Revista de Estudios Sociales No 34

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Presentación María del Rosario Acosta Laura Quintana

9-11

34

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Dossier Desterrando formas poéticas en la República de Platón • Sergio Ariza–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

13-23 Bogotá - Colombia

La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano • Ana María Amaya-Villarreal–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

33-45

Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo • Javier Domínguez Hernández–Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.

46-58

“Todos son genios”. La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt • Carlos A. Ramírez–Universidad de Heidelberg, Alemania.

59-71

Los peligros de la estética en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” • María Mercedes Andrade–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

72-80

Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adorno • Mario Alejandro Molano Vega–Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia.

81-90

De la estetización de la política a la política de la estética • Diego Paredes–Universidad del Rosario, Universidad Autónoma de Colombia y Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

91-98

Arte y política como interpretación • Luis Eduardo Gama–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

99-111

ISSN 0123-885X

Presentación

María del Rosario Acosta Laura Quintana

Dossier

Sergio Ariza Francesca Menegoni Ana María Amaya-Villarreal Javier Domínguez Hernández Carlos A. Ramírez María Mercedes Andrade Mario Alejandro Molano Vega Diego Paredes Luis Eduardo Gama

Otras Voces

Otras Voces

Ángela Uribe Botero Diego Cagüeñas Rozo 113-122

Las distancias del creer: secularización, idolatría y el pensamiento del otro • Diego Cagüeñas Rozo–The New School for Social Research, Nueva York, Estados Unidos.

123-134

Documento 136-145

Documento Marta Traba Bogotá - Colombia

¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes • Ángela Uribe Botero–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

La cultura de la resistencia. Marta Traba. 1973

diciembre de 2009

http://res.uniandes.edu.co

ISSN 0123-885X

24-32 diciembre 2009

Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant • Francesca Menegoni–Universidad de Padua, Italia.

Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

Lecturas

Juanita Maldonado C. Fernando Zalamea Ana María Amaya-Villarreal

Lecturas María del Rosario Acosta. 2008. La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller • Juanita Maldonado C.–Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.

147-149

María del Rosario Acosta (Ed.). 2008. Friedrich Schiller: estética y libertad • Fernando Zalamea–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

150-152

Laura Quintana. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant • Ana María Amaya-Villarreal–Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

153-157 Pp.1-176 $15.000 pesos (Colombia)

Estética y Política I


Revista34 de Estudios Sociales Bogotá - Colombia

Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

diciembre 2009

ISSN 0123-885X

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Revista34 de Estudios Sociales Bogotá - Colombia

Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social

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diciembre 2009

ISSN 0123-885X

La Revista de Estudios Sociales (RES) es una publicación cuatrimestral creada en 1998 por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes y la Fundación Social. Su objetivo es contribuir a la difusión de las investigaciones, los análisis y las opiniones que sobre los problemas sociales elabore la comunidad académica nacional e internacional, además de otros sectores de la sociedad que merecen ser conocidos por la opinión pública. De esta manera, la Revista busca ampliar el campo del conocimiento en materias que contribuyen a entender mejor nuestra realidad más inmediata y a mejorar las condiciones de vida de la población. La estructura de la Revista contempla seis secciones, a saber: La Presentación contextualiza y da forma al respectivo número, además de destacar aspectos particulares que merecen la atención de los lectores. El Dossier integra un conjunto de versiones sobre un problema o tema específico en un contexto general, al presentar avances o resultados de investigaciones científicas sobre la base de una perspectiva crítica y analítica. También incluye textos que incorporan investigaciones en las que se muestran el desarrollo y las nuevas tendencias en un área específica del conocimiento. Otras Voces se diferencia del Dossier en que incluye textos que presentan investigaciones o reflexiones que tratan problemas o temas distintos. El Debate responde a escritos de las secciones anteriores mediante entrevistas de conocedores de un tema particular o documentos representativos del tema en discusión. Documentos difunde una o más reflexiones, por lo general de autoridades en la materia, sobre temas de interés social. Lecturas muestra adelantos y reseñas bibliográficas en el campo de las Ciencias Sociales. La estructura de la Revista responde a una política editorial que busca hacer énfasis en ciertos aspectos, entre los cuales cabe destacar los siguientes: proporcionar un espacio disponible para diferentes discursos sobre teoría, investigación, coyuntura e información bibliográfica; facilitar el intercambio de información sobre las Ciencias Sociales con buena parte de los países de la región latinoamericana; difundir la Revista entre diversos públicos y no sólo entre los académicos; incorporar diversos lenguajes, como el ensayo, el relato, el informe y el debate, para que el conocimiento sea de utilidad social; finalmente, mostrar una noción flexible del concepto de investigación social, con el fin de dar cabida a expresiones ajenas al campo específico de las Ciencias Sociales.


María del Rosario Acosta - Laura Quintana

Presentación

Presentación María del Rosario Acosta* Laura Quintana**

L

a discusión acerca de las posibles relaciones entre estética y política suele ubicarse, o bien en medio de las reflexiones que rodearon el fenómeno del fascismo durante y después de la Segunda Guerra Mundial, o bien, de manera más amplia, en relación con los planteamientos que se ocupan de los problemas y preguntas que alimentaron el pensamiento moderno. Así, es conocida la afirmación de Walter Benjamin acerca del fascismo como una forma de “estetización de la política”, y con ello, su advertencia acerca de los peligros latentes en cierta penetración de lo político por lo estético, o, más exactamente, acerca de los riesgos de pensar lo político desde criterios estéticos. Esto trae consigo, además, dos reacciones conocidas en el debate contemporáneo: por un lado, la necesidad de repensar la relación entre arte, estética y política, con el fin de rescatar allí vínculos positivos entre ambos ámbitos –vínculos que, en lugar de señalar riesgos, sacan a la luz posibilidades emancipadoras, críticas o transformativas–; por otro lado, aparece la tendencia a insistir en la conveniente separación entre estas dos esferas, enfatizando con ello su carácter desvinculado. Es justamente en esta desvinculación en la que en principio suele moverse el pensamiento moderno. La estética, entendida en el siglo XVIII como reflexión filosófica autónoma, insiste inicialmente en separarse y en deslindar el arte de otros modos de consideración del mundo, incluido el de la praxis ética y política. La mirada estética acoge entonces el mundo deteniéndose en su mero aparecer, lo que le permite atender a lo particular, lo contingente y lo múltiple de la experiencia, sin subordinarlo a ningún fin, a ningún interés. Sin embargo, paradójicamente, es desde este reconocimiento de su autonomía que el arte y la mirada estética se mostrarán como ética y políticamente significativos. En ellos, en efecto, encontrarán lugar expresiones y perspectivas relegadas por los modos de consideración teórico y técnico

* Doctorado en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia; Filósofa, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Trabaja temas relacionados con estética, filosofía moderna (especialmente Idealismo y romanticismo alemanes) y filosofía política moderna y contemporánea. Entre sus publicaciones más recientes está su libro La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; las compilaciones Paul Klee: fragmentos de mundo (coedición y traducción con Laura Quintana). Bogotá: Universidad de los Andes, 2009; Friedrich Schiller: estética y libertad. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; La nostalgia de lo absoluto: pensar a Hegel hoy (coedición con Jorge Aurelio Díaz). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; y la traducción y edición del libro de John Sallis La mirada de las cosas: el arte como provocación. Bogotá: Universidad de los Andes, 2008. Entre sus artículos más recientes están From Eumenides to Antigone. Developing Hegel’s Notion of Recognition. Philosophy Today 34, 190-200, 2009; The secret that is the work of art: Heidegger’s Lectures on Schiller. Research in Phenomenology 39, No. 1: 152-163, 2009, y ¿Una superación estética del deber? La crítica de Schiller a Kant. Episteme N.S. 28, 1-24, diciembre 2008. Actualmente se desempeña como profesora asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: maacosta@uniandes.edu.co. ** Doctorado en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia; Filósofa, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Trabaja temas relacionados con estética moderna y contemporánea, Nietzsche y filosofía política contemporánea. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Paul Klee: fragmentos de mundo (coedición y traducción con María del Rosario Acosta), Bogotá: Universidad de los Andes, 2009; Vida y política en el pensamiento de Hannah Arendt.Revista de Ciencia Política 29, No 1: 185-200 2009; Comunidad y alteridad en Hannah Arendt. En Amistad y alteridad. Homenaje a Carlos. B. Gutiérrez, comps. Margarita Cepeda y Rodolfo Arango, 293-298. Bogotá: Universidad de los Andes, 2009; Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008; De la unanimidad sentimental a la interacción discursiva: una relectura de Sobre la norma del gusto de David Hume. En Estética, fenomenología y hermenéutica. I Congreso colombiano de Filosofía, Memorias, Vol. I, eds. Juan José Botero, Carlos Eduardo Sanabria y Álvaro Corral. Bogotá: Universidad Jorge Tadeo Lozano, 2008. Actualmente se desempeña como profesora asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: lquintan@uniandes.edu.co. 9


Revista de Estudios Sociales No. 34 rev.estud.soc. diciembre de 2009: Pp. 176. ISSN 0123-885X Bogotá, Pp.9-11.

característicos del pensamiento ilustrado, que habrían terminado reflejándose, a la vez, en una consideración de lo político desde una racionalidad exclusivamente instrumental. En la estética, la modernidad hace conscientes sus limitaciones y busca acoger nuevamente dimensiones que habían sido dominadas o subordinadas por un pensamiento objetivante. De esta manera, reformula sus relaciones con lo político: no como un mero medio o instrumento de la política, sino como un espacio que, gracias a su independencia y desvinculación, puede distanciarse críticamente de lo existente. Pero esta distancia, que por un lado le permitirá mostrar otros modos de consideración del mundo y de los otros, también podría revelar una limitación. Desde cierta comprensión de su autonomía, el mundo del arte y de la estética puede terminar erigiéndose en un mundo paralelo, ilusorio o compensatorio que, en su distancia, no puede incidir en la realidad y queda condenado a separarse del mundo efectivo de la praxis, ofreciendo una “reconciliación” que termina esquivando, simplificando o renunciando a transformar lo dado. Si bien estas dos vertientes son las dominantes en el debate actual entre la estética y la política, esto no significa que la discusión quede con ello enteramente recogida. Ésta no sólo puede rastrearse hacia atrás en la historia del pensamiento, teniendo en cuenta, por ejemplo, las preguntas que ya la filosofía griega se hacía con respecto al significado político del arte; sino que puede abordarse también desde otras disciplinas y puntos de vista, incluyendo –como se verá en este número– miradas desde la literatura, la antropología, el arte y la ciencia política, entre otras. Incluso, más allá de la discusión acerca de la estetización de la política y de sus consecuencias o posibles salidas, hay además toda una vertiente mucho más contemporánea del asunto. Ésta busca interrumpir algunas de las oposiciones herederas del pensamiento moderno (apariencia/realidad, ilusión/verdad, autonomía/politización del arte, etc.), y moverse en los diversos registros que pueden resonar una vez esas oposiciones son cuestionadas, reformuladas o deconstruidas. No se trata allí tanto de relaciones entre la estética y la política como dos ámbitos separados entre los que habría que trazar puentes y conexiones, sino de repensar qué es la estética y qué es la política, y tal vez de reconocer que la estética es ya política y la política es ya también estética. En este primer número (diciembre) se hará un énfasis en el lado histórico del debate, desde la tradición antigua, pasando por lo moderno, con algunas primeras resonancias contemporáneas, mientras que el segundo número (que circulará en abril) se adentrará más extensamente en el debate propiamente contemporáneo sobre el tema. Comenzamos por ello aquí con el texto de Sergio Ariza y su relectura de la posición platónica frente a la poesía en la República, con el ánimo de ampliar el debate a sus fuentes griegas y mostrar a los lectores en qué medida las posiciones modernas reflexionan también desde el horizonte de estos precedentes clásicos. Le sigue el texto de Francesca Menegoni sobre la Crítica del juicio de Kant, que se detiene tanto en el uso estético como teleológico de la facultad de juzgar, insistiendo en la articulación del sistema kantiano para interpretarlo como un intento de pensar la conexión de ámbitos que el pensamiento crítico moderno habría deslindado. En esta misma línea están las reflexiones de Ana María Amaya-Villareal sobre lo sublime kantiano y las disrupciones que allí se llevan a cabo y que obligan a repensar las relaciones entre ética y estética en Kant, y más allá de esto, a reconsiderar la forma misma de concebir lo ético en la filosofía práctica kantiana. Apelando a una tradición que, como continuadora de la filosofía de Kant, fue a la vez crítica en su intento de ampliar la estética a todos los ámbitos de la experiencia, se encuentran las críticas al pensamiento romántico en los artículos de Javier Domínguez y de Carlos Ramírez. Desde tradiciones muy distintas –las críticas de Hegel y Heine a Schlegel y Schelling, por un lado, y las críticas de Schmitt en su Romanticismo Político, por el otro–, ambos autores se preocupan por señalar los peligros que resultan de una incursión de lo estético en lo político, cuando no se conservan cuidadosamente las diferencias entre ámbitos. En estos casos, en lugar de permitir que la estética enriquezca la reflexión política, se termina permeando lo político de una tendencia estetizante que busca reemplazarlo por criterios estéticos (o por convertirlo sin más en un proyecto estético). En esta misma línea, pero con un énfasis distinto y más contemporáneo, está, por un lado, el análisis que ofrece María Mercedes Andrade sobre los peligros que encuentra Benjamin en una estetización de la política que conserva, en una época de masas y desacralizada, el poder aurático del arte y, con ello, su carácter ritual. Por otro lado, la contribución de Alejandro Molano sobre la estética de Adorno discute más bien en qué sentido debe entenderse el significado político del arte, y de la mano con esto, cuál es su potencial crítico y su contenido de verdad, dados su autonomía y su carácter apariencial. El artículo intenta releer la posición de Adorno en el ya clásico debate sobre la politización del arte a la luz de perspectivas más contemporáneas como las de Jacques Rancière. En este sentido, entronca y dialoga con la propuesta de Diego Paredes, quien argumenta que las posiciones que señalan los riesgos de una estetización de la política están siempre ligadas a una comprensión del arte en términos autotélicos, es decir, de una autonomía absoluta como la reclamada por 10


María del Rosario Acosta - Laura Quintana

Presentación

“el arte por el arte”. Un distanciamiento de estos presupuestos, alega Paredes, permite adentrarse en una reflexión que reconoce una relación productiva entre política y estética, entendidas ambas en términos muy amplios, a la luz del pensamiento de Rancière sobre la partición de lo sensible. Insistiendo también en un quiebre con los presupuestos modernos se encuentra el artículo de Luis Eduardo Gama, quien, desde la filosofía “interpretacionista” contemporánea, busca mostrar que la disyuntiva entre arte autónomo o comprometido resulta insatisfactoria para explorar el significado político del arte. No se trata ni de “estetizar la política” ni de “politizar al arte”, sino de comprender estos ámbitos como formas interpretativas en las cuales ya siempre estamos repensando la praxis. En la sección Otras Voces hemos decidido ubicar los ensayos de Ángela Uribe y de Diego Cagüeñas, ya que en ellos la mirada filosófica muestra la habilidad para incursionar en otros terrenos. Con ello, sin perder el rigor del análisis conceptual, se revela su pertinencia para la interpretación y comprensión de realidades políticas más concretas. El texto de Uribe apela al caso de monseñor Builes y a sus discursos antiliberales, para argumentar que las metáforas recurrentes en dichos pronunciamientos pueden traer consigo un potencial simplificador que resulta adecuado para expresar posiciones ideológicas. De la mano con esto, y recurriendo a la teoría de Austin sobre los actos perlocucionarios de habla, se muestra que un discurso simplificador puede suponer “motivos imperantes para el desprecio”, y para violentar entonces a quien es reducido y estigmatizado por la ideología. Cagüeñas muestra en su artículo los problemas que puede traer, para una mirada antropológica resultante de la secularización moderna, el buscar convertir al otro en un “objeto de la experiencia estética”, entendida ésta como una especie de inmediatez intuitiva desligada de un distanciamiento conceptual. Según Cagüeñas, esto ha abierto un espacio para la idolatría en el campo de lo político, cuando más bien de lo que tendría que tratarse es de hacer al otro nuevamente motivo de una acción política, asumiendo plenamente con ello las consecuencias de la secularización. Finalmente, en la sección Documento, tenemos la fortuna de contar con el ensayo de Marta Traba “La cultura de la resistencia”. Escrito en 1973, y con una preocupación claramente política de fondo, como mucho de lo que Traba escribía (si no todo), este ensayo refleja muy bien algunos de los matices que adquirió en nuestro contexto, y en general en Latinoamérica, la discusión en la segunda mitad del siglo pasado acerca de la responsabilidad política del arte. En diálogo con muchos de los artículos del número, pero esta vez desde la perspectiva de la crítica del arte, Traba aborda directamente la dificultad de la tarea a la que no debe renunciar el arte latinoamericano: la formulación de nuevos lenguajes, escritos y visuales, que permitan romper con la dependencia de las culturas colonizadoras dominantes, y crear una nueva y real cultura latinoamericana. Para hacerlo, la autora atraviesa las preguntas por las contradicciones inherentes a la autonomía del arte, el papel de la burguesía en el surgimiento de la responsabilidad política del artista, y la ambigüedad propia de un proyecto que, distanciado y crítico, logre a la vez “dar la cara” a la urgencia de la realidad. El papel político del arte se muestra, pues, en toda su multidimensionalidad, como un proyecto a la vez necesario y poblado de dificultades, que tiene que aprender a moverse entre la tradición y la innovación, sin despreciar la primera, pero sin olvidar tampoco la responsabilidad implícita en la segunda. Con una conciencia asombrosa frente a los peligros de la instrumentalización del arte por parte de la política, de la pérdida de la mediación estética y de la confusión entre crítica y compromiso político, el texto de Traba sigue apelando a problemas y preguntas que todavía nos interpelan. Debemos por esto un agradecimiento especial a Fernando Zalamea por haber permitido la publicación de este texto en nuestro número. ***** Sabemos que al proponer dedicar dos números de esta revista a la discusión estética-política incursionamos en un terreno sensible que toca una serie de problemas delicados de abordar, sobre todo teniendo en cuenta las dolorosas reminiscencias que trae consigo la simple mención de la “estetización de la política”, o la sospecha que puede despertar en nosotros, colombianos y colombianas, cualquier mirada que corra el riesgo de enmascarar los conflictos y su violencia. Si por un lado está el peligro de la ingenuidad, por el otro está el de la simplificación. En efecto, sabemos también que se trata de un asunto que trae consigo un sinnúmero de aristas y de perspectivas que necesariamente no podríamos abarcar en su totalidad. No obstante, nuestra intención es más bien mostrar que, lejos de ser un debate cerrado, nos convoca hoy más que siempre, pues nos obliga a repensar nuestros esquemas, a replantear diálogos, a asumir que hay preguntas que debemos seguir abriendo para acoger en el pensamiento la contingencia de la realidad. Agradecemos a todos los autores del número por sus juiciosas y rigurosas reflexiones sobre el tema, y de una manera también muy especial a quienes participan aquí con sus reseñas y comentarios críticos: Juanita Maldonado, Ana María Amaya y Fernando Zalamea.  11


Friedrich Schiller: estética y libertad.

María del Rosario Acosta (Ed.). 2008. Friedrich Schiller: estética y libertad. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia [221 pp.].

Fernando Zalamea*

* Ph.D. en lógica matemática, University of Massachusetts, Estados Unidos. Entre sus publicaciones más recientes, se encuentran: América: una trama integral. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009; Filosofía sintética de las matemáticas contemporáneas. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009; Peirce y el mundo hispánico (con Jaime Nubiola). Pamplona: Eunsa, 2006. Actualmente se desempeña como profesor titular del Departamento de Matemáticas de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: fernandozalamea@gmail.com.


María del Rosario Acosta (Ed.). 2008. Friedrich Schiller: estética y libertad Fernando Zalamea

Lecturas

L

a obra de Schiller, y la de los románticos alemanes en general, emerge cada vez más en su notable complejidad. Superando algunas detalladas elucubraciones de los historiadores de la cultura, los románticos nos interesan realmente por lo mucho que nos dicen aun hoy en día. Resulta difícil, por ejemplo, no asombrarse con la prodigiosa visión de Novalis en su Borrador general, donde, con finísima precisión, se prefiguran no sólo las bases para entender la Modernidad, sino las ramificaciones mismas de esa suerte de Transmodernidad en la que estamos envueltos desde hace unas décadas. De hecho, muy lejos de una altisonante “postmodernidad”, invento grosero de la academia y de las avalanchas propagandísticas, muy lejos de supuestos quiebres, altivas rupturas y desvergonzados anuncios de muertes del saber, nos situamos aún plenamente en ciertas complejas transformaciones y reverberaciones de lo Moderno que se plantearon con profundidad en el romanticismo alemán. De allí el interés no sólo de esta colección de artículos editada por María del Rosario Acosta, sino su programa más amplio de reentendimiento de Schiller y de su entorno (notable tesis doctoral, La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller, publicada en la misma Colección General-Biblioteca Abierta, que acoge la compilación aquí comentada). Se trata de un trabajo que combina erudición y visión, algo difícil de encontrar en nuestros lares, particularmente si esa erudición y visión se ponen a disposición de un transgresor de las disciplinas como lo fue Schiller. Como lo comenta Frederick Beiser en uno de los importantes artículos incluidos en el volumen, “La

división académica del trabajo implica que Schiller no es estudiado como un todo viviente, sino que se le diseca y examina en compartimentos” (p. 134). Contra esa tendencia se sitúan tanto la profesora Acosta como los demás articulistas. Se trata tal vez de una tendencia de división, disección y compartimentación más propia de la filosofía analítica anglosajona que de la filosofía continental, y, en efecto, al menos en otros grandísimos maestros críticos alemanes del siglo XX, como Aby Warburg, Ernst Cassirer, Walter Benjamin, Eric Auerbach, Walter Pagel o Hans Blumemberg, se puede apreciar muy claramente cómo la cultura sólo puede entenderse realmente si se la mira como un todo viviente. Dentro de ese todo viviente, se acentúa en la compilación de la profesora Acosta el enlace entre los dramas concretos de Schiller, su teoría de la tragedia y lo sublime, y sus escritos más propiamente filosóficos sobre estética. La vigencia contemporánea de Schiller en esos cruzamientos y mixturas es observada por todos los comentaristas incluidos en el trabajo: María del Rosario Acosta, José Luis Villacañas, Ezra Heymann, Jaime Francisco Troncoso, Frederick Beiser. Resaltaremos aquí cuatro temas centrales, de una vigencia casi visceral para nuestros atolondrados tiempos: 1) la elevación del ser humano a través de fuertes tensiones que dan lugar a suaves armonías, a lo largo de contrastantes y oscuros viajes que bordean el abismo; 2) la libertad potenciada a la luz de la contingencia humana (dos temas subrayados con fuerza por María del Rosario Acosta); 3) la construcción de una razón sensible, es decir, en palabras de Frederick Beiser, “el desarrollo completo y pleno de todas nuestras capacidades, no sólo de la razón, sino de la sensibilidad, de tal manera que formen un todo completo y armónico” (p. 141) la práctica de un método filosófico, cercano a la dialéctica platónica que, de nuevo en 151

palabras de Beiser, “no sólo analiza el todo en sus partes, sino que sintetiza las partes dentro de un todo viviente” (p. 147). Como lo muestra María del Rosario Acosta, el conocimiento a través de lo oscuro –los puntos ciegos, el castigo, la pérdida, el conflicto, los crímenes, las sombras– es uno de los firmes sostenes de las tragedias de Schiller. El paso por el abismo genera, en palabras de la profesora Acosta, “la concordancia de todas las fuerzas humanas puestas en juego en la experiencia estética” (p. 36). Las contracciones del sentimiento y de la razón en circunstancias oscuras producen, por contraposición, la luminosidad creativa de los seres humanos. Pero lo más sorprendente no es una dialéctica inversa del descendimiento y el ascenso –que empieza en los griegos y se sublima en el románico medieval, por ejemplo, en la fascinante y aún mal comprendida obra de Ramón Llull– sino la metódica encarnación de esa dialéctica negativa dentro de lo más cotidianamente humano. De allí, un segundo gran tema schilleriano que recalca la profesora Acosta, y que sirve de lazo común a la compilación: la potenciación de la libertad dentro de esa compleja urdimbre de fracasos e ilusiones, pequeñeces y grandezas, instanciaciones de la contingencia y esfuerzos de ruptura, que conforma la experiencia humana. La explosión de lo genérico dentro de lo circunstancial enriquece asombrosamente el panorama schilleriano. Tanto la vivencia del abismo como la emergencia de lo libre dentro de lo contingente tienen mucho que ofrecernos hoy en día. En efecto, insertos dentro de un mundo consistentemente aplanado (por ejemplo, lleno de alabanzas a lo light, u orientado sin ningún tipo de jerarquías creíbles por Google), los caminos cercanos al abismo constituyen una imprescindible forma de resistencia en nuestra


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época. Es el interés que presentan el erudito y el visionario, quienes trascienden la falta de perspectivas de los mundos planos que nos circundan. La joven y brillante María del Rosario Acosta combina con felicidad la visión del novel creador y la acidez del erudito, caso raro en nuestra acartonada Academia, y encarna en sí misma la explosión de inteligencia y de inventiva de los jovencísimos románticos alemanes: magnífica correspondencia de forma y fondo, espléndida transgresión de los tiempos, que nos hacen aún creer en sólidas perspectivas para el saber. El estudio de Schiller no hace más que acercarnos a esas resistencias, erudiciones, visiones, y, en palabras del propio Schiller, “con gozo creciente seguimos el camino progresivo de una pasión hasta el abismo” (p. 182, en uno de dos amplios fragmentos de textos de Schiller incluidos al final de la compilación). Por otro lado, la honda inversión conceptual según la cual las ideas más genéricas de libertad se consiguen a través de su tesonera encarnación en circunstancias acotadas y locales muestra cómo debe ser (y de hecho es) aún posible pensar en universales en nuestro mundo transmoderno, unos universales que ya no pueden vivir en un ficticio absoluto, pero que pueden construirse en cambio como universales relativos, vía complejos procesos relacionales y asintóticos dentro de lo contingente. Un tercer tema apasionante para el ámbito contemporáneo es la construcción de una cuidadosa arquitectónica de la razón sensible, que permita toda suerte de pasajes y mediaciones entre

los extremos. Las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller constituyen una piedra liminar para esa arquitectónica. Su lectura, a fines del siglo XIX, por el mayor pensador de América, Charles Sanders Peirce, y por uno de los mayores pensadores del subcontinente latinoamericano, Carlos Vaz Ferreira, impulsó tanto el asombroso sistema de obstrucciones y transferencias de Peirce entre los más diversos campos del saber como la invención de la “razonabilidad” en Vaz Ferreira, articulación léxica de razón y sensibilidad que constituye una de las firmes tradiciones de la ensayística latinoamericana. En Schiller, y a lo largo de los diversos artículos de la compilación, se resalta esa mixtura de sentimiento y de razón, único modo del conocimiento que puede llevar a fragmentos de armonía dentro de la disonancia natural de las empresas humanas. En una época, como la nuestra, que ha exacerbado el sentimiento, y que ingenuamente pretende descartar la razón, el péndulo pascaliano –recuperado y desbrozado en profundidad por los románticos– debe servirnos de importante antídoto. El pensamiento sintético es otra característica schilleriana conscientemente abandonada por las tendencias dominantes de la filosofía a lo largo del siglo XX. Pero todo dogmatismo es pasajero, y la filosofía analítica ha demostrado ya fehacientemente sus limitantes. Para comienzos del siglo XXI, un equilibrio más justo entre análisis y síntesis es de nuevo requerido, y la lectura de los Maestros está en ese sentido a la orden del día. Deseamos

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escapar de las literaturas secundarias y de las infinitas citas endogámicas entre colegas de un mismo ramo. Deseamos huir de los círculos cerrados de académicos subespecializados. Deseamos, por ejemplo, evitar ciertas dudosas disquisiciones lingüísticas sobre la lógica de los colores, y nos interesa ahora más, por contraste, el pensamiento visual sobre la matemática de los bordes de los colores. Un monstruo intelectual contemporáneo como Jean Petitot, por ejemplo, requiere de un renacimiento del pensamiento sintético, imprescindible en un Novalis o en un Schiller. Como indica Beiser, se trata de una recuperación de la dialéctica platónica, pero desde perspectivas no trivializadas, ajenas a un supuesto mundo de Ideas absolutas, y mucho más cercanas en cambio a un platonismo dinámico original, atento a las transmutaciones de ideas variables. La coincidencia romántica en esa lectura dinámica del Mundo –no bipolar, continua, mediadora– resultará ser crucial para la Modernidad. Nunca es poca la insistencia en volver a releer los clásicos. Como indica Italo Calvino, “es clásico lo que persiste como ruido de fondo, incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”. Debemos agradecer a la profesora Acosta –y, más en general, a los utópicos eruditos y visionarios que trabajan en Colombia– el recordarnos esos ruidos de fondo, esos modos universales de la inteligencia, esos respiros profundos, sin los cuales la desesperanzadamente incompatible actualidad política y social colombiana terminaría ahogándonos. 


La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller.

María del Rosario Acosta. 2008. La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller. Bogotá: Universidad de los Andes-Universidad Nacional de Colombia. [365 pp.]

Juanita Maldonado C.*

* Filósofa de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia) y estudiante de la Maestría en Filosofía en la misma universidad. Entre sus publicaciones se encuentran: La libertad ideal como la noción final de la libertad en Schiller. Bogotá: Documento Ceso No. 147, 2008 y la reseña del libro Friedrich Schiller: estética y libertad en la revista Ideas y Valores 58, No 139: 199-202. También ha colaborado en el trabajo editorial de varios libros publicados por la Universidad de los Andes. Actualmente es profesora de cátedra en la Universidad del Rosario. Correo electrónico: jua-mald@uniandes.edu.co.


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E

l libro La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller, escrito por María del Rosario Acosta como su tesis de Doctorado en Filosofía, nos presenta la complejidad del pensamiento schilleriano desde un punto de vista que pone de manifiesto la importancia de este autor dentro de la historia de la filosofía. En este libro encontramos un tratamiento cuidadoso y detallado de ciertos problemas y discusiones presentes en los ensayos sobre estética escritos por Schiller, que no sólo nos permite una mayor comprensión y claridad de las propuestas de este poeta, filósofo y dramaturgo alemán, sino que también, y justamente por su claridad, nos hace posible entender la relevancia y utilidad de este autor para las reflexiones filosóficas contemporáneas. Desde el comienzo de la introducción de este libro queda claro que lo que sigue a continuación es una interpretación del pensamiento filosófico de Schiller, centrada en la comprensión de la modernidad que este autor presenta a lo largo de sus ensayos sobre estética a partir de las nociones de tragedia y de lo sublime. Gracias a este interés de la autora en resaltar la importancia para la filosofía de un pensamiento como el de Schiller, este libro se diferencia de la mayoría de estudios en español que se encuentran sobre este autor, en la medida en que éstos se concentran en resaltar las ambigüedades presentes en los textos de Schiller, debido a su doble condición de poeta y filósofo. Por el contrario, lo que tenemos aquí es una propuesta sobre cómo entender filosóficamente a Schiller; una propuesta sobre cómo el pensamiento schilleriano, además, nos sirve para comprender ciertos aspectos de nuestra condición de seres humanos.

Esta obra, entonces, como se anunciaba anteriormente, nos presenta la manera en que Schiller comprende la modernidad, tanto los problemas y dificultades que esta época trae para el hombre como sus posibilidades internas de resolución y de desarrollo, a partir de unas concepciones específicas de la tragedia y del placer de lo sublime. Así, siguiendo el orden cronológico de los textos sobre estética schillerianos, la autora divide su libro en tres partes: 1. “Antecedentes y primeros escritos sobre la tragedia: antes y después de Kant (1779-1790)”; 2. “Lo sublime como destino moderno: la tragedia como diagnóstico y conjuro (1793-1795)”; y 3. “Reflexiones finales: la ampliación de la apariencia”. Con esta división, se logra dar cuenta del desarrollo de los conceptos centrales del pensamiento schilleriano, comenzando por sus primeras reflexiones, determinadas, más que todo, por sus estudios de medicina y fisiología, pasando por la relación tanto de cercanía como de lejanía que establece Schiller con Kant a partir de su lectura de la Crítica del juicio, y terminando con una interpretación de lo que se puede considerar la propuesta schilleriana sobre la tragedia, una propuesta que permite comprender la modernidad de tal forma que se le abren al hombre nuevas posibilidades para la realización de su libertad. Además, como se ve a lo largo de todo el libro, el desarrollo del pensamiento de Schiller que nos presenta María del Rosario Acosta se caracteriza por su interés de mostrar una relación tanto problemática como enriquecedora entre la estética y lo político. Antes de hablar de cada una de las partes de este libro, vale la pena referirnos a su introducción, ya que en ésta la autora nos muestra cómo el pensamiento schilleriano sufre una transformación que marca su comprensión de la modernidad y determina sus posteriores reflexiones sobre la 148

tragedia y el placer de lo sublime. Esta transformación se pone de manifiesto con las dos versiones del poema “Los dioses de Grecia”, y es la que se lleva a cabo entre una visión melancólica de la Antigüedad griega y una visión nostálgica de ella. La diferencia entre melancolía y nostalgia es explicada de manera clara por María del Rosario Acosta, y muestra cómo Schiller no se queda en el dolor y el sufrimiento por un pasado perdido al que se debe intentar retornar, sino que, por el contrario –aceptando la pérdida de esa unidad griega y reconociendo la necesidad de esta pérdida–, descubre las posibilidades que se le abren al hombre moderno dentro de los conflictos y problemas que caracterizan la época en la que vive. Esta transformación en la manera de pensar de Schiller sobre Grecia no sólo determina su comprensión de la modernidad, sino que también sirve como ejemplo de la movilidad del pensamiento schilleriano; una movilidad que también se pone en evidencia con los cambios con respecto a la concepción misma de la tragedia, y a las nociones de libertad y de lo sublime. Luego de la introducción, la primera parte de este libro, llamada “Antecedentes y primeros escritos sobre la tragedia: antes y después de Kant (1779-1790)”, nos indica cómo las preocupaciones que se hacen evidentes en los primeros textos sobre medicina de Schiller ya presentan una concepción del ser humano mucho más antropológica y filosófica que solamente fisiológica, y cómo, a partir de la lectura de Kant, Schiller logra darle a esta concepción del hombre una expresión decididamente filosófica. Así, es gracias a la lectura de Kant que Schiller –en sus primeros textos sobre la tragedia, Sobre el fundamento del placer ante los objetos trágicos y Sobre el arte trágico– comienza a hablar de cómo la tragedia debe permitir la autoconciencia de la posibilidad de la libertad. Una libertad que, además, se


María del Rosario Acosta. 2008. La tragedia como conjuro: el problema de lo sublime en Friedrich Schiller. Juanita Maldonado C.

Lecturas

relaciona, por un lado, con una noción de lo sublime extraída de lo sublime kantiano presentada en la Crítica del juicio, y, por otro lado, tiene en cuenta la idea presentada en los textos sobre medicina, según la cual el desarrollo pleno del hombre debe dar cabida tanto a su naturaleza racional, espiritual, como a su naturaleza sensible. En esta primera parte, entonces, vemos el inicio de una teoría sobre la tragedia, sobre el placer de lo sublime y sobre la libertad, que, al haber obtenido su expresión filosófica a partir de la lectura de Kant, todavía no se muestra como propiamente schilleriana. Por ello, en estos primeros textos sobre la tragedia, lo sublime de lo que nos habla Schiller parece ser lo sublime dinámico de Kant, y la libertad a la que nos debe referir la tragedia parece ser la libertad moral kantiana. Ahora bien, como lo presenta claramente la autora del texto reseñado, el pensamiento de Schiller se irá desarrollando e irá ganando con el paso del tiempo una mayor distancia con respecto a las propuestas de Kant. Así, en la segunda parte de este libro, llamada “Lo sublime como destino moderno: la tragedia como diagnóstico y conjuro (1793-1795)”, la autora nos señala lo que podríamos considerar la verdadera teoría schilleriana sobre la tragedia. Esta teoría, entonces, muestra ya no sólo una distancia crítica con respecto a Kant, sino que también presenta con claridad las ideas propiamente schillerianas sobre lo sublime y la libertad que la tragedia permite poner en escena. En esta segunda parte vemos cómo la libertad a la que nos debía remitir la tragedia –según los primeros ensayos sobre estética– deja de ser la libertad moral kantiana, para adquirir un componente sensible. Es decir, la libertad a la que se refiere ahora Schiller es considerada por la autora

de este libro como una libertad “más humana”, que no sólo tiene en cuenta la capacidad autodeterminante de la razón, sino también la importancia de la naturaleza sensible del hombre. Y por esto mismo, por ser una libertad que da lugar a lo fenoménico, debe lograr mostrarse, presentarse, hacerse visible en la tragedia, en lo sensible. Ahora bien, si de lo que se trata ahora es de una libertad que tiene en cuenta las dos naturalezas del hombre, como ya quedaba anunciado en los textos sobre medicina, debemos mirar cuál es la relación más adecuada para el hombre moderno entre la razón y la sensibilidad. Y, a mi parecer, esta reflexión sobre la relación entre lo que Schiller llama las dos naturalezas del hombre es la que María del Rosario Acosta nos presenta con mayor claridad y cuidado. Es realmente asombrosa la manera con la que se nos indican los matices que constituyen la propuesta de Schiller con respecto a esta relación. Así como la autora nos explica a qué se refiere Schiller con la idea de que la libertad es presentada en lo sensible por la belleza, es decir, que la libertad implica una unidad, un acuerdo entre las dos naturalezas del hombre, también nos muestra el cambio que se lleva a cabo en el pensamiento de Schiller con respecto a esta relación a partir del desarrollo del concepto de lo sublime. Es lo sublime, la escisión, el conflicto caracterizado por este tipo particular de placer, lo que se considera propio de la modernidad, y por esto la libertad más adecuada para el hombre moderno debe tener en cuenta, en primer lugar, a esto sublime. A partir del desarrollo de este cambio en el pensamiento schilleriano, María del Rosario Acosta logra mostrarnos cómo una teoría de la tragedia como la de Schiller permite ver que las posibilidades que se le abren al hombre moder-

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no lo llevan a buscar una libertad en medio del conflicto, de la lucha. Finalmente, es precisamente esta reflexión sobre la modernidad a partir de la tragedia y de lo sublime, y la conclusión de que la modernidad también trae para el hombre una posibilidad de realización de su libertad, la que permite conectar la preocupación estética de Schiller con una preocupación política. Y, en este punto, la autora de este libro vuelve a hacer evidente el alto nivel de comprensión que tiene del pensamiento schilleriano. No sólo nos aclara la conexión que existe entre los ensayos sobre estética de Schiller y sus Cartas sobre la educación estética del hombre, donde se pone de manifiesto la preocupación política de Schiller –una preocupación por la posibilidad de un espacio donde los hombres se comprendan y juzguen desde una perspectiva distinta, desde una perspectiva estética–, sino que tiene el cuidado de mostrarnos cómo la perspectiva desde la cual Schiller plantea la relación entre la estética y lo político puede evitar las críticas que usualmente se asocian a esta relación. Considero que este libro es un estudio de gran importancia sobre el pensamiento filosófico schilleriano, que nos señala cuidadosamente cómo, a pesar de las transformaciones que sufren los distintos conceptos de la tragedia, de lo sublime y de la libertad, existe una continuidad desde los primeros textos sobre medicina hasta las Cartas sobre la educación estética del hombre. Creo que este libro es fundamental para quien está interesado en estudiar los textos de Schiller, no sólo por su claridad, sino también porque pone en evidencia cómo el pensamiento schilleriano resulta clave a la hora de comprendernos como seres humanos que actuamos en un espacio. 


Revista de Estudios Sociales No. 34 rev.estud.soc. diciembre de 2009: Pp. 176. ISSN 0123-885X Bogotá, Pp.136-145.

Marta Traba La cultura de la resistencia. En Literatura y praxis en América Latina, comp. Fernando Alegría, 49-80. Caracas: Monte Ávila, 1974 [1973]. Reimpreso en Araújo, Emma (Ed.). 1984. Marta Traba. Bogotá: Planeta, pp. 325-331. Pizarro, Ana (Ed.). 2005. Marta Traba. Caracas: Biblioteca Ayacucho, pp. 37-57.


La cultura de la resistencia

Marta Traba

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LA CULTURA DE LA RESISTENCIA*

De José Martí a Carlos Fuentes corre un siglo (trajinado por estudio­sos como Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui, Pedro Henríquez Ureña, Alberto Zum Felde, Mahfúd Massís, Leopoldo Zea, José Lezama Lima, Octavio Paz), sin que las dos metas se conmovieran un centí­metro. Sin embargo, conseguir mediante la autonomía y la liquidación de la dependencia, una identidad, significaba y significa para el trabajo artís­tico y literario un delicado problema de utilización de fuentes culturales y de fuentes de lenguaje.

1. LA CULTURA DE LA RESISTENCIA A PARTIR de las guerras de la independencia, el tema número uno del continente ha sido el de la dependencia. Bien sea denunciándola o consi­derándola favorable, cambiando su nombre por “condicionamiento”, “es­clavitud” o “asociación con otras potencias”, según obedezca a uno u otro punto de vista; combatiéndola de modo directo, frontal o tangencial; per­maneciendo indiferente a ella pero sintiendo su acoso, no ha dejado de gravitar un día sobre nosotros. La obstinación de la cultura por perforar el problema de la dependencia parte, desde luego, de la confianza de ven­cerla y superarla, y de la certidumbre de que, dentro de ella, nunca se po­ drá aspirar a las formas modernas de la libertad.

En este dilema, lo único claro fue siempre el mundo físico alrededor del artista latinoamericano, surtiéndole proposiciones étnicas, lingüísticas, geográficas, idiosincráticas, de una riqueza muchas veces excesiva. Pero todo buen artista es consciente, por vía racional o instintiva, de que la rea­lidad no adquiere existencia sino a través de un proyecto, y que la obra es tanto más valiosa cuanto más general es ese proyecto.

Los modos de quebrar la dependencia han pasado, genéricamente, de una emotiva fe en que rompiéndola parte a parte, en sus síntomas, en sus detalles, en sus zonas diferentes de acción, dentro de un frente múltiple de avance contra ella, se podía, finalmente, liquidarla. Pero, como es sabido, en los últimos años un proyecto global ha barrido las ilusiones particula­res y se ha logrado relativa unanimidad sobre la idea de que únicamente será destruida si se produce el cambio de estructuras, es decir, la transfor­mación radical de la sociedad capitalista en sociedad socialista, de matiz múltiple y a veces, como lo corrobora la historia más reciente, inesperado.

América ha suministrado situaciones globales en todos los campos an­tes enunciados, que enfrentaban a los artistas con una visión de mundo y un estilo de comportamiento inéditos respecto a las culturas conocidas: sin embargo, este exceso de situaciones que rodeaban al artista no podía ser trasladado al campo de la cultura sino mediante apropiaciones de len­guajes provenientes de afuera. Prismas culturales sucesivos, el español, el francés, el norteamericano, se interpusieron entre la realidad y el artista, dificultando sin cesar el enunciado de un proyecto propio. El pasaje de la modernidad a la actualidad interpuso un nuevo y grave obstáculo, como fue el triunfo -dentro del capitalismo y también del socialismo- de los có­digos privados, mientras se destruía paulatinamente la posibilidad de un código general. Tal situación, acorde con las nuevas sociedades altamente industrializadas en una u otra zona, no correspondía ni convenía a Lati­noamérica, pero representó, no obstante, la única alternativa de trabajo: la cultura subdesarrollada no ha sabido formular hasta ahora una alternati­va a los códigos privados.

Los escritores y artistas fueron siempre especialmente receptivos al problema de la dependencia, a pesar de que ahora se tienda a desmonetizarlos y a minimizar su influencia. Es claro que solamente sobre la base de consi­derar que la palabra escrita, el pensamiento emitido o la obra de arte expre­sada, constituyen una forma especial de poder dentro del grupo social al en­carnar las aspiraciones de dicho grupo, vale la pena hablar de su papel en el problema de la dependencia. En caso contrario, partiendo de una premisa que por desgracia flota en la actualidad, según la cual el artista y el escritor carecen de toda representación diferente a la del ciudadano raso, no intere­saría ni siquiera emprender un análisis superficial de su trabajo.

Con ellos, también penetró hasta el fondo de la dependencia, el pro­blema de la formulación de lenguajes. A cada código particular correspon­de un lenguaje, en alguna manera, privado, y, por consiguiente, una forma de lectura también particular, lo cual lleva a descodificaciones múltiples que son resueltas según la capacidad de comprensión del público. Si esto produjo en los países altamente industrializados un grave desfasaje entre receptor y transmisor, en América Latina arte y literatura entraron en ple­no desprendimiento de su grupo social,

Todos los creadores que hablaron y actuaron reconociendo el problema de la dependencia apuntaron hacia la autonomía y la urgencia de identidad. * Fernando Alegría; comp. Literatura y praxis en América Latina, Caracas, Monte Ávila Editores, 1974, pp. 49-80.

Nota editorial: agradecemos a Fernando Zalamea por permitirnos reproducir este texto. 137


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actuales, no modifica esta situación. El artista actual sigue siendo burgués y continúa expresando el mundo de la burguesía. Si apa­rentemente ha cesado de prestarle un servicio, es porque nuevas formas expresivas lo desalojan contra su voluntad, no porque esté situado en un campo opuesto. Sigue en el mismo campo, pero sus ofrecimientos han perdido atractivo para la burguesía desde el momento en que aparecieron competidores más tácticos, complacientes y dispuestos a facilitarle la in­gestión de alimentos culturales más fáciles, así como todas las falsificacio­nes literarias y artísticas que constituyen la industria cultural.

lo cual, como veremos más ade­lante, nada tiene que ver con “arte clasista” o “arte elitista”, como se ha querido esquemáticamente presentarlo. Por una parte, era preciso que el artista latinoamericano aprendiera a hablar en un idioma correspondiente a su tiempo; por otra, ese idioma lo separaba cada vez más de su situación particular, de las emergencias de di­cha situación y de sus compromisos con el medio. Cuando se planteó una tajante liquidación de la dependencia a través de cortes radicales con la cultura y el lenguaje modernos, tal solución no dio más que resultados in­ válidos para el arte y la literatura. Me refiero a la ilusoria destrucción de la dependencia por vía de negar la cultura del siglo XX así como el lenguaje propuesto por dicha cultura, llegando a posiciones estáticas y conservado­ ras, cuando no arcaizantes, como fueron indigenismos, nativismos y tam­bién nacionalismos de todo pelaje, a la cabeza de los cuales se situó vigo­rosamente el nacionalismo pictórico mexicano.

En áreas donde hay fuerte producción de orden (cultura) y fuerte pro­ducción de desorden (entropía), las contradicciones del arte actual y las falsificaciones de los medios de comunicación de masas se presentan con tanta claridad, que han favorecido los contraataques de los artistas y la apertura de frentes de competencia que no es el caso examinar aquí. A nosotros nos concierne otro escenario, de escasa actividad cultural y de esca­sa entropía, de escasa elaboración tanto de orden como de desorden, don­de el artista queda más desguarnecido y sujeto a sus propias iniciativas, ca­si siempre ajeno a presiones que nadie se ocuparía en ejercer sobre él.

La salida negativa constituyó una nueva forma de dependencia, no a las culturas dominantes del siglo XX sino a las del siglo XIX, cuando no una pura desviación del terreno creativo, como pasó con los indigenismos revanchistas.

Caminando en el desierto de la lumpenburguesía, su conducta es, por extraña paradoja, mucho más autónoma y responsable que en las áreas de­sarrolladas. La inercia de la burguesía favorece la toma de conciencia del artista: cuando la burguesía, en cambio, se dibuja en Latinoamérica con al­gún relieve y manifiesta aspiraciones más netas, el artista corre el peligro de volver a servirla y calcar las pretensiones progresistas y tecnológicas con que disfraza sus complejos provincianos. Es por eso que las formas más miméticas y despersonalizadas se han dado casi siempre en Buenos Aires y Caracas, mientras en las demás capitales prevalece en mayor o menor grado el desamparo. Sería interesante estudiar el mimetismo artístico en la dirección en que André Gunder Franck analiza el subdesarrollo latinoa­ mericano: comprobaríamos sin mucha dificultad que a mayor desarrollo, corresponde mayor dependencia y mimetismo artístico.

2. EL ARTISTA BURGUÉS Entre la dependencia derivada de negar la cultura del siglo XX, y la de­pendencia por mimetismo con la visión de los países altamente industria­lizados, se produjeron otras mediaciones. En una se situaron aquellos ar­tistas resueltos a responder individualmente a los anhelos y demandas de la comunidad, forzando la conquista de una autonomía parcial. En otra, los artistas que se sentían obligados a deponer sus puntos de vista indivi­duales para responder a las emergencias por las que atravesaba la comu­nidad. Pero antes de averiguar si sus posiciones fueron o no eficaces, ha­bría que establecer de dónde salen ambos tipos de artistas, los indepen­dientes y los políticos. Tanto unos como otros siguen produciendo sus obras dentro de una misma clase social y económica, la burguesía. No hay necesidad de repetir que el proyecto artístico que avala el mundo moder­no es un proyecto burgués, salido de las revoluciones burguesas y apoya­do sobre la capacidad de cada individuo de expresarse y expresar a los de­más. Concebido como un servicio con el destino expreso de dar satisfac­ción a la burguesía y al mismo tiempo de presentar los valores y puntos de vista de un mundo burgués, no se desprendió, pasando de lo moderno a lo actual, de dicha carga: el hecho de que la burguesía reciba mal la obra de los artistas

Aunque la cultura de la resistencia haya florecido en el desierto, el de­sierto no es, normalmente, un ámbito estimulante. Lo normal es que a la anomia social corresponda una anomia creativa, una debilidad constante ante las invasiones culturales y la docilidad mimética. Esto es lo que ha in­ducido a estudiosos de muy diversa extracción a ver a América Latina co­mo un campo 138


La cultura de la resistencia

Marta Traba

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Suponiendo que nazca de un aceptable sentimiento de culpa, resulta injusta con la cultura de la resistencia, que siempre ha tenido esa actitud de “dar la cara” en la base de su trabajo inventivo o reflexivo. Así como Mariátegui, en 1920, escribe que no puede existir cultura auténtica sin asi­milación, refiriéndose a la realidad peruana y por extensión a la latinoame­ricana, la evidencia de esa realidad es lo que alimenta la mejor historia de las artes plásticas y la literatura continental. Nadie puede ignorar de qué contactos con la realidad nacen la narrativa de Juan Rulfo como la de Juan García Ponce, la de Miguel Ángel Asturias como la de Manuel Puig, la de Ricardo Güiraldes como la de Joáo Guimaráes Rosa, la de José Lezama Lima como la de Julio Cortázar: es cierto que el recorte de la realidad que ellos operan está situado en lo que llama García Ponce “el lugar de la es­critura”. También es cierto que sus obras circulan entre grupos minorita­rios y no entre “los muchos” que reclama Desnoes. Pero esto correspon­de a la especificidad de un trabajo que cada vez más ha sido tergiversado por el planteo político y cuyos deslindes son imprescindibles para apreciar el justo alcance de la cultura de la resistencia.

cultural devastado, exangüe, donde la dependencia ha mar­cado de modo irrevocable toda la producción creativa. Así, Darcy Ribeiro y Augusto Salazar Bondy desde la perspectiva de la sociología; un crítico preocupado siempre por los problemas de la dependencia como Edmun­do Desnoes, u otro que fue durante diez años el mejor servidor del colo­nialismo europeo y la penetración americana, como Jorge Romero Brest, se unen en esta depreciación de las obras producidas bajo la dependencia. Sin embargo, esto no es cierto: negar drásticamente, como lo hacen Vasconi o Dos Santos, la posibilidad de una independencia parcial para la cultura, significa ubicarla al lado de la economía o la política, en una rela­ ción mecánica de causa a efecto que no le corresponde. Gran parte de nuestra creación artística y literaria buscó con verdadera energía y espíritu exploratorio, relacionarse con formas de vida mal conocidas, confusas y poco discernibles a primera vista, justamente porque sentían sobre sí el estigma de la dependencia y necesitaban salir de él por la vía del descubri­miento y rescate de hechos inéditos donde se reconocieran modos pecu­liares de existencia.

3. PLANTEO POLÍTICO Y ARTE El actual malentendido entre planteo político y arte es más grave que el que se produjo, en los treinta, entre arte nacionalista y arte a secas. Enton­ces se peleaba sobre temas, sobre la eficacia o la inconveniencia de ejem­ plos que sirvieran de adoctrinamiento al pueblo, sobre el modo de apologizar las historias nacionales.

Desnoes escribe en su libro Para verte mejor, América Latina, cosas co­mo éstas: “Está bueno ya de exaltar este caos (América Latina), llamándo­lo creador y esta imaginación heterogénea llamándola surrealista”, y, más adelante: “La crisis actual de las artes plásticas en América Latina se acla­ra dándole la cara a cerca de doscientos cincuenta millones de hombres”. Como siempre, la solución política al asunto de la dependencia cultural, muestra las verdades como si fueran soluciones, en una capacidad de transferencia realmente envidiable. No hay duda de que si nos apoyára­mos beatamente en el caos y la imaginación heterogénea, caeríamos en pleno conformismo respecto a nuestras circunstancias, así como en la exaltación de un pintoresquismo superficial. Pero nada de esto es lo que ha hecho la cultura de la resistencia al reconocer como legítima y aprove­ chable para la actividad creativa, una índole derivada de transculturaciones y mestizajes, de formas de vida y cosmovisiones, que no desaparecen ni tie­nen por qué desaparecer cuando cambios radicales en los sistemas políti­cos obliguen a dar la cara a doscientos cincuenta millones de hombres.

Ahora el enfrentamiento parte de un punto distinto. Quien es enjui­ciado es el artista, mucho más que su obra. Se cuestiona su procedencia burguesa, la especificidad de su trabajo y su capacidad de acción directa: la obra pasa a un irrelevante segundo término ante tal inquisición. El em­puje de este nuevo cuestionamiento va dirigido, sobre todo, a negar la es­pecificidad del lenguaje y del trabajo artístico, y a confundirlo despectiva­ mente entre un oleaje de consignas. La explicación de la obra de arte como un hecho específico, que confi­gura una tarea especializada, ontológicamente diferente a otras, parece tan obsoleta en los países desarrollados como apremiante en Latinoamérica. En los últimos años, a medida que un saludable proceso de politización sacu­día más violentamente que nunca las nociones de dependencia, se ha hecho visible ese recrudecimiento de la reducción de la obra de arte a mensaje indiferenciado. También por eso se explica la persistencia obsesiva, por parte de artistas y

Por otra parte, considerar que dando la cara, como dice Desnoes, se supera la crisis creativa y sus contradicciones internas, es una de las tantas frases vacías amparadas en la coartada revolucionaria.

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Basta que el artista o el escritor reclamen la especificidad de su traba­jo, para que se conviertan en los tránsfugas de la clase burguesa. Dejan de responder a la burguesía como clase, quiéranlo o no, así como tampoco pueden ser proletarios. Se quedan sin perspectiva de clase, no porque la rechacen, sino porque no resultan integrados con ella. Son hombres de transición, abocados a actuar “por la conciencia de la soledad” que apun­taba Walter Benjamin. No eligen la soledad, sino que ésta es un resultado inevitable de su tarea específica: por eso calificarla de virtuosa o viciosa, de reprobable o encomiable, es un puro error de concepto.

escritores, en defender la naturaleza peculiar de la obra de arte. Defensa, compulsión y remordimiento alteran y pervierten la relación entre artista y sociedad latinoamericana. La relación inevitable y fructífera entre artista y política se convierte en una alianza compulsiva, que elimina tanto la libertad de análisis como la libertad de crítica, sin las cuales la creatividad pasa a ser un acto de servicio donde no aporta su contribución imaginativa y transformadora. La relación viva y dialéctica entre el artista y su medio se proyecta, asimismo, sobre un telón sombrío: el remordimiento de estar en el error, de ser señalado por no haber hecho lo suficiente, de traicionar sus obligaciones para con los demás. Así, el sentido liberador de esas relaciones, de donde deberían salir mutuamente exaltados los términos de confronta­ción artista-política, artista-pueblo, se pierde por completo y destruye la di­námica que debería estar en la base de dicha creatividad.

Si aceptamos que el intelectual ve el proceso social de manera distin­ta al resto, no por superioridad o inferioridad sino por simple división del trabajo, esto significa que también intervendrá en el proceso de manera di­ ferente y que su combate frente a la dependencia se situará en parámetros distintos a los del hombre de acción y también a los del hombre de clase.

Hoy día parece un crimen en el continente sostener que hay una na­turaleza creadora, o que los escritores ejercen profesionalmente la activi­dad crítica, etc.; pero no solamente es una naturaleza, determinada por la tarea de recortar y señalar un recorte de la realidad, rehacerla nuevamen­te según las intenciones de un proyecto cultural, buscar los sistemas de lenguaje o los órdenes combinatorios de elementos para transmitir esa nueva visión, sino que es, también, un poder. Estoy de acuerdo con el me­xicano Gabriel Zaid cuando afirma que “parece absurdo que un escritor crea menos en las opciones prácticas del emplazamiento que tiene, que en las del poder que no tiene”. Sin embargo, aunque parezca absurdo, la con­fusión reinante entre nosotros es tal a partir de la desestima de la obra de arte como trabajo específico, que lleva a una disyuntiva sin sentido: aban­ donar el poder real de la escritura o la creación plástica, para entrar en la acción revolucionaria directa o, en los casos menos dramáticos, para pro­ducir y transmitir mensajes operativos, donde no se verifica la mediación artística, sino que simplemente se vehiculan mensajes políticos, económi­cos, revolucionarios, populares, etc., tan impositivos y alienantes como los mensajes operativos de la industria cultural, y regeneran seudo-obras de arte remitidas a la indefendible mediocridad y los horrores sin atenuantes del realismo socialista soviético, pasado y presente.

4. LA SUBVERSIÓN PERMANENTE “El rifle del guerrillero”, “el machete del cortador de caña”, “la rueda dentada de la industria”, “la flor de la canción”, son saludados por Ed­mundo Desnoes como las respuestas de Cuba a la crisis de las artes plás­ticas latinoamericanas. Lo que cambian, únicamente, son los temas de la simbólica: símbolos de cantantes, personajes y productos de la sociedad de consumo, son cambiados por símbolos derivados de otras idealizacio­nes. No son exclusivas de las nuevas sociedades: también en nuestros paí­ses capitalistas se compra con la imagen de José de San Martín en el bille­te, se pegan estampillas con las alegorías de la patria o se colocan fenome­nales carteles públicos advirtiendo que “todos los caminos llevan a Méxi­co”. De cualquier manera la imaginación es coaccionada para que siga las direcciones propuestas: patria, consumo, próceres, ideales. En una y otra parte la visión ha sido elaborada para “los muchos”, para todos, especial­mente para las concentraciones urbanas, donde los códigos distribuidos por grupos minoritarios terminan por obtener, por insistencia, convicción o compulsión, el consenso público. Los signos de estos mensajes pueden ser leídos por cualquiera en el mismo sentido: hay, pues, una lectura co­lectiva frente a un mensaje que, aunque no parte de la colectividad, ha ter­minado por ser aceptado por la propia anomia de dicha colectividad.

Pero en el momento en que el escritor o el artista resuelven defender la decisión personal con que realizan una tarea específica, no sólo entran en colisión con los planteos políticos, sino también con las burguesías a las cuales pertenecen.

¿Que pueden tener de común estos mensajes legibles y alienantes con la obra creativa que pretende ser siem140


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je a través del postcubis­mo y el Art nouveau; Pettoruti, los soles pampeanos mediante el cubismo; Reverón, el sol del trópico gracias a las pinceladas libres; Peláez, la herre­ría habanera a través de Matisse; Portinari fue ayudado por Picasso para situar la indigencia negra.

pre, aunque no se lo proponga explí­citamente, un instrumento de liberación? Aparentemente nada. El proceso creativo latinoamericano ha estado siempre en un vivac. Su estado de alerta frente a los problemas de la dependencia ha impedido que se ilusionara ante las diversas apariciones de códigos generales progra­ mados por grupos políticos y que los revisara con desconfianza y lucidez crítica. La modernización refleja y la degradación cultural atribuidas por Darcy Ribeiro al proceso civilizatorio de América Latina recayeron, sin embargo, sobre la zona creativa. A fachadas aparentemente dinámicas y progresistas de la modernización refleja correspondieron artistas y escrito­res también de fachada, dispuestos a seguir el juego de ilusionismo desple­gado por las minorías gobernantes, mientras que la tergiversación políti­ca, la pérdida de vitalidad creadora, la confusión acerca de la naturaleza y posibilidades de la obra artística, engrosan la degradación cultural.

Pero en la generación siguiente, cuya acción comienza a ser efectiva entre 1940 y 1950, la explosión del marco de “ismos” europeos deja sin pi­so al artista latinoamericano. A Szyszlo en Perú y a Obregón en Colombia, a Alejandro Otero en Venezuela y a la generación de Fernández Muro en la Argentina, o a Ricardo Martínez en México, les toca trabajar en un lu­gar sin límites. Este momento de la cultura de la resistencia es especial­mente conflictual. Buscando nuevos alineamientos, los artistas del conti­nente se dividen entre quienes responden a la demanda de la moderniza­ción refleja y entran en la vía de las modas y la estética del deterioro; y quienes rechazan esta tendencia, tratando de reacomodarse en cada caso dentro de áreas locales que ni los protegen ni los rechazan. Esta línea re­sistente explora por el lado de la relación con la cultura indígena en Perú y Ecuador; por el recorte crítico o romántico de la realidad en Colombia; en México, por el rechazo de una revolución frustrada y frustrante. La si­tuación de América Latina se balcaniza, pero este fenómeno, lejos de ser una desgracia, permite la revaluación de la región, por una parte, y por la otra el careo de la cultura de la resistencia con el mimetismo que viene a reemplazar la buena conducta epigonal de la generación precedente. De tales confrontaciones nace una conciencia más fundamentada del concep­to de arte nacional y el descarte definitivo de indigenismos y nativismos.

Sin embargo, los artistas que corresponden a la cultura de la resisten­cia se separan de uno y otro peligro: rechazaron la modernización refleja como una forma de impostura, pero se sirvieron de los materiales lingüís­ticos modernos que se conocieron a través de ella. Sortearon asimismo la degradación cultural, pero exploraron a conciencia esta zona, considerán­dola una rica cantera de elementos aprovechables. Las mejores obras de las artes plásticas continentales funcionaron en este orden subversivo es­pontáneo, no programado por ningún grupo de poder. Sólo a la luz de la cultura de la resistencia adquieren su sentido y su proyección el conjunto de los iniciadores del arte moderno en América Latina: Torres García y Figari en el Uruguay, Tamayo en México, Mérida en Guatemala, Matta en Chile, Lam y Peláez en Cuba, Reverón en Venezuela, y hasta artistas apa­rentemente europeos, como el colombiano Andrés de Santamaría, el ar­gentino Pettoruti y el brasileño Di Cavalcanti.

Sin embargo, esta situación más clara y definida vuelve a sufrir un pro­fundo revés en la década de 1960, cuando la penetración de la civilización norteamericana reemplaza la influencia cultural europea. Durante unos años el golpe es tan fuerte, que la cultura de la resistencia parece eclipsar­se: los certámenes internacionales, así como la velocidad de difusión de nuevos modelos, hace pensar a los artistas que la alternativa es universali­dad o provincialismo, y esta opción trasnochada altera profundamente el proceso creativo. La búsqueda de universalidad, la instalación de nuevos artistas en Europa para trabajar en proyectos artísticos asimilados a la ciencia y la técnica, la vergüenza de la provincia y la avasalladora fuerza del arte norteamericano, invaden el campo creativo durante una década signada por la entrega y la derrota de la identidad. No obstante, al apro­ximarse el final de la década, y coincidiendo con el entusiasmo por el triunfo de la revolución cubana, toca a la generación emergente volver a pronunciarse, con un sentido aún

Este gran grupo repite curiosamente, entre fines del siglo pasado y co­mienzos de este siglo, gestos que corresponden a fundadores de culturas. La mayoría fue perfectamente consciente de que les competía el ingreso al modernismo y establecieron ese ingreso sobre las diferencias más que so­bre las semejanzas. Por entonces nadie hablaba de lenguaje, ni hubiera pensado en él como en una estructura desmontable: se hablaba de estilos y se pensaba en aprovecharlos. Las diferencias se apoyaron, sobre todo, en transgresiones al estilo impresionista, expresionista y cubista europeo, y en descubrimientos temáticos: Figari descubrió la Colonia a través del impre­sionismo; Di Cavalcanti, la opulencia del mestiza141


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el artista crítico es absorbido por la sociedad que digiere su crítica y la neutraliza. Aunque haya algo de verdad en esto, lo cierto es que los mecanismos de defensa contra la peligrosidad del artista, depen­den exclusivamente de que una sociedad sea lo bastante cultivada como para creer en la peligrosidad del artista. En la mayoría de nuestros países, el prestigio del artista es tan relativo como ínfimo el grado de peligrosidad que se le concede.

más subversivo, por la maltrecha y sub­yacente cultura de la resistencia. En los años setenta en Colombia, por ejemplo, las declaraciones de los artistas son increíbles: se deciden por la provincia, el subdesarrollo, la te­mática local, el desprecio frontal por la universalidad, el rechazo de las modas, el orgullo de la identidad. En el mismo sentido, nuevas generacio­nes artísticas de sitios olvidados como Guatemala o Puerto Rico, levantan una bandera revanchista que está menos apoyada en las exploraciones de paisaje, raza y orígenes de sus predecesores en la cultura de la resistencia, que en el uso de “la imaginación heterogénea” que les rodea. La consigna de estos artistas proclama “la imaginación en el arte” así como en 1968 se solicitó en Europa “la imaginación al poder”. Esto los aligera del duro far­do del dogmatismo partidista y les permite entrar en la cultura de la resis­tencia, sin perder nada de su agresividad ni tampoco de su originalidad. Imaginación y crítica, humor y desenfado, desconfianza y ferocidad, se mezclan en este nuevo tramo de trabajo.

Esto facilita, desde luego, el menosprecio con que se lo juzga desde planteos políticos radicales que desconocen la valiosa naturaleza de sus aportaciones, en la misma medida en que no persiguen la asunción de comportamientos reflexivos, críticos y adultos en el continente. A pesar de la confusión que la rodea, la tarea artística es un hecho con­creto. Un conjunto voluminoso de artistas y escritores que han aumenta­do su público en lugar de disminuirlo como pasa en Europa y Estados Unidos; que pertenece económica y culturalmente a la burguesía pero no la representa ni la encarna como clase; que ha sido tocado sólo tangencialmente por la crisis resultante de la competencia de los medios de comuni­cación de masas; que corresponde a sociedades donde la técnica y la cien­cia son más aparentes que reales, y donde, no habiéndose alcanzado la opulencia, es impensable y sin sentido un “arte pobre” o de desecho; que vive en ambientes donde no se ha producido ninguna escisión entre un vanguardismo en el vacío y las tradiciones culturales; se constituye en fuer­te elemento explicativo de todas estas peculiaridades.

5. EFICACIA, OPERATIVIDAD ¿En qué medida estas obras hacen el juego al sistema o, por el contrario, contribuyen al proceso revolucionario? Esta pregunta, que se dispara sin cesar en nuestro medio, reconduce a otra más reflexiva: ¿en qué medida las artes y la literatura, actuando como ideologías culturales, aceleran el proceso hacia el cambio? Por pertenecer a la ideología cultural y no a la acción directa, los artistas han sido blanco de tres posiciones: quienes los computan como fuerzas positivas dentro de ese proceso; quienes los juz­gan como elementos de distracción que favorecen inconscientemente al sistema; quienes, lisa y llanamente, los atacan porque no son “otra cosa”.

6. REGIONALISMO E IDENTIDAD Una de las piezas claves de la explicación americana que ellos proveen con sus obras, es la de evadir la retórica utopista que unió nuestros países en un imaginario bloque latinoamericano, para asumir de frente las diferencias re­gionales. Han sido capaces de comunicar la voluntad y especificidad regio­nal al mismo tiempo que construían una estructura mayor, global, donde se insertaban esos valores regionales, estableciendo entre ellos relaciones dinámicas que los convertían en verdaderas estructuras de sentido. No otra cosa es el modo de imaginar a través de Macondo, de soñar a través de Pedro Páramo, de hablar a través del Gran Sertón, de fabular a través de Wifredo Lam, de ver la geografía a través de Obregón, de sufrir a tra­vés de Cuevas, de reunificarse con la sensibilidad indígena a través de Szyszlo. Ninguno de estos sistemas expresivos regionales ha prescindido del campo global, semántico y lingüístico, donde debía establecerse. Por eso no se trata de operaciones aisladas y más o menos eficaces estéticamente, sino de inten-

Quienes los contabilizamos como fuerzas positivas (de ninguna mane­ra decisivas), creemos en su poder y en la limitación natural de ese poder. En su poder de descubrir relaciones no visibles dentro de la sociedad, de emparentar la acción del hombre con sus motivaciones profundas, de re­velar mecanismos peculiares de tal o cual comportamiento social, y de arrojar luz sobre el progresivo esclarecimiento de grupos humanos que se desconocen enteramente a sí mismos. En tal caso, la cultura de la resisten­cia rebasa su finalidad estética, y toca una ética y hasta una epistemología. Quienes los juzgan, en cambio, como meros elementos de distracción, siguen demasiado de cerca las teorías actuales, en especial las marcusianas, según las cuales 142


La cultura de la resistencia

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como lugar del proceso artístico es un hecho tan contundente en la América Latina ac­tual, como es de definitiva la liquidación del revanchismo regionalista de los años treinta. También en la praxis, la “diferencia” ha demostrado su importancia sobre el “mimetismo”. Por encima de tantas discusiones es­tériles, la suerte y destino de quienes apoyaron y exploraron la diferencia, no puede compararse con la de quienes apoyaron la alienación dentro del campo cultural invasor, borrados junto con el efímero centelleo de las mo­das. Así artistas como Lam o Botero crecen sobre el afianzamiento de una cosmovisión americana, mientras Le Pare o Soto se apagan con el eclipse de los experimentos europeos de post-guerra.

tos paralelos de comunicar la realidad latinoamerica­ na a través de un recorte parcial examinado a la luz de un proyecto gene­ral: el relevamiento de la provincia se adelantaría al cambio de táctica del imperio que, como anota Elio Jaguaribe, puede pasar de la dominación sa­ telizante a la provinciana, estimulando en cada región verdaderos enclaves de autodependencia. El proyecto creativo ha repensado los múltiples aspectos que se dan en un grupo humano. Las coordenadas de tiempo y espacio, por ejem­plo, han sido cuidadosamente revisadas según concepciones y vivencias distintas a las de las sociedades europeas y americanas, y también dife­rentes, aunque más afines, a las orientales y africanas. Involucradas en dichas coordenadas, han sido reinstalados los valores que conciernen a la vida y muerte, a relaciones humanas, a la historia y la geografía. Este examen radical ha hecho que, cuando las actuales sociedades desarrolla­das se perfilan, como lo apuntó dramáticamente Hermann Broch, como sociedades “sin valores”, las nuestras no acusen esa pérdida de valores, se empeñen en buscarlos y en restablecer una sociedad ontológica, y desconozcan los parámetros de negación y apocalipsis nihilista donde se desarrolla el arte actual universal. Esto no parte de un optimismo idiota, sino de un uso inteligente del subdesarrollo y de la conciencia de que uno de los síntomas más claros del subdesarrollo es cargar con los procesos ajenos.

Con igual decisión con que el proyecto global persigue significar a tra­vés de la comunicación de situaciones regionales, incluye también la crea­ción de sistemas lingüísticos donde la apropiación de formas de lenguaje actual aparece sin cesar enriquecida y transformada. La cultura de la resis­tencia ha redefinido, en sus obras, la debatida cuestión del arte como len­guaje, tal como lo veremos en los ejemplos que siguen. Pero antes de pasar a ellos, quiero subrayar la toma de posición polí­tica que subyace en el proyecto global. Decretar una voluntad de indepen­dencia cada vez más posible en la medida en que verificamos nuestra iden­ tidad, es un acto político. Insistiendo en ver la realidad latinoamericana a través de ese proyecto, es que se ha conseguido abatir, en parte, la pene­tración cultural de la década de los sesenta, y restablecer una agresividad juvenil que coloca el arte actual en pie de guerra.

La visión penetrante y crítica de estos procesos es la que condiciona el marco global del proyecto artístico latinoamericano. Mientras en las áreas de desarrollo la historicidad se debilita frente a un presente sin atributos y a un futurismo apocalíptico, nuestro proyecto refuerza la historia, que se manifiesta en las obras artísticas como continuidad o nostalgia, como puente para establecer formas de recurrencia, o como sistema para conva­lidar una circularidad cada vez más manifiesta.

7. COHERENCIA Para abordar críticamente el proyecto del arte de la resistencia, es preciso comprender su amplitud de registro y su coherencia. No son los artistas plásticos quienes establecen un camino exclusivo, ni tampoco los escrito­res o ensayistas por su lado, sino los tres al mismo tiempo. A cada situa­ción de dicha cultura corresponde una respuesta paralela que parte de los tres sistemas expresivos. El que más altibajos ha sufrido es el ensayo, pe­ro ha contado, en compensación, con hombres abarcadores y proféticos como Martí o Mariátegui, González Prada o el propio Octavio Paz, mo­viéndose las más de las veces entre intuiciones y propuestas asistemáticas sin excesivo rigor crítico, pero inventando también una forma de pensar más viva y medular que programática, más sensible que reflexiva; a lo que habría que agregar el boom de los estudios sociológicos y económicos so­ bre Latinoamérica en los últimos años, donde muchas

En este proyecto global, la noción de provincia ha sido rescatada con propiedad y entusiasmo. Enzensberger escribe que “la provincia está en todas partes, porque el centro del mundo no se encuentra en lugar algu­no, o a la inversa, porque en principio cabe admitir que su omphalos está en cualquier lugar. [...] lo particular, lo válido de lo provinciano -afirma-, se libera de su propia entraña reaccionaria, del limitado tipismo del mu­seo de glorias locales, y recobra así sus derechos”. Aun cuando falta entre nosotros, todavía, la reflexión actual acerca de los valores de la provincia, sobre arte y literatura nacional, y sobre el sofisma de la universalidad, la praxis artística se ha adelantado: la revaluación de la provincia 143


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el símbolo apela al intelecto. En lo real maravilloso de Carpentier o en La jungla de Lam, no hay, pues, una utilización de lo exótico a la manera europea, o una búsqueda de campos más o menos irracionales, para imponer sobre ellos la racionalidad. A pe­sar de la formación europea de Carpentier y del origen chino de Lam, am­bos actúan en perfecta consonancia y entero respeto hacia la tierra donde se sitúan. Estas actitudes provocan un dislocamiento del orden racional, un quiebre en la lógica del discurso, que tiende a transfigurar la realidad objetiva. El exceso es la norma. El violento dinamismo de Lam puede, en este terreno, apoyarse en El mundo alucinante de Reynaldo Arenas: Car­pentier, Lam, Arenas, se encuentran en una vía que reconduce a los mo­ dos de ser cubanos, a las consecuencias lingüísticas y culturales de los cru­ces étnicos, al clima y a la historia, a la economía del subdesarrollo y a la dependencia.

veces se advierten verdaderas y fértiles aventuras del pensamiento, como en el caso de Darcy Ribeiro o el asimilado André Gunder Franck. En el plano creativo las coincidencias son constantes y tipificadoras. No están deducidas de paralelismos temáticos o de homologías simplistas: su relación depende de una misma manera de revolucionar la representacion del mundo, o sea de operar, según las ideas marxistas, una revolución (significación que “presenta” y “produce”, trabajo transformativo, no conformista). En los colombianos Fernando Botero y Gabriel García Márquez, por ejemplo, la revolución de la representación apunta, por vez primera, a una plena identificación de Colombia, mediante la selección intencionada de algunos datos protuberantes. Ambos elaboran un modelo, que tiende a explicar un hecho y superar una contradicción: lo que aprendemos sobre Colombia a través de sus obras es una verdad fundada en el punto de vis­ta de ambos, que convienen en desatender las apariencias y formas inme­ diatas de la vida nacional, para explorarlas por detrás de esa representa­ción convencional y construir otra apoyada en nuevas relaciones entre el hombre, el tiempo, el espacio y la peripecia. Todo lo que atañe al hombre y a su vida es profundamente alterado, buscando construir un nuevo pris­ma que muestre la realidad de manera diferente. En la construcción de ese nuevo modelo los dos proceden como realistas, tal cual es realista Swift bajo el análisis de Lukács, cuando éste escribe que la identidad de las co­sas descritas por Swift, en contraste con la nueva dimensión, constituyen el fundamento de su profunda comicidad. Por un camino análogo al de Swift, tanto Botero como García Márquez actúan alterando arbitraria­mente las dimensiones y las posibilidades de sus temas. Si Swift tuvo mo­tivaciones sociales para actuar así, también las tienen Botero y García Márquez, cuyas obras ahondan en la sociedad colombiana, no simplemen­te en lo real inmediato. En las peripecias de Cien años de soledad o en los cuadros inflados y monstruosos de Botero, se construye un modelo de vi­sión donde la sociedad colombiana se ve esencialmente reflejada.

La cultura de la resistencia ha hecho más por aproximar a nuestra vi­sión crítica los sistemas de análisis y comprensión tanto lingüísticos como estructurales, que todos los tratados europeos: si bien estos afinan cada día nuestros elementos de juicio, la construcción de símbolos y metáforas, la tarea fáctica de elaboración del arte como lenguaje, están dados en las obras latinoamericanas. De la misma manera que el uso de los modos metafóricos en Lam nos explica las formas de expresión de la raza negra y sus cosmovisiones sen­sibles, el uso de símbolos en el peruano Fernando de Szyszlo, utilizando la mediación simbólica de los poemarios incas, nos induce a revisar la re­lación perceptual del indígena y el mundo, así como su voluntad de mo­verse entre mitos y su capacidad de inventar vastas mitopoyesis. Esto na­da tiene que ver con la visión folclórica del indio o del negro, ni mucho menos con la contingencia revanchista o demagógica que anima tantas obras indigenistas. A veces el artista o el escritor de la cultura de la resistencia no persi­gue expresamente el lenguaje simbólico o metafórico, sino que actúa co­mo transmisor de una realidad cuya riqueza, variedad y peculiaridad es demasiado atractiva para poder desprenderse de ella. Cuando Rulfo habla de los campesinos que son tema de sus ficciones, parece atrapado por ellos: ve la gente, oye a la gente: “no es que uno vaya allá con su grabadora a captar lo que dice esa gente”; si los mira fascinado, es para verificar “cómo crean la alegría y cómo sienten el dolor”. “Imaginé el personaje, lo vi -dice refiriéndose a Pedro Páramo-, los dejé entrar a todos y después, que se esfumaran, que desaparecieran”. Rulfo y García Márquez se de­fienden vehementemente de la imaginación que se les atribuye. “No in­vento nada -dice

En la cultura de la resistencia, la revolución de la representación no ha seguido nunca vías lingüísticas similares. Entre Wifredo Lam, por ejem­plo, y El reino de este mundo, de Carpentier, se advierte otro aire de fami­lia, otro parentesco ligado con lo mágico, no en tanto que sospechoso tér­mino literario, sino como el derivado natural de la negritud, de una inves­tigación de lenguaje que advierte que la relación mágica del hombre con el mundo reconduce a la metáfora en lugar del símbolo, para golpear la sensibilidad en la misma medida en que 144


La cultura de la resistencia

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contradicciones, como serían los arcaísmos tan frecuentes en la plástica puertorriqueña, o en la activi­dad exorcizadora de Mario Abreu en Caracas. Cuando una sociedad co­mo la rioplatense queda calcada en la impersonalidad de la modernización refleja, la resistencia reviste la forma desafiante y rabiosa de individualis­mos a ultranza: enroscados sobre sí mismos, complacidos oscuramente en la derrota, inventores de la insatisfacción y la nostalgia que encarnan en protagonistas fugitivos, fracasados, mutilados. Dos grandes del sur, el es­critor Juan Carlos Onetti y el pintor Hermenegildo Sábat, dan a la resis­tencia el tono porteño guasón y despectivo, y le añaden un tipo de movi­miento que les es característico: una suerte de marcha atrás que ellos lla­marían “estar a la retranca”. Cuando la sociedad brasileña proclama el “milagro” desarrollista, el imaginario secreto de Marcelo Grassmann obli­ga a recordar sobre qué tierras movedizas se apoyan las computadoras.

