¿ ESCRIBES RELATOS ?
¿LEES?
¿ JUEGAS ?
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¿Es la visión el más poderoso de nuestros cinco sentidos? Creo que si hiciéramos esta pregunta a cualquiera inmediatamente nos diría que sí; que, en esta época digital, las imágenes lo son todo y que la vida sin ese sentido sería terrible. Pero los ojos también son los órganos más fáciles de engañar con la falsedad de la apariencia. Podemos fingir una sonrisa, pero jamás una caricia; podemos olvidar una cara, pero nunca un perfume; un chef nos puede deslumbrar con la presentación de su plato, pero jamás olvidaremos el sabor de la comida de nuestra madre; no hace falta seguir, ¿verdad? En Narrativa se nos dice que debemos mostrar, no explicar; que nuestro estilo debe ser visual para que el lector vea la historia como si fuera una película. Pero ello no quiere decir que solo nos centremos en la vista olvidándonos del resto de sentidos. Te invitamos a una fiesta sensorial en la que 39 microrrelatos narrados por una persona ciega te demostrarán que no hace falta la vista para contar una buena historia.
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PER C IB IR , S EN TIR . . .
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EL O F IC IO M Á S BEL L O
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L U Z Y G U ÍA
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L A L U Z D E M IS O JO S
por El Baile de Norte por Beri Dugo por Francisco Moroz por Isabel Caballero
O N D ES C EN D EN C IA 22 Cpor Marta Navarro PA TO S 25 ZA por RR Misterio A M O R ES C IEG O 27 EL por Berta Font R A D O JA S D E 30 PA por Isan Bairu
L A V ID A
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L U Z O TIN IEB L A S
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EL IS A
por Mirna Gennaro por Carmen Ferro
D IEN D O EL S EN TID O 40 PER por Patxi Hinojosa
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A L O TR O L A D O D EL ES PEJO
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¿Y S I N O ES C O M O S E V E?
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S IEM PR E ES TA R Á S C O N M IG O
por Emerencia Alabarce por Alfredo Luqueño por Mª Pilar Moreno
EN L A PEN U M BR A
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PA S O S EN L A N O C HE
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¿S O L O C IN C O ?
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U N M U N D O F EL IZ
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POR CULPA DE UN SUEÑO CUMPLIDO
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por Irene F. Garza por Puri Otero
por Juana Medina por Estrella Amaranto por Macondo
O S C U R ID A D
por Josep Mª Panadés
EN TR E TIN IEBL A S Y A G U A D E A ZA HA R por Bruno Aguilar
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D IC K Y & R IC KY A G EN TES S EC R ETO S
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A S TR O N A U TA
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L A B IO S R O TO S
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por JM Vanjav
por Pepe de la Torre por Ana Piera
M U D A Y C IEG A
por Matilde Bello
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PO N G A M O S Q U E HA BL O D E M A D R ID
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L A C A N C IÓ N D E HIEL O
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D ER EC HO A V IV IR Y A M O R IR EN EL . . .
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por Carles Leo
por Cyn Romero
por Paola Panzieri
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PÁ G IN A 432
por Mila Gómez
L A S F O TO G R A F ÍA S Q U E S U EÑ O V ER por Tony Flint
L U N ES D E R IS A
102 por I. Harolina Payano 105 108 111 114
MI MUNDO
por Marina Collado
A B IS A L
por Beba Pihen
EL ES C R ITO R
por Rosa Berros
Q U IEN A PA G Ó L A L U Z por Mik Way T.
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S IN G U ÍA
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EL A D IES TR A D O R D E PER R O S
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¡Ú L TIM O D ES EO !
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U N A N U EV A ES TA N C IA
por Paloma Celada por Javier Rodríguez-Morán por Raquel Peña
por Mª Carmen Píriz
Atribución de autoría: Todos los relatos incluidos son propiedad de sus respectivos autores. Diseño portada y portadilla pág. 7: Estrella Amaranto Diseño y maquetación interior: David Rubio Contacto: eltinterodeoro@hotmail.com
AVISO
Todos los micros están narrados por un personaje ciego.
ealmente no tengo muy claro cómo empezó todo aquello. No recuerdo si fue producto de mi imaginación o si el destino jugó conmigo. En cada encuentro, Olga llenaba con su presencia la diminuta estancia. El dulce aroma a rosas frescas que desprendía lo impregnaba todo y su hermosa y aterciopelada voz, con esa
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ensoñadora entonación que me cautivaba, conformaban una deliciosa simbiosis que me enloquecía y con la que fantaseaba a diario, esperando impaciente la próxima cita. Percibía sus movimientos armónicos y sutiles, como si se tratase de una delicada pluma movida por la brisa. Y nada más recostarse, cada vez que mis dedos se deslizaban por sus largas piernas un cúmulo de sensaciones inconfesables recorría todo mi cuerpo. Para mí la piel no guardaba ningún misterio… Es, sin duda, un instrumento de alta precisión emocional, y tocarla, rozarla, acariciarla, con la yema de los dedos es un acto de amor… ―¡Pedro!,… ¡Pedro! ―La voz de Olga me sacó repentinamente del profundo estado de ensoñación en el que se encontraba―. ¿Cómo me encuentras?, he realizado todos los ejercicios que me ordenaste. ¿Estaré lista para la representación? ―Descuida, Olga, parece que tu lesión de esguince ha mejorado. Mañana podrás comenzar los ensayos con el resto de la compañía. Recuerda calentar antes de empezar. ―Eres un cielo. No sé qué haría sin ti. No sé si te apetecería ir a alguna representación...
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―Gracias, Olga. Que sea ciego no quiere decir que no disfrute con un espectáculo de danza clásica. Claro que iré.
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omo cada mañana desde hace cuatro años, salgo del cuchitril donde duermo y gateo por las carcomidas escaleras que conducen a la planta superior del Instituto, en donde se halla nuestra imprenta. Me guio en parte por el tacto y en parte por los diferentes olores que emanan de cada rincón que encuentro a mi paso. El hedor que surge de los lavabos anuncia
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que he llegado a la sala de impresión. Pero una vez aposentado en mi butaca de trabajo, se borra de mi mente toda sensación desagradable, difuminándose cualquier clase de preocupación. Lo primero que suelo hacer es repasar la labor realizada la jornada anterior, para así asegurarme de que he sido capaz de encerrar el pensamiento en el menor número posible de palabras. Es una ardua tarea, ciertamente, pero hay que aligerar la carga de quienes vayan a leernos usando sus dedos en lugar de los ojos. Nuestra empresa es maravillosa: mostrar la belleza del arte y del conocimiento a las personas invidentes. Para mí es una experiencia inigualable. Así pues, cuando las yemas de mis dedos resbalan sobre la miríada de puntos grabados sobre el papel, siento que mi ceguera desaparece, sumergiéndose mi mente en un torrente inagotable de sensaciones y de posibilidades. Una nueva realidad aparece ante mí, llevándose lejos mis miedos.
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Con una sonrisa desde mi inexpresivo rostro así lo describen muchos de quienes me conocen-, agarro con firmeza mi punzón de talabartero y firmo por fin el libro recién terminado: Louis Braille.
