Inercias

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Inercias



En primera línea de terraza, una guapa viejecita colmaba de azúcar su café. Decorada con todo el joyero y su mejor vestido, pensaba pasar allí la tarde. Estaba sola. No parecía esperar a ninguna compañera de canas o a ese marido que, obligado por la próstata, habría corrido hacia el baño. Todo apuntaba a que el café era su única compañía. Tres mesas a la izquierda, pero a varias arrugas de distancia, una descomunal hembra parecía contemplar la concurrida plaza. La presidía cruzada de piernas, muy seria, cigarro en mano, dejando reposar el paquete de Marlboro en la pequeña mesita. Unas grandes gafas de sol le daban un aire de Audrey, de camuflada estrella de los sesenta huyendo de la fama. Su cuerpo era impresionante y lo sabía. Era consciente que cualquier hombre mataría por poseerla. Pero se hacía la dura. Como si su físico la obligase a poner las cosas difíciles a todo macho que la incordiase. - Hola, ¿está libre este asiento? Otro. Ella, claro, no contestó. Movió sutilmente la mano del cigarro, como quien espanta una mosca, sin dirigir la mirada al aspirante. Dándole a entender que podía hacer lo que le viniese en gana, que ella pasaba. Entonces la pobre víctima empezó su recital de ligón barato. Era uno de aquellos actorcillos de espejo de baño,


de los que entrenan sonrisa mientras se rocían generosamente de after shave. Abrió con el sobado recurso del cigarrillo, un clásico: - Perdona, ¿no tendrás fuego? Sin mediar palabra, conservando siempre su punto de mira en la soleada plaza, le acercó su mechero sin que éste perdiese contacto con la mesa. Así evitaba cualquier esfuerzo que el otro interpretase como interés. - Gracias. La cosa estaba clara. Un macho en su papel, suplicando, y una hembra en el suyo, escogiendo. Con la primera calada fijó mirada dispuesto a aguantarla y luego sonreír, pero pronto se dio cuenta que tocaba picar piedra. No sería un botín fácil, así que mejor sería saltarse el capítulo de tácticas para verbenas de su manual. - Nunca me canso de esta plaza. Y eso que paso a menudo. Diría que es la plaza más bella del mundo. Iba a continuar con el lamentable “pero más bella eres tú”. Por suerte se lo ahorró. Hizo bien. Hubiese puesto al descubierto al macarra de playa que llevaba dentro, y seguro que la presa habría huido. - ¿Y tú? ¿Vienes mucho por aquí? - continuaba el asedio.


El cazador, en el fondo, sabía lo que hacía. Ahora ya la forzaba a abrir la boca. Llegando así al momento de enviarlo a la mierda o hacer que el juego dejase de ser un solitario. Eso la hizo pensar. ¿Qué debía decir? Ella tenía la sartén por el mango, claro, pero la realidad era que iba tan salida o más que aquel saco de bronceados músculos. Sabía que su condición la obligaba, y el protocolo mandaba hacerlo sufrir. Lógico. Ella era mujer y estaba como un tren. No podía lanzarse a los brazos de aquel semental, por muchas ganas que tuviese. Y lo cierto es que las tenía. Siempre optaba por la negativa. Saber que podía escoger la empujaba a nunca hacerlo, esperando la aparición de su semejante en el sexo opuesto, a un ser tan perfecto como ella. Hasta entonces, tocaba despachar a todo sujeto que se le arrimase. El hecho de que la abordasen continuamente ya la confirmaba en su podio, convencida de que poca gente podía permitirse, hoy en día, despreciar tan importante número de proposiciones. Pero tampoco se podía engañar. Lo cierto es que se moría de ganas de llevárselo a la cama. No era tan diferente a él en cuánto a instintos primarios. Y al final del día, al hacer balance, veía que estaba muy buena, sí, pero que con esa filosofía nunca se comía un rosco. Entonces, ¿de qué le servía su cuerpo? ¿Para qué tanta belleza? En definitiva,


¿por qué no se dejaba llevar de una vez por su instinto animal? Además, nada le impedía acceder a las sugerencias de aquel morenito, que por cierto ya sudaba impaciente, y al día siguiente volver a la escena del delito para picar el anzuelo que prefiriese. No tenía amigos y aquello era una ciudad grande. Nadie hablaría mal de ella. Podía sacar tranquilamente partido a su cuerpo y gozar de la ventaja que tenía sobre la menos agraciada. Hacer por fin rentable ese don que Dios le dio en forma de carne. Era joven, pero ya no era una cría. A lo mejor iba siendo hora de derretir esa capa de hielo que la cubría y abrir paso al volcán que desde el estómago pedía erupción. Ahí en frente tenía una oportunidad en bandeja. Un regalito que esperaba respuesta secándose la frente y poniendo ojos de súplica. Llegaba la hora de decidirse. Tenía que decirle algo, lo que fuese, y hacerlo ya. - Oye, ¿por qué no te vas a dar la paliza a otro sitio, imbécil? Y después de que el león herido se ordenase retirada, ella pidió otro café. Aprovechando que, tres mesas a la derecha, un camarero servía en ese momento un cappuccino.



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