Bolerodepasión

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BOLERO DE PASIÓN ANTOLOGÍA DE CUENTOS EDICIONEZETINA


BOLERO DE PASIÓN ANTOLOGÍA DE CUENTOS

DISTRIBUCIÓN ELECTRÓNICA GRATUITA

EDICIONESZETINA COLECCIÓN DETONADORES UNO


CONTENIDO

Presentación Daniel Zetina 4 La escena del amor Ariel Alejo 7 La coronación María Gabriela Dumay 9 Capitulación José Manuel Ortiz Soto 12 Duelo Edith Esquivel Eguiguren 13 Mi mejor amiga Bernardo Monroy 15 La lluvia en mis ojos Paloma Bougeois Garrido 19 El último beso del abuelo Rocato 21 La vida en un recuerdo Víctor Marcos Hernández 23 Carnicera Coral Ochoa 25 Las tardes son mariposas Sebastián Guerra Soto 27 El mismo baile taciturno Jesús Toledo 29 El amor viaja en zapatillas azules Gabriela Zavaleta 31 Fiera Pablo MendozA 33 La mudanza del amor Efraín Riquelme Mastache 35 De camino a la costumbre Mónica Puyhol 37 Y reflejada tú Francisco Oliver 43 Correspondencia Andrés Galindo 47 El beso Lorena Aguilar 50 Besos robados Jorge del Moral 54


BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS

PRESENTACIÓN Daniel Zetina

El mexicano Jorge del Moral (1900-1941) compuso Besos robados, un bolero romántico, apasionado, cursi. Con base en esta canción a finales de octubre de 2012 publiqué una Convocatoria exprés a través de facebook para que los amigos de EdicioneZetina escribieran un cuento entre cien y trecientas palabras. Recibí diferentes colaboraciones, aquí incluidas, de autores de lo más diverso. En casi todos los casos se cumplió la extensión, excepto en dos caso, que consideré pertinentes. Otro caso particular es el de un cuento en verso. Se trata de un ejercicio de motivación a la escritura, promoción de la lectura y búsqueda de lectores y de un paso aún temeroso hacia el mundo del libro en so4


porte virtual. Esta antología solo se distribuirá electrónicamente a través de redes sociales y correos electrónicos de forma gratuita. ¿Cuántos lectores tendrán estos cuentistas? Lo ignoro y probablemente no haya un medidor exacto para ello. Acaso contaremos con la información de envíos de los autores y la promoción hacia lectores potenciales, pero una vez en la red global será imposible saber cuántos usuarios descargarán el archivo PDF y lo leerán. Espero que recibamos algunas opiniones de este experimento, el primero en su tipo en los ocho años de EdicioneZetina. Cada cuento expresa las obsesiones y estilo de su autor, que en menos de una semana redactó y dio el visto bueno a los cambios que propuse en busca de la unidad de sentido. Solo un texto no es resultado de esta convocatoria, se trata de “El beso” de Lorena Aguilar. Decidí incluirlo porque el tema es afín y por su calidad literaria. Al final de la antología encontrarás la letra de la canción que fungió como detonador, así como un enlace con la exquisita interpretación del tenor Rolando Villazón, quien entre otras 5


cosas ha difundido composiciones mexicanas a lo largo del mundo. Debo aclarar que no se trata propiamente de un libro digital, pues para lograr dicha denominación haría falta un proceso diferente en la edición y el soporte de la obra. El tiempo nos dirá a dónde llegaron estos cuentos y si despertaron en alguien el deseo de dar o recibir besos robados, esos que “saben mejor”.

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La escena del amor Ariel Alejo

Tres de la mañana. Hace un frío de la chingada y estoy pensando tomarme un café en cuanto regrese a la oficina. Bajo de la camioneta, abro la cajuela, saco camilla y sábanas blancas. Pelayo ya está tomando fotos, hincado y rascándose los huevos. Me dice “Está grueso, cabrón, nomás asómate, pinche violencia”. Me vale madre. Bajo por una vereda y encuentro a Rosalinda, con el cubrebocas puesto y los cabellos chinos desordenados. “Son cuatro, güey. Y todos bien chavitos”. No entiendo una sola palabra. Nunca le pongo atención. Siempre me distraen las tetas balanceándose detrás de su bata, los jeans ajustadísimos que frecuentemente dejan ver sus calzones y la rayita de sus nalgas. “Que son cuatro, pendejo. Mira”. Y me señala, con un dedito perfecto, los bultos que están entre los huizaches. “Uno tiene el tiro de 7


gracia, los demás están mutilados, no llevan más de tres horas muertos”. La veo arquear las cejas, sacar un escalpelo y dar una vuelta sobre la pila de cadáveres. Huelo su perfume cuando se detiene a mi lado. “Qué poca madre ¿no?”, dice con su voz ronca. Estoy de acuerdo. Jamás la contradigo. La veo trabajar mientras mi corazón late con fuerza. Es mi oportunidad. Volteo hacia la carretera y no veo a Pelayo. Abajo sólo nosotros. No seas puto, digo. Es hora, ya, como vas, cabrón, llégale. Pero no le digo nada. La situación exige otro acercamiento, de manera que la tomo de la mano, pego su cuerpo al mío y le planto un besote chingón, de esos que quitan el aliento. El cubrebocas no es un obstáculo pues ella corresponde. Luego, sin decir nada, me toma de la mano y contempla el panorama. Yo pienso que en estos días, cualquiera puede ser una escena de amor, incluso donde hubo un crimen.