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Y GUÍA
ucho tiempo sin estar tan nervioso. Hace solo unas horas que me citaron mediante un escueto mensaje de voz; proporcionandome la dirección a la que he llegado. Atravesé ruidosas calles y un parque donde los niños corrían en sus alocados juegos. Pasé junto a un banco donde presentí a un anciano echando de comer a las palomas. Todavía me parece oír el
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zurear de las aves y el agitar precipitado de sus alas, mientras las suelas de mis zapatos hacían crujir las migas de pan duro. Os juro que sentí a mi espalda una mirada de censura por haber espantado a sus comensales. Llamo y nadie contesta, empiezo a preocuparme pensando en una posible equivocación, cuando un sonido electrónico y un chasquido metálico interrumpen mis pensamientos negativos. Empujo una puerta maciza que da paso a un soportal silencioso; tengo la sensación de haber penetrado en una especie de templo sagrado. Intuyo la claridad de una luz fluorescente que pretende iluminar la oscuridad que siempre me acompaña. Tanteo las paredes con mi bastón, para ubicar las escaleras y cuando lo consigo las subo con prudencia. Desconfío de los ascensores claustrofóbicos. Quiero convencerme de que esta vez será la definitiva tras repetidos intentos infructuosos. O puede que, a pesar de todo, mi deseo sea inalcanzable.
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Antes de llegar al descansillo reconozco el perfume de la persona que me agarra suavemente del antebrazo y me introduce en la estancia. Barrunto su sonrisa cuando dice: ¡Por fin, Ramón! te han adjudicado un perro lazarillo.
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menudo recuerdo la pandilla de gamberros que formábamos cuando éramos estudiantes. Solía ser el blanco de las bromas que aceptaba estoicamente, en parte, porque Laura era mi escudo contra los dragones y, sin embargo, me daba todo el aire que necesitaba para sentirme completo.
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La más sonada fue aquella vez en que me dijeron que estábamos en una playa nudista, y aunque sabía que era una trola, me quité el bañador. Puedo ser menguado de vista, pero no de miembro, así que por un instante fui la envidia de todos. De la multa me salvé porque de un pobre ciego hasta el municipal se apiada. O aquella otra en la que no me libré de una hostia. Era la época independentista donde los grupos radicales rajábamos contra el colonialismo peninsular y odiando todo lo extranjero que invadía la isla. Yo no sabía que estaba insultando a un americano de casi dos metros con mi melodiosa voz, dicen que todos los ciegos entonamos bien, lo cual es otra puta mentira; cuando le solté al gigante rubio la consigna de Yankee go home mirándole fijamente a sus ojos, sin verlo, me partió la nariz tan rápidamente que mis colegas no pudieron parar el golpe. Mi novia jamás dijo un te lo dije. Laura era la normalidad, hacía que todo pareciera fácil, no permitía que nadie me tratara como si fuera un inútil, alentaba mi independencia.
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Fuimos dichosos hasta el final. Su final. Ahora, sin ella, soy un hombre ciego y cojo.
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uerido diario, Hoy hemos aprendido una palabra nueva en clase de lengua. «Condescendencia». ¡Qué rara!, ¿verdad? Dice la seño que, a veces, una misma palabra sirve para expresar dos cosas distintas y ha elegido esta como ejemplo. Condescendencia, nos ha explicado, es el término que define la voluntad de una persona para com-
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prender y adaptarse a los sentimientos de otra, pero también puede significar una actitud de superioridad hacia esa otra persona, una especie de amabilidad forzada o de humillación sutil (sutil es otra palabra que aprendimos hace poco y me gusta tanto como suena que ya está en mi lista de favoritas). Ella dice que, a lo mejor, es algo complicado de entender porque depende de cómo se interpreten las cosas, pero a mí no me ha costado nada, la verdad. Me he callado para no parecer presumida, pero lo he pillado a la primera. Condescendencia es esa sensación pegajosa que flota en el aire cuando alguien endulza la voz al hablarme o me pone gesto de pena (no lo veo, pero lo adivino ense-guida; tengo mucha práctica con eso). Es tam-bién la sorpresa y la risita nerviosa que sueltan algunos mayores cuando les digo que voy a ser astronauta. «¡Una niña ciega astronauta!», seguro que piensan. ¡Qué tontos! No saben lo lista que soy y cómo me gustan las matemáticas. Papá dice
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siempre que no hay meta inalcanzable, es muuuy pesado con esto. Y aún no sé cómo, pero sé que seré astronauta. La mejor de la galaxia.
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scribo esto a través del dictador del móvil, ya que no puedo ver. Aún recuerdo la primera vez que me visitó. Yo era un niño y estaba en plena noche intentando dormir. Escuché unos zapatos, algo o alguien se acercó a mí, pero no pude gritar. Colocó en mi mano el primer libro para ciegos que aún conservo. Le puse de nombre: Zapatos, porque es lo que escucho cuando me visita.
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Zapatos me consiguió mi primer ajedrez para invidentes. Tuve que mentir a mi madre. A veces pienso que es como un amigo imaginario para ciegos y me río. Me ayudó con mi primera novia. Esa noche me entregó un perfume que olía de maravilla. Gracias a él, estoy casado. Cómo olvidar la noche en la que me entregó el anillo de oro para pedirle matrimonio. Reconozco que hace un tiempo las cosas no nos van bien. Mejoró un poco la noche que me dio unos billetes y dinero. Resultaron ser para que el amor resurgiera y así fue, aunque no por mucho tiempo. Llevo una semana muy dolido. Dejo esto en un mensaje dictado para que todo el mundo sepa la verdad. Esta noche, Zapatos me ha entregado un cuchillo afilado y sé perfectamente como lo voy a usar.
EL RINCÓN DEL
MISTERIO 26
i querida, Marlene, Cuando apareciste, llenaste un vacío que ni siquiera yo mismo sabía que existía. Contigo aprendí lo que significaba amar y, de tu mano, supe lo que era ser amado incondicionalmente. Fuiste siempre el sol que abrazaba en los fríos días de invierno o la luz que guiaba mi camino en el desierto más oscuro.
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Ambos creímos inocentemente que nuestro amor sería eterno y que el fuego que calentaba la pasión de nuestros cuerpos nunca se extinguiría. Pero todo cambió cuando, el uno de agosto de 1976, quedé atrapado entre las llamas del infierno y perdí toda posibilidad, incluso esperanza, de seguir persiguiendo el sueño que más anhelaba. Desde ese momento, los días fueron grises y, cada segundo que pasaba en ese miserable estado, el dolor y la ira que impregnaban mi alma se extendían más allá de lo inimaginable, hasta el punto de sentirme incapaz de permanecer a tu lado sin que tú también cayeras conmigo. Me convertí en cobarde y hui, aterrado por la perturbadora idea de que llegaría un día en el que perdería el control y que acabaría haciéndote un daño irreparable, como así hizo mi padre conmigo. Aún el paso de los años, a veces me encuentro cavilando entre fantasías sobre lo que sería de nuestras vidas si nunca me hubiera marchado de tu lado y me pregunto, prácticamente a diario, si
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nuestros destinos volverán alguna vez a juntarse de nuevo. Más allá de todo, gracias por tantos momentos hermosos. Te querré siempre, Niki.
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DE LA VIDA
levo ya un tiempo reposando. No sabría decir con exactitud cuánto. Estoy tranquilo. Quizás más tranquilo de lo que debería, lo cual me intranquiliza, aunque suene a paradoja. También fue una paradoja que no viera la zanja que abrieron en la acera donde pasaba habitualmente, la que mi bastón no detectó, y donde terminé destrozado. Ahora estoy hecho
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polvo, inmóvil. He disfrutado con Sofía y con los hijos, Nora e Iker, he reído con ellos y he llorado por ellos. He celebrado sus triunfos y les he ayudado en los fracasos, he recibido de ellos amor y felicidad, pero más habría gozado si hubiera podido verlos, si hubiera compartido la complicidad de su mirada. Nunca he sabido cómo tenían esos ojos preciosos como me los describía Sofía: «son como los tuyos, del mismo color». Más vale que matizaba. Gracias por tanto placer. Ayer me trajeron mi mujer y mis hijos unas flores, pero no puedo verlas. Esta ha sido la misma pena de siempre. Ahora ni siquiera puedo olerlas, ni tocarlas. La tierra que se interpone entre ellas y yo me lo impide.
