¡31 MICROS QUE TE DEJARÁN AL BORDE DEL ABISMO! NÚMERO 13 |ABRIL 2021
¿ ESCRIBES RELATOS ?
¿LEES?
¿ JUEGAS ?
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Te voy a ser sincero. En este número te vamos a dejar a medias. Es más, te vamos a dejar mordiéndote las uñas al terminar la lectura de cada uno de los microrrelatos que componen nuestro número 13. Vas a descubrir el poder del cliffhanger o continuará, ese recurso narrativo que nos deja al borde del abismo, contando los días que faltan para la siguiente entrega o el nuevo capítulo de nuestra serie de TV favorita. Tranquilo, varios de los micros tienen una continuación y en algunos casos fueron el inicio de una novela corta. Otros se quedaron ahí, esperando su momento o sirviendo de invitación para que tú, estimado lector, decidas poner en marcha el arma más poderosa del ser humano: la imaginación. Estoy convencido de que a pesar de dejarte a medias, la experiencia de leerlos te deparará horas de imaginación fabulando cómo continuarías tú la historia. Y eso, sí que será algo de verdad interactivo y único.
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C O N TIN U A R Á
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L A V O Z D E N A D IE
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TR IU N V IR A TO
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S U BS IS TEN C IA
por David Rubio por Carmen Ferro por Isabel Caballero por El baile de Norte
EU D A S PO R C O B R A R 30 D por Hugo Carranza
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Ú L TIM O R EC U R S O
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BA JO EL V O L C Á N
por Beri Dugo
por Juana Medina
F A R R A N C HO 39 ZA por Estrella Amaranto
ÍN DI CE
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D ES C O N C IER TO
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D O N D E L A L U N A N O L L EG A
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U N EN C U EN TR O IN ES PER A D O
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F U G ITIV A S
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V IR U S
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TEN EM O S C HIC A N U EV A EN L A O F IC IN A
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A R R EB A TO
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N O C HE D E IN S O M N IO
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LAS SOMBRAS DEL TERROR
por Pepe de la Torre por David Serrano por Puri Otero
por Marta Navarro por Ana Traves por Francisco Moroz
por Emerencia Alabarce por JM Vanjav p o r I . H a ro l i n a P a y a n o
L O S Á N G EL ES D E K L IN G S M A N
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EL PER S O N A JE
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EL PA N TEÓ N D E L O S M O N TF O R T
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Q U E A L G U IEN M E A Y U D E
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EN TR E L A V ID A Y L A M U ER TE
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por Yessy Kan
por Mirna Gennaro por Isan Isan
por Josep Mª Panadés por Macondo
Ú L TIM A S PA L A B R A S por Matilde Bello
TIER R A S M A L D ITA S por Berta Font
C O N F IN A D O
por Javier Rodríguez-Morán
L O IN EX PL IC A B L E
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S EÑ O R ITA , PO R F A V O R , PO D R ÍA por Rosa Berros
Contacto: eltinterodeoro@hotmail.com
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por Cyn Romero
Diseño y maquetación interior: David Rubio
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N O C HE D E M A N IF ES TA C IO N ES por Mila Gómez
Atribución de autoría: Todos los relatos incluidos son propiedad de sus respectivos autores. Diseño portada y portadilla pág. 19: Estrella Amaranto
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L A D EU D A D EL V A G A B U N D O
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L EY D E V ID A
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por M.A. Álvarez
por Bruno Aguilar
D E PER F IL
por Patxi Hinojosa
D ES D E M I ES C O N D ITE por Raquel Peña
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e d e u p o n o i r o t En tu escri . .. i n é f a c , z i p a l faltar papel, EL BLOG DE ESCRITURA DE
deliriosypalabras.com
a pareja protagonista de tu serie favorita finalmente decide casarse. La boda deseada se celebra, pero, en la última escena del episodio, la cámara se aleja de los novios para enfocar una bomba de tiempo situada en el campaniario. En ese momento, aparece un fundido en negro y la palabra Continuará. Sin duda, miraremos ansiosos el calendario, contando los días para el siguiente episodio o temporada. Este recurso narrativo se llama Cliffhanger.
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En el ejemplo hemos hablado de una serie de televisión, pero también podemos, debemos, usarlo en nuestros relatos para atrapar al lector. De hecho, fue en la Literatura donde nació.
¿Qué es un Cliffhanger? Es un recurso narrativo que consiste en construir una situación de gran tensión dramática que, sin embargo, queda interrumpida y deberá completarse más adelante. El término Cliffhanger, etimológicamente, es la unión de Cliff (acantilado) y Hanger (percha o colgadero). Así que Cliffhanger significaría «colgado de un acantilado». ¿Y por qué colgado de un acantilado y no, por ejemplo, apuntado con un revólver o encadenado a una bomba?
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La respuesta tenemos que encontrarla en el año 1873, cuando el escritor inglés Thomas Hardy publicaba su novela Un par de ojos azules por entregas, en un periódico. En una de ellas, dejó a su personaje de la manera que ya estáis imaginando: colgado de un acantilado. Al parecer, con-
siguió que los lectores se quedarán colgados con el protagonista durante la semana y, al publicarse la continuación, se lanzaran a por ella como si no hubiera un mañana. Como todo lo bueno, el recurso comenzó a utilizarse por la mayoría de autores que publicaban de manera semanal y seriada sus novelas en la Inglaterra victoriana o en los folletines franceses. Luego cruzó el charco para convertirse en un gancho habitual en la literatura pulp norteamericana, aquella publicada en papel barato y centrada en géneros como la novela negra, la romántica, las del oeste, la ciencia ficción, las aventuras… En 1937 el término se oficializó al ser incluido por el Diccionario de Oxford, definiéndolo como «Momento culminante en una obra narrativa». De las letras saltó a los seriales radiofónicos y, de ahí, a las series de televisión. Aquí tengo sacar mi lado friki y destacar, ¡cómo no!, la serie de Batman de los años sesenta. Una serie en la que de manera recurrente usaban este recurso y, además, lo hacían literalmente, dejando
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atados y colgados de lo que fuera a Batman y Robin. Quizá tanto abuso del cliffhanger empachó al espectador. En las series de mi infancia, en la década de los setenta y ochenta, recuerdo que casi la totalidad de capítulos eran autoconclusivos. ¿Os acordáis de El Equipo A, El Coche Fantástico, Bonanza, Colombo, Mike Hammer, Se ha escrito un crimen, V, etc? Quizá en la famosa serie de los lagartos alienígenas se usaba más, pero en general cada capítulo finalizaba la aventura. Diría que fueron Expediente X o Twin Peaks, y no digamos ya Perdidos, las series que recuperaron este recurso tan utilizado hoy día. Una vez que le hemos puesto nombre a este recurso que todos conocíamos podríamos pensar que solo cabe en historias de acción y que solo consiste en interrumpirla con una escena explosiva. Pues no, el cliffhanger es como el pan, te vale para cualquier comida. Aunque, eso sí, tiene sus reglas. ¿Les echamos un vistazo? ¿O ponemos aquí un continuará? Vale, seremos buenos... Hoshi Shinichi
¿Cómo conseguir un buen Cliffhanger? Siguiendo la imagen culinaria, para que nos resulte un buen cliffhanger no basta con la interrupción de la historia en cualquier momento y de cualquier manera: hay que prepararlo. Por ejemplo, imaginad la historia de un par de jóvenes que después de todas sus dudas e inseguridades deciden declararse su amor y para ello preparamos una escena así: Juan y Carol llegaron al puente casi a la vez. Al verse ya sabían que no hacían falta más palabras. Era el momento de los besos y abrazos bajo el atardecer de un domingo de primavera. En ese instante, un estruendo resonó en todo el valle fluvial. Anunciando que el primer pilar del puente comenzaba a resquebrajarse.
