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Escuela Politécnica Superior, Arquitectura Eduardo Prieto Grado en Fundamentos de Arquitectura Pensamiento y Crítica, I

Tema 8 Boullée, Architecture, essai sur l’art

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Eduardo Prieto Dr. Arquitecto

Boullée, Architecture, essai sur l'art (ca. 1790)

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Introducción La arquitectura en cuanto arte Edificios como poemas La teoría de los cuerpos elementales El carácter Modelos para la sociedad del futuro

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Bibliografía

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Étienne-Louis Boullée, Architecture, essai sur l’art (ca. 1790)

Introducción La carrera de Étienne-Louis Boullée (1728-1799) se desarrolló a caballo de los tiempos dulces del Ancien Régime y de los años convulsos de la Convención. Esto explica quizá que haya sido tildado de arquitecto ‘megalómano’, ‘visionario’ o incluso ‘revolucionario’, aunque el adjetivo que mejor le conviene es ‘racionalista’. Racionalista, por lo menos, en el sentido que el término tenía en la época que le tocó vivir: aquel que construye un sistema lógico, se adhiere a él con coherencia e intenta convalidarlo en la realidad.

Boullée es racionalista como antes de él lo habían sido sus compatriotas Laugier y Perrault, cuyas ideas dejaron rastro en su pensamiento. Sin embargo, su abordaje a la teoría de la arquitectura tiene un rasgo fundamental que lo diferencia del empeño de sus antecesores. Para Boullée, el reto para la teoría no consiste tanto en depurar el lenguaje clásico mediante la identificación de principios y reglas objetivos, cuanto en identificar la esencia de la propia arquitectura, inspeccionando su naturaleza profunda para deslindarla del resto de saberes que, de un modo u otro, concurren con ella. El propósito de Boullée es, al cabo, hallar el sostén teórico de la autonomía de la disciplina, un sostén que busca menos en los saberes técnicos que en el arte; de ahí el título provocador de su tratado: Architecture, essai sur l’art. Este planteamiento hace de Boullée el primer teórico moderno de la arquitectura. ‘Moderno’ no sólo por la época que le tocó vivir —que es, en verdad, la de la construcción de la modernidad europea—, sino moderno porque su idea de la teoría resulta ser, a grandes rasgos, la nuestra: un saber autorreflexivo que ya no sirve tanto para sostener normativamente el proyecto como para construir la propia conciencia de los arquitectos, indagando en lo que es y esperan que sea la disciplina que practican, y calculando hasta qué punto la realidad va a permitirles llevar a cabo sus afanes. Con Perrault y Laugier, la teoría de la arquitectura experimentó un giro intelectual que la transformó en teoría ‘pura’; con Boullée —un arquitecto no menos intelectualizado que los anteriores—, la teoría se vuelca hacia lo psicológico y lo social. De ahí que su modernidad resulte tan vulnerable y problemática como la nuestra.

La arquitectura en cuanto arte Boullé ni publicó ni apenas construyó en vida, pero su influencia fue grande en la generación más joven, de la que fue verdadero maître à penser. Su doctrina fue esotérica en la medida en que nunca

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consiguió traspasar el círculo estrecho formado por entendidos y discípulos. Esto explica que Architecture, essai sur l’art, elaborado aproximadamente entre 1780 y 1790 y legado, junto con el resto de sus papeles, al Estado francés en 1793, nunca fuera publicado.

La estructura del tratado es al mismo tiempo lógica y caótica: en ella, la exposición razonada de conceptos y principios, al modo de la mejor tradición francesa, convive con prolijas disquisiciones poéticas que evocan, a través de una incontenible verbosidad, los edificios proyectados por el autor. El Essai sur l’art comienza con una introducción, la parte más importante del tratado en la medida en que expone la tesis fundamental de la teoría de Boullée: la naturaleza artística de la arquitectura. A este capítulo inicial sigue la exposición de la controversia entre Perrault y Blondel acerca del carácter arbitrario de la belleza y, más tarde, el examen de los “cuerpos elementales”, que Boullée considera indispensables a la hora de dotar a la arquitectura de un carácter natural y objetivo. La parte del león del tratado, al menos en términos cuantitativos, consiste en la presentación razonada y poetizada de una serie de grandes proyectos públicos, de condición utópica, a los que Boullée aplica sus principios teóricos, y a través de los cuales plantea y desarrolla el segundo gran concepto en el que se fundamenta su tratado: el carácter. El Essai sur l’art concluye con unas reflexiones sobre la teoría de la arquitectura y el arte, y con dos apéndices dedicados, respectivamente, a la restauración del Palacio de Versalles y a la enseñanza de la arquitectura.

