A determinar estos principios se dedica el primer y más importante capítulo del Essai, que comienza con un relato pseudohistórico inspirado por la tesis del bon sauvage —que había postulado Rousseau por aquellos años— y cuyo argumento toma la forma de un pendant de la hipótesis de Vitruvio sobre el origen de la arquitectura. Según Laugier, el hombre primitivo, dejado a su “instinto natural”, buscó protección del sol en la espesura del bosque pero, al llegar la lluvia, se vio impelido a guarecerse en un abrigo artificial. No tenía a mano más que unas ramas caídas en el bosque, que levantó perpendicularmente y dispuso formando un cuadrado. Encima puso otras cuatro ramas atravesadas, y remató el conjunto con dos familias de ramas inclinadas. Protegió después esta cubrición con hojas y, más tarde, para evitar el frío y el calor, rellenó los huecos dejados entre las ramas. Surgió así una “pequeña cabaña rústica”, hecha por el instinto natural del ser humano que aprovecha los materiales y consigue crear la que, a juicio de Laugier, resulta ser la arquitectura más esencial. Esencial en virtud de que los troncos dispuestos verticalmente son el anticipo natural de las columnas; las ramas horizontales que coronan los troncos, el anticipo de los entablamentos; y las inclinadas que forman el tejado, el anticipo de los frontones. Concebidos respecto a su presunto origen en la cabaña rústica,
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los elementos de los órdenes arquitectónicos resultan así necesarios, pues hacen posible la construcción más elemental y modélica: aquella a la que ni le sobra ni le falta nada.
Fundada en la simple naturaleza y no en las convenciones arbitrarias del gusto, la cabaña rústica es el modelo para definir los elementos fundamentales de la arquitectura —la columna, el entablamento y el frontón—, y para establecer el baremo acerca de lo que es y no es esencial. Esenciales son los elementos con función estructural; arbitrarios, los añadidos ornamentales o prescindibles. Laugier asocia los primeros al templo griego, y los segundos —no por casualidad— a algunas de las partes fundamentales del código romano clasicista: los pedestales, el ático, el arco, la bóveda, incluso las ventanas y las puertas. Con estas premisas, el autor del Essai juzga que el ejemplo más cercano a la simplicidad natural de la cabaña rústica es, paradójicamente, un edificio romano, la Maison Carrée, que describe con esa sencillez palmaria tan típicamente francesa: “un rectángulo en el que treinta columnas sostienen un entablamento y un tejado rematado en cada uno de sus extremos por un frontón; eso es todo.”
Los elementos de la arquitectura Una vez identificados tanto los elementos fundamentales de la arquitectura como el baremo para juzgar su necesidad o arbitrariedad, Laugier examina críticamente la columna, el entablamento y el frontón, con el objetivo de proponer medidas correctoras que les devuelvan su pureza prístina. Respecto de las columnas —materialización noble y elaborada del primitivo tronco de la cabaña—, Laugier dice que deben ser siempre elementos exentos, nunca estar adosados a un muro porque esto desdibuja su contorno y materialidad; que deben ser columnas en sentido estricto, nunca pilastras, por cuanto estas diluyen el poderoso efecto causado por el bulto redondo y estructural; que no deben estar deformadas con éntasis (el típico abultamiento a la altura de un tercio del fuste), ni con secciones ahusadas ni con almohadillados, sino dotadas de su noble sencillez intrínseca; que no deben estar levantadas sobre pedestales, sino directamente sobre el suelo porque, al ser como las ‘piernas’ del edificio, “es absurdo darles otras piernas”. En cuanto a los entablamentos —trasunto de las vigas de la cabaña rústica—, no deben estar apoyados en arcos, sino en dinteles, por mor de la sencillez y la coherencia estructural, habida cuenta de que los entablamentos se apoyan en dinteles que, en principio, debería ser estructurales por sí mismos; los entablamentos tampoco deben tener ni entrantes ni voladizos que rompan la continuidad del apoyo de la cornisa. Finalmente, Laugier denuncia la colocación de los frontones —los techos de la cabaña— en la parte longitudinal de los edificios, pues rompen la lógica de la cubierta a dos aguas; denuncia también que los frontones tomen, a la manera barroca, caprichosas formas curvas o mixtilíneas que contradicen su sentido constructivo; y denuncia, sobre todo, que se coloquen unos sobre otros, a la manera de elementos redundantes, o que se dispongan, transformados en simples ornamentos, sobre las puertas y las ventanas.
