La Otra Banda
Una casa blanca. Grande, ahora enorme por vacía. Estás delante, en su lengua, una pequeña placita. Cuadrado casi perfecto que resulta del espacio entre la propia casa, el camino de llegada como lado izquierdo, un conjunto de dunas a la derecha y un río justo enfrente. Me he cargado las casas vecinas. Remando llegas a La Otra Banda, un brazo de arena de playa muy virgen, felpudo de un océano que, aún lejos, sólo te subraya el cielo. Eso sí, lo sientes; no descansa nunca, y oyes fácil rugir sus olas al llegar a la orilla cuando todo lo demás duerme. Típicos de aquí, gran cantidad de pinos salpican dunas, placita y casa, dando sombra y por saco al escupir las agujitas de pino, que no barrerás porque enseguida volverán a caer y seria de tontos. Cuando hace viento, la arena de las dunas se cuela entre las juntas del barro que maquilla el suelo. Eres invasor, y la bofetada de viento exfoliante te lo recuerda al girar la cabeza a la derecha. Le sonríes en reto, como a viejo conocido, porque te ves otra vez en aquellas dunas jugando a ser mayor. Hace tanto. Echas de menos las risas de antes, pero, superado aquel primer verano de silencios, ya lo llevas mejor. Es lo que hay. Todos pertenecemos a un sitio, y el tuyo es éste. Simplemente estarás ahí, dejando pasar el tiempo, en tu silla de playa de toda la vida, de esas de plástico blanco que han jodido la espalda a varias generaciones. Preparado
para cuando sea. Mirando ahora al frente con los ojos casi chinos por el sol, imaginando mientras cómo te recibirán, ordenando las mil preguntas. Tienes la patera lista en la orilla del río, a cuatro pasos de arena hirviendo. Con los remos de salitre descansando en triángulo. No sabes cuándo ni en qué forma llegará la señal, sólo que estás a un pequeño empujoncito de meterte en el agua y empezar a remar. Cruzar a La Otra Banda y unirte a la fiesta.