Partiendo de este esquema, Boullée profundiza en el proceso de depuración racional de la arquitectura planteado por Laugier: además de explorar los elementos y las reglas de la disciplina, centra sus esfuerzos en desvelar cuál sea su esencia, con el objetivo de garantizar su autonomía. En este sentido, su empresa es una empresa típica de un tiempo de crisis en el que la arquitectura, cada vez más estrechamente ligada al amplio rango de saberes técnico-normativos desarrollados a lo largo de los tres siglos anteriores —la perspectiva, la mecánica y la geometría descriptiva, fundamentalmente—, se había convertido en una disciplina problemática, por amplia y ambigua.

En este contexto, Boullée se sale de la tónica cientificista al uso en su siglo, y da la primacía a la parte artística de la arquitectura frente la parte científica. Lejos de intentar disolver las ambigüedades propias de la disciplina sometiéndola a reglas matemáticas o estructurales —como habían intentado Perrault y Laugier, respectivamente—, el francés cree que el futuro de la arquitectura pasa por hacer de ella un arte verdadero, tan verdadero al menos como la pintura, a la que considera un modelo. Para el autor, la arquitectura de su época está todavía en la infancia, y su atraso respecto al resto de las artes se debe, precisamente, a sus dificultades a la hora de concretarse como un arte de suyo: un arte, diríamos hoy, ‘sin complejos’

Partiendo de esta premisa, no resulta extraño el planteamiento radicalmente intelectualista que preside el Essai sur l’art. Como Perrault y Laugier, Boullée cree que la esencia de la arquitectura es especulativa; de ahí que no diserte sobre los problemas formales de los órdenes y el resto de temas convencionales recogidos en los tratados de la época, sino que prefiera moverse en el mundo del

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puro concepto. En este sentido, su intención no es tanto conseguir que los arquitectos ‘piensen’ — como había pretendido Laugier—, cuanto hacer que la propia arquitectura se convierta en pensamiento. Para Boullée, la arquitectura es un arte intelectual, un arte de la concepción, y esta convicción se expresa en la propia manera de abordar su tratado, cuyas magníficas ilustraciones son, en rigor, imágenes conceptuales que comunican las ideas de su autor de una manera mucho más poderosa que los propios textos.

