¡35 RELATOS INSPIRADOS EN ESTA MÍTICA NOVELA! NÚMERO 14 | MAYO 2021
DAPHNE DU MAURIER
Monográfico
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que volvía a Manderley. Quizá, este es uno de los comienzos de novela más famosos de la historia. ¿Quién no recuerda la historia de esa joven que llegó a Manderley convertida en la segunda señora De Winter, pero absolutamente superada por la presencia de ella. De Rebeca. Ese personaje que no llega a aparecer en la novela, pero cuya presencia impregna cada esquina de la lujosa mansión y a cada uno de los que la habitan. Una historia universal que tuvo un éxito inmediato, tanto en novela como en la mítica adaptación de Hitchcock, escrita por una mujer adelantada a su tiempo, y casi diría que al nuestro. Os invitamos a conocer a Daphne du Maurier; a la novela, de la mano de Marta Navarro y Rosa Berros; y a la película, reseñada por Miguel Pina. Y, por supuesto, a los 35 relatos que ha inspirado. ¿Nos acompañas a Manderley?
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Atribución de autoría: Todos los relatos incluidos son propiedad de sus respectivos autores. Diseño y maquetación: David Rubio
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Contacto: eltinterodeoro@hotmail.com
DAVID RUBIO
DAPHNE DU MAURIER
Espíritu de amor (1931) Nunca volveré a ser joven (1932) Adelante, Julio (1933) La posada de Jamaica (1937) Rebeca (1938) La cala del francés (1941) Monte Bravo (1943) El general del rey (1946) Los parásitos (1949) Mi prima Raquel (1951) Los pájaros (1952) Perdido en el Tiempo (1969)
¿Quién no conoce Rebeca? La historia de la señora de Winter es universal, y lo es porque la emoción que le sirve de hilo conductor también lo es: los celos. Pero si de por sí la novela es fascinante, no lo es menos cómo fueron plantándose en Daphne du Maurier las semillas creativas que germinarían en 1938 con la publicación de esta obra maestra.
Daphne nació en Londres un 13 de mayo de 1907, era el segundo retoño del matrimonio formado por el actor Sir Gerald du Maurier y la actriz Muriel Beaumont. El Sir ya nos da una idea del nivel social de la familia que le tocó en suerte. Una familia cuyas raíces aristocráticas nacieron en la Francia monárquica y que emigró a Gran Bretaña tras la Revolución Francesa. El
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tiempo la llevó al mundo artístico como el teatro, donde Sir Gerald era el galán de moda de los escenarios londinenses de principios del s. XX, o la Literatura. Su abuelo, George du Maurier, fue un afamado caricaturista y escritor que llegó a compartir tardes de escritura con Bram Stoker. Su tío, William C. Beaumont, era periodista y editor; sus primos, los hermanos Llewelyn Davies, fueron los niños que inspiraron a James Barrie para escribir Peter Pan, y así podríamos seguir un buen rato. Que aquella casa fuera el centro neurálgico de la cultura londinense pudiera hacernos pensar que para Daphne fuera como el País de Nunca Jamás, pero la realidad era bien distinta. Su nacimiento provocó desagradó a su padre. Él deseaba un niño. Ya contaba con una hija, Ángela, y lo propio para un hombre viril como él, que se vanagloriaba de contar con un establo de jóvenes y atractivas actrices para su deleite, era que su segundo hijo fuera varón. Esa tontería de aquellos tiempos significó que durante toda la infancia mantuviera un trato distante con sus hijas, al menos hasta la adolescencia. Si hubiera sido mejor padre, se habría dado cuenta que ese hijo deseado era Daphne.
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Eric Avon. Esa fue la identidad que Daphne se creó en su infancia, años después diría que se sentía una mestiza: era hembra por fuera, pero con una mente y corazón de niño. Por ello acostumbraba vestir pantalones cortos y corbatas. Una indumentaria que la acompañaría durante toda su vida, además de la energía masculina que, según ella, era la fuente de la que nacía su inspiración para escribir. Algo que no tardaría en realizar.
Su carrera literaria comenzó en los años veinte, en el género de la narrativa breve. En ellos ya apuntaba ese punto perturbador que provocan sus historias. Eran relatos ambientados en el terreno de la fantasía, el terror y hasta la Ciencia Ficción, con un componente casi perverso
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La relación de Daphne con su padre hubiera hecho las delicias de Sigmund Freud. La indiferencia de Gerald respecto a su hija durante su niñez se convirtió en una fijación obsesiva en la adolescencia. Como un amante celoso, la sometía a interrogatorios agresivos acerca de quiénes la acompañaban en sus salidas. Ella, pese a todo, siempre lo adoró. Esa contradicción la plasmaría en El progreso de Julio, una novela que provocó mucho malestar en la familia al dibujar en el perverso y despiadado Julio a su propio padre, insinuando incluso relaciones incestuosas. Sea como fuere, su padre, junto a las mansiones y el pasado, fue una de sus fascinaciones.
que hacía irresistible su lectura. Comenzó a publicarlos en revistas, como The Bystander, que editaba su tío William Beaumont. Ello le sirvió para darse cuenta de que sus relatos gustaban y que con la literatura podría lograr una independencia económica respecto a su familia.
Pero el dinero de verdad se conseguía escribiendo novelas y para ello necesitaba un lugar alejado del bullicioso Londres donde pudiera dedicarse a ello por completo. Ese lugar lo encontró a mediados de los veinte, cuando la familia du Maurier adquirió una casa de vacaciones en Cornualles, a orillas de un río. Ferryside, así se llamaba la casa que se convertiría en su refugio soñado. Le ofrecía calma y soledad, allí nadie la iba a juzgar por vestir de manera desaliñada, ni tenía por qué perder el tiempo en reuniones y fiestas sociales que tanto la agobiaban. Solo ella y sus sueños. Sueños a
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los que se incorporó Menabilly, una regia casa de campo que descubrió en uno de sus paseos por el bosque y cuyo ruinoso abandono la dotaban de un misterio que se le hizo irresistible. Desde el primer momento supo que entre esa casa y ella habían nacido unos lazos muy profundos. Sin duda, debía ser su hogar, necesitaba formar parte de la historia que sus resquebrajados muros habían contemplado. Corría el año 1928, y ese sueño todavía tardaría varios años en hacerse realidad. Antes llegaría su primera novela, El espíritu amoroso. La saga familiar de los Coombe se vendió muy bien y ello la convirtió en una autora interesante para los editores. Sin embargo, también le supuso ser etiquetada como una escritora de literatura popular y romántica, algo que ella siempre negó. Quizá fue por el título o por ser el amor su principal tema, pero desde luego el argumento de esa novela, y las que vendrían después, distaban en mucho de las típicas historias de amor, acercándola a las leyendas paranormales góticas. Esa novela no solo fue importante para su carrera. De entre los muchos que la leyeron hubo un prominente caballero que venía de una
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En 1928 escribió un relato titulado El muñeco. una historia truculenta en la que un hombre se desespera por la indiferencia de la mujer que ama. Aquella Rebeca es una mujer que no solo lo rechaza, sino que lo hace en favor de un muñeco sexual llamado Julio. De hecho, ¡llega a utilizar al hombre para darle celos al muñeco! Si nos fijamos, además, en que Julio fue el alter ego literario de su padre, la deliciosa perversión y osadía de Daphne en el relato alcanza un nivel volcánico.
relación amorosa cuyo compromiso matrimonial fue anunciado y cancelado en los periódicos dos años atrás. Todo un héroe de guerra que se había quedado hechizado leyéndola y necesitaba conocer a su autora.
Bestia. Así es como la llamaba su madre, toda una mujer de su época, horrorizada por su nulo instinto maternal, por su personalidad excéntrica, que le hacía preferir una cabaña en el bosque a las lujosas fiestas sociales, y por su falta de feminidad e interés en encontrar un buen marido y formar una familia. Todo ello era cierto, así que Daphne no parecía ser la principal candidata para protagonizar un romántico cuento de princesas. Pero, sin embargo, lo fue. Dejadme que os cuente un cuento:
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Una joven hermosa, pero tímida y solitaria, vivía apartada de todo. Soñaba con mundos de fantasía a los que solo lograba acceder a través de la escritura y fue así como logró escribir su primera novela. Una mañana de primavera, un apuesto caballero llegado de la gran ciudad dejó una nota en su puerta. En ella la invitaba a un paseo en barca. La joven, entre reticente y halagada por la atención de ese galán, aceptó. Aquella primera tarde se pasó en un suspiro y, por supuesto, no fue suficiente. Durante tres meses compartieron conversaciones, confidencias y revelaciones. Hasta que un día, el caballero le declaró que la amaba desde antes de conocerla. ¿Cómo es eso posible?, le preguntó ella. Al leer tu novela, respondió él. A continuación, le propuso matrimonio, y ella dijo sí.