Por supuesto, nos quedamos expectantes, preguntándonos qué va a pasar con esos jóvenes en un puente a punto de derrumbarse. Pero también nos preguntamos qué le ha pasado al autor. ¿Le ha dado pena terminar la historia en
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el último instante? De repente, ¿ha sentido el morboso placer de fastidiar el momento de la pareja? Al no preparar el cliffhanger, que es que el puente se viene abajo, tenemos la sensación de que el autor está utilizando el recurso sobre la marcha, el llamado Deus ex machina. Tanto podía derrumbarse el puente como venir un meteorito o aparecer el mismo Donald Trump. ¿Cómo podríamos prepararlo mejor? Eran tantas las ganas de declarar su amor, que Juan y Carol no hicieron caso del precinto policial que cerraba el puente. Habían escuchado algo sobre que iban a reformarlo. Pero hoy era domingo y ese era el lugar en el que querían darse el primer beso. Llegaron casi a la vez. Al verse, ya sabían que no harían falta más palabras. En ese instante, un estruendo resonó en todo el valle fluvial. Anunciando que el primer pilar del puente comenzaba a resquebrajarse.
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En esta ocasión, sí hemos lanzado señales, aunque fuera como de pasada, lo justo como para que pudieran pasar hasta inadvertidas al lector. Están ahí, pero tratadas como algo secundario. El narrador se centra en el deseo de la
pareja por verse y besarse. Cuando llega el momento del derrumbe, el lector enlaza esa consecuencia con el precinto policial. Así que para que el cliffhanger funcione tenemos que tener en cuenta que: Debemos preparar la situación culminante. Puede ser cualquier cosa, pero que sea acorde con la historia que estamos contando y que la situación sea previsible o improbable. Pero nunca imposible. Interrumpir la escena en el preciso momento en el que todas las opciones de resolución estén abiertas. En el ejemplo, dejamos la escena justo cuando el lector se hace preguntas como: ¿morirá uno de los dos? ¿quedarán gravemente lesionados? ¿se salvarán sin un rasguño? Fijaos que según la opción que decidamos, la historia tomará caminos totalmente diferentes. Hasta ahora hemos visto ejemplos con situaciones potentes como una bomba a punto de explotar o un puente que se derrumba con nuestros protagonistas en él. Pero el cliffhanger
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puede, debe, usarse en cualquier clase de género y esa situación culminante no tiene por qué ser algo apocalíptico.
Las clases de Cliffhanger más usadas Por supuesto, hay mil maneras de dejar a nuestro personaje y a nuestro lector colgados de un acantilado. No obstante, casi todas pueden incluirse en cuatro categorías: 1. Adelantar o sugerir una situación e interrumpir la historia justo cuando el personaje va a enfrentarse a ella. Por ejemplo, imaginad que en una historia de Fantasía el narrador va avanzando todos los peligros mortales que se encuentran en un bosque encantado. En un momento dado, nuestro héroe descubre que su amigo ha sido capturado por un mago oscuro y que para llegar a él debe cruzar el bosque. Dejarlo justo a la entrada sería un buen cliffhanger. 2. La revelación sorpresa. Sería aquel en el que un personaje le revela a nuestro protagonista una información que da nueva luz a lo narrado hasta ese momento y que, además, supondrá un nuevo rumbo para la
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historia. El «Luke, yo soy tu padre» de Star Wars es el ejemplo clásico. 3. Presentar un obstáculo nuevo. Es el típico de las historias de aventuras. Se produce cuando nuestro protagonista se va encontrando nuevos enemigos o situaciones que se interponen en la búsqueda de su objetivo. 4. Llevar al protagonista a una encrucijada moral. No todo cliffhanger debe ser algún suceso espectacular. Basta con que nuestro personaje deba decidir. Imaginad a un maravilloso doctor que se encuentra ante la tesitura de tener que dejar morir a algún paciente para que otro pueda vivir. O ese protagonista que debe decidir entre el amor y el éxito profesional, el instante en el que debe dar el sí o el no a una relación... La realidad es sobradamente compleja como para pensar que los valores morales de cada uno no pueden encontrarse con situaciones en las que deba renunciar a ellos. Ese instante previo a la decisión es un momento ideal para usar un continuará.
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AVISO
Todos los micros terminan con un glorioso continuará... Algunos siguieron en el blog del autor. Puedes acceder a elllos en: https://concursoeltin terodeoro.blogspot.co m/2020/11/microrreto s-continuara.html
iez años en el psiquiátrico penitenciario. La maté, y lo perdí todo. Solo me queda esta voz de nadie que me habla a veces. La callaron durante un tiempo, con esas mierdas que me metían sin mi consentimiento. Les hice creer que habían ganado, y me dejaron tranquilo. En cuanto pisé la calle, la voz volvió entusiasmada.
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«¡Mira, un puente! Es tu oportunidad ¡Tírate! Nadie te echará de menos. ¿Qué vida te espera aquí afuera sin ella?» Y cuando me había convencido, cambió de opinión. Lo hace con frecuencia. «Bueno, tampoco hay prisa. Tantos años a la sombra, no estamos para desperdiciar este sol ahora. Vamos a dar una vuelta». La voz amiga siempre acierta. ¿Qué haría yo sin ella? Tenía dinero para darme un último capricho. Compré un bocadillo de jamón y una cerveza, y nos sentamos en un banco de la plaza, cerca del puente de piedra. Un río pequeño. «Me gusta este sitio. Busca cartones que vamos a pasar aquí unos días». Otra vez me lía. Imposible vivir así. Un café me supo a gloria, y la voz se quedó dormida. Caminé tranquilo un rato, por el sendero del paseo fluvial. Un sitio hermoso, cierto. Debajo del puente vivían un par de mendigos. Olía a cuadra y escupí en el suelo. No quería ofenderlos, os lo prometo. —¡Lárgate, cabrón! ¡Llevas en la frente la mala suerte!
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Gritan. Me zarandean. Y la voz de mi cabeza despierta de repente. Le sienta fatal que le interrumpan el sueño.
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acía semanas que no veía a Irene, le debía una explicación. Quedamos a comer. No sería fácil contarle que estaba
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empezando a salir con su ex, aunque esperaba que después de casi un año se habría olvidado de él. Como siempre, mi amiga inventaba vidas ajenas y yo le seguía el juego.