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La coronación María Gabriela Dumay

Sería un día hermoso en Besotitlán, los primeros rayos del sol se apresuraban a espantar las sombras. Los ciudadanos se levantaban contentos, varios se entusiasmaban pensando que esa podría ser su jornada de gloria. Como cada año, ese día se reunirían para coronar al beso más importante, el más bello, el más memorable. Todos los candidatos se sentían merecedores del premio. Para causar una buena impresión vistieron sus mejores galas. Habían sido nominados por sus admiradores y amigos y así, elegantemente ataviados, se presentaron frente al jurado, un jurado compuesto por los besos más antiguos, tanto que ya se habían convertido en leyenda… ahí estaban el triste beso de Judas que siempre vestía de negro y nunca miraba a la cara, pero

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también el dulce beso del príncipe que despertó a la Bella Durmiente. Y por fin llegó la hora, los cuatro candidatos fueron llamados uno a uno. —¿Por qué crees merecer el premio? —le preguntaron a un beso joven de sexo femenino. —Porque soy el beso más puro y más dichoso —respondió—, soy el primer beso que da una madre al hijo recién nacido. Los espectadores aplaudieron. Luego pasó un beso masculino con cabellos largos y facha de poeta. —Yo —dijo— soy el beso ardiente y amoroso que se da a la mujer amada en el que se entregan alma y corazón. Nuevos aplausos, y otro beso femenino ocupó el lugar frente al jurado, tenía el aspecto de una mujer de mediana edad, delgada y frágil. —Yo soy el beso que nunca se olvida, el último beso que da una madre al hijo que agoniza. Los espectadores aplaudieron, algunos tenían lágrimas en los ojos. Por último pasó un

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beso muy joven, parecía una muchachita que recién dejaba la adolescencia. —¿Y tú? —le preguntaron. —No sé —respondió—, a mí me robaron. Fue un muchacho el que puso sus labios sobre los míos, así no más, sin preguntar, sin pedir permiso. Al contacto de sus labios los míos se abrieron, el mundo se llenó de música y colores y un suave perfume de flores lo envolvió todo. Pero sí… yo soy un beso robado… Los presentes aplaudían de pie mientras el presidente del jurado ponía una corona de flores sobre la cabeza del beso sonrojado.

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Capitulación José Manuel Ortiz Soto

Nunca la amé. Lo nuestro fue sexo, bueno o malo según las circunstancias. Visto así, los dos ganamos o los dos perdimos. Pero ella no piensa lo mismo y adonde quiera que vaya exhibe las facturas del amor que, dice, malgastó conmigo. No sé ni qué decir. Durante el tiempo que estuvimos juntos, nunca consideré sumar orgasmos, dividir momentos compartidos dentro y fuera de la cama, multiplicar sonrisas obsequiadas… ¿Y qué decir del dinero que gasté en comidas, gasolina para el auto, alcohol y habitaciones de paso? Reconozco que no quiero confrontar la realidad vivida con los sueños perdidos, pues vistos así, en pedazos, ninguno de los dos somos nosotros. Y de los besos robados, gracias a Dios, ya no se acuerda.

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Duelo Edith Esquivel Eguiguren

Todo estaba perdido, aunque los dos se siguieran escribiendo cuentos y poemas. Pero ella no se hacía a la idea de perderlo. Adoraba releer sus poemas mentirosos y hacerle poemas sobre lo mentirosos que eran aquellos versos. Ya por esos días él se paseaba con la nueva novia, anunciando en los más recientes versos que su relación había sido un niño muerto desde el principio. Ella estaba de acuerdo y quería hacer el ritual mortuorio para aquel infante. El lugar perfecto eran las tertulias literarias, adonde él iba sin novia y donde el amorío platónico continuaba, pues en un duelo de poemas que todos los asistentes conocían como autobiográficos, habían entrado en la etapa de reproches y desamor. Él leyó un poema acerca de la ternura que le despertaban los zapatos

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gastados de ella y ella uno sobre el niño muerto que necesitaba entierro. Con el eco de la última palabra del último verso se acercó a él y, señalando la boca, le dijo “Creo que tienes algo ahí, permíteme y te lo quito”. Así logró que se pusiera a una altura cómoda y le robó lo que tenía en los labios: un beso húmedo. Después él la llamó por teléfono una o dos veces, pero todo seguiría perdido, porque esos besos son obras de arte que no sirven para nada pero, cuando se recuerdan, la vida parece menos triste y el duelo por los amores perdidos menos doloroso.

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Mi mejor amiga Bernardo Monroy

Creo que todos los gays tenemos a una mejor amiga, que nos cuenta su vida, sus más íntimas confidencias y sus frustraciones, y como a los dos nos gustan los hombres, sabemos aconsejarnos mutuamente. El problema es cuando esa amiga está muerta, es un alma en pena que desfigura la cara de los hombres con sus propias manos. Allí sí la situación cambia, vamos. Estoy frente a mi computadora, checando las noticias del día. Todos los medios de la ciudad y las redes sociales locales hablan de lo mismo: es el décimo asesinato en lo que va de la semana. Todas las víctimas son hombres de entre dieciocho y treinta años, y los cadáveres presentan las mismas características: fueron espantados hasta morir y les desfiguraron sus rostros con sus propias manos. Al lado del 15


cuerpo hay una grabadora, un ipod, una computadora o un reproductor de MP3 reproduciendo Besos robados de Jorge del Moral. Se especula desde crímenes del narcotráfico hasta de un asesino serial… nada más lejos de la realidad. Quisiera escribir en algún blog o en algún comentario de Facebook la verdad, pero eso sería delatar a mi mejor amiga, además de que nadie me creería. ¿Si te digo que una leyenda urbana asesinó a una persona no me enviarías a un hospital psiquiátrico o me correrías de tu casa a escobazos, como hace la típica señora con el loquito de la colonia? Yo sí. Laura era mi mejor amiga hace un año, hasta que fue violada y asesinada por su novio (ex novio, a estas alturas). Encontraron su cadáver en la carretera León-Lagos con heridas graves en sus órganos sexuales. El velorio y el entierro fueron terribles… pero más terrible fue que esa misma noche me visitó su fantasma mientras veía pornografía en la computadora. Estaba completamente desnuda, tenía el cuerpo azul y sangre seca en la entrepierna. De súbito, en mi computadora se empezó a escuchar: “beso 16


