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Escuela Politécnica Superior, Arquitectura Eduardo Prieto Grado en Fundamentos de Arquitectura Pensamiento y Crítica, I

Tema 9 Durand, Précis des leçons d’architecture

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Eduardo Prieto Dr. Arquitecto

Durand, Précis des leçons d'architecture (1802-1805)

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Introducción Arquitectos e ingenieros La arquitectura como proceso de optimización La teoría de la composición Ejes y cuadrículas La cuestión de los tipos

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Antología de textos

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Bibliografía

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Jean-Nicolas-Louis Durand, Précis des leçons d’architecture (1802-1805, 1821)

Introducción Hijo de un zapatero, Jean-Nicolas-Louis Durand (1760-1834) se formó como escultor y arquitecto, antes de convertirse en dibujante del estudio de Boullée, quien le ayudó a completar su educación en la Académie royale d’architecture. Pese a tener algún éxito en ciertos concursos convocados durante la Revolución Francesa, Durand construyó un único edificio en toda su carrera: una casa en París. Fue en la docencia donde se haría un nombre, consagrando treinta y cinco años de su vida a una de las típicas instituciones francesas nacidas del racionalismo ilustrado y consolidadas en los tiempos pragmáticos de Napoleón: la École centrale des Travaux Publiques, más tarde conocida, simplemente, como École polytechnique. Esta dedicación exclusiva y continuada a la enseñanza, más que convertir a Durand en un ‘hombre de orden’, hizo de él un subversivo, al menos en lo que atañe a la arquitectura. Un subversivo en cuanto materialista que intentó sacar a la arquitectura del reino de las Bellas Artes en sentido tradicional; y, sobre todo, un subversivo que, intentando enseñar la disciplina a los ingenieros, sujetó los principios del diseño arquitectónico —hasta entonces conocimientos arcanos a los que se llegaba tras un arduo pupilaje en el estudio de un maestro constructor— a un suerte de mecanismo racional y combinatorio, de raíz cartesiana, fundado en elementos, partes y programas: un mecanismo al que llamó ‘composición’, y cuyo objetivo era el diseño económico de cualquier tipo de edificio en cualquier lugar. Con este fin, desarrolló herramientas pedagógicas —el módulo, la retícula, el eje— y un vocabulario novedoso —programa, tipo, composición— que tendrían mucho futuro, y las presentó en dos libros que, si bien en su época no fueron tan leídos como suele afirmarse, acabaron teniendo una influencia larga y fecunda: el Recueil et Parellèle des édificies de tout gènre (1802) —una suerte de vademécum de los grandes monumentos de la historia, clasificados tipológicamente—, y, sobre todo, el Précis des leçons d’architecture (1802-1805), el tratado donde describe su método compositivo, al que seguiría una Partie graphique (1821) donde las ideas fundamentales del autor, destiladas al máximo, se acompañaban con una gavilla de láminas de gran claridad pedagógica, que el tiempo ha convertido en documentos fundamentales a la hora de entender la arquitectura del siglo XIX y, con ella, la de los inicios de la modernidad.

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Arquitectos e ingenieros El propósito del Précis es muy concreto: exponer un método de diseño orientado menos a los estudiantes de arquitectura que a los ingenieros, para “adquirir en poco tiempo verdadero talento en arquitectura”. Si no fuera con la seriedad con que Durand se toma este empeño, resultaría inevitable no ver en él uno de esos eslóganes (‘Hegel en 90 minutos’, ‘Aprenda a programar en una semana’) de ciertos panfletos de la cultura popular. Y, en efecto, algo de ello hay en el Précis, que es, a fin de cuentas, un manual concebido para outsiders de la arquitectura por quien, a la postre, no dejó de ser también un outsider del ejercicio de la profesión. Lo relevante, sin embargo, es que este propósito un tanto ingenuo se confía a un riguroso cálculo deductivo que pretende tener un alcance universal, y que se propone “ir de lo simple a lo complejo, de lo conocido a lo desconocido, de manera que una idea pase siempre a la siguiente, y esta recuerde a la que precede.” Por su carácter deductivo, este método oponía dos ideas distintas de la arquitectura: de un lado, la tradicional, teórica y a la vez práctica, basada en la formación desde ‘dentro’ de la profesión mediante la copia de los edificios de los maestros en el marco de una tradición asentada y reconocible; del otro, la nueva, fundamentalmente teórica y aprendida en un contexto universitario, y sostenida en una noción de origen cartesiano que Laugier había acuñado cincuenta años antes: la noción de ‘sistema’, es decir, el conjunto de reglas o principios enlazados entre sí lógicamente. Siguiendo la tradición racionalista francesa, Durand intenta hacer de la arquitectura una disciplina universal —una “ciencia abstracta”—, susceptible de calcularse como se calcula un puente o una máquina.