—¿Cuánto tiempo llevarán casados estos? — preguntó Irene apuntando con la barbilla a la pareja de comensales vecinos. —¡Uf!, la tira —contesté. —Ella aún es guapa, seguro que fue novia radiante de azahar y tul ilusión. Míralos que aburridos están, ni se hablan. —Hablando de novios, quiero contarte algo. —Yo también a ti, Carmen, sobre Carlos. —¿Sobre Car…? ...—Ya sé que lo dejamos hace tiempo, que te cae como el culo, y que me prometí a mí misma no volver con él, pero ya sabes cómo es, siempre consigue lo que se propone, no lo pude evitar. ...—¿Qué no pudiste evitar exactamente? ...—Anoche me acosté con él. ¿Sabes?, nos seguimos queriendo. La jarra de cristal sobre la mesa refractó el haz de luz que entraba por la ventana encendiendo de colores el vestido blanco de Irene. Por un momento me pareció un arlequín, una burla cruel. ...—Y ahora dime, Carmen, ¿qué era eso tan importante que querías contarme? —Pues resulta que el capullo de tu…
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—Hablando de capullos, ahí está Carlos —sonrió Irene, interrumpiéndome—. Le dije que viniera aunque no sabe que estoy contigo. Se alegrará. No sé qué hace parado en la puerta como un pasmarote.
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an solo un instante antes de que la cápsula de escape se desacoplara, el comandante Alan Stanford notó una ligera vibración seguida de una fuerte sacudida que le hizo tambalearse a pesar del arnés que lo mantenía firmemente sujeto a su asiento. No fue hasta entonces cuando en su rostro crispado se dibujó una expresión de alivio.
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Se incorporó en su asiento y, por la escotilla de babor, vio como la enorme nave nodriza se alejaba lentamente y se perdía en la fría y negra inmensidad del espacio. Como un autómata, revisó los indicadores del panel de control y comprobó que todo estaba en orden, así que accionó el intercomunicador y tras unos chasquidos iniciales comenzó a hablar. ―Cuaderno de bitácora de la nave Starline. Dia 346 de navegación interestelar…. ―acertó a decir con voz cansada antes de interrumpir la transmisión. Se sentía agotado, extenuado, psíquica y físicamente, incapaz de seguir con el relato. No sabía cómo explicar a la Compañía el abandono de una nave que había costado miles de millones de dólares con los cadáveres de sus compañeros a bordo. Tampoco sabría como justificar la pérdida de aquella extraña forma de vida, cuyo estudio era esencial. La calidez que le proporcionaba el traje presurizado hizo que, poco a poco, cayera en un profundo sueño hasta que, de pronto, un zumbi-
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do ronco en el compartimento de carga lo estremeció. Un sonido que reconoció al instante y que, como una descarga eléctrica, recorrió su médula espinal.
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ientras se escuchaba la música de un clavicémbalo en la lejanía, la bellísima Zaida recorría lentamente los pasillos de la nave Enterprihus, le había tomado pocas horas para ahorcar a todos y cada uno de los tripulantes. Llevaba en una mano la cabeza arrancada del mecánico en jefe, el Señor Scothius.
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Imitando intencionalmente de forma torpe la voz de los tripulantes, Zaida se dirigió a la cabeza y le dijo en tonillo burlesco: «Transpórtenos a Mimas, Señor Scothius». Y luego, contestándose ella misma imitó grotescamente al desafortunado jefe de mecánicos: «A sus órdenes, Capitán». Cuando termino de decir eso, Zaida comenzó a reír a carcajadas y lanzó con desprecio la cabeza que llevaba en las manos al otro lado del pasillo. Al llegar al puente de mando, se acercó a la computadora y le preguntó con la voz del Capitán Kirhius en perfecta entonación: —¿Computadora, en donde estamos? —Estamos abandonando la órbita de Saturno — contestó una voz metálica y sintética. —Computadora, cambie curso hacia La Tierra, a toda máquina —ordenó Zaida. Y luego agregó en tono bajo, con su propia y melodiosa voz: «Tengo una deuda pendiente por cobrar». En ese mismo instante los sistemas de seguridad de la Enterprhius iniciaron los protocolos de autodestrucción de la nave. Una luz roja intermitente se encendió a lo largo y ancho de la
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nave mientras sonaba una ruidosa sirena anunciando peligro y emergencia. —Te quedan 10 segundos querida —anunció enfáticamente en tono cínico y calmado la siniestra voz metálica de la HAL-9000.
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RECURSO
ún dura este siglo de pleno verano. Si nada lo impide, la pertinaz sequía acabará con la vida sobre la faz de la Tierra. Lo hemos probado todo: la desalinización del agua de mares y océanos, las lluvias artificiales, e incluso la importación de agua procedente de los casquetes polares de Marte. Sin embargo, las reservas de agua se agotan…
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Parece ser que el ángel exterminador ha optado por matarnos de sed. Pero quizá haya una última esperanza. La sola idea de recurrir a esa solución nos hiela la sangre, mas la certeza de una muerte agónica nos obliga a actuar a la desesperada. Un equipo de expertos nos desplazamos hasta el lugar donde se halla una especie de urna helada, en cuyo interior yace la criatura más monstruosa que la mente humana pueda imaginar. Su horrible imagen me recuerda a la de un demonio expulsado de la zona más profunda y sombría del mismo Hades. Es cierto que de sus entrañas puede surgir la salvación para la Humanidad, pues se cree que pertenece a una civilización mucho más avanzada que la nuestra. No obstante, no puedo evitar que mi alma se inunde de terror cuando comenzamos a romper el hielo.
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lrededor de mil años después de la archiconocida competencia entre la Liebre y la Tortuga, dos ejemplares de ambas especies se encontraron nuevamente en la pradera bajo un volcán. Las dos masticaban hojas de su preferencia. La tortuga protegiéndose de la excesiva luz bajo un arbusto; la liebre buscando las hierbas más tier-
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nas para su alimento. Hacía buen tiempo y ninguna sufría dolores o preocupaciones. Cierta dosis de aburrimiento sobrepasaba los límites de herencia y costumbres, y se filtraba en esa felicidad. Fue la Liebre, siempre dispuesta al movimiento, quien soltó la propuesta: —¿Y si volviéramos a intentar la carrera de nuestras abuelas? Me gustaría restablecer el honor de las Liebres. Después de todo ya no somos las mismas. —Por mí, no hay inconveniente. Pero no creas que somos tan distintas de nuestra especie. Yo tengo los antecedentes por todos conocidos y la sabiduría de la edad que me ayudan. —¡Ja! Quizás mis patas sean más rápidas que las de mi abuela, soy joven y traigo cambios y velocidad, ¡sabihonda! —gritó la Liebre. —La tierra es la que cambia, nosotras nos adaptamos —murmuró la tortuga echándose a andar.
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La liebre seguía comiendo hierba gozando del sol, algo sobradora, segura de su glorioso futuro. Las dos actuaban de acuerdo a sus instintos. De pronto, ambas sintieron un temblor.
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bro los cajones de los muebles, las puertas de los armarios y examino la decoración. Por primera vez me parece todo horroroso. Hasta mi marido con pijama y zapatillas pegado a la tableta, desprende un olor a naftalina con polillas taladrando pasadizos en su interior.