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No sé cómo será el discurrir de mi existencia a partir de ahora; me han dicho que dentro de poco tiempo iré tomando conciencia de mi nueva esencia y sustancia. Tengo toda una vida por delante. Lo que más ilusión me hace ahora es que, llegado ese momento que anuncian, por fin podré ver a Sofía, Iker y Nora, aunque ellos ya no me verán a mí.
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s a l b e i tin abía terminado de leer la memorable novela de Sábato: Informe sobre ciegos, en la reciente versión en braile. Me había quedado una sensación perturbadora, como si por el simple hecho de ser ciego y por la ocurrente imaginación del autor, mi naturaleza hubiera trocado a algo siniestro y lascivo y, de pronto, mi yo estuviera signado por la fatalidad.
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Me habían prevenido: No debes leer ese libro. Pero no pude evitarlo. Lo encargué a escondidas. Era como un imán. Tenerlo cerca me producía palpitaciones y visiones internas. Un solo pensamiento me ocupaba: ¿qué secreto sobre mis tinieblas internas podía develar? Y fue tan intenso. Lo leí en un día. Mis dedos resbalaban frenéticos sobre los pequeños puntos y una especie de estupor fue ganando espacio en mi intelecto. ¿Yo era eso? ¿Yo podía ser eso? Dicen que la gente responde a expectativas. Si esperas algo bueno de ellos, obtienes algo bueno. Aquí podría decirse que aplicaba la misma lógica. Al terminar el libro lo supe. Ese era yo. Mis ideas se alinearon, mi propósito estaba definido. Me reconocí.
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Al cerrar el libro comenzó mi verdadera vida. La hermandad de los ciegos no perdonaría a nadie a quien le temblara la voz. El más mínimo indicio de miedo, la más leve sospecha de un pensamiento temeroso fundado en la lectura del odioso libro sería castigado con la prisión de las tinieblas. Para eso contaba con una bodega y tiempo para pensar. Las ideas principales ya habían sido escritas.
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diaba el mal olor del hospital, pero entrar en aquella habitación y percibir a mi madre por encima de todas las cosas me devolvió la calma. Solté la mano de papá y me acerqué a darle el ramo de rosas. Mamá ya olía distinta, sin embargo, en su abrazo estaba la ternura de siempre y sus besos seguían sabiendo a gloria.
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Estrechó mis manos en la caricia y las guio hacia el bulto que tenía en el regazo. —Esta es tu hermanita Elisa. Vamos a conocerla con mucho cuidado, mi cielo, es una niña muy pequeña y necesita que seas delicado con ella. Y con la yema de mis dedos la dibujamos despacio. —Aquí tiene la boca —me decía— y este botoncito es su nariz. Los ojos ahora están cerrados, ¡es una dormilona! Mamá la mostraba con una dulzura infinita, paseando la mano por la maravillosa piel recién nacida de mi hermana. ¡Qué olor tan delicioso! Aún recuerdo la emoción al sentir sus diminutas manos en las mías y el tacto de la cabecita, suave como el pelo de nuestro gato. Yo sonreía feliz. Ella, de pronto, lloró. Su llanto me recordó el maullido de Ron, pero mi niña era una fruta dulce, con la piel calentita y tierna como el pecho de mamá.
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Entonces solo tenía seis años y desconocía muchísimas cosas, que también aprendí paseando los dedos despacio. Esa vez acerté de pleno: —¡Elisa es un melocotón!
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oy vueltas como un perro enjaulado. Como conozco el recorrido al milímetro, lo hago con los ojos cerrados: del salón a la cocina, de la cocina a mi cuarto, y vuelta al salón; a veces paso por el baño, cuando me apremia la vejiga, pero enseguida retomo la ruta habitual hasta que, cansado de intentar cansarme, acabo por serenarme.
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Resulta que mi doctora me ha recetado con toda delicadeza que me recluya en casa. Dice que, en mi caso con más razón si cabe, no debemos exponernos lo más mínimo a este virus que nos ha declarado la guerra; quedarme además sin los sentidos del gusto y el olfato, aunque fuera sólo de manera temporal, reduciría a niveles mínimos mi calidad de vida. Comprendo su preocupación: el abuso de auriculares con la música alta ha mermado mi capacidad auditiva; lo otro, de lo que yo no soy culpable pues vino de serie conmigo, no hace sino agravar el conjunto. A pesar de todo ello, le estoy agradecido a la vida: no todo el mundo tiene la suerte de tener tan desarrollado el sentido del tacto como lo tenemos nosotros. Porque en ocasiones, aunque no me toque revisión médica, ella se abre para mí como el más apetecible de los libros para que mis dedos puedan leer en su piel la receta más
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maravillosa, esa en la que me confiesa que desea tanto mi cuerpo como yo el suyo; y entonces pierdo otro sentido, uno que no figura entre los cinco.
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na fiebre fría bañó mi cuerpo. Comencé a engullir miles de peces. Me agarré la garganta. Me atragantaba. Entonces escuché el eco en el fondo de la cámara oscura. Se cumplió de nuevo el pronóstico ¡Bravo! ¡Bravo! La cascada de aplausos me ensordecía. Y el zumbido se metió de nuevo en mi cabeza. Ese extraño rumor entre el público… Tras la reverencia,
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salí corriendo, abrazada al tul, dejando atrás el escenario. Hacía poco que, al final de cada baile, me ocurría algo extraño. Las primeras veces fue el fuego. Me quemaba. Ardía por dentro. Luego fue aquella tierra. Estaba bajo ella y brotaba como una de esas semillas. El jueves pasado terminé flotando, elevándome en el aire. Una sensación de patinar, pero sin suelo. Y ahora, agua. Hay razones más que sospechosas para pensar que no soy una bailarina como las demás. Quiero convencerme que no es ningún mal. Pero en la noche, tras acostarme, descubro las curvaturas extrañas que mis piernas están adoptando. Miles de gotas se derraman desde mi cintura, abriéndose paso por la entrepierna hasta mis pies. Hoy me desperté bañada en llanto. Donde anoche había agua, hoy, esa piel, anda cubierta de escamas. Definitivamente, no soy como las demás. Pasado mañana volveré a bailar. Esta vez será con miedo a lo que pueda suceder. Habrá una multitud de gente. Todos querrán verme. Espe-
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raré su ovación. Esta vez no será por lástima, por ser ciega, sino por ver mi espíritu tembloroso de sirena.
