Esa ventana del central

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Esa ventana del Central



Por su condición de imanes, hay lugares que hacen ciudad porque nos muestran todas las realidades que ésta da de sí. Son escaparate, el vendedor que te dice ‘esto es lo que tengo’; la parada obligatoria de todo buen guiri que se precie. Barcelona disfruta de la Rambla, Dublín de su Grafton Street, Londres del Covent Garden ... y Huelva tiene La Plaza. Allí la energía es bruta, sincera. El fruto es un ambiente único que te transporta inmediato a la Cuba de principios de siglo o a El Cairo de Indiana Jones. Y encima, no contenta con eso, Huelva nos tiene preparada una guinda para el pastel. Una delicatessen sólo apta para paladares sensibles a lo auténtico. Llegando siempre tangentes, el Bar Central levanta elegante sus paredes crema en medio del bullicioso hormiguero. Apabullado aún por la calle, uno espera ver al entrar a Sam tocando en un rincón su “As time goes by”, pero el toque cañí que dan al local las cabezas de toro y los carteles de corridas históricas nos recuerdan dónde estamos. La penumbra regala un tono misterioso y acogedor, contrastando con la luz a la que concede cuerpo para invadir el recinto por las ventanas, ritmando la fachada y untando de ocre el mármol que nació blanco y ahora envejece como mesa. El reflejo salpica las caras, que


adquieren un tono sepia, clásico, otorgándoles posteridad; naciendo de cada reunión una fotografía de autor. En busca de nuestra mesa traspasamos varias capas de humo, mezcla de tabaco y máquina de café, amenizadas por esa melodía característica de toda barra de bar; de vasos, cucharas y monedas. El olor nos recuerda la calidad de los granos. Aliñada con el punto algo cutre que da la tarrina de Tulipán de una reciente media tostá, escogemos la última mesa, la que hace esquina. Allí estás más seguro, las paredes te arropan y a la vez te premian con la perspectiva más privilegiada. Me permiten que, una vez saciado mi apetito, aflore a salvo mi otro yo, el voyeur indiscreto y silencioso. La primera víctima es el encargado, el director de orquesta. Perpendicular a la barra, ordena a un joven camarero mientras apoya en ella su brazo derecho y esconde al final del izquierdo el inseparable pitillo, su sexto dedo, para no dar evidencias de su vicio a la clientela. Aprovecha los segundos de espera para asegurarse que todo está en orden y nadie requiere de sus servicios. Es entonces cuando constato que Sam no tardará en llegar, pues ha aparecido en nuestro amigo aquella mirada de Humprey Bogart, la de “preocupación absurda”, muy profesional, escondiendo los ojos entre párpados y tensas cejas; acompañada por esa camiseta imperio de tirantes y ligera camisa de hilo tono pastel a juego con el local (pues él no deja de ser parte del mobiliario) que


canjeó en su día por la americana blanca. Admirar más de cerca este ejemplar único bien se merece pedir otro café. Pido otro café y lo espero seleccionando ahora la panorámica exterior, filtrada por ese hierro sutilmente moldeado que da al agujero el estatus de ventana. En un segundo he cogido el avión desde Casablanca para aterrizar bruscamente en esta isla onubense, rodeada toda por un vertiginoso desfile de historias. La ama de casa acarreando cansina esas bolsas de plástico verde azulado; los estudiantes, parejas o amigos, saliendo de las tentadoras churrerías que envuelven de humo y calorías el mercado, todos con el correspondiente cucurucho empapado de aceite y miradas envidiosas, buscando un bar donde degustar un café que amenice el festín; al marroquí sin papeles que vende mecheros de colores en ese tenderete siempre nómada, escogiendo una esquina para divisar rápido a la bofia y así iniciar con garantías el sprint; o al entrañable pensionista, gastando parte de su interminable mañana dando la paliza a su camarero, mientras toma ese café que sólo él le sabe poner, antes de ir a tirar la primitiva. Entonces llega mi café de manos del mismísimo Juncal. Pero al no ver cerca a su leal Búfalo, dudo. Y en su retorno a la barra la duda coge cuerpo. Me he equivocado. Era Humprey.


Con respeto lo encaro para pagar la cuenta, pues sé que su clase le impide acercarse a las mesas con esa cara de “vengo a cobrar”. Después de volver a dudar, ahora con eso de si dejar propina, por no ofender el orgullo de un clásico, opto por hacerlo, ya que el espectáculo se lo merecía. Recibo a cambio un sincero “vaya con Dios” y enfilo salida. Sabiendo que no tardaré en volver, claro. Quizá por gula, porque soy consciente de haber catado un vino único. O igual sólo por la sana envidia que siento ante los onubenses por poseer esa joya, un referente que les recuerda lo que son y les sirve de guía en estos tiempos confusos. Un diamante en bruto al que, obligados por su conciencia, miman con esmero. Y hacen bien.



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