Edificios como poemas En los años en que escribía Boullée, hacer de la arquitectura un arte del concepto implicaba, por fuerza, colocarse en una posición antivitruviana, en la medida en que tanto De Architectura como los tratados normativos que se inspiraron en él habían concebido la disciplina como un saber de saberes fundamentalmente técnico. Boullée cree que Vitruvio está equivocado a este respecto: la arquitectura no es el arte de construir, sino el arte de pensar, de concebir, de imaginar. El maestro romano “toma el efecto por la causa”, como lo hace también Laugier, cuyo relato sobre la ‘cabaña rústica’, afirma Boullée, contiene un grave error conceptual: la cabaña, construida con ramas y hojas merced al instinto de los hombre primigenios —y, por tanto, presuntamente dotada de una necesidad procurada por la naturaleza—, no puede ser el ‘modelo’ más primordial para la arquitectura, por cuanto este modelo, antes de materializarse en la cabaña física, tuvo que estar en la cabeza de los que la concibieron. Así, no hay espontaneidad natural en el acto de proyectar la arquitectura, sino una absoluta premeditación que pone en juego un amplio repertorio de artificios orientados a conseguir ciertos efectos, y esto es lo que asimila la esencia de la arquitectura a la del arte. La idea de que la esencia de la arquitectura es el planteamiento a priori del proyecto más que la propia ejecución (es decir, la ‘concepción’ que los artistas venían utilizando, desde los tiempos del Renacimiento, para reivindicar la condición intelectual de su oficio) aproxima la disciplina a las artes más especulativas, como la pintura. En este sentido, algunos historiadores han escrito que, cuando Boullée incorpora a su tratado la en su tiempo célebre cita de Correggio “Ed io anche son pittore” (yo también soy pintor), no hace más que mostrar su melancolía personal por haberse apartado de este noble oficio cuando era joven. Es una interpretación más bien roma, además de innecesariamente biográfica, pues para explicar la cita basta con ceñirse literalmente a lo que Boullée escribe en su tratado, que es que la arquitectura y la pintura son disciplinas análogas por tres razones fundamentales y complementarias: en primer lugar, porque son artes especulativas, artes de la concepción más que de la ejecución; en segundo lugar, porque el efecto de ambas depende de crear imágenes poéticas poderosas; y finalmente, porque las imágenes que crean consisten en una imitación analógica de la naturaleza. Poco más puede decirse de la primera razón, pero tanto la segunda como la tercera merecen glosa. Establecer analogías entre las artes era tradición entre los tratadistas desde los tiempos del Humanismo, cuando se puso de moda la poética de Horacio, resumida en el apotegma “Ut pictura

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poesis” (la poesía debe ser como la pintura). Para el poeta romano, ambas disciplinas tienen en común la experiencia estética que producen, el goce que siente el espectador ante una obra sublime y que se basa, en último término, en que ambas imitan a la naturaleza. En la medida en que apuntaba a la esencia poética y metafórica de la creación artística, esta tesis fue utilizada, desde el Renacimiento, como un argumento de autoridad por quienes querían establecer un común denominador para todas las artes: así, la poesía debía de ser tan emotiva y evocadora, tan conceptual y al mismo tiempo tan visual, como para provocar en la mente del espectador imágenes vívidas como las de un cuadro. Sumándose sin ambages a este punto de vista, Boullée conecta el “Ut pictura poiesis” con el “Ut pictura architectura”, por decirlo así, para afirmar que los “edificios son como poemas” que generan impresiones sensoriales poderosas. Estas impresiones dependen de la creación de cuadros evocativos, estremecedores, que golpeen directamente al ojo; de ahí que la arquitectura, al igual que la pintura, sea al cabo un “arte de producir imágenes”, imágenes cuyo origen es, en última instancia, natural. Lo interesante es que, Boullée —hombre de su tiempo al cabo— hace depender la producción arquitectónica de imágenes de un doble principio de raíz cientificista, o al menos psicológica, al que pretende dotar de validez universal: de un lado, la reducción de la naturaleza a una serie de “cuerpos elementales”; del otro, la conversión de estos en las piezas fundamentales de la composición arquitectónica.

La teoría de los cuerpos elementales Hacer de la arquitectura un arte no implica, para Boullée, convertirla también en una disciplina arbitraria. Todo lo contrario: precisamente por compartir su esencia con la pintura —al ser ambas artes poéticas—, la arquitectura puede ser objetiva, por cuanto se sostiene en lo que sostiene, en general, a todas las artes: la mímesis de la naturaleza. Así, cuanto más imite la arquitectura a la naturaleza, más objetiva resultará, y más posibilidades tendrá, a la postre, de influir en el comportamiento humano a través de las impresiones estéticas. Boullée lo dice de un modo más evocador: “gracias a la naturaleza, la arquitectura adquiere su poesía”.

Por supuesto, Boullée es consciente de que la arquitectura no imita a la naturaleza de la manera en que lo hace la pintura. La mímesis arquitectónica es analógica, no directa; depende de la mediación de un constructo intelectual: los “cuerpos elementales”. Boullée, hastiado como buen francés racionalista de “la imagen muda y estéril de los cuerpos irregulares” (los cuerpos que, en las rocallas y arabescos del Rococó, imitaban la naturaleza de una manera banalmente literal), concibe los cuerpos elementales como átomos de condición geométrica con los que puede reducirse la complejidad de la apariencia de las cosas; cuerpos que, dada su simplicidad y capacidad para incidir en el sensorio humano, pueden convertirse en los ingredientes fundamentales de esa “producción de imágenes” en la que, según el francés, consiste la arquitectura.