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esde hace diez días me azotan recuerdos ajenos, secuencias interminables de vivencias que no he experimentado, algunas de ellas lúcidas y otras absurdas. Atribuyo la presencia de esas imágenes a que mi cabeza trata de asimilar el hecho radical de recibir un injerto, porque en términos prácticos los ojos son una extensión del cerebro conectados a tra-
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vés del sistema nervioso. Cómo saber si es normal, soy el primero en recibir un trasplante de ojos. Con todo me estoy acostumbrando a su presencia, pero anoche fui arrancado del sueño por unas lágrimas insensatas, una nostalgia desbordada por mis antiguos ojos inservibles que fueron removidos. La falta de ese sentido me permitió no solo desarrollar más los otros, también figurar un mundo hermoso en congruencia con los sonidos, texturas y aromas que percibo. Hoy será el día en que retiren las vendas y sabré si puedo ver. Las dos primeras etapas han sido un éxito: mis nuevos ojos se mantienen vivos y los muevo a voluntad. Sin embargo, me abruma el hecho de que el mundo no sea como lo imaginé o si fueran otros ojos ¿vería diferente? 0 si todos son ciegos como yo y no ven las cosas en tanto que son, y cada quien las prefigura de acuerdo a su contexto.
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Aún más terrible… constatar que estos ojos tengan una suerte de memoria visual y sigan acudiendo a mi mente las imágenes de un rostro que no sé si es el mío o del antiguo propietario de estos ojos.
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esde mi nacimiento me condenan a esa marginación social donde cualquier intento de superación queda empañado por el desprecio de unos y la indiferencia de todos. Hija de madre retrasada y padre desconocido, algunos parecen disfrutar insultándome. Malas lenguas que resbalan y caen al barro.
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Al salir del colegio, entre el jolgorio de los niños, madre me espera. No escucho su risa porque no sabe reír, ni las palabras de acogida que no sabe pronunciar, me bastan sus brazos acogedores para proporcionarme el sosiego que necesito. Entonces, la huelo; es el olor a madre. Esa madre que me presta los ojos con los que aprendo a moverme y me dice que los míos son azul cielo. —¿Cómo es el color azul, mamá? —Es la lluvia cuando nos moja el pelo y la cara. En casa todo está en orden para que yo no me pierda, y cuando madre cierra las contraventanas, es la hora de acostarnos en el único catre que tenemos. Hecha un ovillo junto a su cuerpo tibio, los sonidos de la noche arrullan mi sueño. La señora del pueblo para la que trabaja le pregunta qué sé hacer yo. —Canta —contesta azarada madre. —¿No le gustaría tocar el piano? Yo podría enseñarle. Además de guapa, parece muy lista, aprenderá pronto. Ese día, madre tarda más que nunca en llegar. Al abrazarla, ¡un temblor bajo la piel! Sufre porque yo conozca otro mundo que lo prefiera a ella.
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—Seré pianista, mamá, estarás orgullosa; y siempre me quedaré contigo.
Retazos de 41 51
acido en la sombra cual cucaracha del inframundo se me fue denegado el disfrute de su luz. No fui el único, no, otros tantos también retozaron en la contrariedad. El estatus y su elección hicieron que fluctuáramos hacia la pérdida de cualquier placer terrenal. Aprendimos desde el origen nuestra valía, abrigándonos en la asfixia del desamparo y la
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soledad. Sombras que se cernieron sobre nosotros como si de un descarte se tratara, viéndonos abocados a vivir en las cloacas del submundo, sin distinguir lo que nos rodeaba. Llamaradas han lacerado nuestra piel sin el privilegio de visualizar la figura del horror que ha impartido cada sufrimiento. Hemos sido aclamados, ennegrecidos y nombrados, quedando éste último grabado en las fauces de la historia. Y es que el error que pagamos es por el alzamiento y rebelión de otros, he aquí lo que queda, pánico, miedo e ingratitud. La nada, la traición cernida sobre hechos ocurridos miles y miles de años atrás. No aspiro redención, ni perdón, solo la confirmación de lo que mi creador concibió; un demonio. Máscaras sin visión que solo la obtienen reemplazando otros cuerpos, pero la crueldad de los pecados que representa que soy culpable me impide realizar tal ofensa, solo queda la espera de este apático y sátiro destino.
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Porque soy consciente de que me hallo y hallaré eternamente en esta absoluta negrura, nunca avistaré el albor de lo que me rodea, el reconocimiento de la oscuridad es, pues; mi único credo.
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ra todo un reto para mí irme a vivir sola a un apartamento, es cierto que antes me habían enseñado a defenderme para la ocasión. El trabajo fue duro y muchas veces pensé tirar la toalla y volver a casa de mis padres. Mi profesora me dijo que mi desarrollado sentido del olfato y del oído me ayudaría mucho en esta aventura que estaba a punto de emprender.
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El primer día me acompaña mi madre y cogiéndome de la mano, diciéndome con su dulce voz todo lo que ella ve: cinco pasos de pasillo, luego a la derecha giras está la habitación y dentro el baño, sales y dos pasos de frente la cocina-comedor con una galería. Luego me pregunta si estoy segura de lo que iba a hacer y le respondo que sí, que llevo meses aprendiendo como vivir sola, que no se preocupe y vuelve a preguntarme si necesitas algo no dudes en llamar y dándome dos besos se marcha. Cansada decido irme a dormir y una vez dentro de la cama escucho unos pasos acercándose —¡Quién anda ahí! Como nadie responde, debido al cansancio el sueño me vence. A la mañana siguiente al levantarme siento una presencia detrás de mí. —¿Quién anda ahí? Al momento siento algo húmedo y frío en mi pierna, me agacho extiendo mi mano y encuentro la respuesta.
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Así que mamá al final se salió con la suya. —Guau, guau.
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Quédate inmóvil". La piedra da sobre la cabeza de la culebra. Siento el pecho del muchacho tan duro como la misma piedra. Luego, en el aire, su suspiro. —Pero, ¿cómo la viste? Casi la piso. —Ya sabes, hay otros modos de ver. Tú confías en tus ojos casi a ciegas, como dicen los que ven. Si se distraen, te dejas morder.
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—Yo creo que ves y quieres engañarme. —No, sé el color de tus ropas por tu pobreza, no por mis ojos. Pon atención a los detalles. En la danza vibra tu equilibrio. Los tambores guían tu sentido del ritmo o del peligro, y tus brazos te muestran el espacio. El calor vive en tu sangre y en tu piel. Te encuentras a ti mismo en los sueños, y al otro en la voz y en la mirada que me falta. Pero yo distingo el vuelo del ave al de la flecha cuando los oigo, el murmullo del río de la potente voz del mar, el lenguaje de los dioses en los truenos, las lluvias y los vientos, así como a Afrodita hablando de amor. En mis sueños están los mundos que tú no ves. Yo canto la memoria. Tú inauguras una época, una red de signos en la que hombres de otros tiempos fijarán la mirada, y en la que habrán de encontrarnos. Ahora, toma tu tablilla y labra mi voz: «Canta, oh Musa, la cólera de Aquiles».
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odo empezó a sorprenderme cuando comencé a notar cómo mis hermanos cuchicheaban a mi alrededor, creyendo que no me enteraba de nada, pero sentía que algo raro estaba sucediendo. Por otro lado, a mamá le daba por hablar de cosas increíbles, como ver la televisión o mirarse en el espejo. La verdad es que continuaba sin
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entender a qué se estaba refiriendo, porque mi mundo era perfecto y no necesitaba semejantes chismes, ya que no había nada que escapase de mi propia burbuja compuesta de una mezcla de sonidos, sabores; palabras, olores y sensaciones táctiles. Tampoco conocía el motivo que le hacía tartamudear, haciendo pausas largas y dejando que su rostro se cubriera de lágrimas que luego me encargaba de secar con mis manitas. Un día, ellos me contaron que tenían superpoderes y que cuando jugaban a detectives lo hacían para descubrir el paradero en donde se escondía mi «vista» y de este modo capturarla y devolvérmela. No pude descifrar su mensaje, pero me conformé con dejarlo pasar hasta que me hiciera mayor. En otra ocasión, mamá quiso leerme un cuento, recostando la cabeza en mi pecho para abrazarme con fuerza. Comenzó con estas palabras que aún recuerdo: «Había una vez una niña ciega que dibujaba sonrisas en los rostros de los niños tristes. Por consiguiente, comprobó que podía mitigar las penas de sus amigos y se sintió feliz».