Qué poco cuadra este relato con la personalidad de Daphne, ¿verdad? Pues así es como empezó su relación con el teniente coronel, y posterior Sir, Frederick Browning. Y es que Daphne parecía compartir algo que ya hemos visto en autores como Lewis Carroll o William Peter Blatty: el conflicto entre lo que debían ser y lo que querían ser. Cada uno, a su modo, buscó la manera de compaginar esa dualidad. En el caso de Daphne reservó su parte, digamos, más oscura a la literatura. Fue en ella
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donde se enfrentaba a sus demonios. Ahí pienso que está la clave de su éxito: era honesta. Volcaba sentimientos moralmente no aceptados, emociones y sensaciones que nadie se atrevía a hacer públicos, pero que el lector leía como si estuviera delante de un espejo que reflejara algo muy profundo de su interior. Así conseguía esa empatía indispensable para una escritura atrapante.
Pese a que su matrimonio se calificó como frío y distante solo se rompió con la muerte de Fred en 1965. Tuvieron tres hijos y unas cuantas infidelidades. Pasajeras, no importantes para una persona como Daphne, que valoraba tanto la libertad individual y la independencia personal. Paradójicamente, la persona que le haría padecer el demonio de los celos fue una mujer que no llegó a conocer y que formaba parte del pasado de su marido.
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Se ha hablado mucho sobre la orientación sexual de Daphne, aunque ella nunca confirmó nada al respecto. La biógrafa Tatiana de Rosnay piensa que lo que de verdad le atraía era la clandestinidad y la transgresión. En aquella época, las relaciones homosexuales entraban de lleno en esas dos palabras y entre los presuntos romances que se le han adjudicado encontramos el que mantuvo, en la adolescencia, con la directora del internado en Meudon, Fernande Yvon; con la esposa de su editor en USA, Ellen Doubleday; o, el más curioso, con la actriz Gertrude Lawrence, que en su momento fue amante de su padre.
Jeannette Louisa Ricardo, apodada Jan, nació en Londres en 1905. Como Daphne, lo hizo en el seno de una familia de clase alta; como Rebeca, era joven, caprichosa, de oscuro cabello negro y, por supuesto, muy atractiva. Era el centro de atención en las fiestas sociales a las que era asidua. Glamourosa, urbana, moderna y elegante en su vestimenta… No creo exagerar si la calificamos como el polo opuesto a la retraída, amante de la soledad del campo y poco amiga de eventos multitudinarios como era Daphne. Pero compartieron algo en común. Jan fue la prometida de Fred Browning. Esa boda se canceló y transcurrirían dos años hasta que Daphne y Fred se conocieran y casaran. Aquella relación se convirtió en pasado, en algo olvidado para todos, salvo para Daphne. Encontrar aquellas cartas de amor entre Fred y Jan la obsesionó. Daphne, que jamás llegó a
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conocer a Jan, la vio no solo como la exnovia que su marido no quería olvidar, sino como el modelo de lo que debería ser ella misma: la perfecta esposa que merecía un héroe nacional; la sofisticada dama de clase alta que se esperaba de su apellido familiar. El conflicto entre lo que se es y lo que se debería ser. Un conflicto que suele dejar como daño colateral el sentimiento de culpa, por muy seguro que uno esté de sí mismo como aparentaba Daphne. Todos esos sentimientos fueron los que se volcaron en el papel durante su estancia en Alejandría, adonde fue destinado su marido como oficial al mando del 2º Batallón de Granaderos de la Guardia. Allí, a pesar del calor, a pesar de sus obligaciones sociales con el resto de esposas de mandos militares, la Literatura vino de nuevo al rescate para enfrentarse a sus demonios. Décadas más tarde, le preguntaron a u hijo, Christian Browning, por el nombre de la narradora de Rebeca. Él respondió que no lo tenía simplemente porque a su madre no se le ocurrió ninguno y así lo dejó. Pienso que la razón es más profunda. La narradora era la misma Daphne, tanto como Jan era Rebeca.
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Pero ella, la segunda señora de Winter, saldría victoriosa haciendo que Maxim la asesinara en un velero. Justo el mismo lugar en el que Daphne y Fred comenzaron su amor.
Rebeca comenzó a escribirse en Alejandría, donde su marido fue destinado por el ejército durante unos meses. Regresar a Cornualles, sin duda era una alegría para Daphne pero también implicaba retomar sus obligaciones como señora de la casa y madre de sus pequeñas Tessa y Flavia. Pero ella no era de esas madres que están todo el tiempo con sus mocosos. Así que, para horror de su madre y suegra, dejó que ellas y las niñeras siguieran cuidando de sus hijas mientras ella se dedicaba en exclusiva a Rebeca. Logró terminarla a finales de 1937. Daphne era consciente de lo que había escrito, de cuántos demonios se encontraban tras cada línea, y ello le hacía dudar por su éxito comercial. Así que al entregar el manuscrito a su editor, Victor Gollancz, le advirtió que era un poco sombría y el final un poco breve. Como excusándose por adelantado.
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Pero vaya sí se vendió, pese a los críticos literarios que seguían viéndola como una hábil proveedora de romance y melodrama. En el primer mes de publicación en 1938, vendió 40.000 copias, casi el doble de su tirada inicial, 3 millones entre 1938 y 1965. Con las regalías de la novela, y no digamos con el dinero cobrado por los derechos para la adaptación cinematográfica de míster Alfred Hitchcock, Daphne al fin consiguió alquilar y reformar, en 1943, aquella casa regia y misteriosa, aquel lugar reservado y silencioso como una joya en el hueco de una mano que era Minabilly, donde viviría hasta 1969. No podemos terminar sin mencionar a una lectora muy especial. Jan Ricardo se quedó asombrada al reconocerse en Rebeca. Sabía que la autora era la hermana de Ángela, de quien fue amiga e incluso invitada a su boda, pero a Daphne no la había visto en su vida, ¿cómo una desconocida podía saber tanto de ella? ...Jan compartiría algo más con Rebeca: su trágico final. El 4 de agosto de 1944, se suicidó arrojándose debajo de un tren. Tenía treinta y nueve años. Rebeca murió por segunda vez.
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EL SÍNDROME REBECA
Carmen Posadas dio nombre a este estado psicológico en su libro El síndrome de Rebeca: Guía para conjurar fantasmas amorosos y se refiere a los celos patológicos que se sienten hacia las anteriores parejas sentimentales o sexuales de su pareja actual. Como se refleja en la sinopsis del libro: “Es la sombra de un amor anterior, un incordiante espectro que nos condiciona a la hora de volver a enamorarnos. ¿Quizá, igual que en el caso de la protagonista de la película Rebeca, piensas que en vez de ser una pareja sois… un trío?”
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Pocos meses después
de enviudar, Maxim de Winter, afamado aristócrata inglés de viaje por Europa, conoce en Montecarlo a la joven dama de compañía de una peculiar americana. Tras una breve relación y, pese a la gran diferencia de edad existente entre ellos, la pareja contrae matrimonio y se instala en Manderley, la mansión familiar de los De Winter. La sombra de Rebeca, primera esposa de Maxim muerta en extrañas circunstancias y obsesiva presencia todavía en cada rincón de la casa, no tardará sin embargo en caer sobre ellos, asfixiando por completo cualquier atisbo de felicidad. Así comienza Rebeca, la novela más exitosa de la británica Daphne Du Maurier (1907-1981), a cuyo reconocimiento contribuyó sin duda en gran medida la adaptación cinematográfica que, en 1940, dos años después de su publicación, Alfred Hitchcock hiciera de la historia. Inolvidable ese «anoche soñé que había vuelto a Man-
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derley» con que arranca la película y que es también la primera frase de una novela de gran potencia psicológica y referente del suspense. Narrada en primera persona, mediante los recuerdos años después de esta segunda esposa cuyo nombre en ningún momento llegará a ser desvelado, Du Maurier va tejiendo una historia con elementos de novela gótica y un misterio en torno a lo sucedido con Rebeca y el cariz de las relaciones con De Winter, que atrapa de inmediato al lector. La crítica ha comparado en alguna ocasión esta novela con la Jane Eyre de Charlotte Brönte y es cierto que ambas comparten elementos comunes: tímidas y jóvenes protagonistas desbordadas por los acontecimientos, el peso de las dudas y el pasado, apartadas mansiones en parajes desolados, amores problemáticos... pero la singularidad de esta historia radica en el protagonismo de un personaje que, sin llegar a aparecer en ella en ningún momento como tal, la marca por completo y llega a dominarla. Con una prosa muy cuidada, incluso poética en algunas descripciones, Du Maurier recrea ambientes, reacciones y mundo interior de sus personajes con detalle, los hace evolucionar
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conforme avanza la historia y los enfrenta a dilemas y situaciones que crean un clima y dan a la novela un tono muy particular. Todo ello se traduce en un relato magníficamente construido, con la información muy bien dosificada y una atmósfera de tensión creciente que muestra a la perfección los estados de ánimo, el desconcierto y la angustia con que la voz narradora se enfrenta a cada nuevo descubrimiento. Al margen del triángulo protagonista (De Winter y sus dos esposas), el icónico personaje del ama de llaves, la señora Danvers, sirve a la autora para armar en torno a él y su dañina obsesión con el recuerdo de Rebeca, un inquietante universo de oscuridad y de maldad.
