Manué “El Manugrafista”. El arte de dibujar la música en directo Música y arte han sido compañeros inseparables de viaje durante décadas, aunque pocas veces han coincidido de una manera tan apasionante como en los dibujos que Manué “El Manugrafista” hace cada noche en las salas de conciertos de Barcelona. Unas ilustraciones que cobran forma a pie de escenario y que reflejan la fugacidad de un momento único, que sólo ha vivido el público asistente. En una época donde todo funciona a la velocidad de la luz y la popularidad de los recitales se mide por el número de likes en las redes sociales, es de agradecer que todavía haya mentes creativas que dejan volar su imaginación a base de chocolate negro y nos transportan con sus obras a un universo donde el ritmo y la melodía no conocen fronteras. Una historia personal repleta de anécdotas que ha logrado lo que parecía imposible: que las nuevas generaciones de espectadores aprecien la música en directo desde una perspectiva distinta a la habitual. Texto: Por David Moreu / Fotografía: Josep Tomàs / Web del artista: www.facebook.com/manugrafias
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Te propongo que nos remontemos a los inicios de esta apasionante aventura. ¿Podrías contarnos de dónde eres y cuándo descubriste tu pasión por el arte? Nací en Barcelona en 1962 y recuerdo haber dibujado desde siempre. Empecé a caminar, luego a hablar y lo siguiente ya fue dibujar. Para mi, estas tres acciones representan lo mismo. Formo parte de la generación del baby boom y crecí rodeado de niños y de niñas a todas horas. Yo era el artista de la pandilla y uno de nuestros juegos consistía en acuclillarme en el suelo y ponerme a dibujar en un cuaderno. La chiquillada formaba una melé sobre mí, como en los partidos de rugby, y me pedían personajes de historietas. Pero yo hacía lo que me daba la gana. Disfrutaba provocando situaciones hilarantes e inesperadas. Aquello me dio muchas tablas, por eso soy tan desinhibido cuando dibujo ante el público. Las influencias que recibimos durante la juventud son las que nos marcan para el resto de nuestra vida. ¿Qué tipo de ilustradores o de dibujantes te gustaban entonces? Durante mi infancia estuve muy influenciado por dibujantes de historietas, como Francisco Ibáñez y la factoría Bruguera. Tintín de Hergé era sublime. Spirit de Will Eisner me parecía la cumbre de la narración secuencial. La figura de Dalí también era omnipresente en los medios de comunicación en aquella época y, más allá de sus extravagancias, nos enseñó a ser libres. Fue la primera figura pop de la historia. Creo que la mayoría de estrellas del rock se han inspirado en Dalí y a él le encantaba esta música desde los años 50. Sólo hay que ver sus fotos con camisas country & western. En la segunda mitad de los años 70 descubrí los comix underground, los Tebeos del Rollo y la escudería Totem. Cuando me di cuenta de que Jean Giraud y Moebius eran la misma persona, flipé. Mucha gente afirma que el arte no puede enseñarse en una escuela porque es algo innato, de ahí la tradición de los mentores. ¿Te planteaste estudiar ilustración o pintura de manera reglada? Fui autodidacta hasta 1976, cuando pasé dos semanas en el estudio de Antonio González “Sugys” en L’Ametlla del Va-
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llès y me inicié en la pintura al óleo. Mientras pintábamos, su hija Mercedes ponía en el tocadiscos música de la Creedence, Ike & Tina Turner, Marvin Gaye, Santana, Suzi Quatro y Las Grecas. Fue una época fundamental porque descubrí la vertiente práctica del arte, además del rock, el soul, el jazz, el amor y la libertad. Lo más bello de la vida, todo junto y al mismo tiempo. Las veces que me reúno con Sugys, todavía le llamo maestro, como hacía el Pequeño Saltamontes en la serie televisiva Kung Fu. Entre 1979 y 1981 estudié en la Escola Llotja de Barcelona, pero pasé más tiempo en las calles y bares del viejo Barrio Gótico que en las aulas. Entonces, un compañero me avaló para hacerme socio del Cercle Artístic de