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Tras esta purga de las aberraciones formales y estructurales que han ido haciendo degenerar a los elementos principales de la arquitectura —una purga que se extiende también a los pisos, las ventanas o las puertas—, Laugier pasa a describir los órdenes clásicos. En este tema, sus ideas no están a la altura de la radicalidad demostrada anteriormente: aparte de conminar a la vuelta a los tres órdenes esenciales —dórico, jónico y corintio—, se limita sólo a recoger de una manera convencional partes y ornamentos. Con todo, resulta reseñable el hecho de que Laugier renuncie al empeño de describir minuciosamente, a través de su modulación, las proporciones de cada uno de los órdenes clásicos. Su justificación es que tal cuestión había sido tratada por extenso y con rigor en otras tratados publicados con anterioridad —el de Perrault, el de Palladio, el de Vignola—, y que el propósito del Essai, en cualquier caso, no es fungir de texto normativo, sino de texto crítico, susceptible menos de presentar a los arquitectos ciertos procedimientos algorítmicos para proporcionar los órdenes que de, simplemente, hacerles pensar. En ese sentido, el desinterés de Laugier a la hora de tratar el problema de la proporcionalidad de los órdenes —que, desde el Renacimiento hasta Perrault, había sido el más acuciante tanto para los eruditos como los aficionados— evidencia el rumbo novedoso que el abate supo imprimirle a su tratado.
Solidez, comodidad, conveniencia Tras el análisis de los elementos y los órdenes, el Essai pasa a tratar cuestiones relacionadas directamente con el proyecto y la construcción de los edificios. Lo hace a través de una tríada —la solidez, la comodidad y la conveniencia— que evoca necesariamente la vitruviana. Teniendo en cuenta que para Laugier las partes de los órdenes son las partes estructurales de un edificio, no resulta extraño que el elemento más importante de la tríada sea la ‘solidez’, concepto cuyos significados coinciden con los de la firmitas vitruviana. Sólido es, fundamentalmente, el edificio duradero, y esta condición depende de dos circunstancias: la elección de los materiales y el buen empleo que se haga de ellos. En cuanto a la elección de los materiales, las recomendaciones del Essai no pasan de ser lugares comunes; resultan más relevantes las reflexiones sobre el uso, que Laugier aborda desde un punto de vista estructural relativamente novedoso, que le lleva a reivindicar la construcción gótica, por cuanto en ella se une lo “delicado y lo sólido”. A este respecto, Laugier demuestra ser uno de los primeros defensores del sistema de contrarresto de los constructores medievales, capaz de desmaterializar los muros y de hacer posible esa solidez airosa que el autor del Essai considera deseable para la arquitectura. La segunda consideración sobre lo que Laugier llama el “arte de construir” atañe a la ‘comodidad’, un concepto que se corresponde más o menos con la utilitas vitruviana, en la medida en que tiene que ver con la situación del edificio —la búsqueda de lugares sanos y con “bellas vistas”—, su distribución —la disposición adecuada de las entradas, los patios y los jardines— y, finalmente, las circulaciones, aspecto que el autor introduce para atender, sobre todo, a las nuevas necesidades de los palacios barrocos, en pro de evitar los largos recorridos y garantizar la recién conquistada privacidad doméstica.
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La tercera y última consideración, el ‘decoro’ o ‘conveniencia’ (bienséance), toma el significado del decor vitruviano en un sentido algo más restringido. Consiste en hacer que el edificio exprese la condición asociada a su función o a sus ocupantes, y que lo haga con justa ‘magnificencia’, es decir, sin sobrepasarse retóricamente pero sin caer tampoco en un anodino tono menor. Esto implica que la decoración de los edificios resulte siempre acorde con lo que el público espere de ella. No es lo mismo, así, el decoro que cabe exigir a una mansión principesca que a una casa particular, o a un templo que a un mercado. Para Laugier, el decoro, categoría retórica donde las haya —por cuento comunica el edificio con el público a través del espacio de representación social—, tiene siempre que ceñirse a un razonable término medio: ni tan ostentoso como parecer excesivo y arbitrario, ni tan mezquino como para resultar insignificante. Con este empeño, el arquitecto debe saber escoger la escala, los elementos y los ornamentos a la hora de transmitir la condición esencial del edificio.