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Estoy dispuesta a tirar tanta antigualla. Comenzaré por su repulsiva colección de mariposas. —¡Eh, chicas, despertad del limbo! ¡Voy a liberaros del polvo y la desidia! ¡No es justo morir para el disfrute de un maníaco coleccionista! Contrariada por semejante ultraje, me dirijo a las estanterías del despacho donde él guarda sus libros y como venganza decido retirárselos para regalarlos a la biblioteca del barrio. Al llegar al salón me tropiezo con las zapatillas de Antonio, que las ha tirado en la alfombra. No me pierde de vista, lo que me altera los nervios. Estoy punto de darme con las narices en la alfombra. Antes he notado un roce en la cara. ¡Leñe! la figura de porcelana de la arpista no sé cómo salta de uno de los estantes y acaba hecha trizas. Era un regalo de mi suegra del que le costó desprenderse. Aurelio, por su parte, me tenía prohibido tocarlo. —¡Te lo advertí, no te acerques a la arpista, pero lo acabas de hacer! —gruñó encolerizado con los ojos saltándosele de las órbitas que si-
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mulaban dos bolas de billar en mitad del rostro, pero lo que me asustó de verdad fue verle agitar los puños en alto. —¡Tierra, trágame!
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n la tienda de Mario está siendo una jornada tediosa. Es medio día y aún no ha entrado nadie. Ha repuesto las estanterías y realizado los quehaceres previos varias veces. Solo falta la clientela. Pero, como he dicho, el día está siendo pesado, aunque esa no es la palabra exacta, más bien... apacible. De hecho, por la calle no se percibe nada, y eso que
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es la avenida principal. Sale afuera. Una quietud desconcertante le envuelve. Empieza a caminar calle arriba. Ni tráfico ni gente ni siquiera un tímido ulular ventoso. Grandes y sombríos edificios le observan como si fuera un extraño. De pronto, aparece algo al fondo. Una persona con caminar tambaleante pero rápido. Eso le relaja, pero solo el instante en el que este se acerca, le bordea y ve su cara, o más bien su no cara: un amasijo de pliegues carnosos oculta su rostro. Se da la vuelta, desconcertado, y contempla su errático desplazamiento. Entonces oye algo por la espalda. Se gira y da un respingo: una estampida de estos seres sin rostro va hacia él. Horrorizado, corre hacia el cobijo de su tiendecita, pero el vulgo de humanoides trastabillosos le cazan y empiezan a sortearlo. Eso debería aterrarlo más, pero no tiene tiempo; en ese instante, nota un estruendo por detrás. No una explosión, sino algo sordo que ha tensando
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el ambiente hasta casi detener el tiempo y su propia fuga conjunta. Lentamente se da la vuelta reanudando la carrera marcha atrás, pero... —¡No...!
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Disponible en
o entiendo por qué sigo haciendo esto. Vale que me gusta caminar solo; vale que el Camino de Santiago es un buen lugar para perderse y meditar pero ¿por qué comienzo las etapas tan temprano? Todavía es noche cerrada y a pesar de que falta más de una hora para que empiece a clarear, hace rato que camino. Por la ciudad no me preocupa, pero estoy parado a la entrada de un bosque en el que la
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luz que estaba enviando la Luna hasta hace un momento no se atreve a entrar. Saco mi pequeña linterna y la enciendo. —Linterna pequeña —me aconsejaron mis amigos—. Si es muy grande pesará demasiado y la mochila tiene que ser ligera. Además, seguro que no la utilizas. ¡Por qué les haría caso! Con la linterna encendida apenas ilumino tres o cuatro metros mientras me adentro, balanceando el haz de luz de un lado a otro, intentando localizar la ansiada flecha amarilla que me indique que camino en la dirección adecuada. La veo pintada en una roca medio cubierta de musgo, parece que voy bien. Lo que fuera del bosque parecía una suave brisa provoca mil sonidos. Las ramas crujen en los árboles, las hojas secas bajo mis pies y las sombras bailan entorno a mí al son que marca la luz que me guía.
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De repente todo cambia: un silencio sepulcral me rodea hasta que, justo cuando mi linterna se apaga, una risa estridente retumba en el bosque helándome la sangre.
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enía que dejar de tomar chicles de fresa, ya que su reputación de rudo militar podía verse alterada si los soldados lo descu-. brían. Era el sabor de estos y sus salidas domingueras a dar una vuelta en bici, lo único que había conseguido que dejara de fumar. Fue en una de esas salidas, donde se encontró con el alférez Gómez y desde entonces decidie-
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ron salir juntos a pedalear todos los domingos. Aquel domingo introdujo su chicle en la boca y se reunió con el alférez, el sol estaba en todo su esplendor y las ganas de pedalear les animaban a la carrera. —He leído en la prensa que por esta zona está enterrado con sus tesoros un antiguo salteador de caminos, mi general. —¿Es que piensa ponerse a cavar a lo loco? —Por supuesto que no. ..—Aquí venimos a lo que venimos y déjese de aventuras a lo Indiana Jones. Al dar unas cuantas pedaleadas se encontraron con una extraña mujer vestida totalmente de negro con una guadaña en la mano que les impedía el paso, alegando que para continuar tendrían de pagar. —¿Y quién se supone que es usted? —pregunta el alférez —La tatataranieta del gran salteador de caminos de esta zona y estoy aquí para que se cumpla la voluntad de mi antepasado.
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—¿Y si no pagamos? —Aténganse ustedes a las consecuencias. —¿Qué hacemos mi general? —Pamplinas, Gómez, ¿qué vamos hacer? Seguir adelante.
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Ya estoy en casaaaa...» El redoble de un trueno en los cristales la sacó del sueño y rompió la pesadilla. «Lauraaaa, Cristinaaaa...» Despertó sobresaltada, presa del pánico y empapada en sudor. «Niñaaas...» Secó de un manotazo las lágrimas que corrían .
por su rostro y trató de serenarse. Si tan solo lograra extirpar aquella maldita voz de su mente... Respiró hondo. A su lado, las chiquillas se removieron inquietas. También ellas lloraban en sueños cada noche, pero pronto olvidarían, se consoló con un suspiro. Todo: el miedo, el monstruo, las heridas... «Solo ha sido un sueño, pequeñas −musitó la madre con dulzura−, un mal sueño». El espectral destello de un relámpago tiritó en la habitación y tiñó las sombras de ceniza. Se incorporó para arroparlas y entonces... Un espasmo de terror enmudeció de pánico su garganta. Quiso gritar y no pudo. Y lo que vio la dejó paralizada.
