Corazón de ciervo

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Dara Scully 2012-2015 bosqueabedules.blogspot.com


Había en la casa una habitación para las bestias. Para la caza del padre, que tiempo atrás había disfrutado abrillantando su fusil, las botas ahora abandonadas a su suerte. Era un cuarto hecho a la medida de Leonora. Un sepulcro de animales silenciosos, frágiles, retenidos para siempre en una extraña rigidez, una ausencia de la vida que asolaba sus miradas. Leonora disfrutaba acariciándolos. Palpaba aquella carne desecada, inerte, las pieles y las plumas de las aves, y algo se erizaba en su memoria. De niña los había bautizado. Se había confesado ante la sólida presencia del zorro y de los cuervos, hincadas las rodillas en el suelo. Ahora las criaturas la observaban. Entregadas al polvo y a la luz, se sostenían solas, alimentándose del tiempo transcurrido, del paso inevitable de los años.

Corazón de ciervo es un adiós a mis infancias.


***


Yo era una criatura temerosa.



A veces me dormía en los jardines o en las calles, a veces como el animal me encontraban en la plaza. Entonces me decían niña mala, niña sucia que pierde los zapatos. De dónde sales deslucida, de dónde vienes que te sacudes como los perros. Y yo pensaba, de dónde salgo, por qué me escapo de la casa. Por qué no dejo que me peinen los cabellos.


Yo era en el hogar menos que nada, una piedra, una sombra en el silencio de la casa. No lloraba. Se decían esta niña que no llora, esta niña fea que proviene de los otros, esta huérfana. Lo decían las muchachas, las chiquillas vestidas para la calle, con el negro reluciente del zapato abrillantado. Lo decían las mayores, las que se habían quedado y eran con el paso de los años parte del pasillo y las paredes, parte de la casa grande donde dormíamos las niñas temerosas. Me decían, por qué callas. Por qué cuando te hieren o hace frío no lloras como las otras. Y yo notaba el cuerpo diminuto, notaba la fuerza de la sombra que tiraba y me encogía. Por qué no lloro, preguntaba. Por qué si soy la piedra soy el perro que se ata y se amordaza por las noches. Por qué no lloro esta desdicha indecorosa.


Fregábamos arrodilladas los largos pasillos de la casa. Reíamos como jaurías de locos animales, como el niño que no teme pues no sabe. El cubo se volcaba y luego el duelo por la herida. El golpe en la mejilla el eres mala. Lavábamos el cuerpo de las pequeñas en el patio. A veces se reían, a veces las cosquillas llevaban al desastre. Después llegaba el ruego, no me pegues no me dañes. Después llegaba el llanto en la camita y el olor te confortaba.


Sólo sé del cuerpo apenas revelado. Por eso hablo, por eso digo las niñas son de esta o esta forma, las niñas llevan faldas para esconderse, para esconder lo que los hombres miran quieren pero no se atreven porque qué dirían si supieran. No conozco más que el cuerpo y sin embargo del mío no sé nada. De mí sólo la carne y la piel que se deshace, la piel roja en la mejilla y en los codos, piel de niña que no crece que no sana. Porque yo era una manzana. En lo sano y el deseo. Yo era la manzana y vino el hombre que mordía vino y dijo yo te quiero yo me atrevo ven que te sacudo entre mis brazos. Y yo que no sé nada, que solo el cuerpo de las otras dije sí y así sus brazos, así su boca fue la mía y luego sólo quedó el llanto en la garganta.


Sobre tu vena azul me duermo.



Es una criatura bellísima. Un muchacho rubio, dócil, prendido del pezón oscuro de la bestia. Mírenlo, ahí tendido entre las patas, miren cómo se parece a los terneros. Tiene el espinazo al descubierto. La piel es blanca, suave, el vello se le eriza levemente. Pronto será un objeto de deseo. La madre lo señalará, le peinará el cabello con los dedos. Posará el rostro sobre su vientre. También el padre deseará a este niño que descansa oculto de la vista. Deseará el cuerpo, las manos, los dedos delgados que se aferran a las ubres. El niño todavía no lo sabe. Desconoce el deseo que despierta, la belleza, desconoce la franqueza de la mirada. De los ojos grises. Los mismos ojos grises de la hermana.