García Márquez-, repito lo que oí a mi abuela”. “Soy de chispa retardada -dice Rulfo- pero tengo el pálpito de que la ficción va a ganar, simplemente por más real”. Hay que creerles. La situación de Pe­dro Páramo, por consiguiente, es muy similar a la de los cuadros atmosfé­ricos de Tamayo. Ambos afirman que lo real aparece transfigurado por un aura, una claridad que rodea todas las cosas y altera tanto la sonoridad co­mo la nitidez del mensaje semántico. Las voces de Pedro Páramo -que se llamaba Los murmullos, en su primera versión-, se oyen tan distantes co­mo se ven de nebulosas, lejanas, las figuras de Tamayo. “Tamayo ha des-­ cubierto la vieja fórmula de la consagración”, dice Paz, otro consagrador. Se pierde el tacto de las cosas. Todo queda embalsamado en un aire oní­rico que, sin embargo, es tan patente e intenso como la propia realidad. No se trata de escamotearla sino de darla como es, envuelta y lejana, más posible que verificable. Sumando unas y otras expresiones de la cultura de la resistencia en las áreas menos susceptibles de modernización refleja, encontramos un lugar general donde se emparentan, fuertemente vinculado con las rela­ciones de producción y con el subdesarrollo subsiguiente: reconocemos ahí sociedades de tipo mítico, o cuya aproximación a lo real es simpatética y perceptual, según la explicación de Cassirer, y también capaz de partir de premisas irracionales para llegar a una lectura simbólica a través de procesos lógicos.

No hay ninguna razón para pensar que el arte de la resistencia, cuya cohesión, variedad y número aumenta año tras año, se hace a espaldas de la dependencia, sin tomar conciencia de ella. Por el contrario, es su primer producto, el más constante a lo largo de la escasa e invadida vida cultural del continente. Otra cosa es que, en algunos casos, las obras resultantes derivan directamente de la dependencia y del deseo de vencerla: mientras que a veces reflejan de modo involuntario las situaciones emergentes del subdesarrollo. Pero como en el trabajo artístico importan más las obras concretas que las intenciones, resulta que de ambos supuestos salen obras que comunican con igual importancia la representación revolucionaria. Es revolucionaria, en cuanto corta tajantemente con la estética europea y con la norteamericana, pero también con la docilidad y la anemia internas.

Vivir en una sociedad mítica no lleva necesariamente, sin embargo, a crear mitos, sino a permear una determinada vivencia cultural que puede hacerse perceptible de muchas formas. Por ejemplo, ¿el arte de uno de los dibujantes mayores de América, José Luis Cuevas, no está acaso recortan­do una parcela de dolor y enfocándola en un discurso circular y recurren­te como el del Farabeuf de Salvador Elizondo, sin que ninguno de los dos se interese por organizar ese material dramático vis a vis de un finalismo o una conclusión ética? ¿El itinerario de Elizondo, que adopta a ratos las descripciones pormenorizadas del objetalismo europeo, no se autodestruye en esa repetición irracional que prefiere, antes que avanzar, quedarse golpeando las puertas del misterio? ¿Y no ocurre esto porque, bajo su aparente desenfado, se enreda emocionalmente con pánicos cuyo sentido no logra desentrañar?

Los enemigos de la autonomía cultural están afuera y adentro de nues­tra sociedad: si la penetración viene de afuera, la satelización se lleva a ca­bo dentro de Latinoamérica, a veces con un extraño celo que sólo puede explicarse recordando que los sirvientes son más acuciosos que los mis­mos amos. Esta falta de homogeneidad dificulta la posibilidad de ver la cultura de la resistencia como un cuerpo, y su acción creativa como un proyecto glo­bal paralelo al cuerpo social, pero específicamente solitario y profético. Quién sabe durante cuánto tiempo, aceptando caso por caso, seguirán esti­mándose mal y erradamente estas obras, al juzgarlas como decisiones perso­nales y no como partes iluminadas y activas de la cultura de la resistencia. 

Pero también la cultura de la resistencia parte de grupos latinoameri­canos que se sitúan lejos de la visión mítica y abrazan el progreso y el prag­matismo. Cuando las contradicciones dentro de tales grupos son demasia­do flagrantes, como pasa en Caracas o San Juan de Puerto Rico, la cultu­ra de la resistencia tiende a agravar dichas 145


Las distancias del creer: secularización, idolatría y el pensamiento del otro

Diego Cagüeñas Rozo

Otras Voces

Las distancias del creer:

secularización, idolatría y el pensamiento del otro por

Diego Cagüeñas Rozo*

Fecha de recepción: 3 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 1 de septiembre de 2009 Fecha de modificación: 21 de septiembre de 2009

Resumen ¿Es necesario creer lo que el otro cree para comprenderlo? El artículo explora diferentes perspectivas desde las que la antropología ha respondido a este interrogante. El argumento principal es que, por tratarse de una disciplina que surge con la modernidad y la secularización del mundo, la antropología ha tendido a ignorar lo específicamente “religioso” del creer para poderlo reducir a fenómeno simbólico y social. Se reconsidera la importancia del problema del creer en el acercamiento de la antropología al otro, una vez que el investigador ha rechazado la posibilidad de compartir sus creencias. Haciendo uso de las ideas de distancia y de retiro de lo sagrado, se cuestionan las consecuencias que la secularización trae para el ejercicio de la etnografía definida como pensamiento del otro y para el análisis del problema del creer. Finalmente, se muestra cómo el retorno de lo sagrado obedece a una lógica idolátrica que busca reinstaurar la autoridad de las ortodoxias que la secularización ha debilitado, y se esboza el tipo de acción política que podría contrarrestar el violento avance de la idolatría en el escenario político.

Palabras clave: Secularización, creencia, distancia, idolatría.

The Distances of Belief: Secularization, Idolatry, and the Thought of the Other

Abstract Is it necessary to believe what the other believes to understand him? This paper explores different perspectives through which anthropology has addressed this question. The main argument is that because it is a discipline that arose alongside modernity and the secularization of the world, anthropology has tended to ignore what is specifically “religious” in believing so as to reduce it to a social and symbolic phenomenon. The importance of the problem of belief is reconsidered in respect to anthropology’s approach to the other once the researcher has dismissed the possibility of sharing the other’s beliefs. Turning to the ideas of distance and the defection of the sacred, I question the consequences that secularization brings to the exercise of ethnography and to the study of the problem of belief. Finally, I show that the return of the sacred responds to the logic of idolatry, which seeks to reinstate the authority of the orthodoxies that have been weakened with secularization. I conclude with a brief sketch of the kind of political action that could thwart the violent advance of idolatry in the political sphere.

Key words: Secularization, Belief, Distance, Idolatry.

As distâncias de crer: secularização, idolatria e o pensamento do outro

Resumo É necessário crer aquilo que o outro crê para compreendê-lo? O artigo explora diversas perspectivas desde as quais a antropologia tem oferecido resposta a esta pergunta. O argumento principal é que, devido a que é uma disciplina que surge com a modernidade, a antropologia tem ignorado o aspecto especificamente “religioso” de crer para reduzi-lo a fenômeno simbólico e social. A importância do problema de crer é reconsiderada na aproximação da antropologia para o outro, quando o pesquisador rejeita a possibilidade de compartilhar suas crenças. Usando as idéias de distância e de retiro daquilo sagrado, as conseqüências que a secularização traz para o exercício da etnografia definida como pensamento do outro e para a análise do problema de crer são questionadas. Finalmente, mostra-se como o entorno daquilo que é sagrado obedece a uma lógica idolátrica que procura a re-instauração das autoridades das ortodoxias que a secularização tem debilitado, e delineia o tipo de ação política que poderia contra-arrestar o violento avanço da idolatria no cenário político.

Palavras chave: Secularização, crença, distância, idolatria. * Doctorado en Antropología y Estudios Históricos (en curso), Maestría en Antropología, The New School for Social Research, Estados Unidos; Maestría en Filosofía y Análisis Cultural, Universidad de Ámsterdam, Holanda; Filósofo y antropólogo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Actualmente se desempeña como profesor en el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: cagud270@newschool.edu.

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La distancia

creer en la medida en que ya no podemos buscar a Dios (Heidegger 2000, 198). Lo sagrado parece haberse replegado a una distancia tan vasta que ni siquiera el creer más abnegado puede alcanzarlo. Lo único que nos es dado es creer que creemos. O, de modo más dramático y vertiginoso, “creer a pesar de la creencia de que no se cree” (Marion 1993, 80).

P

ensar la secularización es pensar el recorrido de una distancia. Los polos de este movimiento pueden determinarse con relativa exactitud: la lejanía del nihilismo, por un lado; la cercanía de la idolatría, por el otro. El problema, sin embargo, reside en la correcta estimación de la magnitud de la distancia y la dirección del recorrido. Si entendemos por secularización una “relación de procedencia desde un núcleo de lo sagrado del que uno se ha alejado y, sin embargo, permanece activo, incluso en su versión ‘decaída’, a términos puramente mundanos” (Vattimo 1996, 11), podemos afirmar que secularización no significa abolición de lo sagrado sino su particular modo de pervivencia en el mundo moderno. En algún lugar entre el vacío que queda tras la retirada de los dioses y la plenitud que trae la sobreabundancia de ídolos se halla la única experiencia religiosa auténtica que puede brindar un mundo que se piensa secular.

Para el pensamiento antropológico, en cuanto pensamiento del otro, la distancia abierta por el alejamiento de lo sacro es condición de posibilidad. En ello no se encuentra solo. De hecho, todas las llamadas “ciencias sociales” dependen desde su origen mismo de la creación de “lo secular”, es decir, de un campo de relaciones por completo inmanente, cuyo estudio y comprensión no dependan de instancias trascendentes. Esto se suele olvidar: que no siempre hubo “lo secular”. Se olvida que el saeculum, en la Edad Media, no era un espacio o un dominio; se trataba del lapso de tiempo que separa la caída del eschaton. Para convertirse en espacio independiente e inmanente lo secular debió privatizar, espiritualizar y trascendentalizar lo sagrado, al tiempo que reimaginaba la naturaleza, el hombre y la sociedad como elementos de una esfera de poder autónomo y formal (Milbank 1993, 9). Esto es bien sabido, y no es la historia que deseo contar. Mi interés es más específico. Mi pregunta es por el lugar que ha ocupado el creer en un pensamiento, el antropológico, que sólo es posible gracias a la distancia abierta con la (pretendida) secularización del mundo y el consiguiente extrañamiento del otro. La pregunta podría ser puesta en estas palabras: ¿es necesario creer lo que el otro cree para comprenderlo? Así formulada, la pregunta puede parecer ingenua: durante su corta historia la antropología ha funcionado como si no fuese necesario compartir las creencias del otro para la producción de saber etnográfico. Aún más, en repetidas ocasiones se ha hecho explícita una cierta necesidad de ignorar tales creencias, o por lo menos de suspenderlas, de ponerlas entre paréntesis, si lo que se busca es alcanzar un saber más fiel a la realidad.

Determinar la naturaleza de dicha experiencia excede el propósito de estas páginas; nos limitaremos a señalar un posible primer paso en esa dirección. Partimos, siguiendo a De Certeau, constatando un cierto desplazamiento de la sacramentalidad tras el cual la experiencia amorosa y la sexualidad intentan reemplazar la obediencia. Tan pronto la Iglesia deja de ser “la garantía social y cultural de habitar en el campo de la verdad” se rompen los vínculos de hermandad que hacían del otro un miembro más de la comunidad. Se descubre entonces una “alteridad perturbadora e inaccesible” (Certeau 2006, 309) que demanda de nosotros un ejercicio de fe, que nos pide creer en ella. El amor y la sexualidad buscan, de forma infructuosa y efímera, volvernos a acercar a ese otro. No parece ser suficiente. Consumada la consabida muerte de Dios, el otro parece ser lo único en que nos es posible creer. Sin duda, no es éste el superhombre que Nietzsche aguardaba tras el ocaso de los ídolos. Lejos estamos de aquel nuevo hombre que se haría cargo de su voluntad de poder y se daría a sí mismo nuevos valores más merecedores de tal nombre. Por el contrario, la necesidad de un acto de fe en todo acercamiento al otro pone en evidencia tanto nuestra necesidad como nuestra incapacidad de creer. Así lo entendió Heidegger: no somos no creyentes porque Dios en cuanto Dios haya perdido su credibilidad ante nosotros, sino porque nosotros mismos hemos abandonado la posibilidad de

Se impone otra pregunta más fundamental: ¿es posible comprender algo que no se comparte? Retorno al desplazamiento de la sacramentalidad que advierte De Certeau. Con respecto a la liturgia en un mundo secular, se permite decir: “La liturgia se estetiza. Deja de ser cierta (pensable) y eficaz (operatoria), pero puede ser bella, como una fiesta, como un canto, como un silencio, como un efímero éxtasis de comunicación colectiva” (Certeau 2006, 309). El servicio público deja de serlo para convertirse en estímulo de “experiencias privadas”. 124


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Orígenes

Otro tanto podría decirse del saber etnográfico: al no compartir las experiencias del otro del que pretende hablar, corre el riesgo de estetizarlo.1 No se trata de un juicio peyorativo. Estetizar al otro no es por necesidad un acto reprochable (aunque frecuentemente lo sea); es, ante todo, hacer de él objeto de un cierto tipo de conocimiento. Simplemente se constata lo siguiente: al mantener al otro a distancia suficiente para neutralizar tanto sus creencias como las del etnógrafo, aquello que hace de lo vivido algo cierto y eficaz para cada individuo es pasado por alto, por ser considerado perteneciente a una “vida interior” que se estima inaccesible o irrelevante. El intento de acceder a esta interioridad es reprochado como síntoma de “psicologismo”. El quehacer de la etnografía, al hacer del otro un enigma indescifrable en términos “científicos”, es decir, como objeto de un cierto tipo de conocimiento, no estaría sino replicando en clave propia la imposibilidad de creer que nos ha legado el retiro de lo divino. No sólo no podemos creer lo que el otro cree sino que no podemos creer que el otro crea.

Es necesario delimitar el problema desde un principio. Hay algo de característicamente “cristiano” en el acto de creer; algo, por necesidad, que sería propio de la tradición de las religiones del Libro. Muchas religiones están basadas primariamente en un hacer: acatar la Ley, llevar a cabo ciertos rituales, abstenerse de incurrir en prácticas prohibidas, por ejemplo.2 Esto no quiere decir que otras religiones carezcan del concepto de creer; tan sólo que, de tenerlo, éste es secundario con respecto a otros elementos (Stringer 1996). Para el cristianismo, por el contrario, creer está en la raíz de toda definición de lo que es “ser cristiano”. Incluso podría afirmarse, como lo sugiere Foucault, que una vida “verdaderamente cristiana” consiste en la constante manifestación explícita de las creencias personales (Foucault 1997, 208). Esta herencia cristiana es determinante en el modo en que el problema del creer forma parte de los orígenes del pensamiento antropológico. Así, al definir cultura como “el todo que abarca conocimiento, creencias, arte, moral, ley y costumbres”, Edward Tylor (quien provenía de una familia de cuáqueros) clasificó el creer como uno de los elementos que conforman la “esfera intelectual” de toda sociedad (Tylor 1974, 1). Según Tylor, los elementos intelectuales de una cultura son causa de sus elementos materiales. Esta perspectiva intelectualista explica por qué Tylor pudo definir la religión como “la creencia en seres sobrenaturales [spiritual beings]”. En esta simple frase, lo divino –lo sobrenatural– ha quedado irremediablemente ligado al acto de creer.

Pero vamos demasiado rápido. A pesar de no ser un tema que suela ocupar al etnógrafo, el creer está inscrito en el corazón de la disciplina desde muy temprano. Debemos entonces volver la mirada a esas primeras formulaciones y preguntarnos cómo el problema del creer ha determinado la historia de un saber que necesita del otro. Lo que sigue, por tanto, es una breve genealogía del problema del creer, desde la mirada antropológica, una vez el mundo se ha secularizado y el otro se ha convertido en realidad estética. A lo largo de este recorrido la cuestión de la distancia nos servirá de guía. La meta es abrir la posibilidad de medir con mayor precisión la distancia que nos separa de lo divino.

Las consecuencias de tal definición pueden identificarse tan temprano como en La rama dorada. James Frazer (quien fue educado en la fe presbiteriana) también distingue el aspecto intelectual de la religión, de sus manifestaciones prácticas, esto es, diferencia la creencia en poderes superiores, de las tentativas de invocarlos o apaciguarlos. Pero Frazer da un paso más al sostener que la creencia debe necesariamente preceder a la práctica, ya que primero debemos creer en la existencia de un

1 Estética no tiene en este contexto el sentido restringido de producción y apreciación de obras de arte. Alude, en cambio, a aquella esfera de la experiencia humana que desde la Ilustración es tenida por “privada” y, por ende, “subjetiva”. Esta concepción de la estética encuentra una de sus más acabadas expresiones en la definición kantiana según la cual la “estética trascendental” consiste en “la ciencia de todos los principios a priori de la sensibilidad”. Así, pues, la estética se ocupa de un conocimiento “sensible” en el que no median conceptos sino sólo las “formas” de la experiencia (espacio y tiempo). Para efectos de nuestra argumentación basta retener la profunda subjetivación de una estética así definida. Como conocimiento privado y anterior a conceptos, la estética se asegura un dominio de la experiencia en el que lo social sólo ingresa en un segundo momento. Lo estético se comparte después de vivido; su vivencia no depende de –ni incluye– la existencia del otro. En la Tercera Crítica, la de la facultad de juzgar, Kant afirma: en el juicio estético “no se entiende la determinación del objeto, sino del sujeto y de su entendimiento” (Kant 1992, 44).

2 Ejemplo de tal concepción “práctica” de lo religioso es el culto a los ancestros. Igor Kopytoff ha demostrado que, en el caso de numerosas sociedades africanas, es incorrecto afirmar que sus miembros “creen” en los ancestros y, por tanto, los veneran. De hecho, en África el énfasis recae “no sobre la manera en que los muertos viven sino en las formas en que afectan a los vivos” (Kopytoff 1971, 129); lo que significa que las personas invierten mucho menos tiempo especulando acerca de la vida después de la muerte que haciendo frente a las acciones de los ancestros. Esta relación implica que la existencia de los ancestros nunca es puesta en duda, así como en muy contadas ocasiones se duda de la existencia de “padres”. No significa esto que no haya diferencia alguna entre ancestros y padres, sino que ésta rara vez es objeto de reflexión sistemática (Astuti 2007).

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legiado para la comprensión de la experiencia religiosa, es decir, que la “vida interior” del antropólogo es la clave para descifrar la “vida interior” de los otros, pero que, por ello mismo, el saber que pueda desprenderse de tal relación no pertenece al ámbito de la antropología. En otras palabras, en este punto el antropólogo ha dejado de serlo. Por ello no debería sorprender que, cerca del final de su estudio de la religión Nuer, Evans-Pritchard confiese que “en este punto el teólogo toma el lugar del antropólogo”, como si no hubiese otra vía hacia la comprensión del verdadero significado de cualquier fenómeno religioso.3

ser sobrenatural antes de intentar complacerlo (Frazer 1995). De esto se desprende que, dado que las acciones se derivan del creer, al etnógrafo le es posible utilizar las prácticas “religiosas” como la clave para desentrañar la creencia que les da forma. Algunos años después, Émile Durkheim se encargaría de invertir y complicar esta relación. Durkheim (quien creció en un entorno judío) retiene los aspectos conceptuales y mentalistas de la religión definidos por Tylor, pero los transforma en elementos de representaciones colectivas a través de las cuales la sociedad adquiere conocimiento del mundo. Ya que dichas representaciones anteceden toda existencia individual, las creencias no pueden sino derivar de la experiencia ritual. Dicho de otro modo, creer no es tanto un “estado interior” como un hecho social. Antes que tratarse de contenidos psicológicos o intelectuales, las creencias son uno de los más importantes medios por los que la sociedad se representa a sí misma para sus miembros (Durkheim 2003). El énfasis recae entonces sobre la noción de “sistemas de creencia”, que se caracterizan por su casi total coherencia, por su prioridad sobre el individuo, y porque el espacio para el disenso es reducido a expresión de anomia.

En brusco contraste, Clifford Geertz asume una posición bastante distante frente a la esfera de lo religioso, ya que no considera las creencias del antropólogo de especial interés, en gran medida porque su obra equipara los sistemas de creencia a sistemas simbólicos. Geertz enfatiza que el antropólogo debe distinguir entre el creer “en medio del ritual” y el creer como producto de “la reflexión acerca de tal experiencia” (Geertz 1973, 79). Esta distinción es crucial para Geertz, pues le permite demostrar que las creencias religiosas no son meras “inducciones desde la experiencia” o manifestaciones exteriores de una interioridad inalcanzable, sino expresiones de la previa aceptación de una autoridad externa al individuo (Geertz 1973, 74). De ahí la importancia del ritual. Las creencias adquieren intensidad [vividness]únicamente en el contexto del ritual, puesto que es dentro del universo simbólico que les da forma y razón de ser donde encuentran pleno sentido. El mundo simbólico preexiste a todo acto de creer y dicho mundo se abre paso a través de la autoridad ritual hacia cada psique individual. Encontramos entonces que Geertz arriba a una concepción del creer bastante cercana a la propuesta por Durkheim: las creencias no agotan la dimensión de lo sagrado y, por tanto, no es necesario compartirlas para entenderlas desde un punto de vista etnográfico. Para ello debería ser suficiente reducirlas y describirlas como fenómenos simbólicos y sociales.

Los estudios de Evans-Pritchard (quien se convirtió al catolicismo hacia el final de su carrera) sobre brujería entre los Azande y religión entre los Nuer son un bello ejemplo de reconstrucción de sistemas de creencia. En el primer caso, su propósito fue demostrar que las creencias aparentemente “irracionales” de los Azande obedecen a una lógica que tiene sentido en sus propios términos, y más específicamente, que la brujería es una práctica que busca arreglárselas con el infortunio (Evans-Pritchard 1976). El análisis emprendido por Evans-Pritchard supone que las creencias deben ser entendidas como hechos sociales, no teológicos. La tarea del etnógrafo consiste en rastrear las relaciones entre creencias, y entre creencias y otros hechos sociales. El “contenido religioso” específico de cualquier creencia es dejado fuera de consideración en la medida en que el etnógrafo no está en posición de declararlo “falso” o “verdadero”. Victor Turner (quien también se convertiría al catolicismo) fue más lejos. Turner sugiere que “la religión no está determinada por nada distinto a ella misma”, y, en consecuencia, no puede ser reducida a ningún tipo de explicación etnográfica. En consecuencia, todo intento académico de explicar fenómenos “religiosos” (como el del creer) tan sólo termina destruyendo “aquello que hiere y amenaza su autosuficiencia” (Turner 1962, 92). Detrás de estas declaraciones se esconde una presuposición que Turner comparte de cierto modo con Evans-Pritchard: que el creer ocupa un lugar privi-

El problema del creer Estos primeros acercamientos de la antropología al creer se apoyan en el supuesto de que la capacidad de creer es un rasgo universal de la humanidad: aunque es

3 Se entiende entonces que Evans-Pritchard caracterice la actitud de sociólogos y antropólogos sociales hacia la religión como “hostil”, pues la entienden como “superstición que ha de ser explicada” y no como algo en lo que pueda creer “una persona racional” (Evans-Pritchard 1966, 162).

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Siempre podemos sucumbir a la necesidad de creerle al otro, de creer en el otro. Pero, entonces, habría que concluir, estaríamos abandonando las reglas del conocer.

innegable que los sistemas de creencia difieren entre sí, esto no quiere decir que haya grupos humanos sin religión o religiones sin creencias. El problema consiste, por tanto, en explicar dicha variedad. Por ello, la antropología se ha tropezado con el problema del creer principalmente como parte de la tarea de traducción intercultural. El problema ha sido persistente: cuando los antropólogos atribuyen creencias a miembros de otras culturas (el otro por excelencia), ¿están asumiendo que una categoría “psicológica” que comparte un gran número de lenguas occidentales debe ser tratada como una capacidad que puede ser atribuida a todo ser humano? La cuestión reviste especial interés puesto que ha sido ligada a preguntas acerca de la universalidad de la razón o de la corporalidad humana. Incluso si se acepta que creer es una capacidad compartida de modo universal, aún queda por resolver el problema de la naturaleza de las creencias: ¿se trata de expresiones de una racionalidad común o efectos de disposiciones corporales compartidas (Crandall 2004; Das 1998; Recanati 1997)?

Prescindencia del creer Hasta acá sólo obstáculos. ¿Son la herencia cristiana del creer y su versión moderna y “decaída” suficientes para explicar las dificultades? Tal vez quepa ser más precisos. Talal Asad, por ejemplo, acusa –pienso que justificadamente– a pensadores como Geertz y Evans-Pritchard de dar prioridad al creer como “estado mental”, antes que como actividad constitutiva del mundo (Asad 1993, 43). Y esto no a pesar, sino precisamente en razón de sus intentos de hacer de la creencia un fenómeno social. En este sentido, se trataría de teorías “modernas”, pues suponen la imposibilidad de comprender lo religioso en sus propios términos. Cabe recordar que tanto Geertz como Evans-Pritchard ejercen un acto de traducción del creer con el fin de hacer de éste objeto posible para el pensamiento etnográfico: lo convierten en fenómeno simbólico, el primero; en hecho social, el segundo. Acerca de lo propiamente “religioso” del creer, no obstante, no es mucho lo que la antropología puede decir, pues ello permanece atrapado en las redes de la interioridad. ¿Cabría, por consiguiente, hacer a un lado el problema del creer?

Sin embargo, las dificultades de pensar el creer no son solamente de índole epistemológica. Existen dilemas éticos y metodológicos cuando se trata de dar cuenta de las creencias del otro (Hahn 1973; Ward 2006). Estos dilemas reintroducen el problema de la distancia en una nueva escala. Katherine Ewing plantea que en el acercamiento al creer del otro se corre el riesgo de borrar la distancia entre antropólogo e informante. Sin importar si el primero comparte o no las creencias del segundo, es necesario preguntarse: ¿cómo hacerse cargo de las creencias ajenas sin caer en una suerte de “ateísmo reductor” (Ewing 1994, 572)? Hablar de ateísmo, no obstante, no parecer ser la forma más afortunada de plantear el problema. El término agnosticismo es más preciso, si tenemos en cuenta que una respuesta como la de Geertz busca preservar la distancia adecuada frente a “las vidas interiores de los nativos”: el etnógrafo debe encontrar el balance entre estar “dentro” y estar “fuera” (Geertz 1976, 223). No se trataría de una ausencia de fe sino de su suspensión en aras del saber etnográfico.

Si se atiende a la lógica de la secularización, una respuesta afirmativa se presenta como la más sensata. En efecto, al socavar los fundamentos de una posible ética cristiana, la modernidad ha cerrado el espacio de autoridad que solía ocupar la soberanía de una “persona sagrada”. Así, pues, “se seculariza también la subjetividad moderna, en cuanto que, al entrar en un sistema de relaciones sociales y de poder más complejo que el de la relación con una persona soberana, debe necesariamente articularse de acuerdo con un sistema de mediaciones que la hacen menos perentoria” (Vattimo 1996, 43). Este proceso de secularización funciona gracias a un equívoco: confunde obediencia con servidumbre. De ahí el desconcierto que surge al comprobarse que la liberación de esta relación de obediencia no ha traído consigo al hombre racional y autónomo que se esperaba. La distancia que la secularización abre entre un hombre y otro nos ha puesto en situación de precariedad. Perdido el padre, se pierde al hermano. La distancia filial ha sido obliterada, y con ella, la certeza del creer. Nosotros, los “modernos”, tan sólo podemos creer que creemos.

Es así como el problema del creer se convierte en el problema de cómo comprender algo que no es compartido, o que lo es sólo parcialmente, y sobre lo cual no estamos en posición de emitir juicios de valor ni de conocimiento (Engelke 2002). Hay más: existe la posibilidad de que el informante sepa algo de la condición humana que sea válido para el investigador. Siempre será posible que las creencias del otro puedan enseñarnos algo (Ewing 1994; Harding 1987). Esto es, existe la posibilidad de que la distancia se borre hasta el punto de la identificación.

En vista de la gravedad de los obstáculos a los que da pie, se ha propuesto que nos deshagamos del problema 127


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del creer (Lindquist y Coleman 2008). Rodney Needham, por ejemplo, piensa que el saber antropológico ha venido operando bajo la suposición de que es posible decir de todo hombre que cree, sin tener en cuenta su entorno cultural particular. Para Needham el problema radica en que aun cuando estemos convencidos de que una persona cree sinceramente lo que dice creer, nuestra convicción no proviene de una evidencia objetiva de un estado interno particular: “podemos entonces dominar, como de hecho lo hacemos, la gramática de los juicios de creencia y aun así no estar convencidos de que éstos se apoyan en un fundamento objetivo de la experiencia psíquica” (Needham 1972, 126). Es más, dada la falta de universalidad de la gramática inglesa (en la cual las creencias pueden ser confesadas, supervisadas, discutidas, etc.), es lícito suponer que concepciones similares funcionen de otro modo en otros lenguajes u otras sociedades porque no hay nada que compartamos por necesidad; no hay sitio en el que podamos encontrarnos en virtud de nuestras creencias.

verdadera o falsa, coherente o ininteligible, oculta las dinámicas históricas que han establecido que creamos lo que creemos y que pensemos el creer de la forma en la que lo pensamos. Esta ceguera histórica puede muy bien ser la causante de la insistencia en transponer lo que se ha definido como “la interioridad del creer cristiano” a contextos no cristianos (Ruel 1997, 36). En otras palabras, es un error limitar el problema del creer a la esfera epistemológica y omitir las raíces que éste tiene en la historia del imperialismo occidental y la expansión de la cristiandad. Razones éstas de peso para no prescindir del problema del creer. En efecto, la diseminación del cristianismo ha llevado a una situación en la cual nociones religiosas propagadas por las misiones, entre las que se cuenta la del creer, han sido apropiadas y modificadas por los evangelizados en una escala global (Kirsch 2004).5 Es equivocado ignorar el hecho de que el cristianismo “se ha convertido para nuestras sociedades en el proveedor de un vocabulario, de un tesoro de símbolos, de signos y de prácticas” en constante resignificación, sin que ello signifique asumir “el sentido cristiano en su totalidad” (Certeau 2006, 305). Con la secularización, la necesidad de creer sólo se ha acentuado: la cristiandad ha dado paso a la pluralidad de las cristiandades, es decir, a las disputas por el creer. Éste parece ser el verdadero significado del llamado “retorno de lo religioso”: la proliferación de proyectos que pretenden clausurar lo religioso, en cuanto relación con el otro, en totalidades conceptuales no exentas de violencia (Vries 2002). El resultado: una nueva Babel en la que los juicios de creencia, en lugar de haber sido finalmente desmitificados, han pasado a colmar el espacio político. Pero no para creer en lo político (Certeau 2000) sino para hacer valer lo político en términos no seculares. Quizá sea así como retorna lo religioso: bajo la figura del creyente que retorna al espacio político con sus creencias por delante.

En un tono similar, Ernest Gellner rechaza la posibilidad de encontrar coherencia en declaraciones como “los Nuer creen que los gemelos son aves” (Evans-Pritchard 1971): sólo un excesivo principio de caridad podría hacerlas inteligibles. Gellner es tajante: “darle sentido al concepto equivale a robarle el sentido a la sociedad” (Gellner 2003, 33). La única forma que encuentra Gellner de entender tales proposiciones es tomándolas como evidencia de un pensamiento prelógico o como medios utilizados para ocultar el poder ejercido por grupos privilegiados sobre el resto de la población. A eso ha quedado reducido lo divino: a saber primitivo e instrumento de dominación.4 De este modo, Needham y Gellner pierden de vista lo principal. Al no cuestionar el carácter proposicional que asignan a los juicios de creencia, ambos suponen que estos juicios hacen afirmaciones acerca del mundo del mismo modo en que lo hacen los juicios “empíricos”. Pero, precisamente, por carecer de contraparte empírica verificable los desestiman, por tratarse de juicios “incoherentes” o “confusos”. Más grave todavía es la exclusión de la dimensión histórica que esta perspectiva conlleva. La obsesión por determinar si una creencia es

Juicios de creencia Si no podemos prescindir de ellos, aunque sólo sea en razón de su abrumadora ubicuidad, ¿cómo entender los 5 La literatura que se ocupa de la apropiación del cristianismo por parte de comunidades en principio no cristianas es demasiado amplia para poderle hacer justicia. Algunos ejemplos limitados a América Latina: el surgimiento de líderes indígenas, gracias a la labor misionera de diferentes iglesias (Parker 2002); el establecimiento de una “teología indígena” en México (Norget 2007); las “subjetividades divididas” de catequistas aimara (Orta 2000); las diversas resignificaciones del sacramento del bautismo en la sierra Tarahumara (Slaney 1997), o la rearticulación sistemática de “creencias nativas” en la reconstrucción de la “cosmovisión” nasa (Rappaport 2005).

4 No es ésta la única reducción que ha sufrido el orden de lo divino. Están, también, los intentos de hacer de él un producto de consumo, objeto de “elección racional” (Bankston 2002), o el resultado de nuestras “limitaciones cognitivas” (Barrett 1998). Por razones de espacio no podemos detenernos en estas perspectivas; valga decir que, a pesar de sus diferencias, comparten el supuesto de que es posible llegar a una explicación más “racional”. Lo religioso sería efecto o resultado de una realidad más fundamental: ya sea nuestro aparato cognitivo o una cierta lógica económica que permea lo humano en su totalidad.

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juicios de creencia sin reducirlos a afirmaciones empíricas que predicarían sobre el mundo o sobre estados mentales? Un primer paso es restituir la importancia del lenguaje. Jean Pouillon hace justamente esto cuando atiende a las diferentes connotaciones de las que el verbo creer goza en el idioma francés. Su proceder filológico, sin embargo, está guiado por un atisbo previo: en principio, es el antropólogo “occidental” quien suele afirmar que otras personas creen, no las personas mismas. Esto, sostiene Pouillon, se explica por la naturaleza gramatical del verbo creer. Es tal la polisemia del término que éste se presta para ser empleado con resultados frecuentemente equívocos. Pouillon identifica tres usos que pueden ser traducidos como “confiar/creer en” [croire à], “creer que” [croire que] y “creer en” [croire en]. Dos ambigüedades resultan: por un lado, el creer se presenta como un modo de aprehensión distinto, o incluso opuesto a la percepción y el conocimiento empírico. Pouillon sostiene que al afirmar que “creemos” introducimos una sombra de duda en la declaración. Afirmar que se cree no es lo mismo que afirmar que se sabe. Decir que se cree en Dios es muy distinto de decir que se sabe que Dios existe.6 Por otro lado, encontramos la ambigüedad producto de la coexistencia de dos sentidos distintos y no siempre compatibles: croire como representación o enunciación de un sistema de creencia y croire como confianza o crédito. Esta última acepción se basa en la convicción de que “la entidad a la que se otorga croyance la retorna bajo la forma de ayuda o protección” (Pouillon 1982, 5).

obedecer a ninguna lógica discernible. El resultado ha sido que “no es tanto el creyente quien afirma su creencia en cuanto creencia, sino que es el no creyente quien reduce a mero creer lo que, para el creyente, está más cercano al saber” (Pouillon 1982, 6). Dan Sperber, por su parte, acusa a la antropología de incitar esta confusión al no hacer uso de una acepción técnica del verbo creer, en lugar de recurrir al uso vernáculo, “que no corresponde a un concepto adecuadamente definido”. Su recomendación es no asumir que los juicios de creencia “significan algo” o que se refieren a alguna “verdad empírica”; más prudente es “ponerlos entre paréntesis”. De acuerdo con Sperber, los juicios de creencia son verdaderos sólo porque el creyente afirma que lo son. Ello justifica el uso del paréntesis: una proposición puede ser paradójica, contradictoria, o ir en contra del sentido común, pero en sí misma no puede ser considerada irracional (Sperber 1997). La acusación de irracionalidad sólo es posible si vamos más allá del contenido de la proposición y tenemos en cuenta en qué sentido se dice que ésta es “creída” (Sperber 1982, 164). Así las cosas, los juicios de creencia no poseen más que “contenido semiproposicional” (Sperber 1982, 177), pues su verdad no se fundamenta en evidencia empírica verificable. Pese a estar formulado en tono negativo el argumento de Sperber apunta a una característica de los juicios de creencia que suele ser dejada de lado: las razones para creer provienen de otras creencias. “Creemos que” porque “creemos en”. Creemos aunque carezcamos de certeza; creemos porque confiamos. Y esto a pesar de que en un mundo secular, en principio, es cada vez más difícil confiar pues la fuente de autoridad por excelencia, lo divino, reside a distancias inabarcables.7

Ahora, si tenemos en cuenta que desde la perspectiva de las ciencias sociales es el investigador quien acostumbra adscribir creencias, podemos resumir el problema así: “podría decirse que es el no creyente quien cree que el creyente cree en [croire à] la existencia de Dios” (Pouillon 1982, 2). El punto es que no todos los lenguajes hacen la misma distinción entre creer y saber (o entre “creer en” como expresión de confianza y “creer que” como expresión de certeza). Dado que esta polisemia ha sido raramente notada, la norma ha sido la reducción a “creencia” de aquellos juicios y prácticas que no parecen

Lo extraño Antes de concluir, señalemos una presuposición más sobre la forma en que la antropología ha pensado el problema del creer. Tal como lo hemos reconstruido hasta este punto, la antropología se plantea dicho problema en 7 No obstante, tal como lo demuestra Shapin, la confianza es un fenómeno más común de lo que esta imagen daría a pensar. De hecho, ésta constituye el “lazo moral” sin el cual no es posible la producción de conocimiento científico (Shapin 1994, 7). Dado que los conocimientos que adquirimos de primera mano no son sino una ínfima parte de aquello que sabemos (o creemos saber), es claro que dependemos del conocimiento producido previamente por otros. En un espíritu similar, Rorty propone la idea de “solidaridad” como condición sine qua non del trabajo científico (Rorty 1991). Pero esta confianza, esta solidaridad no es algo explícitamente articulado en el discurso científico hegemónico. Antes por el contrario, los aspectos morales de la producción de conocimiento, y con ellos, la creencia que precede a todo saber, son oscurecidos en nombre de la “objetividad” del método científico.

6 Esto, sin embargo, sería correcto únicamente dentro de ciertos contextos, dentro de ciertos juegos de lenguaje. Es de notar que Wittgenstein pueda afirmar justamente lo contrario: “Uno puede desconfiar de los propios sentidos, pero no de la propia creencia”. En otras palabras, de acuerdo con Wittgenstein, no solemos usar la palabra como Pouillon sugiere, puesto que se trataría de un contrasentido: “Si hubiera un verbo con el significado de ‘creer falsamente’, no tendría sentido usarlo en la primera persona del presente de indicativo” (Wittgenstein 1988, 439). Parece, pues, que el elemento de duda no proviene de quien afirma la creencia sino de quien la escucha y no comparte las reglas de uso de tal afirmación. Como se verá, en esto último vuelven a convergir las dos posiciones.

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lo extraño con otras esferas de la experiencia humana, cabe perfilar su singular extrañeza con mayor nitidez. Nos preguntamos: ¿de dónde le viene su extrañeza al creer? ¿De lo que se cree, es decir, del “contenido” de la creencia? No necesariamente. ¿Cómo –supongamos– podríamos determinar que creer en el Día del Juicio es más o menos “extraño” que creer en la retribución del karma? Evidentemente, no existe un punto neutro desde donde podamos hacer tal comparación. Es justo, entonces, suponer que más que de lo que la creencia afirma, su extrañeza proviene de sus particulares técnicas de verificación. Y con esto nos hallamos nuevamente frente a la más tenaz dificultad que enfrenta una posible antropología de la creencia: el creer como objeto de conocimiento.

cada ocasión en que se tropieza con creencias “extrañas”, con afirmaciones que van en contra del sentido común y que, por consiguiente, merecen atención especial. La pregunta por la naturaleza del creer está condicionada por la incapacidad de aceptar que alguien pueda creer tales cosas. Como hemos visto, el pensamiento antropológico ha seguido tres caminos principalmente: o bien busca reducir la extrañeza de la creencia y así hacerla inteligible al descubrir lo que “realmente quiere decir” (“la brujería en realidad es una estrategia para afrontar el infortunio”), o bien lleva esta extrañeza al paroxismo (“sólo la teología o la mística pueden entender lo que el creyente cree”), o bien, por último, simplemente se la descarta como objeto de conocimiento (“los juicios de creencia no son más que juicios confusos”).

Lo extraño de creer en el Día del Juicio (extraño para quien no cree, claro está) reside en la “creencia inconmovible” del creyente. No hay razones que lo disuadan. Peor aún, “en lo que llamamos creer en el Día del Juicio o no creer en el Día del Juicio, la expresión de creencia desempeña quizás un papel absolutamente secundario” (Wittgenstein 1996, 130), de modo que –sin importar qué tipo de razones se esgriman– la creencia puede muy bien quedar incólume. Y esto simplemente porque la verificación de tal creencia no pasa por los raseros de la razón: “no sólo no es racional, sino que no pretende serlo” (Wittgenstein 1996, 135). Wittgenstein habla de terror; tal sería la “sustancia de la creencia” (Wittgenstein 1996, 133): la inconmovible certeza de que de no vivir la vida de cierto modo las consecuencias se sufrirán en ese último de los días. Aquí yacería la práctica de verificación de esta creencia: sólo es un creyente aquel que siente este terror y organiza su vida en consecuencia. Esto y nada más. No se cree por razones, no se deja de creer por razones. Pero no por esto creer es sinónimo de irracionalidad. Creer es otra cosa. Es el “apasionado compromiso hacia un sistema de referencia”. Es, por sobre todo, “una forma de vida, una forma de evaluar la vida” (Wittgenstein 1995, 64). ¿Y el creyente? Es la persona que “arriesga por ello lo que no arriesgaría por cosas mucho mejor fundadas para ella. Aunque distinga entre cosas bien fundadas y no bien fundadas” (Wittgenstein 1996, 130). El riesgo, la creencia inconmovible, el apasionado compromiso, no dan razones. De ahí la perplejidad antropológica, de ahí el desconcierto del mundo secular: la razón ha sido incapaz de agotar la experiencia humana.

No obstante, también existe la posibilidad de relativizar lo aparentemente extraordinario de la creencia religiosa. Por caminos no siempre coincidentes, Pascal Boyer (1994) y Maurice Bloch (2002) muestran cómo una creencia que parece “extraña” en un primer momento termina naturalizándose una vez nos familiarizamos con ella tras repetidos encuentros. De ser así, la extrañeza no sería sino el efecto de la distancia que percibimos al encontrar una creencia que no compartimos, ya que ésta se halla inscrita en una red de creencias que nos es ajena. Es un error acercarse a una creencia como si ésta no se sustentara en una creencia previa, la cual, a su vez, se halla incluida en una red de creencias en constante reconfiguración. Es decir, en última instancia, la autoridad del creer depende del creer mismo. Lo interesante de la posición de Bloch (en contraste con las conclusiones a las que arriba Boyer) es que no desemboca en una completa naturalización de lo religioso por medio de la eliminación de lo extraño [the counterintuitive]. Por el contrario, Bloch encuentra lo extraño por doquier. Las creencias religiosas no se diferencian por ser “extrañas” en cierta medida, pues ésta es una característica que comparten con toda experiencia humana. Esta conclusión no deja de ser sorprendente si se tiene en consideración el devenir del pensamiento hasta acá descrito. El creer y, por extensión, lo religioso no tienen nada de particular. La incertidumbre y la duda que introduce el creer están en el corazón de toda acción y pensamiento humano. El intento de comprender lo que una creencia “realmente quiere decir” es fútil porque su función no es predicar sobre lo que el mundo “realmente es”.

Terror es tan sólo un posible modo de vivir la creencia. Temor, reverencia, costumbre, incluso el “sentimiento oceánico” que cautivó a Romain Rolland y dejó impávido a Freud; términos éstos tan precisos como cualquier

Que el creer no tenga nada de particular no significa, sin embargo, que no se trate de un fenómeno singular. Dicho de otro modo: a pesar de compartir la cualidad de 130


Las distancias del creer: secularización, idolatría y el pensamiento del otro

Diego Cagüeñas Rozo

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de idolatrías. Una batalla por traer lo más cerca y lo más pronto posible aquello que se supone perdido tras la secularización del mundo.

otro, pues no se trata de algo que se pueda saber a priori. Cada creyente cree a su modo. Y esto –este creer vivido– no es objeto de conocimiento sino de reconocimiento. El punto es sencillo: no necesitamos una teoría de la creencia para reconocer al otro en cuanto creyente. En circunstancias ordinarias, cuando ni la duda ni la justificación tienen cabida, nuestra relación con las cosas que nos ocupan no es una relación de conocer, de “saber” o “no saber”. Antes de poder conocer al otro (si es que esto es posible), debo reconocerlo (Cavell 1979, 433). Al reconocer al creyente reconocemos la distancia que nos separa y que, al mismo tiempo, nos mantiene unidos. La secularización, al debilitar lo divino, pretendió acercarnos al otro, sin importar que ello significase el robarle su condición de creyente y el robarnos la posibilidad de reconocernos en él. El resultado ha sido el opuesto: la distancia no ha cesado de crecer, pues el otro no está dispuesto a declinar su derecho a creer.

Una verdadera experiencia religiosa en un mundo secular entiende, por el contrario, que la pérdida ha sido mínima. Que lo que se ha debilitado han sido precisamente esas estructuras que impiden a lo divino recuperar la distancia que le es propia. Las ortodoxias se han levantado tras la declaratoria de la muerte de Dios sin detenerse a pensar que un dios que pueda ser matado por el hombre nunca mereció tal nombre. La verdadera experiencia religiosa de la que intentamos hablar se estremece al percibir que el retorno de lo religioso se hace en nombre de ese dios espurio, un dios que necesita habitar en inmediata cercanía para poder ejercer su autoridad. Hay por lo menos una alternativa. Si aceptamos que la secularización conlleva el debilitamiento de las instituciones que mediaban entre el hombre común y lo divino, y que tal debilitamiento libera a lo divino para retirarse de la cercanía idolátrica en la que lo mantenían atado diferentes ortodoxias, podemos seguir las palabras de Jean-Luc Marion cuando afirma que “la intimidad del hombre con lo divino crece con la separación” (Marion 1993, 88). La distancia permite la proximidad, la intimidad. En la distancia, y gracias a ella, se preserva la diferencia, pues resiste cualquier intento de reducirla a concepto: “La distancia sólo se define al sustraerse a toda definición que pretenda asegurar una inteligibilidad neutra de la misma, y representarla como un objeto alcanzable” (Marion 1993, 198). Por ende, si la distancia es irreductible a razones, también lo han de ser los polos entre los que ella se extiende: el otro y el mismo no pueden ser pensados fuera de la distancia que los une y los separa, y es en virtud de ella que adquieren sus formas históricas.

Debilidad Estamos ahora en posición de decir algo acerca de la experiencia religiosa que puede brindar un mundo que se tiene por secular. Ésta no es otra que la experiencia de la distancia vivida como extrañeza ante un mundo que insiste en creer. Es el reconocimiento de nuestra relación deyecta con lo divino y, por lo tanto, con el otro. Pero esta relación sólo la podremos empezar a pensar correctamente si –además de constatar que “el fundamento suprasensible del mundo suprasensible, pensado como realidad efectiva y eficiente de todo lo efectivamente real, se ha vuelto irreal” (Heidegger 2000, 189)– comprendemos que lo que se ha vuelto irreal no ha sido lo divino sino su ídolo. La autoridad que la secularización ha erosionado no ha sido la de lo divino como tal, sino la de las ortodoxias y metafísicas totalizantes que pretenden elevarlo a fuente de soberanía. Así, pues, el retorno de lo religioso es en realidad el retorno de una política que hace de determinadas formas del creer condición indispensable del reconocimiento. Es una política que, en nombre de la recuperación de un ídolo, busca cerrar el espacio a la proliferación de creencias. Es, en una palabra, fruto de un malentendido: “el golpe más duro contra Dios no es que Dios sea considerado incognoscible, ni que la existencia de Dios aparezca como indemostrable, sino que el Dios considerado efectivamente real haya sido elevado a la calidad de valor supremo” (Heidegger 2000, 193). La disputa por el creer de la que somos testigos es la disputa por restituirle a una u otra concepción de lo divino su lugar como valor supremo y rector de la vida política. Somos testigos de una batalla

Con esta separación vinculante también crece la intimidad con el otro, pues hace posible que nos encontremos en “la debilidad de creer”. En otras palabras, el problema del creer deja de ser el problema de comprender algo que es ajeno, puesto que la debilidad de creer es compartida: Ningún hombre es cristiano solo, por sí mismo, sino en referencia y enlazado con el otro, en la apertura a una diferencia solicitada y aceptada con gratitud. Esta pasión del otro no es una naturaleza primitiva que hay que recuperar, no se añade tampoco como una fuerza más, o una vestimenta, a nuestras competencias y adquisiciones; es una fragilidad que despoja nuestras solideces e 131


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objeto de experiencias estéticas para volver a ser motivo de la acción política. Su derecho a la debilidad debe ser preservado: su derecho a dudar, a cuestionar, a creer, a descreer. Su derecho, que también es el nuestro, a vivir lo divino en su separación, en su distancia justa, y a un nuevo saber, a una nueva antropología en la que “la verdad surge allí donde un ser separado del otro no se abisma en él, sino que le habla” (Levinas 1997, 85). 

introduce en nuestras fuerzas necesarias la debilidad de creer (Certeau 2000, 311). Lo que aquí se dice del cristiano puede decirse del creyente en general, es decir, del ciudadano de un mundo secularizado: nadie cree por sí mismo, sino en referencia y enlazado con el otro que se encuentra en la misma necesidad de creer. En una temprana formulación, Henri de Lubac quiso caracterizar la “deriva” del mundo secular como el “drama del humanismo ateo”. El drama no es sólo el del renegar de los “orígenes cristianos de la humanidad occidental” y la consiguiente separación de Dios. Se trata, con mayor precisión, del surgimiento de un ateísmo “positivo, orgánico, constructivo” (Lubac 1990, 9). (Recuérdese el “ateísmo reductor” del que Ewing acusa al antropólogo). Pero esto se nos antoja incorrecto. O por lo menos insuficiente. El drama del humanismo (entendido como saber inmanente, independiente de toda instancia trascendente) es precisamente su falta de ateísmo, su incapacidad de abandonar el creer de una vez por todas. El saber secular ha fracasado en su intento de asegurarse un escenario en el que pueda ser positivo, orgánico y constructivo. Siempre, hasta el día de hoy, se ha quedado a medio camino. El drama de la sociedad secular se exacerba cuando ésta se ve enfrentada a una proliferación de creencias sin precedentes. El extrañamiento del otro puede localizarse aquí: en la pretensión de vivir en un mundo libre de creencias, mientras éstas no cesan de reclamar su derecho a formar parte de lo político. El drama del humanismo ateo consiste en no poder hallar un camino hacia el reconocimiento que no pase por el creer propio y ajeno.

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El malogro del proyecto de secularización total del mundo no sólo ha cerrado el paso hacia el pensamiento del otro sino que ha abierto el espacio de combate entre idolatrías que le da forma a la política contemporánea. La borradura de la distancia no ha podido ser; urge repensar lo político lejos de una estética de lo otro. Una política que le haga frente a la idolatría dogmática tendría que comenzar por aceptar que la distancia –y, por tanto, la diferencia que en ella vive– “no reside tanto en el antagonismo, cuanto en el equilibrio de los empujes” (Marion 1999, 197). El saber del otro que tal política implica es uno en el cual la distancia es infranqueable y, a la vez, franqueada. Con una renovada aprehensión del verdadero sentido de la secularización sería posible restituirle al otro su condición de conciudadano de un mundo que lucha por librarse de la idolatría, por dejar atrás los dogmas, y así poder vivir en observancia de la debilidad de creer. De este modo, el otro deja de ser

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¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes Ángela Uribe Botero

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¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes por

Ángela Uribe Botero*

Fecha de recepción: 5 de junio de 2009 Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2009 Fecha de modificación: 1 de octubre de 2009

Resumen En este trabajo intento responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo dar cuenta del proceso que transcurre entre defender una ideología y producir actos perlocusionarios peligrosos? Para responder a esta pregunta acudo a un ejemplo concreto. Recurro a una figura de la historia reciente de Colombia; en particular, al uso que hace de metáforas y a la fuerza con la que ellas convirtieron lo abstracto en concreto e hicieron aparecer lo complejo como si fuera simple.

Palabras clave: Metáfora, actos perlocusionarios, ideología, monseñor Builes.

Can the Use of Metaphors Be Dangerous? On the Letters of Monsignor Miguel Ángel Builes

Abstract In this text I attempt to answer the following question: How to shed light on the process that occurs between defending an ideology and producing dangerous perlocutionary acts? To answer this question I turn to a specific example, an actor in the recent history of Colombia, and specifically to his use of metaphors and the strength with which said use converted abstract into concrete and made the complex appear simple.

Key words: Metaphor, Perlocutionary Acts, Ideologies, Monseñor Builes.

Pode o uso de metáforas ser perigoso? Sobre as pastorais de monsenhor Miguel Ángel Builes

Resumo Este trabalho tentou responder a seguinte pergunta: Como levar conta do processo que ocorre entre defender uma ideologia e produzir atos perlocusionários perigosos? Para responder essa pergunta tomo um exemplo concreto. Uso uma figura de história recente da Colômbia; particularmente, o uso das metáforas e da força com a qual elas tornaram o abstrato em concreto e fizeram aparecer coisas complexas como simples.

Palavras chave: Metáfora, atos perlocusionários, ideologia, monsenhor Builes.

* Doctorado en Filosofía, Universidad de Antioquia; Maestría en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia; Pregrado en Filosofía, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Perfiles del mal en la historia de Colombia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009. Por qué son imperfectas las democracias latinoamericanas. En Amistad y alteridad. Homenaje a Carlos. B. Gutiérrez, comps. Margarita Cepeda y Rodolfo Arango, 293-298. Bogotá: Universidad de los Andes, 2009. Actualmente es profesora asociada del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: auribeb@unal.edu.co.

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nerales, esa única cosa suele ser presentada como algo peligroso y, en ocasiones, como la encarnación del mal. Con el propósito de ofrecer motivos para despreciar al enemigo de la fe, del partido o de la raza, los líderes suelen, así, construir complicadas fórmulas metafóricas que, paradójicamente, terminan simplificando las características de dichos enemigos. Por ejemplo, con el propósito de promover el castigo contra los infieles, al papado medieval y al catolicismo español del siglo XVI no les bastaba con condenar las prácticas y las creencias infieles dando las razones por las cuales ellas eran heréticas o perjudiciales. Para convocar a la guerra contra la infidelidad era preciso, además, apelar a prototipos y a personificaciones que hicieran más fácil a los fieles concebir los motivos del temor, de la indiferencia o del odio. Los herejes se convertían, así, mágicamente, en los enemigos de Dios, en armas satánicas y en caudillos del infierno. Del mismo modo, el rebuscado truco metafórico a través del cual los judíos fueron convertidos por Hitler en una peste sirvió a los alemanes de la época para concebir más fácilmente los motivos de la aniquilación en las cámaras de gas. Ser trotskista durante los años treinta, en la URSS, equivalía a ser un parásito. El supuesto parasitismo de los opositores constituía la forma como Stalin justificaba los procesos de “limpieza” de los pueblos que conformaban la URSS y, a su vez, convocaba a los rusos en torno al régimen.

as ideologías pueden constituirse en peligrosos motivos para actuar contra otros. En términos generales, una ideología es un conjunto de creencias arraigadas que no admite objeciones contra la promesa de salvación social o individual que ella predica. A la luz de una ideología, una objeción, una opinión contraria o una forma de vida distinta a la que ella profesa y promueve suele ser la manifestación de un peligro vital. Con frecuencia, el carácter arraigado de las creencias contenidas en una ideología da paso a uno de los componentes más característicos de las ideologías: un programa de acción. Actuar en nombre de las cosas en las que se cree, cuando las cosas en las que se cree dan forma a una concepción ideológica del mundo, exige, en la mayoría de los casos, actuar contra quienes no profesan las mismas creencias. Los ejemplos de la relación entre creer en algo y actuar a favor de aquello en lo que se cree en la forma de actuar contra otros son notables y numerosos. En nombre de la fe católica el papado de los siglos XI al XIII patrocinaba ejércitos enteros para perseguir musulmanes. También en nombre de la fe católica, durante la Conquista de América, centenares de comunidades indígenas fueron torturadas y aniquiladas. En el siglo XX, Hitler persistió en transferir a la sociedad real de su tiempo los contenidos de la sociedad prometida por la ideología nazi; casi lo consiguió: millones de judíos fueron conducidos a las cámaras de gas. En nombre de la dictadura del proletariado, Stalin instituyó los gulags con el propósito de proteger a la sociedad rusa contra la oposición política.

Las fórmulas metafóricas a través de las cuales individuos o grupos de personas dejan de ser herejes, opositores de un régimen o miembros de una determinada comunidad nacional, para convertirse, a los ojos de quienes profesan una ideología, en encarnaciones del diablo, en lastres pestilentes o en animales peligrosos cumplen, entonces, la función de hacer simple lo complejo. En estos contextos las metáforas tienen, si se quiere, una ventaja a favor de los promotores de ideologías; ellas, todas, sirven a quienes las construyen al propósito de hacer fácilmente inteligibles las características de los infieles o de los enemigos; sirven al propósito de promover en los espectadores un acceso fácil a las razones para el desprecio.

En todos estos casos, la salvación divina o la salvación social que prometen las ideologías exige a “los fieles” ser implacables con quienes podrían constituirse en una amenaza contra la fe, contra la raza o contra el partido. El carácter implacable con el que se dirigen las acciones de los fieles contra los infieles puede tener una explicación. Suele ser particular de las ideologías el hecho de que la relación entre el contenido de las creencias profesadas y el adversario es planteada en términos indirectos. En este sentido, el defensor de una ideología, antes que referirse a sus adversarios recurriendo a las características que definen la posición adversa u opositora, prefiere recurrir a mediaciones que cumplen el papel de reducir esa serie de particularidades a una única cosa. El lugar de dichas mediaciones suele estar ocupado por una serie de metáforas, y, en términos ge-

En las páginas que siguen intento construir una relación precisa entre el poder simplificador de las metáforas que expresan posiciones ideológicas y dichas razones. Intento, con ello, responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo dar cuenta del proceso que transcurre entre defender una ideología y producir actos perlocusionarios peligrosos? El propósito de responder a esta pregunta me obliga a acudir a un ejemplo concreto. Recurro a una figura de la historia reciente de Colombia; en particular, 114


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hemencia pasa él a la amenaza casi explícita contra los liberales. En particular, contra quienes estaban a punto de aprobar una de las más importantes expresiones del liberalismo en Colombia. El 17 de marzo de 1936 redacta cuidadosamente el Manifiesto de los prelados de Colombia al pueblo católico. La ocasión de dicho Manifiesto fue el proyecto de reforma a la Constitución colombiana, vigente desde 1886. Dicho proyecto, promovido por el entonces presidente liberal Alfonso López Pumarejo, entre otros temas, 1) suprimía el nombre de Dios como fuente de autoridad estatal, 2) liberaba a los poderes públicos de acogerse, por principio, a la religión católica, 3) imponía gravámenes fiscales a los bienes inmuebles de la Iglesia católica, e 4) instituía la libertad de cultos y la autonomía de la educación frente a la Iglesia. Mientras, escandalizado, hacía las referencias a los distintos artículos que serían reformulados o suprimidos en dicha reforma, monseñor Builes advertía a los congresistas de entonces:

al uso que hace de una serie de metáforas, a la fuerza con la que ellas convirtieron lo abstracto en concreto y a la habilidad con la que hicieron aparecer lo complejo como si fuera simple. Pretendo mostrar cómo en esa forma de promover la simplicidad puede haber motivos imperantes para el desprecio. En la primera parte de este texto se trazan, a grandes rasgos, las características del contexto social desde el cual el protagonista de este texto emprendía su cruzada moral. En la segunda parte, y utilizando ejemplos tomados de sus palabras, intento mostrar la manera como las metáforas, en contextos ideológicos, pueden servir para configurar mundos peligrosos. Para hacer esto es preciso aclarar, en primer lugar, lo que algunos lingüistas llaman “el sentido conceptual de las metáforas” y, en segundo lugar, la relación entre las metáforas y cierto tipo de acciones. Debo advertir que las páginas que siguen a continuación no constituyen un análisis histórico o sociológico de los sucesos a los que hago referencia. La perspectiva desde la cual me valgo de hechos históricos para responder a la pregunta acerca de la relación entre las ideologías, las metáforas y la configuración de mundos peligrosos es filosófica. El ejemplo al que hago referencia sirve solamente al propósito de ilustrar mi posición en relación con dicha pregunta; su uso, en ese sentido, no sugiere ni la confirmación ni la ampliación de datos ya conocidos a través de la historiografía colombiana.

Si el Congreso insiste en plantearnos problemas religiosos, lo afrontaremos decididamente y defenderemos nuestra fe y la fe de nuestro pueblo a costa de toda clase de sacrificios, con la gracia de Dios. Esta declaración nuestra no implica ninguna amenaza, ninguna incitación a la rebelión pública […] pero sí es una prevención terminante al Congreso de que todo el pueblo colombiano […] está con nosotros […] y que llegado el momento de hacer prevalecer la justicia, ni nosotros, ni nuestro clero, ni nuestros fieles permaneceremos inermes y pasivos (Builes 1936, 1).

Monseñor Builes En 1924 Miguel Ángel Builes fue designado obispo de Santa Rosa de Osos, un pueblo situado al norte de Medellín, en el departamento de Antioquia. Desde entonces, y hasta su muerte, en 1971, monseñor Builes persistió, desde el púlpito, en lo que él mismo llamó su “lucha” contra el Partido Liberal, el cual se había consolidado como partido en Colombia desde mediados del siglo XIX. La lucha contra el liberalismo por parte de Builes pasó, en 1931, a convertirse –para nosotros, hoy– en la extravagante institucionalización del liberalismo como un pecado. Ello significó la prohibición explícita a otros religiosos de la absolución de cualquier liberal. “Así se lucha” –decía– “cuando no hay armas para hacerlo en forma franca” (citado por Giraldo 2004).

No creo exagerar en mi interpretación de estas palabras cuando afirmo que ellas contienen una amenaza difícilmente disimulable contra los congresistas de la época. ¿Cuál es, si parece cierto que exagero, la diferencia entre una amenaza y “una prevención terminante al Congreso […] [de que] ni [los prelados] ni [los] fieles permanecer[án] inermes y pasivos”, cuando de “hacer prevalecer la justicia” se trate? Vale la pena recordar, además, que en el contexto social de la Colombia en el que es publicado este manifiesto se destaca una característica importante: la mayoría casi absoluta de los colombianos habitantes de las zonas rurales del país pertenecía a la religión católica. Esta característica es importante, entre otras, porque en la mente de los más beligerantes defensores del catolicismo de la época estaba profundamente arraigada la fórmula catolicismo = conservadurismo. El departamento de Antioquia, en particular, y hasta poco después de los años treinta, era eminentemente conservador. De este modo, para quienes, en Santa Rosa de Osos o en cualquier otro

Así formulado, lo dicho entonces por el cura es apenas un ejemplo de un uso exacerbado del lenguaje. Sin embargo, cuando de condenar el liberalismo se trataba, a Builes no le bastaba, al parecer, con ser vehemente en su forma de hablar. Años más tarde, en 1936, de la ve115


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Dios” y “el ateísmo”, esta identificación concluye con una serie de sencillas fórmulas: “el liberalismo es de izquierdas”, “el liberalismo es socialista”, “el liberalismo es comunista” y “el liberalismo es anticristiano” (Builes 1939; Builes 1949).1

municipio antioqueño, tenían acceso al contenido del manifiesto redactado por monseñor Builes, el proyecto de reforma constitucional de 1936 bien podría haberse establecido, y como quiso él hacerlo parecer, como una amenaza contra la justicia. La justicia, en este contexto, está claramente mediada por la creencia en Dios. Lo justo, así, es aquello que Dios y los padres de la Iglesia mandan. Dios y los padres de la Iglesia mandan que el poder político sea confesional, mandan el Concordato a favor de la Santa Sede y, por consiguiente, prohíben y condenan como injusta cualquier manifestación de laicismo estatal.

En este contexto, la invocación de las palabras del Papa por parte de Builes tiene dos consecuencias: en primer lugar, la ligera identificación del liberalismo con otra serie de doctrinas que, como bien sabemos, no se guían por los mismos principios, y, en segundo lugar, la profunda separación entre el liberalismo y el catolicismo. Esta última consecuencia es el resultado del hábil uso de metáforas que hace Builes cuando se vale de las palabras del Papa. Términos como “combatir al enemigo”, “campos de lucha”, “batallas”, sirven para que los fieles antioqueños hagan la operación mental de identificar una serie de diferencias partidistas con una contienda militar. Así, cuando de entender la diferencia entre dos doctrinas se trataba, si las sencillas fórmulas que habían servido para hacer relaciones de sinonimia habían tenido éxito, entonces, quizás también, a muchos de los fieles campesinos antioqueños no les quedaba tan difícil identificar de qué lado del campo de batalla se encontraban. Si la lucha que se proclamaba era, además, una lucha que exigía que se derramara “hasta la última gota de sangre” (Builes 1949, 7), entonces, encontrarse mentalmente de uno u otro lado del campo de batalla era verse a sí mismo, también mentalmente, como un soldado en medio de una batalla sangrienta.

Al parecer, sin embargo, y como él mismo lo admitió, la acusación contra el liberalismo que afirmaba su carácter pecaminoso, junto con la amenaza velada, no alcanzaron a constituirse en “armas para luchar en forma franca”; no fueron suficientes para monseñor Builes cuando de defender “la justicia” se trataba. Era preciso, además, fabricar otras armas con las que quizás se consiguiera luchar en forma más franca. Para ello fue necesario hacer ver al liberal ante los fieles antioqueños, ya no solamente como un pecador o como injusto, sino como “algo”, una cosa. Quiero sostener en este texto que el insistente uso de metáforas por parte de monseñor Builes se convirtió precisamente en el modo más idóneo del que pudo valerse para hacer cumplir su propósito de generar desprecio contra los liberales. En 1949, cuando la guerra entre liberales y conservadores en Colombia había alcanzado niveles de violencia desesperantes, en una de sus pastorales, y con el propósito de dar a entender a sus fieles lo que ocurría entonces en el país, monseñor Builes hace suyas las palabras que el entonces papa Pío XII emitió en 1946 a propósito de la lucha contra el socialismo en Europa. En dichas palabras, el Papa, según dice Builes, “Había deslindado los campos de lucha” (Builes 1949, 5). Los campos de lucha habían sido deslindados por el entonces Sumo Pontífice de manera que la frontera que separaba al socialismo y al catolicismo quedara claramente identificada. Una vez hecho esto, al Papa le restaba, solamente, “indic[ar] los métodos para combatir al enemigo” (Builes 1949, 5). Entre estos métodos destaca Builes el hecho de que “durante estas batallas [los católicos] fue[ron] guiados por el brazo del Señor” (Builes 1949, 7). El uso de las palabras de Pío XII que, por su parte, hace Builes tiene un antecedente en la misma pastoral y en otras anteriores a ésta: para dar a entender a los fieles lo que estaba sucediendo por entonces en Colombia, era preciso haber identificado antes al liberalismo con una forma de pensar. Pasando por características como el “racionalismo”, “el naturalismo”, “el rechazo absoluto del dominio de

Muchos años antes de que, en esta ocasión, monseñor Builes apelara a la operación mental a través de la cual los campesinos antioqueños irían a convertirse en soldados de Dios, él mismo se había mostrado ante ellos como una suerte de general del ejército defensor de la religión. En una misma frase se unen, así, la invocación a su propia autoridad como una autoridad militar y el llamamiento a la guerra: Y si es nuestro deber de Obispo defender la Religión, y si hemos escogido como lema pelear las batallas de la fe, ¿hemos de cruzarnos de brazos […]? (Builes 1939, 189).

¿Qué es preciso que ocurra para que algo (un miembro del Partido Conservador, por ejemplo) sea visto “mentalmente” como otra cosa (un soldado de Dios)? 1 En las Cartas pastorales, estas expresiones pueden encontrarse en las páginas 68-79, 194, 198; y en El liberalismo izquierdista se hallan en las páginas 7, 22, 28.

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Ver una cosa como si fuera otra

Quizás no se describa en rigor y cabalmente al tiempo cuando se dice sobre él que pasa; lo que se hace, más bien, es traducir a categorías la forma como se nos presenta él a nosotros, si se quiere, menos abstractas, y que, además, evocan una particularidad de él que es familiar a la conciencia de nuestra condición mortal. Desde el punto de vista de esta condición, solemos relacionarnos con el tiempo, justamente ignorando el hecho de que él, desde otro punto de vista, no se ve como algo que pasa y, por lo tanto, que no puede ser comparable a un río.

Una de las referencias más comunes que tenemos del uso de metáforas es el lenguaje poético. En el contexto poético las metáforas tienen, si se quiere, una función develadora. Para que esta función se cumpla, el poeta se sirve del atributo que tiene un objeto y lo traslada a otro objeto que no necesariamente tiene dicho atributo, de manera que el segundo de los objetos sea visto como el primero. Éste es el modo como las lágrimas de la doncella aparecen como perlas o como las manos de una madre aparecen como pájaros en el aire. Este mismo procedimiento se cumple para la relación que hace un poeta, ya no entre dos objetos concretos sino entre una entidad abstracta y un objeto concreto. En el poema de Borges “El reloj de arena”, por ejemplo, un aspecto de una entidad abstracta, cuya característica quiere ser develada, pasa a ser visto como algo concreto. En este poema Borges quiere aludir a la sensación agobiante que provoca en nosotros la conciencia del paso del tiempo; dice, entonces: “Todo lo arrastra y pierde este incansable hilo sutil de arena numerosa” (Borges 1990, 77). El “incansable hilo sutil” sirve como un dispositivo a la imaginación de Borges, con el propósito de hacer pensar al lector en un reloj de arena. Éste, a su vez, evoca el paso del tiempo que “todo lo arrastra y pierde”.

Normalmente, no podemos hacer alusión a todos los puntos de vista mientras intentamos decir lo que para nosotros significa algo. La consecuencia de esto es que mientras hablamos sobre determinado objeto como lo hacemos, del mismo modo que dejamos ver un atributo suyo, estamos ocultando otros. Por ejemplo, la alusión frecuente al tiempo como algo que pasa oculta necesariamente muchas otras cosas que se pueden decir de él en otros contextos; oculta aquello que podría decir un físico, por ejemplo. Mientras escribe su artículo académico sobre la teoría de la relatividad es muy posible que, antes de hablar sobre el tiempo como algo que pasa, el físico haga énfasis en su relación con el espacio y lo describa como una entidad geométrica. En esta medida, si bien una metáfora (como la del río o como la del hilo sutil) sirve al propósito de dejar ver un aspecto de algo que es abstracto y complejo a la luz de un aspecto de algo que es concreto y simple, ella sirve también para ocultar otro u otros aspectos de dicho concepto. En términos de Georg Lakoff y Mark Johnson: “A metaphorical concept can keep us from focusing on other aspects of the concept that are inconsistent with that metaphor” (Lakof y Johnson 1980, 10). Difícilmente puede alguien, situado en un contexto determinado, dar cuenta de los diferentes aspectos que puede tener un concepto de tipo abstracto como el tiempo. Para decirlo en términos metafóricos: nadie puede ver todo lo que hay para ver solamente desde el lugar en el que está parado.

El uso de las metáforas en el lenguaje ordinario funciona, más o menos, del mismo modo. También en la vida cotidiana solemos expresar el sentido que tiene para nosotros un aspecto de un objeto atribuyendo éste a otro objeto diferente. Incluso, en el lenguaje ordinario, con más frecuencia que en el lenguaje poético, el primero de los objetos suele ser una entidad abstracta. Éste es el modo como, por ejemplo, el tiempo adquiere las características de un río. Decimos, así, “el tiempo pasa”, o, “el tiempo corre”. A pesar de que no solemos pensar en este tipo de expresiones como metáforas, todas lo son, todas ellas sirven a uno de los propósitos para el cual son usadas en el lenguaje ordinario; es decir, para develar un aspecto de una entidad abstracta (el tiempo) a través del empleo del atributo que tiene un objeto concreto (el curso irreversible de la corriente de un río). Es más, el uso poético que hace Borges de las palabras “hilo sutil” para evocar el paso del tiempo presupone ya el uso metafórico con el que, en el lenguaje ordinario, aludimos al tiempo como algo que “pasa”. De este modo, difícilmente podría haber construido el poeta su metáfora sin hacer uso de aquella que en el lenguaje ordinario sirve para expresar algo similar: “el tiempo como algo que pasa”.

Ahora bien, si el contexto en el que se usan las metáforas es el que describí en la primera parte de este texto, entonces, quizás se entienda mejor por qué puede llegar a ser peligroso el poder velador de las metáforas. Vimos que, mientras hablaba, monseñor Builes era el obispo de un pequeño pueblo en el norte de Antioquia. Vimos también que la población rural en Colombia, por entonces, era eminentemente católica. En términos de alguien que fue testigo de los eventos que tuvieron lugar en Antioquia durante los años treinta, “Antioquia 117


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era una teocracia”.2 No debe parecer, entonces, extraño afirmar que el ministro de Dios en Antioquia, es decir, monseñor Builes, tenía una importante autoridad sobre sus fieles. En sus propias palabras:

dico […] Es un sistema religioso porque secunda en el orden político una secta” (Builes 1939, 193). Poco después de afirmar esto, en la misma pastoral, advierte, sin embargo: “No hay muchos y variados liberalismos sino sólo uno”. Contra aquellos que mientras lo escuchaban pudiesen aún tener alguna duda sobre la posibilidad de ser católico y liberal al mismo tiempo, contra aquellos que “se gastan la cabeza bregando a conciliar el catolicismo […] con el liberalismo” anticipa Builes la verdad de una sentencia religiosa: “¿Qué participación puede tener la justicia con la inequidad? ¿Qué tiene que ver la luz con las tinieblas? ¿Qué arreglos puede haber entre Cristo y Belial?” (Builes 1939, 207). El liberalismo, entonces, según esta serie de fórmulas, equivale a un error manifiesto en todas sus formas, a una secta religiosa; a una secta demoníaca. Sin exigir una operación mental muy complicada, el llamado de la autoridad a sus fieles los conmina a que vean de qué modo el liberalismo no es lo que ellos quizás estén tentados a creer que es: el liberalismo es algo tenebroso.

Soy pues, vuestro padre, hermanos míos; pero por lo mismo que el padre es por imposición misma de la naturaleza maestro y guía de sus hijos, heme aquí como doctor y guía de vuestras almas […]. Sí, hermanos míos, vengo como Maestro, a enseñaros la Verdad (Builes 1939, 10).

Sumada a la autoridad que se imponía en Santa Rosa de Osos con la presencia de esta suerte de padre, la fórmula catolicismo = conservadurismo, que durante esos años estaba tan arraigada en Antioquia, correspondía a uno de los contenidos de la Verdad que procuró él enseñar a sus “hermanos”. En las palabras de Builes, sin embargo, esta fórmula no era presentada de manera directa. Ella era, más bien, el resultado de una inferencia que, como lo veo, se podía hacer fácilmente a partir de una serie de afirmaciones. En abril de 1931 dice el cura:

Hay una diferencia entre la forma como al hacer uso de las metáforas el poeta nos invita a que apliquemos un atributo propio de una cosa a otra cosa distinta y la manera como al hacer uso de ellas, en el lenguaje ordinario, hacemos lo mismo. Con el ejemplo del tiempo, vimos que en los dos casos las metáforas sirven, entre otras, para acercar entidades de tipo abstracto a entidades más concretas, más fáciles de asir. Sin embargo, en el lenguaje ordinario, más claramente que en el poético, las metáforas cumplen una función adicional: ellas pueden llegar a constituir conceptos en cuyos términos damos sentido a lo que vemos y a lo que hacemos. Con el propósito de mostrar esto, algunos lingüistas se han preocupado por aclarar de qué modo las metáforas, antes que ser una característica de las palabras, son una característica del pensamiento (Lakoff y Johnson 1980, 3; Kövecses 2002, viii). Según estos autores, las metáforas tienen una función conceptual, en la misma medida en la que la tienen otras categorías lingüísticas, como las palabras que se utilizan para describir objetos, por ejemplo. Las metáforas, tanto como otras categorías lingüísticas, no sólo nos ofrecen una alternativa de percepción del mundo; ellas también nos brindan una alternativa de actuar de un modo u otro en relación con él. Para aclarar esto, vale la pena atender a la función conceptual que puede cumplir, por ejemplo, una descripción como la del movimiento de los planetas. La descripción tolomeica del movimiento planetario no se acaba, si se quiere, en una serie de afirmaciones sobre dicho movimiento. Ella tiene toda una serie de

Se viene diciendo últimamente y con gran insistencia […] que […] ser liberal ya no es malo: en una palabra, que se pueden seguir tranquilamente sin gravamen de conciencia las doctrinas del liberalismo y que se puede votar sin pecado por candidatos liberales, sin que eso sea obstáculo para recibir la absolución y participar de todos los bienes y derechos de la Iglesia. […] Y para que veáis que no se puede ser liberal y católico a la vez […] expondré brevemente en esta instrucción pastoral lo que es el liberalismo (Builes 1939, 189-190).

Es preciso tener en cuenta que, en el contexto político en el que son dichas estas palabras, quien se acogía a esta verdad negativa podría ir traduciendo en su mente su significado, en términos positivos. Los únicos partidos políticos que, por entonces, se disputaban el poder en Colombia eran el Liberal y el Conservador, con lo cual, si “la Verdad” dice que ser liberal es malo, y que no se puede ser liberal y católico a la vez, entonces, ¿qué será ser conservador? De nuevo, Builes no ofrece una respuesta directa a esta pregunta; más bien, insiste en sus pastorales ofreciendo una caracterización más precisa de lo que, a su manera de ver, era el liberalismo. Quizás con el ánimo de no dejar ninguna duda sobre la fórmula propuesta, insiste Builes: “El liberalismo es un error filosófico, social y jurí2 Entrevista con Guillermo Gaviria Echeverry, 16 de marzo de 2009.

