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Tarántula y policías de balcón
from Peiper Clab 11
by Peiper Clab
Metan!!! Interrumpió mis pesadillas un grito de Giselle. “Con dos eles”, especificó Giselle, cuando al subir al micro nos inspeccionó el pasaporte y le preguntamos el nombre a quien hacía las funciones de policía. Los ánimos estaban caldeados. La peste nos había convertido en posibles terroristas portadores de un virus ignoto, y los que nunca suelen ejercer el poder, tenían una gran oportunidad para mandar. Eramos testigos del milagro de la vida. La madre naturaleza daba a luz a una nueva fauna: los “policías de balcón”. “Tarántulas”, les llama Nietzsche en uno de sus textos mas perfectos. En Argentina, preguntarle el nombre a alguien, equivale a amenazarlo. El pueblo argentino es muy particular. Esas “particularidades” eran las causas de mis pesadillas de las últimas semanas previas al viaje. Volvía, después de tres años, a la tierra de la que había sido exiliado. Fueron los tres años mas duros de mi vida. Incluso mas duros de aquellos que siguieron al 2.001. Divorcio, estafa, depresión, suicidios, incomunicación, desocupación, falta de habitación… Recién ahora mi vida empezaba a estabilizarse devuelta, cuando decidimos con Nola, visitar mi país de origen. Viajar a Argentina siempre es peligroso. Esta “primavera” que vivía con Nola, podía congelarse en pocos días por las “particularidades” de ese país. Tenía miedo de que le hagan algunas de las cosas que me hacían a mí cuando vivía allá. Los miedos, siempre, se aparecen en los sueños. —Como el ballet de Adolphe Adam— le dije a Giselle. Nos autorizó a subir al micro. Creo que no conocer el ballet que llevaba su nombre la incomodó un poco. Giselle sueña con ser azafata de alguna compañía aérea que la haga cruzar el Atlántico para vivir nuevas aventuras cada mes. Mientras tanto, ofrece el menú que “La veloz del norte” vende a los clientes que hacen el trayecto Salta-Tucumán en bus. Metan! Volvió a gritar Giselle por si alguno se había quedado dormido. Metan, es una ciudad de Salta, de camino a Tucumán. Se bajaron bastantes trabajadores. Nosotros bajábamos en la próxima estación. Rosario de la Frontera era nuestro destino. Un pequeño pueblo del cual solo me consta la existencia de un histórico hotel, que levantó el doctor Palau aprovechando un monte selvático del que brotan aguas termales. Ahí íbamos. El plan era pasar una noche para mostrarle a Nola esa joya de mi tierra. Luego volveríamos unos días mas a Salta para terminar el recorrido por el norte del país. —Se parece mucho al hotel del “Resplandor— me señaló Nola. En efecto, el lugar está en medio de la nada y es propicio para que Jack Nicholson pierda la cabeza. O mas bien, cualquiera que no pertenezca a la casta provincial. Una de las “particularidades” argentinas
es el caudillismo. Un cáncer al que el país, aún en el siglo XXl, no pudo extirpar. El hotel pertenece al Estado provincial, y de ordinario, todos sus trabajadores son acomodados por alguno acomodado ya previamente. Por ejemplo, para reservar una habitación, tuve que llamar varias veces porque no tienen un sistema de reservación onlain, no contestan los meils si no sos “conocido”, e incluso, no suelen atender el teléfono. El hotel lo valía, pensé. Estar ahí, es estar en otro tiempo. En aquel principio de siglo XX que tanto añoro. Los románticos no soportamos ésta contemporaneidad. En ese entonces, venían al hotel los ricos de todo el mundo en travesías de barcos y carruajes, para curarse los males. El hotel, de hecho su arquitectura, es idéntica a la de los hospitales de la época. Nola estaba fascinada. Y yo, muy nostálgico por lograr verlo devuelta. Que importan los detalles! Solo estaríamos una noche! La cama se veía muy bien. Tengo la costumbre de zambullirme en la cama cuando llego a un hotel. Esta vez no fue la excepción. El colchón de resortes me hizo olvidar de todo. Me relajé hasta que corrí el acolchado y tiré de la almohada, con la mala suerte, de que era la misma que había elegido para descansar, una especie de tarántula de unos diez centímetros. La recepción envió a una mucama, que tiro al insecto por la ventana, y me explicó que era imposible controlar esos detalles en medio de una selva. Me corrió un frío que puso en duda si podría dormir allí tranquilo. Cuando las arañas son corpulentas y peludas, me impresionan. Me disculpé con la mucama por haberla llamado. — Soy demasiado porteño. Le dije. Todavía alterado, bajamos para aprovechar de las termas antes de que cierren, mientras revisaban la habitación por si hubiera mas huéspedes sorpresa. Con Nola hablamos en francés. Un poco para no perder lo aprendido de esa lengua tan complicada. Y otro poco para evitar hablar con los demás turistas. Son mañas que fui desarrollando con años y años de padecer la fobia social.