De los elementos a la composición Los argumentos de Laugier no son puras elucubraciones conceptuales, sino que se acompañan siempre de ejemplos construidos, unas veces tomados de la Antigüedad —como el ya citado de la Maison Carrée—, y otras veces, de hecho casi siempre, seleccionados entre la nómina de construcciones contemporáneas en Francia, que sin duda conocía cualquier amateur de la época. Sus modelos preferidos son, por supuesto, los que mejor se ajustan a su ideal de despojamiento estilístico, racionalidad mecánica y grandiosidad espacial: desde la famosa galería de columnas de la Capilla del Palacio de Versalles, de Joules-Hardouin Mansart, hasta la columnata de la fachada Oeste del Palacio del Louvre, de su admirado Claude Perrault, pasando asimismo por algunas obras no menos familiares pero sí mucho menos previsibles, como la Sainte Chapelle de París, construcción gótica del siglo XIV que Laugier considera, por su pureza estructural, digna del mayor encomio. Estos dos tipos de modelos —el clasicismo barroco más racionalista y el gótico más estructural y evanescente— dan cuenta de los intereses estéticos de Laugier, y fecundan los principios compositivos que el abate propone a la hora de abordar el diseño del tipo arquitectónico que, siguiendo la tradición vitruviana, considera el más fundamental y excelso: el templo. Estos principios compositivos tienen un carácter normativo que no sería posible las tres grandes ideas presentadas en la primera y más enjundiosa parte del Essai: en primer lugar, la idea de que las partes de los órdenes arquitectónicos deben ser las partes del propio edificio, es decir, que lo formal u ornamental deben coincidir con lo constructivo o estructural; en segundo lugar, la idea de que debe eliminarse de la arquitectura todo aquello que tenga una condición adventicia, arbitrariamente añadida, y que, para conseguir este propósito, el catálogo de elementos arquitectónicos ha de reducirse a tres fundamentales —columna, entablamento, frontón—, que son los que pueden hallarse en la ‘cabaña rústica’ construida a imitación de la naturaleza; y, finalmente, la idea de que estos elementos fundamentales —convenientemente purgados de fallas y arbitrariedades— deben aparejarse de acuerdo a tres principios constructivos de alcance general: la solidez, la comodidad y el decoro.
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De esta manera, Laugier pasa de la definición de unos elementos arquitectónicos básicos a definir las reglas de composición que permiten combinarlos entre sí: un planteamiento conceptual que, lejos de morir en el Essai, tuvo pronto seguidores para convertirse, llegado el siglo XIX, en el hegemónico entre las escuelas academicistas. El autor del Essai acuña estos principios compositivos —que son también estéticos— en el marco tipológico de lo que considera el templo ideal: una construcción de planta de cruz latina, cuya nave principal, crucero y coro se resuelven mediante la superposición de dos órdenes —el principal, de columnas pareadas para dar mayor holgura a los intercolumnios; el superior, más ligero y sobre el que se levanta, directamente, una bóveda de medio cañón, sin arcos perpiaños—; junto a la principal, se disponen, de manera convencional, dos naves laterales, cuyos alzados forman un riguroso peristilo, y las capillas laterales, de planta rigurosamente cuadrada, se cierran con muros que hacen las veces de contrafuertes para el sostén de la airosa nave principal.
No se trata, por supuesto, de un esquema revolucionario, sino de un modelo genérico, como genéricas son las reglas compositivas que propone Laugier. Lo relevante no está en la originalidad del modelo y de las reglas, sino en el hecho de que estos se hayan depurado de arbitrariedades y de que, una vez devueltos a su sencillez original, resulten aptos para recuperar la tectónica y la espacialidad de los grandes templos medievales. Para Laugier, la construcción gótica es como un relato sublime pero redactado en un lenguaje ininteligible y lleno de faltas de ortografía; un relato que, una vez escrito en el lenguaje correcto —el de los órdenes clásicos— y una vez depurado este de sus incoherencias y solecismos, puede dar pie a un resultado objetivamente bello. ¿Cuáles son las ventajas de este modelo ideal de templo, fusión moderna del clasicismo y el gótico? En primer lugar, que es natural y auténtico, en la medida en que se basa en los principios de la cabaña rústica (no hay arcos, pilastras, pedestales). En segundo lugar, que es elegante y delicado como una catedral gótica: la masa del muro parece disolverse. De ahí, la tercera razón: que sus intercolumnios superiores pueden abrirse y revestirse completamente con ventanas, como si se tratara de un claristorio medieval. En cuarto lugar, que el carácter majestuoso de su nave principal no depende de soluciones monstruosas, como los órdenes gigantes, sino del sensato apilamiento de dos órdenes bien proporcionados. Y finalmente, que su bóveda principal, liberada de arcos perpiaños y mejor iluminada, se vuelve más ligera.
