La fruta demorada El dijo - había tanta violencia; durante años, violencia. Miraba la noche, la noche cargada de estrellas pálidas y decía que una vez mirando al cielo, vio a un hombre con su carro, recogiendo estrellas, guardándolas; una siega de luz. Los otros con él miraron el cielo y no vieron nada. Pensé y dije: sé de violencia. Pensé y no dije: nací en la violencia, nací violentada, crecí en la violencia;: me dieron violencia a beber con la leche del desayuno, a comer con el pan de la merienda. Sus rastros, marcas en mí, claros como las estrellas pálidas en la noche. Estas marcas, mi parte animal alerta, dispuesta a desatar su tormenta - porque todo siempre ha sido guerra incesante – a veces silenciosa, a veces no. Esta guerra es rumor constante que ya desde lejos hace eco en los huesos, como el agua bajo la tierra. Es rumor que promete dolor y la exacerbación de los músculos y la sangre galopando para sobrevivir. Porque
en esa tormenta desatada, una recuerda que desea vivir y pelea por cada bocanada de regreso a la trinchera, cualquier trinchera que sea refugio y resistencia. Lo pensé, lo recordé. Brevemente. Mi padre golpeando a mi madre embarazada. Mi abuela obligada a casarse con su violador. Mi hábito de muchos años de caminar con un objeto punzante en el bolsillo – porque es mejor acechar a ser acechada. Las memorias agolpándose como pájaros chocando contra las ventanas. Pero, boca arriba en la noche, sólo repetí: - sé de violencia. Y escuché el aleteo de los pájaros contra los cristales y no lloré. Los dos quietos acostados en el césped, de cara al cielo, cerca y lejos – tan cerca como se puede estar en el decir íntimo que se comparte, tan lejos como lo piden dos cuerpos que saben que no se tocan- mirábamos girar el mundo. Antes de eso, él había estado en brazos de alguien, buscando no sé qué consuelo. Las
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