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ANA TRAVES
esde su redacción, los tratados espaciales expusieron la preocupación de los científicos por evitar la contaminación de los cuerpos planetarios que vayamos a explorar, pero cuando se descubrió que cualquier virus o patógeno multiplicaba su infección y voracidad en condiciones de espacio abierto, haciendo posible que un simple resfriado fuera
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mortal para un astronauta, esto se volvió más importante aún. Por ello, gran parte de la élite de nuestro país se dedicaba al estudio y manipulación de las bacterias terrestres, tales como gérmenes, virus o demás microorganismos, y a su comportamiento y agresividad en condiciones fuera del planeta. Por supuesto, de forma secreta para el mundo. En un despiste, había perdido el control del acoplamiento de la cabina que formaba el laboratorio con el transbordador principal, por lo que quedaría a la deriva y caería irremediablemente hacia la Tierra. Intenté por todos los medios retomar el control de la nave de casi siete toneladas, pero todo había sido en vano... Salir afuera, entrar y sellarlo completamente, en un último intento de contenerlo, era la única opción que quedaba. Una vez asegurado el cierre y me vi solo en aquella habitación, me dispuse a comunicarme por radio con mi superior pero, por desgracia, ni siquiera tuve tiempo de rozarla. La falta repentina de ingravidez hizo que sintiera de nuevo el peso de mis órganos. Mis propios pulmones y,
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sobre todo mi estómago, de repente parecieron estar hechos de piedra, rebotando desde mi propio interior. Estaba cayendo…
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a nueva becaria que había contratado la empresa para reestructurar el sistema informático, le tenía perturbado los cinco sentidos con sus encantos. No paró hasta conseguir una cita; que con suerte acabaría en una sesión de sexo descontrolado que era lo que él realmente perseguía. Ella era reticente al cortejo, pero terminó
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bajando la guardia ante tanta insistencia. Aún a pesar de manifestarle el inconveniente de que tenía novio, y recordarle de paso a él, su condición de casado. Sin embargo y una vez derribadas sus defensas, fue la propia muchacha la que le propuso algo inusual; le dedicaría un fin de semana completo en los que ambos estarían encerrados en una habitación de hotel que ella reservaría de antemano. Prepararía el entorno apropiado para que no olvidase nunca el encuentro. La semana previa, su objeto de deseo no apareció por el edificio, y cuando preguntó con aparente preocupación al jefe de personal por las causas de dicha ausencia, este le contestó que la muchacha, se había cogido unos días por asuntos propios. Empezó a preocuparse. Su enfado remitió en cuanto recibió un mensaje por medio de whatsapp con la dirección de un hotel de cinco estrellas, el número de habitación, y unos emoticonos de corazones que le hicieron presentir el paraíso.
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Al abrir la puerta le sorprendieron tres cosas: el desorden de la habitación, las botellas de champán vacías, y los dos cuerpos desnudos que yacían en la cama de los cuales, solo conocía uno.
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uyeron tras la última oleada de fratricidios. Ningún lugar era seguro. Los hermanos no podían dejar que sus corazones agriasen y las moscas del rencor les chupasen su sangre. Aquel lugar acristalado les protegería mientras sus sombras tuvieran la bondad de empatizar y ser generosas con la vida declamada allí. Un
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mantra de armonía se escuchaba en cada jornada, justo cuando el grillo y el colibrí iniciaban su danza al amanecer. Un día Caín, uno de los hermanos, se desgarró la mano con la hoja de una Nolina al pasar junto a ella. La planta, barrigona y despeinada, vivía en un rincón de aquel invernadero. Caín se enfadó tanto que comenzó a tirar de sus finas hojas, una tras otras; no siendo consciente que se cortaría aún más. Gritó de dolor. Aquel pequeño incidente hizo brotar en lava incandescente toda la rabia contenida. Su corazón combatiente, negro de odio, sacudía sus brazos con aspavientos, tirando todo lo que encontraba a su paso. Su sangre pintó de bermellón las plantas, animales, espacios y confines. Un eclipse tiberiano desvaneció el lugar. No quedó nada de la esperanza contenida allí. Aquellas criaturas agonizaban en un preludio desconocido. Lo que había sido un rincón de paz empezaba a flotar sobre un líquido viscoso. Algunas escaparon por las finas grietas conformadas en el vidrio. Otras destrozaron sus frágiles alas entre las guías de aluminio intentando salir.
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Caín sabía que solo había un culpable de todo lo que allí estaba pasando y tenía que morir.
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o podía dormir y había salido a caminar, era lo único que podía controlar la ansiedad de mi insomnio crónico. Los soportales de la Plaza Mayor devolvían el eco a mis pasos. No era prudente pasear de madrugada estas noches, recientemente había habido una fuga en el psiquiátrico. Un psicópata después de estrangular al director del centro, usando su ba-
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ta blanca, salió como si nada por la puerta principal. A medida que en mi cabeza repasaba este siniestro acontecimiento, sin darme cuenta aceleraba el paso. De repente, mi cadencia tuvo un redoble acompasado, y cuya reverberación me indicaba su proximidad. Se paralizaron mis pensamientos, un sudor frío empezó a bajarme por la frente y la nuca como un gélido aliento. Mentalmente me situé y tracé una imaginaria línea recta hasta el portal de mi casa. No había mucha distancia, pero también el eco de mi perseguidor entre las sombras, era cada vez más próximo y fuerte. Sin pensarlo eché a correr, en solo dos o tres minutos llegaría. Mi desquiciada mente me veía como un ratón a punto de ser atrapado por el gato. Con la llave en la mano, tembloroso por el miedo y el sobresfuerzo, tardé unos eternos segundos en poder abrir la puerta del portal. Corrí hasta el ascensor que, por suerte, estaba
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en la planta baja. Entré, empujando la puerta tras de mí, y apresurado apreté el botón de mi piso; tanto que no surtió efecto. De improviso la puerta, ante mis desorbitados ojos, se abrió.
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on lágrimas en los ojos, y todavía disfrazada, llegué al callejón con el corazón acelerado.
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Sucedió de repente, nunca había presenciado una masacre, había sangre por todos lados, y en medio del tormentoso espectáculo, estabas ahí parado. Tenías un disfraz azul y una careta roja, pero tu mirada es profunda y tus ojos inconfundibles, te reconocí al instante.
El rictus de tus labios me dio la sensación equivocada, pues creí que, como yo, estabas asustado. Me acerqué para abrazarte, y sentí un fuerte aguijón penetrar en mi hombro, te miré con asombro, con el cuchillo en lo alto, dispuesto a repetir la puñalada. Entonces eché a correr, tratando de comprender el por qué hiciste tal desastre. Me detuve en el callejón a coger aire, y cuando me disponía a seguir huyendo, apareciste de la nada. Al sentirme atrapada quedé paralizada, tu aliento me envolvió y caí desmayada. Desperté en el hospital con varias heridas más, al preguntar que me pasó, empecé a recordar... Antes de desmayarme alguien apareció de repente en el callejón, sentí dos veces más ese aguijón en mi espalda y cual bestia inhumana, ese alguien se acercó, imploraste perdón y vi cómo te devoraba, en ese mismo instante yo me desmayaba. La policía me interrogó. Dijeron que en el lugar no había pasado nada, que no había callejón en la cercanía, y que de seguro mentía.
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No bien escuché eso le vi entrar, un grito sobrecogedor salió de mi voz, y nuevas heridas empezaron a sangrar.
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os figuras femeninas se reflejan en el linóleo color violeta. Suben al ala oeste de la segunda planta. Activan el chip de bits gráficos en sus ojos para escanear códigos de barras. Una de ellas hackea las puertas de vidrio con protección de láser magenta. Allí se encuentran con un joven de cresta bermellón, piercings en
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la ceja y nariz tratando de penetrar la red de cifrado. La rubia da un salto hacia él, y lo golpea en la cara, pecho y abdominales. El ciberpunk resiste y contesta con una patada derecha abajo, ella pierde el balance y cae sobre el tórax del pelirrojo, es cuando aprovecha para dar un golpe directo a la carótida. En una sala contigua, Summit desliza ágilmente las palmas sobre la enorme pantalla táctil. En el sistema informático descubre una transacción de las billeteras Bitcoin a una dirección no autorizada, le parece extraño, el código solamente lo sabe K.OS. Penney. Obsesionada decide rastrear el destinatario anónimo. Blizzard ve una sombra moverse por su derecha, en paralelo, luego otra por la izquierda. Un disparo pasa silbando, muy cerca, de su oreja. Sus manos accionan el gatillo de su revólver y comienza a disparar. Por fin logra escabullirse y llega hasta el centro de datos de la Industria Cryptopia. Sigilosamente camina alrededor de la mega base de datos. Levanta la mirada y detrás de una
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línea de unidades; puede vislumbrar una bomba activada. —Summit. ¡Una bomba! ¡Tenemos nueve segundos para salir! —grita la voz a través del Bluetooth.