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En Argentina, sin embargo, todos mis intentos por aislarme del resto siempre fueron inútiles. Otra de las particularidades de los argentinos, es el nulo respeto por la individualidad. Cualquier gesto de ese tipo, es aplastado por la masa, como señalaba el español Ortega y Gasset en su obra maestra, dedicada a la rebelión de aquella. La cena se servía en un salón de estilo militar. La mayoría de los huéspedes eran familias católicas, y como tales, se pasaron la velada mirando que hacían los otros, con ojos inquisidores. Nosotros éramos la única pareja que no tenía hijos. El promedio en ese ambiente era de tres criaturas. Elegimos una cena liviana, por lo que creo que nos observaron con aún mas curiosidad. Quizás es mi fobia social la que me hizo sentir observado. Los trastornados, siempre creemos que nos están juzgando, cuando interactuamos en los entornos sociales. Dormimos muy bien. La araña, no logró vencer a la jornada de viajes y termas. A la mañana preparamos las valijas y bajamos a desayunar. La misma gente y las miradas, aún mas indiscretas. Habían puesto el canal de noticias TN. Hoy, ya todo un símbolo de la ideología de sus televidentes. La noticia que abarcaba toda la atención, era, la peste. Nosotros, habíamos quedado en la zona gris de un nuevo decreto, que significaba estar a 11.000 km del domicilio, y el deber de hacer una “cuarentena” de catorce días. Como siempre en Argentina, se anuncian medidas sin detallar mucho, y luego se van “atando las cosas con alambre”. Desde la estación de buses de Salta, habíamos llamado a la embajada francesa y a un abogado conocido, quienes coincidieron en que debíamos intentar volver a Salta, para que desde allí nos indiquen como hacer la cuarentena. Hacíamos tiempo en la biblioteca del hotel cuando un hombre alto, y panzón preguntó en voz alta quién era Ezequiel. Le contesté que yo me llamaba así. El hombre calvo, me miró con sus ojos verdes, y puso su cara a pocos centímetros de la mía. Como para besarme o golpearme. La idea, supongo que, era intimidarme. Nos dijo que era el director del hotel y nos preguntó si nosotros éramos los franceses, en voz baja, para que no escuchasen los demás. Nosotros vivimos en Francia, le contesté. Y cuando llegaron? Insistió. El cuatro de marzo, le contesté. Mentí. Habíamos llegado el cinco. Una semana después, el once, el gobierno nacional emitió un decreto en el que ordenaba, a quienes habían llegado desde el extranjero a partir del cuatro de marzo, realizar una cuarentena de dos semanas. Una situación bastante “particular”, sobre todo, cuando en el aeropuerto no realizaban ningún tipo
de control, e invitaban por los altoparlantes a quienes tenían síntomas, se presenten en algún hospital público. Irónico por lo roussoniano y por el estado de los hospitales públicos en Argentina! —Hay dos familias que me están hinchando las pelotas por ustedes. Se sinceró el director del hotel. Enseguida, nos empezó a contar de su hijo que estaba en España y la mar en coche. Nosotros nos vamos hoy. Le aclaré para intentar tranquilizarlo. Pero esta gente está muy cagada. agrego. Ya lo sé, pensé. Son ricos y católicos. Piensan que sus vidas tienen algún valor extraordinario. Un lugar reservado en el paraíso, a donde tienen terror de ir. Nos pidió los documentos para sacarles fotocopias y nos hizo firmar un protocolo. Remarcó que él no lo pediría si no fuera para llevar tranquilidad a “esos boludos”. Pensábamos hacer tiempo en el hotel hasta la hora del bus, pero preferimos ir a esperar en la estación. En el pueblo no hay ningún otro atractivo. Llovía muy fuerte así que ni siquiera podíamos caminar por la montaña que sostiene al hotel. Pedimos en la recepción que nos enviaran un remis y nos quedamos esperándolo en la entrada del hotel porque sentíamos el ambiente muy tenso. Cuando pasaron unos diez minutos, a Nola y a mi nos dio un escalofrío. Vimos de golpe a una camioneta de la policía provincial que subía el monte hacia el hotel.