Orientado a hacer de la arquitectura una ciencia de belleza universal merced a una serie de principios y las reglas fundamentales, el proyecto crítico de Laugier acaba convalidándose en un esquema de gran convencionalidad —el de su templo ideal— pero dotado de ventajas: la claridad, la coherencia entre forma y estructura, y una espacialidad enraizada en los hallazgos del gótico. Al mismo tiempo que sus propias y evidentes limitaciones, este esquema sugiere la coherencia del Essai, que no es un tratado normativo, sino un ensayo destinado a reformar el gusto y una suerte de crítica de la ‘arquitectura pura’. Laugier no inventa nada: ni crea nuevas formas ni propone nuevos tipos; simplemente se limita a limpiarlos, fijarlos y darles esplendor, como si fueran palabras gastadas por el tiempo a las que se les hubiera devuelto su sentido original.
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Antología de textos Texto 1
Necesidad de establecer los principios de la arquitectura [Proemio] “Existen varios tratados de arquitectura que desarrollan con bastante exactitud las medida y proporciones arquitectónicas, que entran en los detalles de los distintos órdenes y que proveen de modelos para las distintas formas de construir. Pero no existe todavía ninguna obra que establezca sólidamente los principios de la arquitectura, que manifieste su verdadero espíritu y que proponga reglas adecuadas para dirigir el talento y definir el gusto. Entiendo que, en las artes que no son puramente mecánicas, no basta con saber trabajar; es importante sobre todo aprender a pensar. Un artista tiene que poder darse a sí mismo razón de todo lo que hace. Para ello necesita principios fijos que determinen su juicio y justifiquen su elección, de modo que pueda decir que una coda está bien o mal no sólo por instinto, sino por medio de la razón y como hombre instruido en los caminos de lo bello.”
Texto 2
Necesidad de establecer leyes fijas e inmutables frente al capricho artístico [Proemio] “Sólo la arquitectura se ha abandonado, hasta ahora, al capricho de los artistas, que han establecido sus preceptos sin discernimiento. Han fijado las reglas al azar, basándose sólo en el examen de los edificios antiguos. Han copiado sus defectos con tanto escrúpulo como sus bellezas (…) Vitruvio, en realidad, sólo nos ha enseñado lo que se practicaba en su época y, aunque en él se vislumbra el fulgor que anuncia una inteligencia capaz de penetrar en los verdaderos misterios del
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arte, no intenta en absoluto desgarrar el velo que los ubre y, alejándose siempre de los abismos de la teoría, nos lleva por los caminos de la práctica, que más de una vez nos alejan de la meta. (…) Es, pues, de esperar que algún gran arquitecto intenta salvar la arquitectura de la excentricidad de las opiniones, descubriendo sus leyes fijas e inmutables.”
Texto 3
Existencia de una belleza absoluta en la arquitectura [Proemio] “Al observar atentamente nuestros más grandes y nuestros más bellos edificios, mi alma ha experimentado impresiones diferentes en cada ocasión. A veces, el encanto era tan intento que producía en mí un placer mezcla de arrebato y de entusiasmo. Otras, sin sentirme tan fuertemente arrastrado, me sentía satisfactoriamente lleno, era un placer menor pero, sin embargo, un verdadero placer. A menudo, permanecía complemente insensible; a menudo también, me sentía hastiado, lastimado, indignado. He meditado mucho sobre todo estos distintos efectos. He repetido mis observaciones hasta que me he asegurado que los mismos objetos causaban en mí siempre las mismas impresiones. Consulté el gusto de otro, y, sometiéndolos a la misma prueba, encontré que las impresiones que yo experimentaba eran las mismas que sentían ellos, con mayor o menor viveza según los diferentes temperamentos que la naturaleza les había otorgado. De estos he deducido: 1.º Que en la arquitectura hay una belleza absoluta, independiente de la costumbre y del prejuicio humano. 2.º Que la creación de un elemento arquitectónicos es, como sucede en todas las obras del espíritu, susceptible de frialdad y de vivacidad, de perfección y desorden. 3.º Que tiene que haber para este arte, como para todas las demás, un talento que no se adquiere, una capacidad de genio que la naturaleza otorga, y que este talento, este genio, tienen, sin embargo, que someterse a unas leyes y ser gobernados por ellas.”