robado, beso de amor, bésame con un beso robado porque son los que saben mejor…” cosa que no me asombró, porque siempre le gustó esa canción. En eso siempre diferimos, yo como buen marica prefiero las que cantan los de Glee. Laura me dijo que se iba a vengar, y que sería nuestro pequeño secreto. Le dije que de todos modos nadie me creería, y que tenía que forjarse una buena imagen de leyenda urbana. Así somos todos los gays con nuestras amigas: nos gusta ayudarlas a favorecer su imagen: algunos las maquillan, otros les hacen pedicure, hay quienes les enseñan reglas de etiqueta… y yo, como buen fanático del género de terror, le enseñé como convertirse en una leyenda urbana digna de ser temida. —Muy bien, Laurita, chula, vamos a ver, muñeca: primero, la gente tiene que hablar de ti, como en Lo prohibido, de Clive Barker (que también es joto), el cuento en que se basaron para hacer Candyman. Luego necesitas una imagen aterradora, acá tipo Yamamura Sadako en El aro de Koji Suzuki o Samara, que es como se llama esa pinche zorra copiona en la 17


versión gringa. Para terminar, vamos a incluirle un toque mexicano, así que habrá referencias a Jorge del Moral que tanto te gusta y a La Llorona porque eres un alma en pena. Bueno, hermosa, ya. Vete a espantar. Y no es por presumir, pero las cosas salieron a la perfección gracias a mis consejos y mi buen gusto. El primero en morir fue su ex novio, que terminó desollado y con su pene en la boca. Los asesinatos sucedieron poco a poco, todas las víctimas son esposos o novios golpeadores. Por toda la ciudad se habla de la leyenda urbana, ya que corrí rumores que se expandieron como a pólvora… pero en leyenda se queda. Laura acaba de llegar a mi habitación atravesando el muro. Arroja sobre el teclado de mi laptop un par de ojos y labios humanos. —¡No mames, Laura! —susurro mientras con mi antebrazo hago a un lado las partes humanas—. ¡No hagas eso que es de mal gusto! —Con este ya van once —dice. Sin más sigo checando mi cuenta de Facebook mientras Laura flota por mi habitación. Es mi amiga y por lo tanto, no me espanta. 18


La lluvia en mis ojos Paloma Bougeois Garrido

Llovía, truenos y relámpagos iluminaban las calles. Me encontraba completamente mojado, mis zapatos parecían dos lagos, mis ropas escurrían, mi mandíbula temblaba, el frío me tenía entumido de pies a cabeza. Seguía caminando bajo la lluvia, los autos me mojaban aún más, pero todo eso no importaba. Yo estaba feliz. Dos días atrás al fin había salido con Julieta, la chica más asombrosa de la facultad. Todo había resultado de maravilla. Fuimos a comer y a dar un paseo por la plaza. Ella suspiró tan lento y profundo que hizo que nuestras miradas se perdieran en el fondo de nuestros ojos, navegando por las aguas místicas del alma, sin querer regresar a la realidad, buscando algo, perdiéndonos en el otro. Nuestras manos se entrelazaban y en nuestra mente surgía una misma pregunta, una pregunta enamorada. 19


Nos mirábamos fijamente, mientras nuestras mentes se llenaban de dudas, de intrigas, de deseos. En nuestros labios palpitaban preguntas enamoradas, sólo deseaban decir amor. La temperatura subía en tintes de fiebre de loca pasión. Mis labios sintieron calor, ¡un beso robado! Ella me besó, un beso que se llevó, pero es cierto que son los que más sabor le dan a esos momentos. —Bésame —le susurré al oído—, que al besarme me has dejado un perfume de nardos y un romance de amor. Sólo quería que me siguiera besando. Besos cuando muera la tarde, besos que juran amor, besos que han hecho que mi pecho se agite por tanta locura de amor. Seguía lloviendo pero el recuerdo me mantenía caliente. Me mojaba pero ya no me importaba más eso. Sentí una mirada y solté una carcajada. —¿De qué te ríes? —dijo una voz a mis espaldas, era ella, mi amada Julieta. En ese momento paró de llover.

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El último beso del abuelo Rocato

Resulta que Rolando Villazón, de México, y Anna Netrebko, de Rusia, fueron considerados hace unos dos que tres años como la mejor pareja operística del planeta, un gran orgullo para los mexicanos, pero con la pena de que nadie se enteró. Y resulta que las dos cantantes que más le han encantado al abuelo Rafael, las únicas que su peso lo valen en oro, fueron y han sido Lucha Reyes y María Grever, las demás no valen ni un cacahuate, decía una y otra vez. Y también resulta que la canción que más le ha enloquecido al Viejo, como le dice mi papá José María al abuelo Rafael, es precisamente la de Besos robados de Jorge del Moral, compositor más que olvidado. Y para celebrar los noventa años del abuelo Rafael se me ocurrió llevarlo a escuchar al más grande tenor mexicano, el mismísimo Villazón, a un 21


teatro que está en la colonia Roma, en la calle de Puebla, a media cuadra de la famosa Romita. Abrió el telón con Júrame, y todo era fue un gran deleite para el Viejo que parecía por demás extasiado, muy excitado, cercano al clímax total, como dicen algunos sexólogos, cuando el propio gran cantante anunció Besos robados y que comienza con aquello de “Un suspiro, una mirada…” Todo iba de perlas, cuando escucho algo parecido a un suspiro junto con dos palabras que después pude entender. Automáticamente volteo a ver al abuelo Rafael, que se toca en ese momento el pecho y deja escapar, musita, pues, “María Grever”. Así concluyó sus días mi amado abuelo Rafael, dedicándole su último suspiro a su querida y venerada cantante, hace precisamente hoy dos años, por eso repito tanto esa canción.