El remis llegó justo detrás de la camioneta de la policía. Nos subimos rápido y le pedimos que nos lleve a la terminal de ómnibus. El auto se iba destartalando y el chofer no inspiraba confianza en relación a la peligrosidad de esa ruta. Habíamos visto varios accidentes en el viaje de ida. Comencé a pensar en la película “El Resplandor”, que había nombrado Nola, por el parecido del hotel. La araña, las familias que se obsesionan con nosotros en un lugar aislado, en donde los poderosos pueden aprovecharse aún mas de sus ventajas, el director del hotel jugando al abogado del diablo. Todo hacía pensar en un film de terror. No me aliviaba pensar que eso había quedado atrás. En general, cuando me pasan ese tipo de cosas, pienso en el final mas irónico posible, y es el que se suele dar. De ahí, que me volví al determinismo. Cambiamos los pasajes en la terminal, para tomar un bus que salía mas temprano. Mientras lo esperábamos, vimos en el televisor antiguo de la terminal, como los medios “se hacían una fiesta” con el tema de la peste. Buscamos información en guguel, de que hacer en nuestro caso. Nada. Dimos unas vueltas por la estación mientras esperábamos el bus. Teníamos hambre, pero no lo suficiente como para comer las medialunas que vendía el único bar abierto. Se veían realmente peligrosas. El bus llegó. Le dimos las valijas al changarín y veinte pesos de propina. La azafata nos pidió los documentos antes de subir al micro. Habían endurecido las medidas durante el último día y la fotocopia del pasaporte de Nola (donde no constaba el ingreso al país) ya no era válida para la colega de Giselle. Cuando dio con la fecha de arribo desde Francia, no nos dejó subir. Mi miedo a quedar encerrados en ese hotel, empezaba a materializarse. En la boletería nos devolvieron el dinero. Les pregunté dónde estaba la policía, y nos señalaron un puesto dentro de la misma estación. Era domingo. No había nadie. Nos sentamos a esperar y volvimos a buscar información en guguel de como proceder en nuestro caso. Nada aun. Hicimos un par de llamadas a los números publicados en las webs del gobierno. Nada. Cuando pasaron unas dos horas, empezamos a notar movimientos extraños en la estación. Un policía gordo, morocho, pasaba frente a nosotros y nos miraba desde lejos. Alguien, quizás de la boletería, nos había señalado. Las empleadas de limpieza de la estación comenzaron a hacer un protocolo improvisado. Primero, echaron a los perros que suelen dormir en la estación, cerrando detrás de ellos las puertas de vidrio, y formando una burbuja aparentemente sanitaria . Por último, empezaron a limpiar el piso con desinfectante, en las zonas en las que habíamos estado nosotros, pero sin acercársenos a menos de dos metros. Una resbaló con sus plataformas frankestein sobre el suelo mojado y casi pierde la vida bajo el mas irónico destino. Siempre me parecieron de lo mas horribles ese tipo de zapatos. Las miradas de los empleados de la estación, se volvieron cada vez mas curiosas. Los policías, que ya eran tres, las empleadas de la boletería, la del kiosco, los del bar y las de limpieza. Todos pasaban y echaban un vistazo. El tema que estaba de moda en la televisión, podría pasar ahí. Hace cuantos años, no pasaría nada allí? Después de varios amagues, el policía gordo y morocho, se decidió a encararnos. Ustedes son los franceses? Nos pregunto desde el límite tácito de los dos metros de distancia. Nosotros vivimos en Francia, le contesté. Estamos tratando de averiguar, como seguir la cuarentena, le expliqué. Quédense acá, nos pidió. Voy a llamar a la comisaría para ver como proceder. Quince minutos después, la mitad de la fuerza policial de Rosario de la Frontera, se encontraba en la terminal de bus. Domingo y era la hora de la siesta. Todos tenían cara de dormidos. El policía gordo y morocho se acercó a realizar una primera interrogación. Venía escoltado por otro miembro de la