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implicaciones sobre la forma como vemos la Tierra y los demás planetas, pero, sobre todo, tiene una serie de implicaciones sobre la manera como nos relacionamos (en términos de nuestras acciones) con la Tierra y con los otros planetas: somos el centro del universo. Si, por el contrario, el sistema copernicano nos ofrece una descripción distinta del movimiento de los planetas, no sólo vemos de otro modo la Tierra en su relación con los otros planetas y con el Sol, también nos vemos a nosotros mismos distintos en relación con ellos: ya no somos el centro del universo. No vernos como el centro del universo nos propone, seguramente, actuar de un modo distinto a como lo haríamos si nos viéramos como el centro del universo.

presente el contexto rural y religioso en el que vivían quienes lo escuchaban. Dado ese contexto, he hecho referencia a las fórmulas con las que traza el cura la relación entre “ser católico” y “ser conservador”, “ser liberal” y “ser anticatólico”. He tenido en cuenta, también, algunas de las metáforas con las que monseñor Builes pretendió establecer relaciones directas entre entidades abstractas y entidades concretas. He hecho referencias, así, a algunas de sus palabras: la lucha partidista como una lucha en un campo de batalla y la exigencia de derramar hasta la última gota de sangre en esa batalla. Algunas referencias a la forma exacerbada con la que transmite el cura “la Verdad” a sus fieles sirven, así mismo, para entender entre quiénes, más concretamente, se libran las batallas: el Bien y el Mal, la luz y las tinieblas, la justicia y la inequidad, Jesús y Belial. En las Pastorales, escritas entre 1926 y 1938, es recurrente el uso de todos estos términos. Sin embargo, en una de ellas toma su forma, de una vez por todas, todo el mundo que quiso Builes construir para él y para sus fieles. El contexto en el que es escrita esta Pastoral, en 1938, se conoce como el período de la “Revolución en Marcha”, de Alfonso López Pumarejo.4 Cuando en Colombia dicha revolución estaba ya más o menos consolidada, en Antioquia empezaban a hacerse oír las manifestaciones de alarma contra lo que, a los ojos de muchos empresarios y dirigentes políticos, parecía la llegada del comunismo. En palabras de una historiadora colombiana, la Revolución en Marcha “constituyó un telón de fondo decisivo de un aumento en el discurso vituperante contra el comunismo” (Roldán 2003, 36). La siguiente cita de Builes es quizás una de las mejores maneras de expresar la histeria a la que hace referencia la historiadora:

Desde el punto de vista de la concepción según la cual las metáforas tienen un sentido conceptual, algo análogo a lo que he descrito arriba ocurre con la función lingüística que, según esta concepción, tienen las metáforas. Ellas no sólo sirven al propósito de develar un aspecto de algo acudiendo a un atributo propio de otra cosa. En el lenguaje ordinario, más claramente que en el lenguaje poético, ellas sirven para responder de un modo coherente a una serie de preguntas, no solamente en un sentido teórico sino, también, en un sentido práctico; no sólo para que creamos o para que sintamos ciertas cosas, sino para que actuemos de un modo determinado a favor de ellas. El propósito de entender la relación estrecha que puede haber entre el uso de las metáforas y cierto tipo de acciones exige aclarar aquello que George Lakoff y Mark Johnson llamaron “el carácter sistemático de las metáforas” (Lakoff y Johnson 1980, 10). Tal como lo entiendo, con el término “el carácter sistemático de las metáforas”3 se quiere decir que ciertos conceptos se entienden mejor si una metáfora aparece acompañada de lo que uno podría llamar “el resto de los miembros de la familia de esa metáfora”. Los miembros de las familias de metáforas se relacionan entre sí a partir de las inferencias que hacen los hablantes; es decir, a partir de semejanzas o a partir de cualquier otro tipo de relación que el contexto permita que se haga.

Pues bien: si el liberalismo ha cedido el campo en todos los órdenes al comunismo bolchevique, contra éste vamos a luchar sin tregua y con todas nuestras armas. No hay en la actualidad sino dos campos en el mundo: Roma y Moscú, el Vicario de Cristo y el Vicerregente de Satanás, Pío XI y Stalin, la verdad y el error, el bien y el mal, la restauración del mundo en Cristo y la sublevación total. Si sois cristianos, no vacilaréis en escoger. Sois hijos de Dios; fuera, pues las cuentas con Belial (Builes 1939, 356).

Las palabras de monseñor Builes son un buen ejemplo para ilustrar el carácter sistemático que pueden tener las metáforas en el lenguaje ordinario. Con el propósito de ilustrar la fuerza contenida en las palabras de Builes, he insistido en que es preciso tener

4 1934-1938. Con este lema López Pumarejo dio inicio a una variedad de políticas sociales que, entre otras, ampliaron el reconocimiento legal de una serie de derechos a favor de los trabajadores y de los campesinos en Colombia. Ver Roldán (2003, 35).

3 En su libro, Lakoff y Johnson no ofrecen una definición positiva de este término.

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En el campo de batalla

la última cita de las pastorales incluida en este texto, el vicerregente de Satanás equivale a Stalin. Por lo tanto, quienquiera que se presente en Colombia como un liberal, no puede ser más que otro entre los vicerregentes de Satanás, como lo es Stalin. La relación entre algunos de los componentes de la fuente (en nuestro caso, el grupo de metáforas: Satanás y pecar) puede ser sistemática, como puede ser sistemática la relación entre un agente y las acciones que produce. Del mismo modo, la relación entre algunas características del objetivo (en nuestro caso, el liberalismo) y sus acciones, también puede ser vista como sistemática. Es de este modo como la relación entre el liberalismo y el hecho de que los miembros de este partido propongan una reforma constitucional contra el Concordato a favor de la Santa Sede puede ser también sistemática. Los artilugios metafóricos que sirven para construir relaciones entre uno y otro dominio conceptual, en su caso, le sirven a Builes para convertir las acciones del liberalismo en las acciones de los vicerregentes de Satanás, para mostrar a los fieles de qué manera es propio del liberalismo querer “derrocar a Cristo de su trono”; en otras de sus palabras: para mostrar cómo el liberalismo “[quiere] llevar a sus hijos a la condenación eterna de sus almas” (Builes 1939, 49), para indicar cómo los liberales “prepara[n] la ruina de la humanidad” (Builes 1939, 111).

Una de las formas a través de las cuales se establece una relación de familiaridad entre una serie de metáforas es con el recurso de la personificación. La personificación es, como lo ven los lingüistas a quienes he hecho referencia en este texto, una construcción metafórica que sirve para evocar un objeto, en particular, una persona o un personaje, y con ello, para caracterizar con precisión aquello cuyo significado quiere darse a entender. (Lakoff y Johnson 1980, 33-34). Es propio de las personas (o de los personajes) el hecho de que ellas actúan. Es propio de las personas sobre quienes decimos que son buenas, el producir actos buenos, actos que favorecen los intereses de los demás. En este mismo sentido, es propio de las personas malas el producir actos malos, actos con los que se vulneran los intereses de los demás. El carácter sistemático de la relación entre un agente, el hecho de que actúa y la calidad moral de sus acciones suele no ser muy difícil de inferir, sobre todo, si estamos familiarizados con ese agente. Volvamos a las palabras de Builes para responder a la pregunta sobre cómo se define el carácter sistemático del vínculo entre las metáforas que usaba en sus pastorales. Estamos, como vimos, en un campo de batalla. De un lado está Satanás, y del otro, el vicario de Cristo. En términos del análisis de las metáforas que he tenido en cuenta hasta acá, Satanás es una parte de “la fuente del dominio conceptual de la metáfora” (Kövecses 2002, 4). La fuente del dominio conceptual se construye, según Zoltán Kövecses, a partir de las metáforas que usa un hablante para hacer referencia a otro dominio, el dominio “objetivo”, en otros términos, “el blanco” (target) al que se dirige el dominio “fuente” (source); esto es, el dominio sobre el cual el hablante quiere dar a entender algo utilizando una serie de metáforas. La relación entre uno y otro dominio, en nuestro caso, se establece de tal manera que el dominio “objetivo” se constituye a partir de entidades abstractas (Kövecses 2002), como el liberalismo o el tiempo, mientras que el dominio fuente se constituye a partir de entidades concretas, asibles, si se quiere, como Satanás o como el hilo sutil de arena numerosa. ¿Por qué hace Builes referencia al vicerregente de Satanás en sus pastorales? ¿Por qué se vale de esta personificación para hacer entender a sus fieles qué cosa era el liberalismo? A estas preguntas se puede responder si se atiende al carácter sistemático de la relación entre un grupo de metáforas.

Las acciones que produce un agente necesitan, con frecuencia, de una serie de instrumentos, sin los cuales la tarea de producirlas se haría más difícil o terminaría no produciéndose. Si para el liberalismo se ha propuesto una personificación (los vicerregentes de Satanás), entender lo que hace el liberalismo (derrocar a Cristo de su trono) será más fácil, si en las manos de los vicerregentes de Satanás se pone el instrumento más idóneo para alcanzar el fin que se proponen. En palabras de Builes este instrumento es una espada que “centelle[a] como [una] lengu[a] de fuego infernal, amenazant[e] y terribl[e]” (Builes 1939, 242). La espada es acá la metáfora (fuente) para designar las palabras de los profesores liberales en las universidades y en los colegios, las palabras de los diputados liberales en el Congreso, las palabras impresas en los periódicos, en los folletos y en los proyectos de reforma constitucional (Builes 1939, 242). ¿Qué sigue después de las referencias metafóricas al liberalismo, a sus acciones y a sus palabras? Para que el campo de batalla quede “bien deslindado” es preciso aún caracterizar al vicario de Cristo, sus acciones y sus palabras. En términos de Builes, el vicario de Cristo es, entre los hombres, la autoridad designada directamente por Dios, el representante suyo en la Tierra: Su Santi-

He hecho referencia a la relación de sinonimia entre el liberalismo y el comunismo en la que insistió el cura. En 120


¿Puede el uso de metáforas ser peligroso? Sobre las pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes Ángela Uribe Botero

Otras Voces

hecho de que una visión del mundo se exprese de un modo simplista podría llegar a constituirse en un acto perlocucionario peligroso. Los contextos de polarización política, con frecuencia, suelen presentarse de manera que lo que se produce es esta suerte de psicosis. En el contexto al que estoy haciendo referencia, la visión simplista del mundo que ha construido Builes con sus metáforas es sumamente paranoica. Como vimos, una de las funciones de las metáforas es dar a entender (o explicar) algo (el liberalismo) que es complejo o que es abstracto, en términos de otra cosa distinta, más concreta o más simple (Belial). Este propósito sólo se cumple en la medida en que las metáforas, así como develan aspectos de los conceptos, sirvan también para ocultar otro u otros aspectos de ese mismo concepto. En términos de Lakoff y Johnson: “Merely viewing a non-physical thing as an entity or substance does not allow us to comprehend very much about it” (Lakoff y Johnson 1980, 27). Si a la función veladora que pueden tener las metáforas se suma la función simplificadora del mundo y de los hechos que tienen las ideologías, entonces, el uso que hace Builes de las metáforas para dar a entender a sus fieles lo que es el liberalismo es sumamente peligroso y paranoico. Piénsese solamente en los miembros del Partido Liberal convertidos en regentes de Satanás.

dad. Como vimos, en Antioquia, esta autoridad coincidía, en términos del cura, con él mismo: “Soy […] vuestro padre […] heme aquí como doctor y guía de vuestras almas […]”. Las acciones de este doctor de las almas se corresponden, a su vez, con la tarea asignada a él directamente por Dios: predicar la verdad revelada y combatir las doctrinas perversas (Builes 1939, 26). ¿Cómo, por último, se predica la verdad cuando ella equivale a la acción que se emprende en un campo de batalla? La respuesta a esta última pregunta da forma completa a la idea que Builes ha insistido en transmitir a sus fieles: También nuestra palabra como espada y nuestra pluma como saeta han de flamear y clavarse en el propio corazón del monstruo que es el error, que es la herejía, aunque choquen contra la enemiga lanza y se rompan en mil pedazos (Builes 1939, 242).

Con la visión simplista del mundo al servicio de la cual, de este modo, pone monseñor Builes sus metáforas incurre él, sin embargo, en un serio peligro: acercar sus palabras a posibles acciones. Para precisar esta afirmación propongo tener en cuenta la relación entre el contexto en el que son escritas las Pastorales y el mensaje que quiso Builes hacer llegar a sus fieles. Después de todo, el mundo entero es una guerra cuyos combatientes están bien identificados: las fuerzas de Satanás y las fuerzas de Cristo, el mal contra el bien, Stalin contra el Papa. Colombia es sólo uno de los campos de batalla en los que se libra esa guerra, y las fuerzas adversarias coinciden en el país con los partidos Liberal y Conservador.

Como vimos, aludir al tiempo como algo que “pasa” implica no aludir a él como una entidad geométrica, y en este sentido, no notar que, quizás, el tiempo, desde el punto de vista científico, puede no ser “algo que pasa”. Basta con detenerse en una de las metáforas que usa Builes para imaginar todo lo que ella esconde cuando, mientras la usa, él quiere dar a entender qué es el liberalismo: el liberalismo es un sistema religioso que secunda una secta. El liberalismo es, en fin, todo lo que se puede decir metafóricamente acerca del mal y nada más que del mal. Quizás, además de imaginar, resulte ocioso describir explícitamente lo que queda escondido del liberalismo con las extravagancias del cura. No creo exagerar cuando afirmo que es probable que la visión simple y paranoica del mundo que quiso él transmitir con sus metáforas haya producido entre sus fieles, cuando no un fuerte deseo de actuar como soldados de Dios, por lo menos sí temor o indiferencia en relación con la posibilidad de que los liberales fuesen victimizados. En términos de Austin, no creo que sea exagerado afirmar que la visión paranoica y simple del mundo que presentó Builes a través del uso de metáforas en sus pastorales pudo producir actos perlocusionarios que fueron afortunados (Austin 1975, 14-17); es decir, actos a los que quizás respondieron muchos de los fieles con la serie de actos que correspondían a la invitación que se les hizo.

Tanto como sean pronunciadas en el contexto adecuado, las palabras pueden constituirse en actos. En un contexto en el cual quien pronuncia las palabras se presenta ante quienes lo escuchan como una autoridad (i.e., un maestro, un padre, el portador de la verdad), el tipo de acto que se produce es lo que J. L. Austin llamó un “acto perlocucionario”. En este sentido, Saying something will often, or even normally, produce certain consequential effects upon the feelings, thoughts or actions of the audience […] and it may be done with the design, intention, or purpose of producing them; and we may say, thinking of this, that the speaker has performed an act. […] We shall call the performance of an act of this kind the performance of a ‘perlocutionary act’ (Austin 1975, 101).

Por otra parte, en el contexto adecuado, una visión simplista del mundo puede llegar a ser paranoica (Sontag 2008, 83). Quiero sostener que, junto con esto, el 121


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Sin embargo, como lo advertí al comienzo de este texto, el análisis de las palabras del cura que propongo no es ni histórico ni sociológico. De allí que omita afirmaciones sobre si, en efecto, los actos de monseñor Builes fueron afortunados; sobre si los fieles de las parroquias adscritas a su obispado acudieron a la invitación que él les hizo. 

6. Giraldo, Juan David. 2004. Miguel Ángel Builes. www.lablaa.org/blaavirtual/biografías/builmigu.htm (Recuperado el 20 de febrero, 2008). 7. Kövecses, Zoltán. 2002. Metaphor. A Practical Introduction. Nueva York: Oxford University Press.

Referencias

8. Lakoff, Georg y Mark Johnson. 1980. Metaphors We Live By. Chicago: The University of Chicago Press.

1. Austin, John Langshaw. 1975. How to do Things with Words. Cambridge: Harvard University Press.

9. Roldán, Mary. 2003. A sangre y fuego. La Violencia en Antioquia, Colombia, 1946-1953. Bogotá: ICANH.

2. Borges, Jorge Luis. 1990. El reloj de arena. En El hacedor, 75-77. Madrid: Alianza.

10. Sontag, Susan. 2008. La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Barcelona: De Bolsillo.

3. Builes, Miguel Ángel. 1936. Manifiesto de los prelados de Colombia al pueblo católico. Sin dato sobre ciudad: Imprenta La Rota.

Entrevista 11. Uribe, Ángela. 2009. Entrevista con Guillermo Gaviria Echeverry. 16 de marzo (sin publicar).

4. Builes, Miguel Ángel. 1939. Cartas pastorales. Medellín: Imprenta Editorial. 5. Builes, Miguel Ángel. 1949. El liberalismo izquierdista. Sin dato sobre ciudad: Imprenta La Rota.

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Arte y política como interpretación

Luis Eduardo Gama

Dossier

Arte y política como interpretación por

Luis Eduardo Gama*

Fecha de recepción: 9 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 25 de septiembre de 2009 Fecha de modificación: 5 de octubre de 2009

Resumen La relación entre estética y política se ha establecido con frecuencia sobre el trasfondo de una discusión acerca del carácter autónomo del arte con respecto al ámbito de la vida pública. Si para una tendencia ampliamente extendida de la estética moderna la autonomía del arte era condición necesaria para el despliegue de sus potencialidades políticas, para otras teorías estéticas más contemporáneas es justamente esta autonomía la responsable del aislamiento del arte en una región separada de la praxis, y, por consiguiente, de su inefectividad en la vida social. Este artículo muestra en primera instancia cómo desde ninguno de estos dos planteamientos es posible develar un nexo con la política inherente a la naturaleza misma del arte. El análisis por ello se proyecta, en un segundo momento desde un punto de referencia nuevo. Siguiendo planteamientos pertenecientes a la filosofía interpretacionista se afirma, por un lado, el carácter interpretativo del arte en tanto en él se articulan los nexos de significados que dan forma a la realidad social, y, por otro, se identifican los diversos niveles en que esta actividad del arte tiene lugar. Desde este enfoque es posible entonces develar una vinculación interna entre estética y política: se trata en ambos casos de ámbitos de la praxis humana que instauran, mantienen o renuevan los significados que definen el mundo social.

Palabras clave Estética, arte, interpretacionismo, Schiller, Günter Abel.

Art and Politics as Interpretation

Abstract The relationship between aesthetics and politics has often been established against the background of a discussion about the autonomy of art with respect to public life. For a widely-held position within modern aesthetics, the autonomy of art was a necessary condition for the development of its political potential. For other (more contemporary) aesthetic theories, the autonomy of art is responsible for both the isolation of art in a sphere separate from praxis, and for its ineffectiveness in social life. First, this article shows that is it not possible to uncover a link between art and politics that arises from the very nature of art in either of these two approaches. Second, on the basis of a new approach rooted in interpretationist philosophy, I argue that art has an interpretative character because it articulates the webs of meaning that shape social reality. From this perspective it is possible to uncover an inner connection between aesthetics and politics: they are both fields of human praxis that find, hold or renew the meanings that define the social world.

Key words: Aesthetics, Art, Interpretationism, Schiller, Günter Abel.

Arte e política como interpretação

Resumo A relação entre estética e política com freqüência se estabelece sobre o transfundo de uma discussão acerca do caráter autônomo da arte em torno ao âmbito da vida pública. Se para uma tendência amplamente estendida da estética moderna, a autonomia da arte era condição necessária para a posta em prática de suas potencialidades políticas, para outras teorias estéticas mais contemporâneas, é precisamente essa autonomia a responsável do isolamento da arte em uma região separada da práxis, e conseqüentemente, a razão de sua ineficiência na vida social. Este artigo mostra, nomeadamente, como é que desde nenhuma dessas colocações é possível desvendar um nexo com a política inerente à natureza própria da arte. Posteriormente, a análise se projeta desde um ponto de referência novo. Com base nas colocações relativas à filosofia interpretacionista, afirma-se, por um lado, o caráter interpretativo da arte em quanto nela se articulam os nexos de significados que moldam a realidade social, e pelo outro, identificam-se os diversos níveis em que essa atividade artística ocorre. A partir dessa abordagem, é possível revelar uma vinculação interna entre estética e política: trata-se em ambos os casos de âmbitos da práxis humana que instauram, mantêm ou renovam os significados que definem o mundo social.

Palavras chave Estética, arte, interpretacionismo, Schiller, Günter Abel. * Doctor en Filosofía de la Universidad de Heidelberg (Alemania). Pregrado y maestría en Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Becario del DAAD 2000-2004. Entre sus artículos en revistas más recientes están: Filosofía como praxis y diálogo. Una introducción a la hermenéutica desde Platón. Revista Estudios de Filosofía 38: 151-170, 2008; Los saberes del arte. La experiencia estética en Nietzsche. Ideas y Valores 57, No 136: 67-100, 2008. Actualmente es profesor asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá). Correo electrónico: legamab@unal.edu.co.

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prácticos de la razón que Kant había correctamente formulado, y que debían garantizar la constitución de un orden social y político moralmente justo, carecían de efectividad histórica real en cuanto no se incorporaran a la vida concreta de los individuos. Habría que hacer de la libertad y la moralidad un impulso tan espontáneo como los instintos sensibles, y para ello era necesaria una formación a través del arte, pues sólo éste –dada su doble constitución sensorial y racional, material e ideal– podría hacer concordar paulatinamente las inclinaciones naturales de los hombres con las altas exigencias morales de la razón.

esde su nacimiento como disciplina filosófica, a mediados del siglo XVIII, la reflexión sobre el fenómeno artístico que llamamos estética se ha acompañado de la pregunta por la función política y social del arte. No hay nada sorpresivo en esta convergencia de problemáticas en apariencia distintas. Existe más bien una profunda vinculación entre lo estético y lo político que puede ser descrita en ambas direcciones. Pues si, de un lado, una reflexión específica sobre la naturaleza del arte sólo se hizo posible en el clima político de un Estado y una sociedad secularizados, del otro, esta misma reflexión suscitó rápidamente una crítica a esta constelación moderna de lo político de la que había brotado. En efecto, la pregunta filosófica por el hecho artístico y su lugar en el todo de lo social sólo se plantea en el momento en que el Estado y la sociedad modernos, fundados estrictamente en los principios universales del entendimiento o la razón práctica, hicieron superfluo o al menos no evidente el papel del arte en la constitución y sostenimiento de la vida pública; pero, por otra parte, la puesta en evidencia de una capacidad estética propia del ser humano (sea como facultad trascendental del gusto o como instinto de lo bello) reveló las deficiencias y limitaciones de un proyecto político delineado desde una concepción estrecha de la racionalidad. Así, el llamado de la estética por hacer justicia a las energías creativas e imaginativas inherentes a la naturaleza humana significó, a la vez, la puesta en primer plano de los peligros propios de una excesiva mecanización del ámbito político, o de lo irrealizable del intento por regular la vida social sólo desde los imperativos éticos de la razón.

En Schiller se hace, pues, explícita, quizás por vez primera, la vinculación entre la estética y un proyecto de corte político, entre el arte y su papel en la conformación y regulación de la vida pública. Schiller se sitúa en el momento histórico de una modernidad posilustrada que comienza a experimentar con desencanto el fracaso evidente de sus metas políticas más altas; él reafirma la superioridad del Estado moderno secularizado, pero reconoce que éste se ha metamorfoseado en una especie de mecanismo rígido, disgregado en unidades sin vida propia, sólo concatenadas artificialmente mediante nexos formales y externos (Schiller 2005, 147). Bajo esas circunstancias, el Estado moderno no constituye la atmósfera adecuada para la realización de la humanidad, esto es, para el despliegue de todas sus potencialidades, cuyo punto culminante representa la genuina libertad. Sólo el arte y su experiencia de lo bello, según Schiller, estimulan el ejercicio combinado y armónico de los instintos que conforman la naturaleza sensible y racional del hombre, de modo que sólo aquí se abre el camino hacia la realización plena de la existencia. La formación de un instinto de lo bello en los ciudadanos se convierte así en la tarea política más urgente del momento. En Schiller, pues, la modernidad reconoce los límites de su proyecto político y encuentra en el arte un camino hacia la recomposición de un Estado donde la auténtica libertad sea posible.

La compleja relación entre estética y política está, pues, determinada en sus orígenes por las condiciones propias de una modernidad que ya no le otorga al arte una función definida en el todo de lo social, pero cuyas más altas metas resultan a la vez cuestionadas desde esta misma esfera de la actividad artística. Expresión paradigmática de esta tensión entre política y estética en el centro mismo del proyecto moderno resultan ser las Cartas sobre la educación estética del hombre, en las que Schiller (2005) se esfuerza por demostrar que la realización de la libertad humana en el seno de una sociedad racional sólo es posible por medio de una formación estética de los ciudadanos. Para Schiller los postulados

La idea schilleriana de que una vida pública desnaturalizada puede revitalizarse con la aplicación de un correctivo estético se ha vuelto desde entonces un motivo recurrente en la cultura occidental. El contexto de la vida política posrevolucionaria, escindida, según Schiller, entre el salvajismo de las clases populares y el egoísmo de las clases cultas, y al que Schiller responde con su formación por el arte, es reflejo de una tensión entre política y estética que, bajo otros determinantes culturales, se manifiesta en otros momentos históricos. Reaparece, por ejemplo, en la Alemania imperial de fi100


Arte y política como interpretación

Luis Eduardo Gama

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modernos. Pero más allá de las variantes históricas que ha adoptado este debate en cada momento, la pregunta filosófica que subyace a todo esto es la que se cuestiona por la conmensurabilidad de estas dos esferas de la acción humana. Situados en el ámbito de la modernidad, ¿es posible establecer líneas de tránsito internas y vasos comunicantes entre el ejercicio político y la creación artística? ¿O se trata más bien de dos regiones de la praxis esencialmente heterogéneas, que sólo de una manera extrínseca pueden ser puestas en relación? En lo que sigue me propongo ganar elementos de juicio que deben servir para responder a estos interrogantes. Para ello quiero ofrecer aquí una perspectiva de análisis proveniente de la filosofía interpretacionista, según la cual el arte es ante todo una actividad interpretativa constituyente y transformadora de la realidad. Desde esta óptica es posible identificar en el ejercicio artístico diversos niveles de realización, dentro de los cuales debe evaluarse su particular rendimiento e injerencia para la praxis política. Antes de proceder a ello debo, sin embargo, reformular toda la problemática recién expuesta en términos de la cuestión de la autonomía del arte.

nales del siglo XIX, cuya excesiva institucionalización y burocratización de lo político y su rígida regulación de la vida social fueron tempranamente denunciadas por Nietzsche, y diagnosticadas luego por Max Weber con la célebre fórmula del desencantamiento del mundo (Weber 1988, 612) a manos de la formalización de la praxis humana; y en un horizonte más cercano a nosotros, vuelve a hacerse presente en la sospecha posmoderna frente a cualquier intento de racionalizar la acción política, considerado ahora como una forma de negar la diferencia, lo regional y lo multicultural, por parte de un modelo de la vida pública que injustificadamente pretende universalizarse. Con modificaciones y matices que aquí no podemos reseñar, todos estos casos pueden verse como expresión de una misma correlación entre lo político y lo estético, según la cual una crisis en el ámbito vital del ejercicio político (la rígida mecanización del Estado liberal, la enajenación del ciudadano ante lo institucional, la apatía, o la exclusión de las minorías) es diagnosticada como la carencia de un elemento artístico en el seno de lo público, y quiere, consecuentemente, ser paliada con el recurso a elementos estéticos (la imaginación, el juego y la creatividad como aspectos revitalizadores de lo social, la estetización de la vida cotidiana, o la expresión de lo individual por encima de los canales institucionales establecidos).

II Podemos recurrir a la ya vieja tesis de la compensación como punto de partida para repensar desde nuestra situación actual el problemático vínculo entre la estética y la política. La tesis fue formulada hace más de 30 años por el filósofo alemán Joachim Ritter,1 y afirma en líneas generales que el papel del arte en la sociedad moderna consiste esencialmente en servir de correctivo o de compensación de los males que trae consigo el proceso de racionalización y creciente formalización del mundo y la cultura, que ha tenido lugar en Occidente en los últimos tres siglos. Según esta perspectiva, el arte encuentra su verdadera legitimación como agente compensatorio de las carencias de una racionalidad abstracta elevada en la modernidad al papel de instancia rectora del conocimiento y de la vida social: donde las ciencias sólo ofrecen un conocimiento basado en leyes universales, el arte se ocupa de lo singular y lo concreto de los objetos particulares; donde la modernidad preconiza el ejercicio de una razón impersonal para la organización de la sociedad, el arte apela al sentimiento y a la emoción, a los afectos y las pasiones de los individuos, como los aspectos más fundamentales en la formación de una moralidad más concreta y real. No es difícil reconocer en

Como era de esperarse, estos intentos de estetizar la política han encontrado a su vez serias objeciones. Quizás sería posible glosar la famosa tesis hegeliana sobre el carácter pretérito del arte, como un intento de mostrar que bajo las condiciones del Estado moderno el poder transformador del arte se encuentra definitivamente agotado. En esa dirección se mueve ya claramente Weber, quien reconoce que la posibilidad de una redención por el arte, de un reencantamiento por vía de la estética de la unidad de la vida pública, resulta impensable en el sistema altamente fragmentado del Estado liberal burocratizado y de la economía capitalista. En la misma línea, la crítica a los enfoques de la democracia radical posmoderna insiste en que una excesiva estetización del ejercicio político, al hacer gravitar a éste en torno a la multiplicidad de centros creativos de los individuos, corre el riesgo de disociar aún más la unidad del ámbito de lo público y de perder de vista referentes éticos reales de la acción humana. Con esto hemos ganado una mirada panorámica sobre la compleja relación entre estética y política que es inherente a la estructura misma del mundo y la sociedad

1 Cf. Odo Marquardt (1981) y Peter Bürger (1991), disponible en: www.nuso.org.

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de la virtualidad tecnológica y en ese reino de la escenificación y la simulación que construyen y reconstruyen permanentemente las técnicas de la información. En este mundo ficticio de realidades virtuales el arte resulta entonces frecuentemente convocado para reavivar desde sus producciones un sentido renovado de lo genuino y de lo auténtico. Como contramovimiento a la simulación mass mediática y a la agonía de lo real, el arte debe proporcionar una mirada más directa sobre los objetos en su singularidad y en su carácter insustituible. De allí la rehabilitación a través del arte de saberes, cosmovisiones, usos y materiales regionales, o la intención más explícita de romper la distancia entre la obra y el espectador incorporando la experiencia estética en lo inmediato de la praxis cotidiana. De manera cada vez más directa se exige, pues, del arte una experiencia de lo concreto, de lo singular e irrepetible, que desagarre la irrealidad de un mundo social mediatizado. Si el arte moderno se definía desde la categoría de la apariencia [Schein], ahora se concibe a sí mismo como antificción (Rötzer 1991, 13).

esta tesis el mismo espíritu que anima la propuesta estética de Schiller antes descrita, y que, como vimos, se hace también presente en planteamientos teóricos posteriores. Conviene, sin embargo, actualizar esta tesis y mostrar cómo ese papel compensatorio del arte adquiere un nuevo rostro bajo las condiciones de nuestra contemporaneidad. Si el arte moderno debía satisfacer las necesidades humanas que la ciencia o la política convertidas en mera técnica de organización de lo social no podían llenar, esto es, si el arte debía configurar el reino de la ilusión y la utopía más allá de una realidad fáctica asegurada desde la lógica de la racionalidad instrumental, asistimos ahora a una inversión de estos papeles, pues mientras que se impugna cada vez más a la racionalidad científica y técnica su pretensión de ser la única garante de la verdad y la objetividad, se concibe al arte como el lugar más adecuado para la expresión de lo real y concreto. En efecto, los planteamientos teóricos esbozados antes otorgan al arte un papel transformador del individuo y de lo social, pero le retiran a la vez toda función ontológica o cognoscitiva más alta. En Schiller, por ejemplo, el acceso a la verdadera realidad sigue siendo competencia exclusiva de una razón teórica frente a la cual el instinto artístico construye un reino de bellas apariencias inocentes que “no perjudican nunca a la verdad” (Schiller 2005, 347), por el simple hecho de que no tienen sobre ella ninguna injerencia; en la misma línea, una buena parte del activismo político estetizante de los sesenta consideró al arte como un elemento subversivo potencialmente generador de nuevas relaciones sociales, pero no cuestionó radicalmente el monopolio de la ciencia y la razón teórica sobre el conocimiento de las verdaderas determinaciones del mundo social. Desde esta perspectiva, el arte constituye apenas la hermosa utopía de un mundo ficticio que se sobrepone a la realidad social fáctica, a la que brinda a lo sumo la imagen idealizada de un posible futuro. Entre tanto, esta constelación propia de la modernidad se ha invertido. Hoy se da por aceptado que la senda de la racionalidad científica no conduce necesariamente a una visión objetiva de la realidad, y que no existen hechos inapelables que simplemente se consignarían en las leyes irrefutables de la ciencia, sino que tan sólo podemos elaborar interpretaciones de una realidad que se presenta difusa y abierta a múltiples lecturas.

Evidentemente, esta nueva tarea que, desde diversos horizontes artísticos o filosóficos, se le adscribe al arte reafirma, si bien en una perspectiva inversa, el carácter sólo compensatorio que, como vimos, se le atribuyó a éste desde cierta modernidad estética. Si antes el arte era la bella apariencia que debía compensar con sus ilusiones la visión fría y objetiva de la realidad proveniente de las ciencias, ahora se espera, por el contrario, que mantenga una referencia a lo real en medio de un mundo pseudoconcreto dominado por las lógicas impersonales y abstractas de la economía, la comunicación virtual o el espectáculo. Se trata, entonces, de una segunda compensación: la primera sería la compensación de la cosificación y objetivación científica de la realidad a través de las ilusiones de la producción artística; la segunda, la compensación de una realidad simulada que es sólo el producto artificial de la técnica, a través de un arte cercano a lo genuino y auténtico.2 En ambos casos, el arte cumple sólo una función complementaria o sustituta, consistente en llenar los vacíos que no pueden colmar el conocimiento científico y la técnica, la lógica del mercado y de la economía del intercambio, o la racionalización y funcionalización crecientes de todo el ámbito de la vida pública y cotidiana.

Esta pérdida de una imagen única de lo real afecta también la dimensión del mundo social, con el reconocimiento de la imposibilidad de reducir la multiplicidad de formas culturales a un único paradigma universal. La pérdida de lo real se agudiza aún más en el mundo

Esta doble cara de la función compensatoria del arte implica una doble forma de conectar la estética con la 2 La idea de esta doble compensación ha sido esbozada por Odo Marquard, desarrollando el planteamiento de Ritter. Cf. Rötzer (1991, 66s).

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Arte y política como interpretación

Luis Eduardo Gama

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debería confinarse en su esfera autónoma ideal y sólo desde este ámbito externo desplegar su potencial político; una vez que ya no es posible confiar irrestrictamente en esta racionalidad, la actividad estética tuvo que ser integrada al campo de la praxis para, desde dentro, cumplir un rol central en la constitución y transformación del mismo.

política. Bajo el primer punto de vista, la actividad artística actualiza su potencia transformadora del mundo social sólo en cuanto se mantiene al margen de la esfera corrupta, aunque fácticamente vigente, del ejercicio de lo político. En el segundo caso, la relación se invierte, pues se considera que únicamente desde el interior de la experiencia concreta del mundo de la vida logra el arte hacerse efectivo como instancia emancipadora de la praxis. Lo que está aquí en juego es la cuestión de la autonomía del arte. Desde la primera perspectiva, que aquí se corresponde con las teorizaciones modernas inspiradas en Schiller, la actividad artística constituye una esfera de la praxis radicalmente independiente de los otros ámbitos de la actividad humana, y es justamente ese carácter externo al ámbito de lo político el que le permite al arte salvaguardar un terreno impoluto desde el cual propiciar el cumplimiento de su función política. Esa presunta autonomía es la que se ve impugnada en desarrollos artísticos más contemporáneos. Todo el movimiento de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX ha sido leído como un ataque al estatus autónomo del arte en la sociedad burguesa moderna, es decir, como un esfuerzo por superar la exclusión de la actividad estética del conjunto de la praxis vital de los hombres (Bürger 1974, 66), y es evidente que la misma intención pervive en desarrollos estéticos más recientes que buscan combatir la fragmentación de lo social en los ámbitos funcionales aislados de la ciencia, la economía, la cultura o la política, así como la opacidad de una realidad rarificada por las mediaciones tecnológicas y virtuales, mediante el poder integrador de un arte inmerso en el mundo de la vida y de su visión abarcadora de la existencia humana. De este modo, la función compensatoria del arte sobre lo político, que, como vimos, puede rastrearse en muchos planteamientos estéticos desde finales de la Ilustración hasta nuestros días, se ha expresado de dos formas radicalmente diferentes, según se considere que la autonomía del campo de fenómenos de lo estético es condición o es obstáculo para el cumplimiento de una tarea política del arte.

Con esto no queremos decir que desde cada contexto histórico particular la cultura occidental haya sabido crear la adecuada correlación entre estética y política, esto es, haya sabido otorgar al arte el justo grado de autonomía (o de no autonomía) que le fuera necesario para garantizar su operatividad en el mundo social. Más bien, podría afirmarse que ambas respuestas de la estética han fracasado en su intento de asegurar teóricamente una vinculación interna entre la práctica artística y el campo de lo político. Este fracaso, como trataré de mostrar luego, no tiene que ver con circunstancias históricas o con desarrollos particulares de la producción artística; lo que falla más bien es la conceptualización filosófica del arte que está en la base de estas teorías y que se monta erróneamente alrededor del tema de la autonomía. Más adelante espero mostrar de qué manera esta cuestión de la autonomía del arte puede reformularse en el marco de la filosofía interpretacionista, de un modo tal que supere la dicotomía entre el arte como esfera autónoma y el arte como ámbito integral del mundo de la vida. Por ahora queremos mostrar en qué sentido tanto la concepción moderna del arte autónomo como el planteamiento posmoderno del arte como praxis vital resultan insuficientes para justificar una vinculación necesaria entre lo estético y lo político. Para este propósito resulta conveniente examinar de nuevo, en primera instancia, el proyecto schilleriano de una formación estética. Como es sabido, en la base de este proyecto se encuentra el convencimiento de Schiller de que el arte representa un ámbito autónomo de la actividad humana, no sólo independiente de las esferas de la ciencia y de la moral sino, ante todo, impermeable a la corrupción y a la decadencia que, según él, invadían la vida política de su tiempo. La autonomía del arte es para Schiller, primero, un hecho comprobable en la historia, pues las producciones artísticas de todas las épocas, en cuanto reciben la determinación “absoluta e inmutable” de su ser de una esfera supratemporal, mantienen su carácter ideal y su forma pura “libre de la corrupción de las generaciones y del tiempo” (Schiller 2005, 173). No obstante, Schiller no se conforma con esta comprobación empírica, que podría ser rebatida desde otra lectura de la historia, sino que pretende asegurar la au-

Así, pues, si bajo las condiciones de un mundo donde el proyecto de la modernidad tiene aún una vigencia incuestionable se quiso mantener al arte al margen del acontecer de la vida social –con el fin de reservar allí un espacio de libertad frente a la creciente funcionalización de la praxis humana–, en el contexto del mundo contemporáneo, que asume con mucha más reserva los ideales de la racionalidad moderna, se pretende hacer del ejercicio del arte un componente esencial del mundo de la vida. Mientras la organización de lo público siguiera siendo en principio una tarea de la razón, el arte 103


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obra de Schiller.3 El caso es que todo intento de realzar la innegable especificidad del arte y la experiencia estética con respecto al ancho suelo de la actividad humana restante –esto es, toda tentativa de destacar la autonomía del arte– corre el riesgo de transformarse en la falsa representación de una “total independencia de la obra de arte respecto a la sociedad” (Bürger 1974, 63), con lo cual cualquier efecto emancipador político de la primera sobre la segunda perdería todo sustento posible.

tonomía del arte desde una deducción trascendental del concepto puro de belleza a partir de la idea misma de humanidad (Schiller 2005, 191). Según este análisis, la realización suprema de la humanidad sólo se alcanza mediante el desarrollo de un instinto autónomo para lo bello, o instinto de juego, cuya función más alta es la de potenciar armónica y recíprocamente todas las fuerzas vitales del hombre, disgregadas de otra forma entre un impulso hacia lo sensible y variable de la experiencia empírica, y una tendencia hacia las formas eternizantes e invariables de la razón (Schiller 2005, 225). En cuanto instancia armonizadora de todas las capacidades humanas, este instinto no puede ser determinado desde el campo de acción de ninguna de ellas en particular, sino que sólo se forma a través del contacto con las bellas producciones del arte. De esta forma, la autonomía de este instinto depende del hecho de que su generación y su despliegue brotan únicamente desde esa particular región de la experiencia humana que es la experiencia estética, pero a la vez la esfera del arte bello que propicia esta experiencia sólo se delimita a partir del ejercicio de este instinto superior. Sólo nos formamos estéticamente, y realizamos con ello nuestra humanidad, mediante el contacto con la belleza de los productos artísticos, pero éstos sólo surgen como una esfera separada de lo real gracias, precisamente, a la acción de este instinto para lo bello.

Pero si una estética que concibe al arte como una actividad autónoma e inconmensurable con los criterios que rigen el mundo de la praxis cotidiana se ve en serios aprietos para establecer un nexo natural entre el arte y la política, una teoría estética que se proponga mostrar al arte como una actividad inserta en las prácticas vitales corrientes de los seres humanos no cumple esta tarea de un modo más evidente. Como vimos, el intento de reintroducir el arte a la vida misma es característico de las vanguardias artísticas y de teorías estéticas contemporáneas que reaccionan con esto al distanciamiento entre la obra y el mundo, o entre el espectador y el artista, propios del arte de la modernidad. El propósito explícito es la eliminación de la distancia entre la experiencia estética y la praxis cotidiana, sea al poner en evidencia el lado poietico presente en toda producción humana, sea al hacer de la vida corriente el escenario mismo de la actividad artística. Pero esta perspectiva según la cual el arte debe renunciar a su autonomía –a través de nuevas formas de manifestación (happenings, performance, body art) o transgrediendo los límites que lo separan de otros ámbitos de la vida social (por ejemplo, mediante la publicidad o el diseño)– y permear en su totalidad el campo de lo público, tampoco consigue mostrar una vinculación intrínseca entre la producción artística y el ejercicio de lo político. Si el peligro antes era la extrema distancia, el riesgo ahora es una extrema cercanía entre el arte y la vida. En efecto, la inserción plena de lo estético en el mundo de la praxis vital puede mutar fácilmente en una banalización del arte que neutraliza, en últimas, su efecto político. De esta forma,

En Schiller, pues, la autonomía de lo estético (tanto del instinto para el arte como de las producciones artísticas mismas) es condición para el desarrollo de la naturaleza más elevada del hombre y, por ende, para la superación de la decadencia política del momento y la reconstrucción de la vida pública. Pero, a la vez, en cuanto esta autonomía se sustenta en la recíproca determinación entre el instinto estético y los productos del mismo, ella tiene como consecuencia la paulatina generación y consolidación de un reino de lo bello aislado y sustentado en sí mismo, e independiente, por ello, de manera absoluta de todas las dimensiones de la realidad. El intento de mantener para el arte un espacio autónomo, libre de la corrupción a la que son proclives la cultura y la política, y desde el cual fuera posible la transformación de la praxis social, termina erigiendo un reino de la bella apariencia tan separado y ajeno al mundo de la vida que resulta muy difícil imaginar cómo es posible iniciar desde allí cualquier tarea crítica o reconstructiva del campo de la acción política humana. No podemos decidir aquí si esta consecuencia negativa fue calculada o no en la

3 Para Gadamer, por ejemplo, el estado estético que Schiller tematiza en las últimas Cartas debe entenderse, en efecto, como la propuesta de una sociedad cultural interesada por el arte, con lo cual en esta obra se verificaría un curioso desplazamiento desde una educación a través del arte hasta una educación para el arte. Así, pues, Schiller representaría el punto de inflexión donde la autonomía del arte fundamenta la posibilidad de un reino de lo estético que, en cuanto esfera de la apariencia y la ficción, se opone radicalmente al mundo de la realidad fáctica (cf. Gadamer 1996, 122). Con esto no sólo se restringen los efectos políticos del arte al hecho de proporcionar un oasis de belleza en medio de un mundo social frío y egoísta, sino que se instaura una falsa oposición entre la apariencia y la realidad, entre la bella ilusión del arte y la cruda verdad del mundo.

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se ha denunciado que la “estetización del mundo de la vida” (Bubner 1989, 152)4 conduce a la eliminación de la naturaleza excepcional de la experiencia estética al hacer de ésta un caso normal. Un arte que es absorbido por completo en la praxis vital de la esfera política elimina la distancia respecto a ésta que le es necesaria para estar en capacidad de criticarla y transformarla (Bürger 1974, 68).

emancipadores o transformadores que la actividad artística pudiera ejercer sobre el mundo de la acción social y política. Una solución fácil a esta problemática parece indicar que aquí se hace necesario encontrar un justo punto intermedio, donde ni el arte se separe tanto de la praxis vital que fuese imposible ponerlo luego en comunicación con ella, ni se integre tanto en la vida que desaparezca la distancia crítica necesaria para poder ejercer un influjo transformador sobre la misma. Por supuesto, esta salida resulta una estrategia vacía mientras no se sustente en un análisis filosófico sobre la naturaleza misma de la actividad artística. A apuntalar las bases de un análisis tal dedicaremos las páginas que vienen.

Así, pues, ni desde la perspectiva de un arte autónomo, separado de la praxis humana, ni desde aquella contraria que reintegra la actividad estética al interior del mundo de la vida, se hace evidente una conexión intrínseca entre la producción artística y el campo de la praxis humana al que le es esencial el ejercicio político.5 Si nuestro propósito es evaluar la posibilidad de una vinculación tal, tendremos que abandonar el enfoque de análisis seguido hasta ahora.

A nuestro modo de ver, la disyuntiva entre el carácter autónomo o no autónomo del arte es una falsa disyuntiva. Nuestro análisis renuncia, por ello, a situarse en esta perspectiva y se proyecta más bien desde un punto de referencia nuevo. Se trata, en esencia, de planteamientos pertenecientes a la filosofía interpretacionista. Este término (o, simplemente, el de “interpretacionismo”) ha sido introducido recientemente en el panorama filosófico por el filósofo alemán Günter Abel para dar cuenta de sus propios planteamientos teóricos (cf. Abel 1995 y 2004). Aquí lo retomamos en un sentido más amplio que pretende abarcar no sólo análisis del propio Abel, ni de sus fuentes teóricas primarias –Nietzsche y Wittgenstein–, sino también atisbos provenientes de la filosofía hermenéutica contemporánea, en especial, de Heidegger y Gadamer. El punto de partida de una filosofía interpretacionista es el rechazo a todo realismo de corte metafísico que toma la realidad como una estructura en sí objetiva, cuyas determinaciones esenciales estuviesen ya establecidas de manera definitiva. Para estos enfoques, por el contrario, aquello que llamamos realidad es la resultante de un proceso permanente de interpretación que va configurando y reconfigurando de forma constante el sentido del acontecer, destacando o estableciendo puntos de referencia relativamente constantes en nuestra siempre variable experiencia de mundo. La manera de realización de ese proceso interpretativo por el cual se constituyen el mundo y la realidad puede entenderse de formas diversas. En una versión que podemos llamar constructivista, la interpretación es el elemento fundamentalmente activo que introduce sentido en medio de un acontecer que se asume como algo más bien caótico y carente de significado. En esta línea podríamos situar los planteamientos de Nietzsche o del mismo Abel.

III La relación entre estética y política se ha querido establecer corrientemente sobre el trasfondo de una discusión acerca del carácter autónomo del arte con respecto al ámbito de la vida pública. Si para una tendencia ampliamente extendida de la estética moderna la autonomía del arte era condición necesaria para el despliegue de sus potencialidades políticas, para otras teorías estéticas más contemporáneas es justamente esta autonomía la responsable del aislamiento del arte en una región separada de la praxis, y, por consiguiente, de su inefectividad en la vida social. Hemos tratado de demostrar aquí que en realidad ninguno de estos dos planteamientos consigue develar un nexo con la política que fuese inherente a la naturaleza misma del arte. En efecto, sea que se lleve al extremo la autonomía del arte, o sea que se radicalice su enraizamiento en la vida, lo que se muestra es que ambas perspectivas tienden potencialmente a cancelar o a neutralizar los efectos

4 “El conocido proceso de sobresaturación muestra que la experiencia estética no se presta a convertirse en el caso normal. Quien está expuesto sin descanso a provocaciones ópticas o auditivas, al final ya no oye ni ve nada en absoluto” (Bubner 1989, 153). 5 Curiosamente, el planteamiento de Schiller puede verse al final de ambos desarrollos contrapuestos, según la interpretación que se haga de su difícil noción de un estado estético. Si éste se entiende como el reino ficticio de la bella apariencia artística, entonces él representa el producto extremo de un arte radicalmente autónomo. Si, por el contrario, se hace resonar en la idea de un estado estético un llamado a la creación de una sociedad de artistas, saturada de experiencias estéticas, entonces lo que Schiller habría pretendido sería la integración sin fisuras del arte en la vida.

Desde otra versión del problema, los procesos interpretativos no son tomados ya como la instancia central 105


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tividad interpretativa en diferentes niveles de desarrollo, Abel logra una visión más compleja de la interpretación que nos será particularmente útil. Para este autor, la realidad se configura en diversos “mundos de interpretación”, según la gramática y las reglas de los sistemas conceptuales simbólicos empleados en los procesos interpretativos del espíritu (Abel 1995, 13), pero sobre esta idea de lo “interpretativo” se diferencian ahora tres niveles distintos de realización: la interpretación-1 hace referencia a los componentes categorializantes que están presupuestos en toda experiencia y en todo empleo de signos y del lenguaje. Se trata de conceptos como “objeto”, “existencia”, o de los principios básicos de individuación. En general, se trata aquí de la interpretación originaria, que en la práctica resulta casi invariable, desde la que la especie humana (como cualquier especie vital) ha determinado el marco primario de su mundo y de lo que en él cuente como objeto. La interpretación-2 hace referencia a modelos o muestras que están anclados en las costumbres y que se han hecho habituales: convenciones, prácticas culturales o sociales que se insertan además en los lenguajes históricos concretos y se transmiten así entre generaciones (creencias religiosas, valoraciones éticas y estéticas, formas de socialización, etc.). Finalmente, en la interpretación-3 se recogen procesos como la construcción de teorías, que conscientemente buscan determinar el significado de un fenómeno y que son los que más usualmente solemos llamar interpretaciones, en cuanto se trata de interpretaciones de algo constituido (Abel 1995, 14s; 2004, 30s).

desde la que se instaura el sentido de la realidad, sino que ellos articulan, más bien, dentro de un horizonte abierto de sentido, los significados y referencias que configuran el mundo y la realidad. A esta versión del interpretacionismo podemos llamarla hermenéutica, pues se encuentra bien recogida en autores de esta tradición, como Heidegger o Gadamer. Así, si en la primera versión la interpretación construye el sentido y la realidad al ordenar y configurar un acontecer esencialmente caótico, desde la segunda perspectiva, la interpretación, más que construir, articula el significado de lo real al actualizar una posibilidad de sentido latente ya en un acontecer, que no es visto como caos y puro devenir, sino como la apertura de los espacios de significación (la historia, la tradición, etc.) que son el suelo mismo de la existencia. Como es claro, no se trata aquí de una diferencia menor entre estas dos versiones, sino de una profunda divergencia en sus presupuestos ontológicos. Sin embargo, para los propósitos de este texto, podemos dejar de lado esta esencial contraposición. Lo que interesa destacar es que, para todas estas perspectivas filosóficas, la interpretación no es ya un simple ejercicio teórico que tuviese su campo de aplicación en ciertos ámbitos particulares, sino que adquiere una connotación ontológica superior como actividad determinante de los procesos por los cuales se configuran el mundo y la realidad. Interpretar no es, pues, una actividad más del ser humano de la que éste pudiese prescindir a voluntad, sino que constituye el ejercicio fundamental inherente a la existencia humana, en cuanto ésta se encuentra siempre en medio de un acontecer variable que debe ser configurado permanentemente en constructos de sentido. Así, pues, sólo mediante estos arreglos interpretativos, que varían en función de las necesidades históricas y vitales de los pueblos, el ser humano allana un terreno estable en el que puede acontecer la acción histórica y creadora de cultura. El interpretacionismo, entonces, puede ser tomado como un denominador común para todo planteamiento filosófico que confiere a la actividad interpretativa la dignidad y rango de un proceso ontológico universal generador de sentido, y que, en esa medida, delinea una posición teórica claramente antimetafísica, antifundacionalista y consciente de la dimensión temporal e histórica que es propia de todo interpretar.

Como se ve, lo que aquí se presenta es el amplio espectro de la actividad interpretativa humana, visto además en el espesor de tres capas superpuestas. La realidad empírica más básica no es nunca una estructura sustancial que simplemente aprehendiéramos, sino el resultado ya de un ejercicio interpretativo primario por el que se constituyen las referencias categoriales del mundo (objeto, identidad, espacio, tiempo, etc.); sobre este mundo así construido en el primer nivel de interpretación, se genera la dimensión vital e histórica de las culturas, como producto de una nueva interpretación que resignifica el nivel básico ya establecido de lo real desde determinantes propiamente humanos de sentido (valores, creencias, ideas, etc.); finalmente, son estos marcos de referencia culturales los que se ponen en juego cuando interpretamos un fenómeno en el sentido usual de la palabra, esto es, cuando se busca determinar su sentido: lo que allí se da no es, por tanto, el “descubrimiento” de un significado esencial presente en dicho fenómeno, sino la ubicación del mismo dentro del cuadro de referencias familiares de sentido del que ya disponemos.

Para nuestros propósitos, importa destacar un elemento del interpretacionismo que ha sido puesto de relieve por Günter Abel. Se trata de la idea de que los procesos interpretativos, que están presentes, según él, en toda actividad del espíritu humano, pueden clasificarse en tres niveles distintos de realización. Al discriminar la ac106


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El comprender que es propiamente tema de la hermenéutica es aquel que se despliega cuando el sentido inmanente a una realidad social particular, y que hasta entonces orientaba la acción y el pensamiento humanos, se fisura como consecuencia de un nuevo acontecer; en ese momento los marcos interpretativos usuales se muestran insuficientes para dar cuenta de las nuevas condiciones de lo real, y el ser humano es impelido entonces a generar nuevas interpretaciones que modificarán las referencias de sentido hasta ahora vigentes. Con esto es posible identificar en el planteamiento gadameriano dos momentos o niveles de la interpretación: primero, el momento de la integración plena de la interpretación con la comprensión de una generalidad de sentido, es decir, la interpretación como aquella actividad que siempre, aun inconscientemente, estamos realizando, y por la cual se mantiene la continuidad del sentido de lo real que heredamos por nuestra inevitable pertenencia a tradiciones, y, segundo, la interpretación como el esfuerzo más bien consciente por restaurar esta continuidad de sentido en el momento en que ésta se ve fracturada. En el primer caso, interpretar es la tarea más bien pasiva de acoger un sentido transmitido de lo real; en el segundo, la tarea activa por hallar un sentido para algo que se muestra inicialmente como incomprensible.

No es nuestro interés extendernos en los detalles del planteamiento de Abel. Con independencia de los compromisos ontológicos que subyacen a su esquema y de las dificultades que de ellos se deriven, me parece que lo que vale la pena retener de aquí es la concepción de la interpretación como un proceso permanente que se realiza en capas sucesivas, mutuamente dependientes. El atisbo fundamental es que una interpretación no se efectúa nunca sobre una realidad ya dada y objetiva, sino que es siempre interpretación de una interpretación previa, pero de una que se ha estabilizado y asegurado tanto que puede exhibir ya una suerte de objetividad invariable. Esta “lógica” de la interpretación no sólo funciona entre los distintos niveles de interpretación que propone Abel (por ejemplo, una hipótesis científica –interpretación de nivel 3– se construye sobre la base de unas prácticas aceptadas de lo que es la ciencia –interpretaciones-2–, que a su vez se apoya en ciertas categorías básicas con las cuales se da sentido al mundo circundante –interpretaciones-1–), sino que funciona también dentro de cada uno de ellos. Particularmente, nos interesa examinar ahora cómo se lleva a cabo este proceso interpretativo dentro de lo que en Abel corresponde al nivel 2, y que no es sino el conjunto de procesos de interpretación que constituyen y reconstituyen el mundo cultural e histórico de los seres humanos. Como quizás se sospeche ya, consideraremos luego a la actividad artística como uno de los procesos interpretativos pertenecientes a este nivel.

Con esta explicitación de los niveles de la interpretación histórica-cultural ganamos una mirada más profunda que la que nos brinda la clasificación de Abel. Esta última sugiere que el proceso interpretativo que tiene lugar al nivel de la realidad sociohistórica encuentra su continuación “lógica” en las interpretaciones especializadas propias del nivel 3; aquí parece entrar en juego una tendencia progresiva del interpretar hacia las interpretaciones objetivizantes más propias de las ciencias, que devela un prejuicio epistemológico oculto en el enfoque de Abel. En realidad, éste no ha pensado a fondo las transiciones entre sus niveles interpretativos. Con nuestra elaboración del planteamiento hermenéutico creemos poder subsanar esta carencia. Al menos en lo que concierne a la interpretación que es constitutiva del mundo social, es evidente que no existe una tendencia necesaria de la interpretación hacia su objetivación científica, digamos en teorías positivas sobre la sociedad. Como vimos, lo que en este ámbito tiene lugar es una reelaboración interpretativa de los modelos interpretativos de dotación de sentido que implícitamente se han incorporado a la autocomprensión de las culturas y que se han vuelto inmediatamente evidentes, pero que en algún momento dejan de ser efectivos para la comprensión de la praxis social.

Este examen nos obliga a ir más allá de la propuesta de Abel e introducir elementos más de cuño hermenéutico. En efecto, ha sido Gadamer quien de manera más explícita ha desarrollado el tema de la interpretación y su función constitutiva de la realidad social. Retomando una tesis heideggeriana, Gadamer reconoce una dimensión básica del interpretar que podemos llamar aquí inmanente. Se trata de lo que Heidegger llamó la precomprensión humana, esto es, el hecho evidente de que el Dasein se encuentra en el mundo, no como en un elemento extraño que tuviese que empezar a conocer, sino imbuido plenamente de plexos de significados que resultan inmediatamente familiares y orientan por ello la conducta humana sin necesidad de la aprehensión intencional de un sentido. A diferencia de Heidegger, el propósito de Gadamer no es ganar acceso –desde esta dimensión de sentido siempre abierta para el Dasein– a un renovado cuestionamiento sobre el ser. Lo que importa para él es mostrar cómo este ámbito de la precomprensión está en la base de toda comprensión explícita, determinante de la realidad social e histórica. 107


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La interpretación inmanente que tenemos del mundo de lo humano se rompe constantemente, y en el medio de estas fisuras se van configurando nuevas interpretaciones más o menos explícitas que van modificando paulatinamente los esquemas heredados con que comprendemos la realidad de la cultura, hasta ganar de nuevo un carácter autoevidente. Los dos niveles que hicimos explícitos desde Gadamer resultan así entrelazados de una manera más bien circular. De la interpretación precomprensiva del mundo –o, más bien, de su fracaso en dar cuenta de nuevos eventos de sentido– surgen y se determinan nuevas formas de interpretación que a su vez, si son exitosas, van modificando los marcos de significación iniciales. Más que de niveles separados de la interpretación, lo que aquí se verifica es un proceso constante de interdependencia entre ámbitos diferentes, pero inseparables, de realización de la actividad interpretativa.6

tido, entonces el arte, que es en esencia creación y recreación de constructos significativos, pasa a ocupar un lugar central dentro de estos procesos de interpretación que dan forma y contenido al mundo. Reaparece aquí un tema que ya Nietzsche puso de relieve al afirmar que el arte, justo por su carácter interpretativo conscientemente asumido, es más valioso que esa presunta verdad de la que hacen gala la metafísica, la ciencia o la religión, y que, en últimas, no es más que interpretación, pero una que se quiere hacer pasar por la esencia de las cosas. Sin llegar a los excesos del esteticismo nietzscheano, que hace de la totalidad de la praxis humana una forma de la actividad artística, el interpretacionismo reconoce el carácter eminentemente ontológico del arte, que deriva de su capacidad de instaurar, regenerar o producir las referencias de sentido que configuran el mundo y la realidad de los seres humanos. Con ello, se superan consideraciones sobre al arte montadas sobre presupuestos metafísicos y que hacen de éste, o bien la esfera de la ilusión y el engaño que oculta la verdadera realidad del ser (Platón), o bien justamente el lugar de la parusía de lo absoluto del ser (Schelling, Hegel).

Después de este excurso por los fundamentos de la filosofía interpretacionista debemos regresar al tema que nos ocupa. El resultado de nuestro análisis previo mostraba que una vinculación intrínseca entre los ámbitos de la estética y la política era imposible de establecer si este nexo se hacía depender de la condición de la autonomía del arte, bien para exigirla o bien para rechazarla. Los elementos teóricos sobre la interpretación recién ganados nos brindan ahora un nuevo punto de partida. Dejando atrás la discusión sobre la autonomía o no autonomía del arte, queremos formular ahora la tesis según la cual, 1) el arte, como parte esencial de la praxis humana, es en esencia una actividad interpretativa en el sentido ontológico fuerte de ser instancia de articulación o configuración del ámbito de significados que dan forma a la realidad social, y 2) en cuanto ejercicio interpretativo, el arte se desarrolla en diversos niveles de realización que no se yuxtaponen sin más, a la manera de dimensiones separadas, sino que conforman etapas interrelacionadas de un mismo proceso. Conviene examinar las implicaciones de estas dos afirmaciones.

En cuanto proceso interpretativo generador de una realidad cuyos contornos se reconfiguran permanentemente, el arte supera la rígida dicotomía entre verdad y ficción: él es instancia de verdad y sentido, pero de una verdad que sólo tiene lugar en el juego de apariencias que se suceden y se regeneran sin cesar. Por ello, también este enfoque interpretacionista va más allá de las tesis del arte como compensación, que, como vimos, siguen comprometidas, en cualquiera de sus versiones, con alguna forma de la oposición metafísica entre verdad y apariencia, ya sea que el arte compense con sus bellas apariencias la fea realidad del mundo moderno, ya sea que, por el contrario, en él se salvaguarde la verdad de un mundo hiperfuncionalizado que la técnica ha hecho irreal. Por lo demás, que el arte deba ser aprehendido ante todo como interpretación permite superar planteamientos estéticos que destacan unilateralmente sólo algún aspecto del fenómeno estético (la obra en Heidegger, la producción del artista en Nietzsche o la experiencia del espectador en Kant). En cuanto proceso de producción interpretativa de sentido, la praxis estética abarca todos estos elementos; no se agota en el producto final de la obra de arte, cuya verdad de sentido se renueva y expande con cada nueva apropiación interpretativa; ni en la experiencia del artista, que es sobrepasada con creces por la dimensión significativa que su obra abre; ni en la experiencia de un espectador que, más allá de

La primera de ellas sitúa la actividad artística en el marco de una ontología interpretacionista. A la luz de los supuestos propios de este planteamiento, el arte adquiere una relevancia ontológica fundamental. En efecto, si la realidad no es algo dado sustancialmente, sino el producto permanentemente renovado de una constante y variable actividad interpretativa que instaura el sen-

6 Esta crítica a Abel, así como toda la tematización de los diversos niveles de interpretación, son el resultado de la investigación titulada “Interpretación y relativismo”, que el autor de este artículo realiza con el apoyo de la Universidad Nacional de Colombia.

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idea que claramente es predecesora del planteamiento que aquí defendemos.

su dimensión psicológica subjetiva, representa tan sólo una de las posibles concreciones históricas del sentido de la obra. Por último, este enfoque interpretacionista sobre el arte permite intuir ya la potencialidad política que es inherente a lo estético, pues si entendemos lo político en un sentido amplio como el ámbito de formación, organización y transformación de la acción humana en el campo de lo público, entonces resulta evidente la estrecha filiación que existe entre estas dos dimensiones de la praxis. Por supuesto, no se trata ya de que el arte diera acceso de alguna manera a las verdaderas referencias del mundo público, ni de que en sus productos se presente la imagen de orden social ideal; tampoco se trata de que la estética permita formar a los auténticos ciudadanos ejemplares que, gracias al arte, han realizado en sí mismos la genuina idea de humanidad. Se trata, más bien, de que la potencialidad creativa e interpretativa del arte, que no se limita a ser expresión de una subjetividad, ni a la invención de mundos ficticios, es ante todo actividad constitutiva de lo real, y como tal puede llegar a cumplir, por su propia naturaleza, la función política de contribuir a instaurar o a modificar una determinada configuración del orden social. De esta forma, no se trata ni de politizar al arte, ni de estetizar la política, sino de comprender que, en virtud de su constitución esencialmente interpretativa, esto es, instauradora y renovadora de sentido, ambos ámbitos de la praxis, pese a sus diferentes metas, campos de aplicación y formas de realización, operan bajo un mismo principio ontológico y trazan entre sí diversas y complejas líneas vinculantes.

En la doctrina de los tres estados con que Schiller concluye sus Cartas, éste reconoce que la idea de un puro estado físico de la especie humana, es decir, la idea de un estadio de la evolución en el que el hombre estaría sometido de manera total al poder de la naturaleza, no es más que una idea ficticia (Schiller 2005, 321). En realidad, ya desde siempre la esencia del hombre está determinada por un “impulso hacia lo absoluto” (Schiller 2005, 323) que saca a éste de su inmersión total en la mera animalidad. Ahora bien, antes de tomar forma en la razón, este impulso se manifiesta primero como el impulso por la apariencia, que, a su vez, en estadios superiores de su desarrollo, es responsable de las bellas producciones del arte. Ya en el mero acto perceptivo del ojo actúa, según Schiller, esa tendencia a la apariencia, en cuanto la vista no recoge lo simple y materialmente sentido, sino que lo reorganiza engendrando un objeto visible (Schiller 2005, 349); también el “goce en la apariencia” (Schiller 2005, 345), por ejemplo, en el juego y en el gusto por los adornos que se manifiesta aun en los pueblos más salvajes, refleja, según este autor, este impulso estético primario del hombre que en su estado de desarrollo final toma la forma del “impulso mimético de formación” (Schiller 2005, 349) propio del arte bello. De esta manera, Schiller aúna, como etapas del movimiento evolutivo de un mismo impulso natural humano, la producción artística superior con las manifestaciones estéticas “menores” (por ejemplo, de lo ornamental o de los ritos). Por otro lado, si bien es claro que este proceso evolutivo está dirigido hacia la formación de apariencias autónomas, también salta a la vista que esta autonomía ya no aparece en estas últimas reflexiones como una propiedad dada intrínseca a la obra, sino como un elemento que se va adquiriendo en un proceso gradual nunca del todo concluido. Así, pues, desde este planteamiento schilleriano no sólo es posible sustentar la existencia de niveles de realización de la actividad artística, sino que también allí se gana una mirada crítica sobre la idea metafísica de autonomía que concibe a ésta como una cualidad absoluta definitoria de la obra de arte, por oposición a los demás objetos del mundo.

La segunda parte de nuestra tesis sostiene que el arte, en cuanto proceso interpretativo, tiene su cumplimiento a través de diversas etapas o niveles de realización. La formulación de estos niveles de interpretación propios de la actividad estética no implica, como ya se había insinuado, escindir el arte en capas heterogéneas de su producción. Al contrario, de lo que se trata es de destacar una línea conductora que, primero, unifique las múltiples manifestaciones de la actividad artística, si bien situándolas en diversos planos interpretativos, y, segundo, conecte esta esfera estética de la acción con el todo de la praxis humana. Como debe ser ya claro, esta perspectiva de análisis implica un serio cuestionamiento a la idea moderna de la autonomía del arte, que al postular una instancia trascendental específica como condición de posibilidad del ejercicio artístico pretendía asegurar la independencia del arte y su heterogeneidad con respecto a las otras zonas de la actividad del espíritu humano. Curiosamente, en Schiller –uno de los exponentes de esta autonomía del arte– se encuentra una

El punto donde, sin embargo, ya no podemos seguir a Schiller reside en que para él ese proceso evolutivo del impulso de la apariencia que partiendo de las formas primarias de percepción culmina en las formas miméticas del gran arte en una línea de creciente autonomía tiene lugar como una elevación paulatina del ser huma109


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Por supuesto, no se trata de rebajar aquí la dignidad del arte del primer nivel por considerarlo sólo un producto de consumo masivo. Aun en este modo de realización el arte cumple una función ontológica-interpretativa esencial, como es la de asegurar y dar consistencia al orden de sentido que garantiza en un momento dado la estabilidad de una cultura; es claro que a esta función le es inherente una dimensión eminentemente política. El peligro reside más bien en pretender reconducir toda la actividad artística dentro de este primer nivel, y permitir, por ejemplo, que sea sólo la llamada industria cultural la que dictamine los estándares y criterios de la producción y evaluación estéticos. De manera correlativa, no se trata de encumbrar al arte de segundo nivel como el único propiamente “verdadero” (Pareyson 1992, 27). Con esto no sólo se desconocen las complejas y profundas relaciones que éste mantiene con el llamado “arte popular” del que siempre se ha nutrido, sino que se corre el riesgo de aislar lo estético en una esfera completamente incomunicada de las prácticas humanas.

no desde la realidad hasta la apariencia. En el extremo de esta evolución del instinto de apariencia Schiller avizora el surgimiento de ese reino ficticio de lo bello, en una región autónoma tan alejada ya del mundo práctico (Schiller 2005, 351) que a nosotros –que ya no compartimos su visión ideal de la humanidad– nos cuesta trabajo concebir cómo desde allí el arte pueda aún tener algún efecto político. Por eso debemos regresar a la versión de los niveles de interpretación que delineamos antes con recursos de la hermenéutica de Gadamer. Resulta viable, en efecto, hacer corresponder los dos niveles identificados de la actividad interpretativa en el ámbito sociohistórico con dos momentos diferenciados de la producción artística. Así, a la interpretación inmanente que simplemente reedita, de manera tácita, los nexos de significado aceptados y transmitidos con los que se configura el mundo de lo social correspondería una actividad artística que simplemente ejercitaría las capacidades creativas humanas en productos que, en lo esencial, no modificarían las coordenadas de sentido vigentes en la cultura en un momento dado; por otra parte, a la interpretación activa que surge de la confrontación con rupturas y quiebres de los esquemas de comprensión cotidianos, y que por ello está obligada a proponer una reconfiguración más original del sentido del mundo, corresponderían las formas superiores del arte que no se limitan a reafirmar lo consabido sino que exploran nuevas posibilidades de organización de lo real, y que, en consecuencia, perduran en el tiempo, no sólo como vestigios de las preguntas propias de una época, sino como respuestas y aperturas de sentido siempre actuales. Se trata, en un primer nivel, de ese arte que perece por ser mera expresión de una época, un arte que “exige el consumo y muere con él”, y en un segundo nivel, del “arte perenne que llama a la contemplación y la regenera continuamente por su propia perennidad” (Pareyson 1992, 27). El primero es sólo una expresión del carácter artístico genérico que es propio de toda experiencia humana; el segundo es una operación intencional y auténtica. El primero es el fenómeno predominante en la era de las masas: la presencia del arte en la totalidad de la vida, las películas y canciones populares, la publicidad y el diseño, el arte que ha ganado en extensión por los medios de reproducción y que por ello ya “no está confinado en un número limitado de obras raras y excepcionales” (Pareyson 1992, 20); el otro es el arte propio de los artistas, es el que aspira a servir de norma y modelo, y no surge simplemente, como el primero, del impulso imitativo de la vida, sino que se propone expandir las posibilidades humanas de experiencias de sentido.

Pero si los dos niveles interpretativos del arte no deben concebirse como dos zonas diferentes de realización de lo estético, tampoco debe pensarse, como hace Schiller, que el tránsito entre formas “menores” de expresión artística y las formas aparentes del gran arte es un tránsito de lo más real a la apariencia más pura, y, en ese sentido, una ganancia en el grado de autonomía de los productos del arte. El paso de un arte que es inmanente al mundo de la vida a uno que es interpretativo de una manera crítica y activa no conduce de lo cotidiano y real a lo aparente de una ilusión; pero tampoco al revés, como si este arte de segundo piso propiciara un acercamiento a una dimensión más verdadera del ser. Lo que tiene lugar en este paso al arte “superior” es más bien una vuelta crítica sobre esa realidad sedimentada, a la que un arte sólo inmanente confirma constantemente; y por ello, no un alejamiento progresivo que condujese a la autonomización del arte, sino un giro o inversión del arte sobre el mundo del que él mismo emana, giro que desplaza los puntos de referencia existentes, que trastoca los baremos usuales de la experiencia y que propicia la apertura hacia constelaciones inéditas de sentido. No hay otra forma de autonomía para lo estético que la que surge de esta manera misteriosa como el arte se ubica a veces por encima de la vida y del mundo, de la experiencia y de lo real, no para desprenderse de ellos, sino para proyectar desde allí nuevos arreglos de sentido y nuevos horizontes de acción; no hay tampoco una función política para el arte más elevada que ésta.  110


Arte y política como interpretación

Luis Eduardo Gama

Dossier

Referencias 7. Marquardt, Odo. 1981. Kunst als Kompensation ihres Endes. En Kolloquium Kunst und Philosophie I: Aesthetische Erfahrung, ed. Willi Oelmüller, 159-168. Paderborn: Schöningh.

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3. Bubner, Rüdiger. 1989. Ästhetische Erfahrung. Frankfurt: Suhrkamp.

9. Rötzer, Florian. 1991. Philosophen Gespräche zur Kunst. Múnich: Klaus Boer Verlag.

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10. Schiller, Friedrich. 2005. Cartas sobre la educación estética del hombre. Barcelona: Anthropos.

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6. Gadamer, Hans-Georg. 1996. Verdad y método. Salamanca: Sígueme.

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De la estetización de la política a la política de la estética Diego Paredes

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De la estetización de la política a la política de la estética por

Diego Paredes*

Fecha de recepción: 30 de junio de 2009 Fecha de aceptación: 21 de agosto de 2009 Fecha de modificación: 13 de septiembre de 2009

Resumen El artículo busca mostrar que la concepción misma del campo estético condiciona la relación entre arte y política. Para esto explora, en primer lugar, el vínculo encontrado por Walter Benjamin entre l’art pour l’art y la “estetización de la política”, para después contrastarlo con la “política de la estética” y la “estética de la política”, que Jacques Rancière ubica en el centro de la discusión de lo que él llama la “división de lo sensible”. El texto señala que una estética autónoma y autorreferencial conduce a una política estetizada, mientras que una estética intrínsecamente política ilumina el potencial liberador del arte.

Palabras clave: Estetización de la política, estética de la política, política de la estética, Walter Benjamin, Jacques Rancière.

From the Aestheticization of Politics to the Politics of Aesthetics

Abstract This article seeks to show how different conceptions of aesthetics can determine the relationship between art and politics. To achieve this, it first explores the link found by Walter Benjamin between l’art pour l’art and the “aestheticization of politics.” It then compares this idea to the “politics of aesthetics” and “aesthetics of politics,” which Jacques Rancière locates in the heart of what he calls the “distribution of the sensible.” The article highlights how autonomous aesthetics leads to an aestheticization of politics, while an inherently political aesthetics illuminates the liberating potential of art.

Key words: The Aestheticization of Politics, the Aesthetics of Politics, the Politics of Aesthetics, Walter Benjamin, Jacques Rancière.

Da estetização da política à política da estética

Resumo O artigo tenta apresentar que a própria concepção do âmbito estético condiciona a relação entre a arte e a política. É por isso que explora, primeiro, o vínculo encontrado por Walter Benjamin entre l’art pour l’art e a “estetização da política”, para depois fazer contraste com a “política da estética” e a “estética da política” que Jacques Rancière coloca no centro da discussão daquilo que ele chama de “divisão do sensível”. O texto diz que uma estética autônoma e auto-referencial gera uma política estetizada, enquanto uma estética intrinsecamente política ilumina o potencial de liberação da arte.

Palavras chave: Estetização da política, estética da política, política da estética, Walter Benjamin, Jacques Rancière.

* Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: La crítica de Nietzsche a la democracia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009; Pensar la pluralidad. Al Margen 21-22:174-181, 2007; El paradigma en la biopolítica de Giorgio Agamben. En Normalidad y excepcionalidad en la Política, ed. Leopoldo Múnera, 109-124. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2008. Actualmente se desempeña como profesor de cátedra de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario, del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma de Colombia y del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: dfparedesg@gmail.com.

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Benjamin entiende por este último tipo de politización, sí es importante anotar que dicho pensador resalta que la estetización de la política no es la única alternativa. Por eso, en las siguientes líneas se tratará de explorar una relación entre estética y política que no sucumba ante la estetización de esta última. Claramente, teniendo en cuenta lo expuesto hasta el momento, dicha relación tendrá que pasar por una concepción de la estética que trascienda el arte por el arte y ponga de manifiesto que la obra de arte no es absolutamente autónoma.

a frase “fiat ars, pereat mundus”, utilizada por Walter Benjamin para describir el fascismo, condensa, de manera excepcional, la compleja relación existente entre l’art pour l’art y la llamada “estetización de la política” (Benjamin 1982, 57). El arte por el arte es aquel que expulsa de sí cualquier consideración extraestética, es el arte autorreferencial y absolutamente autónomo que se preocupa sólo por sí mismo y deja por fuera todo reparo cognitivo, histórico, ético o social. Lo importante en esta concepción del arte es que la obra pueda realizarse a toda costa, incluso aunque perezca el mundo. De esta forma, el arte por el arte tiene como único criterio el mérito estético: “¿Qué importan las víctimas si el gesto es bello?”,1 ¿qué importa la muerte de un individuo si esto permite la creación de una obra inmortal? Si lo único relevante es la belleza de la obra, toda otra pauta que pueda juzgar los acontecimientos se torna prescindible. Ahora bien, cuando dicho criterio de la total autonomía del arte se traslada al ámbito de la política se produce una estetización de la misma. El ejemplo más palpable de dicha forma de estetización lo vio Benjamin en la aplicación del criterio de lo bello a la guerra. En principio, esta última le sirvió al fascismo para organizar a las masas, pero, además, su exaltación, en términos estéticos, fue una importante herramienta para fijar la atención exclusivamente en el valor estético y excluir cualquier otro tipo de juicio.

Jacques Rancière ha sido uno de los pensadores que, recientemente, más ha insistido en distanciarse de una política estetizada argumentando que arte y política no son dos realidades separadas. Rancière sostiene que ambas se encuentran en relación, ya que son dos formas de división2 de lo sensible. El régimen estético del arte no es una esfera completamente independiente y autorreferencial, sino que “implica en sí mismo una determinada política” (Rancière 2005, 55). Para Rancière, lo sensible, es decir, aquello que puede ser aprehendido por los sentidos, constituye un espacio común que, sin embargo, contiene ciertas delimitaciones determinadas por la distribución de sus lugares y partes. Como lo veremos más adelante, tanto el arte como la política intervienen en la división de este espacio común y, por ende, se encuentran estrechamente interrelacionados. Siendo así, la postura de Rancière no incurre en una política estetizada ni en un arte políticamente comprometido dedicado únicamente a la denuncia y a la propaganda, sino que traza los contornos de un arte que ya contiene en sí mismo una relación implícita con la política, una relación que pasa por la reconfiguración del espacio público y visible.

Ciertamente, fue Walter Benjamin uno de los primeros en captar la profunda peligrosidad del arte por el arte y sus aspiraciones de autorreferencialidad. Con la expresión “estetización de la política” señaló las consecuencias de concebir un arte absolutamente autónomo y también condicionó, hasta cierta medida, cualquier tipo de discusión sobre la relación entre estética y política. Sin embargo, la frase final de su conocido escrito “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” deja abierta la posibilidad de concebir otro tipo de relación entre estos dos ámbitos. Dice Benjamin que al esteticismo de la política que el fascismo propugna, “el comunismo le contesta con la politización del arte” (Benjamin 1982, 57). Aunque por diversas razones no nos interesa en este artículo especular sobre lo que

Teniendo en cuenta estos planteamientos de Rancière sobre la relación entre estética y política, en el presente artículo buscaremos mostrar que, como ya lo había advertido Benjamin, la misma concepción del campo estético condiciona su relación con la política. Para esto exploraremos, por una parte, el modo como la autonomía absoluta del arte conduce a diversas formas de estetización de la política y, por otra, siguiendo a Rancière, intentaremos señalar que una estética intrínsecamente política se ubica en las antípodas de la estetización de esta última y, por ende, ilumina el potencial liberador del arte. 2 El término en francés utilizado por Rancière es “partage”. Éste es traducido al inglés como “distribution”, y en las traducciones al castellano, en ocasiones, se vierte como “división”, y en otras, como “partición”. Para los fines del presente artículo utilizaré indistintamente los términos “división”, “partición” y “distribución”.

1 Frase pronunciada por el poeta simbolista Laurent Tailhade ante una bomba arrojada a la Cámara de Diputados francesa en 1893 (Jay 2003, 146).