Sant Lluc en su sede original y, durante una década, acudí allí muchas tardes porque me encantaba dibujar modelos al natural. Siempre preferí las poses rápidas a las largas. Entonces era la época de la transición política y se respiraban ciertos aires de contracultura en las calles de Barcelona. ¿Qué recuerdo tienes del éxito de las revistas satíricas? En 1982 mostré mi trabajo al editor de El Víbora y fue una experiencia muy decepcionante. Le gustó mi estilo basado en las aguadas de Will Eisner, pero las condiciones que ofrecía me parecieron inaceptables. Me dijo que debía repetir toda la historieta utilizando tramas de Letraset para reproducir las escalas de grises y así reducir los costes de impresión. Además, su planteamiento consistía en publicar mi trabajo sin pagarme y registrar a su nombre mis derechos de autor. A cambio me ofrecía el prestigio de aparecer en El Víbora. No daba crédito a semejante atropello. Antes que regalarle mis derechos de autor, prefería imprimirme yo mismo la publicación de mi obra. Le dije que al menos usara un papel medianamente bueno para su revista y aquello casi acaba mal. No volví a comprarla jamás. ¿Podríamos considerar que esta anécdota fue el final de una inocencia casi generacional y que, a partir de ese momento, te lanzaste al vacío con tu carrera artística? Puede que tengas razón porque me propuse alejarme de la estética de cómic para centrarme más en el dibujo puro. Así que, buscando a un maestro, me matri-
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culé en la Escola Massana de Barcelona y fue una experiencia académica abrupta. Durante tres cursos no conecté con ninguno de los profesores de pintura y vi claro que aprendería más en solitario. Una tarde de primavera de 1993 vencí el pánico escénico y me planté con mi caballete en pleno Paseo de Gracia. Una de dos, o aprendía a pintar bien a la acuarela o hacía el ridículo delante de la gente. Durante tres años pinté la Pedrera, la Casa Batlló, la Manzana de la Discordia… dejaba las obras en depósito en una tienda de marcos y se iban vendiendo. No paré hasta que logré tener recursos propios en la técnica de la acuarela y en el género del paisaje, que me parecían lo más difícil. Durante varios años compaginaste la pintura con tu oficio de impresor y con otras aficiones, como viajar. ¿Qué recuerdas de aquella época tan bohemia y de trotamundos? En otoño de 1998 fui andando desde el Cap de Creus hasta Cabo Fisterra. Atravesé el norte de España pintando paisajes a la acuarela. En 1999 me establecí durante tres años en la Costa da Morte. Fue allí, frente al océano Atlántico y a su cambiante luz, tan distinta de la mediterránea, donde maduré como pintor. A lo largo de mi vida he alternado mis aventuras artísticas con temporadas como operario de artes gráficas en distintas técnicas de impresión (offset, serigrafía y tipografía rotativa). Según tengo entendido, la palabra arte viene del sánscrito y significa “hacer”. La práctica es la única escuela que realmente te hace crecer y ser artista es un aprendizaje constante. Para muchos profesionales de las artes gráficas, la llegada de la crisis y la consolidación del mundo digital fueron un auténtico cataclismo. ¿Cómo te afectó personalmente ese cambio? Cuando era niño y tenía vacaciones del colegio, ya trabajaba en la imprenta de mi padre. Si quería ir al cine o comprarme un disco, tenía que ganármelo. Yo vengo de la vieja escuela de esta profesión, un concepto de trabajo basado en un orgulloso amor al oficio. Así eran antes las cosas en el gremio. A finales de 2008 perdí mi empleo como técnico de control de calidad en una imprenta y fui uno de los miles de náufragos del primer gran
