Los niños celestes - Primeras páginas

Page 1


Los niĂąos celestes Dara Scully 2015 Primer y segundo capĂ­tulo


CAPÍTULO 1. Llevaban luto por la madre. Los cuatro hermanos: la mayor, de quince años, y también los otros, los mellizos y el pequeño, el niño mudo y visionario. El negro devoraba sus semblantes. Los ojos claros, graves, fijos en el ataúd sencillo de madera. La mayor sostenía una cruz entre las manos. El objeto le marcaba la carne, esbozando un cardenal que se extendía lentamente como un mal desconocido. Ella la apretaba con firmeza. Apretaba la cruz y susurraba, en su voz se acomodaba con paciencia la plegaria, el ruego, un sollozo inanimado. Los demás permanecían silenciosos. Rígidos, de pie junto al padre, envueltos en un luto sofocante. Fuera doblaban las campanas. El sonido descendía sin piedad sobre las casas, golpeaba con violencia cada rostro, las manos descubiertas, las capas. Entraron hombres y mujeres en la iglesia. Celebraban la partida del difunto, cada nueva marcha. Eran misericordiosos. Rezaron en voz alta por la madre sin saber siquiera su nombre. Besaron a las niñas en las mejillas. Lamentaban la orfandad de los hermanos igual que se dolían de otras tantas cosas, de la tacita que se rompe al resbalarse entre los dedos o de aquel paseo arruinado por la lluvia. Ellos no notaron su presencia. Quizás se dieron cuenta, en algún momento, del ruido de la sala, del llanto de las plañideras. Puede que vieran a trasluz cómo desde el altar alguien citaba las virtudes de la madre. Que era una santa, dijeron. Que había sido en otro tiempo una belleza. Los niños se negaban a escucharlos. Estaban lejos, pese a la cruz y la plegaria, se habían replegado como tantas otras veces. Sus ojos se entornaron. Estaban en el juego, o en el parque, corrían por el jardín tras uno de los hijos del maestro. Miraban embebidos el movimiento de una larva. Hacía el final, el párroco alzó una de sus manos sobre ellos. Los huérfanos de madre, pronunció, y tocó sus frentes descubiertas. Ada los vio cuando salieron. En fila, primero la mayor, la más alta, de una belleza hostil y turbadora. Los mellizos la seguían en silencio. Sus rostros parecidos, parejos, le resultaron extremadamente seductores. Se tocó su propio rostro con los dedos. Recorrió el arco limpio de su frente, los labios, palpó con lentitud los dientes descubiertos. Los niños se alejaban de su vista. Deseó gritar para llamarlos. Deseó nombrar a la mayor y que ella se volviera. Pero la vergüenza le anudaba la garganta. Qué habría pensado su madre, su propia madre, si hubiera perturbado la quietud de los hermanos. El duelo, el íntimo dolor infranqueable. Ella lo sabía todo sobre el duelo. Sobre la pérdida, extendida con cuidado sobre el piso, sobre las camas y los muebles, pulcra. Sabía de mortajas y ataúdes. Una vez había velado el cadáver de un hombre. Había limpiado el rostro envejecido, los pies, le había colocado las manos sobre el pecho. Tres días y tres noches veló la madre aquella carne abandonada a la miseria, tres días pidió silencio para el muerto. Su padre, le diría luego, sabría Ada con el tiempo. Por eso ahuyentó el deseo de llamarlos. Se conformó con contemplarlos en aquella lejanía, de pie junto al muro desnudo de la iglesia, envuelta en la tibieza de la tarde. La casa estaba fría cuando llegaron. Los suelos se habían escarchado; la loza, húmeda, colgaba inerte en la cocina. Una polilla grande descansaba en la cama de la muerta. Alguien había quitado las sábanas, seguramente la criada, el ama, o tal vez lo hiciera la enfermera: un último resquicio de eficiencia. Habían doblado con cuidado los vestidos. El peine, las sales, las enaguas, todo se acomodaba en su lugar preciso, inalterable. Leonora atravesó el dormitorio de su madre. Era tan alta como ella, a los quince años, y como ella tenía los cabellos negros, finos, la cierta rigidez de las novicias. Ahora buscaba entre las sombras. Palpó despacio las toallas, el cabecero de la cama, la cómoda; pronto se detuvo en el colchón de pluma. De allí sacó una vela blanca. Un cirio virgen que partió ante la mirada de los otros. –Que la cera selle vuestros labios – dijo, y los niños se lo llevaron a la boca.


CAPÍTULO 2. Tenían la belleza del enfermo. La palidez propia de los que mueren jóvenes, de los tuberculosos o los aquejados del corazón y de las fiebres. Habían heredado de la madre los cabellos, los ojos claros, cierta forma de moverse como salida de otro mundo. Del padre tenían la seriedad de la mirada. Eran criaturas silenciosas, taciturnas; en la iglesia o en las calles las mujeres admiraban sus modales. Se sentaban a la mesa y comían con los ojos bajos, masticando lentamente el pato o las perdices, el pan blanco horneado por el ama. La madre había aplaudido su silencio. Antes de enfermar y consumirse en su cuartito, había acariciado largamente el rostro de sus hijos, celebrando la belleza y el decoro. También fueron decorosos en el luto. Los primeros días permanecieron en la casa, en la sólida quietud de sus alcobas, en la galería. Nunca más hablaron de la madre. Sellaron su habitación y colocaron una cruz junto a la puerta, la misma que Leonora había sostenido en su