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La autonomía absoluta del arte

mos en el manifiesto de Marinetti frente a una forma de estetización de la política. Lo que importa aquí es el arte por el arte, y no la destrucción, el dolor y la desolación que pueda ocasionar la guerra. Las balas que causan víctimas humanas son “orquídeas de fuego”, mientras que el ruido de las armas es calificado con criterios musicales. En esta descripción de la guerra prima, entonces, la satisfacción artística y se deja conscientemente de lado cualquier pauta no estética. Importa poco la justicia o injusticia de la guerra, como también tienen escasa relevancia los daños que ésta pueda ocasionar, ya que lo que realmente se debe tener en cuenta es el criterio de lo bello. La transferencia del disfrute estético al campo de la guerra es, para Benjamin, una muestra paradigmática de cómo se estetiza la política, al punto de que ésta sólo es medida por su belleza.3 Por eso, en la época de la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la guerra estetizada pone de manifiesto que la humanidad ha llegado a un grado de autoalienación que le permite “vivir su propia destrucción como goce estético de primer orden” (Benjamin 1982, 57).

y la estetización de la política

En su texto “La ideología estética como ideología o ¿qué significa estetizar la política?”, Martin Jay nos recuerda que Benjamin, en un ensayo de 1930, ya había reconocido en la “tecnología de la muerte y la movilización total de las masas” la transferencia de los preceptos de l’art pour l’art a la guerra (Jay 2003, 143). Sin embargo, es fundamentalmente en el célebre ensayo de 1936, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, donde Benjamin introduce la expresión “estetización de la política”. En su ensayo, el pensador alemán busca examinar los cambios que las nuevas técnicas de reproducción han ocasionado en la naturaleza y recepción de la obra de arte, reflexionando además sobre la utilidad política que tiene la obra, según las nuevas condiciones de producción. Aunque el escrito está atravesado por temas que no pueden ser examinados aquí –como las complejas tensiones que introduce la noción de “aura” y el sugestivo examen de la fotografía y el cine–, es apremiante resaltar una preocupación que recorre el ensayo de Benjamin y que posee especial pertinencia para el interés del presente trabajo: la relación de la obra de arte con el fascismo. El punto principal de Benjamin consiste en señalar que el fascismo no puede ser comprendido sin los sucesos generados por la época de la reproducción técnica. Así, bajo las nuevas condiciones de producción, el fascismo intenta organizar a las masas permitiéndoles expresarse, sin modificar el régimen de la propiedad privada. La materialización de esta intención es la guerra, ya que en ella se da una meta a los movimientos de masas y se movilizan todos los nuevos medios técnicos, dejando inalteradas las condiciones de propiedad (Benjamin 1982, 56).

Este diagnóstico benjaminiano recoge sugestivamente las consecuencias últimas del arte por el arte, principalmente desde el lado de la experiencia estética del espectador. La estetización de la política lleva a su punto máximo la absoluta autonomía de la obra de arte y, por eso, la realiza de manera acabada. La obra que vale por sí misma, que es completa y plenamente autosuficiente, evade las preguntas éticas y políticas desatadas por la glorificación de un acontecimiento bélico que genera el exterminio de seres humanos. En la medida en que el único criterio es estético y todo parámetro extraestético es excluido, incluso la vida humana es sacrificada, en aras del mérito artístico. Con esto no sólo se evidencia lo problemático que resulta la extrapolación del criterio estético al ámbito de la política, sino, más radicalmente, la concepción de la estetización de la política como proyecto aún no realizado del arte autónomo. En otras palabras, la obra de arte autotélica es la génesis de una política estetizada.

De ahí que Benjamin insista con tanta firmeza en el riesgo de la glorificación fascista de la guerra. Precisamente, la exaltación y la idealización de esta última es lo que Benjamin entrevé como una transferencia de criterios estéticos al campo de lo político. Como un primer ejemplo, es pertinente recordar el Manifiesto futurista de Marinetti, al cual Benjamin hace referencia. En él se afirma que “la guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos al fuego, los perfumes y olores de la descomposición” (Benjamin 1982, 56). Dado que la belleza estética vale por sí sola y es puesta por encima de cualquier consideración ética o social, nos encontra-

La anterior conclusión, igualmente, puede extraerse de un segundo sentido de la estetización de la política que, si bien no depende de la exaltación de la guerra, también puede considerarse como la inclusión de criterios estéticos en el ámbito de lo público. Este segundo 3 Precisamente, en una reseña de 1930, Benjamin sostiene que en el texto “Guerra y guerreros”, editado por Ernst Jünger, se presenta una nueva teoría de la guerra, “que tiene su origen rabiosamente decadente inscrito en la frente”, ya que “no es más que una transposición descarada de la tesis de L’art pour l’art a la guerra” (Benjamin 2001, 49).

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eternidad lo llevó a desinteresarse totalmente de las estructuras de la comunicación, las urbanizaciones y las áreas verdes: la dimensión social le era indiferente” (en Canetti 1981, 231). Claramente, la indiferencia que aquí se presenta frente a la “dimensión social” es la otra cara de una arquitectura que sólo se interesa por el aspecto decorativo y simbólico. Por ejemplo, al ordenar la construcción de una gran vía, Hitler tenía como único criterio su valor estético y se despreocupaba de solucionar las dificultades del transporte. Así, la solución de los problemas sociales como centro de cualquier obra arquitectónica pública era desplazada por el mérito artístico de la edificación. Lo principal era realizar el ideal estético que le brindaba la anhelada inmortalidad al artísta-gobernador.

sentido, muy relacionado con el anterior, no se aborda tanto desde la valoración estética de la obra de arte, sino desde la perspectiva del artista que “expresa su voluntad dando forma a la materia informe” (Jay 2003, 148). De manera análoga a como el artista le imprime su sello a la materia bruta, dándole forma según su ideal de belleza, el gobernante impone su estilo a las masas sin ninguna otra consideración que su perfección creadora. Las personas se convierten así en material maleable, en masas pasivas esperando ser formadas por el gobernante-artista. Dicha concepción fue claramente adoptada por el fascismo italiano, tal como se evidencia en las siguientes palabras de Mussolini: Cuando las masas son como cera en mis manos o cuando me confundo con ellas y quedo casi aplastado por ellas, me siento parte de la masa. Aun así persiste en mí cierto sentimiento de aversión, como el que experimenta el artista por el yeso que modela. ¿No rompe a veces el escultor en mil pedazos el bloque de mármol porque no puede darle la forma de la visión que concibió? (Citado en Jay 2003, 148).

El delirio artístico del Führer, que únicamente se preocupa por su obra, se vislumbra en el uso político que Hitler hacía de la arquitectura. Con el objetivo de formar a la masa informe, sus proyectos arquitectónicos eran instrumentos predilectos para la manipulación de sus súbditos. La masa era organizada a través de su inclusión en las grandes edificaciones. En su texto, Canetti resalta este aspecto mostrando que los espacios arquitectónicos no son recipientes vacíos y neutrales: “Estas construcciones e instalaciones, que ya en el papel tienen algo frío y reservado debido a sus dimensiones, están, en el espíritu de su constructor, llenas de masas que se comportan diversamente según el tipo de recipiente que las contenga o el grado de limitación que les sea impuesto” (Canetti 1981, 226). Precisamente, en el nacionalsocialismo el comportamiento de la masa era conscientemente dirigido haciendo uso de diversas construcciones. Hitler acudía a Speer con la intención de que éste diseñara plazas gigantescas para que la “masa abierta” tuviera la posibilidad de seguir creciendo; elaborara edificios de tipo cultual para la repetición de las “masas cerradas”; o edificara estadios deportivos, de forma circular, donde la masa pudiera verse a sí misma (Canetti 1981, 224-225). En cada uno de estos casos la arquitectura se entremezcla con la política para consumar la obra de arte deseada por el Führer. Aquí no se hace simplemente un uso político del arte, sino que la política misma se realiza como obra de arte. En esta política estetizada el criterio fundamental de la creación artística es la consumación de la propia obra según su valor estético.

En las anteriores palabras de Mussolini se vislumbra una clara estetización de la política que se concreta en la comprensión del ejercicio político como una creación artística y en la primacía del criterio estético sobre cualquier consideración ética, social o histórica. La presencia aquí del arte por el arte es innegable, ya que la actividad creativa del gobernante vale por sí misma. No importa si el escultor rompe el bloque de mármol en mil pedazos o si el gobernante sacrifica a cientos de personas; lo primordial es que su ideal de belleza pueda ser plasmado en la materia informe. Al igual que Mussolini, Adolf Hitler consideraba la posibilidad de moldear a las masas a su antojo para imponer su voluntad de artista-gobernante. Esto puede ser directamente inferido de las grandes obras que Hitler le encargaba a su arquitecto Albert Speer. Elias Canetti, en su agudo ensayo “Hitler, según Speer”, muestra justamente el sorprendente vínculo entre los proyectos arquitectónicos de Hitler y el nacionalsocialismo. El notorio interés de Hitler por las edificaciones monumentales con carácter imperecedero y por las enormes y poderosas construcciones pone de manifiesto la primacía de la grandeza del proyecto arquitectónico sobre cualquier consideración social relacionada con el bienestar de la ciudadanía. Precisamente, al reseñar el entusiasmo de Hitler por superar los monumentos arquitectónicos más significativos de la historia de la humanidad, Speer recuerda lo siguiente: “Su pasión de construir para la

Tanto en lo mencionado por Benjamin con respecto al fascismo como en lo que Canetti resalta de Hitler según Speer, se pone de manifiesto una transferencia de los elementos estéticos al ámbito de la política. Ahora bien, como lo señalábamos unas páginas atrás, esta transfe94


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rencia tiene lugar en la medida en que se asume que la obra de arte es absolutamente autónoma e independiente de cualquier consideración extraestética. Es el arte por el arte, la autorreferencialidad estética, lo que conduce directamente a una estetización de la política. Esto sucede tanto desde la perspectiva del juicio como desde el proceso de creación artística. En ambos casos se hace un énfasis en el arte encerrado en sí mismo, esto es, en el arte autorreferencial. En el caso de los ejemplos de Benjamin es evidente, ya que el criterio de lo bello es el único tenido en cuenta. En la estetización de la política propiciada por Mussolini y Hitler también hay una preeminencia del valor estético sobre cualquier otro valor pero, además, se presenta una política estetizada que se encarna en la figura del artista-gobernante. Desde esta perspectiva, la política es tratada como una obra de arte donde los ciudadanos se convierten en masas pasivas y maleables. El artista-gobernante debe formar a las masas como si éstas no fueran más que un material en bruto. En esta situación predomina una vez más la elaboración de la obra sobre toda otra consideración ética o social.

de la acción y el discurso. Ahora bien, este espacio de lo político es el topos donde tiene lugar un desacuerdo fundamental entre dos procesos heterogéneos, el desacuerdo que se da entre el proceso de gobierno y el de igualdad, entre lo que Rancière llama “la policía” y “la política” (Rancière 2006, 17). El proceso del gobierno o policía distribuye de manera jerárquica lugares y funciones fijas para los seres humanos que se reúnen en cierta comunidad. En palabras de Rancière, la policía es “un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido” (Rancière 1996, 44-45). Siendo así, la policía, con su distribución jerárquica de inclusión y exclusión, instaura una ley que daña la norma de la igualdad en la cual se basa la política. Por eso, esta última debe verificar la igualdad de cualquiera con cualquiera, perturbando el orden configurado por la policía. Esta perturbación se realiza cada vez que se hace visible aquello que no lo era. La política reivindica la igualdad en la medida en que redistribuye la configuración policial de lo sensible, haciendo que se manifieste la parte de los que no tienen parte. En otras palabras, la política se presenta cuando aquellos que no eran reconocidos como iguales a causa del orden de la policía deciden mostrar su igualdad ante todos los otros. Así, para Rancière la actividad política es “la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido” (Rancière 1996, 45).

La política de la estética y la estética de la política

En “La división de lo sensible: política y estética”,4 Jacques Rancière sostiene que “hay una estética en el centro de la política que no tiene nada que ver con la discusión de Benjamin sobre la ‘estetización de la política’ específica de la ‘era de las masas’” (Rancière 2008, 13). En efecto, para Rancière la relación entre estética y política no debe entenderse a partir de dos ámbitos absolutamente separados que entran en conexión una vez los criterios de uno invaden el campo del otro, sino como un vínculo que ya habita en la definición misma de cada uno de los dos ámbitos. Por eso Rancière plantea que la relación entre arte y política debe ser entendida a partir del encuentro entre una “política de la estética” y una “estética de la política” (Rancière 2005, 55).

De esta forma, lo que está en juego en el enfrentamiento entre la policía y la política es un antagonismo entre divisiones heterogéneas de lo sensible que tiene lugar en el terreno de lo político. La política debe tratar el daño a la igualdad ocasionado por la policía, y para esto tiene que reconfigurar el espacio común de apariencias instaurando una nueva distribución de lo sensible. Aquel que no tiene parte, aquel que ha sido excluido de la igualdad, debe “igualarse” activamente apareciendo en la escena pública, y esto es lo que Ranciére considera un proceso de subjetivación. Lo interesante es que esta igualdad no se define como una petición de inclusión en el ámbito ya constituido, sino como una reconfiguración de ese mismo ámbito. La subjetivación es una ruptura con la policía, precisamente porque ella “vuelve a representar el espacio donde se definían las partes” (Rancière 1996, 45). Es por esta razón que Rancière insiste en que la política “es en primer lugar el conflicto acerca de la existencia de un escenario común, la existencia y la calidad de quienes están presentes en él” (Rancière 1996, 41).

Para comprender a qué se refiere Rancière con estas dos expresiones, resulta conveniente detenerse brevemente en lo que dicho pensador entiende por lo político (le politique) y por la política (la politique). Al igual que Hannah Arendt, Rancière considera que lo político es un asunto de apariencias, de la constitución de un escenario común donde los agentes se manifiestan a través 4 Este texto corresponde a un capítulo del libro The Politics of Aesthetics (Rancière 2008).

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Para Rancière, el arte no es un ámbito totalmente autónomo que vale por sí mismo, sino que éste sólo tiene sentido en su relación con la división de lo sensible, es decir, con la distribución espacio-temporal de los lugares y las partes en una esfera común. En pocas palabras, el arte está atravesado de un extremo a otro por su relación con las particiones de un territorio compartido y, por ende, por la política. Rancière es claro en afirmar que el arte tiene una función “comunitaria” que consiste en “construir un espacio específico, una forma inédita de reparto del mundo común” (Rancière 2005, 16). Siendo así, el arte configura lo sensible, condiciona lo visible y lo no visible, constituyendo espacios que antes no existían. Esto último es muy importante, ya que el arte no sólo erige un espacio común, sino que, más radicalmente, instala una repartición totalmente inédita. Por lo tanto, lo que aquí se presenta es una reconfiguración simbólica y material que trastoca la distribución anterior de relaciones entre cuerpos, espacios, imágenes y tiempos.

Como es ahora más claro, Rancière habla de una “estética de la política”, porque esta última tiene su propia estética. De hecho, lo que se manifiesta en la política es “la disputa misma acerca de la constitución de la esthesis, acerca de la partición de lo sensible por la que determinados cuerpos se encuentran en comunidad” (Rancière 1996, 41). La política, en la medida en que verifica la ley de la igualdad y desestabiliza el orden de la policía, constituye estéticamente un espacio público donde se presentan disensos y conflictos de intereses y aspiraciones. En otras palabras, la política debe ser entendida como determinada división de lo sensible que establece “montajes de espacios, secuencias de tiempo, formas de visibilidad, modos de enunciación que constituyen lo real de la comunidad política” (Rancière 2005, 55). Siendo así, la propuesta de Rancière nos permite trascender la estetización de la política, porque la estética no es definida desde el arte autorreferencial, sino a partir de una experiencia sensorial que se encuentra en la base de la política. La estética determina aquello que se presenta, aquello que aparece. Ella interviene en la delimitación del espacio y del tiempo, de lo visible y de lo invisible, de lo que es palabra y de lo que es mero ruido. En el fondo, Rancière apunta a que la estética se encuentra, de hecho, inmiscuida en uno de los problemas centrales de la filosofía política desde la Antigüedad: el problema de la definición de lo común. La división de lo sensible en la cual interviene la estética no es más que la delimitación de los bordes de lo común y lo propio. Esta división reparte los espacios, los tiempos y las formas de actividad de los individuos de una comunidad y, así, fija la participación de dichos individuos en lo común. De esta manera, la distribución de lo sensible revela en qué sentido cada individuo es parte de la comunidad según su actividad y define el espacio y el tiempo en que es realizada dicha actividad.

Así, pues, el arte se relaciona con la política, no porque traslade sus criterios estéticos al ámbito de lo común, sino porque constituye una nueva configuración de eso común, subvirtiendo los antiguos modos de ser, de hacer y de decir que definían lo público y compartido. De ahí que el arte comparta con la política cierta “incertidumbre con relación a las formas ordinarias de la experiencia sensible” (Rancière 2005, 17). Como se mencionaba anteriormente, la política es el conflicto sobre la existencia de un escenario común y, por ende, ella es siempre un desafío, un desacuerdo sobre los modos de inclusión de los sujetos en la comunidad. El arte tiene una constitución similar, ya que al configurar un nuevo espacio de relaciones está trastocando lo habitual, desajustando las distribuciones sensibles ya instauradas, desfigurando el orden establecido, para introducir en su lugar una nueva configuración simbólica y material de lo visible y lo audible; en suma, de la parte de los que no tenían parte. Así, el arte, al intervenir en la división de lo sensible, tiene una política que consiste “en interrumpir las coordenadas normales de la experiencia sensorial” (Rancière 2005, 19).

La delimitación de los lugares y las partes, de la distribución del espacio y del tiempo, además de lo que puede ser visible o invisible, audible o inaudible, pone de manifiesto que la política está estrechamente ligada al arte, porque tiene como base una estética primaria. La política existe como tal en la medida en que ingresa en el conflicto sobre lo que debe ser la partición de lo sensible. Sin embargo, para Rancière, el vínculo entre arte y política no se agota con la “estética de la política”. Por eso, además, hay que reconocer que la estética o, más precisamente, lo que él llama “el régimen estético del arte” implica una cierta política.

Teniendo en cuenta lo anterior, Rancière señala, entonces, que el arte se relaciona con la política, no desde la estetización de la misma ni tampoco a través del arte comprometido y de propaganda, sino por la esencial relación que estética y política sostienen con la llamada división de lo sensible. De ahí que Rancière insista en que el arte no es político en primer lugar por los mensajes y lo sentimientos que transmite sobre el orden del 96


De la estetización de la política a la política de la estética Diego Paredes

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lítica. Aunque en el presente artículo se insistió sobre todo en la manera como la concepción del campo estético condiciona la relación entre arte y política, lo cierto es que de las afirmaciones de Rancière es posible inferir que dicha relación también depende de la noción que se tenga del campo político. La política estetizada del artista-gobernante es un tipo de política que se concibe bajo el modelo de la techné griega. Según la interpretación de Hannah Arendt, para Platón la política debía ser incluida dentro del ámbito de las artes griegas y, por ende, correspondía al modelo de la fabricación (poiesis). Pensar la política como la realización de un modelo les permitía a los griegos escapar de la imprevisibilidad y futilidad de la acción humana (Arendt 1993, 215-230). Esta política, comprendida como la obra de arte del gobernante, busca conformar la realidad a determinada idea previa, para así superar cualquier desajuste o imperfecto. En este tipo de política –que con Rancière podríamos llamar mejor policía– todas las ocupaciones están ya determinadas y los ciudadanos no pueden cumplir otra cosa que su función en el espacio-tiempo ya dado. En este modo del “hacer” político nada debe ser contingente, todo debe estar planificado y definido de antemano por el modelo al cual tiene que necesariamente adecuarse el espacio público. De hecho, en tal política estetizada es difícil hablar de un espacio público, ya que en él no hay siquiera lugar para la manifestación de sujetos que quieran que sus voces sean escuchadas, no hay espacio para que se actualice la parte de los sin parte. La ausencia de vacío que caracteriza a este tipo de política anula cualquier proceso de subjetivación. Por esta razón, el artista-gobernante encuentra aquí sólo una masa pasiva y obediente, un material que es fácilmente moldeable a causa de su propia homogeneidad.

mundo. No es político tampoco por la forma en que representa las estructuras de la sociedad, los conflictos o las identidades de los grupos sociales. Es político por la distancia misma que guarda con relación a estas funciones, por el tipo de tiempo y espacio que establece, por la manera en que divide ese tiempo y puebla ese espacio (Rancière 2005, 17).

De la política estetizada a una relación liberadora de la estética y la política

Sin duda, la propuesta de Rancière sobre la relación entre estética y política no sólo nos permite poner en cuestión la estetización de esta última, sino además trascender el debate entre el arte por el arte y el arte al servicio de la política. Como se mencionó en varias ocasiones, Benjamin no sólo exploró las transformaciones a las que era sometida la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, sino que captó con suma claridad que la estetización de la política no era más que la consumación del arte autónomo. Benjamin enunció que el arte autorreferencial llevaría al goce de la autodestrucción humana, porque, desprendido de criterios extraestéticos, el arte al servicio de la política únicamente se preocuparía por el disfrute de lo bello. De hecho, esta práctica que Benjamin comenzó a notar en la glorificación que el fascismo hacía de la guerra se convirtió en parte fundamental de la instauración del nacionalsocialismo. Los elementos estéticos transferidos al ámbito de la política o el arte al servicio de esta última se tornaron centrales en la manera como el artista-gobernante totalitario formaba a las masas. Jacques Rancière nos permite ir más allá de esta política estetizada, precisamente porque no concibe la existencia de un arte autónomo. La estética no es autorreferencial, porque ella tiene en sí misma su política. El arte implica cierta configuración simbólica y material de lo común y, por tanto, interviene en la división de lo sensible, en la que también participa la política. Lo dicho por Rancière nos confirma que la relación entre política y estética depende de la concepción que se tenga de esta última. Si la estética se reduce al hacer artístico autónomo e independiente de cualquier consideración extraestética, el diagnóstico de Benjamin es correcto. Sin embargo, si la estética se concibe como intrínsecamente política, ella no contribuye a una política estetizada, sino que, por el contrario, manifiesta su potencial liberador.

Por su parte, una política liberadora, que tiene su propia estética, no funciona como una obra de arte y no se ocupa del poder como dominación. Por el contario, tal como lo define Rancière, dicha política “es ante todo la configuración de un espacio específico, la circunscripción de una esfera particular de experiencia, de objetos planteados como comunes y que responden a una decisión común, de sujetos considerados capaces de designar a esos objetos y de argumentar sobre ellos” (Rancière 2005, 18). Esta política no obedece a ningún modelo predeterminado, sino que asume la futilidad y la imprevisibilidad propias de un espacio común que experimenta constantes reconfiguraciones. Justamente, la política sólo sobreviene cuando aquellos que no eran contados en el ámbito compartido, aquellos que no tenían parte, buscan activamente ser reconocidos y tenidos en cuenta. Es por esta razón que, como lo se-

Ahora bien, dicho potencial liberador sólo tiene sentido dentro de una concepción también liberadora de la po97


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ñala Rancière, aunque siempre hay formas de poder, no siempre hay política. Esta última es contingente, sucede sólo en el momento en que se manifiesta el proceso de la subjetivación y en el preciso instante en que se pone en marcha una nueva configuración de lo sensible. 

5. Jay, Martin. 2003. La ideología estética como ideología o ¿qué significa estetizar la política? En Campos de fuerza. Entre la historia intelectual y la crítica cultural, 143-165. Buenos Aires: Paidós. 6. Rancière, Jacques. 1996. El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Edición Nueva Visión.

Referencias

7. Rancière, Jacques. 2005. Sobre políticas estéticas. Barcelona: Universitat Autònoma de Barcelona.

1. Arendt, Hannah. 1993. La condición humana. Barcelona: Paidós.

8. Rancière, Jacques. 2006. Política, policía, democracia. Santiago de Chile: Ediciones LOM.

2. Benjamin, Walter. 1982. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Discursos interrumpidos I, 17-59. Madrid: Taurus Ediciones.

9. Rancière, Jacques. 2008. The Politics of Aesthetics. Nueva York: Continuum.

3. Benjamin, Walter. 2001. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Madrid: Taurus Ediciones. 4. Canetti, Elias. 1981. Hitler según Speer. En La conciencia de las palabras, 222-258. México: Fondo de Cultura Económica.

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Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adorno Mario Alejandro Molano Vega

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Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adorno* por

Mario Alejandro Molano Vega**

Fecha de recepción: 7 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 14 de septiembre de 2009 Fecha de modificación: 5 de octubre de 2009

Resumen Este ensayo investiga la relación de lo político y el arte en el pensamiento de Theodor W. Adorno, por medio de un análisis de los conceptos de reconciliación, contenido de verdad y apariencia estética. El argumento central consiste en mostrar que con estos conceptos Adorno pone en relación los campos del arte y la política, en virtud de las tensiones y contradicciones entre los niveles de la totalidad y la particularidad. Por una parte, la obra de arte transgrede las formas de comprensión y praxis establecidas (nivel de la totalidad) mediante una lógica en la cual se descubre el carácter procesual de todo acto de comprensión (nivel de la particularidad). Por otra parte, la consecuencia que este tipo de transgresión artística conlleva en los ámbitos no estéticos consiste en mostrar sus contradicciones internas y su carácter contingente. Este efecto puede ser interpretado como político, si lo político se entiende, a su vez, como fenómeno de cuestionamiento e impugnación de estructuras histórico-sociales dadas.

Palabras clave: Filosofía estética, Teoría Crítica, teoría política, filosofía contemporánea.

Aesthetic Appearance and Reconciliation: Art and Politics in Adorno

Abstract This essay examines the relation between politics and art in the work of Theodor W. Adorno by analyzing the concepts of reconciliation, artistic truth content, and aesthetic appearance. The main argument is that Adorno relates both realms of art and politics by virtue of contradictions between the levels of totality and particularity. On the one hand, works of art transgress established ways of understanding and praxis (the level of totality) by reflecting on the contingent character of all kind of human comprehension (the level of particularity). On the other hand, the consequence of such artistic transgressions in non-aesthetic realms is to reveal their internal contradictions and their contingent character. This consequence can be interpreted as a political one if politics are understood as a phenomenon of questioning and critically reflecting on given social structures.

Key words: Aesthetics, Critical Theory, Political theory, Contemporary Philosophy.

Aparência estética e reconciliação: arte e política em Adorno

Resumo Este ensaio tem como alvo a pesquisa da relação do assunto político e da arte no pensamento de Theodor W. Adorno, através duma análise dos conceitos de reconciliação, conteúdo de verdade e aparência estética. O argumento central consiste em apresentar que com estes conceitos Adorno relaciona os campos da arte e da política, em virtude das tensões e contradições entre os níveis da totalidade e da particularidade. A obra de arte, por uma parte, transgride as formas de compreensão e práxis estabelecidas (nível da totalidade) através duma lógica na qual se descobre o caráter processual de todo ato de compreensão (nível de particularidade). Por outro lado, a conseqüência que este tipo de transgressão artística gera nos âmbitos não estéticos consiste em mostrar suas contradições internas e seu caráter contingente. Este efeito pode ser interpretado como político, se o assunto político é compreendido, ao mesmo tempo, como fenômeno de questionamento e de impugnação de estruturas histórico-sociais dadas.

Palavras chave: Filosofia estética, Teoria Crítica, teoria política, filosofia contemporânea. * Artículo producto de Investigación del proyecto Arte, Estética y Política, Departamento de Humanidades de la Facultad de Ciencias Humanas, Arte y Diseño de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia. ** Profesional en Estudios Literarios y Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Autor de: Valorar o no valorar, ¿es esa la cuestión? Sobre una ilustrativa polémica entre Northrop Frye y Harold Bloom. Literatura: Teoría, historia, crítica 10: 37-70, 2008; El lugar del arte en la Condición Humana. Al Margen 21-22: 318-328, 2007. Actualmente es docente asociado e investigador perteneciente al grupo “Reflexión y creación artísticas contemporáneas” (Categoría B Colciencias), del Departamento de Humanidades de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Correo electrónico: mario.molano@utadeo.edu.co.

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persistencia de la dialéctica”, precisamente, en el carácter introspectivo y reflexivo propio de la forma en la que Adorno hace salir a flote las tensiones entre totalidad y particularidad; es decir, allí donde Adorno insiste en que la totalidad ha de reconstruirse, reinterpretarse e impugnarse a partir de los fenómenos culturales particulares, de las experiencias históricas concretas y de las formas de subjetividad constituidas.

a oposición entre los conceptos de totalidad y particularidad ha sido reconocida frecuentemente como uno de los temas clave del pensamiento de Theodor W. Adorno (Buck-Morss 1981, 139; Gómez 1998, 132; Hohendahl 1995, 227; Jameson 1990, 15; Jay 1984, 56). Lo encontramos desplegado en diferentes momentos de su obra haciendo alusión a la crítica del pensamiento occidental y a la primacía que en él parece tener lo conceptual sobre lo material y lo sensible (Adorno 2008a, 142; Adorno y Horkheimer 2007, 26);1 lo reencontramos también apuntando hacia la historia del desarrollo sociohistórico de Occidente y sus profundas contradicciones entre los niveles del orden social y del desarrollo de los sujetos particulares (Adorno 2008a, 290; Adorno y Horkheimer 2007, 44). Las tensiones entre totalidad y particularidad también ocupan un lugar privilegiado en sus discusiones estéticas, especialmente bajo la figura de la oposición entre el carácter estructural de las obras de arte, su lógica interna, y la heterogeneidad de materiales que componen una obra de arte (Adorno 2004, 139; Adorno y Horkheimer 2007, 143). Siguiendo la interpretación que Fredric Jameson ha hecho del pensamiento de Adorno, podría pensarse que esta temática representa quizá uno de los más importantes legados de la denominada primera generación de Teoría Crítica a un momento histórico tan complejo como el del llamado capitalismo multinacional. En la medida en que uno de los rasgos más sobresalientes de este momento histórico es, según Jameson, el de la dificultad que implica la representación de la totalidad social y su concomitante sensación de desconcierto e impotencia en los individuos, reflexionar sobre la temática de las tensiones entre lo particular y la totalidad se hace más urgente. La dialéctica introspectiva o reflexiva de Adorno “es conveniente para una situación en la cual (a causa de las dimensiones y la desigualdad del nuevo orden global del mundo) la relación entre lo individual y el sistema parece mal definida, si no atenuada o incluso disuelta” (Jameson 1990, 252).2 Jameson descubre “la

Al mismo tiempo, esta “persistencia de la dialéctica” puede ser vista como una persistencia de la política si dejamos a un lado la manera dominante en la que actualmente se entiende lo político como problema relativo a los principios y procesos de negociación racional de las riquezas, los beneficios, y también las cargas que implica una organización social eficiente. Al contrario, la persistencia de la dialéctica puede entenderse como persistencia de la política, en la medida en que plantea el problema básico de la experiencia concreta de las contradicciones sociales y el impulso de resolverlas o superarlas. Dicha trasformación es quizá forzosamente polémica, pues implica, de hecho, el cuestionamiento mismo de los principios, las instancias y los procedimientos de negociación y regulación propios del orden social establecido. En este sentido, lo político se define por oposición al orden social y sus instancias de regulación. Adquiere el aspecto de la contradicción que ese orden social no puede acoger sin transformarse. Por esta razón, lo político implica un tipo de reconocimiento del estado de cosas en cuanto contradictorio y problemático. Este reconocimiento requiere, más que nada, de experiencias históricas específicas, de casos particulares mediante los cuales se perciben las contradicciones de un sistema social dado y, desde luego, de actitudes reflexivas por parte de los participantes de tales órdenes sociales. Son estos casos específicos, en virtud de sus contrariedades manifiestas, los que generan la necesidad de reconstruir una imagen de la totalidad social y el compromiso de transformarla. A su vez, dada la importancia que se le otorga a la penetración de las contradicciones sociales en las experiencias históricas específicas, esta dialéctica que Adorno traza continuamente entre lo particular y la totalidad logra abrir un espacio muy importante para la consideración del arte y de la experiencia estética. Ambos vienen a desempeñar un rol preponderante para Adorno, precisamente porque allí llegan a manifestarse las contradicciones sociales como fenómenos particula-

1 La edición española que utilizo de la obra de Adorno es la de la colección de la Obra Completa de Theodor W. Adorno (2003a) a cargo de la editorial Akal que sigue la edición alemana de las obras completas de Adorno realizada por Rolf Tiedemann, Gretel Adorno, Susan BuckMorss y Klaus Schultz. 2 La traducción es mía. Literalmente dice Jameson: “His introspective or reflexive dialectic benefits a situation in which–on account of the dimensions and unevenness of the new global world order–the rela-

tionship between the individual and the system seems ill-defined, if not fluid, or even dissolved”.

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en El desacuerdo: política y filosofía (1996) como modelo desde el cual ofrecer una forma alternativa de asumir el legado del pensamiento adorniano diferente a la que propone Albrecht Wellmer, esto es, bajo la forma de una racionalidad comunicativa (Wellmer 1993a).

res, como experiencias históricas determinadas. Quizá sea útil incluso radicalizar esta afirmación recordando que Adorno se comportó hostilmente contra la política reducida a una militancia partidista y dogmática, de manera que más allá de cualquier alineación ideológica el compromiso político en Adorno habría que comprenderlo a partir del descubrimiento de las contradicciones sociales encarnadas en los fenómenos concretos. En este contexto, entonces, la importancia radical del arte se debe a su capacidad de hacer visibles los conflictos que constituirían el nervio central de lo político y que frecuentemente pasan desapercibidos en medio de las pujas ideológicas. Paradójicamente, sus declaraciones en contra de un arte político, es decir, comprometido ideológicamente con aquellas pujas partidistas, no son contradictorias respecto a la más compleja y valiosa forma de concebir el valor político del arte como un modo de comportarse en el cual las experiencias históricas concretas son asumidas plenamente, así como la expectativa de transformación social que allí se genera.

Apariencia estética y autonomía El desarrollo que Adorno hace del concepto de apariencia habría que entenderlo mediante su estrecha conexión con los análisis benjaminianos acerca de la desacralización del arte, la pérdida del aura y el significado social que estos procesos históricos encierran. A través del concepto de apariencia, Adorno pretende de cierto modo corregir lo que desde su perspectiva eran considerados como puntos ciegos de la reflexión de Benjamin sobre el aura (Adorno 2008b, 214; Adorno 2001, 140). En particular, apoyándonos en la interpretación que hace Lambert Zuidervaart de esta polémica, Adorno considera que la crisis de lo que Benjamin llama aura no es tanto un producto del ascenso de los medios de la reproducibilidad técnica, sino, antes que nada, el resultado de la propia respuesta que el arte ha buscado darles a las condiciones históricas que los procesos de modernización social traen consigo (Zuidervaart 1991, 31). Sustancialmente, aquellas nuevas condiciones históricas implican para el arte una posición ambigua: por una parte, el arte se convierte en una institución autónoma cuyo principio fundamental tiene que ver esencialmente con el trabajo compositivo y la producción de objetos destinados a la mera contemplación estética, esto es, la producción de la “apariencia estética”. Pero, por otro lado, el arte pierde con ello parte del vigor y la importancia que las sociedades tradicionalmente podían otorgarle, incluso, bajo la figura de la exclusión y el rechazo. El arte tiende, pues, a convertirse en mera “apariencia estética” para la contemplación desinteresada y, por ello mismo, su vigor se ve mermado. El arte moderno enfrenta así su propia neutralización como mercancía cultural integrada en un sistema que a su vez genera agudas contradicciones sociales.

La relación antagónica entre totalidad y particularidad parece, pues, dar forma tanto a un concepto de lo político como a una manera de comprender el arte. ¿Cómo interpretar, entonces, la preponderancia otorgada por Adorno en sus reflexiones a la pareja totalidad/particularidad? En esta indagación quisiera explorar la forma en que esta antinomia define las preocupaciones sociales que Adorno encara como pensador de izquierda y se entrecruza con aquel compromiso suyo con el arte y la reflexión estética. Enseguida reconstruiré, en primer lugar, la dinámica de tal antagonismo en el contexto de la teoría adorniana de la obra de arte. Allí el concepto de apariencia estética [ästhetische Schein] y su propia crisis vendrán a ser imprescindibles, así como la remisión de la obra de arte a un contenido de verdad [Wahrheitsgehalt]. Para estos dos análisis iniciales me apoyaré principalmente en la interpretación que Christoph Menke ha formulado de la estética de la negatividad en La soberanía del arte: la experiencia estética según Adorno y Derrida (1997). En segundo lugar abordaré el concepto adorniano de reconciliación [Versöhnung] como eje en torno al cual totalidad y particularidad vienen a ser relacionadas desde el punto de vista de las contradicciones sociales. Dicha correlación parece ser posible reinterpretarla en un sentido político, si se entiende por política un fenómeno de contradicción entre un orden social establecido y el descubrimiento del carácter limitado y contingente de tal orden por parte de los propios sujetos integrados en dicho orden social. Esta relectura del concepto de reconciliación apelará a las conceptualizaciones de lo político que Jacques Rancière ha presentado

Estas nuevas condiciones sociohistóricas son las que llevan al arte a su propio cuestionamiento como actividad orientada hacia la construcción de una totalidad armónica a la que llamamos tradicionalmente “obra de arte”. El concepto de apariencia estética es usado por Adorno para referirse a ese proceso de objetivación de la obra como totalidad lograda. La connotación negativa del concepto de apariencia en cuanto falsedad deja ver que la intención de Adorno con este concepto es, 83


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al mismo tiempo, expresar el cuestionamiento al que el propio arte somete los procesos de objetivación y producción de “obras”. En este sentido, el siguiente pasaje resulta muy revelador:

tanto, lo que está en juego en esta crisis que pone al arte contra sí mismo es nada menos que la posibilidad de expresar un contenido de verdad mediante el cual salen a la luz contradicciones sociales agudas generadas por los propios procesos de modernización. La situación es paradójica para el arte, puesto que de su propio autocuestionamiento surge la posibilidad de salvarse a sí mismo, es decir, de evitar la neutralización en la que recae como puro objeto de contemplación desinteresada.

A quien mira las obras de arte desde muy cerca, las obras más objetivadas se le transforman en un hormiguero; los textos, en sus palabras. Si se cree tener en las manos inmediatamente los detalles de las obras de arte, se deshacen en lo indeterminado e indiferenciado: hasta tal punto están mediadas. Ésa es la manifestación de la apariencia estética en la estructura de las obras de arte. Lo particular, que es el elemento vital de las obras, se volatiliza; su concreción se evapora bajo la mirada micrológica. El proceso, que en cada obra de arte se convierte en algo objetual, se resiste a ser fijado en el eso de ahí y se deshace en el lugar de donde vino. La pretensión de objetivación de las obras de arte fracasa en ellas mismas (Adorno 2004, 139-140).

La teorización adorniana de la crisis de la apariencia estética no puede, por tanto, desvincularse de la forma en que Adorno analizaba, junto con Horkheimer, los procesos de desarrollo social de Occidente en Dialéctica de la Ilustración. Siguiendo a Albrecht Wellmer, estos procesos de desarrollo se pueden entender como una dialéctica de subjetivación y objetivación cuyo motivo básico es el sometimiento y la opresión, pero en la que al final, “la instancia opresora se torna a la vez en víctima sometida: la opresión sobre la Naturaleza interna, con sus impulsos anárquicos hacia la felicidad, es el precio a pagar por la formación de un sí mismo unitario, una formación que fue necesaria por mor de la auto-conservación y del dominio de la Naturaleza externa” (Wellmer 1993a, 16). En estos procesos la lógica que se impone es la de la primacía de los momentos de la totalidad sobre los momentos de la multiplicidad y la particularidad. La subsunción de la naturaleza a la razón significa, según Adorno, la reducción de los fenómenos a una síntesis abstracta, el concepto, que no solamente es incapaz de comprender lo particular del fenómeno y, en consecuencia, se limita a categorizarlo; sino que además estaría fundada en la presunción de que en el fondo los fenómenos son identificables. Dicha presunción es, para Adorno, la expresión de la necesidad de fijar lo particular y lo múltiple para hacerlo dócil a nuestros intereses.

La apariencia estética implica, de un lado, el proceso compositivo y constructivo mediante el cual la obra de arte deviene precisamente obra, totalidad lograda; y, de otro lado, también implica el descubrimiento de este proceso en cuanto tal, es decir, en cuanto pura mediación de elementos heterogéneos, múltiples, que es llevada a cabo o “puesta” a través de un trabajo compositivo. Para Adorno el arte moderno ha acentuado esta condición “aparente” de la obra en cuanto totalidad lograda como respuesta a los procesos de modernización que lo han ido marginando como mero objeto de contemplación desinteresada. El modernismo estético y las vanguardias literarias, pictóricas y musicales representarían, en términos generales, bajo la mirada adorniana, el continuo enfrentamiento del arte consigo mismo, con su propia condición constructiva y compositiva; de ahí las actitudes autoirónicas de los artistas, el interés de romper con procedimientos tradicionales de composición (por ejemplo, el narrador omnisciente en la literatura, las relaciones tonales jerárquicas en música o la definición de las formas mediante gradaciones tonales en pintura) y de emplear materiales considerados como no-estéticos. Lo que para Benjamin (2008) era entendido como pérdida del aura de la obra de arte, Adorno lo entiende como crisis de la apariencia estética.3 Entre

Pensando se distancian los hombres de la naturaleza para ponerla frente a ellos de tal modo que pueda ser dominada. Como la cosa o el instrumento material, que se mantiene idéntico en distintas situaciones y así separa el mundo como lo caótico, multiforme y disparatado de lo conocido, uno e idéntico, el concepto es el instrumento ideal que se ajusta a todas las cosas en el lugar donde se las pueda apresar (Adorno y Horkheimer 2007, 53).

3 Robert Kaufman traduce el problema de las formas artísticas que asumen una actitud crítica respecto a su propia configuración estética como desarrollo de una especie de aura negativa. En la misma dirección adorniana, Kaufman sostiene que esta actitud autocrítica del arte es una forma de resistencia contra la estetización y la neutralización ideológica del arte contemporáneo (Kaufman 2002, 48).

Esta lógica opera igual en el plano social, pues allí la especificidad de los objetos y de las formas de vida de los individuos particulares (determinada por aquello en lo que invierten sus energías vitales) es reducida a función 84


Apariencia estética y reconciliación: arte y política en Adorno Mario Alejandro Molano Vega

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posibilidad de un estado de cosas diferente (Horowitz 1997, 263-264). De este modo, la crisis de la apariencia estética que el arte moderno introduce en sí mismo manifiesta a un tiempo tanto la constitución autónoma del arte frente a sus condicionamientos históricos como el ejercicio de autoconciencia histórica de la modernidad. Como sostiene Adorno, el arte se convierte en una forma inconsciente de historiografía y expresa en sí mismo una lógica exterior, vale decir, social, que, sin embargo, altera radicalmente.

social y medida con la vara uniforme de las exigencias sociales y el valor de cambio. En esa dirección Adorno se pronunció en una de sus conferencias sobre sociología dictada durante el período de posguerra: El carácter abstracto del valor de cambio confluye, previamente a cualquier estratificación social concreta, con el dominio de lo general sobre lo particular, de la sociedad sobre quienes son sus miembros a la fuerza. Ese carácter abstracto no es socialmente neutral, como hace creer la lógica del proceso de reducción a unidades tales como el tiempo de trabajo social promedio. En la reducción de los hombres a agentes y soportes del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hombres (Adorno 2005, 13).

Contenido de verdad como soberanía El concepto de apariencia estética está directamente correlacionado con el de contenido de verdad de las obras de arte particulares. Más aún, Adorno le otorga en el siguiente pasaje una importancia radical a esta interconexión:

A este tipo de lógica que reduce la particularidad y la multiplicidad a la totalidad del sistema social y de comprensión, el arte responde poniendo en crisis el concepto mismo de obra y la aspiración que ésta conlleva de consumarse como totalidad. La crisis de la apariencia estética (y su correlato de la pérdida del aura en términos benjaminianos) puede así entenderse como el rechazo artístico de la lógica social de la primacía de la totalidad sobre lo particular. En vez de reforzar esa lógica, el arte parece adoptar una actitud abiertamente inversa, la de mostrar el revés de esas totalidades, su carácter artificial y contingente, mientras que al mismo tiempo intenta abrir un espacio para el reconocimiento de lo múltiple y lo particular.

En la paradoja del tour de force de hacer posible lo imposible se enmascara la paradoja estética por antonomasia: cómo puede conseguir el hacer que aparezca algo no hecho; cómo puede ser verdadero lo que de acuerdo con su propio concepto no es verdadero. Esto sólo es pensable del contenido en tanto que diferente de la apariencia, pero ninguna obra de arte tiene al contenido de otra manera que mediante la apariencia, en la propia figura de la apariencia. Por eso el centro de la estética sería la salvación de la apariencia, y el derecho enfático del arte, la legitimación de su verdad, depende de esa salvación (Adorno 2004, 147).

Este comportamiento del arte, que lo lleva a cuestionarse a sí mismo en virtud de mantener las posibilidades de expresar las contradicciones sociales de un momento histórico como el de las sociedades burguesas modernas, nos conduce a determinar de una manera mucho más radical el concepto de autonomía que Adorno le confiere al arte. En lugar de entender este concepto de autonomía del arte exclusivamente en el sentido de la independencia que éste recibe respecto a otras esferas de valor (como la moral, la ciencia o la religión), como producto de un proceso sociohistórico de institucionalización; Adorno entiende el concepto de autonomía estética también en el sentido de la autoconciencia crítica de unas determinadas condiciones históricas que se manifiesta mediante las obras de arte particulares. Siguiendo la interpretación de Gregg M. Horowitz sobre ese concepto, para Adorno la autonomía estética es alcanzada por el arte en cuanto forma de articulación sensible de la autoconciencia histórica en la cual se plantean las tensiones constantes entre lo que meramente existe y la

La difícil cuestión del contenido de verdad y la apariencia estética es entendida por Wellmer como una contradicción insuperable que responde, en última instancia, al carácter utópico del pensamiento adorniano y a un estrecho marco de interpretación del desarrollo cognitivo y lingüístico de los seres humanos. Sin embargo, esta inquietante remisión contradictoria de la apariencia estética a un contenido de verdad que al mismo tiempo parece negar puede ser vista como el principal problema de la estética moderna legado por Adorno, como sugiere Christoph Menke. Para captar adecuadamente las potencialidades críticas y transformadoras del arte y de la experiencia estética en la actualidad habría que “defender la determinación bipolar” de tal experiencia “contra los que, desde diferentes frentes, no quieren ver en ello más que una nostálgica supervivencia” (Menke 1997, 16). El punto de partida de Menke radica en la idea de que la lógica de la apariencia estética y la lógica del contenido de verdad pueden entenderse si se acla85


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ra el concepto de negatividad estética. Si bien Adorno presta un marco filosófico desde el cual buscar la articulación de estas dos lógicas, sin embargo, su propia teoría parece ser insuficiente para aclarar los términos de esta articulación. Desde el punto de vista de la lógica de la apariencia estética Menke propone entenderla a partir de una idea de negatividad estética especificada en términos semióticos. Así, pues, aquella idea de una totalidad lograda que se autocuestiona, como ya la hemos esbozado antes, es reinterpretada por Menke en términos de un proceso negativo en el que entran en una tensión continua las posibilidades de comprensión y de sentido de la obra y los elementos que han sido tomados en ella como materiales significantes. La apariencia estética no es más que esta lógica negativa en la cual el intento de fijar una totalidad significativa resulta siempre interrumpido o “indefinidamente aplazado” por vía de la remisión constante de esa totalidad a lo particular de los múltiples elementos que la integran. Así, pues, el intento de comprensión de la obra de arte resulta siempre paradójico:

ba su propio carácter contingente. “Así, la experiencia de la génesis de la significación, en cuanto que es lo otro de la comprensión, se convierte en una experiencia en contra de la comprensión; es una experiencia que tropieza en su propia andadura” (Menke 1997, 132). La apertura de la comprensión a su propio carácter procesual y contingente constituye el motivo por el cual Adorno vincula la apariencia estética con un contenido de verdad que afecta las esferas no estéticas y posee un potencial de crítica social (como veremos, un potencial que puede llamarse político). Menke reinterpreta la idea del contenido de verdad en términos de “soberanía” del arte refiriéndose en primera instancia a la relevancia que el arte tiene más allá de su propio campo sobre esferas no estéticas de actuación y de discurso. Aprovechando el marco de interpretación que Menke propone, la tensión que Adorno introduce en su concepto de “contenido de verdad” entre lo hecho y lo no hecho, lo contingente y lo esencial, puede entenderse como una tensión entre el carácter siempre limitado de nuestros discursos y nuestra expectativa constante de afirmación de sentido. Esta tensión es introducida por el arte en los discursos no estéticos a partir de la propia lógica de la negatividad estética, y no porque lo estético remita a un sentido superior metafísico o teológico en el que se resolverían las contradicciones sociohistóricas modernas. Se trata más bien de que la lógica negativa de la apariencia estética ejerce una fuerza subversiva al proyectarse sobre los discursos no estéticos y hacerlos perder su propia apariencia fantasmagórica de verdad esencial o totalidad de sentido lograda. El contenido de verdad del arte puede ser entendido como esta proyección de efectos transgresores en los ámbitos no estéticos que hace que éstos muestren sus propias contradicciones y su carácter eminentemente contingente.

la síntesis estética es ciertamente síntesis de lo diverso, pero al mismo tiempo, lo múltiple se opone irreductiblemente a su síntesis. Y, pese al rechazo de la síntesis, no es lo diverso una pura multiplicidad; sólo existe con relación a la síntesis. La síntesis y lo múltiple no existen más que lo uno por lo otro y contra lo otro, simultáneamente (Menke 1997, 99).

Para Menke esta lógica negativa es el principio propio del arte en cuanto campo autónomo que no se subordina a ninguna otra esfera de actividad no estética. Es decir, esta lógica negativa constituye el principio mismo de la autonomía estética.4

Es importante reconocer que tanto Habermas como Wellmer han hecho una crítica radical a la forma romántica de entender y valorar el arte como una instancia en la cual se resolverían las contradicciones (o al menos se tendría la imagen de su resolución), dado su carácter superior y metafísico. “La experiencia estética es para Adorno el lugar en el que el contenido de verdad de la metafísica se torna aprehensible y evidente en términos sensibles. Con ello queda señalada otra huella, la huella decisiva de una razón mejor en el seno de la mala existente, que la teoría crítica puede seguir en su tentativa de pensar dentro del plexo de obcecación y más allá de éste” (Wellmer 1994, 24).5 De tal modo,

Al mismo tiempo, esta lógica negativa acarrea consecuencias radicales que van más allá del campo estético y que Menke vincula con la idea adorniana del contenido de verdad del arte. La continua remisión de una totalidad de sentido a sus elementos constitutivos, de un intento de comprensión al proceso de correlación de multiplicidad de elementos, abre la posibilidad de que la comprensión misma venga a ser reflexionada y perci4 Vale anotar de pasada que esta definición no parece inconsistente con la idea de Horowitz ya citada, según la cual el principio de autonomía implica un acto de autorreflexión crítica de determinadas configuraciones históricas. Lo que hace concurrir, en mi opinión, ambas caracterizaciones de la autonomía consiste en que la negatividad estética–como la plantea Menke apelando a la tensión entre formas de comprensión y elementos significativos– muestra la estructura semiótica que explica la manera en la que las formaciones históricas vienen a ser reflexionadas en la obra de arte.

5 Estas contradicciones también son señaladas por Habermas (1981, 490-491).

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sería ingenuo tratar de ignorar que existen momentos en los que el pensamiento de Adorno está bajo este modelo romántico de comprensión de la estética; y, sin embargo, tampoco se podrían desconocer los momentos en los que va más allá de esa influencia romántica y reconoce sin nostalgia los procesos de diferenciación y racionalización social como procesos históricos a los que no se puede renunciar. En este sentido, su idea de que el arte posee un potencial crítico que afecta esferas no estéticas no se puede entender como una intención regresiva hacia la desdiferenciación, como ya había advertido Susan Buck-Morss (Buck-Morss 1981, 270). Lo que no se puede negar, con todo, consiste en que habría que entender mejor el problema de la relación del campo estético con las demás esferas de valor. Precisamente, este problema puede llevarnos al tema del valor político del arte, puesto que implica entender cómo la esfera estética, en cuanto ejerce su lógica negativa, no viene ni a conformarse con un lugar bien delimitado dentro de los sistemas sociales dentro de cuyos límites permanece tranquilamente, ni tampoco podría entrar en juego armónico con las esferas de valor no estéticas, pues su negatividad corroe las formas de comprensión validadas en tales esferas. Por tanto,

el concepto de reconciliación bajo la luz de un concepto de política revitalizado.

Reconciliación y política: “rememoración de lo múltiple”7 El efecto que la lógica de la negatividad estética genera sobre los discursos y las prácticas no estéticas parece ser el contexto adecuado para reinterpretar el concepto adorniano de reconciliación [Versöhnung], a juzgar por tesis que a primera vista suenan tan extrañas como éstas: “la identidad estética ha de socorrer a lo no-idéntico [Nichtidentischen] que es oprimido en la realidad por la imposición de la identidad” (Adorno 2004, 13); “el arte no significa, de acuerdo con la receta clasicista, reconciliación: ésta es su propio comportamiento, que capta lo no-idéntico” (Adorno 2004, 182). A partir de nuestro análisis precedente del cuestionamiento que el arte introduce en su propia síntesis estética (apariencia estética) y de los efectos que esta suspensión conlleva para los discursos no estéticos (contenido de verdad), podemos también reinterpretar los conceptos de identidad y no identidad. La identidad obedecería, según esta propuesta interpretativa, a las síntesis constituidas mediante las cuales se otorga sentido, esto es, a las formas de comprensión logradas; en cuanto la no identidad correspondería a la suspensión de esas síntesis constituidas mediante la remisión al propio carácter procesal y contingente de la síntesis y a los materiales heterogéneos que la constituyen, esto es, al aplazamiento indefinido de la comprensión. Si la identidad de la obra de arte (su propio ejercicio de síntesis y de totalidad) suspende al mismo tiempo el principio de identidad, esto podría entenderse en el sentido de que abre el ejercicio de la producción de sentido a su carácter contingente. La idea de reconciliación parece poder interpretarse desde este punto de vista como una forma de producción de sentido y de estructuración de los estados de cosas tal que no pierde de vista su propio carácter contingente y provisional. Antes bien, el tipo de comportamiento que la obra artística ejerce, y que Adorno llama “reconciliación”, parece asumir por sí mismo una posición contraria al cierre de los procesos de producción de sentido. La actitud de resistencia contra los cierres de la comprensión y el sentido es lo que constituye, según esta propuesta de lectura, el núcleo mismo de la idea adorniana de reconciliación, a la cual está vinculada, por su parte, la idea adorniana de dialéctica:

[…] la relación de la esfera estética diferenciada con las otras dimensiones de la razón no puede adoptar nunca la forma de una interacción en el seno de la racionalidad comunicativa del mundo vivido, porque su negatividad total no mantiene una relación de yuxtaposición, ni de composición, con los discursos no estéticos. Su ubicuidad potencial provoca en ellos más bien la apertura de una crisis irresoluble. Aquello que ocasiona en otro un problema irresoluble, no puede al mismo tiempo conciliarse con él (Menke 1997, 289).

A esta relación polémica del arte con las distintas esferas de valor diferenciadas que conforman la estructura moderna de la sociedad podemos llamarla “política”, en el sentido de que instaura precisamente una exigencia de cambio, en vistas del carácter contingente y limitado de tales formaciones sociales.6 El concepto de reconciliación, a pesar de sus resonancias teológicas y románticas, parece obedecer en el pensamiento adorniano a este tipo de transformaciones exigidas sobre la base del carácter problemático descubierto en las estructuras sociales. De ahí que sea necesario reinterpretar también 6 Sin embargo, Menke (2008, 72-74) enfatiza en otro lugar que el efecto de la experiencia estética sobre las prácticas y los discursos no estéticos tiene que ver con la suspensión de los juicios y criterios normativos. En ese sentido, Menke sostiene que la experiencia estética no puede entenderse como una forma directa de crítica.

7 Subtítulo extraído de Adorno (2008a, 18).

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esta introducción de la ruptura lo que la hace concordar con la idea adorniana de resistencia contra el cierre de las formas de comprensión y organización del mundo. Dicha ruptura no puede pensarse sin el momento que en la terminología adorniana equivale a lo no idéntico y que nosotros hemos venido interpretando en el sentido de la recuperación del carácter procesal y contingente de todo ejercicio de comprensión. De ahí, precisamente, que el arte posea un valor político que no podemos confundir con la participación en pujas ideológicas o partidistas, ni con el juego más actual de la representatividad de las identidades en el gran espacio multicultural. Antes bien, este valor político del arte consistiría en la puesta en crisis de nuestras formas de comprensión y de organización social por medio del descubrimiento de los modos específicos en los que se constituyen tales estructuras, es decir, mostrando cómo operan sobre los elementos particulares y múltiples para convertirse en formas de comprensión y de orden social. Es precisamente el descubrimiento de que el orden y la comprensión no son “propios” y de que cada elemento particular integrado en tales estructuras no ocupa “su” lugar, sino un lugar contingente y, por tanto, impropio, lo que introduce una crisis y exige la transformación de las estructuras sociales y de los discursos que las soportan. La no identidad hacia la que, según Adorno, las obras de arte se orientan desde su propia lógica negativa, desde su propia constitución estética, consiste en este tipo de descubrimiento polémico que afecta directamente las esferas no estéticas y que ahora podemos llamar también político.

La dialéctica desarrolla la diferencia, dictada por lo universal, de lo particular con respecto a lo universal. Mientras que ella, la cesura entre sujeto y objeto penetrada en la consciencia, es inseparable del sujeto […], tendría su fin en la reconciliación. Ésta liberaría lo no idéntico, lo desembarazaría aun de la coacción espiritualizada, abriría por primera vez la multiplicidad de lo diverso, sobre la que la dialéctica ya no tendría poder alguno. La reconciliación sería la rememoración de lo múltiple ya no hostil, que es anatema para la razón subjetiva (Adorno 2008a, 18).

El valor político del concepto de reconciliación que acabamos de replantear no puede ser correctamente captado si lo político es conceptualizado en términos de una forma de negociación de intereses particulares o de una ética de los principios mismos de negociación. Habría, por el contrario, que sacar el concepto de lo político de este contexto de interpretación, al parecer dominante, y situarlo en un contexto diferente que acentúe el aspecto polémico de la política. Tal comprensión de lo político propongo buscarla en el pensamiento de Jacques Rancière. Los elementos que integrarían lo que Rancière llama política serían básicamente los siguientes: en primer lugar, el fenómeno político implica la instauración de un escenario en el que hace su aparición pública aquello que en las circunstancias acostumbradas debería permanecer invisible y oculto, es decir, por fuera de los escenarios públicos. En segundo lugar, dicha aparición implica que se reconoce al mismo tiempo tanto la prohibición del aparecer como el carácter contingente de tal prohibición, y, por tanto, la posibilidad de anular dicha prohibición y cancelarla o ponerla en crisis precisamente mediante la aparición. Y en tercer lugar, la política, este escenario de aparición y de cuestionamiento de las reglas de juego previstas y asumidas, supone un litigio sobre la posibilidad misma de la discusión con –y el reconocimiento de– aquellos que no son vistos como instancias de interlocución válidas. Puede observarse claramente que el litigio político no tiene que ver con intereses personales ni de grupo social, sino con el contraste entre un orden social establecido en el que han sido asignados roles y jerarquías, y el carácter contingente de tales órdenes a la luz del cual estos roles y jerarquías pueden ser disueltos o transformados (Rancière 1996, 127).

Adorno brinda un ejemplo de esta potencialidad del arte en uno de sus ensayos sobre literatura más conocidos, el “Discurso sobre poesía lírica y sociedad”. En uno de los pasajes clave de este texto, se refiere a la forma en la que la poesía lírica abre la posibilidad de que el sujeto se descubra a sí mismo como componente social sobre el cual actúan condicionamientos y se aplican formas de comprensión establecidas. El auto-olvido del sujeto que se somete al lenguaje como a algo objetivo y la inmediatez e involuntariedad de su expresión son lo mismo: así media el lenguaje poesía lírica y sociedad en lo más íntimo. […] El instante de auto-olvido en que el sujeto se sumerge en el lenguaje no es su sacrificio al ser. No es de violencia, tampoco de violencia contra el sujeto, sino de reconciliación; el lenguaje mismo no habla más que cuando ya no habla como algo ajeno al sujeto, sino como la voz propia de éste. […] Pero esto remite a la relación real entre individuo y sociedad. No es meramente que el individuo esté socialmente

La lógica de lo político que Rancière describe, aquí escuetamente esbozada, parte precisamente de la ruptura que se introduce o se hace aparecer dentro de estructuras de sentido que han sido institucionalizadas y que dan forma a determinados modos de orden social. Es 88


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de reconciliación en todo lo que hay en ella de utopismo romántico, como han señalado correctamente Habermas y Wellmer (Habermas 1989; Wellmer 1993a y 1993b); pero quizá no descubramos en esta idea adorniana sus potencialidades ni su actualidad si en su lugar asumimos la racionalidad comunicativa como respuesta definitiva a las antinomias entre totalidad y particularidad, identidad y no identidad. Antes bien, la propia crítica de la racionalidad comunicativa8 y una relectura de tales tensiones podrían acercar la negatividad del pensamiento de Adorno a la reflexión acerca de las lógicas estéticas y políticas contemporáneas. Al final, de la idea de reconciliación quizá no sea posible sino retener este momento de apertura al carácter contingente de las estructuras sociales de comprensión y comportamiento. Pero si esta apertura significa una vigorización del concepto de política en términos de la manifestación y el reconocimiento de los desajustes internos de las estructuras sociales, entonces no sería despreciable detenerse nuevamente a pensar su contenido y su lógica. 

mediado en sí, no es meramente que sus contenidos sean al mismo tiempo sociales. Sino que, a la inversa, tampoco la sociedad se forma y vive más que gracias a los individuos cuya quintaesencia ella es. […] En el poema lírico el sujeto niega, mediante identificación con el lenguaje, tanto su mera contradicción monadológica de la sociedad como su mero funcionamiento en el seno de la sociedad socializada (Adorno 2003b, 56).

Adorno muestra así que, una vez se ha reconocido como elemento social, el sujeto parece paradójicamente recuperarse a sí mismo, puesto que logra abrir la oportunidad de pensar y experimentar su propia subjetividad como algo que no puede ser reducido a elemento social determinado. Descubrir que la sociedad ha construido de un cierto modo específico la idea de subjetividad implica asumir que ésa es una configuración contingente que debe mantenerse abierta al cambio. El efecto que en este caso particular generaría la poesía lírica, siguiendo a Adorno, tiene así que ver directamente con la crisis en la que sumerge los discursos y las prácticas no estéticos que determinan las maneras de comprender la subjetividad y los roles que se le asignan. En el caso concreto de la poesía lírica esta ruptura ocurre mediante el lenguaje, que debe ser simultáneamente mostrado en su condición de instrumento social de determinación del sujeto (algo “objetivo”) y apropiado como medio de liberación de tales condicionamientos (expresión subjetiva). Al primer movimiento lo llama Adorno autoolvido del sujeto, y al segundo, sujeto expresivo (el sujeto de la poesía lírica, justamente). Lo político residiría en la tensión entre un modo concreto de orden social y el reconocimiento de que tal orden no puede cerrarse sobre sí mismo más que ejerciendo violencia y excluyendo formas diferentes de comprensión (o en este caso, de subjetivación); lo político, en otras palabras, sería esta reflexión del carácter limitado y limitante de las formas de orden social en el seno mismo del orden social.

Referencias 1. Adorno, Theodor W. 2001. Sobre “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. En Sobre Walter Benjamin, 138-147. Madrid: Cátedra. 2. Adorno, Theodor W. 2003a. Gesammelte Schriften. En Digitale Bibliothek. Vol. 97. CD-ROM, eds. Rolf Tiedemann, Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz. Berlín: Directmedia [Lizenz] Suhrkamp Verlag. 3. Adorno, Theodor W. 2003b. Notas sobre literatura. Obra completa. Vol. XI. Madrid: Akal. 4. Adorno, Theodor W. 2004. Teoría estética. Obra completa. Vol. VII [Traducido por Jorge Navarro Pérez]. Madrid: Akal.

Si entendemos el concepto de reconciliación políticamente (como evento polémico que cuestiona unas determinadas estructuras sociales desde dentro, vale decir, mostrando sus propias limitaciones y contradicciones), entonces debemos liberarlo también de sus resonancias teológicas. Adorno también da muestras de este intento al situar la reconciliación dentro del contexto de una historia humana antagónica (Adorno 2008a, 294-295). Allí la reconciliación no puede ser sino un conflicto que resurge y recibe múltiples formas de respuesta, así como también puede ser interpuesto desde diferentes posiciones que reconocen la precariedad de los órdenes sociales. Habría que abandonar sin nostalgias la idea

5. Adorno, Theodor W. 2005. Escritos sociológicos I. Obra completa. Vol. VIII. Madrid: Akal. 6. Adorno, Theodor W. 2008a. Dialéctica negativa. Obra completa. Vol. VI [Traducido por Alfredo Brotons Muñoz]. Madrid: Akal.

8 Como, por ejemplo, propone Rancière (1996, 62-81). Otros autores que cuestionan la interpretación en clave de racionalidad comunicativa del pensamiento adorniano son Vicente Gómez (1998), Mateu Cabot (1993), Lambert Zuidervaart (1991) y Simón Jarvis (1998).

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17. Jameson, Fredric. 1990. Late Marxism: Adorno or the Persistence of the Dialectics. Nueva York: Verso.

7. Adorno, Theodor W. 2008b. Crítica de la cultura y sociedad I. Prismas. Sin imagen directriz. Obra completa. Vol. X. Madrid: Akal.

18. Jarvis, Simon. 1998. Adorno. A Critical Introduction. Nueva York: Routledge.

8. Adorno, Theodor W. y Max Horkheimer. 2007. Dialéctica de la Ilustración. Vol. III [Traducido por Joaquín Chamorro Mielke]. Madrid: Akal.

19. Jay, Martin. 1984. Adorno. Cambridge: Harvard University Press.

9. Benjamin, Walter. 2008. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Obras. Libro I. Vol. 2. Madrid: Abada Editores.

20. Kaufman, Robert. 2002. Aura, Still. October Magazine 99: 45-80. 21. Menke, Christoph. 1997. La soberanía del arte: la experiencia estética según Adorno y Derrida. Madrid: Visor.

10. Buck-Morss, Susan. 1981. Origen de la dialéctica negativa. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt. México: Siglo XXI Editores.

22. Menke, Christoph. 2008. The Dialectic of Aesthetis: The New Strife between Philosophy and Art. En Aesthetic Experience, eds. Richard Shusterman y Adele Tomlin, 59-74. Nueva York: Routledge.

11. Cabot, Mateu. 1993. De Habermas a Adorno: sentido de un “retroceso”. Estudios Filosóficos 121: 451-478. 12. Gómez, Vicente. 1998. El pensamiento estético de Theodor W. Adorno. Madrid: Cátedra.

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27. Zuidervaart, Lambert. 1991. Adorno’s Aesthetic Theory: The Redemption of Illusion. Massachusetts: MIT Press.

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Revista de Estudios Sociales No. 34 rev.estud.soc. diciembre de 2009: Pp. 176. ISSN 0123-885X Bogotá, Pp.72-80.

Los peligros de la estética en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” por

María Mercedes Andrade*

Fecha de recepción: 16 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2009 Fecha de modificación: 5 de octubre de 2009

Resumen En este artículo se discute el texto de Walter Benjamin “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, se analiza la crítica de Benjamin de una “estética desinteresada” y se exploran las dos alternativas que plantea el texto: la estetización de la política y la politización de la estética. Con el fin de ilustrar las advertencias de Benjamin acerca de los “peligros de la estética” se establece una comparación con el cuento de Franz Kafka En la colonia penitenciaria. Finalmente, el artículo subraya algunos puntos comunes de Benjamin con la tradición estética alemana.

Palabras clave: Estética; política; Walter Benjamin; Franz Kafka; obra de arte; reproducción técnica.

The Dangers of Aesthetics in “The Work of Art in the Era of Its Technical Reproducibility”

Abstract This article engages with Walter Benjamin’s essay, “The Work of Art in the Era of Its Technical Reproducibility”. It analyzes Benjamin’s criticism of a “disinterested aesthetic” and explores the two alternatives that he suggests: the aestheticization of politics and the politicization of aesthetics. In order to illustrate the warnings that Benjamin makes regarding the “dangers of aesthetics,” the article makes a comparison with Franz Kafka’s story, In the penal colony. It concludes by underlining some of the similarities between Benjamin and the German aesthetic tradition.

Key words: Aesthetics, Politics, Walter Benjamin, Franz Kafka, Works of Art, Technical Reproduction.

Os perigos da estética na “Obra de arte na época de sua reprodutibilidade técnica”

Resumo Neste artigo o texto de Walter Benjamin “A obra de arte na época de sua reprodutibilidade técnica” é discutido; analisa-se, igualmente, a crítica de Benjamin duma “estética desinteressada” e exploram-se as duas alternativas colocadas pelo texto: a estetização da política e a politização da estética. Visando a ilustração das advertências de Benjamin sobre os ”perigos da estética”, estabelece-se uma comparação com o conto de Franz Kafka Na colônia penal. Finalmente, o artigo destaca alguns pontos comuns de Benjamin como a tradição estética alemã.

Palavras chave: Estética, política, Walter Benjamin, Franz Kafka, obra de arte, reprodução técnica.

* Ph.D. en Literatura Comparada, SUNY Stony Brook, Estados Unidos, M.A. en Filosofía, New School for Social Research, Estados Unidos; M.A. en Literaturas Hispánicas, SUNY Stony Brook, Estados Unidos. Este artículo hace parte del Proyecto FAPA “Lecturas de Walter Benjamin”, financiado por la Universidad de los Andes. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Una personalidad “proteica y múltiple”: modernidad, colección e identidad en De sobremesa. La Habana elegante (www.habanaelegante.com) 46, 2009; Metáforas de una nación en crisis: una visión panorámica de la novelística del Nueve de Abril en la década del cincuenta. Revista Nuestra América: Revista de estudios sobre la cultura latinoamericana (en prensa); The Limits of the Modern Nation in El Gráfico. Revista Hispánica Moderna 60, No. 2: 143-157, 2007. Actualmente se desempeña como profesora asociada del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: maandrad@uniandes.edu.co.

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Los peligros de la estética en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”

María Mercedes Andrade

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belleza y perfección. Aunque el régimen del nuevo comandante que gobierna la colonia no apoya este sistema de castigo, el oficial aún recuerda los tiempos gloriosos en los cuales cada ejecución era un evento público anticipado por todos:

n un cuento de Franz Kafka titulado En la colonia penitenciaria, de 1914, el narrador describe una colonia penal ubicada en una isla imaginaria, donde mediante el uso de “un aparato singular” (Kafka 1995, 5) se pone en práctica un extraño método de castigo. Se cuenta que un explorador extranjero ha sido invitado por el nuevo comandante de la isla a presenciar la ejecución de un prisionero, la cual está a cargo de un personaje identificado como “el oficial”, defensor entusiasta del procedimiento. El oficial le explica al explorador las virtudes del proceso y el funcionamiento detallado de la máquina de ejecución, mientras observa el aparato “con cierta admiración”, a la vez que lo limpia y pule con esmero y con respeto (Kafka 1995, 5). El aparato consta de tres partes, la primera de las cuales se denomina “la Rastra”: “las agujas están colocadas en ella como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona, además, como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado y con mucho más arte” (Kafka 1995, 10). La parte inferior es “la Cama”, una plataforma cubierta de algodón que se amolda al cuerpo del condenado, quien se acuesta boca abajo sobre ella, atado mediante unas correas y con una pequeña mordaza de fieltro que ahoga sus gritos. Finalmente el “Diseñador”, del mismo tamaño que la Cama, está ubicado en la parte superior del aparato y de él se suspende la Rastra. Dentro del Diseñador se ponen los patrones o diseños que guiarán el funcionamiento de la Rastra. La sentencia, dice el oficial, “consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado” (Kafka 1995, 14), sin juicio previo y sin que se le haya explicado su condena, durante doce horas consecutivas hasta que “se haga justicia”, es decir, hasta causarle la muerte.

Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor –ningún alto oficial se atrevía a faltar– se ubicaba en torno de la máquina […] La máquina resplandecía, recién limpiada […] Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afeaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: ahora se hace justicia (Kafka 1995, 34).

Comienzo este ensayo con una referencia al cuento de Kafka no sólo por tratarse de un autor por cuya obra Walter Benjamin demostró un gran interés, sino porque considero que este cuento puede iluminar el argumento benjaminiano que me propongo discutir a continuación.1 El cuento de Kafka plantea interrogantes en torno a la estetización de la violencia y en torno a las relaciones entre estética y política que guardan una gran afinidad con aquellas que Benjamin plantea, además de dar cuenta de los aspectos comunales y rituales de un espectáculo que se torna ciego ante cuestiones éticas y políticas. Este texto de Kafka, como se verá más adelante, coincide en muchos aspectos con los planteamientos de Benjamin en su famoso ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” y por ello puede servir de ilustración en su discusión. Por otra parte, con frecuencia se ha leído “En la colonia penitenciaria” como una representación alegórica de la vida bajo sistemas políticos totalitarios, y, dada la preocupación de Benjamin con este problema a lo largo del ensayo sobre la obra de arte, un diálogo entre los dos textos puede resultar iluminador.2

Durante la explicación del oficial llama la atención cómo éste expresa siempre su admiración y veneración por la máquina, celebrando su precisión y complejidad. Constantemente invita al explorador, quien desaprueba en silencio, a “apreciar la labor de la Rastra y de todo el aparato”, a prestar atención a los “muchísimos adornos” (Kafka 1995, 24) de los diseños, a “admirar” (Kafka 1995, 32) el procedimiento judicial, e intenta convencerlo de que la Rastra tiene “mucho más arte” (Kafka 1995, 10) que la herramienta ordinaria del mismo nombre. A lo largo del cuento se enfatiza así en repetidas ocasiones que la actitud del oficial evidencia una apreciación estética de la máquina, una fascinación con su

1 Benjamin escribió cuatro textos sobre Kafka: “Franz Kafka: de la construcción de la muralla china”, que fue presentado como una pieza para radio en 1931; “Franz Kafka: en el décimo aniversario de su muerte”, publicado en el Jüdischer Rundschau en 1934; “Reseña de Franz Kafka de Max Brod”, una reseña crítica de la biografía escrita por Max Brod, escrita en 1938 y nunca publicada, y la carta a Gershom Scholem sobre Franz Kafka, escrita en 1938. 2 Ver el ensayo de Russell Samolsky, Metaleptic Machines: Kafka, Kabbalah, Shoah, donde el autor hace un recuento de las lecturas de Kafka como prefiguraciones del nazismo (Samolsky 1999).

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En una carta escrita a Max Horkheimer en 1935 Walter Benjamin comenta los alcances del ensayo en el cual trabajaba entonces, y señala cómo sus reflexiones en dicho texto “avanzan en la dirección de una teoría materialista del arte” (Benjamin 1994, 509).3 De manera más radical, sostiene que “el momento en el que se cumple el destino del arte ha llegado para nosotros, y yo he captado su firma” (Benjamin 1994, 509), con lo cual deja claro que su texto da cuenta de cambios profundos en los campos de la producción artística y de la estética. Confirmando las expectativas de su autor, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” llegaría a marcar un hito en las discusiones sobre estética durante el siglo XX.4 Además de hacer una descripción de los cambios radicales que, según Benjamin, han afectado la obra de arte durante el desarrollo de la modernidad industrial, dicho ensayo constituye una crítica directa de algunas nociones fundamentales de la tradición estética moderna, a la vez que, en mi opinión, desde otra perspectiva mantiene un nexo con otros elementos del pensamiento moderno, tales como la defensa de una cierta noción de racionalidad, el llamado a la crítica y la creencia en el potencial utópico del arte.

verdaderamente contemporánea” (Benjamin 1994, 508). Para algunos esta propuesta supone un cuestionamiento de toda la filosofía estética moderna e incluso la destrucción de modelos estéticos anteriores. Sin embargo, desde otro punto de vista es preciso reconocer que su discusión mantiene un diálogo con dicha tradición e, incluso, conserva ciertos elementos de ella.6 En este ensayo me interesa discutir por qué y de qué manera en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, y en general en la obra tardía de Benjamin, se cuestiona la noción de una estética “pura”, a la vez que se establece un diálogo con la filosofía estética anterior. Para ello me referiré al cuento de Kafka, puesto que considero que es posible leerlo como un ejemplo del tipo de “estética pura” cuyos peligros Benjamin devela en su ensayo. Según plantea Kant en la Crítica del juicio, el juicio estético difiere del “juicio de conocimiento” (Kant 1961, 45) en que su “motivo determinante sólo puede ser subjetivo” (Kant 1961, 45), aunque, al igual que el juicio de conocimiento, goza de universalidad (Kant 1961, 55). Para Kant el placer que produce lo bello es un “placer puro desinteresado” (Kant 1961, 47), un placer que nada tiene que ver con la existencia del objeto sino únicamente con su representación. En esta medida, el juicio sobre lo bello se diferenciaría no sólo del conocimiento sino también del juicio sobre lo bueno, el cual Kant califica como interesado o dependiente de la existencia del objeto. De ahí que para Kant el juicio estético “sea meramente contemplativo” (Kant 1961, 51), un placer “ajeno a todo interés” (Kant 1961, 53). Según esta caracterización, el terreno de la estética se distingue no sólo del campo del conocimiento, sino también del campo de la praxis humana, de la ética tanto como de la política.

Uno de los aspectos más notables del texto, si bien no necesariamente el más estudiado, es el cuestionamiento de una noción de estética “pura”, según la cual el juicio estético se caracterizaría por su desinterés, y la esfera estética, por su autonomía. Dicho de otra manera, en este texto Benjamin evidentemente entabla una discusión con la estética moderna y, en particular, con la herencia kantiana de la cual se desprenderían nociones “tradicionales” (Benjamin 2003a, 252) como “la creatividad y el genio, el valor eterno y el misterio” (Benjamin 2003a, 252).5 A estas nociones “tradicionales” Benjamin opone una propuesta consecuente con los presupuestos marxistas sobre los cuales se articula su texto, y que según él lograrían darle a la teoría del arte “una forma

Como explicaré posteriormente, Benjamin se opone a la noción de un juicio estético meramente contemplativo, en primer lugar, cuestionando la posibilidad de una estética totalmente desligada de otras ramas del quehacer humano, y en segundo lugar, argumentando que la actitud de contemplación ha caducado y que cualquier supervivencia de la idea de un juicio estético neutro encierra para el presente en el cual Benjamin escribe una serie de peligros que no pueden ser ignorados. Por esta

3 Todas las traducciones de textos consultados en inglés son mías. 4 Benjamin publicó la primera versión de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” en 1935, en el Zeitschrift für Sozialforschung. La segunda versión (1936), así como la tercera (1938), son versiones ampliadas y revisadas, que Benjamin no publicó en vida. La tercera versión, como anota el editor de Walter Benjamin: Selected Writings, Vol. 4, sirvió de base para la primera publicación alemana de los escritos de Benjamin en 1955 (Eiland y Jennings 2003, 270). En este ensayo me referiré a la tercera versión, tal y como aparece en la traducción al inglés. Ver Benjamin (2003a). 5 Según Kai Hammermeister en The German Aesthetic Tradition, a pesar de las obvias diferencias entre los autores de la tradición germánica de la estética moderna, “se establecieron posiciones paradigmáticas en la filosofía estética durante el período del idealismo alemán y el romanticismo” (Hammermeister 2002, xii). El ensayo de Benjamin interpela justamente a esta tradición.