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La vida en un recuerdo

Víctor Marcos Hernández

Esa mañana prepara su café con dos cucharadas de azúcar. Escucha aquella canción que le trae recuerdos. Lee su periódico y como siempre encierra las palabras que más le gustan. Se detiene en una nota que comenta: —Cuánto ha subido el litro de gasolina, ¿verdad amor? Lo bueno que nunca compramos carro. Prosigue su lectura pero regresa al tema: —Claro, con esa mirada ya sé lo que estás pensando, no tienes que decir nada: Si hubiera tenido carro jamás te habría conocido. ¡Quién iba a decir que nos veríamos por primera vez en la parada del camión! Corta otro pedazo de panque, da otro sorbo al café y encierra otra palabra, siempre con la sensación de que su mujer lo mira fijamente:

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—¿Cuánto tiempo salimos antes de que nos diéramos el primer beso? ¿Cuatro meses? Bueno, era joven e inexperto: ¡ya discúlpame! ¡Siempre con la misma historia de que me tardé mucho! Pero no podrás negar que la espera hizo que ese fuera el mejor beso de todos. Termina su café y el panque. Mira fijamente por la ventana el reflejo de su mujer: —No me di cuenta cuán enamorado estaba de ti hasta esa tarde. Éramos dos jovencitos que amaban por primera vez y en el corazón del árbol no podían faltar las iniciales entrelazadas. Fue cuando te entregué la flor que llevaba, ¿recuerdas?… ¡Te tuve que robar el beso, si no jamás me habrías dejado dártelo! Luego miró que el reflejo en la ventana se iba borrando mientras la canción terminaba con aquellas palabras: “que tus besos me han hecho/ que se agite en mi pecho/ con locura el amor”. Ahora sólo podía robarle un beso en el recuerdo, donde ella permanecía tan viva y tan muerta.

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Carnicera Coral Ochoa

¿Qué hago ahora con el corazón que llevo en el pecho?, este cuerpo que tengo entre los brazos, carne caliente sobre el mostrador, él me miraba desde chiquilla… nunca le importó mi mandil lleno de sangre o los collares de hígados que hacía para jugar con los gatos, que no fuera a la escuela y supiera manejar un cuchillo mejor que él, nunca le importó… mostraba su lista, me miraba tiernamente y rozaba mi mano con su índice. Mi abuela me levantaba cada mañana de domingo para besar a las gallinas, puercos, vacas y demás animales que se ofrecerían ese día en la carnicería del pueblo. Abrazaba a los animales, calientitos del alba y me los acurrucaba contra el pecho. Mi abuela me indicaba con un cerrar de ojos y yo los besaba… veía

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como caían lentamente al piso. Mi abuelita exclamaba con aquella voz dulce, pero firme —Así no sufren. Nunca besé a nadie más que a mis abuelos. Ellos con pañuelo en mano permitían que cada noche les diera un beso, después limpiaban su mejilla con éter y alcanfor. Vi por mucho tiempo a mi abuela con una roncha enorme en su mejilla que comenzó a gangrenar con la edad, pero siempre optimista me decía: —Alguien será tu antídoto, mi niña. Con mi abuelo era diferente —Muchacha del demonio, ve a darle un beso a la muerte para que nunca me lleve —yo me reía mucho, hasta que me pidieron que me despidiera de ellos, que ya estaba buenecita y sabía perfectamente el negocio de la familia. Los besé suavemente y esperé a que cerraran los ojos, mis viejos. Yo sabía que llevaba la muerte en los labios, tú ignorante… sólo querías robarme un beso… nunca besé a nadie más después de ti, sangre caliente y somos dos.

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Las tardes son mariposas Sebastián Guerra Soto

Cuajada de nubes, la tarde caía detrás del cristal. Nardo se enjuagaba las manos antes de limpiar las mesas del café. Había en el aire un olor angustioso, como si un racimo de destinos soltados al aire hubiera sido regado por la ciudad. Nardo esperaba recoger el destino siempre anhelado. Sobre la última mesa que quedaba por limpiar se alegró de encontrar un libro olvidado. Un libro de poemas con el nombre de Francisco Hernández en la portada. Brincó de felicidad: ¿quién habría ojeado sus páginas? ¿Será acaso que aquella tarde sería diferente? Abrió la tapa y en la primera página escribió un fragmento de un poema de Elsa Cross: “¿Dónde estás ahora, esta primavera tarde que pienso en ti?” Más abajo puso su nombre y su teléfono, no fuera a perderse nuevamente. Como un conjuro, el tin27


tinear de la puerta anunció la presencia de un joven. Se sentó en la mesa más cercana a la barra y pidió un americano. El choco miró a Nardo, ella se mordió el labio. Por accidente dejó caer un beso en la taza de café. Entregó el americano a su chico, le mordiscó la mirada con los ojos. Al probarlo él se quemó los labios, Nardo sonrió, ambos sonrieron. Afuera, la voz de Rolando Villazón se abrazaba a la noche cantando Besos robados. El chico se levantó y preguntó por un libro de Francisco Hernández que había olvidado por la tarde. Nardo sintió una ligera melancolía al desprenderse de aquellos poemas. El chico sonrió y abandonó el café. Tras cerrar el local, Nardo corrió a su casa. Al llegar, escuchó que el teléfono sonaba. Se apresuró a abrir, llegó hasta él, suspiró hondo antes de levantar el auricular. La tarde todavía revoloteaba en su estómago.