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Señalar finalmente, respecto a la adaptación de Hitchcock (óscar a la mejor película en 1941), la fidelidad que mantiene en todo momento hacia el relato original (muchos de los diálogos, en la primera parte sobre todo, son prácticamente literales), pese a prescindir de ese mundo interior de los personajes que tan bien refleja la novela: las dudas, los miedos, las vacilaciones, la soledad e incomunicación que, por diferentes motivos, los aleja y aísla a uno del otro..., acentuar los rasgos y la perversidad de la señora Danvers y cerrar con un final, probablemente a causa de las exigencias del Hollywood de la época, algo menos oscuro.
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Cuesta dejar de
leer tras un comienzo tan maravilloso. Es uno de esos comienzos de novela famosos en la Literatura, aunque seguramente lo sea más por la película de Hitchcock que introdujo la voz en off al comienzo con un acertado extracto del inicio de la novela. Desde el principio sabemos que Manderley ya no existe. Lo sabemos porque hemos visto la película y muchos, además, hemos leído el libro. Lo sabemos porque además nos lo cuenta la narradora en esas palabras inolvidables. Sabemos que Manderley terminó en un incendio colosal. Y, aunque no es mi costumbre, y sin que sirva de precedente, no me molestaré por no destripar la trama o el final. Ya todos lo conocemos y si alguien aún lo ignora a estas alturas que no siga leyendo porque lo voy a contar todo. Rebeca empieza donde termina La Cenicienta. Empieza cuando la Cenicienta conoce al Príncipe y se casa con él. Siempre he dicho que las
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historias, sobre todo las que terminan en matrimonio y en comieron perdices, deberían continuar. Deberían mostrarnos qué es lo que se esconde tras esa felicidad buscada y encontrada que consiste en unir la vida a la persona amada porque suele ser a partir de ese momento cuando empiezan los problemas. Este libro es de esos. Empieza con la felicidad de un matrimonio y nos la va deshojando poco a poco hasta convertirla en una terrible angustia que está a punto de hacer que todo termine mal. Y no es que termine bien, pero al menos el amor y las posibilidades de felicidad permanecen intactos. La segunda señora de Winter cuando aún no lo era (no sabría cómo llamarla, porque en ningún momento se nos dan pistas de su nombre más allá de que era "un nombre poco corriente y encantador"), trabajaba de dama de compañía y criada para todo de una norteamericana, la señora Van Hopper. Fue durante su estancia en el Hotel Côte d'Azur de Montecarlo, cuando la joven conoció a Maximilian de Winter. "Es Max de Winter, el propietario de Manderley. Habrás oído hablar de él, ¿no? Parece como si estuviera enfermo, ¿verdad? Dicen, que no puede sobreponerse a la muerte de su esposa". No había detalle
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de la gente medianamente importante, y el señor de Winter lo era más que medianamente, que se le escapara a la señora Van Hopper. Como tampoco se le escapó la oportunidad de mostrar su rabia y hasta un poco de envidia cuando la joven y Maxim le comunicaron su intención de casarse.
Claro que comprenderás por qué se casa contigo, ¿no? No te habrás hecho la ilusión de que se ha enamorado de ti. La verdad es que aquella casa vacía le ataca los nervios, y casi le ha vuelto loco. Eso fue lo que me dijo antes de que entraras en el cuarto. No puede seguir viviendo solo… La señora Van Hopper no le va a ahorrar a nuestra heroína ningún dolor. No la va a consolar de ninguna suspicacia porque la verdad es que Maximiliam de Winter en ningún mo-mento ha hablado de estar enamorado. "No, de estar enamorado no había hablado, sino de que nos íbamos a casar. Breve y claro, muy original".
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Pero un detalle insignificante como ese no le va a quitar la ilusión a la joven. Será la señora de Winter, será la mujer del hombre al que ama y será la dueña de la casa que desde hace tiempo tiene en una postal que compró en un pueblecito de la costa oeste de Inglaterra. Aquella casa sobre la que preguntó a la anciana que llevaba la tienda la cual, asombrada ante tamaña ignorancia, solo respondió: Es Manderley. Y Manderley, que empezará siendo el paraíso soñado, terminará por convertirse en una trampa casi mortal en la que estarán a punto de ser atrapados los señores de Winter. Él torturado por los recuerdos, unos recuerdos que ella cree que le evocan a su adorada esposa Rebeca, muerta un año antes en un accidente de navegación. Aunque lo que realmente tortura a Maxim es el miedo a que se descubra la verdad. Ella mortificada por los celos, por la presencia en todas partes de aquella mujer que está más viva ahora que cuando realmente lo estaba. Rebeca era perfecta, guapa, inteligente, divertida, ingeniosa, sociable, la anfitriona ideal, la esposa irrepetible. Y por si alguien lo fuera a olvidar, allí está la señora Danvers, el ama de llaves que estuvo al servicio de Rebeca casi desde que na-
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ció y que no va a permitir que otra ocupe su lugar. La nueva señora de Winter va siendo dominada por los celos. Siente que nunca podrá estar a la altura de Rebeca, siente que su marido es incapaz de olvidar a su primera mujer porque ella es incapaz de sustituirla, ni como ama de casa ni como esposa. Ella misma se convertirá en su peor enemiga al convertir a Rebeca en su rival.
De haber habido una mujer en Londres a quien Maxim escribiera y visitara, con quien cenase y riese, contra ella hubiera podido luchar. Nos hubiéramos encontrado en una liza común. No le habría yo tenido miedo entonces. La ira, los celos, se podían dominar. Llegaría un día en que esa mujer envejecería, o cambiaría, o se hastiaría, y Maxim dejaría de amarla. Pero Rebeca no envejecería. Siempre sería la misma. Ella y yo no podíamos luchar. Era demasiado fuerte para mí
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Pero las cosas nunca son lo que parecen. Los temores de Maxim se ven confirmados cuando aparece el barco de Rebeca hundido, reposando sobre un banco de arena, con varios agujeros en el casco, las espitas de achique abiertas y un cadáver encerrado en el camarote. Y el cadáver es sin lugar a duda el de Rebeca y entonces ¿de quién era el cadáver que hace meses apareció en la costa empujado por las corrientes y que Maxim identificó como el de su esposa ahogada? Y es entonces, cuando todo está a punto de venirse abajo, cuando Maxim por fin, le dice a su esposa lo mucho que la ama. "¡Te quiero tanto! -murmuró-. ¡Tanto! Día tras día, noche tras noche, había estado yo esperando oírle decir eso. Y ¡al fin!, me lo estaba diciendo. Había esperado que me lo dijera en Montecarlo, en Italia, en Manderley… Pero lo estaba diciendo ahora". Y ahora puede que fuera demasiado tarde porque Maxim le acaba de confesar que él mató a Rebeca. Al fin se nos desvelará la verdad de la historia, la verdad de Rebeca que, lejos de ser la mujer perfecta que se nos ha hecho imaginar, no era más que un ser cruel y caprichoso, depravado y mezquino, que tenía a Maxim prisionero de un chantaje perpetuo: la respetabilidad de la
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casa y la familia a cambio de soportar la mentira y la infidelidad. El amor que la narradora ha supuesto en Maxim es en realidad odio, la amargura que la joven achacaba a la nostalgia y al dolor por la amada mujer muerta no es más que el miedo a ser descubierto y perder a la mujer a la que en verdad quiere. Es ese uno de esos giros espectaculares que nadie se espera... a no ser que sea una de las historias más famosas del mundo de la literatura y, sobre todo, del cine. Y es más llamativo el giro porque estamos en 1938, una época en la que las novelas cautivaban al lector sobre todo por el buen oficio de los autores, su capacidad para escribir fabulosas historias y su maestría a la hora de dibujar personajes que terminaban siendo como de la familia. Los giros y las sorpresas no eran tan importantes en aquella época como en la nuestra, pero du Maurier mantiene las buenas cualidades de la novela de su tiempo y sorprender con un giro inesperado que para aquellos lectores de finales de la década de los treinta tuvo que ser todo un hallazgo. Yo aún recuerdo la cara que se me quedó la primera vez que vi la película cuando descubrí que Rebeca estaba muy lejos de ser la perfecta mujer que imaginamos.