6 Para Alexander Gelley, “no hay duda de que sus textos [los de Benjamin], especialmente los del último período, anticiparon y en parte estimularon la reacción masiva en contra de la estética que hemos presenciado en las últimas dos o tres décadas. Pero esto no debería oscurecer el papel central que ciertos elementos de la tradición estética cumplieron en su pensamiento” (Gelley 1999, 935).

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razón, más allá de las numerosas lecturas que se han hecho del ensayo de Benjamin sobre la obra de arte y que tienden a enfocarse en la transformación del arte en la modernidad industrial, con la concomitante pérdida de aquello que él denomina “aura”, quiero resaltar aquí en qué medida dicho ensayo encierra una teoría sobre los peligros de la estética, así como una propuesta para su renovación. Me interesa analizar por qué para Benjamin la noción de una estética “pura” supone una propuesta peligrosa, discusión que está íntimamente ligada a la relación entre estética y política que se propone en el ensayo sobre la obra de arte y en toda la obra tardía de Benjamin.

la supuesta autonomía de la esfera estética, mediante la conexión que Benjamin establece entre la apreciación de la obra de arte y el ritual. Para Benjamin, en épocas anteriores a la reproducción técnica la recepción de la obra de arte estaba “incrustada” en el contexto de la tradición y “hallaba su expresión en un culto” (Benjamin 2003a, 256). Benjamin señala cómo las primeras obras artísticas surgieron al servicio de la magia y de la religión, y argumenta que todas las formas posteriores de recepción y creación de la obra que se fundamentaban en su existencia aurática, es decir, en su carácter único e irrepetible, eran, de un modo u otro, extensiones o variaciones de esta actitud de culto. Con estas afirmaciones estaría cuestionando la supuesta neutralidad del juicio estético, señalando que en realidad la obra de arte dentro de este sistema tiene una función específica, un “valor de uso”, y que, por lo tanto, está vinculada a otros aspectos de la vida humana y no constituye una esfera aparte: “el valor único de la obra de arte ‘auténtica’ tiene su base en el ritual, fuente de su valor de uso original” (Benjamin 2003a, 256). Según Benjamin, el “culto secular de la belleza” (Benjamin 2003a, 256), que abarcaría el período desde el Renacimiento hasta el surgimiento de la fotografía, no sería otra cosa que una modalidad de la función religiosa de la obra de arte. Así, la idea de un juicio estético puramente contemplativo, la idea de la autonomía de la esfera artística y aquellas nociones que Benjamin denomina como “tradicionales”, serían elementos constitutivos de una sacralización del campo del arte, la versión laica de una actitud teológica en la cual la obra artística remplazaría el culto a la divinidad. La idea de “arte puro” no es entonces otra cosa que una “teología negativa” (Benjamin 2003a, 256), una secularización de prácticas y creencias originalmente ligadas al culto de lo sagrado.

A lo largo de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” Benjamin resalta el carácter histórico de la obra artística, en primera instancia, en lo que se refiere al ámbito de la tecnología empleada para su producción y reproducción. Desde este punto de vista, el ensayo es evidentemente una elaboración de lo propuesto por Marx en el “Prefacio” a la Contribución a la crítica de la economía política, a saber, que “el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad, sino, por el contrario, es la realidad social la que determina la conciencia” (Marx y Engels 1946, 37).7 Fiel a esta noción, Benjamin propone que los cambios en la tecnología de la producción de la obra artística tienen efectos sobre “todas las áreas de la cultura” (Benjamin 2003a, 252), si bien sólo hasta el momento es posible reconocer el significado de dichos cambios. Benjamin hace un recuento histórico de las transformaciones en las tecnologías de producción y reproducción de obras artísticas desde la Edad Media hasta el surgimiento del cine, mostrando cómo en la época en la que escribe, la época de la “reproducción técnica” (Benjamin 2003a, 254), ocurre un cambio fundamental en la obra de arte, en la medida en que gracias al desarrollo de nuevas tecnologías se pierde su carácter único, y con ello, la noción de su autenticidad (Benjamin 2003a, 254). Así, con la reproducción técnica se pierde el “aura” del objeto, se “devalúa el aquí y el ahora de la obra de arte”, a la vez que se “separa el objeto reproducido de la esfera de la tradición” (Benjamin 2003a, 254).

Dado el conocimiento de Benjamin de la obra de los románticos alemanes, pueden traerse a colación las reflexiones de Friedrich Schlegel en su Conversación sobre la poesía, de 1799, como un ejemplo de esta tendencia a entender el arte como una religión. Así, para Schlegel, los seres humanos “no tenemos nunca ni tendremos jamás otro objeto ni otra materia de toda nuestra actividad y alegría que el único poema de la divinidad, del que somos parte y fruto: la tierra. Somos capaces de oír la música del mecanismo infinito, de comprender la belleza del poema, porque en nosotros vive también una parte del poeta, una chispa del espíritu creador” (Schlegel 2005, 34). Con Schlegel la poesía y, en general, el arte son elevados al nivel sagrado hasta el punto de que la poesía adquiere connotaciones religiosas. Semejantes aproximaciones tanto a la creación estética como a su recepción ilustrarían la

Ya en la descripción que hace Benjamin de la obra de arte en épocas anteriores a su reproducción técnica está implícita una primera crítica de la noción de un juicio estético meramente contemplativo, así como de 7 Cito aquí la versión del “Prefacio” que aparece en la antología de textos de Karl Marx y Friedrich Engels titulada Sobre la literatura y el arte.

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a través del espectáculo, así como a la ausencia de concentración que propician las nuevas tecnologías.8

tesis de Benjamin de que durante la modernidad, en las épocas anteriores a la reproducción técnica, el arte estaba ligado a la función ritual.

Benjamin no explica en detalle qué representan para él la función de culto de la obra de arte y su asociación con el ritual. Sin embargo, tanto a partir de algunos comentarios del ensayo sobre la obra de arte como de otros textos suyos de la época se puede deducir que las connotaciones de éstos son primordialmente negativas. Si bien Benjamin menciona que con la pérdida del aura se pierde también un sentido de totalidad y de integración, como en el caso del actor de cine, quien constituye para él un modelo de alienación y fragmentación de la experiencia (Benjamin 2003a, 260), también es cierto que los términos que Benjamin utiliza al hablar del declive de la función de culto revelan su actitud negativa hacia ella. Ya desde un comienzo habla de cómo la reproducción técnica “emancipa la obra de arte de su sumisión parasítica al ritual” (Benjamin 2003a, 256), lo cual indica claramente que dichas transformaciones son percibidas como algo positivo. Por otra parte, como ya se ha dicho, Benjamin resalta los orígenes de la función de culto en la magia y la veneración de lo sagrado. Así, por ejemplo, al hablar de la manera errada como algunos autores han comprendido el cine, señala que hay quienes equivocadamente insisten en buscar en él “si no de hecho un significado sagrado, sí al menos uno sobrenatural” (Benjamin 2003a, 259), es decir, un significado que correspondería al período anterior a la reproducción técnica. Benjamin se refiere a los comentarios sobre cine del poeta Franz Werfel como un ejemplo de la incomprensión de los críticos de este nuevo medio, y señala cómo Werfel aspira a que el cine logre dar expresión a “lo fantástico, lo maravilloso y lo sobrenatural” (Benjamin 2003a, 259), nociones que Benjamin claramente no ve como pertinentes para las nuevas tecnologías, pues corresponderían a la etapa anterior de la obra de arte. Asimismo, resalta las conexiones entre lo ritual y lo escondido, misterioso y secreto: “el valor de culto como tal tiende hoy, al parecer, a mantener la obra fuera de la vista: ciertas estatuas de dioses son sólo asequibles para el sacerdote en la cámara del templo” (Benjamin 2003a, 257). Por otra parte, la obra de arte en su función de culto propicia un encantamiento que es comparable con el ser absorbido por ella: “una persona que se concentra frente a una obra de arte es absorbida por ella; entra dentro de la obra al igual que, según la leyenda, un pintor chino entró en su cuadro terminado

Una vez Benjamin ha redefinido la apreciación desinteresada de la obra como una variante del culto y del ritual, y, por lo tanto, cuestionado la “pureza” del juico estético, el segundo nivel de su argumento en contra de la estética contemplativa tiene que ver con su descripción de la manera como la obra de arte se ha transformado a lo largo de la historia, y cómo ciertos modos de su recepción se han visto alterados por los cambios tecnológicos. Para Benjamin las nuevas formas artísticas –tales como la fotografía y el cine– que han surgido con el desarrollo de la tecnología y para las cuales la reproductibilidad no es una mera contingencia sino una característica fundamental cambian radicalmente el estatus de la obra de arte. Con la pérdida del “aquí y el ahora” de la obra se desvanece la preocupación por su autenticidad y se esfuma su valor de culto. Dichos cambios, por lo tanto, exigirían una actitud diferente por parte del público que se aproxima a obras de este tipo, obligándolo a abandonar actitudes de veneración ligadas a la producción de obras anteriores a la reproducción técnica. No obstante, las reflexiones sobre el arte no se ajustan de manera inmediata a los cambios tecnológicos: el debate decimonónico acerca de si la fotografía es un arte o no, o el de comienzos del siglo XX en torno al cine, serían muestras de la dificultad por parte del público y de los críticos para comprender el alcance de los cambios ocurridos en el terreno del arte. De todas maneras, estos cambios implicarían que las nociones de estética anteriores deben ser abandonadas, pues desde que la reproducción tecnológica logró separar al arte de su función de culto, asegura Benjamin, “toda apariencia de autonomía en el arte desapareció para siempre” (Benjamin 2003a, 258). Según Benjamin, a los cambios en la obra de arte, así como a los cambios que deberán acompañarlos en el campo de la teoría estética, se les suman los cambios ocurridos en los modos de percepción del ser humano. Los cambios tecnológicos están ligados al surgimiento de las masas urbanas, que exigen una proximidad con los objetos y exhiben una pasión por superar el carácter único del objeto (Benjamin 2003a, 255). A través de la reproducción técnica se lograrían ambas metas. Adicionalmente, Benjamin señala que las nuevas formas artísticas fundamentadas en la reproducción técnica requieren modos de aprehensión para los cuales la “concentración y evaluación” (Benjamin 2003a, 267) ya no son apropiadas: “las masas buscan distracción” (Benjamin 2003a, 264), dice Benjamin, con lo cual se refiere, por un lado, a su interés por buscar la diversión

8 El término alemán Zerstreuung, que Benjamin utiliza aquí, significa, por un lado, “entretenimiento” y, por otro, “distracción”, en el sentido de “dispersión”.

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Por otra parte, es pertinente señalar que en la obra tardía de Benjamin –notablemente, en su texto inconcluso el Libro de los pasajes–, términos como “magia”, “mito” y “ensueño” tienen connotaciones negativas, pues se asocian con lo que Susan Buck-Morss ha llamado el “reencantamiento del mundo social” (Buck-Morss 1997, 253) en el capitalismo. Como señala Buck-Morss, al contrario que Weber, Benjamin ve el siglo XIX como el escenario de un nuevo encantamiento. Se trata de un período que presencia el retorno de fuerzas míticas a través del triunfo de la “fantasmagoría”, “un show de ilusiones ópticas de linternas mágicas” (Buck-Morss 1997, 81). Para Benjamin, con el capitalismo “un nuevo sueño se apoderó de Europa, y, a través de él, la reactivación de fuerzas míticas” (Benjamin 1999, 391). Apoyándose en la noción de Marx de fantasmagoría que aparece en el capítulo de El capital dedicado al análisis del fetichismo de la mercancía, la propuesta de Benjamin en este libro consiste en develar la realidad que se oculta detrás de ese mundo fantasmagórico.9 Por esta razón, la palabra “despertar” aparece de manera recurrente en el Libro de los pasajes, ya que a Benjamin le interesa encontrar el antídoto de la magia hipnótica del mundo del comercio y la mercancía. Así, por ejemplo, Benjamin compara su labor con la del surrealista Louis Aragon, en los siguientes términos: “mientras que Aragon persiste en el terreno del sueño, aquí la preocupación es encontrar la constelación del despertar” (Benjamin 1999, 458). Más aún, identificando el mundo del encantamiento con la locura, propone que su labor consiste en “avanzar con el hacha afilada de la razón” (Benjamin 1999, 456). Con esto quiero reforzar que términos como encantamiento y magia tienen implicaciones claramente negativas dentro de la obra benjaminiana, y que sus referencias a ellos en el ensayo sobre la obra de arte tienen una intención crítica.

mientras lo contemplaba” (Benjamin 2003a, 268). La contemplación de la obra de arte está ligada, por lo tanto, a una identificación con ella, a un acercamiento y compenetración, a una pérdida de distancia. En otros textos Benjamin ha dejado más clara su posición con respecto al encantamiento producido por el misterio y la magia de la obra de arte. En su ensayo “¿Qué es el teatro épico?”, publicado originalmente en 1938, Benjamin discute la obra de Brecht, el polo opuesto del arte contemplativo, dado que se dirige no a un público desinteresado sino a personas “que tienen un interés en la materia” (Benjamin 2003b, 302). Para él, Brecht ha logrado superar aquellos elementos del teatro que aún tienen las huellas de su origen en el ritual (Benjamin 2003b, 307), con lo cual puede decirse que su obra aparece como el contrario de la obra de arte “aurática” y como un tipo de obra acorde con los cambios tecnológicos ocurridos a partir del siglo XIX y, especialmente, durante el XX. Benjamin celebra la manera como el teatro épico de Brecht no permite la compenetración del público con los personajes, pues en él “prácticamente no se apela a la empatía del espectador. El arte del teatro épico consiste en producir sorpresa, en lugar de empatía” (Benjamin 2003b, 304), impidiendo compenetración e identificación. La sorpresa en las obras de Brecht tiene que ver con la forma como en éstas se interrumpe constantemente el contexto (Benjamin 2003b, 305), imposibilitando una fusión del público con los personajes y, en cambio, invitando a la reflexión y a la crítica. Según Benjamin, la obra de Brecht propicia “shocks”, los cuales logran generar intervalos que “socavan la ilusión del público y paralizan su disposición a la empatía. Estos intervalos ocurren con el fin de que el público pueda responder de manera crítica a las actuaciones de los actores” (Benjamin 2003b, 306). Según estas descripciones, lo valioso de la obra de Brecht es haber superado la tendencia a la ilusión y la empatía que hasta entonces habrían prevalecido en el teatro, generando, en cambio, una actitud activa y crítica por parte del público. En el ensayo sobre la obra de arte Benjamin encuentra la posibilidad de esta misma actitud crítica en el público que ve la actuación de un actor en la pantalla de cine. Para Benjamin, a diferencia de la experiencia “total” de la obra de teatro tradicional, en la cual el espectador se ve transportado a otra realidad, la experiencia del cine es fragmentaria y no existe ningún tipo de contacto personal con el actor, razones por las cuales “el público puede tomar la posición de crítico” (Benjamin 2003a, 260). Más aún, “es inherente a la tecnología del cine […] que todo el que lo presencia lo hace como un cuasi-experto” (Benjamin 2003a, 262), es decir, como un analista.

Para Benjamin la actitud contemplativa ante la obra de arte da como resultado la alienación (2003a, 270), entendida como la automarginación del individuo y la parálisis de la crítica. Retomando el cuento de Kafka con el cual comencé este ensayo, la estetización de la máquina, su contemplación “desinteresada” por parte del oficial, quien ante todo ve la perfección de su funcionamiento y lo sublime de los antiguos rituales, le impiden criticar el sistema judicial de la colonia como sí lo puede hacer un observador externo, como lo son 9 Dice Marx en El capital: “la forma de la mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo dentro de la cual aparece no tienen relación alguna con la naturaleza física de la mercancía y las relaciones materiales que de allí surgen. No es otra cosa que una relación específica entre hombres que asume aquí, para ellos, la forma fantástica [die phantasmagorische Form] de una relación entre cosas” (Marx 1990, 165).

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el explorador y el lector del texto. Según la interpretación de Danielle Allen, “la obsesión del oficial con la belleza de su máquina le impide un análisis ético riguroso de sus prácticas de castigo. Su belleza, definitiva a sus ojos, constituye una distracción” (Allen 2001, 333). El culto a la belleza del aparato absorbe al oficial hasta el punto de impedirle comprender la relación entre la obra (en este caso, la máquina y/o la ejecución) y sus dimensiones éticas y políticas, y, por lo tanto, presenta una visión parcial y sesgada que limita la posibilidad de reflexión acerca de los efectos de la máquina. De esta manera, el cuento de Kafka mostraría cómo la actitud contemplativa del oficial y la supuesta neutralidad de su juicio estético obstruyen la posibilidad de una reflexión ética. Más aún, la situación del oficial mostraría justamente lo falaz de la supuesta neutralidad de su actitud contemplativa, pues resulta evidente tanto para el lector como para el explorador que su actitud no es ajena a la ideología a la cual pertenece, sino que, por el contrario, ambas son inseparables. Es decir, la percepción estética “desinteresada” del oficial, su veneración de la máquina y su nostalgia ante los aspectos rituales de la puesta en escena de la justicia bajo el régimen del comandante anterior son posibles únicamente porque el oficial participa de una cierta ideología.10

el advenimiento de nuevas tecnologías, Benjamin considera que la actitud ritual subsiste de manera peligrosa en el presente en el que escribe. Puede concluirse de lo expuesto hasta el momento que la actitud puramente contemplativa encierra para Benjamin el peligro de dificultar el pensamiento crítico. Para Benjamin, como se ve en el ensayo sobre Brecht, una característica positiva de las obras de arte posauráticas es la incitación a la reflexión, mientras que la actitud contemplativa, que se aísla de las reflexiones éticas y políticas, lleva, según él, a una parálisis crítica. Con respecto a este punto es preciso no olvidar que el argumento de Benjamin en contra de la actitud contemplativa en la época posaurática se debe leer dentro del contexto del ascenso del fascismo en la Alemania de su época, y que el ensayo sobre la obra de arte hace parte del proyecto benjaminiano de crítica del fascismo. Según afirma Benjamin en el “Epílogo” de su ensayo, el fascismo logra apropiarse de formas de percepción de la obra de arte anteriores a la reproducción técnica y las usurpa para sus propios fines: “la violación de las masas, a las cuales el fascismo con su culto del Führer pone de rodillas, tiene su contraparte en la violación de un aparato que presiona para que sirva en la producción de valores rituales” (Benjamin 2003a, 269). Es interesante que esta producción de valores rituales por parte del fascismo sea para Benjamin una “violación” del aparato político, con lo cual sugiere que se trata de un uso ilegítimo “de aquellos”. Sin embargo, esto no quiere decir que Benjamin esté exonerando la producción de estos valores en las épocas auráticas, sino que más bien señala la violencia y el peligro que implica la producción de estos valores en una cultura masificada. El argumento sería que en la cultura contemporánea la producción de valores rituales y de culto –que, como Benjamin ha venido sugiriendo, paralizan la posibilidad crítica– encierra peligros antes insospechados.

La situación del oficial sería signo de una ausencia de distancia, de una compenetración del personaje con los valores del antiguo sistema. Esta compenetración del oficial con el sistema se torna literal hacia el final del cuento, cuando el personaje –al comprender que el explorador tampoco comparte su apreciación por la máquina y que, por ende, el sistema será abolido por el nuevo comandante– se sacrifica a sí mismo y se convierte en el último objeto de aquel ritual. Su suicidio obedece, más que a una preocupación práctica sobre su incierta situación laboral bajo el nuevo régimen, a su lealtad total al sistema anterior y su imposibilidad de aceptar una visión diferente del mundo.

Para Benjamin, “el resultado lógico del fascismo es la estetización de la vida política” (Benjamin 2003a, 269). Dentro del contexto del ensayo esta estetización significa justamente el encantamiento y la parálisis de la posibilidad de reflexión, cuyos opuestos Benjamin encuentra en la obra de Brecht y, al menos en potencia, en el cine. La estetización de la política que se logra en el fascismo impide la reflexión al inducir a las masas a la contemplación del espectáculo y al explotar la fascinación con el ritual.11 Según Lutz Koepnick, “la

Volviendo al ensayo, si bien la recepción puramente contemplativa de la obra de arte se ha hecho obsoleta con 10 La situación del oficial se puede analizar haciendo referencia a la noción de ideología según la interpretación del término que hace Louis Althusser. En Ideología y aparatos ideológicos estatales Althusser explica que dichos “aparatos” (Althusser 1971, 142), tales como los sistemas legal, político o educativo, ejercen su poder principalmente “mediante la ideología” (Althusser 1971, 145), es decir, mediante el poder de convencimiento que ejercen sobre el individuo que llega a aceptar el sistema, y no en primera instancia mediante la fuerza bruta. Althusser insiste en que la ideología “interpela a los individuos como sujetos” (Althusser 1971, 170), es decir, afecta sus acciones, prácticas y creencias (Althusser 1971, 169), en suma, su visión del mundo.

11 Existen numerosos ejemplos del uso del espectáculo durante el nazismo, así como varios estudios al respecto. Para citar tan sólo dos ejemplos de estudios relativamente recientes, véase el artículo de Brigitte

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organización de sensaciones auráticas en una cultura posaurática es el eje de la política estética” (Koepnick 1999, 5). La estética del fascismo lograría revivir, dentro del contexto de una cultura de masas, el tipo de sensaciones pertenecientes a una época previa a la reproductibilidad técnica, creando un falso sentimiento de comunidad y opacando la posibilidad de cualquier pensamiento independiente. Para Koepnick, el fascismo lograría generar una satisfacción “simbólica” (Koepnick 1999, 65) y producir efectos de autenticidad a través de lo que Siegfried Kracauer denominó en otro contexto “el ornamento de la masa” (Kracauer 1995).

ciones completamente nuevas. Entre éstas, aquella de la cual somos conscientes –la función estética– puede verse subsecuentemente como incidental” (Benjamin 2003a, 258). Más aún, Benjamin cita a Brecht, quien, dentro del contexto de una crítica de la cultura capitalista, afirma que “lo que sucede aquí con la obra de arte la cambiará de manera fundamental, borrará su pasado hasta el punto en que –si se volviera a utilizar el concepto (y se utilizará; ¿por qué no?)– ya no evocará ningún recuerdo de la cosa que alguna vez designó” (Benjamin 2003a, 274). Benjamin reconoce la historicidad de la obra de arte y se opone a una visión ahistórica de la estética. Al relacionar la actitud contemplativa de la obra de arte con la actitud religiosa, ha mostrado ya que este tipo de apreciación estética no es ni universal ni eterna. Sin embargo, bien mirada, esta conciencia de la historicidad de la obra de arte no es ajena a la tradición estética con la cual dialoga. La idea de Friedrich Schiller de que existen dos etapas en la historia de la poesía (la ingenua y la sentimental) (Schiller 1963), así como la famosa noción del fin del arte en Hegel (1973), apuntarían ya de alguna manera a una comprensión del carácter histórico y mutable de lo artístico.

Otro caso ejemplar de la estetización de la vida política sería el de los futuristas, quienes con su glorificación de la guerra constituyen, para Benjamin, el ejemplo perfecto de la alienación. Según el Manifiesto Futurista, “la guerra es hermosa porque –gracias a sus máscaras de gas, sus megáfonos aterradores, sus lanzallamas y sus tanques– establece el dominio del hombre sobre la máquina subyugada. La guerra es hermosa porque inaugura la soñada metalización del cuerpo humano” (Benjamin 2003a, 269). El que la guerra pueda aparecer como un espectáculo bello es para Benjamin una muestra de los peligros de la sacralización de lo estético que se ha aislado de lo humano. De la misma manera que en el cuento de Kafka el pueblo entero se reúne a observar maravillado el espectáculo de la ejecución del condenado, experimentando el funcionamiento de la máquina como algo sublime y sagrado, el Manifiesto Futurista constituye una invitación a una apreciación puramente estética del horror. Ambos casos, uno real y otro ficticio, servirían para mostrar dentro del contexto del ensayo sobre la obra de arte la urgencia de una actitud “interesada”, que logre vencer el encantamiento. Benjamin responde al peligro fascista de la “estetización de la política” con la propuesta de la “politización de la estética” (Benjamin 2003a, 270), propuesta que, dicho sea de paso, va más allá de lo que plantea el cuento de Kafka, pues éste tan sólo mostraría el horror de la primera.

Por otra parte, más allá del contexto del ascenso del fascismo dentro del cual Benjamin escribe, el ensayo sobre la obra de arte continúa siendo pertinente en la medida en que promueve un tipo de arte que conduciría a la crítica y a la reflexión. Éste, en mi opinión, es el verdadero significado de la consigna de “politizar la estética”, ya que Benjamin jamás se comprometió con una estética normativa que regulara las particularidades de la obra de arte. Benjamin le asigna así una función utópica al arte, una tarea que, si bien él no lo plantea en estos términos, consistiría en contribuir a un mejoramiento de la sociedad. Pero no hay que olvidar que este tipo de reflexiones sobre la función del arte también hace parte justamente de la tradición estética filosófica dentro de la cual se inscribe el ensayo de Benjamin. Así, en Poesía ingenua y poesía sentimental Schiller cuestiona la escisión entre lo ético y lo estético, y propone que “en el estado de cultura, en que esa colaboración armónica de toda su naturaleza no es más que una idea, lo que hace al poeta debe ser el elevar la realidad a ideal, o en otras palabras, la representación del ideal” (Schiller 1963, 81), asignándole así a la poesía la tarea de intentar lograr esa unión perdida con la armonía de la naturaleza. Finalmente, vale recordar que desde los románticos hasta Hegel la noción de la estética no tiene ya que ver con una preocupación exclusiva con las formas –éste sería el “arte clásico” de Hegel (1973, 128) o la “poesía ingenua” de Schiller (1963, 80)– sino que lo estético se abre

Ya para concluir, cabe preguntarse hasta qué punto la propuesta benjaminiana no constituye una clausura de la tradición estética que le precede, e incluso de la tradición estética como tal. Después de todo, Benjamin afirma en el ensayo que en la época en la que escribe “la obra de arte se convierte en un constructo con funPeucker sobre las películas de Leni Riefenstahl, titulado “The Fascist Choreography: Riefenstahl’s Tableaux” (2004). Asimismo, gran parte del libro Walter Benjamin and the Aesthetics of Power (1999) de Lutz Koepnick está dedicada al estudio de la estética fascista y su uso del espectáculo.

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ya hacia el terreno de lo ideal –el “arte romántico” de Hegel (1973, 130) o la “poesía sentimental” de Schiller (1963, 80)–. Por lo tanto, las aspiraciones utópicas de Benjamin con respecto a la función del arte lo harían, a pesar de las muchas diferencias, heredero de aquella tradición estética. 

9. Gelley, Alexander. 1999. Contexts of the Aesthetic in Walter Benjamin. MLN 114: 933-961. 10. Hammermeister, Kai. 2002. The German Aesthetic Tradition. Nueva York: Cambridge University Press. 11. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 1973. Introducción a la estética. Barcelona: Ediciones Península.

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“Todos son genios”. La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt Carlos A. Ramírez

Dossier

“Todos son genios”

La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt por

Carlos A. Ramírez*

Fecha de recepción: 2 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 20 de agosto de 2009 Fecha de modificación: 4 de septiembre de 2009

Resumen En su obra Romanticismo político (RP), de 1919, Carl Schmitt interpreta el romanticismo alemán como una “metafísica” en la cual los conceptos estéticos se convierten en los conceptos rectores de toda actividad humana, y, sobre esta base, analiza y critica los efectos de esta expansión de lo estético sobre la acción política. El presente ensayo reconstruye la argumentación de Schmitt como genealogía histórico-conceptual de una formación discursiva moderna a partir de la cual se constituyó, como subproducto, una forma de subjetividad presente, hoy en día, en las sociedades capitalistas avanzadas. Apoyándose en trabajos de la sociología contemporánea (Boltanski, Lipovetsky, Schulze) y sirviéndose del concepto de lo político desarrollado por Schmitt en RP como punto de contraste, el texto concluye mostrando los fenómenos políticos ligados a la generalización de este tipo de subjetividad.

Palabras clave: Schmitt, estetización, acción, política, subjetividad.

“Everyone’s a Genius”: Carl Schmitt’s Critique of the Aestheticization of Political Action

Abstract In Political Romanticism, a work from 1919, Carl Schmitt interprets German romanticism as a “metaphysic” in which aesthetic concepts become the guiding concepts of all human activity. On this basis, he analyses and criticizes the effects of the expansion of aesthetic concerns on political action. This essay reconstructs Schmitt’s argument as a conceptual-historical genealogy of a modern discursive formation from which, as a by-product, a form of subjectivity now present in advanced capitalist societies was constituted. By contrasting Schmitt’s concept of the political in Political Romanticism with various works of contemporary sociology (Boltanski, Lipovetsky, Schulze), the article concludes by pointing out the political phenomena that are linked to the diffusion of this type of subjectivity.

Key words: Schmitt, Aestheticization, Action, Politics, Subjectivity.

“Todos são gênios”. A crítica à estetização da ação política em Carl Schmitt

Resumo Em sua obra Romantismo político (RP), de 1919, Carl Schmitt interpreta o romantismo alemão como uma “metafísica” onde os conceitos estéticos se tornam conceitos reitores da vida humana toda, e, nesta base, analisa e critica os efeitos desta expansão do estético sobre a ação política. Este ensaio reconstrói a argumentação de Schmitt como genealogia histórico-conceptual duma formação discursiva moderna a partir da qual foi constituída, como subproduto, uma forma de subjetividade presente, hoje, nas sociedades capitalistas avançadas. Baseado em trabalhos da sociologia contemporânea (Boltanski, Lipovetsky, Schulze) e tomando o conceito do âmbito político desenvolvido por Schmitt em RP como ponto de contraste, o texto conclui apresentando os fenômenos políticos relacionados com a generalização desse tipo de subjetividade.

Palavras chave: Schmitt, estetização, ação política, subjetividade.

* Doctorado en Filosofía (en curso), Universidad de Heidelberg, Alemania. Politólogo y filósofo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Ha publicado en la Revista de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes, en la Revista de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia y en la revista Desafíos de la Universidad del Rosario, entre otras publicaciones académicas. Ha hecho también traducciones y reseñas para la revista Ideas y Valores de la Universidad Nacional. Fue colaborador del Magazín Dominical de El Espectador, y en 2001 publicó el libro La patria como ausencia y otros ensayos de filosofía política. En el año 2000 fue postulado al Concurso Otto de Greiff para las mejores tesis de grado del país, por el Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, y fue becario de la fundación Konrad Adenauer. Actualmente es profesor titular del Departamento de Ciencia Política y Jurídica de la Universidad Javeriana de Cali. Sus áreas de trabajo son metafísica y teoría política. Sus publicaciones más recientes son: Querer es el ser originario. La genealogía de la razón en Schelling. Revista Estudios de Filosofía 38: 171-196, 2008; Historia magistra vitae. Sobre el sentido político de la historia conceptual en Reinhart Koselleck. Perspectivas Internacionales. Revista de Ciencia Política y Relaciones Internacionales 4, No. 1: 171-198. Correo electrónico: carlosrescobar@javerianacali.edu.co.

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al igual que todas, excluye otras posibilidades. RP puede ser interpretado, por ejemplo, como una demolición de los obstáculos ideológicos para la reconstitución de un orden político estable en medio de la conflictiva situación interna de la posguerra en Alemania (Bendersky 1973, 21) y del entonces naciente ideal parlamentario (Bohrer 1989, 302; Mehring 1989, 35), como un manifiesto antiburgués extraído de fuentes católicas (Dahleimer 1988, 63) y weberianas (Balakrishnan 2000, 21) o, sencillamente, como una investigación sui géneris en el terreno de la historia de las ideas sobre un movimiento cultural alemán (Lukács 1968, 695-696). También sería posible interpretarlo, si se siguen los diarios de Schmitt, como un producto de la lucha del autor contra los rasgos “románticos” de su propia personalidad. No obstante, ni la lectura en clave histórico-social, histórico-conceptual o en clave psicológica destacan su actualidad. Como se verá más adelante, Schmitt se sirve del romanticismo para enmarcar una serie de fenómenos globales de las sociedades modernas descritos por la sociología contemporánea por medio de conceptos como la “desubstancialización del Yo” (Lipovetsky), la “racionalidad de la vivencia” (Schulze) o el “nuevo espíritu del capitalismo” (Boltanski). Más en particular, RP describe los rasgos esenciales que adopta la subjetividad en las sociedades capitalistas avanzadas.

uando Joseph Beuys proclamó hacia el final de la década de los sesenta que “cualquier hombre es un artista” y, a partir de ahí, concibió un radical reordenamiento del orden social (Beuys 1995), Carl Schmitt hubiera podido añadir un post scriptum a su libro Romanticismo político, de 1919. Podría haberse titulado “De cómo los conceptos estéticos colonizaron finalmente el mundo. Breve historia de un pronóstico”. Beuys, como hijo legítimo del romanticismo (Meyric 2006, 427), representaba, en efecto, una diáfana demostración del diagnóstico del mundo moderno presentado en su libro. Todo estaba ahí: una concepción del sujeto centrada en la creatividad, el rechazo de toda norma fija y rigidez institucional, el pacifismo, la prometedora unión de arte y vida. Lo que para algunos era una provocación, para otros sonaba a eco. También el desenlace de tal proyecto neorromántico hubiera sido mencionado, sin sorpresa, por Schmitt. En su conferencia “La era de las neutralizaciones y las despolitizaciones”, de 1929, ya había afirmado: “El camino que va de la metafísica y la moral a la economía pasa por la estética, y la vía del consumo y el disfrute estéticos, todo lo sublime que se quiera, es la más segura para llegar a una ‘economificación’ general de la vida espiritual y a una constelación del espíritu que halle las categorías centrales de la existencia humana en la producción y el consumo” (Schmitt 1999, 111). Como otros proyectos estético-políticos pertenecientes al “espíritu del 68”, cuyo empuje inicial fue un rechazo del capitalismo y la moral burguesa, el de Beuys terminaría, a su juicio, convirtiéndose en un aliado de aquello que pretendía subvertir. El paradójico destino de la “Plástica social” y los movimientos afines fue, de hecho, la dinamización del capitalismo y la incorporación en él de la autogestión, las estructuras descentradas, la creatividad, esto es, todo aquello que la “crítica de artista” le había reprochado (Boltanski y Chiapello 2002). Schmitt, con tono de lamento, hubiera podido decir al final de su texto: “Ustedes ya saben en qué terminará esto”.

El romanticismo alemán, como un fenómeno históricocultural localizable entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX –esto es, del período que va de los escritos de juventud de los Schlegel a los últimos ensayos de Bettina von Arnim–, aparece así como tipo ideal de un modo de subjetivación extendido globalmente en las últimas décadas del siglo XX. Las propuestas de Beuys y, en general, del “espíritu del 68” se muestran en ese marco como un punto de transición hacia una definitiva estetización de la experiencia y, en esa misma medida, como abandono o distorsión –a ojos de Schmitt– de la genuina praxis política.

El romanticismo como “metafísica” Desde la perspectiva de la historia de las ideas el romanticismo es, para Schmitt, una transfiguración del racionalismo panteísta (de Spinoza y, luego, de Fichte y Schelling) influida por la reacción de Shaftesbury al cartesianismo (Schmitt 1998, 67). Desde el punto de vista de la historia social, es un producto del individualismo (Schmitt 1998, 29), la tendencia a la discusión y el balance (Schmitt 1998, 141) y el anhelo de seguridad (Schmitt 1998, 106) propios de una clase social espe-

En continuidad con lo anterior, se expondrá en lo que sigue una interpretación de Romanticismo político de Carl Schmitt –de ahora en adelante abreviado como RP– como un análisis de las raíces del discurso a partir del cual se constituye la subjetividad en la fase posmoralista de las sociedades modernas. Esta línea de lectura, 60


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¿Qué clase de metafísica es, pues, el romanticismo? Schmitt lo define como “ocasionalismo subjetivado” (Schmitt 1998, 18). La fórmula exige varias aclaraciones. Del romanticismo se deriva, ciertamente, una forma histórica de la subjetividad humana, pero, en cuanto –desde el enfoque señalado– todo lo psicológico deriva de una determinada formación discursiva, tal forma no puede ser el punto de partida. Éste debe ser hallado entonces en los conceptos centrales de una comprensión de la estructura del mundo. Schmitt busca así mostrar que en el romanticismo alemán tiene lugar una reapropiación de los conceptos del ocasionalismo, o sea, de una metafísica poscartesiana de origen francés, luego de la subjetivación del concepto de Dios ocurrido en el idealismo fichteano. En palabras del autor: “El romanticismo es ocasionalismo subjetivado, porque a él le es esencial una relación ocasional con el mundo, pero, en lugar de Dios, el sujeto romántico toma el puesto central y hace del mundo, y de todo lo que en él sucede, una mera ocasión” (Schmitt 1998, 19).

cífica, la burguesía (Schmitt 1998, 14), tal como ella se constituyó en la franja protestante del centro y el norte de Alemania. No obstante, ninguna de estas explicaciones da realmente en el punto. La segunda pertenece, en la estructura del texto, a la “situación externa” de la que surgió el romanticismo (parte I); la primera pertenece ciertamente a la “estructura del romanticismo” (parte II, sección 1) pero no da cuenta aún, dentro del horizonte de la “situación espiritual” (Schmitt 1998, 62), de su núcleo más íntimo: el hecho de constituirse en una particular “metafísica” (parte II, sección 2). El prólogo de 1924 a PR aclara el sentido de la estrategia hermenéutica de Schmitt: “Como en toda auténtica explicación, la fórmula metafísica es la mejor piedra de toque” (Schmitt 1998, 17). Presuponiendo una ontología platónico-escolástica basada en la distinción ente esencia y existencia, Schmitt concibe la “facticidad del ser”, la existencia, a la luz de una determinada “realidad” (entendida kantianamente como quidditas), que le da su sentido. Esta última equivale a la “representación no siempre consciente de una última instancia” (Schmitt 1998, 19), la cual, por encima de discusiones epistemológicas, es considerada como “objetiva y evidente en su validez supraindividual”, y así, aun si desde un punto de vista trascendental vale como “irracional” (Schmitt 1998, 68), conforma una determinada “actitud frente al mundo” (Schmitt 1998, 17). De ese modo, si se quiere hallar el último fundamento de un fenómeno histórico, se debe apuntar al “centro absoluto” de ese período, esto es, a un núcleo de ideas en torno al cual se agrupan todas las experiencias posibles, y no a hechos sociológicos o psicológicos. Este procedimiento explicativo –que reaparecerá tanto en su Teología política, en 1922, como en La era de las neutralizaciones y las despolitizaciones, de 1929, y que permite catalogar a Schmitt de idealista (Estévez 1989, 141)– remite así todos los fenómenos históricos y, por tanto, toda la actividad de los seres humanos en él al centro espiritual que gobierna un período. Entendiendo por “metafísica” una comprensión de la totalidad de la experiencia, es decir, del mundo, a la luz de un fundamento considerado indudable, Schmitt diferencia entonces la historia de las ideas –como genealogía de los conceptos centrada en fuentes literarias–, de una historia del espíritu –como descripción y delimitación de las aperturas históricas de sentido en torno a las cuales se ordena la experiencia humana en un período–. Interpretar “metafísicamente” el romanticismo significa hacer de él una comprensión del mundo y, por tanto, elevar sus principios centrales a todas las esferas de la actividad humana.

Schmitt concibe la modernidad como el intento repetido de sustituir el carácter absoluto y autoevidente de Dios, junto a la certeza ontológica que se derivaba de él, por otros factores. La humanidad, la historia, el pueblo o el sujeto son así varios de los candidatos a ocupar su puesto. La historia moderna, como historia de la secularización, no es otra cosa que un conjunto de intentos de distintos principios finitos de asumir la función de Dios (Schmitt 1998, 18). Que sea el sujeto quien la ocupe es un proceso iniciado con Descartes pero realmente consumado cuando aquél es identificado con el concepto spinoziano de substancia, esto es, con la filosofía de Fichte: “Ahora el mundo era explicado a partir del Yo, no como en Berkeley, como esse percipi, sino como acto creador del Yo” (Schmitt 1998, 100). En este punto Schmitt sigue evidentemente la interpretación hegeliana del romanticismo (Hegel 1986, 96-99) pero insertándola en una filosofía de la historia propia y ligándola a la idea de un resurgimiento del ocasionalismo, luego de la subjetivación del absoluto. De este modo, la filosofía de Malebranche, A. Geulincx y G. de Cordemoy –para la cual Dios aún estaba en el centro (Schmitt 1998, 169) y según la cual el mundo no es ontológicamente autosuficiente ni nada acabado, en cuanto la creación es un proceso continuo– es retraducida al lenguaje de la subjetividad. Si bien hay efectivamente pruebas del interés de los románticos por el ocasionalismo (Schmitt 1998, 98), Schmitt no pretende demostrar que ellos se apropiaron deliberadamente de él para producir una filosofía propia, sino que busca mostrar más bien que en él reaparecen ciertas estructuras del ocasionalismo his61


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pacidad de crearlas y recrearlas, que ya con Kant (Kant 1991, 283-286) es propia de la productividad del genio. Él es el Yo que crea desde sí mismo, y sin ningún modelo, el mundo.

tórico: A. La idea de un principio último continuamente productivo. B. La idea del mundo como “ocasión” u “oportunidad” para la actividad de ese principio, y C. La idea de la síntesis de los opuestos como su modo de acción. A continuación veremos cómo esos tres elementos son traducidos en términos subjetivistas y, a la par, asociados a conceptos estéticos.

En este marco, en el cual la posibilidad llega a ser la más fundamental de las categorías (Schmitt 1998, 77), la identidad del sujeto –entendida como aquellos atributos que él conserva a pesar de la diferencia de tiempo y lugar, y que hacen de él un mismo ser– siempre está abierta. Él no es en realidad ninguna de las determinaciones que pueda darse a sí mismo, pues todas son, a su juicio, expresiones temporales y parciales de su infinito poder creador, como lo muestra, según Hegel, la ironía romántica (Hegel 1986, 95). Lo único verdaderamente continuo en él es su esencial indeterminación. Al respecto, afirma Schmitt:

El ocasionalismo subjetivado A. El ocasionalismo parte de la idea cristiana del Dios creador, y hace de él lo único absoluto, pero no delimita en el tiempo su actividad creadora: Dios es eternamente productivo. Cuando, en el proceso de secularización, esa propiedad es trasferida al sujeto, convertido ahora en absoluto, éste es entonces definido por su capacidad creadora. Fichte lleva adelante este giro, en cuanto, en su fundamentación de la ontología a partir de la filosofía práctica, el sujeto es libertad, libertad como facultad de iniciar, y en cuanto –como Hegel mostró en su texto sobre la diferencia de los sistemas de Fichte y Schelling– el sujeto (empírico) ha de superarse continuamente a sí mismo, dado que el Yo trascendental es una idea, nunca expresada del todo, a la cual él debe aproximarse. En el romanticismo, en el cual los conceptos estéticos, y no los moral-prácticos, son los hegemónicos, tal productividad esencial del sujeto es localizada en la figura del genio: “el sujeto genial que crea una obra de arte es identificado con Dios, que crea el mundo” (Schmitt 1998, 108). Schmitt sigue aquí a Hegel, quien en sus lecciones sobre estética había afirmado acerca de los románticos: “Y la virtuosidad de una vida irónica-artística se comprende ahora como una genialidad divina, para la cual todo y cualquier cosa es una criatura no esencial, a la cual no se liga el creador libre, el cual se sabe desprendido de todo y libre de todo, en cuanto él puede crear o destruir eso mismo” (Hegel 1986, 95). El genio es el tipo ideal de un modo de existencia en el cual la creatividad es lo esencial y en el cual, por tanto, la única forma de autorrealización es el despliegue continuo de un ilimitado e ilimitable poder creador: “Un romántico tiene que considerar como una necesidad vital, que ha de ser postulada como conforme a su ser, entregarse al impulso grandioso de su fantasía” (Schmitt 1998, 110). Sólo el genio cumple plenamente esa expectativa. Superando siempre su propia actividad objetivada, y, en consecuencia, siempre libre de ella, él es el mismo Dios ocasionalista pero esta vez encarnado en un sujeto finito. Schmitt no se detiene en el vínculo entre naturaleza y genialidad, que aparece en Kant y Schelling, pues le interesa destacar más bien la ausencia de reglas, y la ca-

La contradicción de la limitabilidad racional y la irracional abundancia de posibilidades es superada en cuanto, frente a la realidad efectiva limitada, es puesta en juego una realidad efectiva, igualmente real pero ilimitada; frente al Estado racionalista-mecánico, el pueblo infantil; frente al hombre limitado por su profesión y sus producciones, el niño que juega con todas las posibilidades (Schmitt 1998, 80).

Bajo este presupuesto, “la realidad efectiva limitada es vacía, una posibilidad realizada, una decisión tomada, desencantada, desilusionada; ella tiene la estúpida melancolía que tiene un billete de lotería luego del sorteo, ella es ‘un calendario cuyo año expiró’” (Schmitt 1998, 80). Tal como en la alegoría romántica de las tres transformaciones del espíritu en el Zaratustra de Nietzsche, el sujeto es identificado con la figura del “niño”, cuya plenitud y perfección radican, justamente, en su indeterminación, en su carácter inacabado, susceptible de adoptar todas las formas. B. En el ocasionalismo histórico el mundo y todo lo que sucede en él son una “ocasión” para que Dios exprese su “efectividad” (Wirksamkeit) (Schmitt 1998, 95). Así sucede, por ejemplo, en la filosofía de Malebranche. No sólo nada de lo creado subsiste por sí mismo, y por eso, debido a su dépendance essentielle del l`être infini, no puede garantizar su propia subsistencia (Reiter 1972, 178), sino que, debido a la naturaleza de Dios, lo creado siempre está disponible para una nueva puesta en acción de la actividad divina. En la transposición de este principio al ámbito de la subjetividad esto equivale a la supresión de toda substancialidad de los objetos: “Considerado correctamente, no se puede hablar más 62


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que lo real sea visto como un punto a partir del cual es posible trazar cualquier tipo de figura, de modo que el mundo sea un proceso siempre inacabado y siempre susceptible de ser reconfigurado– precisa, por tanto, del espacio de la ficción para ser llevado a cabo. La intención de tener a disposición el universo se efectúa así sólo en el ámbito de la apariencia estética: “La voluntad de realidad termina en la voluntad de apariencia” (Schmitt 1998, 88).

de objeto o cosa, porque el objeto llega a ser una mera ‘ocasión’, un ‘comienzo’, ‘punto elástico’, ‘incitación’ o como sea que suenen las transcripciones del término occasio en los románticos” (Schmitt 1998, 93). Un dominio de lo objetivo independiente del sujeto y dotado de una “legalidad” propia es excluido (Schmitt 1998, 103). Esto ya ocurría en el pensamiento de Fichte, en el cual esa posibilidad era descalificada como “dogmatismo”; allí, lo “objetivo” no es más que la temporal autolimitación de la actividad del Yo o el Yo mismo en cuanto temporalmente fijado a una determinación. En el giro estetizante que les dan los románticos a las tesis de Fichte, la realidad “objetiva” no es por eso sino el punto de partida para la puesta en acción de la imaginación productiva. Schmitt cita en este sentido el fragmento 65 de los Blütenstaubfragmenten de Novalis: “Todos los azares de nuestra vida son materiales a partir de los cuales podemos hacer todo lo que queramos. Todo es el primer miembro de una serie eterna, el comienzo de una novela infinita” (Schmitt 1998, 92). Lo dado es así un material disponible para una infinita voluntad de forma. No hay en realidad objetos, en cuanto entidades autosuficientes y limitantes, sino ocasiones desencadenantes de una descarga de creatividad: “El objeto es insubstancial, no esencial, carente de función, un punto concreto alrededor del cual se agita el juego romántico de la fantasía” (Schmitt 1998, 93).

C. En el ocasionalismo Dios cumple una función fundamental en el marco de problemas de la filosofía poscartesiana: lograr la mediación de lo mental y lo corporal. El dualismo cartesiano entre la substancia extensa y la pensante llevó a pensar cómo era posible su articulación. Leibniz plantea entonces la armonía preestablecida; Spinoza, la substancia única, y Malebranche, en conjunto con los demás ocasionalistas, sugiere que Dios interviene en cada ocasión para armonizar ambas series. De este modo, no se trata en este último caso de una dependencia de lo mental respecto a lo corporal, ni de una dependencia de lo corporal respecto a lo mental, ni de su sincrónica autonomía ni de su reducción a predicados de un único sujeto. Se trata, más bien, de la acción puntual de Dios como mediador. La unidad ontológica se salva así por la vía de un “tercero superior”, que comprende tanto lo mental como lo corporal y logra, de ocasión en ocasión, armonizar los opuestos. El romanticismo reproduce esta estructura. Inicialmente, en cuanto el sujeto, transfigurando lo objetivo en el contenido de una representación, cree incluir también en sí mismo lo no-subjetivo pero, una vez que el sentimiento de plena soberanía se va debilitando, lo hace por medio de la “identificación” del sujeto con algún principio capaz de cumplir la función de armonización (Schmitt 1998, 76). Schmitt distingue así el romanticismo temprano del tardío, en el cual, ante la impotencia fáctica del sujeto empírico para sintetizar los opuestos, éste busca asimilarse a una realidad “auténtica” o “genuina” que sí cumpla este propósito.

En cuanto la productividad del Yo se cristaliza en la producción artística, tal comprensión de la realidad se hace plausible, pues es en el ámbito de la ficción o de la apariencia estética donde lo real se muestra como eternamente transfigurable: Así, se da también en los románticos una transfiguración del mundo, pero una distinta a la que Fichte había postulado. Era la transfiguración en el juego y en la fantasía, la ‘poetización’, es decir, la utilización de lo dado concretamente, incluso de toda percepción sensible, como ‘ocasión’ de una fábula, de una poesía, de un objeto de sensaciones estéticas, o, porque esto corresponde en grado sumo a la etimología del nombre ‘romanticismo’, de una novela [Roman; C. R.] (Schmitt 1998, 92).

El romanticismo extiende este procedimiento más allá de la oposición entre lo mental y lo corporal, haciendo de él un modo general de enfrentar toda oposición fáctica. En cuanto la realidad efectiva (Wirklichkeit) es contradictoria, se postula una realidad (Realität) paralela que unifique y fundamente los opuestos. En principio, parecería tratarse de una suerte de emanación neoplatónica, pero aquí esta última no es lo primario:

Sólo de este modo, abstrayéndose de la realidad regida por leyes causales, el Yo podía alcanzar su plena soberanía: “En la obra de arte es superada la realidad habitual de las conexiones causales. El artista puede activar su fuerza creadora sin intervenir en el mecanismo de la causalidad” (Schmitt 1998, 110). Lo que Schmitt denomina la “puntualización de la realidad” –el hecho de

El punto de partida es la contradictoriedad de lo concretamente presente y real, la cual debe ser supe63


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de la imaginación productiva que él sabe de sí mismo. De esta forma, se prosigue con el accionismo metafísico fichteano, pero se traslada la productividad del sujeto de la facultad de producir los objetos de sus representaciones (en cuanto fines), esto es, de la voluntad, a la facultad de inventar combinaciones ingeniosas de representaciones, con abstracción de la presencia inmediata del objeto o los objetos inicialmente representados, o sea, a la imaginación productiva. En los románticos, a diferencia de Fichte, es el artista genial y no el rigorista moral quien representa la forma más pura de la subjetividad. No obstante, en ambos casos el sujeto (empírico) nunca está plenamente dado para sí mismo, pues mientras permanezca arrojado en una determinada constelación espacio-temporal o limitado por cualquier otra determinación, incluidas la moral y sus propias obras, él no es propiamente él. Al sujeto le es constitutiva una falta de plenitud interior, un no-estar-plenamente-presentepara-sí-mismo, pues toda forma de realidad efectiva es para él la negación de su esencial creatividad. Él sólo se afirma a sí mismo en el acto efímero de reconstituir poéticamente la experiencia, y no en ninguna de sus configuraciones. Únicamente en la puntualidad –carente de fines– del acto creador tiene lugar la experiencia de la mismidad.

rada y cuya superación procede de tal manera que un tercero superior (ya la Idea, ya el Estado, finalmente Dios) toma los opuestos como ocasión de su fuerza superior. En esto deben considerarse dos niveles: inicialmente, el movimiento intelectual parte siempre de la contradictoriedad concreta y pasa a un otro concreto (el tercero superior); luego, las cosas concretas agrupadas contradictoriamente son siempre, para la fuerza superior mediadora –la cual se expresa con ocasión de la oposición–, sólo portadoras de una mediación (Schmitt 1998, 96).

La realidad auténtica es aquella que, trascendiendo la realidad efectiva, estando siempre más allá de los conflictos de hecho, tiene la fuerza para hacer de la oposición una ocasión en la cual demostrar su fuerza unificadora. El sujeto, convertido en substancia absoluta, mediando entre lo ideal y lo real de la representación, fue inicialmente esa realidad. Cuando “la embriaguez de ser el creador del mundo” (Schmitt 1998, 100) quedó atrás, el sujeto, sin abdicar por completo de su deseo inicial, apeló a realidades como el Estado, la humanidad o la iglesia, en las cuales las oposiciones normativas que se daban en la historia podían ser superadas. Si bien no es claro, dice Schmitt, si el sujeto romántico sólo recurría a ellas como medios para intensificar su sentimiento de soberanía o si realmente se entregaba a ellas (Schmitt 1998, 75), esa incertidumbre no alteraba verdaderamente ni el punto de partida ni el efecto final de la operación. En ambos casos, la realidad efectiva no podía ser superada pero, por medio de su identificación con el “tercero superior”, a modo de un “demiurgo” (Schmitt 1998, 80), el sujeto se sentía partícipe –y enviado directo– de una fuerza superior capaz de llevar a cabo una reconciliación total. En cualquier caso, directa o indirectamente, él lograba escapar de toda conflictividad y tener, aparentemente, todo bajo su control.

En segundo lugar, el sujeto tiene una relación con la realidad efectiva, en la cual esta última no sólo es siempre una realidad-para-el-sujeto, y nada en sí mismo, sino que, en conexión con lo anterior, es sólo una impresión o una vivencia a partir de la cual se desencadenará una expresión. La productividad del sujeto es, así, una transfiguración de sus afectos o sensaciones a través de la imaginación. La “gimnasia de la creación artística” consiste, así, en una “paráfrasis de las vivencias” (Schmitt 1998, 164). “El romántico sólo quiere vivenciar y parafrasear expresivamente sus vivencias” (Schmitt 1998, 107); para ello, para transfigurar las ocasiones de expresarse que constituyen su concepto de realidad, cuenta con todo un repertorio de “afectos acompañantes” –el placer y el displacer, la alegría y el dolor, el apoyo y el rechazo– y recursos literarios –la acción se convierte en un ejercicio de estilo–. Desde la ontología implícita de Schmitt –en la cual sí hay una realidad “dura”, externa al sujeto o, al menos, captada por él como algo dotado de necesidad–, la actividad del sujeto no entra, por eso, nunca en relación con las cosas, pues se limita a elaborar y reconfigurar sus propios estados anímicos: “El estado de ánimo del sujeto era el centro de este tipo de productividad. Él permanece terminus ad quo y terminus ad quem” (Schmitt 1998, 105). Su productividad, por tanto, no es otra cosa que “autocontemplación” (Sch-

A partir de lo anterior, resulta entonces posible determinar cuáles son, según Schmitt, las propiedades del sujeto romántico. Ya haciendo abstracción de las raíces ocasionalistas de su estructura y considerándolo sólo en términos psicológicos, son tres sus características esenciales: en primer lugar, él sólo sabe de sí en el acto de crear. Si en Fichte el Yo no es nada fuera del acto de ponerse a sí mismo, de representarse –por lo cual es sólo en el querer, como una actividad incondicionada, que él, como individuo, se identifica a sí mismo (Fichte, 1962, I3:322)–, en los románticos se prosigue con tal desubstancialización del sujeto, en cuanto éste no es una cosa sino una actividad (Janke 1970), pero ya no es por medio de la voluntad sino de la puesta en obra 64


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no son nada exclusivas de los miembros del movimiento cultural llamado “romanticismo” o de la teoría de la subjetividad que ellos construyeron o experimentaron. Se trata, más bien, de que, a partir de este movimiento, se dio una “expansión de lo estético” (Schmitt 1998, 16), gracias a la cual conceptos reservados al mundo del arte –como “genio”, “expresión” o “armonía”– se convirtieron en principios absolutos, considerados evidentes e indudables, en todas las formas de la actividad humana. De ese modo, el conocimiento, lo ético y lo político también empezaron a ser pensados desde estas categorías. El tránsito hacia esta colonización de todas las esferas por parte de lo estético tiene lugar en cuanto el arte se establece como el núcleo del discurso hegemónico, y, en esa medida, como nota tónica, reordena todas las redes conceptuales y todas las prácticas ligadas a ellas. Que el sujeto se comprenda, entonces, como un ser creador, expresivo, armonizador, no es nada originario, sino el efecto sobre la autocomprensión, en cuanto forma del ser del hombre, de esa apertura histórica de sentido cuya forma paradigmática es el romanticismo. El sujeto, como el ser para sí de esa apertura, sólo es el subproducto de la nueva formación discursiva: la “metafísica” romántica, en el lenguaje de Schmitt. El romanticismo descrito y criticado por Schmitt es, así, la manifestación anticipada y en estado puro de un modo general de autocomprensión de los hombres de las sociedades modernas. El pensamiento de Novalis, F. Schlegel o A. Müller resulta significativo en este contexto, en cuanto síntoma y en cuanto esfuerzo de conceptualización de una tendencia histórica global: la total estetización del quehacer humano, esto es, la transformación del lenguaje del arte en discurso hegemónico. Por eso, en una anotación hecha 28 años después de PR, afirma Schmitt: “Todos son genios. El concepto de genio, la gran desgracia” (Schmitt 1991, 57). Lo que comenzó como un movimiento de vanguardia, a manos de una élite cultural, se estaba revelando, efectivamente, como el modo de existencia cotidiano de las masas de las sociedades occidentales.

mitt 1998, 95). La actividad del sujeto fichteano, el cual sí intervenía en la realidad objetiva (Schmitt 1998, 91), reaparece aquí como puramente reflexiva, puramente inmanente: “El Yo absoluto de Fichte, vuelto hacia lo sentimental-esteticista, da lugar a un mundo transformado, no por la actividad, sino por el estado de ánimo y la fantasía” (Schmitt 1998, 93). De esta manera, el sujeto romántico no está volcado sobre la realidad efectiva sino exclusivamente sobre sí mismo, constituyéndose como tal en el proceso infinito de elaborar, interpretar y transformar sus propios estados interiores, y usando la realidad efectiva sólo como excusa u ocasión para llevar a cabo ese proceso. En tercer lugar, el sujeto aparece aquí esencialmente dividido entre representaciones opuestas pero, a la vez, capaz de tolerar su existencia simultánea, en cuanto él concibe su propia actividad como creación de armonía, esto es, como unidad de lo múltiple o articulación en un todo de elementos inicialmente separados o antagónicos. Schmitt no busca destacar con ello la capacidad sintética de su actividad intelectual, la cual no es, por supuesto, una particularidad del romanticismo, sino el hecho de que, por una parte, el sujeto esté internamente escindido, y, por otra, sólo pueda superar la escisión mediante la apelación a una realidad trascendente o a la forma artística. Los opuestos que él pretende superar son sus propios afectos –“lo opuesto, antinómico, dialéctico, son afectos contradictorios” (Schmitt 1998, 113)–, y la mediación de ambos sólo es una ficción –la apariencia estética o alguna idea que subsume especulativamente principios contrarios– mediante la cual él se libra de enfrentar su finitud. Ya sea que el principio del “tercero superior” opere a través del sujeto mismo –dotado de “sentimientos panenteístas” (Schmitt 1998, 106)– o de un principio suprasubjetivo con el cual él se identifique, lo propio de la actitud espiritual del sujeto romántico es la búsqueda de reconciliación, de armonía, mediante el uso de totalidades ficticias: el Estado orgánico, la iglesia, la idea de un diálogo universal. Propio de su psicología es invertir la relación habitual entre lo real y lo ideal, en donde lo último depende de lo primero, de modo que los conflictos reales aparezcan como momentos y formas de expresión de un principio o forma ideal. El sujeto romántico, recurriendo a esta estrategia platónica, depende así de la proyección de totalidades que le permitan mantener su indecisión y escapar de la facticidad. Su deseo de completud y orden es, de este modo, el complemento de su inestabilidad anímica y su afán de evasión.

El concepto de lo político La absolutización del arte, cuya expresión emblemática es el romanticismo, altera todas las formas de “productividad espiritual”. No sólo el arte mismo se transfigura a causa del nuevo discurso –provocando tanto la desaparición de la perdurabilidad de la obra como la pérdida de su carácter público y representativo (Schmitt 1998, 16)–, pues lo mismo acontece con el quehacer científico y la actividad ética y política. Schmitt se interesa, ante todo, en el destino de esta última. En este punto

Ahora bien, dado que Schmitt comprende el romanticismo como una metafísica, tales propiedades del sujeto 65


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de contraste del romanticismo– consiste en la producción de un estado de cosas conforme a un principio normativo considerado absoluto, confrontado con otros principios análogos. El concepto puede desglosarse de modo que resulten los siguientes tres componentes: A. Normativismo. B. Objetivación. C. Oposición.

es importante mencionar que en todo RP se presupone un concepto esencialista de lo político, a partir del cual es evaluado el impacto del proceso global de estetización. No es este el lugar para rastrear con detenimiento sus fuentes, y juzgar además la validez de la pretensión de captar lo político en su esencia, pero sí puede decirse que Schmitt lo construye a partir de una peculiar mezcla de elementos neokantianos-weberianos, con una antropología y una filosofía de la historia de raíces cristianas. Schmitt conoce bien la obra de Max Weber, incluso asiste a sus lecciones de 1918-1919 en Múnich (Ulmen 1991, 10), y, como jurista, desarrolla sus primeros trabajos –“Ley y juicio”, en 1912, y “El valor del Estado y el significado del individuo”, en 1914– bajo presupuestos de la filosofía del derecho neokantiana. Asimismo, por lo que respecta a la filiación cristiana de su pensamiento político, Schmitt se halla cercano al Deutsche Zentrumspartei, una agrupación católica (Dahlheimer 1998, 419), parece estar bajo el influjo ideológico, incluso en sus consideraciones sobre el romanticismo, de revistas católicas como Hochland (Dahlheimer 1998, 63), y, en un interesante texto de la época, “Catolicismo romano y forma política”, publicado en 1912, hace de la Iglesia el paradigma de toda organización política, como bien lo vio Hugo Ball (Ball 1924, 261-286). Sobre estas bases, fusionando el dualismo neokantiano entre lo empírico y lo normativo, el modelo del político presentado por Weber en “La política como vocación”, de 1919, y una comprensión del cristianismo como fe de las decisiones últimas y de la contención del mal en la historia, Schmitt crea en este período de su obra su concepto de lo político. Si bien en RP no se halla ningún apartado dedicado exclusivamente a él, sí es posible rastrearlo a lo largo del texto como un todo coherente. En lo que sigue se expondrán sus rasgos centrales, sólo con el fin de hacer evidentes los efectos de la expansión de lo estético sobre la actividad política.

A. Como ya se dijo, Schmitt parte del dualismo (neo) kantiano entre el ámbito suprasensible del deber y el ámbito de lo empírico, dualismo reproducido por Weber con su distinción entre el ámbito de los valores y el de la realidad causal, carente por sí misma de sentido (Kippenberg 2001, 32-50). La acción política, como cierre parcial de esa brecha, supone esa distinción: “El problema de la decisión tiene un dualismo por base: el del derecho y la realidad, la norma y el caso concreto” (Armin 1992, 28). Inicialmente, en “Ley y juicio”, Schmitt aborda este proceso en la actividad del juez, quien tiene la tarea de realizar el derecho, pero luego lo traslada a la esfera de lo político: si “nada tiene un valor por estar ahí sino porque corresponde a una norma” (Schmitt 1914, 98) –tal como Schmitt afirma en “El valor del Estado…” y en otros textos de la época, como su carta a Julius Bab del 13 de septiembre de 1914 (Quaritsch 1988, 83)–, la tarea del político es valorizar y, a la par con ello, racionalizar la realidad efectiva, la cual, de lo contrario –y como bien lo observaron en su momento comentadores de sus primeros trabajos jurídicos–, es vista con desprecio como la esfera del sinsentido (Köhler 1915, 452). Al modo de la entrega a la causa (Sache) del político weberiano –pero bajo el supuesto de una “fundamentación premoderna de las normas éticas” (Bohrer 1989, 308), en cuanto ellas no son contenidos de conciencia sino realidades substantivas, suprapersonales, lo único que merece en realidad el predicado “ser” (Schmitt 1914, 87)–, Schmitt toma como punto de partida de la acción política una “última instancia” (Schmitt 1998, 150), un “último punto de legitimación” (Schmitt 1998, 120), al cual el sujeto se debe por completo. Tomar una decisión significa “a partir de una libre resolución, mantener fija una idea política significativa” (Schmitt 1998, 62), de modo que surja una “coacción moral o espiritual” (Schmitt 1998, 92), esto es, la obediencia de la norma elegida. En políticos como Robespierre o en delincuentes políticos como Karl Ludwig Sand, Schmitt elogia la acción que tiene “por premisa un dogma” (Schmitt 1998, 6). Sólo ella, a modo de entrega apasionada a una norma capaz de hacer significativa la realidad, puede catalogarse como decisión.

En el epílogo de RP se encuentran tres nociones de la actividad política: la primera es la “técnica de la conquista, afirmación y expansión del poder político”; la segunda es “la decisión moral y jurídica” (Schmitt 1998, 64), y la tercera, no mencionada aún bajo la denominación que será luego regular en la obra de Schmitt, es la del “orden concreto”. Mientras que la primera es una suerte de maquiavelismo, que alcanza su máxima expresión en el concepto de “Razón de Estado”, y la tercera es una actividad dentro de una especie de eticidad hegeliana –en la cual los individuos operan en el marco de instituciones suprapersonales, cuyos principios normativos han sido interiorizados–, la segunda –la cual será la única presente en todo el texto y será también el punto

B. Los jacobinos, dice Schmitt, “buscan configurar el mundo según el axioma de su geometría política” (Schmitt 1998, 32). Para ellos no se trata de tener ideas sino 66


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participe en la validez supraindividual y supratemporal de una norma, la vida de este sujeto se convierte en un “reflejo” de su estabilidad (Schmitt 1998, 112). El “inmediato pathos moral” (Schmitt 1998, 125) viene a ser así el “punto de equilibrio” (Schmitt 1998, 120) de la interioridad del auténtico agente político.

de hacerlas efectivas, de realizarlas. Ninguna verdadera actividad política puede renunciar a “la intervención en el mecanismo de las conexiones causales de la realidad exterior” (Schmitt 1998, 91), esto es, al “mecanismo de causa y efecto” (Schmitt 1998, 107). La genuina actividad política supone siempre que la relación con la realidad efectiva no es contemplativa, pues, desde su perspectiva, se trata de configurarla según una idea; por eso, incluso, el tradicionalismo tiene “fuerza revolucionaria” (Schmitt 1998, 119). De esa manera, el mundo empírico adquiere forma, sentido y definición, y las normas, por su parte, logran objetivarse. Con esto, adicionalmente, se supera la escisión entre lo interno y lo externo, pues el estado de cosas alcanzado tras la objetivación visibiliza lo que hasta entonces estaba confinado en la interioridad de un sujeto.

Antes de la redacción de RP, hacia 1917-1918, esto es, en las anotaciones de su diario entre 1912 y 1915, Schmitt vuelve una y otra vez sobre esta idea. Lamentándose de cómo él mismo es impresionable y voluble (Schmitt 2003) y de cómo, en esa medida, está siempre disperso, entregado a la multiplicidad de las vivencias, se pregunta por la forma a través de la cual es posible hallar en sí mismo la unidad, adquirir un carácter o una “esencia interior” (Schmitt 2003, 312). En una anotación de noviembre de 1912 dice: “Atención es deveniruno, condensación, devenir-tenso. Concentración, esto es, elección, valoración” (Schmitt 2003, 35). El 2 de diciembre de 1914 afirma: “Yo busco por doquier el sistema y la unidad. Sobre todo en el carácter de un hombre. Todo lo que se hace tiene que ser atribuible a una única fórmula” (Schmitt 2003, 264). El camino hacia la subjetividad pasa así por una deliberada autolimitación. Ella es el producto de una autoelección, en la cual alguien se decide a adoptar una determinada perspectiva moral. La subjetividad no es un estado “natural” sino una continua acción interior: “La conciencia [Bewusstsein; C. R.] es acto y lucha” (Schmitt 2003, 58). “Si yo actúo” –dice Schmitt–, “yo soy, y sólo mientras actúo” (Schmitt 2003, 50). Esa acción supone la entrega a una causa suprapersonal, pues el carácter o la personalidad no es más que la interiorización de una ley moral o de un fin: “A través de las leyes la personalidad llega a ser lo que ella es” (Schmitt 2003, 63). La conciencia (Gewissen) sólo es “el devenir-consciente de una ley, una consecuencia” (Schmitt 2003, 58). La “objetividad”, para la cual el romántico no es apto (Schmitt 2003, 298), exige desprenderse de sí mismo, entregarse con entusiasmo a una tarea o una causa (Schmitt 2003, 45): “Todo hombre que tiene algo importante que decir se siente mediador” (Schmitt 2003, 243). Sólo sobre esa base el hombre puede elevarse sobre el flujo de las vivencias –“La unidad del hombre es acto, concentración, intensidad, confluencia violentada” (Schmitt 2003, 36)– y comenzar a apropiarse autónomamente del mundo: “ver es un apropiarse constante, al que le son inherentes fortaleza y lucha, como toda nuestra vida es apropiar y luchar” (Schmitt 2003, 36). Una apropiación que coincide con la tarea de la cultura: “cultura es configuración, donación de forma, introducción de fines” (Schmitt 2003, 60). Ahí aparece “el pensamiento del mundo como acto”, con el cual “se

C. Partiendo de una tesis antiuniversalista (Kaufmann 1988), Schmitt da por sentado que toda “valoración normativa” implica la oposición a las normas no elegidas. No hay decisión sin oposición. Paralelamente, a la conciencia de lo bueno surge la conciencia del mal: “La principal fuente de vitalidad política es la creencia en lo justo y la indignación ante lo injusto” (Schmitt 1998, 130). En la misma medida en que una idea se vuelve un valor, otra se vuelve un desvalor, objeto de “odio político” (Schmitt 1998, 131). Burke ve de ese modo la revolución como una indignante violación del derecho (Schmitt 1998); Karl Ludwig Sand, en Kotzebue, “el símbolo de la bajeza y la infamia” (Schmitt 1998, 152). La acción política lleva así a un “o bien… o bien…”, en el cual toda mediación está excluida. Los “juicios valorativos morales” (Schmitt 1998, 138) no son sólo diferentes sino esencialmente inconciliables. El concepto de la acción política desarrollado en RP no deja de ser altamente cuestionable. Y no sólo para nuestra sensibilidad. Ya el romanista E. R. Curtius, en el intercambio epistolar que mantuvo con Schmitt, le critica con suma agudeza la “estrechez espiritual” y la intolerancia implicadas en su noción del político genuino, su reducción de la acción a la transformación del mundo empírico –como si se tratara más de algo poiético que práxico– y su separación de acción y lenguaje (Nagel 1981, 7-8). No obstante, la postura de Schmitt resulta interesante en cuanto hace patente, por contraste, las particularidades del sujeto romántico y el giro que representó su constitución. El sujeto de la acción política es alguien que articula su representación de sí mismo en torno a la adhesión afectivo-volitiva a una norma o valor y, de este modo, se inmuniza frente el cambio continuo de impresiones y emociones. En la medida en que 67


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las facultades expresivas y la ambivalencia emocional. Schmitt critica este proceso sobre la base de un concepto de la acción política centrado en la realización (en el mundo empírico y contra otras valoraciones) de normas absolutas y del tipo de subjetividad correspondiente: de la personalidad como el producto de la elección y el cumplimiento continuo de un deber. La acción política se desfigura, a su juicio, cuando las tareas que le corresponden son asumidas por un sujeto constituido a partir de otro género de discurso. Esto se manifiesta, en conformidad con algunos conceptos desarrollados por la sociología contemporánea para describir las sociedades capitalistas avanzadas, en tres grupos de fenómenos: A. los relativos al ocaso del deber, B. los relativos al neonarcisismo y la sociedad de la vivencia y C. los relativos a la indiferencia. Cada uno de ellos recoge, en clave sociológica, una de las tres dimensiones antes mencionadas del sujeto romántico.

liquidan las objeciones románticas” (Schmitt 2003, 57). El sujeto de la acción política, tal como se presenta en estos pasajes de los diarios de Schmitt, es alguien que se constituye a sí mismo a través de una decisión moral radical, elevándose de esta forma sobre la sucesión en el tiempo de las vivencias y disponiéndose de ese modo para una autónoma intervención sobre el mundo empírico. En cuanto Schmitt, en oposición al pensamiento especulativo del idealismo, no cree que esa formación de una convicción moral pueda coincidir con una experiencia de completud y una visión de la totalidad –“El hombre que llega a ser activo hace abstracción de millones de cosas importantes e interesantes, él es injusto porque no puede (darf) hacerle justicia a la particularidad de cada cosa o instante” (Quaritsch 1988, 93)–, en esa misma operación parece gestarse un escenario de oposición con otras posturas que pretenden poseer también un carácter absoluto. El reconocimiento de la finitud del pensar y de las experiencias morales aparece así como el preludio de la enemistad política. En suma, puede decirse que el concepto de acción política de Schmitt va de la mano con una teoría implícita de la subjetividad: no se trata, en ningún caso, de la acción como acontecimiento aislado sino de ella como constitución del modo de ser del agente. Las raíces de esa teoría están en Fichte, tal como aparece en sus diarios (Schmitt 2003, 56), para quien el sujeto es su acción y para quien la dispersión anímica sólo puede ser superada por la proyección voluntaria de un ideal moral. Schmitt critica de ese modo el romanticismo, sobre la base del moralismo y el activismo fichteano, pero ligándolo a un realismo moral, a un mundo de valores objetivos, y privándolo de la universalidad de la ley moral, esto es, trasladándolo al horizonte weberiano del politeísmo de los valores.

A. En lo que Gilles Lipovetsky ha denominado las “sociedades posmoralistas”, la “religión del deber laico” que constituye el primer ciclo de la moral moderna (Lipovetsky 1992, 11-12), esto es, la moral centrada en obligaciones incondicionales, pierde su fuerza. Si ésta es la forma de toda moralidad, en ellas, como decía Schmitt, “cualquier relación con un juicio jurídico o moral sería un disparate, y cualquier norma, una tiranía antirromántica” (Schmitt 1998, 126). Los deberes fijos y absolutos, junto con las identidades estables ligadas ellos, aparecen confrontados al deseo de autorrealización y expresión, al afán de experimentar consigo mismo y mantener una identidad flotante, indeterminada –lo que Lipovetsky llama la “dessubstancialización del Yo” (Lipovetsky 2002, 56)–. La idea romántica del niño eterno, antes reservada al genio creador, se convierte en una actitud cotidiana. Los fines estables, las resoluciones irrevocables, toda forma de autocoacción, son desplazados por la espontaneidad, la no-directividad, el placer de tener un repertorio ilimitado de posibilidades de elección y poder así reinventarse continuamente a sí mismo. Políticamente, esto se traduce en el ocaso del espíritu revolucionario (de izquierdas o derechas), siempre ascético y rigorista, en cuyo lugar entran tanto una identificación parcial –siempre cambiante y siempre revocable, con principios normativos cambiantes– como una actitud humorística hacia lo político, a la vez no comprometida e interesada, siempre susceptible de verterse en formas ingeniosas (Lipovetsky 2002); asimismo, esto se traduce en la inflación del discurso de la autogestión y la democracia directa, pues sólo allí el sujeto puede expresarse, personalizar su acción, dejar impresas su particularidad y su iniciativa. De ahí resulta lo que en RP aparece

La estetización de la política Schmitt sostiene “la total imposibilidad de hacer conciliable lo romántico con cualquier criterio moral, jurídico o político” (Schmitt 1998, 129), pero, dado que lo romántico, como metafísica, se extiende a todas las formas de actividad, la cuadratura del círculo resulta posible y surge una criatura curiosa: el romanticismo político. “Romanticismo político” es la denominación schmittiana para caracterizar la global estetización de la acción política –que ya Max Weber había previsto y criticado (Weber 1992, 227 y 250)– y la constitución, a partir del posicionamiento de los conceptos estéticos como puntos nodales de una nueva formación discursiva, de un tipo de subjetividad centrado en la creatividad, 68


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como “gobiernismo” (Schmitt 1998, 165), “movilización de todos los valores”, “ironía” (Schmitt 1998, 112) y, habría que añadir, republicanismo light.

C. Un fenómeno de las sociedades tardomodernas es la “indiferencia” (Lipovetsky 2002). No, en este caso, en el sentido de apatía, sino de no-diferenciación. En ella, como sucede –a manera de síntoma– en el arte pop y, en general, con la “proliferación hacia el infinito de los signos” (Baudrillard 1991, 20) propia del capitalismo tardío, todos los contenidos se nivelan. Lo alto y lo bajo, lo serio y lo jocoso, lo pasajero y lo duradero, lo propio y lo ajeno, quedan en la misma superficie. En este marco no hay espacio para los dilemas últimos que se le plantean al sujeto schmittiano: “En la oposición entre el bien y el mal, Dios y el diablo, es donde se establece una alternativa entre vida y muerte que desconoce la síntesis y el ‘tercero superior’” (Schmitt, en Orestes 2001, 55) Mientras que al hombre del compromiso político, al hombre de Schmitt y de Sartre después de la segunda posguerra, corresponde una disposición anímica que no conoce los puntos medios ni la coexistencia de estados de ánimo opuestos –“El coraje de un hombre valiente no es la unidad superior de depresión y exaltación” (Schmitt 1998, 167)–, en el mundo de la “indiferencia” son esenciales, en suma, la ambivalencia anímica, la falta de definición, la indecisión; una característica psicológica que, bajo la lógica del ‘tercero superior’, bien puede revertir en la defensa de valores universales y de puntos de vista suprapersonales. Esto aparece, en primer lugar, en fenómenos tan diversos como el eclecticismo ideológico, el relativismo, la defensa del multiculturalismo y la tolerancia; en segundo lugar, como adhesión a perspectivas universalistas como el ecologismo o la comunidad habermasiana de diálogo, el espacio comunicacional en el cual caben todos los participantes posibles; en tercer lugar, en la forma de la voluntad flotante de buena parte del electorado, indeciso entre posiciones antagónicas en mayor o menor grado y siempre a la espera de una última señal para tomar un decisión.

B. Lo que Gerhard Schulze ha denominado la “sociedad de la vivencia” es aquella en la cual, de la mano de comunidades de experiencia y de una amplia oferta de posibilidades de experimentación consigo mismo (por medio del deporte, las artes, el sexo, la industria del entretenimiento, las terapias), los sujetos no actúan para producir un efecto en el mundo, sino para producir un efecto en sí mismos (Schulze 2000), esto es, aquella en la cual actúan intensamente pero sólo para saber de sí mismos en cuanto ejecutores de tal o cual actividad. En este tipo de sociedad, y en sincronía con una actitud que Lipovetsky denominaría neonarcisista (Lipovetsky 2002), se da una intensificación de la reflexión pero bajo una forma emocional: el sujeto se constituye en el acto de ponerse en un situación y, entonces, observar y redescribir sus estados anímicos (Schulze 2000). Desde el punto de vista schmittiano esto no es una verdadera actividad: “Un hombre no llega a ser una personalidad activa en sentido moral en la medida que sienta intensivamente placer o displacer; tampoco si su estado lo induce a paráfrasis impresionantes” (Schmitt 1998, 107). No obstante, el movimiento anímico que va de la tenencia de impresiones o vivencias a su retraducción en expresiones –en el cual el mundo sólo aparece como motivo desencadenante del proceso– es la forma del accionismo romántico. Esa “acción” permanece en la “intimidad del sentimiento” (Schmitt 1998, 17) y deja al mundo incólume. Se limita a acompañar los sucesos con críticas, ironías o manifestaciones emotivas de contento o descontento (por ejemplo, al modo de blogs, marchas o mensajes en facebook). Políticamente, esto se traduce en conservadurismo –sea cual sea la intensidad de la retórica–, en una transformación de la actividad política en una efímera experiencia emocional –vivida bajo la forma del carnaval, del duelo colectivo o de la simulación de guerra1 y destinada a que los participantes sepan de sí mismos como miembros de una multitud acalorada– y, finalmente, en una participación emotivo-expresiva en los eventos de significado colectivo, convertidos en una fuente inagotable de expresiones, más o menos elaboradas, de descontento o aprobación.