Inspirándose en las teorías sensualistas de la época, fundamentalmente en el en su tiempo muy leído Traité des sensations de Condillac, Boullée considera que el conocimiento en general y la percepción

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estética en particular dependen, en último término, de las impresiones causadas en los sentidos, y que cuanto más intensas resultan ser estas más capaces serán de producir efectos perdurables en la psique. Así, a mayor sencillez y legibilidad de los cuerpos que impresionan los sentidos, mayor intensidad y, también, mayor belleza de las sensaciones resultantes. De ahí que Boullée recurra a los cuerpos elementales a la hora de plantear la imitación de la naturaleza por parte de la arquitectura, y que justifique su argumento con dos grandes razones: que la elementaridad de tales cuerpos permite percibir de manera inmediata sus características formales; y que la condición natural de los cuerpos elementales, análoga a la ‘organización’ del propios cuerpo humano, sostiene al cabo su belleza objetiva.

Consciente de las dificultades de encontrar tales cuerpos en la naturaleza (los constructos de Boullée comparten la condición fantasmal de los sólidos platónicos), el autor plantea un experimento mental: si el lector del tratado se subiera a un aerostato, se daría cuenta de que, a partir de cierta altura, “todo lo que es incierto y embrollado se disipa como una especie de vaho, y deja subir a la superficie lo que está normalmente escondido a la mirada, es decir, la esencia misma de la naturaleza” traducida en esas esferas, cubos, pirámides y espirales que cabe considerar ‘cuerpos elementales’. Lo que la arquitectura, en cuanto arte poético, imita en la naturaleza no es, por tanto, su apariencia farragosa, sino el orden racional —y también sensual—que subyace a ella.

En la teoría de Boullée, la racionalidad y sensualidad ínsitas a los cuerpos elementales se traduce en tres grandes ventajas —la regularidad, la simetría y la variedad—, que se convierten en los tres grandes principios de la arquitectura. Desmintiendo con firmeza a toda la tratadística anterior, el Essai sur l’art dictamina que la esencia de la belleza arquitectónica no debe buscarse en la simple proporcionalidad de sus partes u órdenes, sino en la regularidad, concepto más general basado en esa repetición de las formas “que es lo único que puede dar a los hombres ideas nítidas de la figura de los cuerpos”. Sobre la regularidad se cimenta el segundo principio de la arquitectura, la simetría, que Boullée entiende —más allá de como simple simetría axial— como la imagen general “del orden y de lo bello conjunto”; una imagen que justifica en términos antropomórficos: de igual manera que un hombre cuya nariz no estuviera en medio de la cara y sus miembros fueran disparatados nos parecería horroroso, un palacio “cuyo cuerpo de entrada no fuese su centro y cuyas ventanas estuvieran distanciadas desigualmente y a distintas alturas” presentaría “un conjunto horrible e insoportable”. Finalmente, la variedad es el contrapunto que evita que la simetría resulte “estéril y poco interesante”, y expresa la tendencia natural de la psique humana a “abarcar nuevos objetos”. El resultado de componer estos tres principios no es otro que la proporción o armonía del cuerpo, que es también la armonía de la arquitectura. Para Boullée no hay “nada bello que no sea mesurado”, y, entre todas las formas, la más bella es la esfera, por cuanto en ella se armonizan a la perfección la regularidad, la simetría y la variedad.

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El carácter Pertrechado de los cuerpos elementales, el arquitecto compone sus edificios como si fueran cuadros; su tarea es la de una especie de “realizador de la naturaleza” capaz de producir imágenes poderosas y susceptibles de provocar efectos sensoriales, no menos poderosos, en los espectadores. Desde este punto de vista, el proyecto de arquitectura consiste en concebir a priori el efecto buscado y en poner los medios para que el proceso de producción y recepción de las imágenes resulte efectivo. De ahí que la tarea del arquitecto resulte semejante a la de un genio o, mejor dicho, a la de un demiurgo que maneja a su antojo los materiales estéticos que suministra la naturaleza —el juego de masas y claroscuros de los cuerpos elementales, fundamentalmente— y les da forma en un determinado sentido. Este sentido —el efecto psicológico de reconocimiento producido por la arquitectura— es el ‘carácter’ del edificio.