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l personaje salió del libro y miró a su alrededor. Estaba en un cuarto con una gran biblioteca y una ventana por donde . se filtraba una pequeña luz. El escritorio no miraba hacia la ventana. Al parecer el escritor se concentraba mirando hacia una pared blanca. El personaje recorrió cada centímetro del lugar y, cuando llegó a la caja dorada con cerradura,
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se detuvo. Miró a través de esta última y, al ver el contenido, se le ocurrió una idea. Como no tenía nada que hacer hasta que el escritor volviera y empuñara la pluma, el personaje pensó en divertirse un poco. Ya estaba un poco cansado de perseguir pistas para descubrir ladrones y asesinos. Sí, el personaje era un detective, y de los buenos. Así que decidió probar la astucia del escritor haciendo algunos desarreglos en su morada. Lo primero que hizo fue cambiar el orden de los libros. Luego tomó una tiza y dibujó una cara sobre la pared blanca, abrió la caja dorada, sacó el contenido y lo metió en el bolsillo. Finalmente, el personaje se volvió a introducir en el libro y desapareció. El escritor regresó de su paseo. No notó nada más que el dibujo sobre la pared. Pero, al instante, un frío recorrió su espalda y corrió a buscar su caja. La abrió y comprobó lo que más temía: faltaba el objeto de su inspiración. ¿Cómo
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haría ahora para seguir escribiendo? Solo había alguien que podría ayudarlo, aunque fuera solo un personaje.
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regson acudió al cementerio como lo hacía cada mañana desde hace más de treinta años. El oficio lo había heredado de su padre y le gustaba. Decía que, más que un trabajo, era una afición. En casa se sentía solo. Una soledad distinta a la del cementerio. Aquí hablaba con los muertos y se consideraba correspondido. En una ciudad pequeña no había muchos enterramientos, pero atendía las solicitudes de
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los visitantes, arreglaba los parterres y cuidaba las sepulturas. Todas menos el panteón de los Montfort, el más suntuoso con diferencia, perteneciente a una de las familias más influyentes, Las paredes exteriores estaban llenas de estatuas de mármol negro con tallas de personas cuyos rasgos se hacían reconocibles entre la nobleza; la más destacada la de Enrique VIII a la que tenía especial inquina. Gregson había llegado a odiarla. Cada vez que pasaba cerca, escupía. Dominando todo, una nefanda copia de la Victoria Alada de Samotracia. Decía que le daba mal fario y que estar ahí cerca era sentir el abrazo de la muerte. Ese día, Gregson se dio cuenta de que una de las estatuas del panteón había desaparecido. Sabía muy bien de cual se trataba. Se quedó clavado delante del hueco con la boca a punto de soltar lo de todos los días.
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No le vio venir. Se abalanzó sobre él derribándolo. Antes de que pudiera reaccionar, vio cómo un tipo barbudo blandía una espada sobre su cabeza.
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i visión es borrosa y solo puedo oír zumbidos ensordecedores. Debe ser fruto de la conmoción. También siento un terrible dolor al respirar, que se agudiza al moverme. Debo tener algunas costillas rotas. Las piernas no me responden. No puedo incorporarme. Recuerdo haber saltado por los aires. Debí pisar una mina. Pero al menos estoy vivo.
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Me parece oír un ruido de motores. Serán los camiones, que avanzan hacia las líneas enemigas. Llueve. Me siento muy débil. No quiero ser uno más de los cuerpos sin vida que recogen los camilleros después de la batalla. Todo está en calma, pero nadie viene a auxiliarme. Cuando me encuentren quizá ya sea demasiado tarde. No sé cuántas horas han transcurrido. Está oscureciendo y la temperatura está bajando mucho. Podría morir de frío. Dicen que es una muerte muy dulce, pero sería una putada morir ahora, que la guerra está a punto de terminar. Sigo sin ver bien, pero los acúfenos han desaparecido. Continúo sin poder moverme. Estoy a expensas del enemigo. Y de las alimañas. Oigo explosiones. Suenan cada vez más cercanas. La línea de fuego se está acercando. Significa que retrocedemos. Espero que den conmigo. Oigo pasos. Quiero pedir auxilio, pero no sé si son amigos. Se acercan. Oigo su respiración
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entrecortada. Se detienen junto a mí. Alzo la cabeza todo lo que puedo para poder verlos, pero solo distingo unas siluetas en la oscuridad. Son soldados. Uno de ellos se agacha y me observa. No puedo identificar el uniforme.
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Disponible en
ENTRE LA VIDA Y
a madre de Juan fue una joven que, abandonada a su suerte por su acomodada familia por haberlo concebido fuera del matrimonio, dedicó su vida al único objetivo de que a su hijo no le faltase de nada. Cuando se hizo mayor y dejó de serle necesaria, la ingresó en una residencia y no volvió a verla hasta el día de su entierro.
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El único calor familiar que recibió la anciana en los últimos años de su vida fue el de Pilar, la mujer de Juan, que iba a verla todos los días. Diríase que la hija era ella, además de una inmejorable y comprensiva esposa capaz de perdonar a su marido todas sus infidelidades y desprecios. Cuando se encontró entre la vida y la muerte, una conciencia desconocida hasta entonces le impidió dar el visto bueno al repaso de su vida que pasó por su mente en unos instantes. Al darse cuenta de que había entrado al túnel del que tantas veces había oído hablar, se hizo el firme propósito de luchar contra ese estado de placidez que estaba invitándole a traspasar serenamente la luz que había al fondo. Aunque por su difunta madre ya era demasiado tarde para rectificar, necesitaba regresar a la vida para tratar de compensar a su mujer por lo mucho
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que le debía. Fue en ese momento cuando vislumbró, agitándose en medio de la luminosidad, los brazos de quien le había traído al mundo. Estaba ofreciéndole su abrazo de bienvenida.
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e pido que haga todo lo posible por mantener con vida a mi marido un poco más. Estaré allí en treinta minutos. Gracias. Cuelgo el teléfono. Elijo seda negra para enfundar mis piernas en un elegante luto. Mientras la tela va cubriendo mi piel, cientos de recuerdos inoportunos contaminan la tensa calma de la atmósfera. Trago saliva como si clavos afila-
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dos hicieran equilibrio en mi voz. Ahora no, le digo al rostro lívido que me mira desde el espejo, y pinto en su boca algo parecido a la determinación. Cojo las llaves del coche y enmascaro la rigidez de mi cuerpo con un abrigo que no me protege del dolor, pero lo disfraza con éxito. La lluvia moja el mes de noviembre con un aliento húmedo que perfora los huesos, y proyecta en la luz de las farolas imágenes fantasmagóricas durante todo el trayecto hasta el hospital. El ruido de los neumáticos en la carretera se magnifica en la soledad de la madrugada. Tengo la sensación de formar parte de una mala película. El edificio me recibe con la frialdad propia de un lugar que tiene miles de pronósticos atrapados en sus esterilizadas paredes. Hago de tripas corazón y me dejo atrapar por el silencio del ascensor que me lleva hasta la octava planta.