Desde esta perspectiva, la arquitectura ya no consiste en imitar la naturaleza, ni tampoco en remedar los esquemas heredados de la tradición que los aprendices copiaban una y otra vez en busca de sus presuntas esencias escondidas, pues, a juicio de Durand, tanto la imitación de la naturaleza como la de los maestros eran actividades parciales, cuando no simplemente arbitrarias, y por ello no podían propiciar la generalidad requerida por la arquitectura en cuanto ciencia abstracta. El objetivo no era proyectar un edificio en concreto, “sino componer todos los edificios posibles”; de ahí que el Précis se proponga desarrollar un método universal que, en lugar de basarse en la inducción de casos particulares (modelos o motivos en el sentido clásicos), depende de la deducción de las formas a partir de “un pequeño número de ideas generales y fructíferas”.

Así planteado, el diseño deja de sostenerse en el conocimiento inductivo de una tradición formal altamente especializada, para convertirse en una especie de cálculo racional que, en la medida en que se funda en principios y deducciones racionales, permite ‘democratizar’ el acceso a la disciplina, y abrirla al cabo a los ingenieros: esa otra gran rama de la construcción a la que los Estados modernos iban a confiar su progreso material. En este sentido, el criterio de Durand estaba claro: donde la razón imponía su carácter universal, no había ya lugar para el penoso aprendizaje de la arquitectura basado en la imitación de los maestros y la experiencia constructiva adquirida poco a poco. Los tiempos exigían nuevos métodos, más rápidos y eficaces, de formarse en la arquitectura y

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ejercerla: “Si en lugar de ocuparnos en hacer proyectos, nos ocupáramos primero de los principios del arte; si no familiarizáramos después con el mecanismo de composición, podríamos hacer con facilidad, incluso con éxito, el proyecto de cualquier edificio que se nos plantee sin haber hecho antes ningún otro.”

La arquitectura como proceso de optimización Fundamentar sobre bases racionales y explicar el “mecanismo de composición” es el objetivo fundamental de Précis de leçons d’architecture, una obra en la que texto e imagen resuenan conceptualmente, y cuya estructura tripartita se rige por el principio racionalista de “ir de lo general a lo particular”. En la primera y segunda parte, contenidas en un primer tomo, Durand aborda, respectivamente, los ‘elementos’ de la arquitectura y la ‘composición’ de esos elementos y de las ‘partes’ de edificios. Complemento de las anteriores, la tercera parte (que, por su extensión, requiere un tomo independiente) presenta de manera sistemática diferentes tipos de modelos o ‘tipos’ vinculados a programas característicos, que se organizan jerárquicamente. Finalmente, un tercer tomo publicado veinte años después de los anteriores, y titulado Partie graphique, presenta una gavilla de ejercicios gráficos de estricta composición destinados fundamentalmente a los estudiantes, pero que son también una síntesis destilada y clara del pensamiento de Durand. ‘Racionalista’ en el sentido que este término tenía a finales del siglo XVIII, Durand considera que la arquitectura es un proceso de optimización. Optimización de la geometría y del empleo de los materiales constructivos, pero sobre todo optimización del proceso de diseño, cuyo fin último es la utilidad. Para Durand, la ‘utilidad’ abarca dos principios fundamentales. El primero, la ‘conveniencia’, no es muy novedoso en la medida en que procede de la tradición tratadística francesa, pero el autor sabe darle una vuelta de tuerca sosteniéndolo en una tríada de inspiración vitruviana: la solidez, la higiene y la comodidad. Más relevante es la segunda, la ‘economía’, que Durand entiende tanto como la economía monetaria del respeto al presupuesto (el edificio bien compuesto resulta más barato) como la ‘economía formal’ de la búsqueda de la simetría, la regularidad y la simplicidad: los tres conceptos en los que, no en vano, su maestro Boullée había sostenido el efecto estético de la arquitectura. El nexo entre la conveniencia y la economía es la ‘disposición’, noción clave en el pensamiento de Durand por cuanto liga la atención a las necesidades con el fin último al que debe aspirar la arquitectura: la belleza. Los edificios bien organizados, bien dispuestos, resultan bellos en la medida en que satisfacen las necesidades humanas y resultan económicos. La belleza, por tanto, no es una verdad a priori que esté oculta en los monumentos del pasado o en las presuntas armonías matemáticas del cuerpo humano, la naturaleza o los sólidos platónicos; es simplemente el “placer que sentimos” ante conceptos como la grandeza, la magnificencia, la variedad y el carácter. Pero estos últimos no son realidades en sí mismas, sino consecuencias, una vez más, de la optimización del diseño de los edificios: la grandeza y la magnificencia —se pregunta Durand—, ¿no son el resultado

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de disponer el edificio con la mayor sencillez posible, de acuerdo a los principios de la economía, de tal manera que lo accesorio no debilite el efecto de lo principal?; la variedad, ¿no nace del ajuste de las partes del edificio a sus funciones específicas?; y, finalmente, el carácter, ¿no es fruto del hecho de que la arquitectura atiende a las exigencias específicas de programas muy diferentes?

