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La fruta demorada
from Peiper Clab 11
by Peiper Clab
El dijo - había tanta violencia; durante años, violencia. Miraba la noche, la noche cargada de estrellas pálidas y decía que una vez mirando al cielo, vio a un hombre con su carro, recogiendo estrellas, guardándolas; una siega de luz. Los otros con él miraron el cielo y no vieron nada. Pensé y dije: sé de violencia. Pensé y no dije: nací en la violencia, nací violentada, crecí en la violencia;: me dieron violencia a beber con la leche del desayuno, a comer con el pan de la merienda. Sus rastros, marcas en mí, claros como las estrellas pálidas en la noche. Estas marcas, mi parte animal alerta, dispuesta a desatar su tormenta - porque todo siempre ha sido guerra incesante – a veces silenciosa, a veces no. Esta guerra es rumor constante que ya desde lejos hace eco en los huesos, como el agua bajo la tierra. Es rumor que promete dolor y la exacerbación de los músculos y la sangre galopando para sobrevivir. Porque
en esa tormenta desatada, una recuerda que desea vivir y pelea por cada bocanada de regreso a la trinchera, cualquier trinchera que sea refugio y resistencia. Lo pensé, lo recordé. Brevemente. Mi padre golpeando a mi madre embarazada. Mi abuela obligada a casarse con su violador. Mi hábito de muchos años de caminar con un objeto punzante en el bolsillo – porque es mejor acechar a ser acechada. Las memorias agolpándose como pájaros chocando contra las ventanas. Pero, boca arriba en la noche, sólo repetí: - sé de violencia. Y escuché el aleteo de los pájaros contra los cristales y no lloré. Los dos quietos acostados en el césped, de cara al cielo, cerca y lejos – tan cerca como se puede estar en el decir íntimo que se comparte, tan lejos como lo piden dos cuerpos que saben que no se tocan- mirábamos girar el mundo. Antes de eso, él había estado en brazos de alguien, buscando no sé qué consuelo. Las
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personas somos estos ojos de agua sin fondo aparente, a veces turbios, a veces límpidos, siempre insondables. Yo pensé que él no era insondable, pero tampoco límpido. Aún así, me quedé acostada en el pasto, cerca y lejos, mirando hacia arriba, añorando ese tiempo donde él y yo no nos temíamos. Está en un futuro, me recordé; no es ahora. Quise contarle que una vez vi un hombre delgado como el aire agazapado en mi jardín; era tan antiguo que ya no era humano. Quise contarle que las flores me cantan la música que anuda en sus raíces y los sueños me cuentan cosas que han pasado o pasarán; quizás lo habría hecho sentir menos solo, a él que ve hombres cosechando estrellas en el jardín celeste. Pero aún no, me dije. Aún es este tiempo solitario, de enunciar el puente y no cruzarlo, de señalar la puerta y no abrirla. Una cultiva su propio jardín y ha de saber cuidar de él antes de abrir la verja para invitar a otros a contemplar
el misterio de los irises abriéndose en su perfume de intensidades violetas. Me dijo que había visto la luz y que iba hacia ella. Dijo luz o verdad o Dios. Luego me abrazó, deseando dormir y olvidar en la cama de otra persona. Yo también dije adiós. Siempre sé decir adiós: tanto estar yéndome, me ha enseñado a decir mis adioses como una japonesa que sirve el té en la ceremonia: gestos exactos, etéreo estar y no estar; el territorio insondable que no se ase ni se comprende, la gota dulce de silencio pegada al paladar con lo que no se dice. Dije adiós y comenzó la lluvia. Viajando bajo la espesura del agua, pensé en la semilla que habíamos plantado en la noche: a su tiempo germinará, pensé, y deseé que escampe y entonces lloré abiertamete, aspirando el perfume del alba, sabiendo que lloraba a mi abuela, a mi jardín de iris violetas y al futuro por venir, suspendido en el aire como una fruta demorada.