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Enfilo el pasillo hacia la habitación 8022. Allí, apostado en la puerta, un policía de gesto inexpresivo se pone de pie en cuanto me ve llegar.
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a lluvia y cada una de sus gotas golpeaban mi rostro, por el cual caían hasta llegar a la naturaleza putrefacta que subyacía bajo mis pies. Odiaba ese lugar. El sonido impetuoso de las olas chocando contra el acantilado, el intenso olor a sal que se impregnaba en las fosas nasales, la belleza apagada de las flores mar-
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chitadas por el frío, las monótonas casas de tonalidades grisáceas, el silencio ensordecedor de las calles sin vida... El sol apenas salía y los días eran siempre oscuros, tristes e incluso tétricos. ¿Por qué alguien querría vivir en esa eterna pesadumbre? Pero eso no era lo único que me hacía aborrecer ese pueblo de miseria. Cuando era apenas una adolescente, escapé de allí antes de que fuera tarde y pude vivir en paz durante muchos años. Pero la tranquilidad se terminó para no volver nunca al recibir una carta de mi padre. Benjamín, mi hermano gemelo, había muerto y debía volver a casa para su entierro. Yo se lo advertí, pero no quiso irse conmigo y ahora su cuerpo sin vida sería engullido por la tierra hasta quedar solo huesos. Desde que llegó ese maldito papel entre mis manos, solo cabía culpa en mi corazón. Lamentaba no haberle insistido más y ahora lo que caía por mi rostro no era la lluvia, sino mis lágrimas. ¿Cuántas vidas más deberán ser sacrificadas para restaurar nuestro pecado? La tierra estaba
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maldita y las agujas del reloj parecían avisarme de mi destino. Tic-tac-tic-tac. ¿Sería yo la siguiente?
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a pasado mucho tiempo, casi dos minutos, desde que golpearon la puerta. El timbre no funciona. No recuerdo cuando cortaron la luz. He apagado la botella de camping gas. Ha dejado de borbotar el guiso para la cena. Es probable que sea la última. Soy incapaz de contener las arcadas. El olor a queso rancio del pescado
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sin fecha no me da tregua. Es intenso y pasa la barrera de la mascarilla inútil en mi soledad. Son mis ojos los que oyen mientras trato de entender lo que pasa fuera. —Hemos arrestado a su hija. Por favor, abra la puerta y no haga más tonterías. Debe de ser un sueño de esos reales y de un momento a otro debo despertar. Siento un reguero de sudor frío entre las nalgas y eso me inquieta. Quiero y no puedo hablar. Tengo que decirles que eso que dicen no es posible. Mi única hija tiene tres años y está a cien kilómetros de aquí, durmiendo en casa de su madre o así debería de ser. No me salen las palabras por mucho que lo intento. Solo un gorgoteo encharcado por lágrimas pegajosas que empapan la mascarilla. —Si no abre, nos veremos obligados a forzar la puerta. No se resista. A la de cinco entramos, uno…dos… Abro antes de que acaben. Adivino más que veo.
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Su figura minúscula al lado de tres seres idénticos. Volúmenes de sombra recortados sobre el escaso fondo luminoso de la luz del rellano. Se mueven rápido. —¡Quieto!
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s e n o i c a t s e
NOCHE DE
f i n Ma
fuera imperaba una quietud abrumadora, y dentro de aquel mausoleo pétreo, abandonado por los diques del tiempo y y alguna memoria, nos entregamos a un silencio casi espectral. Rosa custodiaba las palabras no dichas en esos momentos. Ocupada en los preparativos para
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una óptima psicofonía. El lugar favorable en donde los sonidos, quedasen registrados en la grabadora de audio. Ella actuaría de canal entre los dos mundos. Mis pensamientos pretendían mudar del lugar, pero aferré a los que me habían llevado hasta allí. Desentrañar aquellas presencias que, cuando niño, muchas noches despertaron susurrando al oído vocablos incomprensibles, a veces, sentía miedo, paz, emociones que escapaban a mi corto entendimiento. Figuras de humo danzando por la habitación, esfumándose por cualquier recoveco. Nunca marcharon del todo, aún seguían jugando conmigo a las adivinanzas, retando a comprender. Miré de reojo a mi amigo, compañero de andanzas e ilusiones que nos hacían sentir libres. Accedió a participar en el experimento por amistad, y su incredulidad a todo que no fuese físico. Tal vez por eso, su semblante parecía sereno como las piedras del recinto. Rosa, grabó una invitación de diálogo para quienes desearan comunicarnos algo, probablemente moradores del cementerio, adherido su osamenta a la desvencijada casa que, esa noche, velaría por el excitado sueño de tres jóvenes
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que madrugaron. La cinta estaba grabada entera. Escuchar las voces, y sonidos de las energías psíquicas que visitaron, nos paralizó hasta la respiración. Nuestro inminente destino peligraba. El tiempo se consumía. Convenía marchar enseguida. Obligados a enmendar el descaro.
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tro viernes en Auris, otra noche en la que Nicolás estaba en la cabina, a cargo de uno de los sectores temáticos del club. Eran apenas las dos de la mañana y el lugar ya estaba bastante lleno. El dj echó un vistazo a la gente dispersa en la pista. No se explicaba cómo podía haber alguien a quien todavía le interesase ir a
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a una cueva espantosa como aquella. Por un instante, se distrajo con la vista de una muchacha de blanco, brillante entre la multitud a causa del contraste de las luces negras. «Es un efecto, es un efecto», se dijo a sí mismo, mientras la canción que pasaba estaba cerca del final y comenzaba a bajar su volumen. La cantidad de manchas humanoides —luminosas, de ojos blancos— que surgieron en el lugar hicieron a Nicolás girarse a su tablero para insertar otro tema y subir el volumen lo más posible. Como una ola invisible, el potente sonido barrió con todas las presencias extrañas que solo él podía ver. La chica del vestido blanco siguió en su lugar, bailando sola. El dj suspiró aliviado. Una de las camareras le trajo una botella de soda helada y un vaso y antes de marcharse lo felicitó por la mezcla de sonidos de esa noche. Él asintió, avergonzado. «Lo único que hago es ruido. Lo único que quiero es espantarlos a ellos», pensó, resignado, mientras bebía.
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Entonces volvió la mirada hacia la pista. Todos bailaban con el volumen al máximo. Incluyendo a la muchacha de vestido brillante, que ahora también lo observaba con esos ojos blancos.