De la disposición Durand pasa a la construcción, que considera la piedra de toque para acotar el alcance de los ornamentos. Por supuesto, el autor del Précis no niega la importancia de la decoración, pero la somete al dictado de la economía: “Todo lo que es inútil”, dictamina, “todo lo que es insignificante, lejos de contribuir a la belleza, no hace sino destruirla”. Para ilustrar los efectos perniciosos a los que puede llevar el derroche ornamental, Durand recurre a la basílica renacentista de San Pedro del Vaticano, que contrapone a otros edificios de estética más materialistas, concebidos con mayor lógica estructural y cuya construcción no queda enmascarada, sino que es parte esencial de la forma. Edificios como las basílicas paleocristinas, en las que la piedra se adivina en las columnas, y los artesonados de madera que cubren el techo se dejan vistos, o como aquellas grandes obras romanas del pasado que muestran con orgullo sus paramentos de ladrillo, piedra o mármol, sin sepultarlos bajo estucos o trampantojos. En su propuesta de exhibir la materialidad, Durand es una suerte de funcionalista que se anticipa a las teorías, más moralistas, que unas décadas más tarde defenderían autores protomodernos como John Ruskin o Eugène Viollet-le-Duc.

La teoría de la composición La buena disposición, que liga la conveniencia a la economía y se traduce en la belleza, es, por tanto, el principio fundamental de la arquitectura. Pero llegar a ella sobre bases geométricas firmes, y de acuerdo a protocolos unívocos, sería imposible sin una herramienta, la composición, que Durand convierte en protagonista de su tratado, hasta el punto de definir la arquitectura como “el arte de componer y de ejecutar todos los edificios públicos y particulares”.

La importancia capital concedida a la composición por Durand es novedosa; no lo es el término en sí mismo, que, al igual que el de ‘disposición’, había sido parte fundamental de la retórica desde los tiempos de la Antigüedad. De hecho, el sentido que Durand adjudica a ambos términos resulta, en lo esencial, muy semejante al originario. En la cultura grecolatina, la ‘disposición’ (dispositio) era la parte de la retórica que consistía en la organización general de los elementos en un todo estructurado, mientras la ‘composición’ (compositio) tenía que ver con el análisis de la estructura sintáctica y fónica del discurso, de sus partes constituyentes y de sus distintas posibilidades de distribución. Para Durand, la disposición es la organización general de las partes del edificio; y la composición, el manejo de los elementos de la arquitectura y el estudio de sus diferentes posibilidades de combinación. La afinidad esencial es tanto más evidente cuanto que se fundamenta en una idea de fondo que, desde los tiempos del Humanismo, había sido abordada de un modo u otro por los teóricos del arte: que la arquitectura consiste en la combinación reglada de una serie de elementos y que, por ello, resulta semejante a un lenguaje.