Para Boullée, el carácter no es sólo la adecuación de la forma de un edificio a su uso, al rango social de su propietario o al contexto —sentidos que la tratadística anterior había incluido en las nociones de ‘decoro’ o ‘conveniencia’—, sino fundamentalmente la coherencia interna de la forma del edificio con su propio ‘relato’, con el tema que comunica al espectador. Se trata de una concepción novedosa en la teoría de la arquitectura, pero que en tiempos de Boullée ya tenía solera en la poética literaria, por cuanto, en última instancia, provenía de la poética de Horacio, que dictaminaba que en la obra artística debían utilizarse los medios relativos al tema tratado, de manera que el espectador no experimentara otros sentimientos que los propios del tema, los esenciales a la obra y para los cuales había tomado su propia forma. Boullée denomina a esta utilización de los medios propios “poner carácter” al edificio: un recurso que, amén de garantizar la coherencia entre la forma y el tema — entre la forma y el fondo—, sirve para poner coto, en general, a los excesos de las estéticas barrocas, arbitrarias o alegóricas, en la cual todos los medios valen para cumplir el fin buscado. Racionalista al cabo, Boullée cree que el carácter tiene un sentido purificador: por un lado, opone el sentido y la poesía internos de la arquitectura a la mera belleza formal tantas veces accesoria o ‘externa’; por el otro, exige una legibilidad —la propia de los cuerpos elementales— que es tan estricta geométricamente como refractaria a las exuberancias innecesarias que debilitan el efecto de las formas en el sensorio humano.

Para que los edificios tengan el carácter exigido por su tema, el arquitecto debe inspirarse en la naturaleza de una manera analógica. De una parte, debe extraer de ella su vocabulario esencial, los cuerpos elementales; de la otra, debe retener las sensaciones que le provoca la contemplación de los paisajes naturales, tan diversos y cambiantes que son capaces de cubrir, potencialmente, todo el rango de experiencias humanas. A partir de aquí, el proceso es sencillo: el arquitecto, curioso y sensible, vibra primero con los espectáculos de la naturaleza, y se recrea después en sus sensaciones, de manera que puede recrearlas, más tarde, a la hora de proyectar sus propios edificios para buscar un efecto dado.

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No hace falta, de este modo, salirse de los materiales naturales y de la organización del sensorio humano para ser capaces de proyectar: se requiere sólo memoria para recordar las experiencias propias, e imaginación para transformar en formas arquitectónicas ese material a medias natural y a medias psicológico. En este empeño, resulta fundamental el control de los efectos de contraste entre la luz y las sombras, por cuanto estos matizan los cuerpos elementales y permiten crear “cuadros de sorpresa” cuyo atractivo fundamental es la variedad y la novedad. De este modo, el arquitecto, cual pintor, crea efectos no menos impactantes y sublimes que los de la propia naturaleza; de ahí que la arquitectura no consista en remedar la naturaleza, sino propiamente en ‘realizarla’. Boullée expresa la idea con su característico énfasis poético: la arquitectura es “la magia de pintar con la naturaleza, es decir, de ponerla en obra”.