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Lo que más valoro de la trama de Rebeca es la valentía con la que la autora se enfrenta a todos los convencionalismos de la época: la infidelidad al marido, el hecho de crear una mujer independiente y libre que no acepta ni la condición de esposa sumisa ni la de madre abnegada. Y todo ello, aliñado con el incesto entre Rebeca y su primo, el insinuado lesbianismo con la señora Danvers y el hecho de que un asesino confeso (al menos confeso en la intimidad del hogar) quede impune. Esa impunidad del marido asesino es, para mí, la guinda del pastel que hace de Rebeca un bocado literario irresistible. Porque se merece librarse y ser feliz, porque Rebeca merecía lo que le pasó, incluso obviando el hecho de que tuvo lo que quiso y de que su muerte se puede considerar un suicidio por persona interpuesta. Claro que no podía ser de otra manera si es cierto que Daphne du Maurier se estaba vengando por medio de Rebeca de la primera novia de su marido de la que estaba, al parecer, bastante celosa. El triunfo total sobre la causante de los celos es hacerla morir a manos de un marido que confiesa lo perversa que era y lo mucho que la
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odiaba. "¿Qué podía importar que yo comprendiera o dejara de comprender? Mi corazón se sentía ligero como una pluma que flota en el aire. Maxim no había querido nunca a Rebeca". Puede que el corazón de la autora también se sintiera ligero al darle este final a la novela. Un final que no pudo permitirse Hitchcock en su película de 1940. El código Hays estaba en todo su apogeo y un final así era impensable. Uno podía librarse de la justicia y ser feliz con un nuevo amor si tan solo había hecho desaparecer el cadáver de su mujer muerta accidentalmente, pero nunca si era el causante de esa muerte. En ese caso la libertad y la felicidad eran imposibles, por muy perversa que fuera la muerta.
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Rebecca es tan
delicada como trágica. Hablamos de una historia en la que subyacen ángulos ocultos del alma humana. Estos, a su vez, conviven con la inocencia del ser que aún no ha sufrido el dolor. Pero sobre todo, Rebecca es Manderley. La mansión, que parece tener vida propia, es el nido de amor a modo de castillopalacio que construye la historia de manera virtuosamente circular. Durante el filme, observamos como los espacios escenográficos no solo ocupan parte de la trama, sino que son los que construyen la propia narrativa desde el principio de la historia. En la fase inicial de Rebecca vemos a un hombre avanzando hacia el suicidio desde un acantilado. Este, es salvado por un ángel en forma femenina. Los espacios hablan por sí mismos dando paso a una historia de amor con un inocente comienzo y un incierto final. El mito de Rebecca nace desde la literatura y confluye en
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el cine para alumbrar una de las películas más importantes de la historia del séptimo arte. El maestro Hitchcock siembra las lineas maestras de su legado para el cine. La película está basada en la novela homónima de Daphne du Maurier publicada en 1938. Tan solo dos años después se estrenaba en Estados Unidos la adaptación cinematográfica que fue galardonada con el Oscar a la mejor película. La historia narra el romance del aristócrata inglés Maxim de Winter con una humilde joven a la que conoce en un viaje a Montecarlo. El espectador nunca conoce el nombre de pila de la que será la segunda señora de Winter. Pronto, la nueva esposa se da cuenta de que no puede borrar en su marido el recuerdo de su difunta mujer. Todo cuanto hace hubiera sido mejorado por Rebecca e incluso el ama de llaves del nuevo hogar siente hacia la joven una abierta antipatía. Poco a poco, irá descubriendo los oscuros secretos que se ciernen sobre Manderley y el porqué del comportamiento errático de su marido. La sombra de Rebecca se percibe en cada rincón de la morada.
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En Rebecca hay tantas películas en una sola que no se la podría adscribir a un solo género. De salida, Hitchcock se muestra romántico y sentimental. El cineasta utiliza una sencilla presentación de personajes que repetiría un año después en Sospecha. Además, nos hallamos ante su película más femenina impregnado por los aromas de Daphne du Maurier. Sin embargo, la cinta evoluciona poco a poco hacia un cine más negro, más gótico e incluso más siniestro. La música de Franz Waxman también evoluciona de su alegría inicial hacia un lado más oscuro que es utilizado para impregnar de suspense el mítico filme del maestro británico. La buena fotografía de George Barnes también fue premiada con el Oscar.
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La ganadora del Oscar por Las tres caras de Eva, Joan Fontaine, realiza un papel majestuoso interpretando de manera precisa a la nueva señora de Winters. La sombra de Rebecca es tan alargada que no dispone de nombre propio en un hecho muy llamativo. Su personaje se emparenta con una nueva Alicia entrando en el reino de Manderley. Las flores abundan en la mansión. Incluso en los vestidos con los que el personaje evoluciona de chica provinciana a dama de palacio. Por otro lado, e interpretando al señor de Winter, nos encontramos a un no menos majestuoso Laurence Olivier. Un personaje atormentado que encuentra en su nueva mujer una motivación por la que vivir. Y como no, mencionar a la siniestra señora Danvers interpretada por una tremenda Judith Anderson. Hablamos de un ama de llaves obsesionada con la anterior propietaria de la morada. Quizás enamorada de Rebecca, Hitchcock le quiso dar un componente lésbico que el código Hays eliminó atribuyendo al mago del suspense una perversidad moral inapropiada. Danvers, parece excitarse cuando admira la ropa interior de Rebecca o cuando se pasa por su rostro un abrigo de piel ante la mirada atónita
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de la nueva esposa. Ésta, aparece cada vez más aturdida ante el complejo mundo de la morada. Los fantasmas, reales o imaginados, llenan Manderley. Y precisamente este castillo-palacio, como escribía al inicio, es el personaje más importante de la acción. Si para Orson Welles, Xanadú fue su medio escenográfico de referencia, para Hitchcock lo sería Manderley. Dos mansiones que marcaron ambas carreras de por vida. Casi podríamos hablar de un libro de estilo para su manera de entender el cine. Manderley es una mansión de soledad, donde la protagonista se siente abandonada, sola y empequeñecida ante los grandes espacios que configuran la construcción. La muerte de la morada, purificada tras el incendio, representa la entrada en un mundo nuevo. Con ello, observamos un monumento a la narrativa circular. Hitchcock, con ese final, declara formalmente su amor al cine que nace de la literatura universal.
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Rebecca es en conclusión mucho más que una buena película. Hablamos de una obra donde cada elemento cinematográfico ocupa la posición adecuada. El filme está marcado por una mirada al Romanticismo pero también a la pura tragedia griega. El tormento aparece como símbolo mitológico de la visión femenina que supo interpretar como nadie Joan Fontaine. Ella, la joven sin nombre, es representada como la virgen que a su vez se purifica con el fuego de Manderley. El inicio de Rebecca es también el epílogo del filme y con ello se completa el círculo de una obra cumbre para la historia del cine.
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Escribo de medio
lado, tocada del ala, dudosa de poder asir su esencia, porque María es, era, inaprensible, y aunque a veces fue luz, a menudo fue sombra. Fáctica amiga libertaria y resuelta. No es fácil hablar de ella. Para su hermano fue más que puente, estrecho; más que remo, rémora; más que unión, facción. El sacerdote pronunció su nombre completo y sus dos apellidos. La imaginé a mi lado escuchando el oficio, una ceja ligeramente más alzada que la otra. A su manera. «Roguemos por el alma de María del…» A continuación, se dirigió a Fernando invitándole a pronunciar algunas palabras sobre su hermana. Fer hizo lo imposible para mantenerse erguido sin lograrlo del todo. Se balanceaba apoyándose ora en un pie, ora en el otro. De manera casi aséptica disertaba sobre lo grande que fue María, enumerando sus logros, aptitudes, múltiples capacidades. Una estrategia para no derrumbarse.