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Durand asume esta tradición, y declara que, del mismo modo en que existe una composición en sentido propio que rige la poesía y la música, puede plantearse una composición más analógica pero no menos estricta, susceptible de garantizar la buena disposición general de los edificios. Tal composición se opone a la teoría en sentido tradicional —la reflexión sobre los principios de la arquitectura— por cuanto tiene un carácter a un tiempo especulativo y práctico, que permite que los arquitectos y también otros profesionales como los ingenieros puedan conducir el proceso de diseño hasta buen puerto, sin pasar por penosos procesos de imitación y no menos penosos procesos de lo que suele entenderse como la ‘creatividad’ artística. Con este propósito, la composición debe partir de ‘ideas generales’, axiomas seguros sobre los que puede ir construyéndose el edificio deductivo. En este contexto, ‘componer’ es sinónimo en buena medida de ‘concebir’. Como su maestro Boullée, Durand considera que la esencia de la arquitectura está en el pensamiento, en la idea a la cual el diseñador da forma y convierte en materia, y así, como se afirma en el Précis: no debe confundirse “el arte del arquitecto con el oficio el constructor”. Sin embargo, si en Boullée la composición tenía un carácter artístico que entroncaba con los principios inmutables de la naturaleza, en Durand la composición se concibe de una manera más pragmática pero, al cabo, también más ambiciosa: como un cálculo formal en el que, partiendo de ciertos elementos y de un programa, puede llegarse a un conjunto bien estructurado y armónico, esto es, dotado de una ‘buena disposición’. Pero, para poder aplicar el “mecanismo de composición” (nótese que la palabra ‘mecanismo’ vincula aquí la arquitectura con la composición por partes típica del diseño de máquinas), es necesario primero dar con las unidades fundamentales que se van a ‘componer’. Estas unidades son de dos tipos: los ‘elementos’ (éléments) y las ‘partes’ (parties). De condición más esencial, los elementos son cuatro —los muros, los soportes aislados, los forjados y techumbres, las bóvedas—, y todos comparten una naturaleza podría decirse que mestiza, pro cuanto son unidades constructivas y estructurales, pero también formales. En cuanto a las partes, son el resultado de combinar los elementos en unidades que cabe considerar algo así como las piezas de que consta el rompecabezas de la arquitectura. De dentro afuera: pórticos, porches, vestíbulos, escaleras, salas, galerías, patios. Las partes pueden combinarse de dos maneras: horizontalmente, en las plantas; y verticalmente, en las secciones y alzados. Todo ello con el objetivo de conseguir relacionar dichas partes de la mejor manera posible, y de integrarlas en un conjunto más amplio, el edificio. La composición, por tanto, es el arte o el proceso combinatorio que, sostenido en principios ciertos de simplicidad y economía, parte de ciertas unidades fundamentales para llegar a un organismo o estructura coherente que es útil en cuanto satisface las exigencias de determinado programa.

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Contra lo que pudiera deducirse de este planteamiento, Durand no cae en el determinismo. Discípulo al cabo de Boullée, no reniega del talento del arquitecto ni de la condición artística de la arquitectura, y reconoce que, por mucho que se conciba como el resultado de cierto cálculo formal, un edificio siempre es algo que va más allá del simple engranaje mecánico de sus partes. Así, cuando se refiere al ejercicio real del proyecto, Durand no duda en darle la vuelta al método de combinación que venía aplicando hasta el momento, para afirmar que el arquitecto concibe inicialmente un todo, para luego ir deduciendo de él las diferentes partes del edificio. No se trata de una contradicción, o al menos no exactamente de una contradicción. La idea de la composición como cálculo formal se mantiene, pero Durand hace que la aplicación de dicho cálculo se produzca en dos sentidos que, más que opuestos, cabe considerar complementarios: uno, teórico o, más bien, pedagógico, que va de los elementos al todo; otro, práctico, que discurre del todo a los elementos. Por ello, a la hora de describir “el proceso que debe seguirse en la composición de un proyecto cualquiera”, Durand distingue entre el proceso de “aprender a componer”, que es combinatorio y aditivo, y el que consiste propiamente en ‘componer’, que es deductivo. Dicho en las palabras del propio autor: “Combinar entre sí los elementos, pasar después a la diferentes partes de los edificios, y de estas partes al conjunto, es el camino cuando se quiere aprender a componer. Cuando se compone, por el contrario, debemos comenzar por el conjunto, continuar por sus partes y acabar en los detalles.” O lo que es lo mismo: el que quiera proyectar debe conocer de antemano el lenguaje elemental de la arquitectura y sus leyes de composición, como si se tratase de un relojero que sabe cuáles son las ruedas, pesas y resortes que debe emplear y cómo debe combinarlos; pero cuando compone su edificio, debe hacerlo a partir de una idea o formal general que se le impone en cuanto ‘artista’, para ir deduciendo después (ahora sí, a la manera de un verdadero cálculo) sus diferentes partes. El propósito, en última instancia, es que, a lo largo del proceso de deducción o composición, no se pierda la coherencia intuida inicialmente, el concepto que dota de carácter al edificio.

Ejes y cuadrículas La composición es, según Durand, la herramienta que recoge la esencia de la disciplina; de ahí la importancia que se concede en el Précis al utillaje complementario, fundamentalmente gráfico, que hace posible su desarrollo. La primera pieza de este utillaje es el módulo que, a diferencia de lo que venía siendo la norma desde Vitruvio, no se corresponde con el imoscapo (parte inferior del fuste) de la columna de cada orden, sino con una medida más general, que es a un tiempo estructural y compositiva: l’entr’axe (entre eje), es decir, la distancia entre los ejes de dos columnas consecutivas. A diferencia también de los módulos tradicionales, l’entr’axe es tanto una medida de longitud como una unidad tridimensional que permite dar un volumen coherente a los edificios.

