Las hermanas

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las hermanas dara scully


Dara Scully marzo 2016 bosqueabedules.blogspot.com


las hermanas Las dos hermanas se tomaban de la mano. Daban largos paseos por el jardín, sosegadamente. Sus gestos eran ordenados. Parecían convalecer de una enfermedad apenas superada: sus mejillas, delgadas, estaban pálidas. Tenían los labios azules de los ahogados. Ellas, sin embargo, parecían ignorar esta debilidad aparente. El tiempo había cambiado, se intuía ya un augurio de la primavera. Los rosales comenzaban a florecer. Pequeñas flores blancas se extendían como un reguero junto al sendero. Las dos hermanas se cuidaban de pisarlas. Caminaban con una exactitud matemática: sus pies, pequeños, calzados con botines negros, se acomodaban a la gravilla sin aspavientos. No había ruidos que alteraran la quietud del parque. Del jardín, cuidado con primor por manos ajenas. Un observador habría podido señalar a las hermanas como animales maduros, hermosos. Eran delgadas como lo son las bailarinas o las muchachas que nadan en los ríos. Tenían aún cierta belleza tierna, cierta juventud. Pero no eran jóvenes. Tampoco realmente maduras; estaban en la edad incierta, los treinta años, tal vez más, tal vez casi cuarenta, habría dicho alguien poco atento. Ellas desconocían su propia edad. Nunca se miraban en los espejos, no lo necesitaban. La otra le daba la réplica: las hermanas, idénticas desde su nacimiento, habían avanzado siempre una junto a la otra. Sus frentes altas eran parejas. Sus labios se alcanzaban en la noche. La enfermedad, por ahora innombrable, las había azotado a las dos al mismo tiempo. El doctor había dicho: reposo absoluto. La muerte acecha. La muerte, un paseante tranquilo. Ellas pidieron que se tocara el piano ininterrumpidamente. Si tenían que morir, que al menos sonara la música. Pero la enfermedad pasó por ellas como el invierno. Dejó el cansancio, los labios azules, las mejillas pálidas. Dejó una tos que las quebraba en la mañana. Pero la muerte habría de esperarlas más adelante. Las dos hermanas habían comprendido. Salieron de la casa, que abría sus puertas a la primavera, y pasearon largamente entre los magnolios.


El hombre había tocado para ellas. Tocó a Schubert porque le recordaba a su padre. Ellas escuchaban desde el cuarto. A veces se acercaban a la sala y prendían velas que iluminaban sus cabellos sueltos, sus rostros. Tenían los ojos velados. La mirada fija de los difuntos. ¿Podían verle siquiera? El hombre se lo preguntaba. Las dos hermanas eran atentas, confiadas. Habían confiado en él sin conocerle. Tenemos un piano, dijeron. Un piano hermoso, de madera noble, una reliquia. Las hermanas habían tocado de niñas. Siempre cuatro manos, veinte dedos delicadísimos sobre las teclas. Después una lesión las alejó de la música. Ya sólo podían escucharla, entregarse a ella a través de los otros. Contrataron al hombre para que tocara cada tarde. Piezas pequeñas, nocturnos que sonaban como sumergidos, alejados. No querían saber, sólo deseaban la música. Nunca hablaron con él de algo que no fuera aquel piano. Le daban instrucciones que él seguía con obediencia. Durante la enfermedad, las instrucciones se volvieron confusas, contradictorias. Deseaban la violencia de las notas bajas. Que él tocara lo que quisiera, dijeron una vez. Y él tocó a Schubert, porque le recordaba a su padre y a él mismo algunas veces, algunas noches invernales. Alguien dijo: tal vez la locura. La locura de las hermanas, que habían perdido a los padres tiempo atrás. Eran mujeres silenciosas. En la casa, los muebles estaban cubiertos. Tomaban el té en una mesita pequeña. Sólo el piano, aquel instrumento heredado, robusto, adquiría protagonismo en el interior. El hombre las visitaba con una regularidad inalterable. Cada tarde, a las cuatro en punto, atravesaba el jardín y contemplaba los magnolios, los pequeños brotes de las azucenas. Se sentaba ante el piano sin vacilación. Alguien diría más tarde: fue sin duda la locura. Pero él sólo conocía las notas. Las hermanas se sentaban en la sala: las sillas eran altas, majestuosas. Sus manos reposaban sobre el regazo en una suerte de contenida animación. Habrían parecido muertas, de no parpadear; tal era su quietud, su éxtasis en la música. Toca usted como un hombre sabio, dijeron. Conoce la sensibilidad. ¿Dónde