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—Es una niña como yo, mamá. —Sí, como tú. —Entonces aprenderé a dibujar sonrisas en tu cara.
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Disponible en
a realidad me ha robado la imaginación. He pasado de escuchar a simplemente oír. Me han abandonado las musas. El prestigioso compositor que fui se ha convertido en un hombre vulgar. Me enamoré de una voz y fui feliz durante mucho tiempo con ella, hasta descubrir que le había puesto una cara y un cuerpo que no le
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correspondían. Hace unos días firmamos la separación. Vine a ponerme en sus manos para que al ciego de nacimiento que yo era le hiciera realidad el sueño de poder ver. Ahora regreso para que me devuelva mi supuesta oscuridad.
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oy invidente de nacimiento. Prefiero este término al de ciego, que me recuerda las burlas que he tenido que soportar. Desde que mi madre me abandonó, fui de una casa de acogida a otra, pero nadie quiso adoptarme. El dinero que recibían esos padres ficticios les resultaba más que suficiente. Hasta que se cansaban de mi ceguera. Para qué complicar-
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se la vida con un niño con un futuro tan negro como la oscuridad que me envolvía. Al cumplir los dieciocho años, tuve que buscarme la vida. Me dejaron tirado a mi suerte, o mejor debería decir a mi desgracia. Sobrevivía gracias a lo que recogía en un bote de hojalata, que apenas me llegaba para una comida diaria. En verano mi vida era más soportable, pero en los crudos inviernos me decía que no pasaría un año más viviendo en esas condiciones. Hasta que una mano caritativa me llevó a una Organización benéfica. Pasé de pedir a vender cupones y a compartir piso con otros compañeros de infortunio. Al poco conocí a Laura, invidente como yo. Nos enamoramos. Con el tiempo decidimos irnos a vivir juntos a un piso tutelado. Llegó el día en que debíamos ir a verlo cuando terminara su turno de trabajo. Pero no se presentó. La llamé al móvil repetidas veces. Estaba desconectado.
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Hasta la noche no tuve noticias suyas. La habían encontrado sin vida tirada en una cuneta. Y todo para robarla. Ahora sigo viviendo en el piso compartido y en la oscuridad más absoluta.
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ati, coge mi mano. —Pero es mi casa y tú eres… —Confía en mí. Es un apagón generalizado. La ciudad no está preparada para tan tremenda ola de calor y los cortes de luz son una constante. Sin los móviles a mano, Cati proponer llegar a la cocina, donde afirma tener alguna vela con la que burlar las
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tinieblas. Al menos las suyas, pues yo vivo en ellas desde que nací. Cati agarra mi mano, decidida, y una corriente eléctrica recorre mi cuerpo, recordándome la razón por la que estoy allí. «Tengo algo que confesarte», fue el críptico mensaje de mi amiga y ante su puerta me presenté con la esperanza de ser la razón de sus desvelos. Pues Cati está enamorada, no necesito los poderes de Daredevil para saberlo, y toda la información que recibo de su cuerpo afiebrado me lo confirma, desde su alegría apenas contenida al nerviosismo de su conversación, llena de evasivas. Y ese perfume de azahar, tan distinto de la colonia de baño que utiliza a diario. Nunca me ha ido mal en el amor, pero Cati es Cati. Me muevo sin dudar por el piso, guiándola para que no tropiece con sus propios muebles. Ya en la cocina, animada por la intimidad que da la vela, Cati se deja de rodeos, y es entonces cuando percibo la nota discordante.
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—¿Conozco al afortunado? —corto la confesión apenas iniciada, desilusionado. —¿Cómo sabes…? —No hace falta ser Daredevil —digo y compongo mi más honesta sonrisa de amigo.
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l cine siempre me ha gustado, en especial las películas trepidantes y de acción. Las ruedas chirriantes y los rugidos de los motores en las persecuciones, los tiroteos interminables, las explosiones, pero sobre todo los impactos de los golpes en las peleas. Igual, por eso mismo, tengo metido en la cabeza que yo podría ser un agente secreto muy cua-
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lificado. Reúno varios requisitos que no todo el mundo posee. Tengo un oído privilegiado, lo mismo detecto el más leve sonido que puedo, entre un montón de ruidos, filtrar una determinada conversación. En cuanto al tacto soy capaz de abrir cualquier cerradura, y seguramente hasta una caja fuerte, con la sensibilidad de mis yemas. Mi olfato no se queda atrás, antes de beber identifico el contenido, incluso si le han añadido algo para gastarme una broma. Paseando con mi perro Dicky puedo seguir a alguien sin llamar la atención; sentándome, incluso a su lado, en el parque. No tengo tampoco problemas de orientación, soy un GPS andante en cualquier situación, sin planos o brújula alguna. No tengo miedo a las alturas, ni por supuesto a la oscuridad, pudiendo cumplir misiones en cualquiera de esas condiciones. En definitiva, doble cero o no, yo sería un agente secreto cojonudo.
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De hecho, en el instituto practico, Dicky como buen perro lazarillo es mis ojos y me avisa para no ser pillado. Puede que no tenga muy claro que es eso de la luz ni los colores, pero mi imaginación es como la de cualquiera.
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l domingo suele ser el peor día de la semana. El ambiente es pesado, lúgubre. Anodino. Y todo porque la panadería de mi El aroma a pan recién hecho es de las pocas cosas que me anima a seguir. Mi desazón es tal que siempre he sabido que mi viacrucis terminaría en domingo.
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Dicen que nacemos con un pan bajo el brazo, aunque yo lo hice con una venda en los ojos. Aun así, no creo que sea el único. De eso me di cuenta el día que mi infancia empezó a resquebrajarse: cuando me hicieron esa pregunta absurda, engañosa y de respuesta ambigua. A la mañana siguiente, mientras una zanahoria invisible nos guiaba por un sendero negro y empedrado, empezaron los bisbiseos. No adiviné de dónde venían, la venda me lo impedía. Al poco, fueron ganando volumen. Se tornaron en voces, alaridos sin sentido bregando por ser oídos, pero lo que hacían era golpearnos hasta perder toda su naturaleza. Un día parecían perros ladrándose entre ellos; otro, el estruendo que pone la inflexión a la peor de las tormentas; ayer, me recordaron al llanto de todos tus seres queridos juntos y hoy, domingo, a terrones de arena desparramándose contra una caja de madera de pino...
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Sin embargo, ese sonido conclusivo ha provocado que por fin se me caiga la venda, aunque solo he visto oscuridad; un final negro, cegado por un porvenir que empezó el día que me formularon aquella traicionera pregunta: ¿Qué quieres ser de mayor?