Este cambio de modulación da cuenta, en primer lugar, de la pérdida de importancia del sistema de órdenes que, también desde Vitruvio, venía siendo la parte del león de la arquitectura. Pero asimismo da cuenta del propósito ordenador de Durand, por cuanto la modulación de los entr’axes acaba

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generando una herramienta de mayor importancia: la rejilla o cuadrícula en la que se va a fundamentar la composición arquitectónica. Por supuesto, Durand no es el primero que recurre a la retícula arquitectónica: Jefferson había trazado sus proyectos sobre papel cuadriculado; Perrault había utilizado rejillas para modular los órdenes; y Filarete, ya en los tiempos del primer Humanismo, había hecho del ajedrezado generado por los pintores al trazar las perspectivas la modulación básica de algunos de sus proyectos. La diferencia, así, no está en el uso de la cuadrícula en cuanto elemento de ordenación, sino en la coherencia sistemática con la que Durand la emplea, haciendo de ella el artificio del que depende, a la postre, la buena disposición de los elementos en cuanto base conceptual, métrica, proporcional y, por supuesto, también económica del diseño (para Durand, la regularidad derivada de la modulación sale siempre más barata que la excepción y la arbitrariedad).

La primera consecuencia del uso de la cuadrícula es que, a la hora de componer, se priman las figuras geométricas sencillas. Una vez más, Durand demuestra ser aquí un buen discípulo de Boullée, que había fundamentado la arquitectura en el uso de cuerpos geométricos elementales. Sin embargo, y a diferencia de su maestro, el interés de Durand por la sencillez geométrica no estriba tanto en la legibilidad y el impacto sensorial que aquella produce, cuanto en el control del proyecto que hace posible. Un control riguroso que, partiendo del esquema general del conjunto, permite ir saltando de escala, progresivamente, para definir los detalles sin perder la modulación básica. Tal control de la escala se evidencia, especialmente, en el uso del cuadrado, que puede subdividirse tanto como se necesite, para ir dando pie a diferentes disposiciones cuyo límite se “aproxima al infinito”.

La segunda conclusión derivada de la cuadrícula es que hace depender la composición de lo que Durand denomina una “fórmula gráfica”, es decir, la disposición de las diferentes partes del edificio sobre una rejilla modulada que determina, en primer lugar, la planta, para extenderse después a la sección y el alzado, dibujados a la misma escala. El criterio para identificar y combinar las partes es el uso que se le va a dar a cada una de ellas, es decir, al ‘programa’ —término que Durand introduce, de una vez y para siempre, en el vocabulario del proyecto de arquitectura—, de manera que, de la simple combinación de geometría y función, surgen las primeras opciones proyectuales, que Durand considera las más genuinamente disciplinares.

Profundizando en este esquema programático, se va llegando progresivamente a la idea de conjunto: se va pasando, por decirlo así, del análisis a la síntesis, de tal manera que, una vez estructurada una primera solución, puede comenzar ya el proceso inverso, puramente deductivo —y compositivo en el sentido más propio—, que desde la idea general vuelve a llevar a cada una de las partes. Es en este momento de concreción —que establece qué habitaciones son principales y cuáles secundarias, qué tamaño deben tener, qué tipo de muro o bóveda requieren— cuando vuelve a resultar importante la cuadrícula, en la medida en que hace posible el ajuste progresivo mediante subdivisiones modulares. Y también los ejes, por cuanto permiten, por un lado, dotar de orden a la agregación de las partes y a su alineación, para dar pie a la impresión de jerarquía que sugiere un edificio bien compuesto, y por

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cuanto conforman, por el otro, la osamenta lógica sobre la que se levantarán después los elementos constructivos reales: de los muros a las bóvedas, pasando por las columnas y los pilares, los forjados y las techumbres.

En todo este proceso, el arquitecto trabaja con operaciones lógicas racionales sometidas al rigor de un método, y es precisamente esto lo que dota al “mecanismo de composición” de validez universal. Así, la arquitectura se convierte, con Durand, en un disciplina a un tiempo abierta y especializada: abierta a un rango más amplio de profesionales, a los que se les supone el entendimiento necesario para poder seguir las directrices de proyecto; y especializada, en la medida en que, de todos los saberes que desde Vitruvio se le venían pidiendo a los arquitecto, sólo uno pasa a ser ahora fundamental, la capacidad de ordenar con sentido los programas, es decir, el “arte de componer”.

La cuestión de los tipos Ordenar con sentido los programas implica, en el pensamiento de Durand, definir esquemas de disposición arquitectónica, es decir, ‘tipos’. El programa y el tipo, amén del nuevo sentido dado al término ‘composición’, son de hecho las aportaciones fundamentales de Durand al vocabulario de la arquitectura. Respuesta modélica al programa, el tipo no, es sin embargo, una realidad que se deba imponer al arquitecto, sino un esquema que le ayuda a trabajar sobre bases firmes y que, en la medida en que contribuye a delimitar desde el principio el rango de soluciones posibles inherentes al proceso de composición, debe modificarse, por fuerza, para atender a las necesidades concretas de cada proyecto. No es, en este sentido —y como tantas veces han escrito los historiadores— una especie de idea platónica que, en su carácter genérico, abarca todas las concreciones posibles, sino una suerte de molde o plantilla de la que el arquitecto se apropia, para ampliarla, deformarla y modificarla en la medida en que lo exija el programa y la creatividad.