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tsunami de la crisis. Hubo más tsunamis y más náufragos. No había manera de encontrar trabajo y me sentí como un dinosaurio al final del período Jurásico. Agoté cursos y ayudas, hasta que no me correspondía nada. Estaba descendiendo a la categoría de paria. Sin embargo, en los últimos años te has convertido en una presencia ineludible en las salas de conciertos de Barcelona. ¿Cómo surgió la idea fascinante de dibujar a músicos en directo? Fue una especie de terapia contra la desesperación. A finales de 2011 ya no pude pagar el alquiler de mi humilde estudio y tuve que abandonarlo. Conocí la penuria de primera mano y me puse a dibujar conciertos en Thiossan, el restaurante africano de un amigo. Podía cenar gratis y los clientes me invitaban a las bebidas. Al principio dibujaba sobre cuadernos con un simple lápiz. Algunas veces pintaba también a la acuarela, pero en un bar no puedes ocupar una mesa con un cacharro con agua y pinceles. Entonces abrí una cuenta de Facebook donde colgaba las obras y hacía promoción de los conciertos. En homenaje al saxofonista camerunés Manu Dibango, me inscribí con el nombre de Manu Dimango. Ahora mucha gente cree que éste es mi nombre real. ¿Podrías contarnos qué técnicas utilizas habitualmente para estas obras? Supongo que tu estilo ha ido evolucionando y se ha adaptado a los requerimientos del directo. Empecé con un cuaderno, un lápiz, un sacapuntas y una goma de borrar que no usé nunca. En 2012 hice unos 120 dibujos de conciertos en Thiossan. A finales del mismo año ya frecuentaba el Café Royale, iba al Jamboree y también a Robadors23. La obra aumentaba y, como los cuadernos eran poco prácticos para exponer, empecé a trabajar en cartulinas separadas. En 2013, Kumar Sublevao Beat bautizó mi método de trabajo como “manugrafismo” y mi récord de productividad ese año fueron seis conciertos en una sola jornada. No he vuelto a batir esa marca. En diciembre de 2013 empecé a dibujar sobre cartulinas negras con lápices de colores Caran d’Ache serie Prismalo. Ese año hice más de 700 obras. En 2014 los soportes fueron variando: cartulinas de color azul eléctrico, perga-
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mino marmoleado, máculas de impresión offset que recogía en imprentas y viejas partituras de los años 50. A mediados de 2016 empecé a utilizar la serie Supracolor de Caran d’Ache. La mina es más gruesa, no se rompe, es más dúctil y la madera es aún mejor que la de la serie Prismalo. Cuando te acostumbras, ya no hay vuelta atrás. Tengo entendido que tus obras terminan al mismo tiempo que los músicos bajan del escenario y que nunca las retomas a posteriori. Es como captar la fugacidad del momento y del sonido. Me llevó tres años asumir que no podía terminar las obras y, aunque al principio era muy frustrante, llegué a la conclusión de que no tenía sentido acabarlas. ¿Para qué? Dibujando en vivo recibía las impresiones del público en tiempo real y la gente me decía: “Para, para, déjalo así”. Con cuatro pistas ya veían lo que quería representar y les producía algún tipo de orgasmo cerebral solucionar mentalmente el sudoku que es una obra a medias. También descubrí que eso mismo era lo que me gustaba de Picasso. Se parece a improvisar con la música y es lo que hace todo esto tan emocionante. Muchas veces acaba el concierto y me quedo dibujando lo inmóvil: el fondo, la pared, los muebles, lo que se ve a través de las ventanas. Una característica de las “manugrafías” son los acabados inacabados. Cuando un espectáculo se programa varias veces, procuro ir a todas las sesiones que hagan falta para obtener una “manugrafía” acabada. Para mi es primordial estar expuesto a lo que sucede en la realidad. Para terminar, una pregunta de ciencia ficción: si tuvieras una máquina del tiempo ¿a qué época te gustaría viajar y a qué artista te gustaría dibujar en directo? Tengo dos viajes en la máquina del tiempo. Uno a la época romántica y otro más musical un siglo después. Me gustaría ir a Granada en 1870 y aprender a pintar acuarelas en La Alhambra con Marià Fortuny i Marsal. Los músicos míticos que me habría gustado dibujar son Jerry Garcia y Merl Saunders actuando en el club Keystone de la bahía de San Francisco en 1974. En las distancias cortas es donde el “manugrafista” se la juega. ❧
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