plegaria. Sólo el pequeño la lloró, la primera noche. Después ya nadie mencionaría su existencia, el discurrir de su vestido por los cuartos, su mano blanca presurosa. Leonora se encargó de que así fuera. También el padre fue olvidado por los niños. El padre, aquella figura ausente, oculta ahora tras las puertas de su estudio. Los hermanos lo enterraron con la madre. Escarbaron con sus manos en la tierra y allí dejaron su cadáver, su cuerpo entumecido por el frío. Si se cruzaban por los pasillos miraban fijamente las paredes, los cuadros, sus rostros adquirían el relieve de la piedra. Decidieron entregarse a una orfandad definitiva. Leonora se ocuparía de cuidarlos. Así se lo dijo una mañana, después de haberse cortado los cabellos. Klara se tapó la boca con la mano. Señaló a su hermana y luego se tocó su propia trenza. Leonora sostenía la tijera entre los dedos. Apretaba la punta con el pulgar y luego la soltaba sin llegar a penetrar nunca la carne. Ya sólo se tenían los unos a los otros. Sólo les quedaba su reflejo, sus rostros parecidos, los juegos. ¿Es que acaso no querían sus hermanos entregarse? ¿No querían animales en la casa, pájaros, criaturas que volaran en círculos y se prendieran con violencia por las noches? –Pero tu pelo – dijo Klara, y Leonora le tendió indolente las tijeras. Ahora el cabello le caía dócil sobre los hombros. Se había liberado de la trenza, de aquella largura desmedida que las mujeres veneraban como un símbolo. No quería el cabello de la madre. No quería aquello que el hombre deseaba, una cola de caballo, una crin brillante y venenosa. Klara le pidió que fuera ella quien lo hiciera. Que cortara de un tajo su memoria. Después la enterrarían en el jardín, la quemarían, tal vez hilaran los cabellos para hacer telas de araña y atrapar en ellas al incauto. Al muchacho o a la niña, a la criatura rubia que a veces los miraba por las calles, deseosa de alcanzarlos en el juego. Ya no regresaron a la escuela. Hicieron llamar a una institutriz que les daría clase, primero a los pequeños y luego a Leonora, en el jardín o en la sala grande, dependiendo del tiempo y de su ánimo. Leonora consultaba antiguos mapas celestes. Trazaba líneas sobre su atlas o tomaba una manzana del frutero y la ocultaba tras una de las cómodas. En aquella época, los primeros días de su orfandad, de su abandono de los padres, Leonora regresó a una vieja costumbre que había heredado de una tía, o tal vez le era suya por entero. Invocaba a los muertos por las noches. No a la madre, pues ésta sin duda se hallaba fuera de su alcance, sino a hombres desconocidos, de rostro neutro, serio, que apenas alcanzaban a decir unas palabras antes de volver a su guarida. Por las mañanas, vestida ya de negro riguroso y sosteniendo su tacita entre los dedos, volvía a verlos reflejados en la loza, en los espejos, le hacían gestos vagos con la mano. Cuando se lo dijo a sus hermanos ellos se negaron a creerla. –Es otro de tus juegos – dijo Béla, y Leonora sonrió por primera vez tras la muerte de su madre. –Tal vez lo sea. O tal vez no – le contestó. Después dejó caer la taza, que se partió con suavidad en dos mitades, y abandonó la habitación sin recogerlas. Estos juegos se habían repetido a lo largo de los años. Leonora encendía una vela y la dejaba caer sobre la alfombra. Enterraba huesos de animales y ellos debían encontrarlos y ofrendárselos, triturados o cortados en fragmentos diminutos. Una vez posó sobre sus lenguas el pico de un jilguero y así aprendieron el lenguaje de las aves. Los muertos eran una prueba. Así se lo dijo Béla a su melliza, que se miraba desnuda en el espejo grande de su cuarto. Béla estaba tendido sobre la cama. Se había quitado los zapatos y observaba la quietud de Klara, su grupa delgada, la curvatura de sus nalgas descubiertas. –Es un juego – volvió a decir, mientras ella se peinaba los cabellos. –Claro que es un juego. Los muertos, los muertos. ¿A quién pretende que busquemos? ¿Quizás al gato? ¿Al pequeño pajarito de Misha, enterrado junto a la verja? O tal vez se trata de otra cosa. De esa muchacha, Ada, ya sabes.


Béla no contestó. Se había distraído con el vuelo de una mosca, un tábano, tal vez una libélula. De nuevo los insectos se adentraban en la casa. Había comenzado en el cuarto de la muerta, sobre su cama, y después los encontraron en la cocina, dentro del cazo de la leche o en la sopa. Leonora había decretado amnistía para ellos. Sólo estaba permitido capturar pequeños lepidópteros, mariposas o polillas que luego ella atravesaba con un alfiler de la costura. Klara se quitó una oruga del cabello. Sus senos habían crecido aquel verano y el vientre se le había hundido levemente sobre el sexo. Béla le había preguntado si aquello le dolía. Los senos, cremosos, y el vello negro de su pubis. Ella le dijo que atrozmente. Que era insoportable aquel dolor, el de crecer, y que por eso los vendaba cada noche. También le dolía la sangre. ¿Qué sangre?, preguntó Béla, pero Klara no quiso decírselo. Sí que se lo dijo a su hermana, tres años mayor, que besó su frente y luego puso flores bajo su cama. Para que no te duela, le dijo, y cada luna nueva, regularmente, Klara cortaba lirios del jardín y dormía sobre ellos. También Leonora vendaba su pecho desde los doce años. Desde que su madre, por primera vez, le había dicho que ya no era una niña. Entonces los mellizos jugaban en la casa y su padre cargaba a Misha entre los brazos. Ella tomó su mano blanca, pequeña, y besó la palma descubierta. –Estás creciendo, Leonora. Pronto serás una mujercita – y apretó la carne hasta marcarla.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.