Texto 4
La cabaña rústica [Capítulo I] “Principios generales de la arquitectura. En arquitectura sucede como en el resto de las artes: sus principios se fundan en la simple naturaleza, y en el proceder de ésta se encuentran claramente marcadas las reglas de aquélla. Consideremos al hombre en su primitivo origen, sin más auxilio, sin más guía que el instinto natural de sus necesidades. Necesita un lugar donde reposar. Al borde de un tranquilo riachuelo ve un prado; su naciente verdor agrada a sus ojos, su tierna pradera le invita; va hacia él y, cómodamente tendido sobre este coloreado tapiz, no desea nada. Pero pronto el ardor del sol, que le quema, le obliga a buscar cobijo. Ve un bosque que le ofrece el frescor de sus sombras, corre a esconderse en su espesura, y vedlo aquí contento. Sin embargo, mil vapores elevados al azar se encuentran y se reúnen, el aire se cubre de espesor nubarrones, una espantosa lluvia se precipita como un torrente
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sobre este delicioso bosque. El hombre, mal protegido al abrigo de sus hojas, no sabe ya cómo defenderse de la incómoda humedad que lo penetra por todas partes. Descubre una caverna, se desliza en ella y se encuentra en un lugar seco, se aplaude por su hallazgo. Pero nuevos sinsabores le hacen sentirse a disgusto también en esta estancia. Aquí está en tinieblas, respira un aire malsano. Sale., pues, dispuesto a suplir con su industria las desatenciones y las negligencias de la naturaleza. El hombre quiere construirse un alojamiento que lo proteja sin enterrarlo. Unas ramas caídas en el bosque son los materiales apropiados para su propósito. Escoge cuatro de las más fuertes, las levanta perpendicularmente y las dispone formando un cuadrado. Encima pone otras cuatro atravesadas y sobre éstas levanta, partiendo de dos lados, un grupo de ramas que, inclinadas contra sí mismas, se encuentran en el punto alto. Cubre esta especie de tejado con hojas, lo bastante juntas para que ni el sol ni la lluvia puedan traspasarlo, y ya está el hombre alojado. Ciertamente, el frío y el calor le harán sentirse incómodo en su casa abierta por todas partes; pero entonces rellenará el hueco entre los pilares y se sentirá resguardado. Así evoluciona la naturaleza, siendo la imitación de su proceder lo que da origen al nacimiento del arte. La pequeña cabaña rústica que acabo de describir es el modelo a partir del cual se han imaginado rodas las magnificencias de la arquitectura. Acercándonos, en la realización, a la simplicidad de este primer modelo, es como evitamos todos los defectos esenciales, como alcanzamos la verdadera perfección. Todos los maestros del arte están de acuerdo en que los troncos levantados perpendicularmente nos han hecho concebir las columnas. Las ramas horizontales que los coronan nos han hecho concebir los entablamentos y, por último, las inclinadas que forman el tejado no han hecho concebir los frontones. (…) En estas partes esenciales residen todas las bellezas; en las partes introducidas por necesidad residen todas las licencias; en las partes añadidas por capricho residen todos los defectos. (…) La naturaleza nos ofrece ese boceto, el arte sólo debe emplear sus recursos para embellecer, limar, pulir la obra, sin tocar nada en el fondo del diseño.”
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Fig. 1. Portada (Essai sur l’architecture, 1753)
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Fig. 2. La arquitectura inspirada en la Naturaleza
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Bibliografía Edición española del tratado: Laugier, Marc-Antoine, Ensayo sobre la arquitectura, Madrid: Akal, 1999.
Arnau, Joaquín, La teoría de la arquitectura en los tratados, Madrid: Tebas Flores, 1987. Germann, Georg, Vitruve et le vitruvianisme: Introduction à l’histoire de la théorie architecturale, Ginebra: Presses polytechniques et universitarias romandes, 2016. González Moreno-Navarro, José Luis, El legado oculto de Vitruvio, Madrid: Alianza Forma, 1993. Pérez-Gómez, Alberto, Architecture and the Crisis of Modern Science, Cambridge: The Massachusetts Institute of Technology, 1983. Wiebenson, Dora, Los tratados de arquitectura: De Alberti a Ledoux, Madrid: Hermann Blume, 1988.
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