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Yo sabía que cuando estaba nervioso apretaba la boca marcando mandíbula. Recordé que de pequeño padecía de bruxismo; sus dientes rechinaban, sobre todo, cuando dormía. María y yo, nos burlábamos de él con el retintín de «chinorechino». Se enfadaba, y hasta en cierta ocasión le dio tal empujón a su hermana, con tan mala suerte, que se abrió la cabeza al caer hacia atrás. Tuvieron que darle varios puntos de sutura. No volvió a crecerle el pelo en una zona de cinco centímetros que sabía disimular con alguna horquilla. Ella lo llamaba su tercer ojo y afirmaba que, desde ahí, o por ahí, podía leernos el pensamiento. —¿Eres tonta o qué? No eres adivina porque tengas un agujero en la nuca —soltó Fer aún enfadado con ella. María le contestó que ella adivinaba por el agujero que le daba la real gana, y añadió un «listillo». Lo cierto es que nunca dudé de su capacidad intuitiva para saber lo que sentíamos. Por fin, Fer, volvió a su sitio en el primer banco de la iglesia donde estábamos sentados el abuelo, el único familiar que le quedaba, y yo. Tenía las manos húmedas, se las frotaba con su pañue-
lo una y otra vez, como si no solo limpiara sudor, sino un material denso adherido a la piel. El abuelo irradiaba tristeza y dignidad en la misma proporción. Fue quien decidió que el funeral de María se celebrara en ese templo, el del Corpus Christi, pasando por alto que su nieto no fuera creyente. Como fue tramoyista, le interesaba todo lo que ocurría detrás de cualquier escenario, incluso en la trastienda de las iglesias. Momentos antes de entrar en él, contaba que en determinados días de culto cubrían al cristo de bronce con un lienzo que hacían descender con un mecanismo de poleas y maromas. El humo de los incensarios y las luces dispuestas iluminaba la nave central y parecía que el mismísimo Dios descendiera de los cielos.
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—Una puesta en escena muy efectista, abuelo —comentó Fer sonriendo. «Dale Señor el eterno descanso a tu sierva, que la luz perpetua la ilumine.» Pensé en lo luminosa que era María cuando estaba entre nosotros, incendiaba y encendía el espacio, imposible no sentirse atraído por ella. Todos hacíamos lo que María quería que hiciéramos, simples marionetas en sus manos «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo…» Con la mente en blanco, aguantando el tipo, medio escuché cómo el cura desvirtuaba a mi amiga. De María tengo guardados todos los momentos, cada uno de ellos, incluso los amargos, y un precioso anillo de aguamarina. Días más tarde lo llevé al joyero para que lo acortaran. Según la tabla de equivalencias de medir anillos, mi dedo mide un 14, el de ella un 16. No sabía que su anular tuviera 2 milímetros más que el mío. No sabía cuánto la quería hasta que, irremediablemente, la perdí. La perdimos. Su hermano sentía tal dolor que no encontraba manera de consolarlo. e
...En los últimos días de María, Fer me contó momentos de su infancia que ya sabía por ella. Me dijo que recordaba con exactitud la primera vez que su hermana y él dejaron de ser inocentes bajo las sábanas. ...—Yo tenía ocho años, así que mi hermana, con cinco más, era consciente de lo que hacía. ...—Pero Fer, ¿tus padres no se dieron nunca cuenta de que vosotros dos…? ...—Jamás. Yo era un crío que me asustaba por todo, un miedoso, un gallina, como solía llamarme María. Así que dormíamos en la misma habitación para que mi hermana mayor me cuidara. ...—Yo te recuerdo con varias novias, todas muy guapas, y que las chicas bebían los vientos por ti.
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—Era puro paripé, inútiles intentos para alejarme de mi queridísima y acaparadora hermanita. Irremediablemente, si la comparaba con cualquier otra, las demás salían perdiendo. Ya ves que me invalidó para amar al resto. Me dejó cojo y ciego para acercarme a ninguna mujer que no fuera ella. —Puede que cuando… Fer negó con la cabeza. Pensé, con incierta esperanza, que cuando María ya no estuviera, su hermano, liberado de la tiranía de su obsesión fraterna, podría respirar sin ella, aunque fuera a medio pulmón. La bendición final se elevó por encima del púlpito adosado a los pilares alcanzando la cúpula central. María reverberada en nuestra memoria, en el ábside, en los muros, en los contrafuertes, en las columnas, en las manos sudorosas de Fer, en la espalda vencida del abuelo. Las vidrieras soplaban Marías.
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Te veo pasar
todos los días a la misma hora. Son las ocho menos diez. Los domingos no lo haces, aun así miro con el anhelo de verte doblar la esquina y seguir tu trayectoria hasta que te pierdas en la siguiente. No sé nada de ti, de tu vida, de tu trabajo o de tus gustos y aficiones. Supongo que fichas a las ocho, quizás en la sucursal de un banco de una calle cercana. Desde el veintiuno de abril de hace siete años se repite la escena. Veo otras personas, aunque las demás no me interesan. Tu porte, tu estilo, siempre con traje discreto pero elegante, tu andar decidido, fueron como un fogonazo que me conmovió de arriba abajo. Desde el día en que me fijé en ti, mi vida cambió. No la exterior sino la interior. Mis pesadillas se transformaron en sueños de verdad y el despertar a la realidad en una esperanza por verte. Ese minuto y medio es lo único que me da fuerzas para seguir adelante. Lo primero que pido por las mañanas es que levanten la persiana y corran el visillo. Al menos
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descubro lo que ocurre fuera a pesar de que no pueda oír ni oler el ambiente o decirte algo como desearía. Mi ventana no se abre, ahora las hacen así. Quizás para que no entren elementos perturbadores o, acaso, para que no nos entre a nadie la tentación de saltar. ¡Ay si pudiéramos! Llevo diez años unido a una cama desde aquel infausto día en que no calculé dónde estaba la roca. La temeridad de una juventud apenas disfrutada. La cuadrilla de amigotes que te incitan a demostrar lo macho que eres. Me iba a comer el mundo. Iba por tercero de medicina y ahora, sin pisar la facultad, sé más que si hubiera hecho diez másteres. A partir de entonces, todo se hizo ajeno e indiferente para mí. Mi mundo debería estar ahí fuera mas no puedo tocarlo. Lo que tengo aquí dentro lo agradezco, pero no me interesa. Ni siguiera el personal que viene a limpiarme o a atiborrarme de medicinas. No es amistad. Son visitas de las que quisiera prescindir. La televisión me muestra la irrealidad de una sociedad feliz que consume, viaja y ríe despreocupadamente. Mis pretensiones son pequeñas. Me gustaría sentir el viento que mueve las hojas que pasan en silencio de un lado a otro de mi auténtica pantalla, silenciosas
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ellas y en silencio yo; sentir el frescor de la mañana o el aroma de las flores en primavera; asomarme por unos instantes en un día de tormenta y que las primeras gotas mojaran mi cara; percibir el olor que deja la lluvia en el suelo y temblar con el fulgor del relámpago. Demasiados deseos para hacerlos realidad. Todo eso imagino echando mano de unos recuerdos cada vez más difusos, retazos de una película muda en sepia.
Me conformo con verte caminar siempre con paso resuelto, sin mirar a los escaparates que hay a tu derecha, como quien tiene un objetivo definido. Ese es el único motivo que me da vida.
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Mis amigos, poco a poco, fueron distanciando sus visitas. Las obligaciones, el trabajo, la familia que crecía, fueron excusas de mal amigo. Con todo, la que más me dolió fue la de quien me dio el primer beso de adolescente y el último animándome a lanzarme al río. «Yo tengo un futuro. Tengo que rehacer mi vida, no puedo estar siempre cuidándote. Compréndelo, cariño», me dijo con más temor que pena. Yo dije que lo comprendía; la realidad es que me sumió en una agonía lenta que empezó a alejarse desde el primer día que te vi. De vez en cuando, un sueño recurrente que cada vez se hace más diáfano, acude en mi descanso. Estoy hundido en las profundidades del río donde todo acabó y todo empezó. El agua se ha vuelto roja carmesí. Floto inerte mientras la corriente me arrastra lentamente como un guiñapo, se acerca una figura sonriente que me coge por las axilas y me arrastra delicadamente hasta la orilla donde nuestros labios se juntan poniendo punto final al sueño. Eres tú. Permíteme la osadía que, sin conocerte, te bese, pero no lo puedo ni quiero evitar. Estuve un tiempo pensando en ponerte nombre. Me hacía ilusión porque me uniría más a ti.