fuerza, y detrás, mas cuidadoso, un tercero que asomaba la cabeza pero que en ningún momento emitió palabra. No fue fácil, hacerles entender que yo era argentino, pero que vivía en Francia, y que solo me encontraba allí de vacaciones. Con Nola fue mas fácil. Es francesa. Pero conmigo había algo que no les cerraba. Les expliqué que no había sido mala fe de nuestra parte, pero que el decreto de cuarentena, fue emitido cuando ya estábamos en Salta, y no teníamos un lugar fijo para quedarnos, hasta volver a Buenos Aires o París. El policía gordo y morocho se mostró conforme con la explicación, y nos pidió que esperásemos que llegase el comisario del pueblo, para decirnos que hacer. Una media hora después, el cabo uno, y el cabo dos, como lo indicaban los cartelitos tejidos en sus uniformes, se acercaron hasta un metro de distancia para leernos un protocolo y hacernos un interrogatorio, que ya habíamos respondido al anterior policía. Nos pidieron que lo firmemos. Cuando les pregunté por un par de puntos no supieron contestarme. Eran una especie de aprendices. Se preguntaban entre ellos sobre como anotar las respuestas, ya que cada uno había sido designado para interrogarnos a Nola y a mí por separado. Nos pidieron que esperásemos, ya que vendría el director del hospital de Rosario de la Frontera, para indicarnos como proceder. Una media hora después, llegó el doctor. Fue el primero que se nos acercó con un barbijo, y nos dio otros dos, que nos pidió colocarnos, antes de empezar la entrevista. —Yo se que ustedes no tienen nada, nos dijo. Y a mi me molesta esto de estigmatizar. Pero tienen que hacer la cuarentena acá, porque si los largo y en una semana tose alguien, me vienen a buscar a mi. Nos sugirió que teníamos que volver al hotel a terminar la cuarentena ahí. El cuerpo me avisó con un escalofrío que mis miedos eran justificados. Le contesté que ahí no. Que nos habían increpado y que los ánimos estaban caldeados. Estábamos en medio de una montaña, en un hotel casi desierto, con poca o nula señal de internet, y con su director que querría venganza. Voy a ver que puedo hacer. Hizo la típica llamada que se hace en Argentina y volvió a nosotros. Ya está arreglado. Van a volver al hotel… Pero no van a pagar nada y nadie los va a joder. Nosotros no queríamos volver. Pero estábamos rodeados de unos diez policías, en un pueblo que cuenta con unos veinte. Mientras el cabo uno nos trasladaba en una camioneta policial hasta el hotel, el policía gordo y morocho nos indico: Cuando llegamos, se hacen los boludos y entran como si nada. Ellos ya saben que hacer… Alfredito, el recepcionista acomodado al que no le gusta responder los meils, nos explicó que ya habían evacuado casi todo el hotel, por lo que estaríamos prácticamente solos en esa montaña. Sin embargo, y a pesar de la palabra de la policía y el director del hospital, nos negó una habitación con internet, pero “se puso a disposición” para comunicarnos con el exterior. Claro que no cumplió. La clase alta Argentina, está acostumbrada a no cumplir, ya que aquello no le genera consecuencias negativas, sino a veces, incluso lo contrario. Si! Un gran sector de ese particular pueblo, festeja el comportamiento chabacano. “Picardia” le dicen. Y los incentivan a ser así desde chiquitos. Una semana encerrados en una habitación, sin internet, sin libros, y con la única opción como exterior, que la televisión argentina (sin dudas la peor del mundo aunque le duela a Mirta “El grande”), se parece demasiado al film de Kubrick. Mis pesadillas previas al viaje, se materializaban, aunque Nola, parecía mostrarse inmune a esta especie que solo prolifera en el fondo del mundo. Cuando se cumplió la semana de arresto, Alfredito nos avisó que vendría a buscarnos una ambulancia para llevarnos hasta el hospital, donde nos darían un certificado. Cuando bajamos nuestros cuerpos, mas pesados y mas débiles de la habitación al lobi del hotel, nos encontramos con el cabo uno y el cabo dos, que nos escoltaron hasta una célula policial. —La ambulancia está ocupada. Nos explicaron. Bajando ya unos quinientos metros por la montaña, sin embargo, empezaron a discutir entre ellos, en lo que sospecho, era mas bien el ensayo de un texto de comedia. El cabo uno frenó la camioneta y se tiro a un costado de la ruta, entre los pastizales. Nola tembló. Lo sé porque me apretó la mano con fuerza. Luego de dos interminables minutos, el cabo dos juntó coraje y llamó al comisario, de quien llegué a escuchar como lo insultaba. — Los vamos a tener que devolver al hotel. Nos dijeron, con una mezcla de vergüenza y resignación. —No estamos autorizados a llevarlos nosotros. Se tienen que tomar un remís…
En el hospital, nos recibió el director con una sonrisa y en “modo pediatra”. —Están bien chicos?
Se disculpó por el temita de la ambulancia. Tenía preparados los dos certificados. Nos deseó buen viaje, y mientras cerraba la puerta detrás de nosotros, nos hizo volver para hacernos un último comentario: — Ah, y no vuelvan. Le tocaron el culo a gente muy jodida, con esto de arruinarles las vacaciones. Acá no joden…