Modelos para la sociedad del futuro Los cuadros de carácter que el arquitecto es capaz de producir, como si fuera un pintor que trabajara directamente con la naturaleza, no tienen otro objetivo que hacer de los edificios formas simbólicas, es decir, formas que transmiten ideas. Esto explica que la obra de Boullée suela asociarse a la idea de la architecture parlante (arquitectura parlante), un término que, sin embargo, no existía en la época de las Luces y que no fue acuñado hasta 1832, cuando el crítico Léon Vaudoyer definió de este modo, con propósitos denigratorios, el trabajo de Ledoux, el otro gran ‘arquitecto revolucionario’ coetáneo de Boullée. Con todo, architecture parlante es una expresión pertinente, no sólo porque hiciera fortuna en la historiografía posterior, sino porque da cuenta de ideas que sí son estrictamente contemporáneas de los protagonistas, como que la arquitectura es un “sistema simbólico” cuyo objetivo era “hablar a los ojos” (palabras del propio Ledoux), o como que la poesía es una “pintura parlante” y la pintura una “poesía muda”, dos expresiones derivadas, por su parte, del clásico ‘Ut pictura poiesis”, la máxima de Horacio a la que, como ya se ha tenido ocasión de ver, Boullée se adhirió en su teoría de la arquitectura. La esencia ‘parlante’ de la arquitectura hace de ella un poderoso instrumento a la hora de transmitir sensaciones e ideas, de ahí que Boullé la considere uns disciplina eminentemente social y le conceda —siguiendo en esto una larga tradición que hunde sus raíces en el tratadismo del siglo XVI— la condición de ‘reina de las artes’. Excelsa por ser capaz de realizar la naturaleza a través de la forma, la luz y el espacio, y por hacer posible y memorable la actividad humana, la arquitectura es, en palabras de Boullée, la “Minerva de las artes”. Y así, aunque su concepción atañe a los arquitectos, su planteamiento y ejecución es cosa de los Gobiernos, en la medida en que construye el espacio de la ciudad, el espacio que comparten todos los ciudadanos. Es, por decirlo así, un poderoso instrumento para el modelado de las conciencias. Consciente de este hecho —tan fundamental para entender las sociedades burguesas del siglo XIX y XX—, Boullée dedica la parte más extensa de su tratado a presentar un ambicioso programa de monumentos públicos, concebidos mediante el aparato conceptual presentado en la primera parte de

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la obra. El resultado es una suerte de taxonomía arquitectónica, un vademécum de monumentos modernos o, simplemente, un catálogo de modelos en los que la arquitectura desempeña el papel social protagonista que le ha adjudicado Boullée: desde la biblioteca (símbolo de la Ilustración) hasta el Palacio Nacional (símbolo de la nueva soberanía del Pueblo), pasando por el teatro (símbolo de la educación), el circo (símbolo del entretenimiento cívico), la puerta urbana (símbolo de la ciudad), el cenotafio (símbolo de la ciencia y de la muerte) o el Monumento al Ser Supremo (símbolo de la nueva religión de la Razón). Presentados mediante impresionantes dibujos de un metro de largo y textos de condición poética y un tanto retóricos, estos proyectos convalidan de diferentes maneras las tres nociones fundamentales del pensamiento de Boullée —la condición artística de la arquitectura, los cuerpos elementales y la teoría del carácter—, aunque inevitablemente el énfasis del autor tienda, en todos ellos, a acentuar dos modos estéticos relativamente novedosos: lo sublime y lo misterioso. Lo sublime por cuanto se trata de obras inmensas, casi inabarcables para la mirada humana, y que en este sentido funcionan como si se tratara de ese tipo de espectáculos en los que los pensadores del siglo XVIII — fundamentalmente, Burke y Kant— habían cifrado la nueva categoría estética: el mar tempestuoso, las cataratas, las cumbres nevadas y en general la naturaleza inmensa y en ocasiones violenta. En este sentido, el subliminismo de la arquitectura de Boullée no deja de ser un tanto paradójico, pues, al mismo tiempo que pretende remedar los grandes cuadros dinámicos de la naturaleza, fía su efecto a la legibilidad de los cuerpos elementales —del cubo a la esfera—, en los que tantos tratadistas clásicos, desde los tiempos del Humanismo, habían justificado la belleza clásica.