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Después pensé que no era buena idea. Seguro que desvirtuaría tu personalidad. Una temporada te dejaste barba. Deseaba que te la quitaras porque te hacía mayor. Siempre peinado calculadamente descuidado y las manos en los bolsillos hiciera frío o calor. Otro día miraste hacia arriba; yo te saludé con la cabeza, ¡qué ironía, con la cabeza!, seguramente el reflejo de los cristales hizo que no me vieras; o la distancia; o lo imperceptible de mi gesto; o… Estoy seguro de que me habrías devuelto el saludo. Quiero pensar que así sería. Llevas un mes sin pasar y estoy desesperado. No sé qué ha sido de ti. No sé si ahora habrá alguien más que te mire desde otra ventana y tú le devuelvas la mirada. Demasiados interrogantes. Tu ausencia está haciendo que muera de dolor. No podré soportar perderte porque tú has sido mi luz en esta larga noche. Daría mi vida por que ese minuto y medio vinieras solamente una vez y me sonrieras. Dime que volverás.
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-Si no te
cortas el pelo olvídate de la paga! Álvaro desplazaba los guisantes de un lado a otro del plato creando figuritas geométricas con el tenedor, como si no estuviera conforme con esa disposición desparramada sin ton ni son. ...—¿Estás escuchando lo que te digo? ...—Sí, papá —dijo, mirando circunspecto a su padre—, o me corto el pelo, o me cortas las alas. ...—«O me corto el pelo, o me cortas las alas» — se burló su padre aflautando la voz con retintín, para acto seguido cambiar el tono a otro mucho más imperativo y categórico: ...—¡Pues espero que sea antes de… —un plato de sopa, servido con premeditada contundencia por su mujer, lo interrumpía con un golpe seco que venía a decir: ¡ya es suficiente! Madre e hijo intercambiaron un gesto de complicidad y Álvaro se levantó de la mesa. Prefería el silencio de su habitación a las insustanciales conversaciones con su familia. Eso cuando tenía suerte, porque si su padre decidía condimentar las comidas con el juego
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perverso de meterse con él ya no había forma de escabullirse. Ser el blanco de sus insidiosos dardos resultaba desesperadamente irritante. Cuando no era el pelo, eran las pintas, y si no la actitud, y si no la forma de hablar, o de reír o de respirar. Así que para qué contestar —pensaba —. Aquí por lo menos me evito la decepción de sus ojos cada vez que me mira. En realidad, Álvaro buscaba la soledad de su cuarto para desmenuzar con suavidad el recuerdo inmutable de Alexia. Para regresar a la noche que ella irrumpió con sus ojos oscuros comiéndose el mundo, comiéndoselo a él, de hecho, dejando en su tediosa existencia un intenso perfume omnipresente. Se había enamorado de su naturalidad y su desparpajo, de aquella desinhibida forma de marcar territorio por el mero hecho de caminar al abordaje sobre sus botas militares. No es que fuera especialmente guapa, pero suplía con creces la discreción de su cuerpo desgarbado y flacucho con una mirada franca, sin dobleces, y con un punto de sensualidad que daban ganas de mudarse allí para siempre. El sol parecía estar enfurruñado con aquel rostro deslavado, pero daba igual, porque ella brillaba con luz propia
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gracias a esa boca, descarada y de carcajada fácil, que jugaba a la provocación sirviéndose de una locuacidad arrolladora. En apenas unas horas Alexia había conseguido rescatarlo de las mil y una estupideces que le acosaban a diario. Le dejó esa sensación tan familiar de que la conocía de toda la vida, provocándole un estado de euforia adictivo por el que iba a buscarla una y otra vez. Confiaba en que el destino volviera a lanzar los dados a su favor y surgiera una nueva oportunidad, si no, tendría que pensar algo para forzar la providencia, porque lo que tenía claro era que necesitaba a Alexia en su vida. Álvaro miraba por la ventana el atardecer que avanzaba sobre los edificios dejando un rastro metálico en las fachadas. Le dio la espalda a ese diciembre perezoso y fijó la vista en una foto suya de cuando tenía seis años. Sonreía abiertamente, como solo lo hacen los niños en esa deliciosa etapa en que los monstruos son merenda-
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dos por la inocencia. Junto a ese retazo de su infancia asomaba el único trofeo que había ganado en sus 18 años, una especie de árbol del conocimiento que le dieron a los 14 como vencedor del Concurso Interescolar de Scrabble. Ya en el extremo de la estantería la saga «Harry Potter» guardaba sus secretos en un estuche que su madre tuvo el acierto de regalarle tras devorar las siete novelas en la biblioteca. Hasta hacía pocas semanas, cuando miraba esos mismos objetos, se preguntaba si su vida era realmente tan aburrida como parecía. Ahora era capaz de establecer un vínculo de pertenencia con los elementos de su habitación sin sentirse patético. Se observó en el espejo de una de las puertas del armario, y sonrió al recordar cómo se había desencadenado todo a raíz de la muerte inesperada del primo de su madre, Manuel, que tras un infarto quedó difunto para siempre. Sus padres decidieron que su presencia en el funeral, a 200 km, era del todo prescindible, y la casa fue suya durante 36 horas. Era viernes. No hubo ninguna consideración previa. Simplemente sucedió, igual que amanece tras una larga noche de insomnio. Se dio una
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ducha y se sometió a la liturgia de vestirse como si fuera una ceremonia sagrada. Una minifalda de mercadillo sin estrenar escondida en algún lugar; un suéter negro ajustado sobre un busto improvisado; unas medias prestadas de su madre y… sus botas militares. Se retiró el flequillo de la frente con gomina: adiós, dijo el pelo lacio; hola, parpadearon las pestañas sin pudor. Su palidez resplandecía de autoestima y, sobre ella, unos labios perfilados con un carmín temerario cobraron una sensualidad con la que le entraron muchas ganas de jugar. Equipada de serie con un verbo tan audaz como ingenioso, pensó que estaba lista para una lenguaraz noche de emociones. Cuando finalizó se enfrentó a su reflejo. Se sentía enormemente poderosa y auténtica. Caminó con pasos firmes y seguros por la habitación liberando el espíritu que dormía bajo llave en algún rincón lleno de polvo, y con una voz sugerente que fluía cosquilleando el aire, dijo: —Bienvenida, Alexia.
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La primera noche La luz del candil se había extinguido, y el prisionero se estremeció bajo la manta que aquel soldado tan joven y guapo le había entregado junto a otros objetos de primera necesidad. Era pleno verano, pero sentía un frío primitivo, que se adhería a su alma como una máscara funeraria. —Me dijo que se llamaba Bene. Sí, de benefactor… –susurró a la vez que esbozaba una leve sonrisa. El desangelado cuarto donde iba a pasar aquella primera noche estaba ahora en penumbra. Por el estrecho ventanuco tan solo se abría paso un fino haz de luz, con el que su hermana Luna pretendía hacerle un poco de compañía. “Luna lunera”, pensó el infeliz con un nudo en la garganta. Afinó la vista y sobre la vetusta mesa de madera vislumbró el redondo contorno de la tartera de la vieja criada. En su interior, media tortilla de patatas enviaba mensajes en clave a su vacío estómago, pero lo tenía cerrado a cal y canto.
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—¡Señorito, coma algo, que se va a quedar chupado como un pirulí! —había exclamado sonriendo la entrañable criada con gesto forzado. —Como un pirulí pirulado —había respondido el recluso haciendo una mueca burlona y guiñándole un ojo. Y entonces, acurrucándose sobre el duro catre, se preguntó a sí mismo por enésima vez por qué aún no había hecho acto de presencia su amigo Luis; aunque para él siempre sería Luisito, su compañero de letras y hermano del alma. ¿Dónde te has metido? ¿Por qué no vienes a rescatarme enarbolando tu espada hecha de magia y versos?, cavilaba el cautivo al tiempo que humedecía la porción de manta con la que se cubría el rostro. Pero pronto tuvo que asumir que aquella noche no sería liberado. La impenetrable oscuridad se había enseñoreado de los campos circundantes, arropando con su manto negro a los somnolientos olivos y a los bueyes rojos. Mientras tanto, en el interior de la celda, una especie de remordimiento había anidado en el corazón del prisionero, abriéndose paso entre su sangre y sus recuerdos. Con infinito desasosiego, se reprochaba el no haber sido un buen vecino. No, no se debe esparcir a
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los cuatro vientos las miserias que habitan entre las cuatro paredes de casas ajenas, por mucho que se crea que con ello se está ayudando a que muchas mujeres se liberen del yugo del luto y de mil otras tradiciones castrantes. Agotado por aquellos pensamientos que pesaban como una losa sobre su conciencia, al fin el pobre desdichado se quedó dormido, dejándose arrullar por las felices imágenes de su infancia, tan lejana ahora, así como por aquellas hermosas canciones que su madre le enseñara. Giró sobre sí mismo y suspiró esperanzado en que el nuevo amanecer le traería a su querido amigo Luisito, su libertador.