En suma: la estetización del lenguaje y las prácticas políticas representa, dentro del horizonte de la modernidad, un giro en la autocomprensión de los sujetos y en su accionar. Si en la fase moral-historicista de la modernidad, a la que sigue perteneciendo –a pesar de su antiutopismo y su antiuniversalismo– la propuesta del propio Schmitt, la acción política consistía en la realización de ideales absolutizados –en medio de la interacción polémica con otros agentes dotados de las mismas pretensiones–, en su fase esteticista otras son las coordenadas. Atrás quedan Robespierre y Metternich, Franco y Lenin, Laureano Gómez y Camilo Torres. La acción política se convierte ahora en la práctica, lejana –a pesar de la retórica– de todo espíritu revolucionario, de investir

1 Desde esta perspectiva, la pregunta que mueve a muchos de los participantes en los disturbios paralelos a las reuniones del G-8 no es tanto “¿Qué es un orden global justo y cómo imponerlo?” sino “¿Qué se siente oponerse al ‘sistema’?”. Las preguntas político-morales quedan en un segundo plano cuando se trata de gozar la atmósfera de confrontación, autoescenificarse como militante y entrar en “acción” mientras se escuchan en el i-Pod los éxitos de Rage Against the Machine.

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y desinvestir contenidos normativos cambiantes, en el distanciamiento irónico de todo lo institucional y todas las normas objetivadas, en la participación en instituciones locales, de pequeña escala, en la experimentación consigo mismo, con ocasión de acontecimientos públicos, en una reacción emotiva o expresiva al flujo de los eventos –según las ocasiones que pongan a la mano los medios–, en la defensa del pluralismo, la tolerancia y el diálogo, en la generación frankensteiniana de híbridos ideológicos y, finalmente, en el diálogo interior que acompaña la siempre presente indecisión electoral. El sujeto que corresponde al discurso estético, del cual el romanticismo es una forma anticipada, unifica este conglomerado de fenómenos en cuanto está definido por el deseo siempre abierto de autorrealización y autoexpresión, por la premeditada intensificación y sentimentalización de la relación consigo mismo y por su ambivalencia emocional y normativa. Éste es el sujeto narcisista y ansioso de fusión con el todo, creativo pero no subversivo, conservador pero siempre requerido de flexibilidad e innovación (en beneficio de la economía y en detrimento del spleen), ocasionalmente entusiasta y parcialmente desencantado, apático y participativo, personalista y universalista, propio de las democracias contemporáneas y el capitalismo posfordista (Boltanski y Chiapello 2002). El movimiento neorromántico del 68,2 con sus consignas anticapitalistas y opuestas al carácter abstracto, lejano y planificado de la democracia representativa, no hizo sino acelerar el proceso de consolidación de sus enemigos. A partir de allí, de esa mezcla de fiesta y revuelta, el descubrimiento de Schmitt emergió con plena fuerza en la historia:

Schlegel fue en realidad el ideólogo recóndito de la literatura de autoayuda y Novalis fue un precursor de los geniales creativos de Benetton©. 

Referencias 1. Armin, Adam. 1992. Rekonstruktion des Politischen. Carl Schmitt und die Krise der Staatlichkeit 1912-1933. Weinheim: VCH. Acta Humanoira. 2. Balakrishnan, Gopal. 2000. The Enemy. An Intellectual Portrait of Carl Schmitt. Nueva York: Verso. 3. Ball, Hugo. 1924. Carl Schmitts Politische Theologie. Hochland. Monatschrift für alle Gebiete des Wissens, der Literatur und Kunst 21, No. 2: 261-286. 4. Baudrillard, Jean. 1991. La transparencia del mal. Barcelona: Editorial Anagrama. 5. Bendersky, Joseph. 1973. Carl Schmitt. Theorist for the Reich. Nueva Jersey: Princeton University Press. 6. Beuys, Joseph y Clara Bodenmann-Ritter. 1995. Joseph Beuys: cada hombre, un artista: conversaciones en Documenta 5-1972. Madrid: Editorial Viso. 7. Bohrer. Karl Heinz. 1989. Die Kritik der Romantik. Der Verdacht der Philosophie gegen die literarische Moderne. Frankfurt: Suhrkamp. 8. Boltanski, Luc y Eve Chiapello. 2002. El nuevo espíritu del capitalismo. Madrid: Akal.

2 Caracterizo al movimiento del 68 como neorromántico porque, según lo dicho, presupone una noción de subjetividad con un talante estetizante. Un indicador de esto son las raíces schillerianas-novalianas del concepto de “plástica social” de Beuys (pasando por alto, obviamente, la visión, bastante crítica, que tenían Novalis y los Schlegel de Schiller); pero, más allá de esta particular conexión histórico-conceptual, se trata de una afinidad espiritual más global y profunda. Desde el 68, por ejemplo, emergió con fuerza el tema de la identidad de género como un asunto político. Vale la pena preguntarse si esto hubiera sido posible sin una comprensión bastante plástica del sujeto, según la cual él puede reinventarse a sí mismo, y sin la transformación de la relación consigo mismo, del cuerpo y el deseo, en el punto de partida de reivindicaciones públicas. Asimismo, toda la crítica a la burocratización de la política y, en general, a todas las estructuras jerárquicas (incluidas las de la izquierda), propia del 68, en cuyo lugar deberían aparecer organizaciones más rizomáticas, una “revolución molecular” (DeleuzeGuattari), presupone un discurso en el cual el impulso creador está en el centro. Basta pensar al respecto en el diálogo de Daniel CohnBendit con Sartre, en el cual el primero cataloga la organización y los programas políticos como algo “paralizante” y contrapuesto a la espontaneidad del movimiento estudiantil. Tanto el tema de la politización de la identidad como el de la crítica a la burocratización de la política suponen así una autocomprensión de los sujetos muy próxima al romanticismo, tal como lo describe Schmitt. El grafiti “La imaginación al poder” podría haber sido escrito por Novalis.

9. Dahlheimer, Manfred. 1998. Carl Schmitt und der deutsche Katholizismus. Paderborn: Ferdinand Schöningh. 10. Estévez, José. 1989. La crisis del Estado de derecho liberal. Schmitt en Weimar. Barcelona: Ariel. 11. Fichte. Johann. 1962. Fichte Gesamtausgabe. Bad-Cannstatt: Der Bayerischen Akademie der Wissensschaften. 12. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 1986. Vorlesungen über Ästhetik I. Frankfurt: Suhrkamp. 13. Janke, Wolfgang. 1970. Sein und Reflexion. Grundlagen der kritischen Vernunft. Berlín: Walter de Gruyter & Co. 14. Kant, Immanuel. 1991. Crítica del juicio. México: Porrúa.

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“Todos son genios”. La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt Carlos A. Ramírez

Dossier

25. Quaritsch, Helmut (Comp.). 1988. Complexio Oppositorium. Über Carl Schmitts Vorträge und Diskussionsbeiträge des 28. Sonderseminars 1986 der Hochschule für Verwaltungswissenschaften. Speyer. Berlín: Duncker & Humblot.

15. Kaufmann, Mathias. 1988. Recht ohne Regel? Die philosophischen Prinzipien in Carl Schmitts Staats- und Rechtslehre. Friburgo: Alber. 16. Kippenberg, Hans. 2001. Riesebrodt, Martin. Hrsg. Max Webers “Religionssystematik”. Tubinga: Mohr Siebeck.

26. Reiter, Josef. 1972. System und Praxis. Zur kritischen Analyse der Denkformen neuzeitlicher Metaphysik im Werk von Malebranche. Friburgo/Múnich: K. Alber.

17. Köhler, Walther. 1915. Rezension: der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen. Schmollers. Jahrbuch für Gesetzgebung, Verwaltung und Volkswirtschaft im Deutschen Reich 39: 451- 453.

27. Schmitt, Carl. 1914. Wert des Staates und Einzelne. Tubinga: J. G. B. Mohr (Paul Siebeck). 28. Schmitt, Carl. 1991. Glossarium. Aufzeichnungen der Jahre 1947-1951. Berlín: Duncker & Humblot.

18. Lipovetsky, Gilles. 1992. El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Barcelona: Anagrama.

29. Schmitt, Carl. 1998. Politische Romantik. Berlín: Duncker & Humblot.

19. Lipovetsky, Gilles. 2002. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.

30. Schmitt, Carl. 1999. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial.

20. Lukács, Georg. 1968. Rezensionen 1928: Carl Schmitts: Politische Romantik (1928). En Geschichte und Klassenbewusstsein, ed. Georg Lukács, 695-696. Neuwied: Luchterhand.

31. Schmitt, Carl. 2003. Tagebücher. Oktober 1912-Februar 1915. Berlín: Akademie Verlag. 32. Schulze, Gerhard. 2000. Die Erlebnisgesellschaft. Kultursoziologie der Gegenwart. Frankfurt: Campus.

21. Mehring, Reinhard. 1989. Pathetisches Denken. Carl Schmitts Denkweg am Leitfaden Hegels: katholische Grundstellung und antimarxistische Strategie. Berlín: Duncker & Humblot.

33. Ulmen, Gary. 1991. Politischer Mehrwert. Eine Studie über Max Weber und Carl Schmitt. Weinheim: Acta Humanoira.

22. Meyric, Henry. 2006. The Oft Disconcerting Future of Romantic Art. En Ungleichzeitigkeiten der europäischen Romantik, comp. Alexander Von Bormann, 415- 427. Würzburg: Königshausen & Neumann.

34. Von Bormann, Alexander. 2006. Ungleichzeitigkeiten der Europäischen Romantik. Würzburgo: Königshausen & Neumann. 35. Weber, Max. 1992. Wissenschaft als Beruf. Politik als Beruf. Gesamtausgabe. Tubinga: J. C. B. Mohr (Paul Siebeck).

23. Nagel, Rolf. 1981. Briefe von E.R. Curtius an Carl Schmitt (1921-1922 ). Archiv für das Studium der neueren Sprachen und Literaturen 133, No. 218: 1-15. 24. Orestes, Héctor (Comp.). 2001. Carl Schmitt, teólogo de la política. México: Fondo de Cultura Económica.

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Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo por Javier

Domínguez Hernández*

Fecha de recepción: 9 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 17 de septiembre de 2009 Fecha de modificación: 8 de octubre de 2009

Resumen Por sus logros literarios y filosóficos, la representación establecida del romanticismo y el idealismo alemanes goza hoy de una imagen favorable, que solapa la virulencia política e ideológica que enfrentó a sus protagonistas. Schlegel, Hegel y Heine representan bien ese debate. El artículo aprovecha la distinción entre lo romántico y el romanticismo. Schlegel es el autor de la tipología del arte romántico, el arte europeo que se generó al abrigo de su cristianismo, y se fue desacralizando hasta sus condiciones modernas. El romanticismo, bien caracterizado por La escuela romántica de Heine, es la conversión de esta estética romántica en una ideología medievalizante y retardataria, en una política cultural hostil a la Ilustración alemana, que Heine critica por razones históricas, políticas y sociales, y Hegel, por razones filosóficas. En materia filosófica, el pensamiento romántico criticado por Hegel ya no es el de Schlegel sino el de Schelling.

Palabras clave: Lo romántico, el romanticismo, arte y política, política cultural.

The Romantic and Romanticism in Schlegel, Hegel, and Heine: A Debate about the Political Culture of Art and Its Era

Abstract Given their literary and philosophical achievements, German Romanticism and German Idealism enjoy a good reputation, covering up the political and ideological virulence that its main protagonists – such as Schlegel, Hegel and Heine – had to face. This article distinguishes between Romantic and Romanticism. Schlegel devised a typology of Romantic art. This European art form, which developed under the preserve of Christianity, gradually lost its sacred character as it became modern. Romanticism, well characterized by Heine`s “Romantic School,” is the conversion of this Romantic aesthethic into a medievalizing and conservative ideology in the context of a political culture hostile to German Enlightenment, which was criticized by Heine for historical, political and social reasons, and by Hegel for philosophical reasons. In terms of philosophy, the Romantic thought criticized by Hegel was not that of Schlegel but that of Schelling.

Key words: Romantic, Romanticism, Art and Politics, Political Culture.

O assunto romântico e o romantismo em Schlegel, Hegel e Heine. Um debate de cultura política sobre a arte e seu tempo

Resumo Por causa de seus logros literários e filosóficos, a representação estabelecida do romantismo e o idealismo alemão têm uma imagem favorável que dissimula a virulência política e ideológica que enfrentou a seus protagonistas. Schlegel, Hegel e Heine representam bem esse debate. O artigo aproveita a distinção entre o assunto romântico e o romantismo. Schlegel é o autor da tipologia da arte romântica, a arte européia gerada sob a proteção do cristianismo e foi perdendo seu halo sagrado até suas condições modernas. O romantismo, muito bem caracterizado pela Escola romântica de Heine, é a conversão desta estética romântica numa ideologia medievalizante e retardatária, numa política cultural hostil à Ilustração alemã, que Heine critica por razões históricas, políticas y sociais, y Hegel, por razões filosóficas. Em matéria filosófica, o pensamento romântico criticado por Hegel já não é aquele de Schlegel, mas sim aquele de Schelling.

Palavras chave: O assunto romântico, o romantismo, arte e política, política cultural. * Doctor en Filosofía de la Universidad de Tubinga, Alemania; Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Áreas de trabajo e investigación: filosofía hermenéutica, estética y filosofía del arte. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Danto y el pluralismo en el arte y la crítica de arte contemporáneos. En Estudios de Filosofía. III Congreso Iberoamericano de Filosofía. Memorias, 415-432. Medellín: Universidad de Antioquia, 2008; El arte en la “Fenomenología del espíritu” de Hegel. Exégesis – UPR 22, No. 65: 27-37, 2009. Actualmente se desempeña como profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Correo electrónico: jjdominguez@quimbaya.udea.edu.co.

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Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo

Javier Domínguez Hernández

Dossier

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programa estético de libertad de pensamiento, frente a los lastres del pensamiento racionalista de la Ilustración, pronto se deshacen. Hegel se afianza en la racionalidad de la filosofía; Schlegel, de cuna protestante, se convierte al catolicismo y se apuntala en la fuerza tradicionalista de la religión, y hacia los años veinte del siglo XIX, la manera de pensar de estos intelectuales se polariza en frentes de una oposición política sin atenuantes. En 1821, en uno de sus apuntes, Schlegel anota sobre Hegel que el concepto de espíritu de su filosofía “no es más que el desarrollo del Anticristo, la auténtica doctrina del Leviatán”.1 Hegel, por su parte, sin nombrar a Schlegel (ni a Novalis) pero oponiéndose a lo que como intelectual defendía en su posición política, excluye los dos pilares de sus críticas, el cristianismo medieval y el arte, como las prendas gracias a las cuales había que restituir el espíritu en la sociedad moderna, y subsanar así el materialismo que, según Schlegel, carcomía su mentalidad. Para Hegel, en cambio, la invocación del pensamiento religioso era un anacronismo para la mentalidad y el espíritu modernos: “Ya pasaron los hermosos días del arte griego, así como la época dorada de la baja Edad Media” (Hegel 1989, 13).2 El caso de Heine es también representativo para una caracterización de lo romántico y el romanticismo desde sus protagonistas, y no desde la posteridad. Heine fue originalmente un poeta romántico; uno de sus libros más exitosos, Buch der Lieder (Libro de canciones), aparece en 1828, cuando la literatura romántica ya ha perdido actualidad; sin embargo, tras los acontecimientos de la Revolución de Julio de 1830, que en Alemania tuvo resultados tan diferentes a los de París, pues en Alemania fueron reprimidas las aspiraciones liberales y se impuso una fuerte censura, Heine, quien había tomado partido por ellas, rompe drásticamente con la manera de concebir la función del artista y el intelectual en la sociedad que representaron los románticos (y hasta el propio Goethe), y en 1831 abandona Alemania y se radica en París. A partir de 1833 comienza a publicar allí una serie de artículos para ilustrar a los franceses sobre la vida intelectual alemana, y de esos artículos aparece en versión alemana,

o romántico y el romanticismo es el tema de un libro reciente de Rüdiger Safranski, donde caracteriza el romanticismo como una época, y lo romántico como una actitud del espíritu que no se circunscribe a ninguna, aunque halló su culminación en la época del romanticismo. Lo romántico lo ve alborear en 1769, con Gottfried Herder, y lo extiende hasta los movimientos estudiantiles de 1968 y sus consecuencias posmodernas. Una de las características que Safranski destaca del romanticismo es la relación subterránea que mantiene con la religión, a la cual continúa con medios estéticos. Era una manera de oponerse al mundo desencantado del pensamiento ilustrado, donde la religión fue retirada de su pedestal, fue puesta al lado del mito, y se le deparó crítica. Pero otra de las características del romanticismo es su triunfalismo sobre el principio de realidad, que es el punto donde comienzan los problemas con él, como lo anota Safranski: “Es bueno para la poesía y malo para la política, en el caso de que se extravíe en lo político” (Safranski 2009, 15). En lo que sigue retomamos también la distinción entre lo romántico y el romanticismo, pero en una acepción diferente. No la tomamos para nosotros hoy, como lo hace Safranski, sino como la percibieron tres de sus protagonistas, que aunque en principio se encuentran en el concepto de lo romántico, se diferencian en la apreciación del romanticismo. La diferencia tiene que ver con el triunfalismo anotado sobre el principio de realidad, cuando lo romántico se utiliza para determinar el presente, mezclando indebidamente la poética y la política. Schlegel representa esta posición; Hegel y Heine son sus críticos. Los tres comparten el interés por el arte, pero difieren en la concepción de su función en la política. Friedrich Schlegel (1772-1829), G. W. F. Hegel (17701831) y Heinrich Heine (1797-1856) son intelectuales protagonistas de lo que hoy denominamos la generación del romanticismo y el idealismo. Estas denominaciones hoy tan establecidas y, sobre todo, tan apreciadas por un reconocimiento literario y filosófico que las ha convertido en carta de presentación de la tradición intelectual alemana poco nos revelan de las intensas tensiones que los enfrentaron. En el caso de Hegel y Schlegel, las afinidades políticas e intelectuales de juventud, que hacia 1797 los acercaban en torno a una nueva mitología, un

1 Schlegel escribe: “El error fundamental de Hegel estriba en que confunde a Satán con el buen Dios. Su libertad es el principio malo, su derecho pagano, su espíritu mundano, tal y como se desarrolla en los espíritus de los pueblos, no es más que el desarrollo del Anticristo, la auténtica doctrina del Leviatán. Esta sutileza atea es pura escolástica, es decir, racionalismo sin substancia, desligado de todo contenido y referencia positivos” (Schlegel 1983, 953). 2 Según la segunda edición de H. G. Hotho, de 1842, con traducción al español de 1989. Más adelante reitera Hegel: “Por más eximias que encontremos todavía las imágenes divinas griegas, y por más digna y perfectamente representados que veamos a Dios Padre, a Cristo y a María, en nada contribuye esto ya nuestra genuflexión” (Hegel 1989, 79).

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en 1835, La escuela romántica. Este libro es su ajuste de cuentas con lo que para él es ahora el romanticismo. “La escuela romántica” es la literatura y la intelectualidad del pasado, la del presente es la del movimiento Das junge Deutschland (La Joven Alemania), de la cual Heine se siente militante.3 La representación que hoy tenemos del romanticismo alemán, por su denominación, es la que caracterizó Heine; sin embargo, ya no percibimos que fue una caracterización peyorativa.4

como el resultado fecundo de la “unión de los talentos” de la “nueva escuela”. Para sus contemporáneos, esta escuela correspondía a lo que en la historia de la crítica literaria se había identificado ya como el círculo de los románticos de Jena, aglutinados en torno a la revista Athenäum, editada por Friedrich y su hermano August Wilhelm Schlegel (1767-1845). Para “nuestros románticos” los románticos no eran ellos, ellos se sentían infortunadamente “modernos”, sino que los románticos por excelencia eran Dante, Ariosto, Tasso, Cervantes y, sobre todo, Shakespeare.6

Es útil, además, hacer notar de entrada que “nuestros románticos” no se llamaron a sí mismos románticos, sino la “nueva escuela”. Esta denominación la usó el propio Friedrich Schlegel cuando preparaba la edición de sus Obras, y, en particular, cuando preparaba la reedición de su reconocido escrito de 1800, Diálogo sobre la poesía, que puede considerarse el documento que compendia el significado de la sensibilidad y el gusto nuevo del romanticismo, frente al espíritu dieciochesco, de tradición racionalista y de gusto clasicista.5 Pensando en su reedición, Schlegel destaca dicho diálogo

También es útil dejar en claro que el término original e inicial fue el calificativo “romántico”. Aparece a mediados del siglo XVII y tiene tinte peyorativo, pues se usa para referirse a “la romanesca”, ese tipo de literatura que no merece ser tratada como literatura artística o canónica, según el criterio de obras referenciales de la época, como El arte poético (1674) de B. N. Boileau, o en pleno siglo XVIII en una obra como La Enciclopedia (1751-1780). Sin embargo, poco a poco lo “romántico” va ganando expansión y aceptación, gracias al sentido cultural positivo que mantuvo entre los ingleses en el modelo aparentemente natural de sus parques y jardines, que en realidad no era una naturaleza “natural” sino “pintoresca”, de diseño de cuadro, y en el gusto decorativo y literario por lo gótico o medieval. Aunque las fuentes para detectar la comprensión de lo romántico son numerosas, el papel de los hermanos Schlegel fue decisivo: Friedrich es indiscutiblemente la cabeza; él es el autor de la propuesta estética y es el talento crítico; August Wilhelm, sin embargo, es también importante, por la difusión europea de las ideas románticas, gracias al éxito de las traducciones de sus lecciones Sobre el arte dramático y la literatura, dictadas en Viena en 1808.7 Ambos hermanos determinaron la cronología y la tipología del concepto de lo romántico, tal como se puede comprobar en el uso que hicieron del término filósofos como Schelling y Hegel, o el propio Heine. Sin embargo, aunque sobre la cronología y la

3 Heine hace esta confesión al referirse a la obra de Jean Paul, “el único”, pues no cabe ni en la escuela romántica ni en “la escuela goetheana del arte”. Heine pretende, como Jean Paul, una obra entregada a su tiempo y henchida de época, en la que el corazón y los escritos sean la misma cosa, justo la peculiaridad de los escritores de la actual Joven Alemania, escritores “que tampoco quieren realizar ninguna distinción entre la escritura y la vida, que nunca separan la política de la ciencia, el arte o la religión y que, simultáneamente, son artistas, tribunos y apóstoles” (Heine 2007, 158). La Joven Alemania fue una consigna de Ludolf Wienbarg (1802-1872) en sus Campañas estéticas. Se publica en 1834 y Heine se une a ella en la versión alemana de La escuela romántica; ver Heine (2007, 158 y 160). 4 En los pasajes sobre el poeta Ludwig Uhland (1787-1862), Heine confiesa su juventud genuinamente romántica y advierte la diferencia entre su manera de sentir y ver las cosas en 1813, y ahora, en 1833, cuando escribe La escuela romántica: “Hace veinte años era un muchacho; en ese entonces, ¡con qué desbordante entusiasmo hubiera podido celebrar al excelente Uhland! En ese momento sentía su excelencia quizá mejor que ahora; me encontraba más cercano a él en el sentimiento y el pensamiento. ¡Pero ha sucedido tanto desde entonces! Lo que me parecía espléndido, ese carácter católico y caballeresco, aquellos jinetes que en un torneo aristocrático se batían y atravesaban, aquellos tiernos escuderos y las decorosas damas nobles, aquellos héroes nórdicos y trovadores, aquellos monjes y monjas, aquellas tumbas paternas con temblores proféticos, esos pálidos sentimientos de renuncia con tañidos de campanas y el eterno lamento melancólico, ¡cuán amargos se me han vuelto desde entonces! Sí, alguna vez fui diferente” (Heine 2007, 175). 5 Heine no se refiere expresamente a esta obra en La escuela romántica, pero sí destaca el período de Jena, del cual surgió el Diálogo sobre la poesía, como el período del surgimiento de una nueva estética, al cual describe positivamente. Heine también era crítico del neoclasicismo: “Jena, donde estos dos hermanos, junto con muchos espíritus afines, se reunían de cuando en cuando, fue el centro desde el que se difundía la nueva doctrina estética. Digo doctrina porque esta escuela comenzó con el juicio de las obras de arte del pasado y con la fórmula para las obras de arte del futuro. En ambas direcciones, la escuela de los Schlegel tiene grandes méritos dentro del terreno de la teoría estética” (Heine 2007, 56).

6 Hay varias ediciones españolas de Diálogo sobre la poesía. En lo que sigue se citará según Schlegel (1994a). En los estudios de Germánicas, el Diálogo sobre la poesía se considera la referencia que marca el surgimiento de la historia de la literatura y la crítica literaria alemanas. Compárese Bianca Theise. Januar 1800. Die Entstehung von Literaturgeschichte und Literaturkritik (Wellbery 2007). 7 Heine se contó entre los discípulos académicos de A. W. Schlegel; sin embargo, en La escuela romántica lo trata despectivamente, considera que sólo se alimentó de las ideas de su hermano, difundiéndolas, aunque encomia sus traducciones, sobre todo las de Shakespeare (Heine 2007, 93s). En cuanto a Friedrich, Heine pasa por alto su Diálogo sobre la poesía, y elogia en cambio dos obras posteriores: Sabiduría y lengua de los hindúes, de 1808, y Lecciones sobre la historia de la literatura, de1815 (Heine 2007, 96).

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Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo

Javier Domínguez Hernández

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un anticipo de la ideología político-cultural que poco después, y cada vez con más ahínco, defendieron intelectuales románticos como Schlegel. Novalis consideraba que este escrito había que leerlo “con fe y con amor”, y debido a que en él proponía una poetización político-religiosa del Estado, era algo que venía justo para ser publicado en 1826, como un soporte intelectual más, a favor de la política de Restauración que Prusia y Austria practicaban en este momento, y de la cual Friedrich Schlegel llegó a ser temporalmente dignatario.8 Entendido como política cultural restauracionista, Hegel va a ser crítico del romanticismo, y su tesis de que “Considerado en su determinación suprema, el arte es y sigue siendo para nosotros, en todos estos respectos, algo del pasado” (Hegel 1989, 79) tiene que ver con su rechazo a uno de los pilares de la política cultural romántica, el de la utilización del arte como instrumento privilegiado para recristianizar la cultura, que, como estaban las condiciones políticas en Prusia, debía ser una cultura de “credo y patria”. Por su parte, la crítica mordaz de Heine a “la escuela romántica”, en especial, al ala erudita y literaria de los Schlegel, se debe al servicio que prestaron con su discurso a los intereses y los privilegios monárquicos, aristocráticos y eclesiásticos, que lograron aplazar una y otra vez las demandas de los movimientos burgueses, liberales y republicanos. Como ya se anotó, La escuela romántica de Heine es un libro escrito con el fervor de la lucha por “la Joven Alemania”, aunque con el sentimiento de frustración por la derrota de tales ideales en los acontecimientos de 1830, que, de todos modos, conmovieron el poder de Prusia.9

tipología de lo romántico hay una aceptación general básica en cuanto a su origen medieval y cristiano, saltan ambigüedades con la tipología del romanticismo que no se pueden resolver, pues son ambigüedades en los mismos autores que nos ocupan. Para los románticos, Hegel y Heine incluidos, lo romántico es lo que no es lo antiguo, la poesía y el arte que se nutren del humanismo grecolatino, y surge como lo europeo genuino, pero al desarrollo de lo romántico pertenece la configuración de lo moderno. Los románticos son modernos que se resisten a ello; en cambio, Hegel y Heine asumen la modernidad sin ningún remilgo, y hacen de ella bandera para ser críticos de la escuela romántica. Heine avanza en este punto más que el propio Hegel, no sólo por la naturaleza del debate que a Heine le interesa, el debate político-literario, sino porque sobrevive a ambos casi tres décadas. Nuestra representación actual del romanticismo como fenómeno y época literarios corresponde a la que nos legó Heine, con una gran diferencia: no lo catalogamos tan peyorativa y concluyentemente como él. Las profundas diferencias, sobre todo de Hegel y Heine frente a Schlegel, se deben a un proceso complicado de historia, de política y de concepción de la política cultural, tanto la del Estado como la del intelectual en él. La conversión de la poética de lo romántico en programa de política cultural en los centros del poder en Alemania es lo que estimula la crítica de Hegel desde la filosofía, y la de Heine desde la prensa. La atmósfera de los tiempos de Jena (1795-1800) es la de un joven romanticismo lleno de espíritu libertario, en parte animado por las esperanzas que despertó la Revolución Francesa, que estimulaban el deseo de una Alemania unida y republicana, pero también inquieto, por el régimen de terror que se apoderó del Estado revolucionario. Frentes contrapuestos se van perfilando tras las invasiones de Napoleón, que comienzan en 1801, hasta las Guerras de Liberación que lo derrotan entre 1813 y 1814, y dividen las mentalidades. Napoleón representaba el espíritu de la secularización y la modernización de la política, y como no hay invasiones sin violencia y destrucción, se despiertan en Alemania los sentimientos nacionalistas, y con ellos, la representación de un pasado cristiano y modélico, la Edad Media del “Sacro Imperio Romano Germánico”. Es la evocación de un paraíso perdido cuyos valores espirituales había que restaurar, si se quería erradicar el materialismo que trajo consigo la cultura moderna. En este sentido, un discurso como La cristiandad o Europa de Novalis (1772-1801), leído en Jena en 1799 y publicado por Schlegel en 1826, fue

8 El diagnóstico de Novalis sobre el presente en La cristiandad o Europa, era que estábamos a las puertas del retorno al ideal de vida del Medioevo: una fe, una cabeza política y religiosa, y un modo de vida común. Para Novalis, la tragedia de Europa había comenzado con la Reforma protestante. Cfr. Novalis (2004, 97-120). 9 Heine resume así los acontecimientos: “Durante el periodo en que se preparó esta lucha, prosperó del modo más esplendoroso una escuela hostil al espíritu francés y que exaltaba, tanto en el arte como en la vida, todo lo que perteneciera a la tradición popular alemana. En ese entonces, la escuela romántica caminaba codo a codo con los esfuerzos de los gobiernos y las sociedades secretas, y el señor August Schlegel conspiró contra Racine con el mismo propósito con que el ministro Stein conspiró contra Napoleón. La escuela nadaba a favor de la corriente de los tiempos; aquella corriente que fluía de regreso al origen. Cuando, en última instancia, vencieron el patriotismo alemán y la nacionalidad alemana, triunfó también definitivamente la tradicional, germana, cristiana escuela romántica, el “arte neoalemánreligioso-patriótico”. Napoleón, el gran clásico, tan clásico como Alejandro y César, se derrumbó, y los señores August Wilhelm y Friedrich Schlegel, los pequeños románticos, tan románticos como Pulgarcito y el Gato con Botas, se erigieron como vencedores” (Heine 2007, 63). Heine aprovecha aquí cuentos de otro de los representantes de la escuela, Ludwig Tieck (1773-1858), para ridiculizar a los Schlegel. Sobre el “arte neoalemán-religioso-patriótico”, ver más adelante nota 17.

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La concepción de lo romántico en Friedrich Schlegel

valga decirlo, de su modernidad. De hecho, el concepto de lo romántico para ambos es un marco histórico en el cual la figura moderna de la subjetividad va ganando el protagonismo. En el caso de Schlegel, éste habla de un arte propiamente romántico en “nuestra época no romántica”, “en nuestra época no fantástica” (Schlegel 1994b, 130 y 132), con lo cual indica el sello racionalista y secular que la Ilustración moderna ha instaurado como un punto de no retorno en la cultura europea; con ella, quiéralo o no, ha de contar siempre el espíritu romántico, y en tal sentido, el romanticismo es moderno y, al mismo tiempo, es crítico de la modernidad. En el caso de Hegel, cuando Hegel habla del arte de su momento, “El final de la forma artística romántica” (Hegel 1989, 441-447),12 se refiere a él como un arte en el cual las particularidades individuales han cobrado tal dimensión para darle su sello, que caracteriza su forma romántica como “disolución”. No significa que la forma artística romántica se disuelve para darle paso a otra, sino que la forma artística de lo que nosotros llamamos el arte moderno es disolución de por sí: la indiferencia, la inadecuación y la separación entre idea y figura en la obra de arte quedan a merced de la subjetividad del artista, de su solvencia o su vanidad espirituales, de “su humor subjetivo”, una expresión que Hegel prefiere al término en boga de los románticos: “la ironía”. “El arte romántico –dice Hegel– es la trascendencia del arte más allá de sí mismo, pero dentro de su propio ámbito y en la forma del arte mismo” (Hegel 1989, 60). Este rasgo del arte de la forma romántica, la puja de lo reflexivo y lo conceptual en él, es lo que más se desarrolla en el arte de la cultura moderna, pues gracias a ella, según Hegel, para el arte todo resulta posible. Para Schlegel y Hegel, lo romántico y lo moderno todavía cohabitan con sus diferencias, ambos mueren en 1829 y 1831, respectivamente, ambos conviven con las tensiones de la Restauración, cuya política fue uno de los propósitos del Congreso de Viena de 1815, tras la derrota de Napoleón. Schlegel se comprometió con ella, a Hegel le tocó lidiarla, sobre todo en su período de Berlín, de 1820 a 1831 (Duque 1999).13 La diferencia radical entre Schlegel y Hegel, que es más sobre el romanticismo que sobre lo romántico, ha de tratarse más adelante, luego de la exposición de lo romántico en Schlegel.

La escogencia de Schlegel para caracterizar lo romántico, que hacia 1800 palpitaba ya en la joven generación alemana, se debe a la claridad con que logra captarlo y exponerlo en su escrito Diálogo sobre la poesía, en especial, en el aparte tercero, subtitulado Carta sobre la novela. El término alemán “romántico” está etimológicamente asociado al de novela, Roman, y la contribución original de Schlegel consiste en librar lo romántico de ser mera designación de un estilo literario, la novela como género, y concebirlo como poesía en cuanto tal, es decir, como una poética en la cual se ha forjado una concepción intuitiva del mundo, y en consonancia con ella, todas las artes que la representan.10 Hegel aprovecha en este sentido el pensamiento de Schlegel cuando, para caracterizar lo propio de la tercera de las formas universales del arte, la denomina “el arte de la forma romántica”. Las dos formas anteriores del arte corresponden a dos concepciones intuitivas y diferentes del mundo: la simbólica, la más arcaica, referida especialmente a las artes del Oriente antiguo, y la forma clásica, que se refiere predominantemente al arte del mundo griego. El arte de la forma romántica designa en Hegel, al igual que en Schlegel, todas las artes que se desarrollan al abrigo del mundo de la cultura cristiana, desde el temprano medioevo hasta el presente. Heine, en cambio, sin desconocer la verdad histórico-literaria del mundo romántico, ya no ve en él el presente, ya no se entremezclan lo romántico y lo moderno, como en Schlegel y Hegel, sino que lo romántico es para él, tajantemente, como La escuela romántica, arte y mentalidad del pasado. El presente no puede ser sino moderno, y en cuanto tal, su obligación política e intelectual es ser antídoto de lo romántico, así reconozca, como ya se anotó, que lo fue en su juventud.11 De inmediato surge la inquietud por la manera como Schlegel y Hegel comprendieron el arte de su presente, 10 Afín a esta ampliación del sentido de lo romántico, de lo meramente novelesco a un tratamiento romántico de la vida humana, es el apunte 1367 (V) de Novalis en su Enciclopedia. Es interesante señalarlo, pues la novela, el Roman, aparece en él como el compendio de la vida: “No hay más romántico que lo que habitualmente se denomina como mundo y destino. – Vivimos en una novela colosal (grande y pequeña). Consideración de los acontecimientos a nuestro alrededor. Orientación, enjuiciamiento y tratamiento románticos de la vida humana” (Marí 1979, 159). 11 La tipología básica de lo romántico vale también en Heine, pues según él mismo lo afirma, gracias al cristianismo, a las instituciones de la Iglesia católica, que convirtieron a los nórdicos y subyugaron su rudeza, comenzó “la civilización europea”. La poesía épica de la Edad Media, sea sagrada o profana, es en esencia cristiana (Heine 2007, 44).

12 Danto ve en este importantísimo pasaje de Hegel la base conceptual para el pluralismo en el arte, cuya realidad y conciencia han sido logro del arte de la segunda mitad del siglo XX. Cfr. A.C. Danto, Hegels These vom Ende der Kunst (Wellbery et al. 2007, 680). 13 El estudio de Félix Duque se concentra en el período de 1815, inicio de la Restauración, con el Tratado de Viena, hasta la Revolución de 1848, que condujo a la convocatoria de la Asamblea Nacional en la Paulskirche de Fráncfort.

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Lo romántico y el romanticismo en Schlegel, Hegel y Heine. Un debate de cultura política sobre el arte y su tiempo

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La primera y más general caracterización de lo romántico, para Schlegel, está dada por la fantasía y el tono confesional, que está presente en toda poesía: “Pienso la cosa así. La poesía está tan profundamente enraizada en el hombre que, incluso en las circunstancias más desfavorables, continúa siempre creciendo de modo salvaje” (Schlegel 1994b, 132). Todo pueblo tiene sus canciones, sus historias, sus dramas, pero la poesía no está sólo en ellas, sino que también hay una “poesía natural” (Naturpoesie), la cual está presente en la prosa de sus eruditos, en su crítica, en su humor; poesía y prosa no son incompatibles. Schlegel piensa con esto en autores como Swift, Sterne, Diderot, notoriamente modernos, difícilmente asociables a una sensibilidad romántica.

embargo, una mera indicación, sólo un acercamiento; la pregunta es insoslayable para Schlegel: “¿Qué es, pues, lo sentimental? Lo que nos interpela, aquello en lo que domina el sentimiento, y no el sensual sino el espiritual. La fuente y el alma de todas estas emociones es el amor, y el espíritu del amor debe, en la poesía romántica, planear por todas partes, invisible-visible: esto debe decir toda definición” (Schlegel 1994b, 134). El amor y la fantasía constituyen la dinámica íntima de este primer aspecto esencial de lo romántico, pues “Sólo la fantasía puede captar el enigma de este amor y representarlo como enigma; y esta enigmaticidad es la fuente de todo lo fantástico en la forma de toda representación poética” (Schlegel 1994b, 134). En el amor pulsa la fuerza divina y prístina de la naturaleza, y en la fantasía, la fuerza múltiple por exteriorizarse. La solución feliz de esta tensión produce el mejor arte; cuando se queda sólo en el mundo de las apariencias, lo que aparece es sólo ingenio.

Pero la caracterización decisiva de lo romántico está determinada por dos aspectos, por lo sentimental y por el fundamento histórico, por transfigurado que este último esté, pues lo romántico, a diferencia de lo antiguo, piensa ya desde la historia, no puede dar el mito por sentado. Sin embargo, lo sentimental es una categoría fácilmente desorientadora. Friedrich Schiller (1759-1805) la había usado recientemente en su escrito de 1795, Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, para caracterizar los dos modos fundamentales de la elaboración y la expresión artísticas, y para distinguir el arte de los antiguos y los modernos (Schiller 1985). El término no había sido de aceptación general, era inevitable asociarlo todavía peyorativamente a sentimentalismo, y como para Schlegel, según su parecer y su terminología, “romántico es lo que nos representa una materia sentimental en una forma fantástica” (Schlegel 1994b, 133), el término “sentimental” tenía que ser precisado de nuevo. Lo sentimental es un rasgo que puede aparecer con mayor o menor claridad en todas las artes, sobre todo en la pintura, pero en el caso de la música, éste es el arte romántico por excelencia: “la música moderna, si se tiene en cuenta la fuerza humana que la domina, ha permanecido tan fiel, en conjunto, a su carácter, que sin miedo podría llamarla un arte sentimental” (Schlegel 1994b, 134).14 Ésta es, sin

El segundo aspecto esencial de lo sentimental que define lo romántico es, como ya se anotó, el fundamento histórico, que distingue tan radicalmente la poesía antigua y la romántica. En la poesía antigua no cuenta la distinción entre apariencia y verdad, juego y seriedad. Es poesía ajustada al mito, no a la historia. La tragedia antigua era a tal punto un juego, afirma Schlegel, que el poeta que hubiese representado un hecho real y serio para el pueblo habría sido castigado. “La poesía romántica, en cambio, descansa toda ella en un fundamento histórico, más de lo que se cree y se sabe” (Schlegel 1994b, 135), su fantasía pasa por lo histórico, como el ejemplo que pone de Boccaccio, donde casi todo es historia verdadera, al igual que en las fuentes de las que proviene la inventiva romántica. Esta oposición entre antiguo y romántico la enfatiza Schlegel para marcar la diferencia entre romántico y moderno, es decir, para dejar en claro que él no es romántico, como lo consideramos nosotros hoy, sino moderno. Pienso que [lo romántico y lo moderno] son tan diversos como las pinturas de Rafael y de Correggio difieren de los grabados ahora de moda. Si quieres ver con toda claridad la diferencia, lee Emilia Galotti, tan indeciblemente moderna como en nada romántica, y recuerda luego a Shakespeare, en el cual querría poner el verdadero centro, el núcleo de la fantasía romántica. Aquí busco y encuentro yo lo romántico, en los más antiguos entre los modernos, en Shakespeare, en Cervantes, en la poesía italiana, en aquella anti-

14 La relevancia de la música en el espíritu del romanticismo adquiere un matiz especial en Hegel. En él, la música no es un arte sentimental, una palabra más bien ingrata para él, sino el arte del ánimo, al punto que la considera “el tono fundamental de lo romántico”, y cuando hay un contenido determinado de la representación, lírico, también algo tonal: “lo lírico es para el arte romántico el rasgo fundamental elemental, una nota pulsada también por la epopeya y el drama y que incluso exhalan las obras del arte figurativo como un hálito universal del ánimo” (Hegel 1989, 388). Cuando Hegel celebra “la magia del color” en la pintura de los holandeses, habla de “una música objetiva, un resonar de los colores” (Hegel 1989, 439).

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Hegel y Heine por el presente, contra el

gua edad de los caballeros, del amor y de las fábulas, de la que derivan la cosa y la palabra mismas (Schlegel 1994b, 135).15

romanticismo y su aversión contra lo moderno

La crítica de Heine: desde la historia,

La importancia de la demarcación de esta pléyade de poetas como el verdadero centro y núcleo de lo romántico tiene que ver con el hecho de que para la cultura europea de la tradición cristiana ella representa “lo único que puede constituir un contrapunto a las poesías clásicas de la antigüedad”. Si Europa tuviera que revisarse e identificar con qué poesía propia podría ponerse a la altura de la antigua, ésta sería la única digna, su poesía romántica, la de “los más antiguos entre los modernos”, no la poesía del neoclasicismo de tradición erudita: “sólo estas flores eternamente frescas de la fantasía son dignas de coronar las antiguas imágenes de los dioses” (Heine 2007, 62). Schlegel extrae inmediatamente de esta comparación una conclusión programática, que hacia 1800 parece razonable: si la poesía antigua tuvo su fuente en el epos, nuestra poesía moderna ha de tenerlo en la novela, en el Roman, con una diferencia: “lo romántico no es tanto un género cuanto un elemento de la poesía” (Heine 2007, 62). Es la poesía la que debe ser romántica, sólo esa poética puede ser la fuente de renovación espiritual de la mentalidad y la fantasía alemanas. En este momento, el programa romántico, lo romántico como poética, puede comprenderse como asunto interno de la literatura y el arte.

la sociedad y la política

Como crítica al romanticismo, La escuela romántica de Heine es un poco posterior a la crítica de Hegel; sin embargo, se va a exponer en primer lugar. Es la crítica desde el punto de vista de la historia, la sociedad y la política. Heine da una explicación sobre las causas que favorecieron el rápido desarrollo hacia la orientación cristiana alemana antigua, que, aunque aguda e ilustradora, es igualmente criticable. Es una explicación plausible para entender la mentalidad comunitarista y popular que las élites consiguieron estimular (los príncipes, el protestantismo y el catolicismo, y la hidalguía rural o los Junkers), pero es una explicación que tiene problemas, pues supone una Alemania de rústicos. Esta representación de Alemania casa bien con la autosuficiencia y la mordacidad del citadino Heine. Él se consideraba el intelectual europeo moderno que analiza desde París, “el foyer de la sociedad europea” (Heine 2007, 154), las condiciones de Alemania en el período de 1800 a 1814, pero es inaceptable reducir esa Alemania a una comunidad campesina. Como ya se anotó, es la época de las invasiones de Napoleón, quien para humillar a Prusia la obliga en 1806 a declarar oficialmente inexistente el Sacro Imperio Romano Germánico. Esta entidad políticoreligiosa había dejado de existir desde hacía siglos, pero era una “gloria de la corona” persistente aún en la mente de los alemanes, y era una representación de un pasado glorioso que, así fuera sólo una ficción útil, ahora podía volver a invocarse, para la confrontación ideológica interna y la defensa externa. El período culmina con las Guerras de Liberación de 1813 y 1814. Esa suposición de país de rústicos no se puede aceptar, pues no funciona para un intelectual citadino como Hegel, no funciona para las cabezas del movimiento romántico, sobre todo, no funciona para la tradición ilustrada alemana en donde se sitúa el propio Heine. Para las personalidades de esta tradición, la intelectualidad y el pensamiento cosmopolita eran algo así como la carta de presentación de ilustrados.

El problema va a aparecer pocos años después, cuando para la afirmación de lo nacional frente a lo extranjero, se recurra al mundo medieval y cristiano “germano” como el origen cultural y espiritual para resistir y renovarse, es decir, cuando el programa artístico es convertido en una ideología para la política cultural. Parodiando el título ya nombrado de Novalis, ahora asumido por Schlegel –1826– como la cuestión básica de la política cultural para los alemanes: cuando La cristiandad o Europa deje de ser una identidad, la naturaleza del mundo medieval, y se convierta en el reto del momento para los intelectuales: o la cristiandad (nosotros los alemanes), o Europa (el secularismo moderno heredero de la Revolución Francesa). Hegel, desde la filosofía, y Heine, desde la crítica literaria y la opinión periodística, son críticos acerbos de tal política cultural.

Según Heine, las condiciones políticas de Alemania en este período eran de tal precariedad que, como dice el refrán que él mismo cita, “la necesidad enseña a orar” (Heine 2007, 61). Sólo en un país donde hay devoción por los príncipes, y donde la imagen de un príncipe vencido, arrastrándose ante Napoleón, conmovía más que la penuria que se padecía por la guerra y la dominación

15 El paréntesis y el resaltado son míos. Emilia Galotti, de 1772, es un célebre drama de G. E. Lessing (1729-1781), uno de los dramaturgos e intelectuales alemanes más reconocidos de la Ilustración. Para Heine, Lessing es uno de los grandes espíritus de la Alemania que él siente como suya, la Alemania de los ilustrados, y a la que “la escuela romántica” le dio la espalda. Cfr. Heine (2007, 62).

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extranjera, sólo en un pueblo así, el consuelo tenía que venir de la religión. Para Heine no fue más que astucia política la ilusión que lograron despertar los príncipes y los nobles alemanes en sus súbditos: el sentimiento del “espíritu comunitario”, las tradiciones populares, la patria alemana común, la unificación de las estirpes cristiano-germanas, en una palabra, el patriotismo por mandato (Heine 2007, 62).

por Schlegel. La crítica de arte de Schlegel, a contrapelo de la crítica general que les hicieron, les reconocía tal representatividad.17 Meyer y Goethe, “clasicistas de Weimar”, les restaron importancia, consideraron su arte una exaltación pasajera, pero calificaron su actitud de muy dañina, pues no se limitaban a la salvaguarda de las obras de arte medieval, sino que se oponían agresivamente a un sano retorno a lo clásico (D’Angelo y Duque 1999, 27). En consonancia con esta crítica, pero ya en 1829, Goethe expresa de modo lapidario, no sólo su oposición a ese programa, sino la oposición que tensa desde entonces la cultura espiritual alemana: “Clásico es lo sano, romántico, lo enfermo” (Goethe 1999, 219). Heine conocía esta indisposición de Goethe contra el romanticismo, y un juicio afín resume también el significado de lo que para Heine fue el romanticismo en Alemania:

El patriotismo no es malo en sí, pero para Heine depende de si es francés o alemán. En el patriotismo del francés, según Heine, el corazón arde y se expande “a toda Francia, todo el país de la civilización”; en cambio, en el patriotismo del alemán, el corazón se estrecha: “odia lo extranjero, ya no quiere ser un ciudadano del mundo, un europeo, sino solamente un teutón provinciano” (Heine 2007, 62). No se puede negar que posiciones de este tipo fueron asumidas hacia 1815 por la Unión Estudiantil Patriótica, que por lo visto no eran rústicos,16 sino que, justamente por ser estudiantes, dan una impresión fiable de lo que se estaba urdiendo en las universidades alemanas, y que toca las fibras de Heine, pues era el comienzo de la hostilidad, típicamente romántica, contra una de las tradiciones alemanas más genuinas: “aquel humanismo, aquella hermandad universal de los hombres, aquel sentimiento cosmopolita, que siempre honraron nuestros grandes espíritus, Lessing, Herder, Schiller, Goethe, Jean Paul, y todo hombre cultivado en Alemania” (Heine 2007, 62). Heine no le perdona a la escuela romántica que su triunfo se haya constituido sobre el descrédito de esta tradición; la relación con el espíritu de la Ilustración y con lo clásico ya no es ingenua en estas personalidades, pero está lejos de reclamar un rompimiento. El triunfo de la escuela romántica fue efímero, pero dejó marcas en la cultura espiritual alemana hasta hoy.

Pero ¿qué fue la escuela romántica en Alemania? No fue ni más ni menos que el nuevo despertar de la Edad Media, tal como se había manifestado en sus cantos, en sus obras plásticas y arquitectónicas, en el arte y en la vida. Esta poesía había surgido del cristianismo; fue una pasionaria que brotó de la sangre de Cristo. […] Es aquella extraña flor de colores especialmente indefinidos, en cuyo cáliz se ve retratados los instrumentos del martirio que fueron utilizados en la crucifixión de Cristo: martillo, tenaza, clavos, etc.; una flor que no es en absoluto fea, sino sólo macabra; cuya visión incluso provoca en nuestras almas un siniestro placer, al igual que las sensaciones espasmódicamente dulces que surgen del dolor. Desde esta perspectiva, esta flor sería el símbolo más apropiado del cristianismo, cuyo más espantoso atractivo consiste precisamente en la voluptuosidad del dolor (Heine 2007, 41).18

Este tipo de crítica al romanticismo había sido hecho años antes por los editores de Propyläen, el historiador del arte clásico J. H. Meyer (1760-1832) y J. W. von Goethe (1749-1832), en 1817. Meyer y Goethe reaccionaron en ese entonces contra la tendencia de la pintura que, de manera excluyente, se venía imponiendo en Alemania. Los artistas a los cuales se referían eran “los Nazarenos”, que pretendían constituirse en la representación pública de lo que debía ser “el arte neoalemán patriótico-religioso”. Esta aspiración era una idea que anudaba con la línea de Wackenroder, estética y muy fervorosa, y era defendida en esos mismos años

17 Los Nazarenos fueron un grupo de pintores que, en rechazo al neoclasicismo de las academias en Alemania y Austria, se establecieron en Roma en 1810 como La comunidad de San Lucas, para vivir y pintar en el espíritu cristiano medieval, afín a las ideas del romanticismo. Los fundadores fueron F. Overbeck (1789-1869) y F. Pforr (1788-1812). Cuadros emblemáticos y representativos de esta tendencia germanomedievalizante son Sulamita y María (1811) de Pforr, origen a su vez del homenaje que le hace Overbeck en su cuadro Italia y Germania (Sulamita y María) en 1828. Se presentaron oficialmente en Roma en la exposición El nuevo arte alemán, celebrada por Schlegel, pero mal recibida por la crítica. Poco después, y disuelto el grupo, retornaron a Alemania, y algunos de ellos asumieron la dirección de importantes academias: P. Cornelius (1783-1867) en Múnich, y W. v. Schadow (1788-1862) en Düsseldorf. El único que permaneció fiel al romanticismo cristiano “nazareno” fue Overbeck, quien entre 1830 y 1840 realizó su cuadro programático El triunfo de la religión en las artes. Cfr. su discurso en la entrega de la obra (D’Angelo y Duque 1999). 18 Es un juicio extremo, pero Heine, tan afrancesado, detestaba exultaciones como las que expresaba Schlegel frente a la poesía de la mística española y su cultura, inseparable de su devoción por las procesiones

16 Heine mismo proporciona el nombre del fundador de esta organización estudiantil, Friedrich Ludwig Jahn (1778-1825).

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Para Heine, el gran despropósito en que se convirtió la escuela romántica, fue haberle dado a la Alemania de su momento arte para el consuelo divino en un mundo del más allá, del pasado y de la otra vida, en vez de haberle dado fe en el progreso para un mundo del presente y del más acá, como la fe que predicaban los nuevos apóstoles, dentro de los cuales él mismo se contaba, los intelectuales de la Joven Alemania, cuya fe era “La fe en el progreso, una fe que surgió de la ciencia”, “de la que no tenían idea los escritores de la época precedente” (Heine 2007, 158). La fe en el progreso y la ciencia como su fuente era la mentalidad decimonónica del materialismo revolucionario, que ya pujaba en Heine.

y valorativa, mediada por la reflexión y la crítica de arte, una respuesta en la cual las ciencias del arte cobran importancia creciente. Sin embargo, no pensó, como los románticos, que la función del arte fuera redimirnos de tal llaneza y volver a su función en el pasado, ni tomó esta situación para hacer crítica cultural. Afecto al arte, como lo era, y con confianza en él, pensó más bien que su función se seguía cumpliendo en medio de las “prosaicas circunstancias actuales” (Hegel 1989, 142). Un cuadro del arte y el artista modernos lo presenta Hegel en el pasaje “El final de la forma artística romántica”, donde resume los grandes cambios que se han operado en las formas y los contenidos del arte en la historia humana, así como en las relaciones del artista con el arte mismo y, en especial, en el arte de la forma romántica, que, como ya se anotó en Schlegel y Heine, para Hegel comienza también con el arte de la cultura cristiana europea, con el románico y “la romanesca”, y llega hasta el presente. La característica fundamental que prima en las representaciones de este arte es la configuración de la individualidad espiritual, la que inspira y eleva la humanidad de la época, una individualidad que el artista plasma desde el arraigo en la época y la cultura en las cuales se planta, pero una configuración de la individualidad que él también propone en sus obras, y que le merecen el aprecio y la fama. Propio de la espiritualidad de esta individualidad es que su subjetividad es inmanente a ella misma, está en su interioridad, y ello torna contingente la figura externa; su exterioridad ya no tiene que ser bella, es más importante que irradie espíritu y vitalidad interior (Hegel 1989, 444). Es un arte en el cual el cristianismo, más que religión, es la cultura que nutre el mundo de la vida.

La crítica de Hegel, crítica desde la filosofía El énfasis de la crítica de Heine al romanticismo está dirigido a su posición reverencial frente al pasado. Es la crítica de un artista progresista y de quien se bate, además, en la confrontación de la actualidad periodística. La crítica de Hegel proviene de una disposición intelectual diferente. En lo que sigue nos restringimos a la crítica que proviene de la filosofía del arte de Hegel, en la cual no sólo hay apreciaciones de índole estética, sino una preocupación por la relación que el arte tiene con su época en su trabajo, permanente pero cambiante, de formación de la conciencia. El placer y el regocijo, pero también formas y contenidos que despiertan el cuestionamiento, la reflexión y la crítica, son las experiencias que las obras de arte estimulan en los públicos en este proceso complejo de la cultura. Hegel captó muy bien –como los románticos– que nuestro presente es antiheroico, antiépico, prosaico. Captó incluso que “no son los tiempos que corren propicios para el arte”, pues “el pensamiento y la reflexión” (Hegel 1989, 13) se ponen de por medio entre él y nosotros. Nuestra respuesta moderna al arte ya no es la identificación con sus contenidos, sino una respuesta juiciosa

Obviamente, el primer arte de la forma romántica es arte religioso, pero esta comprensión de lo divino, según Hegel, tiene que objetivarse y determinarse para acceder desde sí a los contenidos mundanos de la subjetividad. Hegel aprieta en tres pasos este proceso de desacralización de lo espiritual en el arte, hasta culminar en la entronización en él de lo humano en toda su vastedad. Es un proceso donde es observable el paso a paso del arte con el desarrollo espiritual y material de la cultura europea, donde quedan reconocibles el arte del Medioevo, el del Renacimiento y el mundo moderno, hasta sus desarrollos más recientes en el arte del romanticismo:

de pasión, un rasgo cultural a todas luces detestable para Heine. Refiriéndose a España, al que le atribuye función ejemplar en su filosofía de la historia, dice Schlegel: “Con todo, siguieron existiendo en este país muchas virtudes caballerescas, propias de esta nación de talante noble, y muchos fenómenos de alto valor religioso, como en el caso de Santa Teresa y de sus maravillosas obras, que aúnan el contenido sagrado con la belleza del lenguaje más inimitable. En ninguna otra nación se ha mantenido y perpetuado el espíritu y carácter de la Edad Media en sus más nobles y bellas cualidades por más largo tiempo que en la cultura espiritual e incluso en las obras de la fantasía y de la poesía de los españoles. No es casual sino característica e históricamente digno de notar que la poesía peculiar de la Edad Media haya alcanzado aquí su último y más florido desarrollo y su más alta perfección” (Schlegel 1983, 936).

Al principio lo infinito de la personalidad residía en el honor, el amor y la fidelidad, luego en la individualidad particular, en el carácter determinado que se integraba con el contenido particular del ser-ahí humano. Finalmente, el humor, que sabía hacer 54


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Hegel, parafraseando casi el texto ya citado de Diálogo sobre la poesía, les replica:

vacilar y disolver toda determinidad, superó a su vez esta concrescencia con tal delimitación específica del contenido, e hizo que el arte se trascendiera a sí mismo. Sin embargo, en esta trascendencia del arte a sí mismo ésta es igualmente un retorno del hombre a sí mismo, un descenso al interior de su propio pecho, con lo que el arte aparta de sí toda limitación fija a un círculo determinado del contenido y de la aprehensión, y hace del humanus su nuevo santo: la profundidad y altura del ánimo humano como tal, lo universalmente humano en sus alegrías y sufrimientos, sus afanes, actos y destinos (Hegel 1989, 444).

El artista moderno puede por supuesto adherirse a antiguos y más antiguos; ser homérida, siquiera como ultimísimo epígono, es bello, y también productos que reflejen el giro medieval del arte romántico tendrán sus méritos; pero una cosa es esta validez universal, la profundidad y la peculiaridad de un material, y otra su modo de tratamiento. En nuestros tiempos no pueden surgir ningún Homero, Sófocles, etc., ni ningún Dante, Ariosto o Shakespeare; lo tan magníficamente cantado, lo tan libremente expresado, expresado está; son materiales, modos de intuirlos y de aprehenderlos ya cantados. Sólo el presente está fresco, lo otro, cada vez más pálido (Hegel 1989, 445).

Esta ampliación del arte en cuanto a sus contenidos implica también para el artista una demanda de análogas proporciones. En las formas antiguas del arte, la simbólica y la clásica, el artista tenía ya en el mito y en la religión los contenidos que representaba en sus obras; sus tradiciones le prescribían los contenidos y las formas para ello, sin que fuera conflictivo para él. Así fue también en los inicios del arte cristiano, cuando había comunidad de pensamiento, lenguaje y sensibilidad entre la Iglesia, el poder y la comunidad.

La crítica anterior, tan certera, es crítica contra la estética romántica. Pero la crítica de Hegel a la escuela romántica tiene ante todo un origen filosófico, relacionado, por un lado, con la posición en que dejan a la filosofía frente al arte, valga decir, a la racionalidad frente al mito y la religión, y por el otro, con su credo sobre la función histórico-cultural del arte, que en la política cultural tiene efectos concretos. En esta confrontación, el contrincante de Hegel ya no es tanto la escuela de los Schlegel, a quienes Hegel les reconoció “talento crítico” pero no “naturaleza filosófica” (Hegel 1989, 49), sino que el contrincante es F. W. J. Schelling (1775-1854), el auténtico fundador de la filosofía del arte, y, en tal sentido, el modelo que Hegel tenía que romper con su propia filosofía. En la filosofía del arte de Schelling dominan concepciones que corresponden el sello de la poesía romántica y que inspiraron a sus poetas. De esta confrontación sólo puede trazarse aquí el hilo conductor.

En el arte de la forma romántica que se va desarrollando a partir de esta fuente cristiana, y cada vez de un modo más liberal, el artista se va convirtiendo en el artífice tanto de los contenidos como de las formas de la obra de arte: “el artista extrae su contenido de él mismo y es el espíritu humano que se determina efectivamente a sí mismo, que considera, trama y expresa la infinitud de sus sentimientos y situaciones, al que nada que pueda devenir vivo en el pecho humano le es ya extraño” (Hegel 1989, 444). Para una ampliación tal de los contenidos del arte y las posibilidades del artista, ya no hay nada prescrito. El arte ya no tiene que representar lo que ya ha representado el arte, “sino todo aquello en que el hombre tiene en general la facultad de estar a gusto” (Hegel 1989, 445). Ante tal amplitud y multiplicidad de los materiales, la tarea para el arte es que el artista ponga en él su sello, y eso quiere decir, el de su tiempo y su presente. Con esta concepción, Hegel se aparta de la venia al pasado que caracterizó la escuela romántica, y pone en el primer plano la cuestión del tratamiento. Con referencias a las demandas eruditas y folclorizantes, que aluden a la crítica de arte que impusieron Herder y Schlegel,19 y enfatizando la posición moderna del artista,

La confrontación de Hegel con el modo de pensar afín a la filosofía del arte de Schelling se puede reconocer en dos pasajes de las Lecciones sobre la estética. El primero se encuentra en la segunda de las objeciones a la filosofía del arte tal como la concebía Hegel, como una cienviva con nosotros. Hegel analiza dos posiciones equivocadas, donde no se hace tal mediación: la del teatro clásico francés, que imponía la cultura y el gusto del presente, palaciego y versallesco, a todo lo antiguo y extranjero, y la posición de los alemanes, que no le daba crédito al presente y sólo hacía valer la cultura y el gusto del pasado o de lo extranjero. Esta posición alemana la descalificaba Hegel como arte, teatro y literatura en este caso, no para nosotros sino para filólogos y eruditos, y nombra expresamente (p.196) a J. G. Herder (1744-1803) y F. Schlegel como los críticos que impusieron esos puntos de vista. Para esta problemática, véase el aparte La exterioridad de la obra de arte ideal en relación con el público (Hegel 1989, 191-203).

19 Para Hegel (1989) es fundamental que “la obra de arte no es para sí, sino para nosotros” (p. 192); por lo tanto, la confrontación con asuntos del pasado es para él un asunto de primer orden si la obra de arte ha de lograr su relación con el público. La obra y su representación deben hacer las mediaciones debidas para que los asuntos del pasado, o de una procedencia cultural diferente a la nuestra, logren la comunicación

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cia del arte. Para los críticos de Hegel, los intelectuales románticos, el arte sí invita a las reflexiones filosóficas, pero no es objeto apropiado para el examen científico. La belleza artística es para la intuición y el sentimiento, para la sensibilidad, y no para el pensamiento, que, ante su infinita diversidad y su libertad, se queda corto (Hegel 1989, 10). Esta objeción es para Hegel una típica y arraigada confusión del pensamiento con la cultura del entendimiento, definitoria, clasificatoria, universalizante. Contra ello hace una defensa de la naturaleza y el poder del pensamiento, destaca sobre todo su capacidad para aprehenderse a sí mismo en lo otro, como en el arte, donde su enajenación en lo sensible no es obstáculo para reconocerse y reconducirse a sí mismo, pues en el arte el pensamiento también está en lo suyo. Sobre todo, hace una defensa de la auténtica naturaleza del concepto, el medio del pensamiento libre, y contra el prejuicio de que el concepto es lo universal que se mantiene en lo universal, algo definitorio y fijo, defiende el concepto como “lo universal que se mantiene en sus particularizaciones” (Hegel 1989, 14s), es decir, como una articulación de pensamiento para examinar con él las más diferentes experiencias, y en tales exámenes ponerse a prueba a sí mismo.

está en la filosofía del arte de Schelling, propuesta y desarrollada entre 1800 y 1805. Con Schelling se da el giro de la estética como teoría del gusto, representativa del siglo XVIII, a la filosofía del arte, de inspiración genuinamente romántica, en 1800, en su obra Sistema del idealismo trascendental, obra madurada en Jena en la atmósfera del joven romanticismo. Es una propuesta descomunal de estetización del pensamiento, contra la que Hegel reacciona de inmediato y da inicio a su progresivo distanciamiento de la filosofía de Schelling. La preocupación especulativa de Schelling en ese entonces era cómo darle objetividad a la intuición intelectual, al pensamiento universal que pretendía ser al mismo tiempo intuitivo y productivo, y su respuesta fue: […] es el arte mismo. […] La obra de arte sólo me refleja lo que de otra forma nada reflejaría, aquello absolutamente idéntico, que incluso en el Yo se ha separado; por tanto, por el milagro del arte se refleja, a partir de sus productos, lo que el filósofo deja dividirse en el primer acto de la conciencia, lo que es inalcanzable para toda otra intuición. […] el arte llega a lo imposible, a saber, a superar una oposición infinita en un producto finito. Esta capacidad de poetizar en su primera potencia, es la intuición originaria, y a la inversa, la intuición productiva que se repite en la potencia suprema es lo que llamamos capacidad de poetizar. En ambas es activa una y la misma capacidad, la única por la que somos capaces de pensar y reunir lo contradictorio, la imaginación (Schelling 1987, 155).

El segundo pasaje se encuentra en una viva descripción que hace Hegel de la atmósfera intelectual romántica en torno al arte, que en la actualidad se ha acentuado todavía más, frente a la cual su filosofía del arte marcha a contrapelo: […] ahora cada arte singular exige para sí ya una ciencia propia, pues con la afición continuamente creciente al conocimiento artístico el ámbito de éste ha devenido cada vez más rico y más vasto. Pero en nuestro tiempo […] la filosofía misma ha hecho una moda de esta afición de los diletantes, al haberse querido afirmar que en el arte ha de encontrarse la religión propiamente dicha, lo verdadero y absoluto, y que es superior a la filosofía, pues no es abstracto, sino que contiene la idea al mismo tiempo en la realidad y para la intuición y el sentimiento concretos (Hegel 1989, 461).

Más adelante reitera Schelling: “El arte es lo supremo para el filósofo porque precisamente abre para él en cierto sentido lo más sagrado de todo, donde en un fuego arde, por decirlo así en eterna y originaria reunión, lo que en la naturaleza y en la historia está separado, y lo que eternamente se tiene que escapar al vivir y al actuar tanto como al pensar” (Schelling 1987, 156). Estos pensamientos conducen en la Filosofía del arte (1802-1805), por un lado, a una identificación del gran arte con el arte cristiano, afín a lo expuesto por Schlegel sobre el arte romántico, y a una imbricación de arte y religión sin precedentes: a tal punto es íntimo el lazo que une el arte y la religión, que es tan imposible “dar al arte un mundo poético distinto del que existe dentro de la religión”, como es imposible “llevar la religión a una manifestación verdaderamente objetiva que no sea la del arte” (Schelling 1999, 505). Ante tales afirmaciones

Aunque éstas son ideas de F. Schleiermacher, colega de Hegel en la Universidad de Berlín y que, como él, también dictaba lecciones de estética,20 su origen genuino 20 Compárese de Schleiermacher (1768-1834) Sobre la religión. Discursos a los intelectuales entre sus detractores, discursos que van de 1799 a 1831 (Schleiermacher 1991 y 1999). Con el teólogo Schleiermacher la Iglesia luterana y la corte prusiana aseguraban la vigilancia doctrinaria en la Universidad de Berlín.

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que celebran una hipermitologización sin escapatoria, la tesis de Hegel según la cual “en su determinación suprema” el arte es para nosotros modernos “algo del pasado” (Hegel 1989, 14), tesis de índole eminentemente filosófica, descuella como una tesis de profunda crítica a los debates de su momento. Contra pensamientos como los de Schelling, que polarizaban por entonces los debates públicos, va dirigida la afirmación de Hegel:

que proclamaba el carácter sagrado del arte, y según la generación de los románticos, era de esperar de él la elevación moral de los ciudadanos. Pero era también una institución asociada al sentimiento de poder político y a la promesa de una comunidad espiritual superior. Con el Museo Real se glorificaba la importancia del Monarca, la del Estado y la de la Nación, era “Lo sublime público” (Sheehan 2002, 127). Nada de este boato de ceremonial solemne se advierte en el entusiasta saludo de Hegel en sus lecciones sobre la pintura, cuando en ellas se refiere a la inauguración del Museo Real. Más bien en la tradición ilustrada moderna, Hegel saluda poder tener en la ciudad, por fin y pronto, la ocasión de conocer y disfrutar el arte de la pintura en las obras que mejor lo representan, además, bajo el criterio de exposición que se impuso tras los agrios debates que precedieron la apertura del Museo al público, el criterio histórico: “Una colección tal, históricamente ordenada, única e inestimable en su género, tendremos pronto ocasión de admirarla en la galería pictórica del Museo Real aquí erigido” (Hegel 1989, 632).

Sea cual sea la actitud que frente a esto se adopte, lo cierto es que el arte ha dejado de procurar aquella satisfacción de las necesidades espirituales que sólo en él buscaron y encontraron épocas y pueblos pasados, una satisfacción que, al menos en lo que respecta a la religión, estaba muy íntimamente ligada al arte. Ya pasaron los hermosos días del arte griego, así como la época dorada de la baja Edad Media (Hegel 1989, 13).

Pero la filosofía del arte de Schelling no sólo estrecha el vínculo entre arte y filosofía, arte y religión; también exige la unión entre arte y política. No sólo deben ser cultos los que participan en la administración del Estado, estimar y estimular las obras de arte, sino que debe llegar a ser un sobreentendido que “el arte es una parte necesaria e integrante de una constitución del Estado según ideas” (Schelling 1999, 505). Queda fuera de discusión que en el Estado moderno la política cultural es una de sus tareas; Hegel también la defendió, pero esta concepción de Schelling, tan romántica, alimentó la política cultural romántica de credo y patria, que para Hegel (como para Heine) era un punto de vista premoderno. Era la política doctrinaria de un Estado que forma ciudadanos para el Estado, en vez de ser la política cultural de un Estado que con sus instituciones estimula los espacios reales de ilustración, placer y crítica, para las libertades de los ciudadanos.

La actitud de Hegel es la de un esteta modernamente ilustrado que, lúcido y crítico frente a la posición de los románticos, ya no se prosterna ante el arte, como si en él estuviera la revelación de las verdades más altas, ni lo sobrecarga con tareas culturales o políticas que lo sobrepasan, que sólo son de solución plausible en la acción política y la iniciativa ciudadana. La filosofía del arte de Hegel es la de la actitud de alguien que disfruta el arte, lo estudia y lo critica, y coteja sus pretensiones teniendo en cuenta las realidades y los contextos de la cultura del presente: Lo que ahora suscitan en nosotros las obras de arte es, además del goce inmediato, también nuestro juicio, pues lo que sometemos a nuestra consideración pensante es el contenido, los medios de representación de la obra de arte y la adecuación o inadecuación entre ambos aspectos. La ciencia del arte es por eso en nuestro tiempo todavía más necesaria que para aquellas épocas en que el arte, ya para sí como arte, procuraba satisfacción plena (Hegel 1989, 14).

La época del magisterio de Hegel en Berlín coincide con la transformación arquitectónica de la ciudad, en la que arquitectos artistas como K. F. Schinkel (1781-1841) fueron personalidades decisivas. En 1829 se inaugura el Museo Real (hoy Museo Antiguo), una obra representativa para reconocer el discurso estético-religioso de los románticos en ese momento. La Revolución Francesa había estimulado la construcción de grandes museos europeos bajo el espíritu de la ilustración pública, pero en pocos años, y con el espíritu del romanticismo, el Museo pasó de ser “casa de estudios” a convertirse en “Iglesia estética” o “Templo del arte”. Así justificó el propio Schinkel su obra.21 El Museo Real era una obra

cano a Hegel), quien en el proyecto de Schinkel veía más un templo que un museo, Schinkel enfatiza la sublimidad que debían inspirar tanto el edificio como la percepción del arte expuesto en él. Para Schinkel debía ser la escenificación de un ceremonial religioso; la rotonda en la ubicación central del edificio tenía que ser “el santuario” para consagrar lo más valioso: “aquí tiene que ofrecerse a la mirada un espacio bello y elevado, y debe darse un talante para el disfrute y el conocimiento de aquello que el edificio custodia” (Klotz 2000, 54).

21 Ante las críticas que su proyecto recibió del arquitecto Alois Hirt (cer-

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Por sus formas y contenidos, el arte pudo contribuir en épocas anteriores a la configuración de la mentalidad y la cultura de modo decisivo; en nuestra época moderna esa relación se ha revertido; sin nuestra formación y nuestra cultura, sin nuestros conocimientos y nuestros valores, no hay necesidad del arte. El arte ya no funda la cultura, la presupone; y una política cultural moderna se equivoca si pretende revertir estos procesos históricos, tal como lo percibieron Hegel y Heine. 

10. Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph. 1987. Sistema del idealismo trascendental, Corolarios No 3. En Schelling. Antología [Traducción de Virginia López], ed. José Luis Villacañas, 155ss. Barcelona: Ediciones Península. 11. Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph. 1999. Filosofía del arte [Estudio y traducción de Virginia López]. Madrid: Tecnos. 12. Schiller, Friedrich. 1985. Sobre la gracia y la dignidad. Sobre poesía ingenua y poesía sentimental. Barcelona: Icaria.

Referencias 1. D’Angelo, Paolo y Félix Duque (Eds.). 1999. La religión de la pintura. Escritos de filosofía romántica del arte. Madrid: Akal.

13. Schlegel, Friedrich. 1983. Obras selectas. Vol. 2 (17961828) [Traducción de Miguel Ángel Vega]. Madrid: Fundación Universitaria Española.

2. Duque, Félix. 1999. La Restauración. La escuela hegeliana y sus adversarios. Madrid: Akal.

14. Schlegel, Friedrich. 1994a. Poesía y filosofía. Madrid: Alianza Editorial.

3. Goethe, Johann Wolfgang von. 1999. Máximas y reflexiones (Aforismo 1031) [Traducción de Juan del Solar]. Barcelona: Edhasa.

15. Schlegel, Friedrich. 1994b. Diálogo sobre la poesía. En Poesía y filosofía, 95-149. Madrid: Alianza Editorial. 16. Schleiermacher, Friedrich. 1991. Monólogos [Introducción, traducción y notas de Anna Poca]. Barcelona: Anthropos.

4. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 1989. Lecciones sobre la estética [Traducción de Alfredo Brotóns]. Madrid: Ediciones Akal, S. A.

17. Schleiermacher, Friedrich. 1999. Über die Religión. Reden an die Gebildeten unter ihren Verechtern. En Grosses Werklexikon der Philosophie. Bd. 2, ed. Franco Volpi, 1355s. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft.

5. Heine, Heinrich. 2007. La Escuela Romántica [Traducción de Román Setton]. Buenos Aires: Biblos.

18. Sheehan, James J. 2002. Geschichte der deutschen Kunstmuseen. Von der fürstlichen Kunstkammer zur modernen Sammlung. Múnich: C. H. Beck.

6. Klotz, Heinrich. 2000. Geschichte der deutschen Kunst, Bd. 3, Neuzeit und Moderne 1750-2000. Múnich: C. H. Beck. 7. Marí, Antoni (Ed.). 1979. Antología del romanticismo alemán. El entusiasmo y la quietud. Barcelona: Tusquets Editores.

19. Wellbery, David, Judith Ryan, Hans Ulrich Gumbrecht, Anton Kaes, Joseph Leo Koerner y Dorothea E. von Mücke (Eds.). 2007. Eine neue Geschichte der deutschen Literatur. Berlín: Berlin University Press.

8. Novalis, Friedrich. 2004. Los Aprendices de Sais - Cuento simbólico - La cristiandad o Europa [Traducción de Julio Aramayo]. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. 9. Safranski, Rüdiger. 2009. Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán [Traducción de Raúl Gabás]. Barcelona: Tusquets Editores, S. A.

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La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano Ana María Amaya-Villarreal

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La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano por

Ana María Amaya-Villarreal*

Fecha de recepción: 6 de julio de 2009 Fecha de aceptación: 21 de agosto de 2009 Fecha de modificación: 30 de septiembre de 2009

Resumen A continuación se lleva a cabo una lectura de la reflexión kantiana sobre lo sublime a la luz de una interpretación que entiende la Crítica de la facultad de juzgar como un proyecto que nace de la preocupación por la relación que en el mundo se da entre las dimensiones sensible y suprasensible del ser humano. Influenciada por la lectura que presenta Lyotard en sus Lecciones sobre la analítica de lo sublime, exploro algunas consecuencias que acarrea para la comprensión de la moralidad y la libertad kantiana su contacto con la categoría de lo sublime.

Palabras clave: Juicio estético, sublime, Kant, razón práctica, libertad.

Freedom between the Visible and the Invisible: Boundaries and Potential of the Kantian Sublime

Abstract The following essay is a view of the Kantian reflection on the sublime in light of an interpretation that understands the Critique of Judgement as a project that is born from a concern for the relationship that appears within the sensible and suprasensible dimension of the human being. Influenced by the view presented by Lyotard in Lessons on the analytics of the sublime, I explore some of the consequences brought on for the comprehension of Kantian morality and freedom by its contact with the category of the sublime.

Key words: Aesthetic Judgment, Sublime, Kant, Practical Reason, Freedom.

A liberdade entre o visível e o invisível: limites e alcances do sublime kantiano

Resumo A seguir, desenvolve-se uma leitura da reflexão kantiana sobre o sublime perante uma interpretação que entende a Crítica da faculdade de julgar como um projeto que nasce da preocupação pela relação que existe no mundo entre as dimensões sensível e supra-sensível do ser humano. Influenciada pela leitura apresentada por Lyotard em suas Lições sobre a analítica do sublime, exploro algumas conseqüências que gera para a compreensão da moralidade e a liberdade kantiana seu contato com a categoria do sublime.

Palavras chave: Juízo estético, sublime, Kant, razão prática, liberdade.

* Filósofa de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente estudiante de la maestría en Filosofía en la misma Universidad. Correo electrónico: amaya.villareal@gmail.com.