Es un niño todavía, doce, trece años a lo sumo. La piel es tibia, lisa como el pétalo de la rosa. Tiembla cuando lo acarician. No prueba bocado. Escucha el sonido de la lluvia que se filtra, espera, sabe que ella lo mira y lo desea. Le tiende la jarrita y él no bebe, él se niega, este niño rosa apenas florecido. Beba usted, a usted le hace más falta. Y bien lo sabe ella, de qué modo el alimento le hace falta, pero no puede, ya no, ya no hay nada que la sacie pues nada que no sea el niño puede llenarla. Así que ambos miran la jarrita y luego callan, suena un trueno y se hallan desarmados, vencidos por el tiempo que transcurre de otro modo en esa casa. Él bosteza y se levanta. Es de una belleza extraordinaria, diríase salida de otro mundo, de otra tierra joven y salvaje. Él desconoce su belleza, la busca en los espejos, se asombra cuando le dicen que le cubre por entero. Ella atiende a esta belleza, le atrae de un modo loco y temeroso. No sabe si acercarse, no sabe si rozarle o alcanzarle por la espalda, y mira la jarrita de la leche y luego el pato, la salsa que se enfría en la salsera. Le anima al fin al sueño en la otra sala. Él la mira y se sonroja, apenas un rubor en la mejilla que da calor al rostro entero. Le dice que le asusta la tormenta, que no podrá dormir si ella no se queda. Le ruega que le hable mientras duerme, así como hace algunas tardes, cuando ella lo cree dormido y alejado. Y ella que sonríe dice sí y lo acompaña, dice claro niño mío y lo acaricia, roza el rostro con la mano temblorosa.


Respira como si durmiera, levemente, regular como el sonido de las olas en la bahía. Los ojos claros se abren, parpadean, mira ahora a la mujer que le acompaña. Tiende la mano y se sonroja, le habla, ella entiende el sueño que le cuenta, entiende las palabras que nacen de su boca como palomas blancas. Ella es sabia como pocas, guarda para sí la sabiduría de los años. Le dice que una vez soñó lo mismo y tuvo miedo, que lloró hasta que la luz alcanzó las calles de esta ciudad en la que habitan. Le dice algunas cosas, calla, él sonríe un poco y se levanta. Ahora ella duerme. Es vieja pero hermosa. El niño sigue sonriendo, ríe un poco como los lobos, aúlla. Ella ríe a su vez, rejuvenece. Le acaricia el rostro, este rostro suyo enflaquecido, y le dice que hará pan dulce para la cena. Que no tema, pide ella, pues allá en lo alto de la ciudad nada puede pasarle.


***


Yo te sanaré, decía, y ponía sobre mí sus manos blancas.



No era en modo alguno como las otras. Tenía la belleza, los largos cabellos dorados, las manos veteadas del azul más asombroso. Tenía como ellas la luz en la mirada, cierta luz perdida por los hombres hace tiempo y solo reencontrada por medio de su cuerpo, de su amor salido de otro mundo. Otras tantas cosas la hacían semejante a las muchachas, ciertas cosas pequeñas o no tanto, pero la suya era otra pasta por entero. Y así lo comprendían los jóvenes del pueblo, así lo sabía él que la quería. Que tú eres diferente, le decía, que tú niña valiente te meces como los juncos y no como las hembras.


I Cazaban animales en el bosque. Menudos como eran, usaban la sabiduría de sus años para cazarlos. Se mecían en las lindes, acechaban, aprendían el sonido del cautivo y lo imitaban. Esperaban pacientes a que cayeran en las redes. Trenzaban largos hilos de seda o de cabellos, se hacían heridas en los dedos. Algunos se cansaban y corrían a los pueblos, pedían a las madres pan o confituras y volvían limpios y saciados, olvidando aquello que con tanto tiento habían preparado. Otros se quedaban y dormían al amparo de la noche. Entonces algo se agitaba, un grito sacudía las hojas de los árboles. El ciervo era la presa más querida, el ciervo con sus ojos de muchacha, con su hocico tierno que acaricia. Caía en la trampa y se enredaba, se quebraba el espinazo o aquellas patas largas que los niños admiraban, y el mayor lo remataba con la escopeta del padre. Llegaba luego el festín de los pequeños. Se hacían con la piel y se cubrían, volvían a dormirse, era el manto de la noche parte de sus sueños. Oían el latido de la presa abandonada, a los mayores que reían y jugaban, y se sabían seguros al amparo de las sombras.


II A veces se llevaban a las niñas que callaban. Mudas como eran, dejaban que los niños hicieran hilos con sus vestidos más preciados y así los ayudaban en la caza. Avistaban a las fieras y corrían por los campos, se hacían signos en las manos que solo los mayores entendían. Se decía que las niñas invocaban a la sangre, que su sola presencia guiaba al animal hasta la trampa. Por eso las llevaban los mayores, por eso y el deseo que inspiraban. Sabían que los cuerpos se templaban por las noches, que el abrazo era ligero entre los árboles. Sabían que las niñas que callaban eran cálidas como la piel del ciervo que cubría a los pequeños.


Se entregó sin resistencia a la tierra húmeda. Entregó el cuerpo envuelto en un sudario, la piel blanca hilada con premura sobre la carne, sobre el rostro extraordinario de muchacha. En su pecho se extendía una mancha azul. Un quiebro en el vuelo del ave, un augurio. Yo había leído la condena en su mirada. Había olido la llegada de la sangre. La niña se dejó caer como una hoja, lentamente, pronto fue arrullada por el viento. Su sexo se intuía entre los muslos. Su sexo, una grieta temblorosa, pálida, cubierta ahora por el río del invierno.


***



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