Una carta a la esperanza La mañana ya estaba bastante avanzada. Dos rayos de sol, cual cálidos dedos, acariciaban sus párpados aún cerrados. «Capitán redondo, lleva un chaleco de raso», recitó el recluso desperezándose, con las extremidades entumecidas.
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Más tarde, decidió asearse usando para ello la pequeña palangana que estaba apoyada sobre la pared. Quería estar presentable para cuando llegase su compadre. Estaba peinando sus cabellos azabaches cuando vio reflejada en el espejo una figura que le observaba atentamente. Se trataba sin duda de un guardia civil, acompañado de su tricornio incrustado en el cráneo de plomo, y exhibiendo un generoso mostacho. ...—¿Quién es usted? —preguntó nuestro amigo visiblemente asustado. ...—No soy nadie en particular. ¿Quiere que le entregue una carta suya a algún familiar, quizá a sus padres? —inquirió aquel siniestro personaje con su porte imperturbable. ...El prisionero asintió con la cabeza y le alargó un cigarrillo. ...—Gracias, no fumo estando de servicio. Yo mismo llevaré la carta a la dirección que usted me indique, pero le ayudaría mucho hacer un donativo a la Guardia Civil. ...—¿Mil pesetas sería una cantidad adecuada? ...—Correcto —dijo el individuo con rictus serio. ...—Está bien, pero haga el favor de entregarle la misiva personalmente a… Luis Rosales —respondió al fin con ojos brillantes.
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Al abandonar la celda, el guardia civil leyó lo siguiente:
Querido Luisito: Estoy recluido desde ayer en una celda en la Gobernación Civil. No sé por qué estoy aquí. Ven a sacarme de este lugar horroroso, por lo que más quieras. Entrégale mil pesetas al portador de esta carta como donativo a la Guardia Civil. Un abrazo de tu amigo. Las horas transcurrían en lenta procesión y la desesperación del cautivo se acrecentaba. Al final, sabedor de que nadie vendría en su ayuda se puso a maldecir. —¡Luisito, maldito putrefacto! ¡Maldito! —¡Qué coño está pasando ahí dentro! —bramó alguien al otro lado de la puerta. Un grupo de falangistas irrumpieron en el cuarto.
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—¡Venga, su nombre! —gritó el uniformado más próximo apremiándole. —Fede, Federico García Lorca —respondió el poeta con voz temblorosa. —¡Arreando, que es gerundio! —le espetó uno de los camisas azules golpeándole ligeramente con la culata de su máuser. Ya de madrugada, un lujoso Hispano-Suiza atravesaba a gran velocidad las desiertas calles de Granada. En su interior, sentado en los asientos traseros, Federico contemplaba los altos balcones de las casas, envidiando el plácido sueño de sus moradores. Camino de un futuro incierto, preñado de negros nubarrones, se sorprendió de pronto canturreando entre dientes aquello de Anda jaleo, jaleo. Anda jaleo, jaleo. Ya se acabó el alboroto. Y vamos al tiroteo…
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El veterano inspector de policía contemplaba
el singular escenario del crimen. —Y bien, sargento —interpeló a su joven ayudante—. ¿Cómo piensa que pudo ocurrir todo? —Ah, pues, visto lo visto… sólo se me ocurre una explicación. El asesino entró por la chimenea como Papá Noel, sorprendió al anciano campesino, lo mató y lo metió en el arcón. A continuación, cerró la tapa, arrimó el armario aparador, colocó encima la pesada cómoda y dispuso a su alrededor, en el suelo, media docena de robustas sillas. Antes de marcharse, se tomó la molestia de mover una mesa, de al menos dos quintales, hasta colocarla bloqueando la única puerta de acceso a la estancia, que se encontraba atrancada por dentro al igual que los dos ventanales. Una vez finalizada su fatigosa empresa, huyó por donde había llegado y se largó surcando los cielos. —Muy ingenioso, sargento, muy ingenioso. — El inspector remedó un burlón aplauso admirativo—. Debería dedicarse a escribir guiones para el cine.
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—¿Acaso tiene usted una explicación mejor? — replicó el aludido, abarcando con un gesto la totalidad de la amplia estancia. Ambos se hallaban en el salón principal de una casona rural, que hacía las veces de comedor y sala de estar. Las voluminosas piezas del mobiliario, fabricadas en castaño, habían recuperado su disposición habitual. La mesa de robustas patas torneadas, flanqueada por media docena de sillas a juego, ocupaba el centro de la habitación bajo la pesada araña de bronce. El oscuro armario aparador hallábase apostado entre los dos ventanales. La cómoda, provista de cajones con tiradores dorados, reposaba al lado de la chimenea. A su diestra, el arcón, artísticamente labrado, libre al fin de su macabro huésped, había recuperado su digna y sólida compostura. —La verdad es que no —contestó al fin el veterano poli—. Es una lástima que los únicos testigos no puedan hablar porque tienen pinta de saber muchas cosas. —¿A qué testigos se refiere, jefe? —inquirió su sorprendido compañero. —A los muebles, por supuesto —proyectó un arco rotatorio con su diestra, como un torero
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dibujando una “media verónica”—. Fíjese. Son diez ejemplares magníficos. El hijo de la víctima me contó que su difunto padre los había encargado hacía cosa de medio año. —¿Sólo medio año? Parecen mucho más viejos. —Puro artificio, amigo, nada como la química para acelerar el paso del tiempo. —Ya veo ya…y parecen fabricados en buena madera… ¿nogal? … ¿roble, quizás? —aventuró el sargento. —No, castaño —replicó el inspector. —Al parecer, el viejo taló para tal fin el árbol que él mismo había plantado noventa años atrás. —¿Cuántos años tenía entonces nuestro hombre? —Según su hijo, cumplió los noventa y siete el mes pasado. —Ese cascarrabias nació en buena Luna —se asombró el sargento. —Por lo visto, el día de su sexto cumpleaños—continuó el inspector—
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enterró una castaña en el huerto que hay detrás de la casona. El fértil y abonado terreno hizo posible que el árbol creciera con extraordinaria rapidez, adquiriendo tales dimensiones en altura y grosor que más que nueve décadas parecía contar con varios siglos de existencia. »Según me contó la hija mayor del finado, el viejo parecía sentir una curiosa y acusada animadversión hacia el castaño. Siempre se estaba quejando de que le quitaba el sol a la casa. Solía comentar que tenerlo ahí al lado era como vivir a las puertas del cementerio, porque el día menos pensado un golpe de viento acabaría por abatirlo sobre la vetusta edificación. »Así que, el hombre, guiado por su delirante obsesión arboricida, acostumbraba a someter al paciente castaño a periódicas y salvajes podas. »Pero el árbol, cual singular Ave Fénix, resurgía una y otra vez con arrolladora pujanza y se regeneraba con asombrosa rapidez. Por cada rama seccionada, del anillado muñón brotaba una docena que, tras desarrollarse en un tiempo récord, acrecentaban de forma notable la frondosidad del árbol y así, para desesperación de su enemigo confeso, los veranos seguían siendo sombríos, como su humor, y en los vendavales
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de otoño continuaba escuchando el susurro de los muertos. »Tal día como hoy, hace exactamente un año, el anciano contrató una partida de expertos maderistas a los cuales dio indicaciones precisas para que talasen el castaño casi a ras del terreno. No contento con eso, temiendo que incluso así consiguiera brotar de nuevo, hizo arrancar el tocón con una pala excavadora. Sólo entonces, contemplando el descomunal árbol abatido y la colosal maraña de raíces desenterrada y expuesta al escarnio público, el hombre descansó satisfecho, convencido de haber terminado, al fin, con su vital enemigo. A continuación, llamó al carpintero del pueblo y le hizo el encargo que mantuvo el taller ocupado a tiempo completo durante varios meses. —Eh, voilá, —concluyó, al fin, el inspector su larga disertación— aquí tenemos los resultados. —Caramba—exclamó el sargento, cautivado por la sorprendente historia—, pues, al final, el castaño no cayó sobre la casona, pero consiguió entrar en ella, aunque fuera por partes, como diría el bueno de Jack. —Una observación muy original, sargento, sin duda tiene usted madera de escritor. Bueno, en-
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tonces… —El inspector alzó la voz y les habló a los vegetales inquilinos de la estancia—. ¿Ninguno de vosotros va a contarme nada…? Como obedeciendo un antiguo pacto de familia, los diez muebles de castaño macizo permanecieron impasibles y silenciosos.