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asé mi dedo índice por el contorno de sus labios, la interrupción de la línea y el cambio de textura me hablaron de una cicatriz. La sentí temblar, y luego derrumbarse entre sollozos. La abracé y capté de inmediato el perfume a jazmín que emanaba de su pelo corto. Los diques que mantenían a raya la tristeza se rompieron y noté cómo mi camisa se empapaba
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con sus lágrimas. Mis manos acunaron su cabeza y la atraje para besarnos. Mi boca recorrió la suya, primero discretamente, experimentando descargas eléctricas cada vez que nuestros labios se rozaban, luego acepté su franca invitación a beber en ella. Después me contaría que ese beso borró en ella años de vergüenza, miradas de reojo y dolor. Lleno de felicidad, busqué algo con qué celebrar nuestro encuentro. Tras muchos años de vivir en él, había memorizado pasos, distancias y obstáculos de mi piso, por lo que, a pesar de la ceguera congénita, era capaz de moverme con soltura. Regresé con una botella de vino y dos copas. Aquella noche, tras el corazón, nos entregamos también los cuerpos. Vibrantes, plenos. Yo la miré con los ojos del alma y ella me besó con la perfección que sólo el amor verdadero podía conferir a sus labios rotos.
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MUDA Y
ay veces que agradezco no ver. Otras debería callar. Soy un poco quisquillosa con los ruidos; algunos me desquician. La mujer de la mesa contigua, por ejemplo, carraspea compulsivamente como si tuviera una hormigonera en la garganta. No puedo evitarlo. Contrataco. Ella carraspea, yo doy la réplica. Si el sarcasmo pu-
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diera pintarse sospecho que ahora tendría mi rostro. Sí. Mejor no verme así. ¡Suerte que estoy de buen humor! Me muerdo la lengua y me centro en el restaurante. Percibo mucho desparrame de perfume y clinc, clinc de abalorios y lentejuelas. Las expectativas andan desatadas. De pronto siento una corriente eléctrica peinando mi nuca: —Señorita, ¿tiene planes para el resto de su vida? —me susurran. —No soy chica de planes —le sigo el juego—. Tendrá que ser más preciso. Me rodea por detrás de la silla y se apoya en la mesa, sin tocarme. A mi nariz llega el rastro dulzón de un after shave. Se aproxima un poco más y su calor abre fuego en mi piel. —Precisemos, pues —amenaza—: voy a desnudarte muy leeeeentamente; a besarte en el hueco de la garganta, y detrás de las rodillas. Voy a seguir el curso de tus venas hasta conquistar todas tus orillas… ¿Qué tal? —Mejorable —le reto. Entonces me muerde el lóbulo de la oreja y la descarga es tan traicionera que pego una sacudida provocando un desastre en la vajilla.
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—¡Feliz aniversario! —se ríe de mí—. Perdona el retraso. Por fin muda, pienso, además de ciega.
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is oídos amontonan mis latidos; protesta dolorido el fluorescente; mi vida partida en trocitos por el segundero, en momentos así huyo de mi casa y acabo donde siempre. Sin bastón, con el mapa escrito en la memoria, recorriendo la M-30 para acabar en el túnel del Manzanares. Allí todo es sencillo, solo debo con-
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tar mis pasos en línea recta. Sin embargo, las manos me sudan con el rugido de los motores, el flequillo se alborota con las corrientes de aire que levantan los camiones, pitidos e insultos. Tras más de seis mil pasos freno y recuerdo aquel encuentro. La escuché llegar hacia mí arrastrando sus pies, la saludé y se sobresaltó entre risas. Me confió que había tenido un mal día. Esos días, los malos, ella pasea por la calle con los ojos cerrados. Inspiro y levanto los brazos pegado a la pared, tanteo a la derecha, luego a la izquierda. Nada. Aquel día ella me inició, me cogió una mano y la levantó sobre mi cabeza. Enseguida sentí el calor en mi mano y el vello erizado. «¿Lo sientes?, no abras los ojos o se esfumará la belleza», me dijo y sonreí. De pronto sonó su teléfono y se despidió con la promesa, antes de salir corriendo, de regresar la semana siguiente.
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Hace tres años de esto. No he vuelto a encontrar el aura cálida sobre mi cabeza, el hormigón está agrietado y aplastado el bordillo. Y aunque cuento hasta tres cogiendo impulso, siempre acabo sacando el bastón de la mochila.
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n los confines del universo viven monstruos espantosos, sobre un planeta que orbita a E76, una estrella tan lejana que apenas llega en forma de tímidas señales intermitentes hasta los sensores que las transforman en parte del paisaje sonoro. Hay noches en que ni se oye. Al lado de las notas intensas de nues-
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tras seis lunas o de la sinfonía calma que emite nuestra vegetación, aquello son puros susurros. Los robots exploradores que enviamos nos dieron el informe completo sobre estos bichos. Solo dos miembros para sostenerse, una piel blanda y seca y un par de órganos rarísimos en sus cabezas que podrían tener funciones parecidas a las de nuestros escáneres. Lo peor es su reducido espectro musical para comunicarse y la contaminación auditiva en la que viven. Además, son muchísimos. Se tomó la muestra sonora del paisaje en algunos de sus mayores asentamientos, pero el equipo de receptores no toleró el caos y dejó el análisis para Zira, nuestra inteligencia artificial. Los resultados, sin embargo, no daban con un patrón posible para la supervivencia de semejante civilización. Zira sugirió la existencia de otro sentido en aquellos seres, diferente a los nuestros. Sospecha una relación con aquellos órganos gelatinosos. Nuestro interés decayó muy rápido desde entonces. Hemos recibido melodías más llamativas y agradables desde el sur. Puede que sean agujeros succionantes. La emoción general es incontenible, no habíamos oído nada tan bonito
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en mucho tiempo. Cerraremos el informe y desecharemos a los exploradores de la Vía Láctea, por las dudas.
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espierto tras una noche insomne y corro a abrir la puerta, el frio se clava en mis mejillas como agujas de hielo. Avanzo hasta la verja del jardín y solo percibo el conversar de las hojas secas que caen a mi alrededor. Vuelvo atrás, a una casa triste y silenciosa, a un hogar huérfano de bufidos y del repiqueteo de las uñas de mi compañero en el parqué.
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Bribón no es solo mi guía. Él me conduce entre las risas y alborotos de los niños cuando me envuelve el desconsuelo o me lleva a disfrutar del correr de las aguas del río cuando añoro paz y tranquilidad. Tras su desaparición nada me consuela e imagino su cuerpo abandonado en una cuneta, frío y con los ojos abiertos a la más absoluta oscuridad. Un medio ladrido, ahogado y lastimero rompe el silencio. Acudo y el hedor a queso rancio que flota en el umbral me desorienta por completo. Decido agacharme y toco pelo, mojado, pegajoso y enredado entre mil abrojos. Una silueta inmóvil con la cabeza hundida entre los hombros. Imagino ahora dulces feromonas flotar en el aire cual ligeras mariposas y una pituitaria enloquecida por el frenesí que al seguir su estela arrastra el cuerpo del animal al que se ve pegada. Una verja entreabierta y fuera, la vida. Una
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noche de pasión con las perras del cabrero. Un baño purificador y la forma más dulce de pedir perdón a quién está esperando en casa.
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432 i hubieran sido capaces de creer, que mi visión provenía de otro ojo más certero, lúcido, clarividente, ligado al abstracto y verdad de acontecimientos venideros, quizás, nuestras vidas serían más dulces. Sin embargo, por haber nacido ciego, causé desconfianza. En esta última página, resumo lo que durante sesenta años difundí, igual que transmitieron.