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El mismo baile taciturno Jesús Toledo

Siempre has sido mi pareja de baile favorita… ¿Te he dicho lo mucho que me gusta tu cabello negro? Creo que sí, no lo recuerdo muy bien. De no ser así, quiero decírtelo ahora. Pero, no sólo me enloquece eso de ti, sino también la suavidad de tus manos, la templanza de tus ojos y sobre todo lo que más disfruto de vos son esos labios que provocan besos robados, imprevistos y varados en el tiempo. Bésame y por favor trata junto conmigo de formar un solo ser… ¿Sabes? Mi pecho al verte pareciera que va a reventar. En esta tarde, amor, envuélveme en tus brazos y no me sueltes como siempre. ¿Por qué lo haces, por qué te vas? No importa, tan sólo quiero que me digas algo pues tu silencio me asfixia. Te extraño… quiero confesarte que he perdido la noción temporal, no sé qué hago aquí: entre muros y tejidos 29


blancos, barrotes gruesos y rayos de sol agonizantes que traspasan la ventana. ¿Qué cosas digo?... Perdóname… sí, perdóname por lo del automóvil. Era de noche y las luces del otro vehículo entorpecieron mi visión y así fue que terminamos bañados de sangre en aquel campo. Róbame un beso, róbame, llévate mi vida y conduce mi alma junto a la tuya, sácame de este encierro porque en cuanto te marches la locura volverá a dominarme. ¡Contéstame! ¡No! No pongas esa cara, no te vayas, no me dejes en este naufragio de tinieblas una vez más, continuemos bailando… no permitas que esta tarde muera sin mí.

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El amor viaja en zapatillas azules

Gabriela Zavaleta

Ella estaba de espaldas, su lacio cabello caía sobre sus estrechos hombros, tenía puesto un vestido de un color que nadie recuerda. Caminaba por la vereda del parque paseando toda su belleza en unas zapatillas azules. Moría la tarde. El hombre desaliñado que la observaba desde el otro lado del parque se acercó a ella. Sin pensar, la tomó por la cintura y de un jalón fundió su boca con la de ella, que no lo rechazó, puesto que su aliento le inflamó de amor el corazón. Separándolo de sí se abrió el pecho diciéndole: —Tengo una historia llena de besos robados y vendidos, de caricias podridas y de heridas. Él la tomo de la mano y le dijo al oído: —No sé quién eres ni cómo te llamas ni me importa, solo vámonos hacia donde sea —y se encaminaron hacia los callejones. 31


Abordaron un cochecito. Dentro, él dice: —Soy Fabián y ¿tu? Ella mordiéndose los labios le contesta entre dientes: —Regina —luego encendió la radio y un cigarro. Sonaba una canción, ella tarareaba “Bésame con un beso robado porque son los que saben mejor”. Él obedeció al canto, se giró hacia ella y la beso con loca pasión. La fiebre del amor invadió el ambiente. Fabián perdió la noción y el equilibrio, entre sus manos la tenía a ella, la radio decía “Bésame que al besarme has dejado un perfume de nardos y un romance de amor”. Ese perfume que dicen acompaña a la muerte los llevó al abismo. Nadie supo del amor que viajaba en zapatillas azules. Y allá a donde van los que se aman sonará eternamente Besos robados en la voz de Regina y Rolando Villazón.

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Fiera Pablo MendozA

A las fieras que no he soltado

¡Claro que tengo un plan!: robarle un beso, dicen que son los que mejor saben. Sucedió en aquel extraño ocaso, nunca se supo si moría la tarde o nacía la noche. Recordaba. Esa pasión que por ella sentía se había tornado en enfermedad exigiendo pronta cura. Ese beso sería el fármaco aliviador… perdía la cordura. Trabajaba ella en la vieja y única botica del barrio. Con el pretexto de verla ya se había inventado toda clase de malestares. Ella la guardiana de su salud, él un hipocondriaco más, idealizaba. Tendrá que ser contundente, rápido, pero mortal. Hacía planes. Un beso es un animal vivo, uno salvaje en mi caso, es menester soltarle las cadenas o ese cautiverio me hará trizas el corazón. Un beso a la medida. 33


Se desesperaba. Es el momento, si responde este beso será mía toda la vida, si no toda la vida pensaré en ella. Se imponía condenas. El ocaso trajo consigo espesa neblina casi palpable, perfumada suavemente de esperanza y azares. Esperaba recargado en la pared, metros adentro de la bocacalle. El barrio quieto. Se rompió la quietud por los apresurados pasos que ella daba. Aquel beso convertido en fiera acechaba. La única jaula era la espera. Se impacientaba. Inmóvil permanecía, ella pasaba. Olvidando toda caballerosidad, la hizo volverse de un suave tirón de uno sus hombros. Saliva tragó. Se miraron, reflejándose en las pupilas. Ardió el mundo, desató cadenas: “Señorita, explíqueme todas las cosas, lo que somos y lo que seremos, en un beso que sea eterno”. No esperó respuesta, pego sus labios a los suyos. Los forcejeos cedieren, las uñas dejaron de clavarse en el pecho de él. Solos en el mundo. Dos fieras en tregua. Duró minutos, horas, días, no se sabe. Se separaron. Silencio. Afirmaba: es verdad, saben mejor los besos robados... un segundo antes de una contundente y bien puesta bofetada. Se sobaba. 34


La mudanza del amor Efraín Riquelme Mastache

A Yolanda, la chica casi ciega de gruesos lentes, que no olvidaba el beso de Galindo a los dieciséis, aunque muy en el fondo supiera que aquello había sido una broma cruel, no le importaba que fuera un muchacho burlón y no hubiera cambiado en los siguientes diez años, ella seguía enamorada de su olor y de su voz, lo buscaba en el cine, en la plaza, y en las fiestas, preguntaba por él en cada oportunidad, había pensado a diario en él. Un jueves de agosto caminaba como en estampa antigua por las banquetas del zócalo cuando se lo dijeron: Galindo se casaría ese día con otra mujer. Eso le destrozó el corazón. Entonces empezó a buscar su perfume en todos los lugares, pero apenas lo imitó pobremente con flores y esencias. Seguía sin su voz, la voz que la había enamorado antes del beso. Yolanda 35


caminaba cerca de un teatro cuando escuchó la música, bella música que no reconocía, Rolando Villazón cantaba Besos robados. Se dio cuenta de que por fin había encontrado la voz, y más aún, con una canción que definía su historia, “Beso robado, beso de amor”, escuchó y se olvidó del perfume. “Bésame, que al besarme has dejado un perfume de nardos y un romance de amor”, decía la canción. Ahora sólo le importaba la voz que cantaba aquella hermosa melodía que ahora era suya. Bailó sobre la banqueta, con la gracia de las mariposas en primavera, la canción que ya nunca dejó de sonar.