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Esta conexión tan explícita, que privilegia incluso lo sublime sobre lo bello en lo que atañe a la relación con el ámbito de lo práctico (lo moral, lo político), ha dado ocasión a que el estudio contemporáneo de la categoría de lo sublime no esté desvinculado de un problema que era ya crucial en el siglo XVIII, y que aparece ante nosotros, adicionalmente, con el tinte siniestro con el que el devenir de la historia política contemporánea lo ha sabido teñir: la relación entre una idea o un concepto de la razón y la posibilidad o pretensión de transformar el mundo materialmente conforme a ella, o de, quizá yendo aún más allá, buscar materializar la idea misma. Este problema específico –que, visto de un modo más amplio y conceptual, se comprende en los términos involucrados en las relaciones posibles entre teoría y práctica, razón y sensibilidad, ética y estética, libertad y necesidad, entre lo que nos resulta invisible y lo que podemos ver– se muestra en toda su complejidad al tener de telón de fondo la rigurosidad con la que la filosofía kantiana erige un sujeto, paradójicamente, al dividirlo en dos: su ser sensible, facultado para conocer, y su ser racional, facultado para actuar:

[…] esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético. Borges (2007, 13)

E

scribe Kant, en el §29 de la Crítica de la facultad de juzgar, que el juicio sobre lo sublime “[…] tiene su basamento en la naturaleza humana y, ciertamente, en aquella que, a la par con el sano entendimiento, puede serle atribuida a cada cual y de cada cual exigida, a saber, en la disposición para el sentimiento relativo a las ideas (prácticas), es decir, moral” (Kant 1992, §29, A110/B111s, 178).1 De semejante modo tan íntimo aparecen conectadas lo moral y esa categoría estética siempre misteriosa de lo sublime. Unas páginas más adelante, en el Comentario general a la exposición de los juicios estéticos reflexionantes, señala Kant además que si lo bello “nos prepara para amar algo, la naturaleza inclusive, sin interés, lo sublime para reverenciarlo aun en contra de nuestro interés (sensible)” (Kant 1992, A114/B115, 180). Lo sublime, entonces, no sólo tiene como condición y cimiento la disposición para el sentimiento moral, sino que su experiencia nos prepara para su actualización (¿nos la anticipa?, ¿nos permite cultivarla?), es decir, para eso que ocurre cuando, según Kant, se actúa moralmente: una reverencia inmediata a la ley de la razón que es suscitada por el sentimiento de respeto, reverencia que supone y exige el ignorar cualquier demanda del yo sensible.

Nuestra entera facultad de conocimiento tiene dos dominios, el de los conceptos de la naturaleza y el del concepto de la libertad […] conforme a éstos, divídese la filosofía en teórica y práctica. Pero el suelo sobre el cual se erige su dominio y es ejercida su legislación, es únicamente el conjunto de los objetos de toda experiencia posible […] Entendimiento y razón tienen, pues, dos legislaciones distintas en uno y el mismo suelo de la experiencia, sin que una pueda perjudicar a la otra (Kant 1992, AB XVII-XVIII, 86).

Disposición al sentimiento moral, desinterés sensible, respeto, conformidad a la ley, destinación o facultad suprasensible, ideas prácticas, son términos todos que pertenecen a lo esencial de la formulación de la filosofía práctica kantiana y que atraviesan también de principio a fin el planteamiento kantiano sobre lo sublime. Tan es así que Kant llega incluso a afirmar, abiertamente, que lo sublime representa “la genuina índole de la moralidad [Sittlichkeit] en el hombre” (Kant 1992, Comentario general…, A115/ B116, 181); es como si en la experiencia que involucra el sentimiento de lo sublime, en una experiencia estética, pudiéramos encontrar una pista, un indicio de lo distintivo, del modo propio de ser de la moralidad.

La convivencia de una perspectiva determinista y otra que elucida lo que se desmarca de lo necesario, lo en sí, la libertad como fundamento de la moralidad, como cimiento del aspecto intencional de las acciones humanas, a la luz de las cuales comprende el hombre al mundo, y a sí mismo como parte de él, está revestida del hecho de compartir “uno y el mismo suelo de la experiencia” y, sin embargo, excluirse en lo que atañe a “[…] sus efectos en el mundo de los sentidos” (Kant 1992, AB XVIII, 86). El abismo que separa a la razón del “mundo de los sentidos” no raya, sin embargo, en lo contradictorio: ya en la Crítica de la razón pura Kant resolvió la tercera antinomia, ya allí se preocupó por demostrar que estas dos perspectivas se pueden pensar coexistiendo sin contradicción en la naturaleza del hombre por configurar “legislaciones” que, regidas por principios completamente diferentes, no se restringen entre sí. Y, sin embargo, Kant parece reconocer en la Crítica de la facultad de juzgar que no es suficiente con que estos dos dominios

1 En adelante me refiero a la Crítica de la facultad de juzgar como CJ, y cito así: primero el parágrafo correspondiente, enseguida la paginación de la edición A y de la edición B originales, y, finalmente, la paginación de la traducción al español de Pablo Oyarzún, que es la que se usa en este texto.

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La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano Ana María Amaya-Villarreal

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Por supuesto, la perspectiva kantiana que se vislumbra en la CJ no tiene nada que ver con una regresión en la filosofía crítica. Como señala Heymann, lo que está en juego en la innegociable afirmación kantiana acerca de lo excluyentes que tienen que ser entre sí el ámbito de la libertad y el de la experiencia es la posibilidad de garantizar la autonomía de la razón, su independencia respecto a lo que él llama la “inercia de nuestras propias inclinaciones”.

o perspectivas que abarcan la entera facultad de conocimiento sean pensables sin contradicción: Por mucho que se consolide un abismo inabarcable entre el dominio del concepto de la naturaleza, como lo sensible, y el dominio del concepto de la libertad, como lo suprasensible, de modo tal que no sea posible ningún tránsito desde el primero hacia el segundo, igual a como si hubiese sendos mundos diferentes, de los cuales el primero no puede tener influjo alguno sobre el segundo, éste, sin embargo, debe [soll] tener sobre aquél un influjo, a saber, debe el concepto de la libertad hacer efectivo en el mundo de los sentidos el fin encomendado por sus leyes (Kant 1992, AB y XVIII, 87).

[…] más que una tesis antropológica se trata para Kant de distinguir metódicamente, en abstracto y esquemáticamente, la posibilidad de obrar de acuerdo a un juicio racional, es decir imparcial y desprendido con respecto a todo deseo particular y sesgado, y la posibilidad de abdicar de esta instancia racional para favorecer nuestras propensiones más consentidas. Ahora, ni al mismo Kant se le pudo escapar que de esta manera no describimos la libertad de un ser de carne y hueso, empíricamente existente, sino la libertad de la razón como capacidad de hacerse oír y de poder determinar la acción (Heymann 2008, 100).

La tercera y última Crítica kantiana, en la que se inscribe la reflexión sobre lo sublime, es la apuesta por la consolidación de ese tránsito imposible que, sin embargo, se debe dar. La imposibilidad del tránsito y su deber darse, si se quiere conceder que se dice algo con esta paradójica afirmación, han de entenderse como formulados desde diferentes perspectivas. En efecto, son varios los autores que señalan la CJ como un lugar en el que se abre paso a un cierto tipo de perspectiva que hace que la distinción radical entre lo teórico y lo práctico persista como un problema que ha de resolverse aun después de lo hecho tanto en la primera Crítica como en la segunda, sin que se contradigan por eso los resultados o afirmaciones centrales de dichas investigaciones.

Podemos distinguir, entonces, una perspectiva de corte antropológico que se pregunta por el modo de ser en el mundo de “un ser de carne y hueso” y que, de algún modo, parte de la observación de cómo se nos muestra el ser humanos en el mundo, de la perspectiva esquemática y propia de la investigación trascendental que debe garantizar la posibilidad de la moralidad (la idea de libertad) como puesta por la razón y, en este sentido, a la razón misma como autónoma, independiente, aislada de toda sensibilidad.

Para Guyer, por ejemplo, la CJ no sólo postula un desarrollo mayor del pensamiento kantiano acerca del papel de lo sensible (en forma de sentimientos) en la práctica y comprensión de la moralidad sino que, incluso, es el lugar en el que Kant habría introducido ciertas correcciones a su filosofía práctica (Guyer 1990). Cassirer, por su parte, considera que la tercera Crítica es el resultado de la búsqueda de un punto de vista desde el cual explorar y entender ya no las diferencias entre libertad y necesidad, sino sus semejanzas y relaciones: “no tanto en lo que conceptualmente los separa como en su coordinación armónica” (Cassier 1985, 319). Taminiaux también ve en la CJ un tipo de preocupación distinta a aquella que permite afirmar la distinción radical entre libertad y naturaleza: la de cómo se piensa la realización de la libertad en la naturaleza a la que le es hostil el imperativo categórico (Taminiaux 1967, 24). ¿Qué tipo de perspectiva da lugar a un deseo de realización de la libertad, a la posibilidad o necesidad de pensar una armonía entre las facultades que, sin embargo, no signifique el menoscabo violento de los límites de la razón y de la experiencia?

Aunque no hay contradicción, sí hay, sin embargo, una distinción importante entre considerar al ser humano “en abstracción de su condición sensible” y hacerlo a la luz de su carácter empírico, de “ente que se encuentra a sí mismo entre los entes de la experiencia” (Heymann 2008, 100). La primera perspectiva, y Kant mostró ser consciente de eso, no es suficiente para comprender el modo propio de ser del ser humano en el mundo. En efecto, el tránsito entre sensibilidad y razón parece necesitarse a la luz de la consideración del ser humano en cuanto ser empírico, inserto en la experiencia, en quien convergen diversas facultades y fuerzas que configuran sus acciones morales y se relacionan de un modo complejo, sobre todo, con los motivos para las mismas. A la luz de esta suerte de perspectiva antropológica, que involucra, para mí, también una consideración existencial, se entiende la CJ como un proyecto unificador. Es 35


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experiencia de lo sublime, representa todo lo contrario: un desencuentro entre la facultad sensible y la racional. Si la belleza le revela al hombre que concuerda con el mundo, lo sublime lo lleva a asomarse al abismo de la discordancia. Esta sensación abismal de vacío que es el principio del sentimiento de lo sublime, y que según Kant redunda en cierto “temple del ánimo” del ser humano, es ocasionada por lo que ocurre cuando se establece cierta relación particular entre la facultad sensible de la imaginación y la facultad de la razón en frente de un objeto que se les presenta como desmesurado, inconmensurable, bien sea en su infinitud (lo sublime matemático) o en su poderío (lo sublime dinámico).

elocuente, por lo demás, que la escritura de la CJ marque ese momento en el que Kant se dedicó con intensidad al intento de responder a las otras dos preguntas que consideraba cruciales para la filosofía: ¿qué puedo esperar? y ¿qué es el hombre? La idea y la urgencia de pensar acerca de una posible unificación de las facultades, sin que eso represente en lo más mínimo una voluntad de reduccionismo, parecen cobrar sentido, naturalmente, a la luz de la reflexión sobre tales preguntas. *** Tender un puente, construir un pasaje que conecte, a través de la facultad de juzgar estética, la naturaleza y lo suprasensible, lo sensible y lo racional, el poder del conocimiento y el poder de la voluntad, que conecte, en suma, las distintas facultades que configuran esos dos modos mediante los cuales se aproxima el ser humano al mundo, es una intención que emerge con especial elocuencia en la Analítica sobre lo sublime.

Esta desmesura se puede considerar matemáticamente cuando la informidad del objeto dado a la intuición se asocia con lo ilimitado, con lo infinito. La imaginación –que es la facultad de la presentación, que busca darle forma a los datos de los sentidos para aprehender, como tal, un objeto– se siente a sí misma agotada y sobrepasada en presencia de “lo que es absolutamente grande”: no puede sintetizar eso que se le presenta, no puede darle la forma de un todo a la desmesura que, sin embargo, intuye. El no poder ser, en efecto, enteramente aprehendido, no exime, sin embargo, a la imaginación de la exigencia racional de la síntesis. La imaginación está trastornada con lo infinito y la razón la asedia con la exigencia de darle a éste la forma de una totalidad. Es en este sentido que Kant sostiene que “en nuestra imaginación reside una tendencia a la progresión hacia lo infinito y en nuestra razón una pretensión de absoluta totalidad como idea real” (Kant 1992, §25 A84/B85, 164). La tendencia y la pretensión, que agitan el ánimo del ser humano, no pueden ser menos compatibles: se asiste en lo sublime ya no a un libre juego de las facultades sino a una lucha violenta entre la imaginación y la razón. Lo que es menester intuir en la experiencia de lo sublime (lo ilimitado como un todo) supone, pues, una violencia a la imaginación, una mortificación de la sensibilidad (Kant 1992, §27 A99/B100, 172).2

Lo que me propongo llevar a cabo a continuación es una lectura de lo sublime kantiano a la luz de este proyecto unificador que es la CJ, entendiéndolo desde una perspectiva antropológica, desde la pregunta por nuestro modo de ser en el mundo. La interpretación de lo sublime kantiano que presenta Lyotard en sus Lecciones sobre la analítica de lo sublime es, para este propósito, un guía constante. Lo que en últimas me interesa es llevar a cabo lo suficientemente lejos las consecuencias que acarrea para la noción de moralidad kantiana su relación con la categoría de lo sublime. Quiero explorar cuáles son las posibilidades de una lectura de las ideas principales de la moral kantiana que esté revestida de la categoría de lo sublime kantiano. Y quisiera pensar que puede haber allí una alternativa a la comprensión del problema de la relación entre lo moral y lo sensible en términos que afirman el tránsito fácil o que instalan una disyunción paralizante del sujeto entre su ser racional y su ser sensible, entre ser libre y entenderse en el mundo de la experiencia como ente fenoménico.

Esta inadecuación de la imaginación como facultad a los requerimientos y estimaciones de la razón (que en este caso hacen referencia a lo infinito, a lo absolutamente grande, para lo que la imaginación no puede presentar intuición alguna) configura, claro está, un sentimiento de displacer en el sujeto que, sensiblemente, ha hecho “su más grande esfuerzo” (Kant 1992, §26 A94/95,

La experiencia de lo sublime Si el libre juego de la imaginación y el entendimiento, que brota de la contemplación de los objetos que se consideran bellos, representa una armonía entre el aspecto de la mera recepción sensible del objeto del ser humano y aquel que lo conmina a entender eso que intuye limitándolo, conceptualizándolo, la interacción de la imaginación con la razón, que es lo que ocurre en la

2 Es de notar que Kant hace énfasis eventualmente en que esta violencia a la imaginación es incluso ejercida por ella misma. En todo caso, lo importante es que es una violencia ocasionada por la exigencia de la razón.

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169). Este displacer de lo sensible, sin embargo, activa un sentimiento de placer: gracias al primero se le revela al ser humano una idea de la razón: la que estima que “todo lo que la naturaleza, en cuanto objeto de los sentidos, contiene de grande para nosotros, [contiene] como pequeño en comparación con ideas de la razón” (Kant 1992, §27 A96/B97s, 171).3 Se tiene así, gracias al sentimiento de displacer que es posibilitado por la facultad estética de juzgar, acceso a una idea de la razón que hace, nos dice Kant, que el ser humano concuerde con ideas de la razón. Es, pues, en la experiencia de ese displacer que el ser humano se hace consciente de una conformidad a fin independiente de la naturaleza (Kant 1992, §28 A108/B109, 177), esto es, de una dimensión, de una facultad suprasensible que hay en él, gracias a lo cual puede acceder indirectamente, es decir, en el ejercicio fallido de su sensibilidad, a ideas de la razón que por la vía de la intuición directa le están vedadas, como la de infinitud.

somos en el terreno de la experiencia. Ocurre aquí, sin embargo, un giro similar al que se daba en la estimación de lo ilimitado: Así como hallábamos en nuestro ánimo una superioridad sobre la naturaleza aún en su inmensidad, así también lo irresistible de su poderío, ciertamente nos da a conocer, considerados nosotros como seres naturales, nuestra impotencia física, pero al mismo tiempo nos descubre una potencia para juzgarnos independientemente de ella y una superioridad sobre la naturaleza, en la que se funda una conservación de sí de especie enteramente distinta de aquella combatida y puesta en peligro por la naturaleza fuera de nosotros […] (Kant 1992,§28 A103s/B104s, 175) [La cursiva es mía].

No obstante, el temor que producen estos objetos, uno que no despiertan los que son considerados apenas en su dimensión, pues en tal caso no se muestran como amenazantes frente a la vida misma del ser humano, reviste a la experiencia de lo sublime de aquello que propiamente me interesa rescatar en este ensayo: su relación con ideas propias de la razón en su uso práctico. La idea que se pone en juego al ser conscientes de una amenaza a la propia vida, a la conservación de sí, es la de una independencia nuestra frente a lo fenoménico: ya no sólo se tiene una facultad suprasensible para juzgar a la naturaleza y su magnitud, sino que nosotros mismos nos juzgamos también, y sobre todo, como suprasensibles. Concibiéndonos como expuestos al poder aplastante y destructor de la naturaleza, nuestro humano instinto de conservación puede triunfar solamente yendo más allá de lo sensible, es decir, solamente si nos pensamos estando por encima de dicho poderío físico que representa, propiamente, la imperturbabilidad de lo natural. Lo que está en juego en la experiencia de lo sublime es, así, el acceso a la idea de la libertad que pertenece al terreno de lo incondicionado, de lo suprasensible; está en juego la comprensión de nosotros mismos no sólo como insertos en lo necesario sino como capaces de regirnos según principios incondicionados.

La ocasión para el sentimiento de lo sublime también se da ante el objeto que resulta informe ya no al ser considerado en cuanto a su magnitud, sino dinámicamente, es decir, para Kant, en cuanto a su ímpetu físico: Rocas que penden atrevidas y amenazantes; tempestuosas nubes que se acumulan en el cielo y se aproximan con rayos y estruendo; los volcanes con toda su violencia devastadora; los huracanes con la desolación que dejan tras de sí; el océano sin límites, enfurecido […] hacen de nuestra potencia para resistirlos, comparada con su poderío, una pequeñez insignificante (Kant 1992, §28 A102s/B104, 174).

Para Kant, esa pequeñez, esa insignificancia frente a un objeto natural con un poder desmesurado amenazador convierte al objeto en uno de temor, y sólo en esa medida da lugar a la experiencia de lo sublime.4 Ese temor, el ser conscientes de la influencia devastadora que podría tener ese poderío en nosotros mismos en cuanto seres físicos, es un sentimiento de displacer: sentimos nuestra impotencia en lo fenoménico, lo frágil que

En la exposición kantiana de estas ideas generales acerca del sentimiento de lo sublime es en donde surgen las preguntas acerca de cómo aproximarse a la relación o transición entre sensibilidad y razón que debe darse, y que parece plantearse en la Analítica de lo sublime –nos consideramos como por fuera del orden natural gracias a una experiencia sensible displacentera–, sin que eso implique transgredir y descuidar la importancia de su esencial separación excluyente.

3 El modo en el que se da este placer es bastante enigmático y paradójico: no puede ser del mismo tipo que el displacer sensible que lo activa, pues la sensibilidad sólo está mortificada. Si ese placer se da en la dimensión racional del ser humano (placer intelectual) hay que preguntarse cómo el displacer sensible activa uno de otro orden. 4 Sin embargo, señala Kant, tan importante como el sentir temor es no estar verdaderamente amenazado. Si se trata de una situación de real amenaza ya no se hablaría de temor, sino de terror, el cual no permite la experiencia de lo sublime. La sensibilidad aterrorizada no es favorable a lo sublime, y sí lo es, en cambio, a la primacía del instinto de conservación como reafirmación de la sensibilidad.

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¿Cómo puede una experiencia sensible, estética, condicionada, o, para decirlo un poco más kantianamente, cómo puede la experiencia que está en la base de un juicio estético, cuyo fundamento de determinación está ligado a placer sensible, ser la ocasión de lo incondicionado, de la afirmación de la idea de libertad que posibilita el actuar moral en el mundo? Jean-François Lyotard encontrará en la dificultad que tiene la idea racional de la libertad para incentivar u ocasionar la acción el origen de la relación imprescindible entre la razón y la sensibilidad.

sentido libre. Y, sin embargo, el hecho de que el interés no esté referido al objeto del juicio moral, de que no lo determine, es resultado “de la presencia de la idea de causalidad absoluta en el pensamiento que quiere o desea” (Lyotard 1994, 169).8 Así es como, a la larga, el juicio moral sí está determinado por una idea de la razón: la que responde a la necesidad de la razón de pensar la posibilidad de una causa originaria de la acción que no esté, a su vez, condicionada por otra causa: esto es la idea de causalidad por libertad, que representa la necesidad de entender los eventos humanos a la luz de una perspectiva diferente a la de la necesidad que cubre todo aquello que aparece en el campo de la percepción (de ahí que la idea de libertad signifique un paso a lo suprasensible).

El respeto moral y sus dos caras En la moralidad la voluntad se encuentra subordinada al concepto de la razón que es la ley moral. Desde esta perspectiva, el juicio moral se nos revela como un juicio interesado en el bien. Desde otra perspectiva, sin embargo, tal subordinación de la voluntad no se da como subordinación a un objeto (lo bueno), sino como subordinación a una pura forma racional carente de contenido, a saber, la ley moral.5

La idea racional de libertad, de causalidad no-natural ,es la que se traduce en el sentimiento de “respeto”, que es, para Kant, el sentimiento de lo moral. El sentimiento de respeto impone, así, el mandato inmediato de la realización de la libertad, y en este sentido determina y hace interesado el juicio moral: hay un interés en lo bueno incondicionado que está dado porque hay que realizar la libertad. Hay entonces un interés práctico por la incondicionalidad de lo bueno, por el desinterés de lo bueno.

Esto muestra que el interés del juicio moral por la realización de la ley no es un interés tal que anteceda al juicio, no es un interés en un objeto que dirija la voluntad hacia él (de ser así, el juicio sobre lo moral no se distinguiría de la apreciación de lo agradable, y eso es algo que desde todo punto de vista Kant no puede aceptar), sino, más bien, un interés en la disposición de no atender a un objeto determinado –condicionado– para poder atender así a la pura forma de la racionalidad que es la ley, universal, absoluta. Se habla, pues, de un interés no referido al objeto,6 esto es, en sentido kantiano, de un interés desinteresado;7 la voluntad es en este

Estas dos perspectivas discernibles en el juicio moral son resultado de poder distinguir a su vez dos caras en la facultad moral del ser humano. Una de ellas es la acción moral en cuanto facultad actualizada. En este primer sentido, como ocurre con todas las facultades, la facultad moral, que es en principio múltiples posibilidades sin un contenido particular, necesita de un cierto “incentivo” que la lleve a realizar aquello que en principio es sólo potencia. Lyotard señala que esto es así incluso en mayor medida para la facultad moral que para las demás facultades, porque ésta “[…] conlleva en su condición intrínseca de posibilidad, en la forma imperativa de la ley, la obligación de ser realizada. ‘Actúa’: esto es lo

5 “Actúa de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en una máxima universal para la acción”. La ley no tiene un contenido determinado; sólo prescribe una forma de universalidad. 6 De hecho, la acción determinada por la ley que sería, propiamente, el objeto de lo moral no existe, tiene que ser creada por el hombre, a diferencia del objeto del juicio teórico (Hoyos 2007). 7 Esta perspectiva que privilegia el desinterés es la que permite que muchos autores vean en lo bello el lugar donde se tiende el puente entre lo sensible y lo suprasensible, dado que el juicio estético sobre lo bello tiene como una de sus principales características la ausencia de todo interés por el objeto al que se refiere. En efecto, en el análisis kantiano sobre la experiencia estética de lo bello hay sugestivas afirmaciones que justifican la aproximación al problema de la relación entre lo estético y lo suprasensible a partir de dicha experiencia. La semejanza de las propiedades trascendentales del juicio de lo bello y el de lo moral, en especial, la de no estar determinados por el objeto, así como el hecho de que en la experiencia de lo bello la naturaleza se muestra como no dirigida a un fin, ni a un concepto, convirtiéndose en una suerte de modelo para la moralidad, hacen parte de dichas afirmaciones. Lyotard, sin embargo, considera que la relación entre lo bello y lo moral en

la experiencia de lo bello no pasa de lo analógico y, en ese sentido, no permite pensar un tránsito de lo sensible a lo no-sensible, y viceversa. No considero necesario detenerme aquí en detalle en la argumentación de Lyotard al respecto (véase Lyotard 1994, 159-190). Baste con decir que lo fundamental de lo observado por él radica en el señalamiento de la presencia de cierto interés por el objeto en el juicio moral que tiene que estar ausente en el que es sobre lo bello. Lo anterior no significa que sea claro que esa exigencia kantiana, en efecto, se cumpla en su descripción de la experiencia de lo bello. En resumen, uno puede ver en el trasfondo de toda la CJ al menos el intento de lograr la comunicación entre el ser moral y el sensible, e incluso plantear relaciones complementarias entre los juicios que allí se investigan. Eso, por supuesto, excede las pretensiones de este ensayo. 8 “[…]from the presence, in the thought that wants or desires, of the Idea of absolute causality”. Las traducciones al español del texto de Lyotard son mías, y se hacen de la traducción al inglés de Elizabeth Rottenberg.

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que la razón práctica prescribe al pensamiento práctico, y no quiere decir nada más que: actualízame” (Lyotard 1994, 175).9 Ahora bien, desde un segundo punto de vista, atendiendo a la otra cara de la facultad moral, su actualización debe ser por completo desinteresada, incondicionada, un puro respeto por la ley universal sin ningún tipo de interés más allá que configura lo que entiende Kant por deber. Y es en este sentido que la acción moral debe ser originada por deber, pues este concepto contiene el de bien supremo, que es la buena voluntad, incondicionada, buena por sí misma en cuanto su principio es una forma universal sin un contenido determinado:

tivo para actualizar la facultad moral (Kant 2006, A127128, 160-161).12 Esta cara del respeto no es otra, para Lyotard, que su lado oscuro, el que no alcanza a ser alumbrado con la luz de la razón práctica pura, sino que, todo lo contrario, se sume en la penumbra de lo empírico. Sólo si la voz de la razón práctica es escuchada por el hombre, en el mundo empírico, la acción moral puede ser causada libremente. Sólo cierta vinculación con el yo empírico del sujeto da razón de ese haber escuchado el mandato de la razón práctica, de la actualización de la facultad moral del ser humano que se da en el único ámbito presto para su desenvolvimiento: el de la experiencia.

[…] no queda sino la universal conformidad a la ley de las acciones en general, únicamente la cual ha de servir a la voluntad como principio: esto es, nunca debo proceder más que de un modo que pueda querer también que mi máxima se convierta en una ley universal (Kant 1999, 134-135).10

Esta relación necesaria con lo empírico se da, sin embargo, de un modo muy particular: como constreñimiento y limitación del yo empírico: […] lo que reconozco inmediatamente como ley para mí, lo reconozco con respeto, el cual significa meramente la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido […] Propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio ( Kant 1999, 1 y 133).

[…] una acción hecha por deber […] no depende de la realidad del objeto de la acción sino meramente del principio del deber, según el cual ha sucedido la acción prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear (Kant 1999, 129 y 131).

Como es sabido, Kant es enfático en advertir que esta parte empírica de la acción moral solamente la acompaña; no es su condición, pues no puede serlo. Lo que causa la acción es el deber, y sólo el deber, y no la constricción de las inclinaciones que en cuanto ser empírico tiene el hombre. Kant escoge al deber como principio que genera la acción, en cuanto éste se muestra capaz de ir en contra de las inclinaciones del ser humano, inscritas en su ser natural. Una acción hecha en contra de las inclinaciones, por deber, es precisamente la que se presta para considerar al ser humano (para tener que considerarlo) en su dimensión suprasensible, inteligible, moral.

Estas dos caras de la facultad moral revelan que el sentimiento que le es propio, el de respeto, desde una perspectiva (la empírica) funge como el incentivo, como el interés de actualizar la facultad en el mundo (Kant 1999, 178); pero, desde otra perspectiva, que podríamos llamar de la razón práctica pura, el respeto debe ser entendido como una pura “consideración” hacia algo que, por definición, no está presente, que “no es un objeto y no da pie a una intriga apasionada o a una pasión por el conocimiento o a una pasión por desear y amar”,11 algo que no está vinculado, de modo alguno, con el mundo empírico (Lyotard 1994, 178).

Ahora bien, la estrategia de describir dos caras del respeto como generador de la acción moral no parece ser un intento por subsanar la brecha entre lo empírico y lo racional. Por el contrario, está cargada de la intención de recabar en ella: lo empírico es para lo moral un lastre, un lado oscuro, una carga que lo acompaña pero que no se relaciona efectivamente con la acción moral. Las dos perspectivas desde las cuales se considera al sujeto kantiano, la sensible y la inteligible, sin aportar mucho a una comprensión propiamente antropológica del ser

El respeto, como lo muestra el uso mismo del alemán Achtung, tiene también sus dos caras: como apenas una consideración (un regarder, un mirar hacia, tener especial cuidado de) y, a la vez, como incentivo, como el mo9 “[…] carries in its intrinsic condition of possibility, in the imperative form of the law, the obligation to be realized. ‘Act’: this is what practical reason prescribes to practical thought and this means nothing than –actualize me”. 10 En adelante me refiero al texto de la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres como FMC. Se citarán las páginas de la traducción de José Mardomingo. 11 “[…] is not an object and does not give rise to passionate intrigue or to a passion for knowledge or to a passion to desire and love”.

12 En adelante me refiero a la Crítica de la razón práctica como CRPr seguido de la paginación de la primera edición y la paginación de la traducción de Roberto R. Aramayo.

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humano, se siguen excluyendo radicalmente: el sujeto kantiano permanece aún irreparablemente dividido, división que ha dado lugar a que la lectura de Kant, desde sus contemporáneos hasta hoy, se relacione con una concepción trágica de la condición moderna: ser libres gracias a la razón (ser, en ese sentido, suprasensibles) pero pagar el precio de esa libertad con dolor y sufrimiento, con la vejación del resto de nuestra naturaleza, dados por las condiciones que impone el vivir y estar insertos en lo sensible, en la finitud y la necesitad.

punto de vista del Achtung, una consideración distinta de ese que no es su lado oscuro: […] esta expulsión brusca de las formas no carece de interés para el pensamiento en el descubrimiento de su verdadera destinación. Su irrelevancia es un medio para este descubrimiento, y el dolor que la imposibilidad de la presentación le da al pensamiento es una mediación que autoriza al placer exaltado a descubrir la verdadera (ética) destinación del pensamiento (Lyotard 1994, 187).15

¿Cómo pensar un sentimiento que incentiva el deber, el de respeto, que, sin embargo, es absolutamente independiente de lo empírico? Nos enfrentamos a la comprensión, para decirlo con la clara formulación de Lyotard, de “un estado sentimental a priori, un pathos apatético”. El querer abrirse paso a lo incondicionado en lo condicionado vuelve a tornarse paradójico e inasible: “la ley abre un espacio para su ‘presencia’ en la densa textura de lo condicionado. Siendo incondicional, ‘categórico’, adquiere simplicidad y levedad. El espacio que abre no consiste en nada” (Lyotard 1994, 179).13

La afirmación de la existencia de un genuino interés presente en la experiencia de lo sublime, entendiéndolo, como lo hace Kant, como interés en la continuación de la existencia de aquello que se está juzgando, se demuestra por la presencia de un sacrificio que tiene lugar en dicha experiencia: “La naturaleza se sacrifica en el altar de la ley” (Lyotard 1994, 188).16 En lo sublime la imaginación se muestra al servicio de un algo más, que resulta ser, nada más y nada menos, la revelación de la verdadera destinación del ser humano; ¿por qué, si no fuera así, se violentaría la imaginación a sí misma en aras de la prominencia de una idea de la razón?

Las dos caras de lo sublime

Sin embargo, este interés por alcanzar ese fin superior, que no puede ser entendido como una indiferencia, sino, todo lo contrario, como un interés abiertamente patológico, pegado al mundo sensible en cuanto sitúa como condición necesaria el dolor del yo, el sacrificio de sí, no introduce la posibilidad de dar el paso de lo estético a lo moral, a pesar de que parece darlo. La experiencia de lo sublime (al menos la mitad de ella, que configura, además, su inicio) podría entenderse, a primera vista, como la afirmación de la necesidad de la mediación del sufrimiento empírico para alcanzar la moral, triunfando el hombre así sobre las limitaciones de la naturaleza y vislumbrando su fin último. Lo sublime, así entendido, no sólo acompaña sino que orienta y permite la independencia victoriosa de la razón sobre la sensibilidad. A partir de una lectura de las reflexiones dedicadas a lo sublime en la CJ es inobjetable que para Kant lo sublime, una experiencia estética, implica el encuentro con la moralidad (Kant 1992, §28 A103s/B104s, 175).

Podría decirse que el análisis de la facultad de juzgar estéticamente lo sublime trata de introducir una corrección a este problema de la separación entre lo ético y lo estético al afirmar que ese otro lado de lo moral, ese lado oscuro que es el dolor de la finitud, es necesario. Por un lado, y según traté de mostrar en la exposición de las ideas generales acerca de lo sublime kantiano, lo sublime está acorde con la a-pathia de lo moral, con ese desinterés, con esa desatención a lo sensible.14 Sin embargo, lo que lúcidamente quiere mostrar Lyotard, es que esa suerte de indiferencia de lo sublime a lo sensible es de un estilo muy particular: se habla de un desinterés efectivo, positivo, es decir, de un desinterés realizado en lo que es sensible, de una flagelación del yo que se muestra interesada en cuanto, de estar ausente, el ser humano, considerado como la unidad que es, no descubriría su dimensión suprasensible, su disposición a la moralidad. Lo anterior termina revelando un tipo de experiencia distinta de lo moral, al menos desde el

Lo sublime es ese uso o sacrificio de lo sensible que

13 “[…] a sentimental state a priori, an a-phatetic pathos […] law clears a space for its ‘presence’ in the dense texture of the conditioned. Being unconditional, ‘categorical’, it acquires simplicity and levity. The space it clears does not consist in anything”. 14 Lo patológico, según dice Kant en la FMC, se asocia con lo que reside en la tendencia de la sensación (cf. Kant 1999, 1 y 129).

15 “[…] this thrusting aside of forms is not without interest for thought in the discovery of its true destination. Their irrelevance is a means toward this discovery, and the pain that the impossibility of presentation gives to thought, is a “mediation” authorizing exalted pleasure to discover the true (ethical) destination of thought”. 16 “Nature is sacrificed on the altar of the law”.

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inserta el acceso a nosotros mismos como seres capaces de acciones morales y de superar la rigidez de la necesidad en una suerte de economía de la recompensa: “el sentimiento de lo sublime en la naturaleza es, pues, respeto hacia nuestra propia destinación […] allí la humanidad en nuestra persona permanece no rebajada, aunque tuviera el hombre que sucumbir a ese poder” (Kant 1992, §27-§28 A96,104/B97-105, 171-175). La muerte no significa nada al lado de nuestra destinación suprasensible, y nuestra humanidad no se ve siquiera menoscabada por la más brusca influencia que pueda tener en nosotros la naturaleza.

como el resultado de la primera y la segunda Crítica respecto al problema de la libertad, a saber, lo sensible y lo moral son dos ámbitos, dos perspectivas excluyentes; o se acepta ese contacto del respeto con la categoría de lo sublime como necesario, y se lo entiende, entonces, como revelador de un hecho que en principio aparece inaceptable: que la moralidad kantiana, dada la noción de respeto, alberga dentro de sí el mismo carácter paradójico de lo sublime.18 Prescindir de lo sublime, en este caso, sería sólo evadir un problema que agita ya el interior de la filosofía práctica kantiana, y que, desde el punto de vista que aquí se ha considerado como antropológico, resulta importante, al menos, asumir. Evidentemente, la que me interesa es la segunda alternativa, y examinar hasta dónde puede llevar el perseverar en la idea de un puente entre lo ético y lo estético.19

Lyotard hará la siguiente observación sugestiva, que me situará en posición de seguir dando vueltas alrededor de lo sublime como una experiencia que se muestra reveladora de la necesidad de una perspectiva antropológica sobre el ser humano, que dé cuenta de una relación entre ética y estética, sobre todo, cuanto más paradójica e imposible. “Hay una profanación, algo sacrílego [frevelhaft] en lo sublime. En otras palabras, el respeto, en su ideal puro, esto es, la cara dulce de la ley, no puede ser tenido en cuenta, ser contado en una economía del sacrificio” (Lyotard 1994, 190).17 El interés de lo sublime, que se muestra en el sacrificio de lo sensible como la condición para el hallazgo y el encuentro con lo moral, configura un atentado profanador: es llegar a lo moral inmoralmente. El sentimiento del respeto no puede ser alcanzado por medio del dolor, del sufrimiento, de la renunciación, de la finitud, en una palabra, del sacrificio. La paradoja de lo sublime consiste en demostrar la existencia de Dios mediante una blasfemia. Lo sublime kantiano pone de presente una situación que conmociona el orden facultativo del ser humano. La imaginación condiciona lo suprasensible: lo racional se muestra como condicionado.

Una vez se ha arriesgado aceptar que lo sublime revela que la moralidad kantiana, a través de la noción de respeto, alberga dentro de sí ese carácter paradójico, se tienen a su vez, nuevamente, al menos dos opciones: o se considera que no tiene sentido tratar de comprender una noción de moralidad que involucra tan íntimamente su propia negación, o se explora qué clase de resultado puede traer ese intento de comprensión. Espero que en este punto sea claro, nuevamente, que me interesa aquí la segunda de estas otras dos opciones. Como señala William Sokoloff (2001), el respeto, en sí mismo, sin necesidad de involucrar inicialmente a lo sublime, es paradójico, y en ese sentido se puede decir que, incluso antes de la CJ, la conclusión de la separación radical entre lo ético y lo estético, en la filosofía práctica kantiana, no era precisamente transparente. Entre las cosas sugerentes que dice Kant sobre el respeto, apenas en una nota al pie en FMC, están las siguientes:

¿La sombra de lo sublime vs. la pureza de la moralidad?

Se me podía reprochar que tras la palabra respeto solamente busco refugio en un oscuro sentimiento, en lugar de dar una clara solución a través de un concepto de la razón. Sólo que, aun cuando el respeto es un sentimiento, no es sin embargo un sentimiento recibido a través de un influjo, sino autoproducido a través de un concepto de la razón. […] Lo que reconozco inmediatamente como ley para mí, lo reconozco con respeto, el cual significa meramente

Las conclusiones parciales que se desprenden de todo lo anterior permiten y suscitan, al menos, dos reacciones frente a ellas. O la moral kantiana debe prescindir de su contacto con el sentimiento de lo sublime, y en ese sentido habría que asumir la relación del respeto con lo sublime, que recorre y está presente en toda la Analítica de lo sublime, como un error que hay que enmendar para atenernos así al que se suele considerar

18 Esto significaría, se podría entender, que no surte el efecto esperado el intento de salvar la contradicción al decir que lo empírico humillado es compañía necesaria pero no causa. 19 Además, la renuncia a la posibilidad del puente significaría también la suspensión de una interesante pregunta: ¿cómo entra el hombre en la moralidad?

17 “There is a frevelhaft in the sublime. In other words, respect, in its pure ideal, that is, the fair face of the law, cannot enter into account, be counted in an economy of sacrifice”.

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namente moral, no se deja asir completamente si permanece aislado en lo puramente racional, pues ¿cómo se podrá determinar, incluso, cómo podrá determinar el sujeto mismo que su acción es moral si no atenta, abiertamente, contra su sensibilidad?, ¿cómo puede el hombre virtuoso, que no está acongojado, ni enfermo, ni sufre, saber que actúa moralmente?, ¿cómo, en este orden de ideas, se podría cultivar la moralidad?; ¿puede no sólo vaciarse completamente de sus deseos, sino tener plena consciencia de que ese vaciamiento es total? En resumen: ¿en qué clase de individuo o noción de ser humano se basan las exigencias que debe cumplir el agente moral kantiano?

la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido. […] [el respeto] como efecto de la ley sobre el sujeto, no como causa de la misma. Propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio. Es, así pues, algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni del miedo, aunque tiene algo análogo con ambos a la vez (Kant 1999, 1 y 133).

Kant se cuida aquí, a pesar de nombrarlo sentimiento, de describir al respeto de tal manera que no deje duda acerca de su no-relación efectiva con lo empírico, aunque acepte ya que involucra una negación del mismo. De igual modo, lo relaciona con la inclinación y con el miedo de modo analógico, es decir, guardando una insuperable distancia de estos sentimientos que sí son recibidos a través de un influjo sensible. Se preocupa por dejar en claro que el respeto no es causa de la acción del sujeto, sino efecto de la misma. Y, sin embargo, ya desde esta enrevesada formulación se puede entrever que la relación entre esa supresión de lo sensible y el respeto que acompaña a la moral es claramente problemática. No se tratará sólo de los problemas que le traen a Kant sus famosos ejemplos; se trata, en realidad, de la conversión en criterio para juzgar una acción en el mundo como moral de lo que, en principio, sólo debe y puede serle exigido a un procedimiento exclusivamente racional.20

Kant no era indiferente, ni mucho menos, a estas preguntas, algunas de las cuales están en la base de las más fuertes e incisivas críticas a la filosofía práctica kantiana (al menos las de Schiller, las de Hegel, las de Nietzsche). Kant sabía, además, que su filosofía práctica redundaba en una suerte de desfiguración del ser humano, un ser lleno de complejidades que se afianza diversamente en el mundo. En efecto, para Kant, los seres humanos no pueden nunca asegurar o garantizar que se han suprimido todos los deseos e inclinaciones. En cierto modo, aunque es necesario pensarlo así, es imposible que el hombre comparta o acceda, como tal, a la pureza de la razón práctica pura. En La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant afirma: “las inclinaciones naturales son, consideradas en sí mismas, buenas, esto es: no reprobables, y querer extirparlas no solamente es vano, sino que sería también dañino y censurable” (Kant 1995, 64), y esto no significa, sin embargo, que la humillación de la sensibilidad deje de ser equivalente a una mayor estimación del valor moral de una acción.

Conservar la propia vida es un deber, y, además, todo el mundo tiene una inclinación inmediata a ello. Pero, por eso, el cuidado frecuentemente medroso, que la mayor parte de los hombres pone en ello, no tiene valor interior, ni la máxima del mismo contenido moral. Preservan su vida, en conformidad con el deber, ciertamente, pero no por deber. En cambio, si las contrariedades y una congoja sin esperanza han arrebatado enteramente el gusto por la vida, si el desdichado, de alma fuerte, más indignado con su destino que apocado o abatido, desea la muerte y, sin embargo, la conserva, sin amarla, no por inclinación o miedo, sino por deber, entonces tiene su máxima un contenido moral (Kant 1999, 1, 125-127).

Se trata de comprender a un Kant que parece reconocer que no se pueden concluir antropológicamente las exigencias para el ser humano a las que conlleva una disyunción radical y excluyente entre sus dos modos de ser, y, sin embargo, reconoce a su vez también lo inadmisible que resulta aceptar una comunicación entre las facultades, tal como la que parece darse en lo sublime. El alcance de la situación paradójica que se ve en la experiencia de lo sublime crece y abraza el núcleo del pensamiento ético kantiano; explota profundamente y saca a flote toda su complejidad, así como los problemas que no puede evitar dejar abiertos: el respeto, que significa la obediencia incondicionada a la ley

Lo que revela este ejemplo es la necesidad del sufrimiento empírico del agente moral, al menos, como criterio para considerar determinada acción en el mundo como genuinamente moral.21 El respeto, pues, lo genui20 Esto es señalado por Heymann (1999). Además, Heymann ve allí un cambio en Kant expresado en la transición de la filosofía precrítica a la crítica. 21 Hay muchos más ejemplos de este tipo tanto en la FMC como en

CRPr, que, como es sabido, han servido no sólo para refutar a Kant, sino para ridiculizarlo un poco a la vez.

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La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano Ana María Amaya-Villarreal

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moral de la razón, es, por un lado, un sentimiento pero, por el otro, no implica un placer directo (sólo uno indirecto, que es intelectual; y el modo en el que el displacer sensible activa un placer intelectual es también un misterio); asimismo, el respeto no es efectuado por un estímulo exterior, pero sólo puede garantizarse su existencia si de telón de fondo están la finitud y la sensibilidad humilladas; no está movido por el interés, pero como respuesta obtiene una verdad invaluable: la destinación moral, la libertad del ser humano.

expectativa es lo único que nos queda no sólo para comprendernos en nuestro ser uno solo y dividido por las diversas capacidades de ser que, como potencias, constituyen nuestra naturaleza, sino para, también, comprender la posibilidad y los límites de eso libre que hay, que necesitamos que haya en nosotros. Quisiera pensar que, después de todo, no es casualidad que el “respeto”, del latín “respectus”, se refiera en su significación lejana a un mirar hacia, y, más propiamente, a un volver a mirar, quizás un estar siempre mirando (“re”: de nuevo, nuevamente, “spectus”: del verbo “specio”: ver, mirar a). Una expectación que no es, y no puede ser, de manera efectiva y completamente satisfecha si se considera a cada uno, y a cada otro, como un ser humano.

La unidad de las facultades, lo sublime, lo político

La revelación negativa del vínculo entre ética y estética, la posibilidad de que se diga algo acerca del tránsito entre estas facultades al no darse éste efectivamente, o al no darse, para decirlo con Lyotard, de un modo correcto, de un modo que preserve inmune el fundamento racional puro de la moralidad, parecería, en vez de suspender lo moral, abrir un campo, un espacio negativo, un espacio que es propiamente nada, y ninguno, en el que la ética tiene su lugar. Hay que detenerse en el extraordinario momento del Comentario general a la exposición de los juicios estéticos reflexionantes, en el que parece, justamente al renunciarse al proyecto de un puente, abrirse ese espacio:

La simultaneidad que se da entre la imposibilidad de pensar la dilución de la frontera que separa lo sensible de lo suprasensible y lo patente que resulta en la experiencia de lo sublime abre apenas una grieta (después de todo, Kant considera la reflexión de lo sublime un mero “apéndice” de la CJ) que, sin embargo, hace estremecer el sistema kantiano, y produce una sacudida que llega hasta nosotros y nos encuentra preguntándonos por una manera de ser en el mundo que abrace tal abismo, que lo asuma sin necesidad de perdernos a nosotros mismos, que nos afirmamos también a la luz de la posibilidad de una relación transformadora con el mundo, que nos comprendemos, y comprendemos también a los otros seres humanos a la luz de la libertad.

Tal vez no haya ningún otro pasaje más sublime en el Libro de la Ley de los judíos que el mandamiento: no te harás imagen alguna ni símil de lo que hay en el cielo ni bajo la tierra, etc. […] Lo mismo vale también para la representación de la ley moral y de la disposición a la moralidad en nosotros. Es una muy errónea preocupación pensar que si se le quita todo lo que pueda recomendarla a los sentidos, no conllevaría más que fría aprobación sin vida y ninguna fuerza impulsora o emoción. Es exactamente al revés: pues ahí donde los sentidos no ven nada más ante sí y, sin embargo, resta la inconfundible e inextinguible idea de la moralidad, sería necesario mesurar el ímpetu de una ilimitada imaginación para no permitirle a ésta elevarse hasta el entusiasmo, antes que, por temor a la falta de fuerza de esas ideas, buscarles auxilio

La sacudida a la que me estoy refiriendo no implica un principio de derrumbe de las separaciones kantianas que siguen siendo importantes para la comprensión de nuestra condición humana. Aunque es claro que un ser humano no puede regirse en su vida según las reglas del juego que ha puesto Kant para la libertad, esto no significa que dichas reglas no tengan nada que ver con el modo según el cual pretende conducirse en el mundo. La imposibilidad de aceptar, desde el punto de vista de la razón práctica, una expedita y mutua influencia entre lo estético y lo ético cumple un papel revelador para la comprensión antropológica del ser humano, pues da lugar, apenas, a la expectativa constante de dicha comunicación, que es y será mucho más valiosa y fructífera que su afirmación o definitiva proscripción, y a la cual parecemos seguir tendiendo.22 De alguna manera esa

siendo una experiencia tan nuestra, o que es, tal vez, más nuestra que de cualquier otro momento de la historia de la humanidad, podría estar en la base de dicha tendencia, que no por eso tiene que concebirse exclusivamente con pretensiones de resolución definitiva (Lyotard, un poco por esta vía, relaciona la voluntad de filosofar con una incompletitud propia de los seres humanos, cuya presencia ilustra remontándose hasta el Banquete) (cf. Lyotard 1989).

22 Es importante, pienso, reflexionar acerca de esta tendencia. Quisiera decir aquí, apenas, que podría hacer parte de un sentimiento esencial de incompletitud que empieza a parecer más o menos propio de la condición humana a partir de la modernidad. Experimentar la ausencia de un sentido predeterminado para la existencia humana, que sigue

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ese mantenimiento tienen unas reglas, tienen un modo de ser: la razón práctica pura. Del señalamiento de esas reglas no se sigue, de ninguna manera, y como se ha querido y se sigue queriendo leer a Kant, la presencia de un ánimo que promueve una ética del ascetismo:

en imágenes y pueril aparato. […] Esa presentación pura, meramente negativa de la eticidad, que eleva el alma, no acarrea, en cambio, el peligro del fanatismo que es la ilusión de ver algo por encima de todo límite de la sensibilidad, es decir, de querer soñar de acuerdo con principios (delirar con la razón), precisamente porque la presentación en él es meramente negativa. Pues lo insondable de la idea de libertad cierra completamente el camino a toda presentación positiva […] la ley moral […] ni siquiera nos permite mirar en busca de un fundamento de determinación fuera de ella misma (Kant 1992, Comentario general… A123s/B124s, 187).

[…] es evidente sin disminución y por sí misma la necesidad objetiva de ser un hombre tal [moralmente bueno]. Por lo tanto no es necesario ningún ejemplo de la experiencia para ponernos como modelo la idea de un hombre moralmente agradable a Dios [bueno moralmente, libre] […] en efecto, según la ley cada hombre debería en justicia dar en sí un ejemplo de esta idea, cuyo arquetipo sigue siempre estando solamente en la razón, pues ningún ejemplo es adecuado a tal idea en experiencia externa […] el arquetipo que nosotros ponemos por base a ese fenómeno [la santidad] ha de ser buscado siempre en nosotros mismos (hombres naturales), y su existencia en el alma humana es ya por sí lo bastante inconcebible para que no haya necesidad de, además de aceptar su origen sobrenatural, aceptarlo también hipostasiado en un hombre particular (Kant 1995, 62).

Hay aquí una impresionante toma de posición de Kant respecto a los asuntos que he venido tratando. En primer lugar, se advierte claramente que las limitaciones, tanto de lo sensible como de lo suprasensible, demuestran lo insondable que, en cuanto idea de la razón, es y tiene que ser la idea de libertad. Las limitaciones de las dos dimensiones del ser humano, en ese sentido, evitan tanto el entusiasmo de nuestro ser sensible –que redunda en su pretensión de sobrepasar los límites que delimitan su ámbito propio, en querer ver lo invisible– como el delirio con la razón, que sueña con fundamentarse más allá de sí misma, haciendo visible su invisibilidad. Y es que cualquiera de las dos extralimitaciones atentaría contra la libertad.

Por el contrario, para Kant, el Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón, la idea de un ser humano comportándose según la perfecta ley moral es para nosotros un precepto, no una prueba de que, en efecto, nosotros somos o podemos ser buenos o libres; ni siquiera es una idea imitable (Kant 1995, 70). Podría sostenerse, en este sentido, que la libertad, la disposición ética del ser humano, que también es sensible, se presentan como ideas regulativas según las cuales podemos guiarnos en el mundo, pero según las cuales no podemos actuar: si fuera una exigencia actuar según ellas, en toda su perfección y suprasensibilidad, dejarían incluso de servir como modelo para el hombre natural (Kant 1995, 70).

Entre la lucha de fuerzas divergentes que se amenazan entre sí, y que parece tener, además, un momento especialmente intenso en la experiencia de lo sublime, se aloja la condición del hombre moderno:23 la búsqueda irrenunciable de un modo de relacionarse con el mundo que no esté definitivamente determinado por el sentimiento de superioridad de la razón, ni por la falsa humildad de lo sensible que tiende a buscar su fundamento en algo más allá que le es esencialmente ajeno: que es inasible, invisible, nunca sensible.

El espacio entre lo ético y lo estético, ese lugar en el que se pueda erigir un puente entre los dos, es un no-lugar, y es así como existe para nosotros: en este sentido, el ser humano puede entender lo moral, desde su condición doble dada por la separación de sus facultades, como lo imposible, y ese espacio negativo que queda entre lo ético y lo estético, como su margen de acción para intentarlo. Un intento que no culmina nunca, cuyos resultados son siempre provisionales y frágiles, y al que, a la vez, no podemos renunciar. Pero esa no renuncia, que es, de algún modo, lo que se siente en la experiencia de lo sublime, está limitada, está protegida del despotismo de la razón y del entusiasmo engañoso de los sentidos.

Cuando Kant relaciona lo sublime con la ética, lo estético con la razón, nos está recordando que la razón es práctica y su razón de ser es la transformación de lo que ocurre en el mundo: “la razón es práctica sólo gracias a las capacidades naturales de la vida sensible y activa” (Heymann 1999, 72); es por eso que se la postula y es por eso mismo que se la quiere mantener. Pero Kant está recordando, también, que esa postulación y 23 Es por eso que Nancy recuerda que lo sublime no es un tema al que estamos volviendo desde el siglo XX, sino que es el lugar de donde venimos (Nancy 1993).

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La libertad entre lo visible y lo invisible: límites y alcances de lo sublime kantiano Ana María Amaya-Villarreal

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No quisiera, y tampoco podría, adentrarme aquí con detalle en las consecuencias que tiene una interpretación como ésta para las reflexiones que dejó Kant sobre la política (para él la política estaba esencialmente vinculada con el derecho, y este último debía tener como base la moral`deben imponer como garantías el rigor de ciertos principios racionales y, a la vez, la necesidad imperiosa de transformar e incidir en el devenir mundano.

6. Hölderlin, Friedrich. 1989. Hiperión. Versiones previas [Traducción de Anacleto Ferrer]. Madrid: Ediciones Hiperión.

Friedrich Hölderlin, seguro lector devoto de la Crítica de la facultad de juzgar, supo ver los peligros de permitirse dar el paso definitivo de uno de los dominios kantianos sobre el otro: “[…] si el espíritu no fuera por resistencia alguna limitado, ni a nosotros ni a nadie sentiríamos […] En ningún caso podemos renunciar al impulso de desplegarnos, de liberarnos […] Mas tampoco podemos desdeñar el impulso de atenerse a los límites, de recibir. Pues nada humano sería y nos mataríamos así a nosotros mismos” (Hölderlin 1989, 100-101).

8. Kant, Immanuel. 1992. Crítica de la facultad de juzgar (CJ) [Traducción de Pablo Oyarzún]. Caracas: Monte Ávila Editores.

7. Hoyos, Luis Eduardo. 2007. Tres críticas a la filosofía práctica kantiana. En Vigencia de la filosofía crítica kantiana, eds. Felipe Castañeda, Vicente Durán y Luis E. Hoyos, 279-297. Bogotá: Universidad de los Andes - Universidad Javeriana - Universidad Nacional de Colombia - Siglo del Hombre Editores.

9. Kant, Immanuel. 1995. La religión dentro de los límites de la mera razón [Traducción de Felipe Martínez Marzoa]. Madrid: Alianza Editorial. 10. Kant, Immanuel. 1999. Fundamentación de la metafísica de las costumbres (FMC) [Traducción de José Mardomingo]. Barcelona: Editorial Ariel, S. A.

La experiencia de lo sublime es la consciencia de que nuestra libertad, desde el punto de vista de la razón práctica pura, es un factum que sustenta y posibilita pensar la moral y pensarnos moralmente, y que orienta así nuestro ser mundano, para el que la libertad, sin embargo, es siempre una empresa, un frágil porvenir, una lucha desesperada y sin tregua que acometemos todos los días. 

11. Kant, Immanuel. 2006. Crítica de la razón práctica (CRPr) [Traducción de Roberto R. Aramayo]. Madrid: Alianza Editorial. 12. Lyotard, Jean-François. 1989. ¿Por qué desear? En ¿Por qué filosofar? [Traducción de Godofredo González], 7999. Barcelona: Paidós - I.C.E. - Universidad Autónoma de Barcelona.

Referencias

13. Lyotard, Jean-François. 1993. The Interest of the Sublime. En Of the Sublime: Presence in Question, 109-132. Albany: State of New York Press.

1. Borges, Jorge Luis. 2007. La muralla y los libros. En Otras inquisiciones. Obras completas II, 13-15. Bogotá: Planeta S.A. 2. Cassirer, Ernst. 1985. Kant, vida y doctrina [Traducción de Wenceslao Roces]. México: Fondo de Cultura Económica.

14. Lyotard, Jean-François. 1994. Lessons on the Analytic of the Sublime [Traducción de Elizabeth Rottenberg]. Stanford: Stanford University Press.

3. Guyer, Paul. 1990. Feeling and Freedom: Kant on Aesthetics and Morality. The Journal of Aesthetics and Art Criticism 48, No. 2: 137-146.

15. Nancy, Jean Luc. 1993. The Sublime Offering. En Of the Sublime: Presence in Question, 25-54. Albany: State of New York Press.

4. Heymann, Ezra. 1999. De la espontaneidad natural a la libertad moral, ida y vuelta. En Decantaciones kantianas: trece estudios críticos y una revisión de conjunto, 119- 127. Caracas: Universidad Central de Venezuela.

16. Sokoloff, William W. 2001. The Paradox of Respect. American Journal of Political Science 45, No. 4: 768-779. 17. Taminiaux, Jacques. 1967. La Nostalgie de la Grece a l’aube de l’idealisme allemand. Hague: Martinus Nijhoff.

5. Heymann, Ezra. 2008. Un pensamiento en polaridades: entre la voluntad y la aisthesis. En Friedrich Schiller: estética y libertad, ed. María del Rosario Acosta, 97-108. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

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Arte, naturaleza y sociedad

en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant* por

Francesca Menegoni**

Fecha de recepción: 30 de junio de 2009 Fecha de aceptación: 12 de agosto de 2009 Fecha de modificación: 25 de septiembre de 2009

Resumen El artículo examina algunos momentos de la Crítica de la facultad de juzgar de Kant, con el fin de evidenciar la unidad estructural de la obra y su aporte innovador. Dentro de esta investigación, aísla las reflexiones kantianas sobre el valor público de los juicios estéticos y muestra las implicaciones epistemológicas, sociales y éticas de los análisis sobre el arte, la técnica y la cultura, desarrollados en el texto kantiano.

Palabras clave: Filosofía trascendental, juicio estético, sentido común, cultura, sociabilidad.

Art, Nature and Society in Kant’s Critique of Judgement

Abstract The paper discusses some topics of Kant’s Critique of Judgment in order to highlight the unitary structure of the work and its innovative contribution. Within this inquiry, it specifically focuses on the Kantian reflections on the public value of aesthetic judgments and shows the epistemological, social, and ethical implications of analyses of art, technology and culture in Kant’s text.

Key words: Transcendental Philosophy, Aesthetic Judgment, Common Sense, Culture, Social Relations.

Arte, natureza e sociedade na Crítica da faculdade de julgar de Kant

Resumo O artigo examina alguns momentos da Crítica da faculdade de julgar de Kant, visando evidenciar a unidade estrutural da obra e sua contribuição inovadora. Dentro desta pesquisa, isola as reflexões kantianas sobre o valor público dos juízos estéticos e mostra as implicações epistemológicas, sociais e éticas das análises sobre a arte, a técnica e a cultura, desenvolvidos no texto kantiano.

Palavras chave: Filosofia transcendental, juízo estético, senso comum, cultura, sociabilidade.

* Traducción de Eduardo Sastoque, revisada por Laura Quintana. ** Doctorado en Filosofía, Universidad de Padua, Italia. Ha publicado los siguientes volúmenes: Moralità e morale in Hegel. Padua: Liviana, 1982; Finalità e destinazione morale nella “Critica del Giudizio” di Kant. Trento: Verifiche, 1988; Soggetto e struttura dell’agire in Hegel. Trento: Verifiche, 1993; Le ragioni della speranza. Padua: San Paola, 2001; Fede e religione in Kant: 1775-1798. Trento: Verifiche, 2005; La Critica del Giudizio di Kant. Introduzione alla lettura. Roma: Carocci, 2008. Actualmente se desempeña como profesora titular de Filosofía de la Universidad de Padua, Italia. Correo electrónico: francesca.menegoni@unipd.it.

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Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant

Francesca Menegoni

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La Tercera Crítica kantiana: un proyecto unitario, innovador y dinámico

y los juicios teleológicos son expresiones de una única facultad, la facultad de juicio reflexionante (la reflektierende Urteilskraft). Una facultad que formula sus propios juicios con base en el principio de la “finalidad” o “conformidad a fin” (Zweckmäßigkeit). La conformidad a fin es, por lo tanto, junto a la facultad de juzgar reflexionante, el tema central de la Crítica de la facultad de juzgar y constituye la primera razón que explica la unidad intrínseca tanto del proyecto como de la ejecución de esta obra. Reflexionar sobre las cosas, y juzgarlas en términos de conformidad a fin, tienen, de hecho, para Kant –acogiendo las críticas de Spinoza a las causas finales– una notable importancia heurística tanto en el proceso de comprensión de la realidad objetiva como en el de autocomprensión del sujeto. Esta carga heurística emerge allí donde la facultad de juzgar reflexionante y el principio de finalidad que le es propio muestran su idoneidad para identificar reglas y, por consiguiente, una normatividad, también allí donde esto a primera vista parece estar excluido. La finalidad es aquella conformidad a las leyes mediante la cuales se reflexiona sobre aquello que es contingente, para obtener una experiencia coherente, unitaria y completamente interconectada.2 La unidad legal (gesetzliche Einheit), que la facultad de juzgar reflexionante lleva al descubierto orientada por nexos finales, consiente, por lo tanto, una interpretación unitaria de la experiencia y la posibilidad de identificar en ella un orden intrínseco, cuando no es posible subsumir los datos individuales (ya se trate de organismos vivientes, hechos o eventos) bajo las categorías o principios del intelecto.

L

a primera impresión que impacta a quien se acerca a la Crítica de la facultad de juzgar, a diferencia de otras obras kantianas, es aquella de encontrarse frente a dos partes –estética y teleología– originadas por distintos intereses y vinculadas casi que forzadamente. En realidad, la articulación de la obra en dos momentos diferentes y autónomos no es extrínseca ni, mucho menos, casual. Es, al contrario, el resultado del recorrido que lleva a Kant desde el proyecto inicial de componer una Crítica del gusto –que busca, en cualquier modo, relacionar estética y teleología (Kant 1922)– hasta un escrito mucho más articulado y complejo, en el cual la reflexión sobre lo bello se amplía y va a tocar incluso cuestiones que tienen pertinencia para las ciencias naturales y humanas: desde la antropología hasta la ética, la filosofía social y la política.

Con la obra de 1790, de hecho, Kant se propone llevar a término la tarea emprendida en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón práctica1 relacionando los dos ámbitos de la naturaleza fenoménica y de la libertad, que aquéllas estudian separadamente. La distinción entre los dos ámbitos corresponde a la diferenciación entre dos modos de conocer o pensar: el primero se ejercita en el mundo fenoménico, con respecto al cual el intelecto cumple una función constitutiva; el segundo se explica en el mundo de los puros noúmenos, con respecto al cual la razón desempeña una función regulativa. El acceso a los dos ámbitos se efectúa en todas las obras críticas en clave trascendental, a partir del examen de las facultades cognoscitivas que permiten la descripción, el análisis y la comprensión de la realidad sensible y de aquella puramente inteligible.

Junto a este intento normativo que, confiado a la Zweckmäßigkeit y a la reflektierende Urteilskraft, atraviesa toda la obra conectando sus diferentes temáticas, la Crítica de la facultad de juzgar persigue también una finalidad de orden analítico-descriptivo. Este segundo intento surge, por ejemplo, cuando Kant recuerda el sentido de satisfacción y de placer que emerge todas las veces en las cuales, en el pulular atomístico de hechos, eventos o experiencias no reconducibles a normas o principios de orden general, se captan nexos relacionales, que están en condiciones de ofrecer un significado unitario a lo que a primera vista aparece sin ninguna conexión y privado de sentido. De esta forma, Kant describe lo que

La transformación del proyecto inicial, que lleva de la Crítica del gusto a la Crítica de la facultad de juzgar, es la consecuencia de la constatación, madurada en el transcurso de los años, del hecho de que los juicios estéticos

2 KdU §V, P. 183, 19: “La facultad de juzgar tiene que suponer a priori, como principio para su propio uso, que lo que a [nuestro] humano ver es contingente en las leyes particulares (empíricas) de la naturaleza, contiene, no obstante, una unidad legal para nosotros insondable, pero pensable, en el enlace de su multiplicidad en una experiencia en sí posible” (Kant 1968, BXXXIII). Esta unidad legal está dada por el principio de la finalidad o “conformidad a un fin”.

1 Cfr. Kant (1968, 170). El texto de la Tercera Crítica estará indicado con la sigla KdU, seguida, si es necesario, del número de la página de la edición de la Akademie-Textausgabe y el de la traducción italiana de Garroni y. Hohenegger (Kant 1999). [Nota del traductor: las citas en español se traducen de la versión de Pablo Oyarzún (Kant 1992), indicando la paginación de Weischedel].

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sucede en el sujeto en presencia de un sentimiento de placer: al sentir placer o displacer el sujeto es puesto en una relación inmediata consigo mismo; a través del sentimiento de placer o displacer se advierte a sí mismo, y en él se da, por tanto, la constatación inmediata de ser el portador de afectos, de ser su centro unitario (Kant 1968, §1). La descripción puntual de los modos en los cuales se activa el sentimiento de placer o displacer y de lo que acontece en el sujeto de estos afectos comporta un complejo y articulado proceso de comprensión de sí mismo que la Tercera Crítica lleva a cabo mediante una investigación de naturaleza trascendental, que no considera objetos o realidades existentes, sino las estructuras a priori que le permiten al sujeto conocer, tener emociones o actuar.

construcciones sociales o políticas que la historia de la humanidad produce en su curso. Según la complejidad del objeto considerado, Kant distingue varias modalidades de aplicación del principio de la finalidad, del cual de vez en cuando explicita el significado formal o material, interno o externo, subjetivo u objetivo. b. El aspecto innovador de este proyecto se encuentra no sólo en los análisis puntuales sobre la obra de arte, la validez ejemplar del juicio del gusto, los rasgos del genio artístico, sino, además, en la reflexión sobre una noción amplia de “arte” implicada en estos análisis. El arte, en efecto, se entiende ya sea como “arte bello” o como “técnica”, es decir, aquello que permite realizar lo que deseamos que ocurra. En consecuencia, la noción de arte en sentido amplio comprende todas las actividades capaces de llevar a término ciertos productos en relación con un objetivo o un proyecto. Arte y técnica, por lo tanto, no valen sólo para el hombre y para su actuar intencional, sino también para el actuar no intencional de la naturaleza. Cuando Kant habla de una “técnica de la naturaleza”, o cuando afirma que la naturaleza actúa técnicamente, intenta decir que ciertos productos suyos pueden ser juzgados como si (als ob) su posibilidad se basase en un arte (Kant 1942). c. Asimismo, estas consideraciones –relativas al enlace que une estrechamente arte y naturaleza– son una contribución ulterior que confirma la unidad entre las dos partes de la obra. Pero la originalidad de la Tercera Crítica se hace manifiesta, sobre todo, cuando se la lee prestando atención al elemento orgánico que la caracteriza y a su dinamismo interno. Los hilos que Kant logra anudar en ella son innumerables. En lo que sigue llamaré la atención sobre algunos de ellos, los cuales son, en mi opinión, particularmente idóneos para ilustrar el nexo estrecho que existe entre la estética y la teleología, y algunas implicaciones significativas para pensar la sociabilidad y la política.

Si se tiene por cierto el doble intento perseguido por la Crítica de la facultad de juzgar tanto en el nivel normativo como en el analítico-descriptivo, se puede leer toda la obra como el despliegue de una serie de recorridos, que examinan todas las posibles aplicaciones de la capacidad de juzgar con base en nexos de finalidad, dentro de un gigantesco proyecto que se caracteriza por una sistematización rigurosa, un dinamismo intrínseco y un fuerte impulso innovador.3 a. La sistematización surge del plano arquitectónico general de la obra, a partir del análisis complejo de las facultades del ánimo (la facultad cognoscitiva, el sentimiento de placer o displacer, la facultad de desear) y de la identificación de los respectivos ámbitos de aplicación, que son la naturaleza, el arte y la libertad.4 Este intento sistemático permite leer en clave teleológica la naturaleza entera como un sistema de fines, los cuales valen como una posibilidad para explicar, en una óptica puramente subjetiva, la intrínseca constitución de ser de todas las formas vivientes, desde un simple hilo de hierba (cuya razón de ser resulta incomprensible con base en las leyes de la física mecánica) hasta organismos más complejos, incluidas incluso las

El alcance social del juicio estético

3 Estas características están muy bien sintetizadas en la Introducción de E. Garroni y H. Hohenegger de la traducción italiana de la Crítica de la facultad de juzgar (Kant 1999, XIX). 4 Esto se deriva del esquema que concluye el texto de la introducción a la KdU (Kant 1968, §IX, BLVII). Conjunto de las facultades del ánimo Facultad del conocimiento

Facultades de conocimiento Entendimiento

Principios a priori Conformidad a la Ley

El objeto de la primera parte de la obra –la “Crítica de la facultad de juzgar estética”– no es, como es sabido, la construcción de una teoría estética, sino la reflexión sobre lo que la belleza natural o artística implica para el ánimo de aquel que se complace, y, aun antes, el análisis de las condiciones que hacen posible un juicio estético y lo distinguen de las otras modalidades de juicio.

Aplicaciones Naturaleza

Sentimiento de placer o displacer

Facultad de juzgar

Conformidad a un fin

Arte

Facultad de desear

Razón

Fin último

Libertad

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Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant

Francesca Menegoni

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sobre lo que es agradable para el paladar, el tacto, la vista, el olfato o el oído, es del todo personal y tiene un valor exclusivamente privado, en cuanto vale sólo para quien lo expresa, el cual lo acompaña con la precisión “esto es agradable para mí” (Kant 1968, §7), quien formula un juicio sobre lo bello pretende que los demás lo compartan. Si esto no ocurre, quien ha expresado su propio juicio, abandonando de esta forma la esfera del propio sentir privado y saliendo al descubierto cuando manifiesta su propia evaluación al decir “esto es bello”, juzga carente de gusto a quien no comparte su juicio y está dispuesto a iniciar una discusión con él en esta materia.

Desde las primeras líneas, Kant subraya el papel del juicio estético en el proceso de autocomprensión del sujeto. A diferencia, en efecto, de lo que es simplemente agradable (lo que es advertido por todos los seres vivientes) y de lo que es moralmente bueno (que es válido, por el contrario, sólo para los seres racionales), lo bello vale para todos los hombres en cuanto al mismo tiempo son seres sensibles dotados de razón (Kant 1968, §5). En consecuencia, el juicio del gusto permite definir una propiedad que distingue al hombre –en cuanto capaz de apreciar la belleza, complaciéndose con ella– respecto de otros seres vivos de los cuales se considera sólo el aspecto sensible o el puramente inteligible. Si el sentimiento de placer y displacer permite una primera e inmediata aprehensión de sí mismo –un primer reconocimiento de la propia identidad subjetiva–, el juicio del gusto implica un paso ulterior en el progreso de la subjetividad hacia la comprensión de sí misma, en cuanto permite identificar una característica específica de quienes pertenecen a la especie humana.

El juicio del gusto tiene, por lo tanto, un significado público, y esto exige que quien lo formula salga de su encierro en el propio juicio individual, discuta argumentos, se sitúe en el punto de vista de los otros. Mientras que en lo concerniente a todo aquello que resulta agradable a los sentidos vale el antiguo proverbio de gustibus non est disputandum, porque se reconoce que estos juicios son personales y se deja a cada uno sostener el propio parecer, la publicidad atribuida a los juicios estéticos y puros hace transcurrir la investigación trascendental sobre las facultades del ánimo humano desde un plano subjetivo hasta el de la confrontación intersubjetiva.

Entre estos dos elementos –esto es, a) la aprehensión inmediata de sí mismo en el sentir placer o displacer y b) la identificación de las características distintivas del sujeto capaz de sentir placer por lo que es bello– se inserta uno de los aspectos más innovadores de la Crítica de la facultad de juzgar, y, al mismo tiempo, uno de los más controvertidos. Se trata de la pretensión de validez intersubjetiva del juicio del gusto. La legitimación de esta pretensión de validez común (Gemeingültigkeit) es presentada por Kant como un hecho notable para el filósofo trascendental, que demanda de él un esfuerzo considerable, en compensación del cual, sin embargo, espera descubrir “una propiedad de nuestra facultad de conocimiento que sin este análisis habría permanecido ignota” (Kant 1968, §8, B21).

La dificultad para aceptar y defender la validez pública del gusto está dada por múltiples elementos y, en primer lugar, por la misma definición de lo bello propuesta por Kant. Dado que bello es aquello que complace universal y necesariamente, sin concepto, sin finalidad y sin interés,5 esto significa que no hay reglas a las cuales apelar para justificar la validez común del juicio estético. El fundamento de esta validez se debe buscar, una vez más en clave trascendental, en el libre juego de las facultades cognoscitivas –intelecto e imaginación–, que se activa cada vez que se formula un juicio sobre la belleza de algo. Este armónico acuerdo de las facultades cognoscitivas produce, de hecho, un sentimiento de placer no vinculado a alguna regla, y, sin embargo, se pretende participable a la comunidad de los sujetos que juzgan. Precisamente porque se deriva de una misma amalgama, porque los elementos que en él se ponen de acuerdo están presentes en todos los que juzgan, el juicio que se deriva es universalmente comunicable y el placer que se obtiene es universalmente compartible. Cuando una representación bella suscita un acuerdo de imaginación e intelecto y este acuerdo viene expresado mediante un juicio, se puede suponer, y además

Esta anotación, que no deja dudas sobre las pretensiones de Kant con respecto a su propio aporte innovador en el campo de la investigación trascendental sobre los juicios estéticos, nos introduce en el descubrimiento de una serie de elementos que permiten comprender el significado social del gusto. Este significado se relaciona con el valor público que Kant atribuye al juicio estético, el cual, en cuanto juicio, es decir, considerado desde un punto de vista meramente lógico, es siempre un juicio singular (Kant 1968, §37). Singulares son, de hecho, algunos juicios de conocimiento, aquellos sobre lo que place a los sentidos o aquellos estéticamente puros. Entre estos dos últimos tipos de juicio Kant pone de relieve, sin embargo, una diferencia sustancial. Mientras que el juicio expresado

5 Como se sabe, son cuatro los momentos que en los §§1-22 de la “Crítica de la facultad de juzgar estética” definen lo bello.

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exigir, que el placer o el displacer provocado por la representación del objeto bello pueda ser compartido por la comunidad de los sujetos que juzgan, dado que las condiciones subjetivas que permiten formular el juicio son las mismas en cada hombre dotado de imaginación y sano entendimiento.

enuncia una opinión puramente personal o formula un juicio privado. La validez pública del juicio del gusto, en cuanto expresión de un sentido común, está confirmada también por las máximas que determinan el funcionamiento del sano y común intelecto humano. De estas máximas (1. pensar por sí mismo; 2. pensar poniéndose en el lugar de los otros; 3. pensar siempre de acuerdo consigo mismo) es particularmente significativa la segunda, que se refiere a un modo de pensar que Kant define, recurriendo a una hermosa expresión, “amplio” o “ancho” (erweitert); un modo de pensar que se obtiene situándose en el punto de vista de los otros. Cuando este pensar “ampliado” da lugar a un juicio del gusto, cualquiera que afirme que algo es bello, situándose en el punto de vista de los otros, puede pretender que su juicio individual tenga una validez común, es decir, que haya acuerdo compartido sobre lo que se juzga estéticamente bello.

Aquí el análisis trascendental pone de relieve un punto de particular interés: el hecho de que las condiciones del juicio sean compartidas implica la comunicabilidad del juicio mismo y determina su carácter público. Es gracias a la reflexión sobre este aspecto que Kant llega a descubrir aquella propiedad de nuestra facultad de conocer, que sin esta investigación habría permanecido ignota, y que tanto interés despierta en el filósofo trascendental. Cuando el juicio del gusto afirma la belleza de algo, quien lo formula exige que todos estén de acuerdo con él. Dado que no puede tratarse de una universalidad fundada lógicamente sobre conceptos, Kant define esta validez común (Gemeingültigkeit) como una voz universal (allgemeine Stimme), que unifica a todos aquellos que concuerdan en un determinado juicio sobre la base de un común modo de sentir, un sentido común; esto es, una facultad que al juzgar tiene en cuenta el juicio de los demás, lo que sucede cuando comparamos nuestro juicio con el de los otros y nos ponemos en su lugar.6

Ciertamente, el gusto no prescribe leyes de orden ético o técnico-práctico ni fija conceptos sobre cómo deberían ser las cosas, pero lleva al descubrimiento de una propiedad del hombre que lo vuelve idóneo para confrontarse con sus similares, para comunicar lo que le produce placer o displacer, para revisar sus propios juicios sobre la base de un modo común de pensar, situándose en el punto de vista del otro: esto, evidentemente, no es insignificante para quien intente ir a la búsqueda de las raíces de la sociabilidad.7

El sentido común se convierte así en aquello que puede sostener la comparación con los juicios de los demás y, por consiguiente, en condición de apertura intersubjetiva, aun cuando esta apertura es subrayada por Kant siempre en clave trascendental, teniendo en cuenta aquellas estructuras que en el sujeto se encuentran en la base de toda representación suya. Esto significa que la relación de las facultades cognoscitivas, activada espontáneamente por una representación juzgada bella, produce un efecto sobre el ánimo humano. Este efecto no tiene que ver sólo con el individuo que dice “esto es bello”, sino que es advertido como una especie de sentido común, por lo cual quien dice “esto es bello” sabe a priori que también los otros deberían compartir su juicio, y si no es así, sabe que se abrirá una discusión. Lo que se excluye es que quien dice “esto es bello”

Comunicabilidad, participación y publicidad hacen del gusto una especificación del sentido común, siempre que por sentido común no se entienda –con una lectio facilior– sólo el sano buen sentido, sino –desde una lectura más compleja que, sin embargo, empalma a las reflexiones kantianas con la tradición latina del sensus communis y con su rehabilitación en la Europa del siglo XVII-XVIII– aquel sentido que se tiene en común, porque caracteriza la pertenencia a una comunidad. Así como existe un sentido común de lo que es decoroso, de lo que es verdad o de lo que es correcto, de igual forma existe un sensus communis æstheticus relativo a lo que se juzga bello. Si quien vive exclusivamente según el propio sentir personal se excluye de la comunidad de los sujetos que juzgan, quien formula un juicio estético manifiesta eo ipso su propia disposición a la confrontación, a la comunicación y a la participación de los propios sentimientos, de los propios juicios, de las propias

6 KdU §40, pp. 293 y 130: “Por sensus communis hay que entender, no obstante, la idea de un sentido común a todos, esto es, de una facultad de juzgar que en su reflexión tiene en cuenta, en pensamiento (a priori), el modo representacional de cada uno de los demás, para atener su juicio, por así decirlo, a la entera razón humana y huir así de la ilusión que, nacida de condiciones subjetivas privadas que pudiesen fácilmente ser tenidas por objetivas, tendría una desventajosa influencia sobre el juicio. Ahora bien: esto último sucede por atener el propio juicio a otros juicios, no tanto efectivamente reales como más bien meramente posibles, y ponerse en el lugar de los otros [...]” (Kant 1968, B157).

7 Sobre la sociabilidad que implican los juicios del gusto, cfr. Leyva (1997), Menegoni (2008), Parret (1998) y Quintana (2008).