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Ahora, nada nuevo aportaré. He visto dentro de mí, y en sueños, como el planeta enfermaba, siendo sus hijos encargados de la sanación. Teníamos la oportunidad de invertir el mal, pero era más fácil tirar basura a Madre Tierra, llenándola de estercoleros y mirando para donde no se ve. Se ha vivido sabiendo, y sin dar importancia a lo necesario. A causa del cambio climático, el hielo congelado por millones de años, se iba derritiendo de los polos; bacterias hibernando comenzaron a despertar, saliendo a través de aberturas, llegando a todos los rincones del planeta. El Espacio empezó a defenderse del tiempo y así, nos lo iba restando para Tierra sanarse, pues no podía morir, todavía es joven. Al parecer, descontentos con lo que pasaba, inconscientes o no, nos masacramos hasta con pensamientos. El amor sigue escurridizo mientras el miedo engorda para mal de todos. Emergieron virus en un clima no suyo eligiéndonos para vivir; acomodándose. Y la Naturaleza sigue avanzando con sus planes. ¿Qué sucede? Las culpas hacen su labor cargándonos de pecados sin haber hecho; ¡nada!
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Paradójicamente, la culpa pertenece al desorden. Nos queda ser responsables, y la unión, con esperanza puesta en próximas generaciones.
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amá entró hoy a mi habitación y dijo que me ayudaría a arreglar ese desastre. Eso sí, le advertí que tuviera mucho cuidado, ya que conozco muy bien el orden de mi desorden. Sin embargo, hurgando bajo la cama tropecé con una vieja lata de galletas, de esas que regularmente venden para navidad.
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Deslicé mis manos dentro y noté que eran fotografías, de esas que se tomaban con película y luego se enviaban a revelar en una tienda. Mamá las tomó y comenzó a evocar aquellos momentos que alguna vez nos llenaron de felicidad. También recordamos con nostalgia a familiares, y viejos amigos, que de una u otra forma ahora no están cerca, tal vez por la distancia o porque ya no están entre nosotros. Comentó que había muchas de cuando yo era niño, jugando, comiendo, sentado en el regazo de mi padre o disfrutando al abrir los regalos de navidad. Mamá me hizo revivir esos días como si fueran hoy. Es como cuando escuchas una vieja canción que te recuerda un amor perdido, o la despreocupada vida de adolescentes, que todos vivimos. Las conté una por una, y aunque no puedo verlas, puedo sentirlas, sus texturas, sus tamaños. Solo imagino cómo pueden ser los lugares, la ropa que usaba en ese entonces y otras tantas cosas.
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Mi sueño es despertar una mañana de estas, y poder ver esas viejas fotografías. Por ahora me conformo con tenerlas debajo de mi cama.
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ecuerdo los lunes con alegría, porque cinco grandes amigos comentábamos las interioridades del fin de semana. Cada uno decía algo como: Lo pasé viendo televisión y jugando básquet o Fui a ver la carrera de autos o Yo recorrí el parque para tomar fotos o Lo pasé viendo chicas en la playa…
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Todos hablaban de lo que veían, nunca de lo que sentían, y al percatarse de mi silencio decían Braulio, ¿cómo te fue? Siempre me reía antes de contestar, aunque ellos no lo aceptaban yo les llevaba ventaja, el hecho de sentir y de interiorizar cada experiencia vivida por mí y cada experiencia contada por ellos, pues percibía sus emociones y veía con sus ojos, era una ganancia que nunca entendían, porque soy ciego de nacimiento. Al contarles lo que hacía, por más detalles que daba, sentía que no percibían mis emociones, ni se emocionaban al oírme. Hablarles de lo bien que olía el jardín al caer la tarde. Decirles que el sabor del caramelo y el chocolate se te mete en el cuerpo y endulza tu vida hasta que te sientes azúcar, o que cuando Melba me daba un beso en la mejilla, todo mi cuerpo se fundía con el suyo sin tocarla, con solo sentir su aroma, y que los niños jugaban pelota y caía en el jardín, y la devolvía porque el sonido me decía dónde exactamente estaba, eran cosas imposibles para ellos.
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En broma les decía, los ciegos son ustedes, y todos estallábamos en risas…
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e llamo Alberto y estoy aquí más por mi madre que por mí que es la que considera la necesidad de que haga terapia con un psicólogo. Sinceramente, debo decirle que no hay en mí preocupación o problema de ningún tipo relacionado con mi "ausencia del sentido de la vista". Mi pobre madre se empeña en creer que no soy feliz y que vivo aislado de
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las personas en un mundo de oscuridad, pero nada más lejos de la realidad. Vivo en un mundo que he construido para mí ¿por egoísmo? pues quizá sí. No echo de menos nada de lo que me cuentan del exterior, ese mundo lleno de codicia en el que se perdió el concepto de humanidad. Vivo en mi mundo feliz, sin echar de menos nada de lo no conocido, dispongo de otro tipo de visión de la que muchos están desprovistos, veo a través del corazón, con los ojos del alma y de la intuición. Soy arquitecto, mago, constructor de sueños y realidades impensables para el ojo del que no ve más allá de la falsa realidad en la que se mantienen dormidos. Soy pintor y escultor de mi realidad y creo en mi imaginación todo lo impensable para la mente del que se dice experto y maestro en obras de arte.
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En mi mundo tengo cubiertas mis necesidades, no necesito cosas materiales para vivir, cuido con mimo y respeto todo lo que en mi mundo me rodea y en él, créame, soy sumamente feliz.
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o sé si fui ciego de nacimiento. Me abandonaron de pequeño a la entrada del monasterio; (alguna de aquellas historias de hambre… o de deshonor…) Me llamo Jorge. Fui como el cachorrito de los monjes: siempre los seguía, y aprendía de mi tacto y mi memoria más de lo que me decían. Vivía como ellos, de
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la oración y el trabajo. Cantaba a coro, rezaba a coro, jugaba cuando se debía jugar, callaba cuando se debía callar. Como los peces abisales, flotaba en una penumbra de ruidos y de murmullos distorsionados. Me nutría en soledad, de las presas que atraían las bacterias luminosas: las voces pastorales. Crecí en aquella luz equívoca, blindado en una coraza de ideas fantasmagóricas y acérrimas. Era una rutina serena y provechosa, que no admitía disonancia. Cuando comencé a percibirla, a sentir cómo se enrarecía la serenidad y crujía la estructura, me supe el elegido para asegurar el equilibrio. Y a pesar de mis ojos blancos e insensibles los fui catalogando. Pronto descubrieron que vivía en paralelo a la comunidad, en una oscuridad insondable. Nunca me juzgaron. ¡Cosas del Señor! ¡Todos somos sus hijos! Me asignaron la responsabilidad de la biblioteca. Había memorizado su disposición y era capaz de recitar y reconocer los textos que manipulaba. La biblioteca era el seno de los más lúcidos enemigos de este mundo-limbo: los ambiciosos,
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los soberbios, los mentirosos. Todos saben cómo terminaron. Un tal Umberto Eco se los ha contado.
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is dedos se deslizan sobre las líneas. Puntos en relieve que voy identificando para releer lo escrito: La tormenta rugía en la lejanía, el cielo negro dejaba pasar entre las nubes la luz blanca de los relámpagos y, por décimas de segundo, todo el salón se iluminaba y dejaba una instantánea de los colores brillantes del empapelado de la pared, la tapicería del sofá,
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las flores del jarrón, las cortinas recogidas a los lados de la ventana para dejar entrar la violencia de la noche… Siempre que escribo, me queda la duda de si se notará mi condición de ciego. Me gusta mucho más ciego que invidente. Las palabras de siempre están refrendadas por el tiempo y la historia. Invidente es una palabra fría, sin alma. No da idea de lo que dicha condición supone en realidad. Ciego expresa mucho mejor el desamparo de las tinieblas. Pero decía que no sé si se notará en mis novelas. Solo a base de mucho leer he conseguido ser capaz de hablar de colores brillantes que nunca he visto. De todo el párrafo, solo la negrura de la noche y el sonido del trueno me resultan familiares. El resto son sensaciones nunca sentidas o sentidas de otra forma: el tacto de la tapicería, el olor de las flores, el movimiento de las cortinas…
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Y es que quiero escribir como todos. No quiero que me den el premio por lástima. Quiero merecerlo por completo. No quiero que digan escribe muy bien para ser ciego.