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De camino a la costumbre Mónica Puyhol

Tengo sesenta y nueve años. El miércoles fui al mercado. Hace cinco años que tengo que hacer mis compras, cocinar mi comida y llevar mi ropa a la lavandería. Hace nueve años que no uso un puto traje. He perdido la costumbre. Mi mujer falleció. Concha la asistenta también. No tuve hijos. Sólo me queda un sobrino que vive al borde del abismo en una meseta Tibetana de Ladakh, en Cachemira. Vino a México hace dos años y me invitó a ir a vivir con él. Qué chingados voy a hacer yo trepado en aquellos cerros. Le dije que lo pensaría. Quedó de llamarme cada mes. Nunca lo ha hecho. Compré un kilo de jitomates (tienen vitamina C que evita la moquera), medio kilo de bistec (de res, por supuesto, el puerco tiene muchas toxinas) y una penca de plátanos (tienen potasio y ayudan a que el corazón no se me espachurre 37


demasiado). Caminaba de regreso al departamento. Miraba las copas de los fresnos centenarios de Coyoacán y el aletear de las cócoras cuando desde el alféizar de una desvencijada ventana una jovencita de melena caracoleada me llamó con el dedo índice. ¿Es a mí? Eché una mirada alrededor para cerciorarme. Había un montón de personas yendo y viniendo. Me detuve, limpié con una de las orillas de mi chaleco los anteojos grasientos. Me los puse. Di vuelta hacia el mercado fingiendo que me iba. Más adelante di la vuelta otra vez y pasé de nuevo frente a la ventana. Lo mismo: la chica me llamaba. ¿Entonces?, ¡es a mí! Su dedo no dejaba de encogerse hacia ella. No parecía estar en peligro. ¿Se quedaría encerrada? ¿Necesitará algo? ¡Uf!, otra vez el dedo. Crucé la pinche avenida con esta ciática de mierda que me tiene caminando lerdo desde hace meses. Sosiégate, hombre, no pasa nada… no renquees ahora, cuida tu porte. Allá voy. Primero muerto que dejar de ser caballero. Pero, ¿qué carajos dices?, la niña debe necesitar algo no a “alguien”. ¿Me lavé la boca? Luego se me 38


olvida hasta tomar el titipuchal de pastillas que me recomienda el médico. Sí, sí me la lavé mientras veía las noticias. ¿Me puse loción? ¡Puta! ¡Cuidado con el auto! ¡Cabrón!, ¿qué no ves que estoy pasando? Y todavía este zoquete me llama anciano… ¡Anciana, tu puta madre! Creo que no me puse loción. Clara tenía que recordármelo todos los días antes de salir al trabajo. Qué chingados me iba a poner loción hoy si nada más venía al mercado y después, como todos los días, a estar encerrado en mi casa. Ah, pero eso sí, me bañé. Bañado como Dios manda y con zapatos viejos pero lustrosos. ¿Sigue ahí la niña? Sí, con todo y dedo. Cómo lo mueve… ¡Qué insistente, madre mía! Ya voy, niña, ya llego. Una bolsa se rompió. ¡Los plátanos ya se me cayeron! No me voy a detener ahora. Que los aplasten, total, luego compro más. El hombre logró cruzar la maléfica avenida. Detuvo su marcha frente al pórtico azul. La aldaba de latón con forma de mano descansaba sobre un rosetón en medio de la puerta apolillada de madera. El olor a orines de gato detuvo su trote. ¿Qué haces aquí, Manuel? Pues no lo 39


sé… Igual y hasta una obra de caridad. Siguió hasta la escalera al centro de la vecindad. Subió con el mismo miedo y delirio con el que antes subía a visitar a chamacas que besuqueaba y toqueteaba mientras estaban solas en sus casas. A buena hora se me cayeron los plátanos. El potasio me vendría bien en este momento. Siento que el corazón va a reventarme. Caminó tocando puertas, nadie contestó. Halló la última: estaba abierta. La luz del medio día como un hachazo trozaba en franjas la pequeña estancia. Detrás del manto blancuzco donde flotaban pequeñísimas galaxias de polvo estaba ella, burilando sin piedad el paisaje. ¡Desnuda, totalmente desnuda! Su pequeño cuerpo era una gota de leche en los ojos de Manuel y en la punta de su lengua que dejaba de ser páramo para volverse púa. A tres metros, el hombre podía oler lo que hacía años no olfateaba. Vellos escasos y castaños lo invitaban a entrar hasta el fondo. Sus pechos de valquiria, investidos por cerezas esponjadas y purpúreas, subían y bajaban impacientes, y su boca… húmeda puerta de sorbos de locura. 40