la había aprendido? El hombre había tenido un maestro. Un músico conocido, tal vez. Pero ellas no exigían la respuesta. No exigían nada, las hermanas, excepto la música de cuatro a seis, y luego la quietud en la cena, el plato frugal, las manzanas. Pelaban la fruta con un cuchillo pequeño. A veces, un corte delicado, mínimo, y la sangre se deslizaba por la carne. Las heridas se lamían con deleite. Una frente a la otra, se cortaban y comían, sus dientes trituraban la piel, la pulpa dura de la fruta. Luego, el sueño. Un sueño de una opacidad monstruosa, impenetrable. Una densidad de la noche que se extendía más allá de los cuerpos, de las camas gemelas, de los cuartos. En el jardín, los árboles se sacudían, alzaban sus ramas anhelantes. La noche devoraba la casa con una fiebre sorda y sostenida. Las flores, debilitadas, morían irremediablemente. Una tarde, las hermanas le pidieron al hombre que las acompañara. El jardín estaba preñado de luz. Deseaban mostrarle la belleza, la exhuberancia. Usted comprenderá, dijeron. Él era un amante dedicado. Cuando tocaba, sus dedos eran acariciadores, sutiles. Comprendería sin duda los aromas, el peso de las flores, su volumen. Ellas sentían cierto orgullo del jardín. Habían seleccionado cuidadosamente cada planta; estaban presentes durante la poda de los árboles, atendían a las enfermedades que a veces paralizaban el crecimiento. El hombre admiró los senderos sinuosos. Sus pies eran ingrávidos; imitaba con exactitud el paso leve de las hermanas. Ellas lo celebraron. Celebraron que él admirara su jardín, que hablara de los narcisos y las calas. ¿Sabe usted algo sobre flores? Le preguntaron. Sabía ciertas cosas. Su padre había sido jardinero. En una casa grande, dijo, señorial. Una casa que en nada se parecía a la que habitaban las hermanas. En ella la noche nunca se manifestaba. Había niños alegres y una muchacha de hermosos cabellos negros. Una criatura que aún ahora, años después, se le aparecía algunas veces, durante el sueño o en la vigilia, en la mañana temprana, aún sumida en su quietud perezosa. No habló de esta muchacha a las hermanas. Por alguna razón, ellas se habrían sentido molestas. La carnalidad –del cabello,


de los labios abiertos, rosas – de la muchacha, presente en su propio nombre, en la misma designación de su persona, habría alterado aquella calma neutra. Pero él la recordó durante el paseo. Recordó que atravesaba las rosaledas descalza, vestida de blanco, ausente. Recordó cómo una vez la muchacha se había tendido junto a las flores y había descansado largo rato. Su cabello era un animal vivo. En el cuello, níveo, le palpitaba una vena pequeña, un rumor de bosque. Las hermanas contemplaron aquella exaltación de los ojos, la viveza del recuerdo en el semblante del hombre. Sabían, sabían que él se había alejado de ellas durante el paseo. ¿Supieron también de la muchacha? ¿La vieron acaso, tendida sobre la hierba, desnuda, valiente? El piano seguía sonando. En abril, las hermanas llevaron flores a la casa. Una incitación a la vida en los jarrones. Se abrieron las ventanas, que dejaron penetrar la luz, el aroma cálido de las magnolias. El doctor había dicho: el aire os restablecerá. La convalecencia se prolongaba, estirando sus tentáculos amenazantes. Las hermanas vivían en un cansancio sostenido: sus labios seguían azules, trémulos. Pero ellas alentaban la supervivencia. Se sostenían sobre la música como acróbatas, su ligereza era a veces sorprendente, hermosa. El hombre creyó ver una cierta transformación de la mirada. De los ojos azules, oscuros, de las hermanas. La opacidad se diluía, dejaba penetrar la luz. ¿Las vio alguna vez como mujeres? No habría sabido decirlo. Sus vestidos eran rígidos, herméticos. Llevaban cuellos altos, negros, que abotonaban cuidadosamente hasta la barbilla. El hombre recordaba los cuellos rígidos de su madre. Su castidad, manifestada hasta el instante mismo de su muerte. Las hermanas eran seres asexuados. Vírgenes que paseaban por el jardín. Si existió en ellas el deseo, este había sido extirpado con precisión quirúrgica. Sólo quedaba espacio para la música. Para las notas altas, que aleteaban en el fondo de sus ojos. ¿Sabían tocar, las hermanas? Se lo preguntó una tarde, poco antes de marcharse. Ellas dijeron que sabían. Que habían tocado de niñas, a cuatro manos. No mencionaron