Como Boullée, Durand es consciente de las necesidades de la sociedad preburguesa, en busca de la afirmación de la soberanía popular a través de nuevos símbolos. De ahí que se apropie del programa de monumentos públicos planteado por su maestro, para desarrollarlo en la tercera parte del Précis, donde se presentan también los elementos de la ciudad y las construcciones privadas. La nómina de nuevos tipos monumentales que propone Durand es más amplia que la concebida por Boullée: abarca desde los templos hasta los cuarteles, pasando por los palacios, los tesoros públicos, los palacios de justicia, los ayuntamientos, los colegios, las academias, las bibliotecas, los museos, los observatorios, los faros, los mercados, las bolsas, las aduanas, las ferias, los teatros, los baños, los hospitales y las cárceles. Es decir: el conjunto de dotaciones que hoy forman parte de los equipamientos convencionales de cualquier ciudad en el mundo desarrollado.

Hay, con todo, una diferencia de calado entre la manera en que Boullée y Durand presentan su nómina de monumentos urbanos. El primero lo hace con grandes alzados y perspectivas hechos a tinta y aguada cuya voluntad es expresar el carácter de cada uno de los tipos; el segundo prescinde

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de lavados y aderezos, y recurre a líneas claras y precisas que ponen de manifiesto la disposición en planta, sección y alzado de los distintos tipos de edificios, para convertirlos en plantillas geométricas susceptibles de ser copias y transformadas.

Es el mismo criterio de representación que Durand aplica en su segunda gran obra, el Recueil et Parellèle des édificies de tout gènre (1802), una especie de catálogo gráfico razonado de los monumentos más importantes de la historia, clasificados tipológicamente. Publicado un años que el Précis, el Recueil debe entenderse, sin embargo, como un complemento de este último. Su objeto es presentar una biblioteca de plantillas formales, una especie de “museo imaginario” —empleando la expresión del propio Durand— que se presenta al arquitecto para que este pueda extraer de él lo que le interesa o convenga. En este sentido, el Recueil ofrece la serie de respuestas acreditadas que los arquitectos han ido dando, a lo largo de la historia, a diferentes programas, y que el profesional puede hojear como si contemplara las soluciones formales que ofrece espontáneamente la naturaleza.

Se ha escrito mucho sobre la presuntamente novedosa sensibilidad histórica de Durand, que le lleva a considerar como válidos no sólo los modelos de la Antigüedad grecolatina —como había sido la norma hasta mediados del siglo XVIII—, sino también estilos tradicionalmente despreciados, como el gótico, o relativamente ignorados, como el egipcio. Es cierto que la mirada de Durand contempla la Historia como un todo, pero esto no quita para esta mirada sea anacrónica: lo que le interesa no es la sucesión razonada de los estilos ni la evolución contingente de los gustos a lo largo del tiempo, sino lo que permanece estable a lo largo de la historia. En los monumentos del pasado Durand busca los principios que son comunes a todos los edificios, y también las diferencias producidas por cada situación y clima, con el objetivo de poder seguir aprendiendo, como si el tiempo no hubiera pasado, de las lecciones de estos edificios. El objetivo es que el arquitecto moderno busque en el tableau des monuments esquemas formales y plantillas que se puedan aplicar tanto a la composición del proyecto en su conjunto como a la de cada una de sus partes. Dibujados con los mismos criterios gráficos y a la misma escala, los monumentos del pasado conforman un atlas repleto de materiales compositivos del que el arquitecto puede apropiarse, para manipularlos, en función de su afinidad con el programa que tenga que resolver o de su encaje en el esquema formal que esté tratando de componer. Durand no mira la historia como un arqueólogo, sino como un bricoleur, y esta perspectiva será la que acabe triunfando, durante casi cien años, en las escuelas y academias de arquitectura.

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Antología de textos Texto 1

La arquitectura como arte de componer [Tomo I, Introducción] “La Arquitectura es el arte de componer y de realizar todos los edificios públicos y privados. La arquitectura es, entre todas las artes, aquella cuyas realizaciones son las más cara; ya cuesta mucho levantar lo edificios privados menos importante; aún cuesta mucho más erigir edificios públicos, aunque hayan sido concebidos tanto unos como otros con la mayor prudencia, y si en su composición no se han seguido más guía que el prejuicio, el capricho o la rutina, los gastos que ocasiones se convierten en incalculables.”