¡Vámonos, Manuel, debe estar loca! Pero, ¿cómo loca?, si es una niña. Entonces el loco eres tú. ¡Vámonos que puede venir alguien! Además, ¿qué puedes hacer con ella? Un silencio le subió por las piernas. La chiquilla cruzó la cascada de fosforescencias solares y Manuel tragó un enorme y erizado agüero. Sobre su boca sintió el beso largo, lenguoso y pluvial de la joven amazona. El viejo, bautizado con las gotas escasas de un semen que había muerto con el tiempo, abrazó a la muchacha de arriba abajo, de abajo a arriba, con ese temblor de niño que se le quedó dentro. Como quien da una profunda calada al cigarro, aspiró el perfume de mujer que a la niña le escurría por el cuerpo y por el higo almibarado de su sexo. Los dedos artríticos de Manuel con dificultad irguieron su forma para volverse estiletes y hendir las carnes blandas y cerradas de la adolescente. Con el primer chillido el hombre abrió los ojos. El rugido anciano de una mujer postrada en un colchón amarillento se escapó del cuarto contiguo: “Ya estás otra vez con tus cosas, chamaca. ¡Qué castigo el mío de haber reco41


gido a una retrasada!” Las manos de Manuel retrajeron sus dedos de la gruta donde nadaban, soltó a la chica. Ella con ojos dormilones y extraviados le sonrió. Manuel, fiel a su costumbre, salió huyendo de aquella casa y hasta la ciática olvidó. Quiso esconderse del mundo y de sí mismo. Largo rato callejeó por desconocidas serpientes pavimentadas. Se recompuso. Sonreía negando con la cabeza. Pensó en voz alta: ¡Claro que sí, carajo!, ¡me la puse!, ¡cómo chingados no!, ¡la loción!, ¡claro que me la puse! Luego volvió al mercado. Repuso los plátanos que perdió de camino a sus costumbres… a la aventura empapada y pelirroja que le dejó sus manos con olor y sabor a sangre nueva.

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Y reflejada tú Francisco Oliver

Era un poste jodido donde tres tipos se mataron al estamparse de briagos tapizado con esos carteles de bailes tejido de alambres y lazos pa días de tianguis los cables chillaban cuando la hielera comenzaba turno la gente pasaba rezando por todo lo que en la cuadra había. Era un poste jodido y recargada tú

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Eran zapatos muy chicos con correas y hebilla que se enredaban a la pantorrilla pisaban basura tiritaban frió y uno de ellos presumía tapas y suela buenas y nuevas para que anduvieran alfombras y pisos de los marmoleados de los que rechinan eran zapatos muy chicos y adentro tú Era un vestido barato cortado por la buena mano de doña Gertrudis no brillaba ni hacia ningún gesto la lentejuela zurcida al pecho 44


se encargaba de esto ya tenía más puestas que el bolso que dice Chanel sin pagar impuestos eso si combinaba con el poste. Y lo que traías puesto era un vestido barato y abajo tu Era una noche de briagos perdidos en calles buscando desvelos repleta de bares Buscando carteras abiertas pa todos oscura y creída de que tenía vida por mugres anuncios que alumbran entradas cerca de tu poste que desde aquel choque conoció penumbra que 45


a ti te cobija era una noche de briagos y afuera tú. Eran unos ojos llorados que sabían lo que era una noche más fría con una silla vacía se caían de viejos más viejos que tu alma vieron cómo te miraban y vieron como los mirabas con dos parpadeos y se dieron tiempo de buscar tu sombra que da el carro nuevo que no llevaban prisa de levantar a Nadia eran unos ojos llorados y reflejada tú.

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Correspondencia Andrés Galindo

Hace tiempo que he querido contar esta historia. Algún investigador explicará en un posible futuro que no había querido referir la presente a causa de un pudor que, debo aclarar, es infundado.Tendría yo tres años de edad cuando Rafael Serrano, mi padre, desapareció una noche de 1985. Crecí oyendo a mi madre contar las historias de locura y suicidio que poblaban las anécdotas de mi familia. Muchos años después, ya mayor, encontré una extraña carta dirigida a mi padre, era breve e incluía un epígrafe: Bésame con un beso robado, porque son los que saben mejor.

Amor, sé que debido al tiempo y al espacio que nos separan nuestro encuentro se seguirá postergando todavía más. No sabes cuán amarga y triste me resulta nuestra separación,

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apenas diluida por el constante flujo de nuestra correspondencia. Tengo tantas cosas que me gustaría compartir contigo. Me gustaría enseñarte el nuevo gramófono Stromberg Carlson. Pasaríamos alguna tarde degustando un Créme Brûlèe… Son tantas cosas las que me gustaría hacer contigo. Quisiera escucharte, sentirte y… Recuerda que siempre seré tuya, que estaré esperándote. Eugenia Franco Ciudad de México, 1940

El avispado lector desconfiará de las fechas. Tras fatigar a mi madre con constantes interrogatorios, al fin supe que mi padre nació en 1955, es decir, quince años después de la fecha de la extraña misiva. En el sobre amarillento todavía se alcanzaba a leer la dirección del remitente: Calle Soledades 1909, Centro, Ciudad de México. Me dirigí al lugar, era un edificio viejo y sucio. Llamé un par de veces a una puerta de madera que terminó abriéndose sola. Curioso, entré. Después de un pequeño patio con una

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fuente, como en muchas construcciones de la época, había un patio mayor. A pesar de ser un patio gris, pobre y carcomido por el tiempo, el ambiente estaba penetrado por un fuerte olor a nardos. Apenas crucé el umbral de lo que me pareció la habitación principal comenzó a escucharse una vieja melodía. Entonces me perdí como en un laberinto de polvo, de tiempo y soledad. Pasadas mis divagaciones, salí corriendo del antiguo edificio. Todo parecía haber cambiado, los hombres todos iban con traje y sombrero, las mujeres llevaban largos vestidos anticuados. Me llamó la atención una mujer con vestido rojo que era cuestionada por un grupo de gendarmes. Vi pasar un Ford 1940. Me sentía perdido y desconcertado. Busqué un lugar para sentarme. A una cuadra de ahí encontré un pequeño café con sillas sobre la acera. Me senté y comencé a escribir. Andrés Galindo Ciudad de México, 1940, 2012