Por su parte, lo misterioso es para Boullée la categoría más apropiada para el tipo de experiencias que busca provocar con sus monumentos. Experiencias en las que la protagonista es la luz, capaz de hacer que el alma sienta, en una iglesia o en un monumento fúnebre (valga el ejemplo del célebre Cenotafio de Newton), la catarsis, cuando no “los horrores de las tinieblas” (Boullée se jacta de ser el inventor de la “arquitectura de las sombras”), o bien que, experimente, en una biblioteca por ejemplo, el bienestar asociado a la “sensación deliciosa” que provoca una iluminación homogénea, límpida. En todos estos casos, el espacio artificial se convierte en una especie de segunda naturaleza donde el espectador se ve envuelto en un ambiente con carácter, literalmente pregnante, que incide poderosamente en sus sentidos y le transporta a cierta dimensión simbólica: la que el monumento, en cuanto ‘arquitectura parlante’ pretende transmitir. En este juego estético de concepción y transmisión de significados, lo importante no está tanto en las formas en sí mismas cuanto en la atmósfera de conmemoración que propicia y sabe comunicar el monumento: un rasgo que dota a las concepciones de Boulléé de cierta contemporaneidad, en la medida en que la vincula a las preocupaciones de la fenomenología y la semiótica.

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Antología de textos Texto 1

Edificios como poemas [Proemio] “He desdeñado, lo confieso, limitarme al solo estudio de nuestros antiguos maestros. He tratado de ensanchar, con el estudio de la naturaleza, mis ideas sobre un arte que, tras profundas meditaciones, me parece que se encuentra aún en su aurora. ¡Cuán poca atención, en efecto, se ha concedido hasta nuestros días a la poesía de la arquitectura, medio seguro de multiplicar el disfrute de los hombres y de otorgar a los artistas una justa celebridad! Sí, lo creo así: nuestros edificios, sobre todo los edificios públicos, deberían ser, en cierto modo, poemas. Las imágenes que ofrecen a nuestros sentidos deberían provocar en nosotros sentimientos análogos al uso a que están destinados estos edificios.”

Texto 2

La teoría de los cuerpos elementales [Proemio, recapitulación] “Me ha parecido que, para introducir esa encantadora poesía de que [la arquitectura] es susceptible, debía hacer investigaciones sobre la teoría de los cuerpos; analizarlos, tratar de reconocer sus propiedades, su poder sobre nuestros sentidos, su analogía con nuestra organización. Me he hecho la ilusión de que, al remontarme a la fuente de la que emanan las bellas artes, podría beber en ella ideas nuevas y establecer principios tantos más firmes cuanto que su base es la naturaleza.”

Texto 3

La arquitectura como arte [Introducción] “¿Qué es la arquitectura? ¿La definiré, como Vitruvio, como el arte de edificar? No. Hay en esta cuestión un grosero error. Vitruvio toma el efecto por la causa.

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Es preciso concebir para actuar. Nuestros primeros padres sólo construyeron sus cabañas tras haber concebido su imagen. Esta producción del espíritu, esta creación es lo que constituye la arquitectura, a la que, en consecuencia, podemos definir como el arte de concebir y llevar a la perfección cualquier edificio. El arte de construir no es, pues, sino un arte secundario, que nos parece adecuado denominar la parte científica de la arquitectura. El arte propiamente dicho y la ciencia: he aquí lo que hay que distinguir en la arquitectura. La mayoría de los autores que han escrito sobre esta materia se limitaron a tratar la parte científica. (…) Había que estudiar los medios de construir sólidamente antes de pretender construir agradablemente. Al ser la parte científica de primera necesidad, y por consiguiente la más esencial, los hombres se determinaron naturalmente a ocuparse de ella ante todo. (…) Pero no es menos cierto que hay pocos autores que hayan considerado la arquitectura desde los puntos de vista que pertenecen al arte: quiero decir que pocos autores han tratado de profundizar en esa parte de la arquitectura que se llama arte propiamente dicho.”