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Conveniencia y economía [Tomo I, Introducción] “Conveniencia y economía son los medios que debe emplear naturalmente la arquitectura y las fuentes de las que debe extraer sus principio, que son los únicos que pueden guiarnos en el estudio y ejercicio de este arte. El principio, para que un edificio sea conveniente es preciso que sea sólido, salubre y cómodo. Será sólido si los materiales que se emplean son de buena calidad y están repartido con inteligencia; si el edificio descansa sobre buenos cimientos; si sus principales soportes están en número suficiente; (…) por último, si existe entre todas su partes tanto horizontal como verticalmente la unión más íntima. Será salubre si está colocado en un lugar sano, si su superficie o su pavimento están elevados por encima del suelo y protegidos de la humedad; si los muros que llenan el intervalo existente entre los soportes protegen la parte interior del calor y del frío; si estos muros están perforados con aberturas capaces de dejar penetrar la luz y el aire. (…) Por último, será cómodo si el número y tamaño de todas sus partes, si su forma, su situación y su disposición están en relación más exacta con su destino. Esto por lo que compete a la conveniencia y esto por lo que concierne a la economía: en una superficie dada se observa que, cuando está determinada por los cuatro lados de un cuadrado, exige

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un contorno menor que cuando lo está por los de un paralelogramo y menor todavía cuando está determinado poa la circunferencia de un círculo, por lo que tendremos que concluir que un edificio será tanto menos costoso cuanto más simétrico, más regular y más simple sea.” “Conveniencia y economía son los medios que debe emplear naturalmente la arquitectura y las fuentes de las que debe extraer sus principio, que son los únicos que pueden guiarnos en el estudio y ejercicio de este arte. El principio, para que un edificio sea conveniente es preciso que sea sólido, salubre y cómodo. Será sólido si los materiales que se emplean son de buena calidad y están repartido con inteligencia; si el edificio descansa sobre buenos cimientos; si sus principales soportes están en número suficiente; (…) por último, si existe entre todas su partes tanto horizontal como verticalmente la unión más íntima. Será salubre si está colocado en un lugar sano, si su superficie o su pavimento están elevados por encima del suelo y protegidos de la humedad; si los muros que llenan el intervalo existente entre los soportes protegen la parte interior del calor y del frío; si estos muros están perforados con aberturas capaces de dejar penetrar la luz y el aire. (…) Por último, será cómodo si el número y tamaño de todas sus partes, si su forma, su situación y su disposición están en relación más exacta con su destino. Esto por lo que compete a la conveniencia y esto por lo que concierne a la economía: en una superficie dada se observa que, cuando está determinada por los cuatro lados de un cuadrado, exige un contorno menor que cuando lo está por los de un paralelogramo y menor todavía cuando está determinado poa la circunferencia de un círculo, por lo que tendremos que concluir que un edificio será tanto menos costoso cuanto más simétrico, más regular y más simple sea.”

Texto 3

La disposición [Tomo I, Introducción] “Es (…) únicamente la disposición de lo que debe ocuparse un arquitecto, incluso aquél que tenga apego a la decoración arquitectónica y que no buscara más que el agradar, ya que esta decoración no puede ser llamada bella, no puede causar un verdadero placer, en tanto que no sea el resultado de la disposición más conveniente y más económica. Así pues, todo el talento del arquitecto se reduce a resolver estos dos problemas: 1.º con una suma dada, hacer el edificio lo más conveniente posible (…); 2.º dado el cometido de un edificio, hacer este edificio con el menor gasto posible.”

Texto 3

El proceso de composición, I [Segunda parte. De la composición en general]