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QUIEN APAGÓ LA LUZ ui yo quien apagó la luz. Se produjo el natural desconcierto, la interacción social se detuvo, y se abrieron las puertas al reino de las onomatopeyas, oh, ah, jaja, buff, un apagón. La entropía se degradó. La oscuridad dotó de cierto grado de anarquía, al estirado grupo de invitados en el salón azul, ahora en tinieblas. Un salón cuadrado de ángulos perfec-
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tos, al fondo a la derecha, el sonido del piano enmudecido, vibra aún en el aire. A mi espalda, oculto tras la puerta, murmullo infinitesimal, el roce de las sedosas bragas de Madame Biehl, masturbada por Monsieur Biehl, no pierden ocasión. Percibo cambios en los microestados, leve gravedad, datos, la masa humana vacila en la oscuridad. No debo ser notado, calculo el algoritmo de cada movimiento, moléculas visibles al olfato, señalan ecuaciones, despejan el camino. Me muevo como el aire, navego entre las sombras. Tres minutos, el mapa iluminado de mi mente, me lleva hasta la cómoda, junto al salón rojo. Louis XV tallada en roble, divinas filigranas toman el tacto de mis dedos, abro el tercer cajón, está lleno de llaves en un puzle revuelto. Una sabe a bronce viejo, entro en la sala roja, y hago mi trabajo. La policía pidió que nadie saliera de allí. El muerto huele, todos sospechosos. Me levanté del sillón tropecé, y eché a perder un juego de té, falsa porcelana china.
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—Es el ciego —musita un inspector—. Lárgalo de aquí. Me ayudan a salir.
CUENTOS DEL 116
ace dos días, posiblemente tres, me separaron de él. No sé dónde está, tampoco sé dónde estoy yo. Cuatro hombres irrumpieron en nuestra casa, entre empujones y gritos nos sacaron al frío de la noche. Nos introdujeron en un camión y al bajar, nos separaron. Ahora estoy en este lugar
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húmedo y apestoso. Huele a vómito y a heces. Cada cierto tiempo un cerrojo se descorre y alguien me acerca un plato con un guiso asqueroso. Apenas he comido nada. No sé qué ha sido de él, no sé moverme sin su ayuda, él es mi lazarillo, mi guía, mi luz. El destino caprichoso que me negó la vista al nacer también me regaló un mellizo generoso que se convirtió en mi protector. «Yo veré por los dos, hermana». Y ahora me falta. Estoy perdida. Es la primera vez que nos separamos desde hace veinte años. Él siempre estuvo ahí, para guiarme, para contarme cómo son las nubes, cómo son las montañas, para que no me perdiera irremisiblemente en las tinieblas a las que estoy condenada. Y ahora me falta. Estoy perdida. Otra vez el cerrojo. Me sacan en volandas al exterior, un frío helado azota mi rostro. Voces de hombres gritando órdenes. Me empujan, trastabillo, doy con la espalda en una pared, el suelo está resbaladizo, pegajoso, huele a sangre y orina. De repente silencio. Alguien a mi lado está sollozando. Se oye una potente voz:
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―¡Pelotón! ¡Carguen! Oigo chasquidos metálicos. ―¡Apunten!… ¡Fuego!
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uando desperté, el sabor de su semen todavía estaba en mi boca. La permanencia de su olor disparó la evocación por la intensa noche anterior. La erección de mi pene fue como un grito silencioso llenando el vacío que dejó Roberto con su despedida. Cuando puse los pies en el suelo, el perro guía sacu-
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dió la cabeza y se levantó. Sentí el cosquilleo de los pelos en mis piernas desnudas, cogí el asa del arnés y me dejé llevar. De camino al cuarto de baño me sentí bien, mientras pensaba que los dos teníamos mucho tiempo por delante para olvidar a Roberto, el adiestrador de perros.
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quel aroma a cacao era irresistible al paladar ¡ese rico olor! se expandía por toda la hacienda del abuelo Ángel. La brisa abrazaba el aroma y aquella melodía campestre hacía que danzáramos por toda la cocina, el olor a pasto recién cortado se mezclaba con el del chocolate ¡sensación que disfrutaba mucho!
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La hora de tomar el chocolate caliente se convirtió en un momento mágico. El viento soplaba a prisa, las aves al unísono cantaban alegremente, el bramar de las vacas y el relinchar de los caballos anunciaban a todos que debían dejar la faena para reunirse en familia. En ocasiones, la abuela Dolores reprendía con su tono de enojo ¡a bañarse, aquí no voy a permitir sus olores a corral! Luego se reía a carcajadas. Como toda abuela, una alcahueta de sus 11 nietos y conmigo la docena como decía ella. ¿Quién se iba a imaginar que se iría tan pronto? Aquel día, fue el más doloroso de mi vida, me tocó preparar el chocolate caliente en su funeral. A lo lejos ululaba una lechuza y yo danzaba en la cocina, para cumplir su último deseo. Un trago amargo pasó por mi garganta, evitando no llorar. Aquella vez todas las tazas de chocolate se quedaron prácticamente llenas sobre la mesa, ese amargo no solo lo percibí yo, sino todos sus
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nietos. Por un momento pensé, que era por el dolor. ¡Ese día comprendí que el secreto de su chocolate estaba en el amor con que lo hacía para nosotros!
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caba de llegar a una residencia. Durante un día me acompañó una trabajadora de la ONCE para conocer bien las distintas estancias. Desde mi habitación en el segundo piso al comedor en la planta baja utilizo el ascensor. Una auxiliar me indica la mesa más cercana a la en-
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trada y me sitúo en la mesa, me siento, compruebo la colocación de los platos y cubiertos, me coloco la servilleta para no mancharme. La enfermera me trae las medicinas, me las da en la mano y me acerca el vaso de agua. Le digo que lo coloque frente al plato a las doce del reloj siempre, yo la cogeré. Me desenvuelvo perfectamente con la comida. Ayudado por mi bastón intento salir del comedor hacia el jardín, me oriento bastante bien. Una residente despistada se cruzó en mi camino, tropezamos, pude agarrarme a ella para no caer, estuvimos en equilibrio los dos. Me pidió perdón por el despiste. Un aroma sutil de su perfume me trasladó a una mujer delicada. María que así se llama, me agarró por el brazo y me acompañó al jardín. María es una gran amiga dentro de la residencia. Compartimos muchas actividades y paseos juntos. Ella me cuenta historias que me hace reír. Hacía tiempo que mi vida se había vuelto monótona y solitaria, ella me da esa alegría y me
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lleva de la mano cada día. Estoy contento porque en este lugar no me encuentro tan solo desde que falta mi esposa hace un tiempo.
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Con este número El Tintero de Oro Magazine termina la presente temporada. Muchísimas gracias a todos los que nos habéis apoyado con vuestras lecturas y, por supuesto, a todos los autores que habéis dado vida a esta publicación. Os deseamos unas muy felices vacaciones.