Texto 4

Los principios de la arquitectura [Examen de lo que puede darnos certezas sobre los principios constitutivos de un arte y particularmente de la arquitectura] “¿Cuál es la primera ley que constituye los principios de la arquitectura? (…) En arquitectura, el fallo de la proporción sólo resulta ordinariamente sensible a los ojos de los entendidos. Vese aquí que la proporción, aun siendo una de las primeras bellezas de la arquitectura, no es la ley primera de la que emanan los principios constitutivos de este arte (…) Imaginémonos un hombre cuya nariz no estuviera en el centro del rostro, que tuviera los ojos desigualmente separados, en el que un ojo se encontrara más alto que otro y cuyos miembros fueran todos iguales de inconexos. Con toda seguridad, semejante hombre nos parecería espantoso (…) Si nos imaginamos un palacio en el que la entrada no estuviera en el medio, donde nada fuera simétrico, donde todas las ventanas estuvieran desigualmente separadas y a diferentes alturas, que no ofreciera, en fin, sino la imagen de la confusión, ciertamente tal edificio nos presentaría un aspecto horroroso e insoportable. Le resultará fácil al lector presentir que la primera ley, y la que establece los principios constitutivos de la arquitectura, nace de la regularidad, y que resulta tan inconveniente en este arte apartarse de la simetría como no seguir en el arte musical la ley de las proporciones armónicas. (…) El menor desorden, la menor confusión se hacen insoportables. El orden debe anunciarse y reinar en todas las combinaciones que provienen de la simetría. En una palabra, el compás de la razón debe anunciarse y reinar en todas las combinaciones que proviene de la simetría. En una palabra, el compás de la razón no debe abandonar jamás el genio del arquitecto, que ha de tomar siempre como regla esta hermosa máxima: ‘Nada hay bello que no sea mesurado’.”

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Texto 5

El arquitecto como ‘realizador de la naturaleza [A Newton] “¡Oh, Newton! Si por la vastedad de tus luces y la sublimidad de tu genio has determinado la figura de la Tierra, yo he concebido el proyecto de envolverte con tu descubrimiento. Es, en cierto modo, envolverte contigo mismo. (…) Mi imaginación recorría las grandes imágenes de la naturaleza. Gemía por no poder expresarlas. Yo quería colocar a Newton en la morada de la inmortalidad, en el cielo. (…) La luz de este monumento, que debe asemejarse a la de una noche pura, está producida por los astros y las estrellas que ornan la bóveda del cielo. La disposición de los astros se conforma a la de la naturaleza. Estos astros están formados por pequeñas aberturas en forma de embudo practicadas en el exterior de la bóveda, y que, al desembocar en el interior, toman la figura que le es propia. La luz de fuera, al penetrar a través de esas aberturas en el oscuro interior, dibuja todos los objetos expresados en la bóveda con la luz más viva y centelleante. Esta manera de iluminar el monumento es de una verdad perfecta, y producirá de la forma más brillante el efecto de los astros. (…) Los efectos de este gran cuadro están, como se ve, producidos por la naturaleza. No podrían conseguirse con los medios usuales. Sería imposible expresar con la pintura el azur de un cielo de noche pura, sin ninguna nube, cuyo color apenas puede distinguirse, desprovista como está de matices y degradaciones, y sobre cuyo tono oscurecido es preciso que los astros, brillantes de luz, se destaquen cruda y vivamente. Para obtener la exactitud de tono y de efecto de que es susceptible este monumento había que emplear la magia del arte y pintar con la naturaleza, es decir, realizarla, ponerla en práctica, y puedo afirmar que este descubrimiento artístico me pertenece.”

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Fig. 1. Cenotafio de Newton

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Fig. 2. Cenotafio de Newton

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Fig. 3. Cenotafio de Newton

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Fig. 4. Cenotafio de Newton

Fig. 5. Cenotafio de Newton

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Fig. 6. Monumento funerario

Fig. 7. Cenotafio de Turenne

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Fig. 8. Monumento funerario

Fig. 9. Monumento funerario

Fig. 10. Monumento funerario

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Fig. 11. Biblioteca

Fig. 12. Iglesia metropolitana

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Fig. 13. Monumento al homenaje al Ser Supremo

Fig. 14. Monumento al homenaje al Ser Supremo

Fig. 15. Monumento al homenaje al Ser Supremo

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Fig. 16. Ópera

Fig. 17. Ópera

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Fig. 18. Faro

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Fig. 19. Circo

Fig. 20. Entrada a fortaleza

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Fig. 21. Fuerte

Fig. 22. Monumento a los espartiatas

Pensamiento y crĂ­tica arquitectĂłnicos, I

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Pensamiento y crítica arquitectónicos, I

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