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“Conocemos ya todas las partes que entran en la composición de los edificios y hemos visto de qué manera deben combinarse los elementos de los edificios que formas estas diversas partes. Ahora se trata de reunir estas mismas partes para hacer de ellas un conjunto. (…) Combinar entre sí los diversos elementos, pasar a continuación a las diferentes partes de los edificios y de éstas al conjunto: éste es el camino que se debe seguir cuando se quiere aprender a componer; por el contrario, cuando se compone, debemos comenzar por el conjunto, continuar por las partes y terminar por los detalles. Dado el programa de un edificio debemos examinar primero: si, de acuerdo con el uso a que está destinado un edificio, todas las partes que lo componen deben estar reunidas o separadas y, si en consecuencia, debe ofrecer en planta una sola masa o varias; si esta masa o estas masas deben ser macizas o estar ahuecadas por patios; si el edificio, cualquiera que sea por otra parte su disposición, puede dar a la vía pública (…); si todas estas partes están destinadas a usos semejantes o diferentes, y si, en consecuencia, deben ser tratadas de una manera semejante o diferente. Examinar, en el segundo caso, cuáles son las partes principales y cuáles son las que están subordinadas; establecer cuál debe ser el número de unas y de otras y cuáles deben ser su tamaño y situación respectivas; convenir, por último, si el edificio debe tener una sola planta o varias o una sola en determinadas partes y varias en otras. Cuando se cumplen estas condiciones, nos damos cuenta de que un proyecto está muy avanzado, pero debemos notar, al mismo tiempo, que, para acabarlo, quedan todavía muchas más consideraciones que hacer y que éstas serían completamente inútiles si las primeras fuesen defectuosas; antes de ir más lejos, debemos de asegurarnos de su exactitud. Si este examen es satisfactorio, se deberán fijar las ideas en un croquis rápido, que a la vez que alivia la memoria pueda ponerlas a nuestro alcance para permitirnos examinarlas de nuevo con mucho más cuidado y exactitud.”

Texto 4

El proceso de composición, II [Tomo II, Discurso preliminar] “Que después de haber fijado rápidamente, por medio de un croquis, una idea siempre fugitiva, hace falta para representar esa idea en un dibujo con toda la facilidad y claridad posibles establecer ejes cuyas direcciones e intersecciones determinen la situación de los muros, de las columnas, etc.; que al estar la posición de estos objetos fijada en la planta, hay que determinar su altura en la sección y, a partir de esta altura, fijar el ancho o el espesor que debe tener en planta, debiendo estar siempre las dimensiones pequeñas supeditadas a las grandes; por último, que si la planta y sección están hechas con precisión, el alzado no es más que una proyección.”

Texto 5

El proceso de composición, III [Tomo II, Discurso preliminar]

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“Este camino, como se ve, no es otro que aquel que se sigue en todas las ciencias y en todas las artes; consiste en ir de lo simple a lo complejo, de lo conocido a lo desconocido; una idea prepara la siguiente y ésta recuerda siempre a la que le precede.”

Texto 7

El aprendizaje de la composición [Parte gráfica. Octava Lección] “Camino a seguir cuando se compone o copia: Este será el camino que deberá seguirse para aprender a componer: se concebirá un conjunto formado por un cierto número de partes, ya sean iguales o distintas, y dispuestas unas en relación con las otras de un cierto modo; una vez que se posea una idea suficientemente clara de todas estas partes y de las relaciones que las unen, se tendrá necesariamente una idea bastante clara del conjunto; entonces, valiéndose de un boceto, se proyectarán las ideas sobre el papel en el orden en que se hayan concebido; es decir, se ha de comenzar por expresar las principales, más tarde aquellas que les estén subordinadas, para terminar con las que estén subordinadas a las segundas. En los croquis se manifestarán las relaciones de situación mediante signos y las relaciones de tamaño mediante números.”

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Fig. 1. Portada (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 2. ‘Ejemplo de los funestos efectos que resultan de la ignorancia o del incumplimiento de los verdaderos principios de la arquitectura (Précis des leçons d’architecture, 1805)

Fig. 3. ‘Combinaciones horizontales de columnas, de pilastras, de muros y de puertas’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 4. ‘Combinaciones verticales de columnas’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

Fig. 5. ‘Elementos de los edificios’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 6. ‘Combinaciones de cubiertas’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

Fig. 7. ‘Salas’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 8. ‘Patios’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

Fig. 9. ‘Conjuntos de edificios’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 10. ‘Camino que hay que seguir en la composición de un proyecto cualquiera’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

Fig. 11. ‘Conjuntos de edificios resultantes de distintas combinaciones horizontales y verticales

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Fig. 12. ‘Palacio de justicia’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 13. ‘Colegio’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 14. ‘Biblioteca’ (Précis des leçons d’architecture, 1805)

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Fig. 15. ‘Iglesias, cúpulas’ (Recueil et parelléle…, 1802)

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Bibliografía Edición española del tratado: Durand, J. N. L., Compendio de lecciones de arquitectura. Parte gráfica de los cursos de arquitectura, Madrid: Pronaos, 1981.

Bibliografía complementaria: Germann, Georg, Vitruve et le vitruvianisme: Introduction à l’histoire de la théorie architecturale, Ginebra: Presses polytechniques et universitarias romandes, 2016. González Moreno-Navarro, José Luis, El legado oculto de Vitruvio, Madrid: Alianza Forma, 1993. Pérez-Gómez, Alberto, Architecture and the Crisis of Modern Science, Cambridge: The Massachusetts Institute of Technology, 1983. Szambien, Werner, Jean-Nicolas-Louis Durand, 1760-1834, París: Picard, 1984.

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