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Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant

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mal radical, que constituye el primer capítulo del escrito La religión dentro de los límites de la mera razón. Esto sucede en el lugar textual en el que el autor examina las disposiciones originarias al bien que caracterizan tanto al hombre individual como a todo el género humano. De particular interés, puesto que se encuentra en aparente discontinuidad con lo argumentado sobre la naturaleza social del gusto, está el hecho de que en la Religionsschrift la característica de la animalidad, que concierne al hombre en cuanto ser viviente, no se muestra sólo en la conservación de sí mismo y de la especie, sino también en el desarrollo del instinto social que conduce a la vida comunitaria. La cara negativa de esta condición se muestra desde la intemperancia hasta la ausencia total de leyes, un estado que no por casualidad Kant define como “salvaje” (Kant 1914a, 26).

experiencias, que están siempre ligadas a condiciones materiales e históricas determinadas, sabiendo a priori que los otros harán lo mismo. Una confirmación de todo esto se encuentra en el párrafo conclusivo de la primera parte de la obra (Kant 1968, §60), en el cual Kant subraya la importancia de aquellos conocimientos preliminares que son definidos humaniora, “presumiblemente porque humanidad designa, por una parte, el universal sentimiento de simpatía y, por otra, la facultad de poder comunicarse íntima y universalmente [...]” (Kant 1968, B262). Las dos propiedades unidas constituyen aquella sociabilidad (Geselligkeit) que es adecuada a la idea de humanidad, porque la distingue de la limitación animal. Es por esto que el gusto desarrolla una función propedéutica con respecto a la instauración en el sujeto de un habitus moral, como se afirma en el conocido §59: “De la belleza como símbolo de la eticidad”. Porque lo bello es aquello que, en su diferencia respecto a lo agradable, place necesaria y universalmente, sin interés y sin finalidad; su experiencia presenta fuertes analogías con los principios de la moral; en primer lugar, porque encamina a la comprensión de cómo es posible interesarse por la ley moral, sin que esto quiera decir actuar por interés. El consenso general pretendido por el juicio del gusto, puesto como fundamento de la comunicabilidad y de la sociabilidad, que impregna como un sentido común a la humanidad entera, es símbolo, además, de aquella diversa universalidad que caracteriza a los principios morales. Finalmente, la libertad, la ausencia de interés y la validez universal, características del juicio sobre lo bello, constituyen una huella concreta para comprender lo que en la moralidad no puede ser ni conocido ni explicado por un entendimiento limitado. El entendimiento humano es, de hecho, incapaz de explicar cómo es posible la libertad, ni tampoco logra demostrar cómo se puede tomar interés por la ley moral sin actuar, empero, por interés; o cómo la razón pura puede por sí misma ser sólo práctica, es decir, cómo puede ofrecer un impulso a la acción con base en su sola forma.

La segunda condición propia del hombre tiene que ver con el hecho de ser aquel viviente dotado al mismo tiempo de razón. Esta disposición se pone de manifiesto al afirmar el valor propio en la propia opinión y en la de los demás, sobre la base del principio de la igualdad. El lado negativo de esta disposición, que es originalmente buena, se expresa en el deseo de afirmar la propia supremacía sobre los otros, y da lugar a los vicios propios de las civilizaciones desarrolladas y cultas, que van desde los celos y la rivalidad hasta la enemistad. La tercera y última condición, después de aquella animal y humana, tiene que ver con la personalidad. Se trata de aquella condición del género humano que considera al hombre en cuanto ser viviente, racional, y llamado a responder por sus propios actos. La disposición de la personalidad define la capacidad del arbitrio de probar el respeto por la ley moral que vale como móvil y coincide con el ejercicio de la moralidad y con el respeto por lo que representa la dignidad del fin absoluto e incondicional. Así que también en el ensayo sobre el mal radical encontramos una reflexión sobre las características del hombre, que considera la animalidad, la racionalidad y la personalidad en progresión. Lo que, sin embargo, distingue este tratamiento del asunto de aquel que se encuentra en la Tercera Crítica es el hecho de que la condición animal, racional o propia de la persona moral aparece en la Religionsschrift en referencia al ejercicio de la facultad de desear y al uso del arbitrio. Es este trasfondo ético el que determina que la disposición a la sociabilidad se haga pertenecer a la condición animal, mientras que en la Crítica de la facultad de juzgar tal disposición se refiere a aquello que define la humanidad del hombre.

La insociable sociabilidad Toda la primera parte de la Crítica de la facultad de juzgar traza un recorrido que define la especificidad de los seres humanos con base en características que constituyen el fundamento de la sociabilitas. Sobre este tema Kant volverá, pocos años después, en el ensayo sobre el 29


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en sentido cosmopolita, de 1784, en donde el autor expresa su esperanza, típicamente ilustrada, de que la consideración del juego de las libertades individuales a escala histórico-mundial permita ver ordenado hacia lo mejor lo que en cada uno de los individuos aparece enredado y dominado por la casualidad. Sólo en aquella sociedad en la cual la libertad de todo individuo puede coexistir con la de los otros se lleva a cabo el fin supremo de la naturaleza, en lo que tiene que ver con la humanidad, es decir, el desarrollo de todas sus disposiciones. Cultura, desarrollo artístico, el mismo orden social, son fruto de la “insociable sociabilidad”, que obliga a disciplinar la libertad salvaje de las inclinaciones individuales.

Una anticipación de esta diversa exposición de las condiciones propias del estadio animal, propiamente humano y ético, aparece, por lo demás, ya en la conclusión de la “Crítica de la facultad de juzgar estética”, en donde se lee que aquel placer que el gusto declara válido para la humanidad en general no puede prescindir del desarrollo de ideas morales y de la cultura del sentimiento moral (Kant 1968, §60). Esta conclusión se retoma en la segunda parte de la Crítica de la facultad de juzgar, en particular, en el largo “Apéndice a la teleología”, en el cual la naturaleza se define como un sistema de fines, se subraya la primacía de la moral respecto a todas las otras disposiciones propias del hombre y se pregunta por su posición en el contexto del mundo natural y de la historia mundial.

También en la segunda parte de la Crítica de la facultad de juzgar, como ya se encuentra en el escrito de 1784, Kant subraya la función propedéutica desarrollada por las artes y por las ciencias en la realización del destino del hombre (Bestimmung des Menschen), según una progresión que comprende, primero, el desarrollo de la cultura; después, de la civilización que realiza la libertad bajo leyes, y, finalmente, de la moralidad. La progresión que distingue Kultivierung, Zivilisierung y Moralisierung es especular respecto de aquella delineada en la primera parte de la obra. En este contexto, sin embargo, no se considera ya desde una óptica trascendental, sino real, porque la conformidad al fin presente en esta reflexión es material y objetiva, y no más formal y subjetiva. No obstante, vuelve a ser propuesta, también en este contexto, la idea que habíamos ya encontrado en la conclusión de la primera parte de la Crítica de la facultad de juzgar: artes y ciencias, junto con el placer que puede ser comunicado universalmente, forman a la humanidad y la preparan para un dominio en el cual sólo la razón debe tener poder.

En este sistema de fines, el fin último que la humanidad persigue en su evolución está dado por la promoción de las habilidades técnico-prácticas, por el control de los impulsos y de las pasiones, por el desarrollo de la sociedad civil y por la constitución de Estados. Todos estos elementos se sintetizan en el término “cultura” (Kultur), que se define como aquella actitud o habilidad para perseguir cualquier tipo de fin con respecto a la naturaleza interna o externa y que incluye en sí misma una multiplicidad de aspectos: desde el complejo trabajo de formación individual, que incluye educación (Erziehung) y aleccionamiento (Belehrung), pasando por la disciplina (Zucht, Disziplin) de las inclinaciones y las pasiones, por la promoción de las habilidades (Geschicklichkeit) que permiten perseguir objetivos arbitrarios, hasta el desarrollo de las formas que articulan las diferentes modalidades de la vida asociada. Con pocos y rápidos trazos, Kant delinea el cuadro de una obra de civilización que ve el desarrollo de las ciencias y de las artes a la par con la difusión de las desigualdades sociales. Mientras que la mayoría buscará satisfacer las necesidades de la vida, oprimida por trabajos mecánicos y embotadores, otros disfrutan de los frutos de esta desigualdad. Miseria y lujo generan violencia y lesionan las libertades individuales. Para dirimir injusticias y atropellos se apela, en primer lugar, al ámbito de la compensación legal: a la sociedad civil, pero, especialmente, al sistema de todos los Estados, aquel arreglo cosmopolita que sólo puede poner una barrera a la expansión de los conflictos a escala nacional y mundial.

El lenguaje y las categorías utilizadas por Kant se enraízan en un horizonte histórico típicamente ilustrado y, en general, no reflejan adecuadamente el alcance innovador de sus ideas. Pero lenguaje y categorías a veces obsoletas no le quitan nada a la organización de un pensamiento absolutamente coherente y bajo muchos aspectos profundamente innovador.

Cultura, civilización, libertad Al recorrer algunas de la vías que Kant traza en la Crítica de la facultad de juzgar, hemos intentado anudar los hilos de una argumentación dirigida, entre los numerosos propósitos que persigue, también a llevar al descubrimiento de los elementos mínimos y, sin embargo, esenciales que están en la base de la convivencia social y

En particular, el §83 de la “Crítica de la facultad de juzgar teleológica” expone con indicios esenciales una síntesis breve del completo pensamiento político-histórico de Kant y desarrolla en forma consecuente las tesis ya enunciadas en el escrito Idea para una historia universal 30


Arte, naturaleza y sociedad en la Crítica de la facultad de juzgar de Kant

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Y que el concepto de humanidad no es algo abstracto e indeterminado, sino que es la disposición para el sentimiento de la simpatía que acomuna a los hombres, un sentimiento que permite la comunicación recíproca de los propios sentimientos (Kant 1914b, 456). Saber considerar el juicio de los otros, no sólo aquel efectivo sino también aquel puramente posible, es indicador de la voluntad de ponerse en el punto de vista del otro y de no anclarse en el propio punto de vista personal y privado. Es superfluo observar cuánto esto permite la superación de preconceptos y prejuicios, y pone las condiciones para la liberación de la ceguera de una razón pasiva y esclava, que aún no sale de un estado de minoridad.

de la constitución de entidades políticas que apunten a salvaguardar y garantizar la libertad de todos en su mutua relación. Se trata de una investigación teórica que no esconde cuán difícil es alcanzar de forma efectiva este objetivo. Kant observa, de hecho, que la humanidad ha logrado en el curso de su historia un grado elevado de cultura. Ella deja ver, sin embargo, que sólo en parte sabe defender el derecho a la libertad de todos bajo la tutela de las leyes, y, por ende, es civilizada sólo parcialmente. En cuanto a la realización total de la moralidad, que la haría virtuosa, éste es un objetivo aún por realizar: “Nos hallamos cultivados en alto grado por el arte y por la ciencia, estamos civilizados hasta el exceso en todo lo que tiene que ver con las formas y las convenciones sociales. Sin embargo, falta todavía muchísimo para considerarnos moralizados” (Kant 1923, 26). Para tomar posesión del ánimo humano y que se convierta en un hábito virtuoso, la moralidad requiere, de hecho, una revolución en la intención, un cambio radical del corazón. Pero esta revolución interior no puede ser consecuencia de un mejoramiento de las costumbres y sólo puede ser preparada, no realizada, por el desarrollo del arte y de la cultura (Kant 1914a).

Este objetivo no es sólo propio de una razón moderna e ilustrada, sino que entra a pleno título en un proyecto de autocomprensión del hombre en cuanto singular y en cuanto miembro del género humano. Este objetivo es perseguido en la Crítica de la facultad de juzgar a partir de la reflexión sobre la finalidad intrínseca del arte y de la naturaleza, y conduce a reconocer que tanto la belleza como el sujeto moral tienen la misma dignidad que compete a lo que es fin para sí mismo. En torno a estos dos elementos Kant organiza dinámicamente todo el material que entra a formar parte de la Crítica de la facultad de juzgar. Aunque la terminología de la cual se vale Kant refleja la época a la cual pertenece, aunque la materia expuesta parece transcurrir desde las representaciones artísticas hasta los organismos vivientes, casi hasta perderse entre los meandros de los nexos finales, no se pierde jamás de vista la pregunta fundamental que sostiene y guía toda la construcción: es la pregunta que se interroga sobre el sentido de los múltiples elementos y de las diferentes experiencias que caracterizan a la humanidad y su historia. 

Radicalmente innovador es el examen de las estructuras de base que son los cimientos de la vida social. Este examen es conducido mediante una investigación trascendental que reflexiona sobre las facultades del ánimo humano en general y, en particular, sobre lo que acontece cuando una representación bella suscita el sentimiento de placer o displacer y el juicio del gusto expresa este sentimiento. Siguiendo este recorrido del todo peculiar, Kant logra poner en evidencia cómo la humanidad se caracteriza por una originaria disposición a la sociabilidad. Esta disposición se vislumbra desde los elementos esenciales que son la base de todo juicio del gusto, cuya formulación y enunciación exigen que cada sujeto que juzga esté dispuesto a comprender el punto de vista del otro; exigen que se dé la disposición para compartir el juicio mismo y el placer que suscita; exigen que el punto de vista del otro sea no sólo comprendido, sino también tenido en cuenta y respetado; exigen aun que se dé la disposición para comunicar las propias valoraciones, para buscar puntos de acuerdo y de convergencia, para romper las barreras que aíslan a los individuos unos de otros, encarcelándolos en perspectivas en las que sólo vale el punto de vista privado.

Referencias 1. Kant, Immanuel. 1914a. Die Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft. [Akademie-Textausgabe Bd VI]. Berlín: Georg Reimer. 2. Kant, Immanuel. 1914b. Die Metaphysik der Sitten. [Akademie-Textasgabe Bd. VI]. Berlín: Georg Reimer. 3. Kant, Immanuel. 1922. Kant’s Briefwechel, Bd. I (17471788) [Akademie-Textausgabe Bd. X]. Berlín: De Gruyter.

Una vez que uno se encamina por esta vía, no se puede dejar de recordar que “el círculo que uno traza en torno a sí mismo se debe considerar una parte de un círculo más grande que abraza todo, esto es, el círculo de los sentimientos cosmopolíticos” (Kant 1914b, 351).

4. Kant, Immanuel. 1923. Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerliche Absicht [Akademie-Textausgabe Bd VIII]. Berlín: De Gruyter.

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9. Leyva, Gustavo. 1997. Die Analytik des Schönen und die Idee des “sensus communis” in der Kritik der Urteilskraft. Frankfurt: Grupo Editorial Peter Lang.

5. Kant, Immanuel. 1942. Erste Einleitung in die Kritik der Urteilskraft [Akademie-Textausgabe Bd. XX]. Berlín: De Gruyter. 6. Kant, Immanuel. 1968. Kritik der Urteilskraft [AkademieTextausgabe Bd V]. Berlín: De Gruyter.

10. Menegoni, Francesca. 2008. La Critica del giudizio. Introduzione alla lettura. Roma: Carocci.

7. Kant, Immanuel. 1992. Crítica de la facultad de juzgar [Traducción de Pablo Oyarzún]. Caracas: Monte Ávila.

11. Parret, Herman. 1998. Kants Ästhetik. Berlín: De Gruyter.

8. Kant, Immanuel. 1999. Critica della facoltà di giudizio [Traducción de Emilio Garroni y Hansmichael Hohenegger]. Turín: Einaudi.

12. Quintana, Laura. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia - Universidad de los Andes.

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Desterrando formas poéticas en la República de Platón Sergio Ariza

Dossier

Desterrando formas poéticas en la República de Platón por

Sergio Ariza*

Fecha de recepción: 10 de agosto de 2009 Fecha de aceptación: 21 de septiembre de 2009 Fecha de modificación: 30 de octubre de 2009

Resumen El presente ensayo examina un rasgo central y desconcertante en la crítica platónica a la poesía: Platón destierra no sólo contenidos y autores concretos sino las formas poéticas mismas. En particular, la forma mimética. El análisis muestra que la razón central para tal destierro yace en que este autor descubrió que la forma en cuanto forma, independientemente de sus contenidos, tiene un carácter autonómico que se guía por valores no morales sino estéticos que contrarían el aparato ideológico en el que se fundamenta la polis ideal. Con ello se muestra la relevancia del análisis platónico, que no yace tanto en la valoración de la actividad poética sino en su desentrañamiento de lo puramente estético en el quehacer poético y sus efectos sobre un programa político como el que expone la República.

Palabras clave: Mímesis, Platón, censura poética, totalitarismo.

Banishing Poetic Forms in Plato’s Republic

Abstract This paper examines a seminal but astonishing feature in Plato’s criticism of poetry: Plato banishes not only particular contents and authors, but the poetic forms themselves also, specifically the mimetic form. The analysis will show that the main reason for such banishing lies in the fact that Plato discovered that the form as form (independently of its contents) has an autonomous character and is guided by aesthetic and not moral criteria. These aesthetic criteria are incompatible with the ideology that supports the ideal polis. This brings to light the merit of Plato’s analysis that lies not in the appraisal of poetic activity, but in the identification of the purely aesthetic and its consequences on the political program of the Republic.

Key words: Mimesis, Plato, Censorship, Totalitarianism.

Desterrando formas poéticas na República de Platão

Resumo O presente ensaio examina um rasgo central e desconcertante na crítica platônica à poesia: Platão desterra não apenas conteúdos e autores concretos, mas as formas poéticas próprias. Em concreto, a forma mimética. A análise demonstra que a razão central para tal desterro jaze em que o autor descobriu que a forma em quanto forma, independentemente de seus conteúdos, tem um caráter autonômico orientado por valores não morais, porém estéticos, que contrariam o aparato ideológico em que se fundamenta a polis Idea. Com isso, mostra-se a relevância da análise platônica, que não está baseada na valoração da atividade poética, mas em seu desentranhamento do puramente estético na labor poética e seus efeitos sobre um programa político como o exposto pela República.

Palavras chave: Mimesis, Platão, censura poética, totalitarismo.

* Doctor en Filosofía de la Universidad de Bonn, Alemania; Magister en Filosofía, Filología Ibero-romana y Filología Griega de la Universidad Erlangen, Núremberg, Alemania; Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Sus temas de trabajo son Filosofía Griega y Filología Clásica (Griego antiguo). Actualmente es profesor asistente del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: sariza@uniandes.edu.co

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limitado su ataque a los contenidos, usando las formas para propagar sus propias ideas, nos resultaría su censura quizá menos sorpresiva, pero, proporcionalmente, sería filosóficamente menos interesante. Pero el hecho de que ataque la forma misma nos indica que este filósofo llevó su reflexión a la esencia misma del quehacer poético y que descubrió allí algo que consideró profundamente incompatible con su proyecto político. ¿Qué descubrió? ¿Y por qué resulta lo descubierto tan peligroso para su proyecto político? El presente ensayo pretende dar una respuesta a estos interrogantes. La solución a la que se orienta este artículo se resume en la idea de que Platón descubrió el carácter autonómico de la forma poética, o, más exactamente, de una forma poética: la mimética. Ella, per se, guía a su usuario hacia cierto perfil psicológico. Si uno emprende una actividad mimética, incluso si su objetivo es imitar hombres platónicamente buenos, la forma mimética lo guiará a uno hacia ciertas actitudes, sentimientos e ideas que desbordan el objetivo propuesto. Esta autonomía representa un peligro tanto para las almas individuales como para la sociedad platónica porque ataca el elemento estructurador del alma y el Estado buenos: la justicia.

a censura de Platón a la poesía en la República asombra por su radicalidad. Su ataque no se limita a la expulsión de grandes nombres de la poesía griega sino que la emprende también contra los géneros que ellos representan. Esto significa que no únicamente Homero y sus sucesores son expulsados sino toda la épica, toda la tragedia y toda la comedia. Al final de tal ejercicio de censura sobrevivirán en la polis ideal únicamente himnos a los dioses y encomios a hombres buenos. Ataques a la poesía y al arte en el contexto de programas políticos que, como el de la República, abogan por algún tipo de sistema totalitarista, no nos son extraños. Al fin y al cabo es un elemento constitutivo de tales sistemas promover una ideología que regula amplios aspectos de la vida privada y pública de los ciudadanos, y resulta, por tanto, comprensible el esfuerzo por controlar canales de comunicación que pueden resultar positivos para la implantación del sistema ideológico, si son debidamente regulados, o perturbadores de éste, en caso de que preserven su autonomía.1 Desde esta perspectiva, la censura platónica no parece diferenciarse de una actitud que es rastreable tanto en obras teóricas como en regímenes históricos que nos son de sobra conocidos. Sin embargo la crítica platónica exhibe una característica que es menos común en tales programas y que llama a discusión. Es corriente que las propuestas de censura pretendan no tanto la eliminación de formas poéticas sino una apropiación que conlleve la adaptación de éstas a los nuevos fines políticos y morales. La censura, entonces, atañe a contenidos y a nombres de artistas concretos, no a las formas poéticas mismas. Éste no es el caso de Platón. En la República (392c-394c), después de distinguir entre contenido y forma (lexis), entre lo que es dicho y el cómo es dicho, y de distinguir al nivel de forma entre la narración simple (haplê diêgêsis), que no es mimética, y mímesis, emprende en este libro y en el décimo una censura que culmina con la expulsión de la forma mimética misma, sobreviviendo un residuo de ésta, en dosis muy modestas, en los discursos de los hombres de bien. Este proceder extremo de seguro escandaliza pero, igualmente, debe fascinar. En verdad, si Platón hubiese

A continuación procederé a examinar los pasajes en los que Platón desarrolla su censura de la forma poética: III (392c-398b) y X (595a-608b). Cabe advertir que el hecho de que Platón desarrolle su crítica en una doble exposición es ya fuente de una dificultad que debe resolver una interpretación de estos pasajes. En el libro III (392c-398b), luego de haber inspeccionado el contenido de obras literarias y propuesto una estricta edición de temas a tratar en éstas (376e-392c), presenta su primera crítica y censura de la forma poética, que concluye con la expulsión de todo poeta “capaz de transformarse en todo tipo de personaje e imitar toda clase de cosa” (398a).2 Pero, sorpresivamente, en el libro X (595a608b) retoma su crítica y desarrolla una larga exposición que se beneficia de la psicología del libro IV y de la epistemología y metafísica de los libros V a VII, para concluir con la expulsión de toda poesía mimética. El inicio del libro X (en particular, 595a) sugiere que lo nuevo en esta segunda disquisición no es la extensión de la censura ni el concepto de mímesis sino las razones que motivan tal censura, elaboradas a partir de la psicología del libro IV. Sin embargo, los comentaristas llaman la atención sobre el hecho de que la disparidad de los pasajes va más allá del tipo de fundamentación: en el libro III sólo un tipo de poesía parece sufrir el destierro,

1 La caracterización del programa político de la República como totalitarista es un asunto de discusión entre los comentadores, en particular desde la publicación del libro de Popper La sociedad abierta y sus enemigos. Yo tiendo a estar de acuerdo con Taylor (1986), quien considera que la teoría política de la República aboga por un tipo de totalitarismo que él denomina paternalista y que es menos radical en la subordinación del individuo al Estado que aquel promulgado, por ejemplo, por el nazismo.

2 Todas las traducciones del griego al español son mías.

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aquella basada en un uso de mímesis excesivo y que imita todo tipo de modelo. La poesía que haga uso de mímesis de manera restringida y que tenga como modelos hombres buenos puede permanecer. En el libro X, por el contrario, toda poesía mimética, sin atenuantes, debe, al parecer, abandonar la polis. Podemos decir que en el libro III únicamente el mal uso de mímesis sufre censura; en el X, todo uso de mímesis.

distinta bien sea en habla o en aspecto”. Esto es, personificación de caracteres. c. Una mezcla de (a) y (b). (Ejemplo: épica homérica). Estas distinciones son, como he dicho, netamente literarias y resultan intuitivamente claras. Pero la pregunta por el tipo de género en el que les será permitido narrar a los guardianes de la polis ideal le da la oportunidad a Sócrates de complicar esta primera clasificación al indagar por la conexión entre los géneros distinguidos y ciertos prototipos morales de seres humanos.4 Ello lleva a una nueva e importante clasificación, donde a las formas narrativas se las asocia con prototipos morales. Es esta clasificación la que decidirá la suerte de toda la poesía mimética.

Esta aparente incompatibilidad ha generado una ingente literatura, y tratarlo merece un ensayo propio.3 Aquí me limitaré a mostrar únicamente que los textos permiten una lectura coherente, sin que se deba asumir un cambio en la concepción de mímesis en III y X ni un programa de censura diferente. La tesis que guía esta interpretación es que el libro III sugiere y que el X tematiza un mismo programa de censura, a saber, que lo que es llamado narración sin más, esto es, la forma poética que no es mimética, puede ser reformada y usada para el programa educativo y político de la República. Pero la mímesis debe ser desterrada y no simplemente reformada. De este modo, en el caso de la narración simple, la forma permanece y la censura atañe a contenidos, mientras que en el caso de la mímesis, la forma misma debe emprender el camino del destierro. A continuación analizo la exposición del libro III e intento mostrar que esta idea está allí en germen, para, posteriormente, presentar la tematización y fundamentación que sufre tal perspectiva en el libro X.

1. Estilo de hombre mesurado: estilo narrativo (c), pero mímesis será muy reducida y sólo de hombres buenos. Narración simple, por tanto, será preponderante. 2. Estilo del hombre inferior: estilo narrativo (c), pero la mímesis será preponderante y sus objetos de imitación indiscriminados (incluidos ruidos de todo tipo), y la narración simple estará muy reducida. 3. Estilo mezclado de (1) y (2). En el cuadro 1 reelaboramos esta clasificación. Llama la atención en la nueva clasificación la relación entre mímesis y virtud moral del narrador. A mayor virtud del narrador, menor grado de mímesis le será permitido. Y esto en un doble sentido: por una parte, la cantidad de mímesis usada en la narración será muy

República III: estilos narrativos y formas de vida En el libro III Sócrates introduce la discusión de mímesis como un tópico meramente literario, sin una apelación inmediata a sus consecuencias morales y políticas. Introduce, en primer lugar, una clasificación de “lexeis”, término con el cual designa allí formas de narrar o contar hechos. Se distinguen tres formas:

4 Obsérvese que el problema de determinar el valor de un estilo narrativo depende de un análisis de la psiquis de aquel que narra y no de un análisis de la narración misma. El ejecutor y no su obra es el principal interés de Sócrates en III (y, como se verá, también en X). Esto hace que el análisis de Platón diverja de análisis literarios modernos. Un ejemplo: cuando un estudiante de literatura dice que va a hacer su tesis de doctorado sobre Chéjov quiere decir, normalmente, que va a hacer un análisis de El Jardín de los cerezos, Las tres hermanas, Tío Vania, etc., y no que va a analizar la psiquis de Chéjov a la hora de crear sus obras. Platón hace precisamente esto último. Ferrari (1989, 98) resume esta peculiaridad platónica lúcidamente: “What dominates his thinking about poetry (and art in general) is not fictionality but “theatricality”: that capacity for imaginative identification which inspired poets and performers and satisfied audiences alike employ. Fictionality belongs to the artistic product; theatricality belongs to the soul”. (El comentario hace referencia al Ion pero el autor mismo lo hace extensivo a la República). Esta perspectiva explica el que Platón se desplace continuamente de la mímesis que pueden realizar los jóvenes al tipo de representaciones que pueden realizar los poetas. Nosotros distinguiríamos tajantemente entre muchachos que no tienen pretensiones artísticas y poetas profesionales, pero para Platón el análisis de ambos es el mismo, en la medida en que se trata de explorar la psiquis a la hora de realizar narraciones miméticas, y no de juzgar la calidad artística de las producciones.

a. Narración simple. Esto es, narración en tercera persona. b. Narración producida por imitación (mímesis). “Imitar” significa “asemejarse uno mismo a una persona 3 Se pueden diferenciar dos líneas principales. Algunos reconocen que cierta incompatibilidad entre III y X no puede eliminarse (Annas 1981; Nehamas 1982), otros reconocen que las dos exposiciones son compatibles. Entre ellos, unos consideran que la aparente incompatibilidad se resuelve introduciendo una ambigüedad en el término mímesis, de tal modo que las exposiciones se refieren a dos usos diferentes de este término (Tate 1928 y 1932; White 1979). Otros consideran que el término no es ambiguo y que una adecuada lectura de los pasajes arroja que no existe ninguna incompatibilidad (Burnyeat 1999).

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Cuadro 1. Estilos narrativos

Estilo de hombre

Forma narrativa

Uso de mímesis

Objeto de mímesis

Uso de narración simple

1) Hombre mesurado

(c) pero muy cerca de (a)

Muy bajo (incluso ausencia de mímesis)

Hombres buenos

Muy alto

2) Hombre inferior

(c) pero muy cerca de (b)

Muy alto

Indiscriminado

Muy reducido

3) Mezcla de (1) y (2)

modelos a imitar. En verdad, si (1) y (2) son verdaderas, es obligatorio que hombres buenos imiten únicamente modelos de hombres buenos. De este modo, no se viola el principio enunciado en (1) ni se corren los peligros de corrupción moral advertidos en (2). Pero, ¿es, de hecho, necesario limitar la extensión de la mímesis? ¿Por qué no pensar en obras miméticas extensas que representen personajes buenos? Ni (1) ni (2) obligan a reducir la extensión de la actividad mimética, siempre y cuando se imiten prototipos buenos, pues en tal forma de mímesis respetamos cabalmente el principio de división del trabajo y usamos el efecto causal de mímesis para promover la formación de hombres buenos.

breve; por otra, los modelos de la imitación se reducirán a hombres buenos. Ello lleva a preguntar por las razones que conducen a Sócrates a justificar esta relación inversa entre la mímesis y el carácter moral. Sócrates justifica tal relación a partir de dos consideraciones: En primer lugar, la actividad mimética viola el principio rector de la República, según el cual cada ser humano está destinado por naturaleza a una sola actividad. Realizar mímesis implica representar más de una actividad, lo cual resulta imposible a la luz del principio enunciado. Mímesis es, de algún modo, una actividad antinatural. Nadie puede desdoblarse en varios yos (395b-c).

Obsérvese que la reforma que resulta del cuadro lleva implícito el mensaje de un gran peligro latente en la mímesis per se.5 Este peligro implícito explicaría que ella deba llevarse a cabo en porciones mínimas, controlables, pues cualquier crecimiento de ella pareciera representar una amenaza a la estabilidad psicológica de su realizador. Las razones aducidas, sin embargo, no explican ni convencen de tal peligro con visos de epidemia.6

En segundo lugar, Platón relaciona actividad mimética con habituación, de modo que imitar a X es una forma de habituarse a ser X. Por tanto, imitación de personajes malos lleva a habituarse a ser una persona mala. La imitación no sólo es antinatural sino moralmente peligrosa (395c-d). ¿Son convincentes estas dos razones? Naturalmente, mucho depende de nuestro acuerdo con los principios platónicos implícitos en estas dos justificaciones, a saber, el principio de división natural del trabajo y la relación causal entre mímesis y comportamiento humano. No es difícil sospechar que ninguno de los dos nos conmueve. Pero cabe observar que la aceptación de las razones (1) y (2) implica únicamente la reducción del catálogo de

5 Ferrari (1989, 117) llega a la misma conclusión: “Imitation thus emerges as inherently suspect” (las cursivas son mías). Pero Ferrari llega a esta afirmación por un análisis distinto al mío. Véase la siguiente nota donde enfatizo mis razones para la conclusión propuesta. 6 Cabe observar que el peligro de la mímesis en su conjunto se hace evidente únicamente si se resalta el problema del límite de la actividad

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El hecho es que, como se verá en X, tales razones no se podían dar en III, pues se precisa de la psicología de IV. Así que el lector atento debe esperar siete libros para comprender el destierro de la forma mimética.

al problema planteado al inicio del libro: nos señala por qué, a partir de la psicología del libro IV, no debemos admitir la poesía mimética. Esta sección psicológica se complementa con un tercer discurso (605c-608b), en el que se introduce la “mayor acusación contra la poesía”: perjuicio a la mayoría de los hombres de bien, que, aunque no están dispuestos a desarrollar su propio carácter guiados por caracteres miméticos, sí están preparados para disfrutar de la observación de tales roles miméticos. Lo que ellos no comprenden es que observar con placer tales espectáculos es tan perjudicial como realizarlos.

Libro X: mímesis y autonomía psicológica El pasaje del libro X sobre poesía (595a-608b) es estructuralmente opaco. Al inicio promete Sócrates nuevas razones (que deben provenir de la psicología del libro IV)7 para desterrar la poesía mimética. Pero el argumento no sólo se ocupa de la psicología. En realidad, la primera parte (595c-602c) no trata directamente sobre la relación entre el alma y la poesía mimética sino sobre asuntos ontológicos y epistemológicos, pretendiendo mostrar que el imitador crea imágenes alejadas tres veces de la realidad y que su conocimiento es desdeñable, no llegando siquiera a calificar como una opinión correcta. La segunda parte (602c-605c) intenta demostrar que la mímesis está relacionada, por naturaleza, con la parte más baja del alma, de tal modo que su accionar lleva al fortalecimiento de la parte inferior (la apetitiva) y al deterioro de la parte superior (la racional) del alma humana. Esta sección es, obviamente, la que responde

La pregunta que se impone como preliminar a la discusión es, entonces, por qué Sócrates desarrolla una discusión que traspasa el objetivo explícitamente propuesto. Quizá este proceder resulta justificado si asumimos que Platón está interesado no únicamente en desarrollar las dificultades de la mímesis a partir de su psicología sino en ofrecer lo que él llama el antídoto contra los efectos de ésta: el conocimiento de cómo es, en realidad, la mímesis (595b). Entonces, las tres secciones desarrollan tres aspectos de la naturaleza de la mímesis que hacen evidente por qué debemos evitarla. La discusión de Sócrates exhibe, de este modo, un carácter exhortativo al hombre de bien para que acepte la expulsión de formas miméticas basándose en una exposición que subraya sus deficiencias en el nivel ontológico y epistemológico y su poder destructivo en el ámbito de la psicología humana. Esta respuesta me parece, en líneas generales, correcta, pero permite aún plantear la pregunta por la unidad del concepto de mímesis en República X frente a la diversidad de aspectos tratados: ¿Qué es lo que se halla en la naturaleza de la mímesis que hace que ontológica y epistemológicamente posea escaso valor y psicológicamente resulte peligrosa al fortalecer la parte inferior del alma? Ésta es una pregunta con la que me ocuparé en éste y en el próximo apartado. Mi proceder será el siguiente: parto (en el presente apartado) del análisis de la segunda sección, la que a mi parecer expresa con mayor claridad el elemento de mímesis que constituye el centro de atención en Platón, y paso luego (en el próximo apartado) a relacionarlo con la primera parte sobre epistemología y metafísica.

mimética, y no únicamente el de los modelos a imitar. Sin embargo, existe la tendencia en la literatura secundaria a desconocer este aspecto de la censura en III y a resaltar que en este libro no hay una crítica de la mímesis en su totalidad sino únicamente de la mímesis de modelos malos. Ésta es una tesis muy antigua defendida brillantemente por Tate (1928 y 1932), quien distingue entre una mímesis buena, la que se permite en III, y una mala, la que es objeto de ataque en X. Mi convencimiento de que la mímesis en su conjunto es censurada en III se apoya en la intervención de Sócrates en 396e, en la que explícitamente afirma que la porción de la mímesis en un discurso será breve (smikron de ti meros en pollôi logôi tes mimêseôs). Creo que quienes consideran que la extensión del uso de la mímesis no es limitado, sino únicamente sus modelos, se apoyan en la intervención de Adimanto (y no de Sócrates) en 397d, según la cual el estilo admitido es la mímesis pura del hombre bueno. Pero Adimanto, en mi opinión, no pretende resumir con exactitud la indagación anterior sino resaltar que en el estilo admitido sólo se permitirá la mímesis de hombres buenos. Si esto no fuera así, se debería concluir que la narración simple, la cual es alabada por Sócrates de modo entusiasta en 396e, debería sufrir el camino del destierro, pues Adimanto la ignora en su intervención. Obsérvese, además, que Sócrates no aprueba explícitamente la afirmación de Adimanto. 7 Un hecho que llama la atención en la reintroducción de la psicología del libro cuarto en el décimo es la simplificación de la estructura del alma: mientras que en IV distingue las famosas tres partes, en X nombra sólo dos partes, que parecen coincidir con las partes racional y apetitiva de IV. Ello puede llevar a pensar que Platón no apela realmente a la teoría psicológica de IV sino que introduce una nueva psicología. Pero cabe anotar que Platón nunca es coherente con sus propias distinciones a lo largo de una obra y las simplifica o las vuelve más complejas, de acuerdo al contexto y a sus necesidades. En el argumento del décimo libro no se menciona la parte fogosa (que ha desempeñado un papel primordial en la definición de justicia en IV) porque no precisa de ella para explicar los conflictos psicológicos que le interesan en X.

Una introducción conveniente a la discusión psicológica en República X proviene del pasaje en III en el que precisamente Sócrates introduce la distinción entre narración simple y mímesis. Éste ejemplariza la diferencia contrastando la forma mimética del altercado entre Crises y Agamenón en el primer libro de la Ilíada con una paráfrasis en narración simple de la misma escena compuesta por Sócrates mismo (392d-394a). Al lector le re17


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ser de tipo histórico. Las formas dramáticas presentes en la época de Platón hacen buen uso del padecimiento de los personajes o del ridículo, para conseguir sus efectos. No existe una sola tragedia ateniense que no recurra a la aflicción como un elemento sustancial de la representación: un héroe trágico debe sufrir y expresar este sufrimiento. En el caso de la comedia ateniense, la conexión con lo ridículo es aún más evidente. De este modo, el ataque platónico a la mímesis pareciera depender de estas condiciones históricas y, por tanto, su crítica tendría un valor muy limitado. Aunque creo que el libro X no se puede comprender sin una apelación a circunstancias históricas sobre el tipo de representaciones existentes en la época de Platón, es el caso que éste cree que la conexión entre la mímesis y este tipo de sentimientos pertenece a la naturaleza misma de esta forma, y es importante entender por qué es así y si todo se debe a un prejuicio histórico, o si su análisis capta algo más profundo. El pasaje central donde se establece esta conexión es el siguiente:

sulta evidente que la paráfrasis socrática va más allá de su propósito y sugiere un contraste entre una exposición patética (la de Homero) y una exposición antipatética (la de Sócrates). La primera hace algo más que narrar una acción al despertar en nosotros, lectores, todo tipo de pasiones (pesar, rabia, admiración etc.). La socrática, por el contrario, es distante con respecto a lo que narra y no nos impulsa a un estado de apasionamiento como la otra. Ello sugiere que la mímesis está de algún modo relacionada con la exaltación de ciertas pasiones, mientras que la narración simple no. Pero ésta es una conexión que Platón meramente sugiere y no tematiza en el libro III. Sin embargo, es precisamente el vínculo entre patetismo y mímesis el que se convierte en el núcleo de la crítica de la forma mimética en el libro X, en particular, de la mímesis trágica, pues este género se convierte en el ejemplo paradigmático de poesía mimética. Lo característico de este tipo de mímesis es la exaltación de la aflicción o padecimiento (lypeisthai) cuando los personajes sufren alguna desgracia (symphora). En tales casos, un hombre experimenta un conflicto entre su pasión (pathos) y su razón (logos), y lo correcto es obedecer a la razón y someter la pasión al dictamen de ésta. Pero la mímesis, al preservar la aflicción, actúa precisamente a la inversa del procedimiento correcto. Esto implica que, en el conflicto entre dejarse arrastrar por la aflicción o resistir a ésta en caso de desgracias, la mímesis trágica opta por la primera opción del dilema y así evita el restablecimiento de la salud psicológica.

Entonces, el carácter excitable tiene una mímesis abundante y variada; el carácter racional y sereno, por el contrario, siendo siempre semejante a sí mismo, no es fácil de imitar ni, si se le consigue imitar, es sencillo de entender, en particular para los hombres de todo tipo reunidos en un festival de teatro, pues es una mímesis de una experiencia extraña. Es evidente que el poeta mimético no se relaciona por naturaleza (pephyke) con la parte del alma correspondiente a ese carácter ni su habilidad está atada a gustar de tal carácter, si quiere ser popular entre la muchedumbre, sino que se relaciona con el carácter excitable y variado porque es fácil de imitar (eumimêton) (604e-605a).

Uno podría pensar que este patetismo atañe únicamente a la tragedia pero no a otras formas miméticas. Pero no hay que olvidar que en 606c relaciona mímesis con lo ridículo (to geloion), y en 606d, con todos los apetitos (pantôn tôn epithymêtikôn), tanto placenteros como dolorosos, que habitan en el alma. Toda mímesis implica una exaltación de tales sentimientos, de modo que su parentesco con ellos se convierte en característica esencial de esta forma. Cabe anotar que una mímesis que se relacione con otro tipo de elementos psicológicos no parece existir en la reflexión platónica. Si Platón hubiese contemplado esta posibilidad, su ataque a la mímesis hubiese resultado menos dañino, pues es precisamente por imitar y producir tales efectos psicológicos que la mímesis puede ser atacada desde la psicología de Platón, en la medida en que éstos se pueden relacionar fácilmente con la parte inferior del alma y, gracias a las definiciones psicológicas de las virtudes en el libro IV que abogan por un sometimiento de tales afecciones, evitar cualquier actividad que los patrocine. Es importante, entonces, determinar cuál es el motivo que lleva a Sócrates a realizar tal vínculo. Una respuesta puede

Este pasaje establece una relación entre el carácter y su grado de facilidad para ser imitado. Un carácter excitable y variado es fácil de imitar (to eumimêton). El carácter opuesto es, por el contrario, difícil de imitar y poco comprensible para la masa de espectadores. Obsérvese que se trata de una relación interna, natural, que subyace a la forma mimética misma. Recordemos que en III ha advertido contra el imitador de todo tipo de modelos, y todo el pasaje sugiere que éste es el típico imitador, pero ahora, en X, descubre una conexión profunda y esencial entre el modelo a imitar y la imitación, señalando que el carácter excitable y variado es to eumimêton. Cabe preguntarse, entonces, por qué es fácil de imitar este carácter y el otro no. La razón no puede ser de tipo “técnico”, en el sentido de que un carácter excitable y variado se presta mejor a las habilidades téc18


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de algún género literario, no diremos que es una mala narración, sino que es una narración no poética. La mímesis es, per se, poiesis y está sujeta a reglas estéticas, la narración no. La narración exhibe neutralidad estética, la mímesis no.

nicas del imitador. En principio, un imitador, como ha mostrado el ejemplo del espejo en la primera sección del libro X (596d-e), se caracteriza por la facilidad de imitarlo todo. ¡Es precisamente esa facilidad de imitarlo todo la que introduce la sospecha de que no se puede tratar de un auténtico artesano! La conexión entre caracteres y formas no se basa, por tanto, en habilidades para realizar una representación, y debe buscarse su razón en otro aspecto.

La forma poética sigue reglas que no coinciden ni deben coincidir con los objetivos morales. Esto implica que la forma poética presenta un grado de autonomía que impide y subvierte el orden en los actores y en la masa de espectadores, rompiendo así la armonía del alma justa y de la ciudad justa. Es ello lo que hace que deba ser expulsada, no meramente reformada. Éste es, en mi concepto, el mensaje que resulta más chocante y, a la vez, más interesante de la censura del libro X, pues implica que Platón tematiza en la República X la autonomía de la forma poética y comprende que ésta impone sus propias reglas y que determina a partir de sí misma lo que es una buena o una mala representación, independientemente de criterios morales o filosóficos.

La conexión que yo propongo apela a aquello que considero el principal recurso para entender la crítica a la mímesis: el que Platón considere que la narración simple debe ser reformada pero la mímesis desterrada. Si juntamos este principio con lo dicho en los pasajes arriba citados podemos preguntarnos por qué Sócrates considera que la forma mimética per se lleva a la exaltación de estos sentimientos y la narración simple per se no. ¿Por qué no podemos pensar que la mímesis, al igual que la narración, puede limitarse a imitar hombres de bien y de carácter calmo sin llevar a sentimientos reprobables? La respuesta puede ser la siguiente: una narración no es per se una creación poética y, por tanto, no se rige por las leyes estéticas propias de una creación. Una narración simple puede ser un discurso sobrio sin necesidad de apelar a las reglas propias de un género poético como, por ejemplo, el de la novela. Un hecho puede ser narrado como se narra una noticia sin apelar a reglas poéticas. Muy distinto es si esta narración se realiza en forma novelesca; entonces las leyes estéticas de la novela entran inmediatamente en vigor. Esto es, se esperará, por ejemplo, que haya una trama, que la narración cree el suspenso necesario para retener la atención de los lectores, que los personajes sean verosímiles y sufran transformaciones que resulten atractivas para el éxito de la novela, etc. Pero, insisto, éstas son exigencias de la novela, no de la narración per se.

Libro X: mímesis y autonomía epistemológica A continuación quiero mostrar que el rasgo de autonomía está presente en la crítica en la primera parte de X, constituyéndose así en el elemento que une la primera parte, sobre ontología y epistemología, con las otras dos partes, sobre psicología. Intrigante en toda la primera sección de X sobre ontología y teoría del conocimiento es el hecho de que la teoría de las ideas sea tan fuertemente invocada y, sin embargo, sea difícil establecer el papel que cumple allí en relación con el estatus de la mímesis. Tomemos la primera subsección de este argumento (595c-598d). Aquí concluye Sócrates que el producto del imitador es tercero en cuanto a realidad o verdad. Sócrates basa su estrategia sobre la analogía entre los reflejos en un espejo y la pintura, por un parte, y, por la otra, la entronización del pintor como el ejemplo paradigmático del imitador. Obsérvese que en esta parte del argumento la conclusión de que el imitador hace apariencias (phainomena) y no algo verdadero es resultado de la analogía con el espejo y no de la teoría de las ideas. Todos (incluso aquellos que no creen en la teoría de las ideas) aceptamos que el reflejo de una cama en un espejo no es una cama de verdad sino una apariencia de ésta. Si las imitaciones son como reflejos, como lo muestra la cercanía entre lo que hace el pintor y el espejo, entonces las imitaciones son apariencias, y el imitador, un

Pero, ¿sucede lo mismo en el caso de la mímesis? ¿Podemos distinguir entre una mímesis no poética y una mímesis poética? La respuesta es seguramente no. Toda persona que se comprometa en una imitación y todo espectador de tal acto de imitación asumen que la imitación debe cumplir ciertas reglas poéticas. Una imitación debe cumplir con requisitos de habilidad, suspenso, desarrollo de la acción, para que la consideremos una buena mímesis. Por supuesto, podemos hacer personificaciones que eviten compromisos estéticos y que se limiten a representaciones sobrias de hombres calmos, pero diremos que no son buenas imitaciones. En cambio, en el caso de la narración simple, si narramos un hecho de forma sobria y sin apelar a principios poéticos 19


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crates que la unicidad de la cama está dada por la función que cumple: a pesar de sus apariencias múltiples, la cama cumple siempre la misma función: es el objeto para tenderse y descansar, y esta función invariable es la que me permite identificarla como la misma cama. El objetivo de Platón, por tanto, no es negar que la perspectiva de la cama sea una perspectiva de la cama real; el punto está en negar que sin procedimientos más allá de las percepciones podamos obtener nociones confiables de unicidad e identidad. La unicidad de la cama no se ve, está dada por algo que va más allá de la observación: ¿Qué es esto? La respuesta es seguramente la participación en la idea de la cama, la cual asegura la función de la cama, que me permite identificarla como la misma cama.

productor de las apariencias. La diferencia con respecto a la valoración de los reflejos de la cama en un espejo entre aquel que no cree en la teoría de las ideas y aquel que sí es que el primero, al ser preguntado por el estatus de los reflejos, dirá que ocupan un segundo nivel con respecto a la realidad y la verdad: lo auténticamente verdadero es la cama del artesano. El seguidor de la teoría de las ideas aducirá que el primer puesto no es para el producto del artesano sino para la idea y, por lo tanto, el reflejo en el espejo ocupará un tercer puesto. El uno cree que es segundo y el otro tercero; la teoría de las ideas, por tanto, funciona aquí para alejar en un nivel de la realidad las imitaciones, pero no para determinar su naturaleza. Con o sin ideas, estaremos de acuerdo todos en que los reflejos en un espejo son apariencias.

Sócrates cree que el ejemplo de las perspectivas de la cama le sirve para concluir que el pintor, de las cosas que pinta, sólo “toca un poco de cada una y este poco es una imagen” (598b). Esto parece ir más allá del problema de identidad, y señala que en todo aspecto una pintura de un objeto capta de éste sólo algo aparente e irrelevante. Los colores y figuras de una pintura, por ejemplo, así coincidan con los del objeto real, captan muy poco del objeto. Cabe preguntarse por qué cada rasgo que exhiba la pintura debe considerarse irrelevante en lo que respecta a la reproducción de la cama. ¿No puede acaso tener éxito una reproducción en reflejar fielmente los colores y formas del objeto representado? Aquí la teoría de las ideas parece explicar esta acusación. Si se captan los colores y volúmenes de una cama, no se está captando aún lo que la cama es, lo cual debe ser decidido en términos de participación de las ideas. La pintura, para decirlo con otros términos, capta rasgos no esenciales, secundarios, de la realidad de los objetos. Esto es lo que significa captar un eidolon de la cama. Reproducir formas y colores es, por tanto, perder en la reproducción lo esencial del objeto representado.

El argumento de la mímesis se complementa con una breve sección (598a-c) que ahonda en las razones para considerar las creaciones miméticas apariencias, o, como serán llamadas en esta sección, imágenes fantasmagóricas (eidola). Cabe anotar que en esta sección no sólo se afirma que son apariencias sino que se dan razones para catalogarlas como tales. El recurso al que apela Sócrates en esta sección es el carácter perspectivístico que implica la observación de objetos. Una cama es una e idéntica a sí misma, pero desde cada perspectiva da la apariencia de tratarse en cada caso de un objeto diferente, y esta perspectiva es la que persigue el pintor. Si el pintor hace dos cuadros de la misma cama, pero en perspectivas diferentes, nosotros no podemos estar seguros de que se trata de la misma cama; por tanto, sólo imita la apariencia. ¿Cómo interpretar este extraño argumento? La argumentación resulta sospechosamente poco convincente en la medida en que parece asumir que pintar una perspectiva de una cama es pintar la apariencia de la cama, lo cual no parece ser el caso. Una perspectiva de una cama es una perspectiva real de la cama real. Pero no es necesario asumir que Sócrates está desconociendo este hecho evidente. El pasaje enfatiza la dualidad unicidad/multiplicidad, y el peso del argumento no parece estar tanto en la apariencia de la perspectiva sino en la apariencia de la multiplicidad de la cama frente a su real unicidad. ¿Cómo reconocemos que una cama es una? Sócrates, creo yo, pretende afirmar que la unicidad e identidad de un objeto no están dadas por observaciones sensoriales, pues al ser éstas perspectivísticas siempre ofrecen la apariencia de multiplicidad. El conocer que una cama es la misma es algo que va precisamente más allá de las observaciones. Posiblemente, piensa Só-

Obsérvese que la teoría de las ideas fundamenta la adscripción de apariencias a los objetos miméticos de forma negativa: porque el pintor no capta la idea, no capta cualidades esenciales de sus objetos pintados y, por ello, capta aspectos irrelevantes de la irrealidad. El producto del imitador es aquello que ni es una idea ni participa de la idea. Y esta deficiencia es la que explica el carácter fantasmagórico, aparente e irrelevante de la producción del imitador. Pero esta función negativa de las ideas con respecto a la mímesis será evidente en el siguiente paso de la argumentación sobre su estatus ontológico y epistemológico (601b-602c), que viene en la discusión después de un intermezzo que atañe a Homero como 20


Desterrando formas poéticas en la República de Platón Sergio Ariza

Dossier

imitador (598d-601b). Sócrates nos invita a pensar en la trilogía usuario-artesano-imitador en relación con el saber que posee cada uno con respecto a la belleza y rectitud de sus productos. Se asume que el uso natural de un objeto es equivalente a su belleza y rectitud y que, por tanto, conocer lo primero es equivalente a conocer lo último. Ello implica que, con respecto a la belleza y rectitud de los productos manufacturados, el usuario tiene conocimiento, mientras que el artesano posee únicamente opinión recta, pues no conoce directamente el uso sino que recibe instrucciones del usuario. El imitador no posee ni conocimiento ni opinión recta, dado que no consulta ni al usuario ni al artesano sino que escucha a la multitud.

Cuadro 2. Artesanos y pintores Artesano

Pintor

- ¿Cuál es el uso general de una silla?

- ¿Desde qué perspectiva se debe pintar la silla?

- ¿Cuál es el uso específico de la silla? - ¿Qué medidas debe tener la silla para que sean usadas por el tipo de usuario para el que está destinada?

Lo que llama la atención en este argumento es el hiato que se establece entre el usuario y el artesano, por una parte, y el imitador, por otra. Los primeros están ligados por su relación con el conocimiento de la función de sus productos, el último realiza su producto sin ningún conocimiento de tal función. Un ejercicio esclarecedor para aprender en qué consiste la crítica de Sócrates aquí es preguntarse por el tipo de preguntas que se harían un artesano de una silla y un pintor de la misma a la hora de realizar su obra. Analicemos el cuadro 2.

- ¿Qué material o materiales son convenientes para ese uso?

Lo intrigante en esta comparación es el hecho de que las preguntas del pintor no incluyen de ninguna manera el cuestionamiento de la función del objeto representado.8 Un pintor no precisa conocer la función de un objeto para pintarlo, él puede acercarse a éste sin necesidad de preguntar por su finalidad y tener éxito en crear la respectiva pintura. Un artesano, en cambio, fracasará a la hora de realizar una silla sin la información de su función. Si consideramos que el conocimiento de la función es conocimiento del bien y conocimiento del bien implica conocimiento de ideas, podemos ver que lo que caracteriza al imitador es su nula relación con las ideas y que, por tanto, su obra está ausente de la participación de la idea. El hiato entre el usuario y el artesano y el imitador es el hiato entre aquel que tiene alguna relación con las ideas y aquel que no. Esto significa que el proceder del imitador es independiente del conocimiento de ideas. Sócrates, al inicio del libro X, habla de

- ¿Debe ocupar todo el espacio del lienzo o sólo una parte? - ¿Qué medidas y colores deben usarse para dar la ilusión de perspectiva? - ¿Cómo deben usarse luces y sombras para dar la ilusión de volumen?

su método, que consiste en partir de ideas y avanzar en conocimientos desde de la postulación de ideas. Ahora, con la mímesis, se ha descubierto un método alternativo, por completo independiente de su método acostumbrado para llegar a la realidad. Por supuesto, este método produce apariencias y no alcanza a ser ni siquiera una opinión correcta, pero tiene éxito en producir lo que produce independientemente del método de las ideas. Con otras palabras, se trata de un método autónomo. El pintor, a partir de recursos netamente pictóricos, sin apelación al conocimiento de ideas, crea sus pinturas. La autonomía surge nuevamente, como en la sección psicológica, como el valor predominante de la mímesis. La mímesis implica, por tanto, no sólo autonomía psicológica sino también autonomía epistemológica. Ahora podemos entender la apelación a la teoría de las ideas: en la primera sección del argumento Platón establece, a partir de la analogía con el espejo, que los productos miméticos son apariencias; la teoría de las ideas funciona aquí únicamente para clasificar apariencias en un tercer nivel a partir de la realidad y la verdad, y no en un segundo lugar, como pensarían aquellos que no creen en las ideas. En la segunda sección se esclarece por qué los productos miméticos son apariencias o, como las

8 Se puede objetar que el artesano, en la medida en que manufactura su objeto a partir de las instrucciones del usuario, no precisa elaborar la lista de preguntas que propongo aquí, y que, por tanto, la tabla no tiene ningún valor aclaratorio. Pero el objetivo de la lista de preguntas no es indicar los interrogantes que el artesano por sí mismo se plantea, sino señalar el tipo de pautas (en forma de preguntas) que todo artesano debe seguir. Sea que las preguntas y sus respuestas provengan del usuario, el artesano debe apropiárselas y utilizarlas como guía en la elaboración de sus manufacturas.

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llama aquí, imágenes fantasmagóricas. La razón es que estos productos captan sólo propiedades inesenciales y no propiedades esenciales. Aquí la teoría desempeña un papel más importante que en la sección anterior, en la medida en que es de esperar que las propiedades esenciales se obtienen por participar en las ideas relevantes. Aunque una pintura de una cama reproduzca los colores de la cama, no reproduce la propiedad que hace que una cama sea una cama, esto es, el producto mimético no participa de la idea de la cama. Las ideas explican, de forma negativa, por qué un producto mimético es una apariencia: porque éste no participa de la idea que produce la propiedad esencial del objeto imitado. La tercera sección establece explícitamente un hiato entre el método de las ideas y, por así decir, el método mimético: el imitador alcanza el objeto por un camino distinto al del seguidor de la teoría de las ideas. Ello tiene como consecuencia que el imitador no tenga ni conocimiento ni opinión correcta, que sus obras sean meras imágenes y que, por tanto, pertenezcan a un tercer nivel contando a partir de la realidad y la verdad. Pero a pesar de todo ello, el imitador recorre un camino autónomo y usa un método alternativo al método de las ideas.9

se vuelve injusta. El descuido de la justicia se constituye precisamente en el motivo último de preocupación por parte Sócrates en el libro X (608b). La forma mimética implica –en la medida en que impone sus propias reglas en los niveles psicológico y epistemológico, y en que estas reglas en el nivel psicológico apoyan sentimientos propios de la parte baja del alma, y en el nivel epistemológico ofrecen juicios propios de esta parte– una subversión y un aniquilamiento de la justicia individual. Y, en la medida en que los individuos pervertidos en su psiquis por la mímesis llegarán a influenciar y alterar la estructura de la sociedad como un todo, se presentará el derrumbe de la justicia de la polis misma. La consecuencia de todo ello es, como se ha sugerido al inicio de este ensayo, devastadora para la poesía, pero no más sorprendente. La forma poética mimética, y no sólo un conjunto de contenidos, debe tomar el camino del destierro porque ésta, per se, promueve una desestabilización del orden justo en el alma y la polis ideal. Y, podemos agregar, Platón tiene razón. Si uno acepta el carácter totalitarista de la filosofía política de la República y admite cierta autonomía de las formas estéticas, en este caso, de la mímesis, entonces es preciso no sólo reformar sino desterrar tal forma poética. Esta conclusión puede ser irritante para un lector moderno y lo ha sido, de hecho, para muchos comentaristas que prefieren minimizar o, al menos, suavizar el ataque de Platón a la poesía mimética.10 Quizá tales intentos vuelvan a Platón un filósofo políticamente más correcto, pero al mismo tiempo vuelven su análisis filosóficamente menos interesante, y le sustraen a la República el carácter provocativo, que no es un efecto indeseado de su autor sino previsto y anhelado por éste. 

La autonomía, tanto en el nivel psicológico como en el nivel epistemológico, surge, de este modo, como el elemento que une la argumentación del libro X y motiva la preocupación de Platón. La razón para esta preocupación la expresa Sócrates en 606d: la imitación poética instituye como gobernantes (archonta) a aquellas pasiones de la parte más baja del alma, en vez de que ellas sean gobernadas. Esto es, la mímesis incita a una inversión de la relaciones de poder entre las diferentes partes del alma. Una inversión en las relaciones de poder implica el rompimiento de la moderación, pues ésta no es otra cosa que la regulación correcta de las relaciones de poder, en la que la parte racional domina a la parte inferior, la apetitiva (cfr. 442c-d). Pero el rompimiento de la moderación implica que cada parte del alma no hace lo que le corresponde (la una, en este caso, mandar, la otra, obedecer), y, por tanto, tal alma deja de ser justa y

Referencias 1. Annas, Julia. 1981. An Introduction to Plato’s Republic. Oxford: Clarendon Press. 2. Burnyeat, Myles. 1999. Culture and Society in Plato’s Republic. Tanner Lectures in Human Values 20: 215-324.

9 Es importante insistir en que éste es el mensaje de esta sección del libro X. La mímesis es epistemológicamente irrelevante porque el imitador en su hacer recorre un camino alternativo al que recorren los artesanos y los filósofos (que aquí están, de seguro, simbolizados por el personaje del usuario). Sócrates no desestima el valor de la mímesis porque ellas sean copias de copias, como pretende la lectura estándar. Por supuesto, productos miméticos son copias de copias (en algún sentido de copia, sentido que no viene al caso investigar aquí), y ello, de seguro, produce inferioridad epistemológica, pero éste no es el hecho que Sócrates quiere poner aquí de manifiesto. El argumento se entiende mejor, y es en mi concepto más fiel al texto, si se lo concibe como el progresivo desarrollo de la idea de que el imitador recorre un camino, un método, que no es el de las ideas.

3. Ferrari, Giovanni. 1989. Plato and Poetry. En The Cambridge History of Literary Criticism, vol. 1, ed. George Kennedy, 92-148. Cambridge: Cambridge University Press. 4. Havelock, Eric. 1963. Preface to Plato. Cambridge: Har10 Cfr. Havelock (1963, 3-19), quien reporta diversos intentos por mitigar el ataque platónico y presenta convincentes argumentos contra tales esfuerzos.

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Desterrando formas poéticas en la República de Platón Sergio Ariza

Dossier

cal Quarterly 22: 16-23.

vard University Press.

8. Tate, James. 1932. Plato and Imitation. Classical Quarterly 26: 161-169.

5. Nehamas, Alexander. 1982. Plato on Imitation and Poetry in Republic X. En Plato on Beauty, Wisdom and the Arts, eds. Julius Moravcsik y Philip Temko, 47-78. Totowa: Rowman and Littlefield.

9. Taylor, Christopher C. W. 1986. Plato’s Totalitarianism. Polis 5: 4-29.

6. Platón. 2003. Platonis Respublica [editado por S. Slings]. Oxford: Oxford University Press.

10. White, Nicholas. 1979. A Companion to Plato’s Republic. Indianapolis: Hackett Publishing.

7. Tate, James. 1928. “Imitation” in Plato’s Republic. Classi-

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Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant.

Laura Quintana. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia - Universidad de los Andes [pp.406].

Ana María Amaya-Villarreal *

* Filósofa de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente estudiante de la maestría en Filosofía en la misma Universidad. Correo electrónico: amaya.villareal@gmail.com.


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i se empezara a reseñar este libro, fruto de la investigación doctoral llevada a cabo por la profesora Quintana, haciendo énfasis o concentrándose en los temas que refieren los términos mismos que componen su título –comunicabilidad de los juicios estéticos de gusto, estética kantiana–, se correría quizás el riesgo de dar una idea del mismo que es, precisamente, la que no quisiera destacar aquí. Me explico: aunque es un libro que trata con todo el rigor y minuciosidad el problema del gusto en el siglo XVIII y el modo en el que Kant y otros autores se enfrentaron a él, lo primero que quisiera decir es que ofrece una ocasión para aproximarse no sólo al tema especial y difícil que se circunscribe a lo que podemos llamar “la estética kantiana”, sino a problemas y asuntos que sobrepasan esta temática que en principio parece tan delimitada y atractiva solamente para estudiosos con intereses muy definidos y particulares. En este sentido, hay que destacar el enfoque amplio que ilumina de principio a fin el recorrido investigativo que es Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant, enfoque que da lugar a los problemas generales que atraviesan este libro y que le dan a su temática un carácter plenamente actual. Resumiendo, esos problemas generales tienen que ver con las dificultades que impone al pensamiento y a la práctica la condición social típicamente moderna de desarraigo y desvinculación del individuo, así como con las distintas dificultades que, dada esa condición, trae la afirmación de los ideales modernos, tan vigentes aún, de individualidad irreductible, de autonomía personal, de una razón liberadora que establece sus propios criterios, de un yo que constituye la

experiencia del mundo. El interés y la intención, entonces, de lidiar con lo desarraigado, con lo irreductible y lo particular, condiciones que llevan rápidamente al reconocimiento de lo diverso y la pluralidad, están en la base de la investigación de Laura Quintana. Y, claro está, del mismo modo le subyace el reto que supone tal reconocimiento y que tiene una relevancia ética y política evidente: la indagación por las posibilidades de establecer o descubrir lo que pueden llegar a tener o tienen en común los seres humanos, lo que les permite o puede permitirles comunicarse, relacionarse, vincularse, considerarse entre sí como teniendo algo que los hermana.

diante la reflexión filosófica. Se trata, más bien, de comprender el modo en el que unas circunstancias materiales determinadas –las vicisitudes del proceso urbano que llevó a la emergencia de las grandes ciudades– configuran modos de autointerpretación y de interpretación del mundo que también sirven para comprenderlas, y que están profundamente relacionados con el pensamiento moderno y los ideales y problemas teóricos que a él se asocian. De ahí que el examen de las reflexiones estéticas que se recogen en Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant pueda brindar elementos, sin necesidad de esforzarlos o violentarlos, para pensar los problemas que he mencionado.

La pregunta natural, por supuesto, es cómo –a partir de un problema estético– se llega a estos asuntos que son relevantes en otros ámbitos del pensamiento y, en especial, en lo que atañe al pensar y al comprender el espacio de lo social, de lo público, de la política. ¿Cómo es que el análisis de los juicios de gusto, juicios basados en un sentimiento peculiar de placer, está tan relacionado con el intento de pensar las condiciones propias de la constitución de una comunidad moderna, mundana, incluyente y cosmopolita, así como con el modo de ser que ésta habría de tener? Pues bien, la claridad de esta relación emerge cuando la aproximación al problema del gusto se centra, como lo hace la profesora Quintana, en el rasgo que fundamenta incluso su surgimiento como problema: el de su pretendida validez intersubjetiva. En el análisis de este rasgo, como se muestra con detalle en el primer capítulo de su libro, aparecen compenetradas la modernidad entendida como momento de la historia social del mundo occidental y la modernidad en cuanto momento de la historia del pensamiento: no se trata de derivar de lo estético conclusiones para lo político, ni de la aplicación a la realidad de conceptos construidos me-

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Los intereses que están detrás de la investigación llevan entonces a la autora a hacer un rastreo no sólo estético sino inicialmente sociológico del concepto de gusto. Apoyándose tanto en análisis de eminentes sociólogos acerca de los procesos sociales propios de la modernidad, como en fuentes directas ilustradoras (Rousseau, Swift, Lope de Vega), se explica lo que ella llama “el carácter desvinculado del individuo moderno”. La irrupción de la noción de “gusto” en el siglo XVII como un ideal de formación cortesano sólo se hace posible dado tal contexto de desvinculación en el que las pequeñas comunidades, y los lazos a partir de los cuales éstas se establecían, se están disolviendo de modo tal que el vínculo interpersonal deviene en algo que no está establecido, que está por lograrse. El conjunto de las características de comportamiento social según las cuales se afirma que alguien es poseedor de buen gusto asegura, pues, una vinculación con la “buena sociedad”. Esta noción primera, que la autora analiza a la luz de escritos de Baltasar Gracián, va mostrando ya rasgos esenciales del asunto del gusto: un modo de ser que surge del reconocimiento de la plura-


Laura Quintana. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant. Ana María Amaya-Villarreal

Lecturas

lidad, y que suscita una preocupación doble y simultánea, y en este sentido paradójica a primera vista: la de distinguirse para vincularse. Ahora bien, conforme se amplía aún más el espacio público, los juicios de gusto ya no pueden resultar vinculantes en cuanto se refieren a una suerte de consenso fáctico (la buena sociedad, en este caso), y, por eso mismo, se los empieza a pensar en relación con una capacidad plenamente autónoma enraizada en facultades constitutivas del ser humano, especialmente, en aquellas que posibilitan lo que se considera más personal e individual de cada quien: la experiencia sentimental y, particularmente, la que involucra sentir placer. El problema del gusto se convierte, entonces, en el problema de dar cuenta de unos juicios valorativos que tienen su origen en una experiencia placentera, en una experiencia eminentemente subjetiva, y que, sin embargo, no se comportan como juicios absolutamente subjetivos o privados. Por el contrario, el juicio de gusto, para los autores en cuestión, eleva una pretensión de consenso en torno a la apreciación de lo que se juzga, una pretensión, entonces, de impersonalidad y abstracción que parece contraria al placer que lo origina. A la luz de estas consideraciones que describen una suerte de rareza problemática propia del gusto, señala Quintana las dos perspectivas generales por las que transitan las estrategias que tratan de explicar y dar cuenta del problema. Mientras una trata de concebir el gusto “apelando a unas estructuras subjetivas que funcionarían de manera uniforme en todos los sujetos” (p. 78), esto es, del mismo modo que se da cuenta de la uniformidad de los juicios de conocimiento o morales, la otra, por su parte, procura tomarse en serio el hecho irrefutable de la divergencia entre los juicios de gusto, y con esto, entender la pretensión de validez intersubjetiva sólo como una aspira-

ción que regulará la discusión suscitada por su ineludible diversidad. Se quieren destacar con el examen y discernimiento de estas dos posiciones dos modos de comprender el fenómeno de la pluralidad: o la diversidad de juicios en la esfera del gusto es asumida como un hecho desafortunado, causado por la intervención de factores azarosos y fortuitos que se superan cuando se deja que primen sin constricciones estructuras subjetivas comunes (Hutcheson, Burke y Kant), o es asumida como un rasgo constitutivo de la misma (Hume). Igualmente, según Quintana, están en juego aquí dos nociones de comunicabilidad: una para la que la interacción discursiva no cumple un papel determinante, excepto si es usada sólo para poner de presente los obstáculos que tiene alguien para adherirse al transfondo común, para desplegar correctamente la facultad asociada al gusto, y otra para la que la discursividad es esencial a ella, indispensable. Es de notar que, siguiendo la interpretación que presenta la autora, se disciernen aquí, además, dos actitudes frente al problema del gusto: una que lo considera un verdadero problema, la que adopta Hume, abrazando toda su complejidad, y otra que lo aborda apenas como un pseudoproblema, pues, en efecto, podría decirse que para Hutcheson y Burke no hay tal cosa como un “problema de la comunicabilidad de juicios de gusto”, toda vez que ésta está garantizada por facultades que tienen y pueden ejercer todos los seres humanos. Las consideraciones hechas por Hume en On the Standard of Taste introducen entonces en la investigación elementos que no habían aparecido en lo precedente. Para este autor la posibilidad de consenso en el terreno del gusto no se da ni como confluencia sentimental, ni como actualización de un punto de vista universal, ni porque se circunscriba en un marco de referencia 155

previamente determinado, sino por la conjugación de una variedad compleja de factores, entre los que se cuentan las convicciones, la formación y el sentimiento: todos ellos susceptibles de ser puestos en juego en un diálogo que puede llegar a transformarlos. La respuesta que tendría esta propuesta al problema de la desvinculación de los sujetos es una que no se da, como lo dice la autora, en términos fuertes. El hecho de que aquello que se afirma en un juicio de gusto sea indemostrable, lo más que permite es que la posibilidad de validez intersubjetiva ha de tenerse en cuenta como un principio regulativo que dispondría ciertas reglas para el ejercicio discursivo del gusto, entre ellas, especialmente, la flexibilidad y apertura frente al otro y la búsqueda de premisas compartibles. El acuerdo entonces, para Hume, se da, si es que llega a darse, en el ejercicio de la discursividad, lo que lo hace, además, siempre frágil, siempre susceptible de revisión. El análisis de las reflexiones kantianas, que ocupan el grueso de la investigación, estará relacionado, de uno u otro modo, con estas dos maneras y actitudes según las cuales afrontar el problema de los juicios de gusto. Una aproximación al estilo de Hume se considera, aunque de pasada, en la Crítica de la facultad de juzgar, y resuena en ciertos planteamientos kantianos precríticos. En estos últimos, señala la profesora Quintana, Kant se deja ver oscilante entre las dos alternativas reseñadas anteriormente, lo que interpreta ella, precisamente, como señal de una aproximación no reduccionista. Es de notar, además, que entre las dos posibilidades Kant trata de encontrar una tercera alternativa que conjuga elementos de las dos: la apelación a una idea de “la totalidad de aquellos que juzgan” a la hora de formarse un juicio de gusto, es decir, a la idea de una suerte de tribunal imaginario conformado por posibles inter-


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locutores. Esta apelación supondría una capacidad de reflexión autónoma que depende, en ese sentido, de elementos a priori, y que, sin embargo, tiene a la vez en consideración y reflexiona sobre la posible perspectiva de otros, los distintos ángulos de apreciación según los cuales emitir un juicio, suponiendo y haciendo posible así la sociabilidad del gusto (y con ella, la pluralidad). Se trata, en este caso, de asumir la difícil tarea de comprender la autonomía en términos relacionales. La comunicabilidad no se entiende, entonces, como una “unanimidad que queda garantizada por la correspondencia con ciertas condiciones del conocimiento, ni como un acuerdo de facto alcanzado en la interacción con otros” (p. 187). Sin embargo, la autora señala con algo de decepción que esta tercera vía no resulta ser una propuesta concluyente, sino una idea, una alternativa que Kant apenas explora. Podría decirse que la clave para comprender las estrategias de resolución del problema del gusto que aparecen a lo largo de la investigación está en entender y analizar la caracterización misma de los juicios de gusto desde la que se parte. Esta caracterización, en el caso de Kant, toma un giro radical en el momento de analizar los juicios de gusto según la perspectiva trascendental, pues el análisis fenomenológico de este juicio, punto de partida de la investigación, incluye adscribirle un rasgo que resulta cuestionable: la pretensión de validez intersubjetiva en términos de exigencia. Para la profesora Quintana esta exigencia tiene que ver con una comprensión inadecuada y algo dogmática del hecho de que tal juicio se preste a la discusión (que no sea incomunicable pero tampoco resulte demostrable). Parecería ser que el autor no le hace suficiente justicia a este rasgo, al entenderlo por analogía con la pretensión de universalidad de los juicios de conocimiento, de los que, sin embargo,

según él mismo, el juicio de gusto se distingue esencialmente. El estudio exhaustivo de la “Analítica de lo bello” (que comprende la exposición y la deducción de los juicios de gusto) termina mostrando no sólo una caracterización arbitraria del juicio de gusto, en lo concerniente a su comunicabilidad, sino también una serie de descuidos y fallas argumentativas que son, para la autora, indicativos de que un tratamiento trascendental fuerte (o, más bien, en términos constitutivos) no es el que le corresponde a una indagación acerca de los juicios de gusto. Al introducirlo en este marco de comprensión, el juicio de gusto se convierte en objeto de examen para determinar, en concreto, si es posible como juicio sintético a priori. No obstante, esta caracterización parece de entrada limitada, pues se lo considera como un juicio que exige el asentimiento de los demás, rasgo que, según la misma filosofía kantiana, es propio de los juicios que tienen un fundamento universal, que están legitimados por un principio a priori subjetivo. Kant parece –según se nos muestra en la investigación– hacer caso omiso de esto, y sigue tratando de adaptar el problema del gusto a una perspectiva trascendental fuerte. En efecto, para dar cuenta de la exigencia de asentimiento que le atribuye al juicio en cuestión, el autor formula la hipótesis de una relación particular de las facultades cognitivas del sujeto: un libre juego de la imaginación y el entendimiento que, además, suscitaría un sentido común. Se trataría de una capacidad que en la “Exposición” postularía apenas el posible principio a priori de los juicios de gusto. La argumentación que sustente la necesidad real de ese principio a priori, así como la existencia del sentido común estético, es propia del momento de la “Deducción”, a la que le correspondería legitimar y afirmar la realidad de las pretensiones de validez universal y 156

necesidad “aduciendo que se basan en un principio o estructura mental que puede considerarse como condición indispensable de la posibilidad de la experiencia” (p. 348). Sometiendo a una cuidadosa revisión la argumentación kantiana de la “Deducción”, se muestra, sin embargo, que tal sentido común estético se considera necesario y real por medio de una argumentación circular. Lo que Kant argumenta para afirmar la existencia de tal sentido es la misma exigencia de validez universal que el juicio de gusto supuestamente ostenta como rasgo fenomenológico, y que, precisamente, intentaba justificar a través del recurso a dicha capacidad del sentido común estético. Esto queda muy claro, como señala la autora, en el hecho de que la deducción simplemente recoja y reformule lo dicho en la “Exposición”, dejando de lado el carácter hipotético que ésta debería tener y como si se estuviera asumiendo –en un descuido imperdonable si en verdad se está siguiendo una metodología trascendental– que lo allí dicho configuraba una demostración o legitimación de los rasgos que se proponían de los juicios de gusto. Esta falla argumentativa, nuevamente, es clara señal para la profesora Quintana de que el punto de partida de la investigación kantiana ha sido caracterizado inadecuadamente. No se puede dejar de señalar el hecho, algo misterioso, de que Kant haya omitido las consideraciones y alternativas que había hecho no sólo en sus reflexiones precríticas sino también en el parágrafo 22 de la tercera Crítica, en el que aborda la posibilidad de concebir la pretensión de validez intersubjetiva como un ideal de la razón. Las razones por las cuales Kant adopta una actitud ciertamente dogmática, que queda al descubierto en sus planteamientos y modo de argumentación, no se exploran en el libro. Sería intere-


Laura Quintana. 2008. Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant. Ana María Amaya-Villarreal

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sante, desde mi punto de vista, tratar de plantear hipótesis que den cuenta del modo dogmático e incluso descuidado con el que Kant se ocupa de los juicios de gusto en la tercera Crítica, según lo ha puesto al descubierto en su libro la profesora Quintana. Y es que, a mi modo de ver, no deja de resultar paradójico que, como se sigue de lo planteado en Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant, se asista en la Crítica de la facultad de juzgar a un planteamiento que parecería forzar los límites del conocimiento: se le permite a éste tratar de abrazar un campo que le es hostil, y, además, se llega allí a conclusiones que parecen ignorar dogmáticamente un punto intermedio entre lo demostrable y lo puramente incompartible e incomunicable. Pienso que todo esto le da un tinte muy poco “crítico” a estas reflexiones que, como Kant mismo parece reconocerlo, tienen que ver, en todo caso, con lo ético y lo social. Lo anterior resulta aún más sorprendente en cuanto la concepción de la pretensión de validez intersubjetiva como ideal –o como idea regulativa de la razón, explorada por Kant– es, además, afín, como recalca frecuentemente a partir del capítulo tres la profesora Quintana, con las ideas kantianas acerca de los juicios de creencia y opinión. En efecto, Kant reconoce que hay terrenos en los que no es exigible el acuerdo, como los de la opinión y la creencia, y que, sin embargo, no por

eso están condenados a la absoluta incomunicabilidad, privacidad o, incluso, irracionalidad. Acepta entonces que en tales ámbitos hay otro tipo de comunicabilidad, que no es irrestricta, y que se justifica a través de otro tipo de criterios que le otorgan algún tipo de validez pública. Al vincular el juicio de gusto con el de opinión o creencia en lo que atañe a su comunicabilidad vuelve a ponerse de relieve lo significativo de una investigación como ésta para el pensamiento acerca de la política, el ámbito en el que, y sobre esto estamos de acuerdo, no tienen cabida, o no deben tenerla, criterios objetivos y definitivos. Las discusiones y la comprensión de la política ganan una sana restricción si se las entiende a partir de este tipo de juicios, pues se acepta que “lo que somos en común” no es una realidad empírica ni fáctica que se asuma apelando a principios universales, que pueda entonces imponerse. Por el contrario, la concepción de un lazo que comunique a los seres humanos –esto quiere decir que les permita comunicarse: distinguirse y vincularse– no resiste una postulación más fuerte que la que lo entiende como una expectativa, una aspiración que regularía y sugeriría ciertas actitudes y prácticas de apertura y consideración de los otros que se movería, cuidadosamente, entre los frágiles límites de lo respetuoso y lo vinculante.

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Gusto y comunicabilidad en la estética de Kant es, entonces, una ocasión para pensar la política de la mano de la estética que invita a comprender las reflexiones tanto de la una como de la otra en toda su complejidad y en relación con diversos ámbitos de la reflexión y la experiencia de los seres humanos en el mundo. Tengo que decir, para terminar, que pocas veces encuentra uno una aproximación crítica al pensamiento kantiano que se exprese con la claridad rigurosa de este libro, rigurosidad y claridad generosas que permiten entender, incluso a través de la misma crítica a ellos, los planteamientos de la filosofía kantiana. Es en realidad una suerte para nuestra comunidad académica encontrarse con este libro que entreteje de modo fino y dinámico temáticas que abrazan los intereses de muchos de sus miembros: fervientes de Kant o no, conocedores consumados de su filosofía o principiantes en el ejercicio que trata de comprenderla, interesados simplemente en las reflexiones que hacen de la estética un campo riquísimo de la filosofía o preocupados por comprender el momento histórico o filosófico que referimos con el nombre de modernidad, y en general, para no seguir con una lista que sería larga, todo aquel que se sienta concernido y atraído por reflexionar filosófica, política o existencialmente acerca de esa dimensión misteriosa y retadora en la que somos individuos solitarios que luchan, de modos tan distintos, contra su soledad. 


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