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, r o v a f r o p , a t i r o ñ e S ¿PODRÍA AYUDARME?
odavía sentía un escalofrío de placer por la espalda cuando recordaba a la primera chica. Él tenía entonces veinte años y aquello dejó en mantillas a sus experiencias con gatos y otros pequeños animales. No, no era sexo lo que buscaba, al menos no por los cauces habituales. Aunque era algo muy similar lo que sentía cuando la cuchilla seccionaba la carótida
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y la sangre salía como un surtidor empapándole las manos, la cara y todo lo que alcanzara a salpicar. Eso y ver al mismo tiempo la cara de terror y los ojos perdiendo brillo y vida hasta quedar como dos canicas inertes. Eso y la tarea de deshacerse del cadáver; el excitante reto de conseguir que nadie, nunca, lo pudiera encontrar. Tan solo una vez le falló la previsión. Claro, nadie puede contar con unas lluvias tan torrenciales, con un desprendimiento de tierras que lanzó sobre la carretera toneladas de barro… y el cadáver de una chica, la novena cree que fue, lo tiene que mirar en la libreta cuando llegue a casa una vez terminada la faena. La frustración se vio en parte compensada por los cinco muertos que se cobró el argayo. Hace ya dos meses de la anterior y la necesidad empieza a acuciar. Lo que no sabe es que la próxima será también la última. Ahí viene. Es justo su tipo.
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Se acerca a ella cojeando, con cara de agobio y de buena persona. «Señorita, por favor, ¿podría ayudarme?»
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esde hacía varios otoños, un pobre y desdichado vagabundo se lamentaba, como cada día, sentado en un oscuro rincón del callejón. Con cada hoja que el viento traía, recordaba un momento de su vida anterior: estar recostado en el cómodo sillón de la que fue su glamurosa vivienda, ver crecer los ceros en su
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cuenta corriente… No obstante, jamás pudo pagar aquella deuda de juego que le hizo tocar fondo. Perdió su mirada en las hojas que pasaban, hasta que se percató de que una de ellas tenía un movimiento inusual. Se deslizó suavemente por el suelo, hasta llegar a sus pies y después de observarla durante unos instantes, esta se hizo mayor, hasta transformarse en un ser de aspecto abominable. —He oído tu lamento —le dijo al vagabundo, con su gutural voz. Cuando este salió del espanto, le contestó: —Lo he perdido todo... Daría lo que fuera por recuperar mi vida de antes. —¿Lo que fuera? —Cualquier cosa. —Acepto —sentenció la criatura. El vagabundo durmió y, al día siguiente, no despertó en el callejón. Estaba en su antigua vivienda. Recuperó todo lo que había perdido. Todo. ¡Absolutamente todo! Una noche, se encontraba en su amplia terraza, vislumbrado las hermosas vistas de la ciudad, respirando profundamente el aire de antaño, para él, cargado de felicidad.
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Una hoja otoñal, traída por el viento, se posó en la barandilla, junto a su mano, y a sus oídos llegó una áspera voz que pronunciaba: —He venido a cobrar la deuda. Permíteme que elija.
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ra el mejor trabajo del mundo. Tenía sus desventajas, por supuesto, como la vez que pasó toda la noche tirado en el suelo, el termómetro rozando los cero grados, o aquellas ocasiones, las más, en las que su pequeño dueño lo abrazaba con desmesurada fuerza pero… ¿Qué era eso para un perro de peluche
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comparado con el honor de proteger su sueño de pesadillas y monstruos legendarios? Tanta felicidad duró diez años. ¿O fueron once? Pluto ya no lo recuerda. Sólo en dos ocasiones vio peligrar su privilegiada posición. La primera con Azuquita, una perra viejita adoptada que apenas molestaba con sus quedos ladridos, y la segunda con 1-0-3, mamá primeriza de una camada de perritos, de atractivo color arcoíris y acusado instinto protector. Afortunadamente, las dos eran seres imaginarios, imposibles de abrazar, y Pluto pudo ver desde la cabecera de la cama cómo su dueño se hacía un hombrecito, hasta olvidar todos sus juegos y miedos infantiles. Así debía ser. Desde la estantería donde fue desterrado una vez innecesaria su celosa vigilia, Pluto contempla el discurrir de los días con resignación, semejantes a motas de polvo que cruzaran lentamente los rayos del sol vespertino. Hoy podría ser su último día y aun así no cambiaría nada de lo vivido... ¡Chitón! Llega su dueño. Habla por teléfono de una recolecta benéfica mientras
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echa en una bolsa cuanto libro, puzle y muñeco ha conservado por pura nostalgia para después, terminada la llamada, posar una mirada indecisa en su viejo protector.
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menudo rememoro el tiempo en que vivían en el despacho de papá, rodeados de todas aquellas figurillas antiguas con tan peculiar perfil. Charlaban con pasión mientras planeaban una nueva aventura, con viajes hacia tal o cual yacimiento arqueológico; aunque les servía cualquiera, ambos tenían su pre-
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ferencia definida. Recuerdo ese brillo en sus ojos, esa sonrisa imposible de disimular en contraposición a la resignación de mamá, con la humedad perenne en su triste mirada. Entonces yo era un niño y no interrelacionaba todo aquello; sólo aspiraba a, de mayor, ser como él, como mi padre. Y aquí estoy ahora, rumiando mi fracaso; tarde o temprano me iban a pillar. Oigo pasos, vienen... ―Si decides colaborar, en deferencia a tu progenitor te ofreceremos un trato favorable, ¿de acuerdo? ―El inspector enseña sus cartas. ―¡Qué alegría verle! ―suelto, esperanzado―, estoy seguro de que me entenderá, porque sabe de qué va esto. Ustedes dos sentían lo mismo y yo lo heredé de él, ¿qué hay de malo en ello? ―No te confundas, hijo, lo mío fue una pasión pasajera; lo de tu padre, una obsesión enfermiza. Y veo que tú has seguido sus pasos, al menos los errados ―añade reprobándome con la mirada―. ¿No te das cuenta de la gravedad de tus actos? ―¡Tiene que ayudarme, debe ayudarme, por él! Antes de morir, con su último aliento ―suspiro con dramatismo―, me confió dónde habían loca-
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lizado la momia y me suplicó, entre estertores, que me apropiara de ella en su memoria. ―Continúa, Ra…
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quella mañana sentí sus pasos. Estaba fuera de mi hogar, por lo menos así lo creía, me sentía protegida hasta ese fatal día. Sabía que después de aquel encuentro mi vida corría peligro, aunque percibí que también ella me tenía miedo, yo a ella más.
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Aquella criatura, contaba con armas más poderosas y un ejército a su favor. Sin embargo, soy muy ágil y ya llevo dos días logrando escapar de su artero y ferviente ganas de exterminarme. Les confieso que tengo mucho miedo, me he ocultado por mucho tiempo, pero temo porque que al ser descubierto mi escondite y sé que sospechan que estoy oculta en este frío lugar. Ellos no lo saben, estoy más cerca de lo que creen. Es muy difícil vivir bajo la presión de ser descubierto, en ocasiones me siento muy aturdida, reclamo al Dios de las criaturas, porque nos hizo con tan feo aspecto y me pregunto ¿por qué todos nos temen? Ante ese enigma de la naturaleza yo misma me respondo y sé que ese aspecto es el que causa mucho terror a esas criaturas de 2 patas. Me pongo en su lugar y no puedo imaginarme que yo con seis más, sea eso lo que les provoque esos gritos espeluznantes que me erizan mis fibras. He actuado por instinto, solo he aprendido a sobrevivir, una lucha constante por existir. Formo parte de la ecosociedad, pero, esos gases.
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Esperen, otra vez sus 2 patas. Vienen hacia mí… esta vez, no es ella…
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¡ÚLTIMA EDICIÓN DE LA TEMPORADA!
JUNIO 2021
XXVII EDICIÓN
ROALD DAHL
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