la lesión. La mano de una de ellas, siempre fría, inanimada. El hombre las observó minuciosamente. No sabía nada de ellas, nada más allá de los nombres, también gemelos, sonoros. Se preguntó si alguna vez habrían fingido ante los padres, o en el colegio. Si habrían intercambiado sus nombres. Tal vez lo hicieran con él o ante sí mismas. Los cabellos eran negros, pulcros. Estaban recogidos sobre la nuca, pasados de moda y sin embargo hermosos, alentadores. Uno deseaba acariciarlos. Tocar las sienes, los pensamientos velados de las hermanas. Abrir sus cráneos y penetrarlos. A diferencia de la muchacha de su sueño, las hermanas permanecían cerradas al mundo, se sostenían solas. No necesitaban nada del exterior. Sólo a él, se dijo, y ni siquiera eso. Cualquier otro podría haber tocado para ellas. Cualquiera que entendiera la música. ¿Pero había alguien que la entendiera como ellos? Su propia casa empezaba a resultarle pequeña, opresora. Pasaba largas horas paseando, anhelando ese instante, las cuatro en punto, en que regresaría al jardín y a las hermanas. Allí le esperaba el piano. Mudo y expectante, siempre en el mismo sitio, en el centro exacto de la sala. Las dos sillas se habían acercado. Ahora las hermanas respiraban cerca; habrían podido tocarle, rozarle con sus dedos muertos, blancos. Sus ojos permanecían abiertos durante la música. Él tocaba para ellas, alejado de sí mismo de manera brutal, como poseído. Sus manos ya no le pertenecían. En el éxtasis de la música, eran ellas quienes guiaban sus dedos. Un observador habría dicho: es el inicio de la locura. La noche, siempre presente, ha penetrado en la casa. Pero él seguía tocando. Cada día, tocaba y ellas se acercaban, sus rodillas tocaban ya el piano, lo comprimían. Entonces, una tarde, ellas pronunciaron el nombre de la muchacha. Como un canto, sus labios pronunciaron las sílabas, meticulosamente. Él no dejó de tocar. Siguió tocando largo rato, incluso después de que ellas se levantaran. La cena estaba servida. El nombre se había disuelto en la música, en aquel Schubert que le recordaba a su padre y a él mismo algunas veces. Quédese, nuestra cocinera es exce-


lente, le dijeron. Quédese y coma con nosotras. Él no habría podido rebelarse. Las hermanas deseaban la compañía del hombre, la exigían. Quédese o le devoraremos, parecían decir sus manos delgadas, sus ojos ahora pardos, transfigurados. El hombre se quedó. Se sentó en la cabecera de la mesa y rezó con ellas una plegaria pequeña, inconsistente. Si alguna vez creyó en Dios, había dejado de hacerlo. Ya sólo podía creer en esa noche. Había amado a aquella muchacha. En sus años de juventud, la había contemplado con adoración. Nadie había anticipado las fiebres. Era una muchacha fuerte, indecorosamente sana. Tenía el cabello vivo de los caballos, su mismo trote ligero. Él la observaba con precisión. Conocía cada leve movimiento, su aliento cálido, diurno. En la casa, aquella otra casa señorial, la muchacha era a veces censurada. También las hermanas la habrían censurado, de haberla conocido. El cabello salvaje, los pies desnudos, pequeños. Aquel hermoso movimiento de los brazos. La muchacha enfermó repentinamente; él, aún joven, todavía niño, la lloró durante meses. Dejó de comer y de tocar; el padre pensó que tal vez lo perdería. Pero también él era un muchacho salvaje. Sanó y pronto emprendió un viaje, atravesó Europa, conoció cada pequeño mar, el océano. Las hermanas nunca habían contemplado el mar. Sus cuerpos no estaban hechos para el baño; los brazos, delgados, no habrían podido sostenerlas. Mientras comían, sus gestos se debilitaban. ¿Por qué pensaba ahora en la muchacha? Ellas habían pronunciado su nombre. Había una exactitud aterradora en cada sílaba. Tal vez, pensó, había sido el nombre de su madre, o de otra hermana. ¿Habían conocido a la muchacha? Ahora tendría su edad, si es que las hermanas tenían alguna. Habrían podido cruzarse por la calle, saludarse educadamente; la cabeza, inclinada, oculta los pensamientos. Pero las hermanas no habían vuelto a mencionarlo. Una sola vez, durante la música. Como un golpe sordo e indoloro. Sólo ahora le dolía, de nuevo sereno, mientras pelaba su manzana. Sólo ahora comprendía la magnitud de aquella cena.


Una de las hermanas dejó caer el cuchillo. La sangre, de una viveza desconocida, manchaba el mantel, su plato. Nadie se movió. Permanecieron quietos, como suspendidos, dolientes. El corte era profundo. La mano, inútil, había caído sobre la mesa. De la sala brotaba ahora la música: alguien tocaba el piano. ¿Tal vez un sirviente? Pero la casa estaba desierta. Las hermanas permanecían en su lugar, contemplaban la blancura del mantel, su perfección. El hombre sacó su pañuelo. Ella debía extender el brazo, tenderle aquella mano herida; él, solícito, la vendería. Pero no deseaba tocarla. Repentinamente, aquella mano se le aparecía como un animal hostil, venenoso. Me morderá si la sostengo, se dijo. Me clavará sus dientes afilados. Las hermanas estaban despiertas. Había en ellas una expectación amenazante, infantil. Su convalecencia había concluido. El hombre comprendió entonces que no le dejarían marchar; tocará para nosotras, dijeron, tocará ininterrumpidamente. En el jardín, la noche había caído hacía largo rato. Las flores agonizaban con lentitud. Una muchacha, riente, las atravesaba por última vez: huía. Ellas pronunciaron su nombre. El nombre de la traición, desmenuzado. Ariana.



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