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El beso

Lorena Aguilar

Y la muerte no tendrá dominio. Aunque las gaviotas no griten más en su oído Ni las olas estallen ruidosas en las costas; Aunque no broten flores donde antes brotaron ni levanten Ya más la cabeza al golpe de la lluvia; Aunque estén locos y muertos como clavos, Las cabezas de los cadáveres martillearan margaritas; Se romperán al sol hasta que el sol se rompa, Y la muerte no tendrá dominio. Dylan Thomas

Cuando el halo de fuego se ahogó entre las aguas dejando una estela de sangre en el horizonte, el pueblo de Tal salió de cacería. Cada hombre con su antorcha, machete, pala o tridente se amontonaba en la fila, dispuesto a vengar el ultraje que se tendió como niebla sobre las casas que duermen arrulladas por olas. El párroco iba al frente, marchando como a pulso de tambores sin más arma que 50


una Biblia; murmuraba el pasaje sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra, mientras la plebe bufaba entre sudores fríos. Apenas la moneda plateada se abrió paso entre las nubes con su rostro de virgen y máscara de loca, los furores se acrecentaron al impacto de una puerta. La madera hecha astillas cedió paso al crucifijo y el machete que arrancaron de su lecho a un hombre desnudo. ¿Quién sería el incauto que intentara enseñar algo a la gente de Tal?, ¿quién tan soberbio de evidenciar su ignorancia?, ¿quién pudiera robar besos a la sombra y dormir con el espíritu en calma? Para la comunidad estaba claro: sólo el mismísimo demonio. Los hombres lo tocaron (pero no del modo en que lo haría su amante), todos lo tocaron sin los dedos sensibles. Lo tocaron con los puños, con la uñas y los hierros. Le extirparon los miembros y las entrañas, le desgarraron el corazón, pero no pudieron desgarrar sus devociones; le arrancaron la cabeza, pero no pudieron arrancar sus pensamientos. Alguno se ocupó de poner los restos en un cesto y la tierra se bebió la sangre por cubrir el rastro. 51


Reanudaron la marcha con los zapatos lodosos y las manos mojadas. Reconocieron su destino cuando el gusto se les llenó de azúcar y envolvió su olfato el aroma de pan recién horneado. Él estaba de espaldas al mostrador cuando la turba se abalanzó dentro de la tienda, como lo hiciera cada domingo por la noche con el fin de alcanzar los últimos panquecillos para la merienda. —Ya estoy cerrando —dijo mientras apagaba el fogón, y le tomó unos segundos notar que no era miel, sino un dejo amargo lo que buscaban esa noche. Todo hombre lo penetró sin hombría, lo tomaron con espátulas y cuchillos hasta saciar sus ansias, le cortaron la cabeza y la pusieron con la de su amante para izarlas sobre una pica al centro de la plaza. Cuando el primer gallo entonó su réquiem, aún brillaban las estrellas lacrimosas, sin embargo, todo el pueblo se reunió en la plaza para atestiguar el final de los depravados. Un joven se dispuso a clavar la primera cabeza, pero cuando la sacó del cesto sintió 52


asco: estaba asida a la otra por los labios. La gente miró desconcertada. Otro hombre se ofreció a separarlas, pero por más que jalaba no lograba desunirlas… Eran Salomé y Jokanaan uno y otro, presos del beso necrófilo, exquisito. Varios intentos fracasaron y al dies irae del segundo gallo, un aura cálida invadió el ambiente oprimiendo los pechos, evidenciando el crimen. De entre la multitud surgió una voz quebradiza: —Paren el forcejeo, por piedad, ¡deténganse! —Y la muchedumbre confundida pareció estar de acuerdo. El pueblo de Tal concedió esta última complicidad a dos cabezas, este breve deleite póstumo, y las arrojaron a la primera luz donde la marea es alta, para que la sal limpiara su conciencia.

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BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS

BESOS ROBADOS Jorge del Moral

Un suspiro una mirada dos manos que enlazadas están Una pregunta enamorada los labios solamente amor dirán Y en una fiebre de loca pasión un beso ardiente mi boca sintió Beso robado Beso de amor Bésame con un beso robado porque son los que saben mejor Bésame que al besarme has dejado un perfume de nardos y un romance de amor Bésame cuando muera la tarde Bésame si me juras amor Bésame, que tus besos me han hecho que se agite en mi pecho con locura el amor...

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La canción Besos robados, en la interpretación de Rolando Villazón, incluida en su álbum “México”, editado por Gramophone, puede escucharse en: www.youtube.com/watch?v=YI4xGzRNFUo


Edición única • Noviembre de 2012 © Ariel Alejo, María Gabriela Dumay, José Manuel Ortiz Soto, Edith Esquivel Eguiguren, Bernardo Monroy, Paloma Bougeois Garrido, Rocato, Víctor Marcos Hernández, Coral Ochoa, Sebastián Guerra Soto, Jesús Toledo, Gabriela Zavaleta, Pablo MendozA, Efraín Riquelme Mastache, Mónica Puyhol, Francisco Oliver, Andrés Galindo, Lorena Aguilar © EdicioneZetina, diseño editorial Los derechos patrimoniales de los textos pertenecen a los autores, quienes son responsables de la originalidad de su obra. No pueden reproducirse sin la autorización de los mismos. edicioneszetina@yahoo.com


BOLERO DE PASIÓN ANTOLOGÍA DE CUENTOS Se editó el 12 de noviembre de 2012 cuando se cumple el aniversario número 361 del nacimiento de Sor Juana Inés de la Cruz Se aprovechó la tipografía Futura Md BT Los folios se compusieron en 12 pts Alabado sea el cuento virtual


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