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Hay un sitio
mágico en la cordillera Neovolcánica en el altiplano de México. Se trata del cerro del Yolo: una roca ígnea que sobresale del resto del lomerío. Se llega a él por una senda entre dos fragmentos de montaña que es mera roca tajada. Se dice que, si te postras con humildad durante la noche, experimentarás la naturaleza infinita del destino, pero sobre todo podrás atestiguar la presencia de un ser mítico en forma de esfinge. La cima solo es accesible por una ladera que el viento y la lluvia erosionó a través del paso de los años donde afloraron derruidas representaciones de ermitaños en marcha ascendente. No es de extrañar que esas formaciones naturales engendraran leyendas fantásticas: se especula que en el cerro habita el diablo, de modo que, muchos se aventuraron para comprobar la certeza de esa leyenda. Cuentan también que la mayoría no regresa porque al llegar a la falda del cerro se les aparece una serpiente en forma de bella mujer que les pide ayuda para cruzar el .
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riachuelo, pero sentencia que por ningún motivo volteen a verla. Los que han sucumbido a la tentación quedaron convertidos en piedra; así es como explican la forma humana en algunas rocas. Después de muchos años regresé a mi pueblo que está próximo a ese cerro con el propósito de subir a la cima, y con suerte, visualizar la criatura mítica. Cansado de vestir trajes ajenos volví a mi origen para sellar las fisuras por donde mi esencia se diluía. Con el tiempo se han perdido en mi cabeza los argumentos esgrimidos para convencer a algún guía que se atreviera a acompañarme en el ascenso durante la noche, tampoco tengo presente los avatares para arribar a las estribaciones del lomerío. Sólo se ha fijado en mi mente el ascenso por la ladera de los ermitaños en una noche cuajada de estrellas, del guía solo recuerdo que deslizaba los dedos derruidos en las formaciones rocosas invocando su benevolencia. Luego se me presentan detalles cuando a la mitad del avance el guía se me perdió con todo y tea entre las piedras vastas, pero no tuve tiempo de sentir miedo de quedarme solo y a oscuras, pues un núcleo luminoso como un montón
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de luciérnagas entrelazadas de las patas se mantuvieran ante mí, parpadeando cual si fuera una orden para que las siguiera. Llegué a la cúspide y el frío me calaba hasta las orejas que tenía cubiertas con un gorro pasamontañas. El silencio se interrumpía por el frémito del viento que sacudía las ramas de los árboles que se localizan cuesta abajo. A lo lejos se veían las luces del poblado y alrededor de mí nada que no fuera los ruidos normales que ocurren durante la noche en un cerro. Cerré los ojos y evoqué las razones por la que estaba allí y entendí mi falta de humildad y las piernas se me aflojaron como trapo y caí de rodillas desparramado. Aunque tenía bien claro que el ente solo aparecía con una referencia fonética que yo desconocía ocurrió algo extraordinario: y no es que se hubiera materializado en forma gradual un ser
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de rostro pétreo de ojos crueles que me hiciera bajar los párpados de temor y solo abrirlos para arrostrar a un monstruo tajado de los mitos. Lo que ocurrió fue que me envolvió una sensación apacible por lo que busqué una postura más cómoda, entonces perdí la percepción del tiempo y el espacio, y mi mente solo era una cuerda tensa que vibraba por el magma difuso de energía que me circundaba, tragué saliva y empecé a hablar con el cuerpo estremecido por el temblor de los nervios, con todo, logré expresar que con el paso de los años solo una cosa me atormentaba y al hablar la voz se me quebró y tuve la impresión de que alguien, al que no veía, me miraba con infinita piedad y perdí el sentido. Cuando desperté, si es que en algún momento quedé dormido, me sentí liberado, me había perdonado a mí mismo, y sentí como si una membrana cósmica me envolviera y me musitara al oído. Después toda esa energía se difuminó y las sensaciones físicas retornaron a mi cuerpo. De modo que ahora sé que el ente elige a los hombres que habrán de experimentar la vivencia mística. Pero aquellos elegidos por el Fatum nos negamos, como estigma, a compartir la verdad
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con el vulgo porque puede resultar demasiado para la indigna comprensión convencional, por ello son pocos los premiados por la conciencia de la entidad ubicua de estirpe ignota que atestigua el comportamiento humano. Por tanto, son erróneos los testimonios sobre ella, pues provienen de pusilánimes que al no obtener acceso sólo imaginan fantasías sobre seres diabólicos y le adjudican al ser mitológico un carácter enigmático y una compulsión a plantear enigmas inextricables. Tampoco es fidedigna la figura de granito en forma de esfinge ubicada en las estribaciones fosilizadas y que fue tallada por algún escultor de quien solo quedó el epíteto: el elegido. Tampoco puedo dar detalles del aspecto de la entidad pues según entiendo no tiene necesidad de presentarse en forma física, solo dio respuesta a mis dudas, pero si alguien pudiera hurgar en los vericuetos de mi mente no descubriría una imagen, sino un diálogo continuo con la entidad, quien susurra a los elegidos sobre la futilidad de la existencia humana.
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Alguien más listo
o más valiente dejaría de beber. Tengo un problema con el alcohol, no lo niego, pero me aterra sufrir. Por eso bebo. Para eludir la desesperación. El Edelweis Club es mi refugio. El escondite donde guardo el desconsuelo. Su indolencia canalla, la complicidad sigilosa del barman, ese aire entre lánguido y decadente con que ganó una fama discreta, me abisma poco a poco en el ensueño y me rescata del dolor. Me siento siempre en el mismo lugar: al fondo a la izquierda, detrás de la barra. No hablo, no me muevo, no consulto el móvil. Escucho conversaciones, ahogo en whisky tu recuerdo, calmo poco a poco los rabiosos puñetazos de mi corazón y bebo. «¿Por qué soy tan desgraciado?», me pregunto noche tras noche con autocompasión de criatura. Soy desgraciado porque soy cobarde y soy cobarde porque soy débil. Porque fue más fuer-
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te el miedo que el deseo de felicidad y no logro ahora desandar el camino. ¡Qué tremenda equivocación! Todo ha sido en vano. Esta vida nuestra del revés, estos horarios insensatos... Una historia de lo más banal, lo reconozco. Vulgar y manida como nunca mereciste. Te enredé a mi existencia con promesas que no cumplí. Con abrazos robados y un mezquino simulacro de amor, con mentiras e ilusiones dañadas que tiñeron tu cuerpo de bruma y hollín. ...No me gustan los hombres que hacen desgraciadas a las mujeres. Detesto a la gente que engaña. Y sin embargo... ...Algo torcido me roe por dentro. Algo que es indecisión, que es fracaso e impostura. ...Mil veces lo intenté y mil veces me detuve. Las palabras huían de mis labios, perpetuaban con su fuga mi agonía y me enquistaban el secreto. No supe sincerarme. Su ingenuidad, su ternura, su calma... Las niñas. Mi silencio, mi frustración, mi sentimiento de culpa... Las niñas.
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...A ti te condené a la clandestinidad. A ella la obligué a vivir un espejismo. ...«Quererte me envenena», murmuraste en nuestro último encuentro, sin lágrimas ni reproches. Y esa serenidad mató de un soplo mi esperanza y me enfrentó a la magnitud de la derrota. Supe entonces que había sido feliz, lo supe en el momento mismo en que dejé de serlo. Y un enjambre de abejas anidó en mis tripas. Mi universo se rompía. A mi lado tú te ahogabas. Tus días eran una instantánea de momentos robados, una sucesión de horas perdidas, una guardia constante frente al teléfono esperando un mensaje, una llamada que te devolviera la vida. Y lo habías intentado, dijiste, habías intentado conformarte, adaptar tu mundo al pequeño papel que yo le asigné en el
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mío. Pero no. No podías. Tú no eras esa mujer pasiva que yo había inventado, querías aventura, ligereza, poder tomar la iniciativa, escapar de aquel esquema sórdido tan trillado y tantas veces repetido. Hablaste luego de falsas alegrías, de falsa intimidad, de decepción, de humillaciones y amarguras calladas. Y, al entrever aquel castillo de sueños rotos con tus ojos, una losa de tristeza me desplomó el alma. Enmudecí. Nada pude alegar en mi defensa y lo clamoroso del silencio te alejó de mí. Era cierto: te reduje al más feo estereotipo, sin saberlo. Transformo en dolor la belleza. Mi amor es cianuro. Y mata. Daño a las personas que quiero. Labro con esmero su infelicidad a golpe de ausencias y egoísmos. Mi insignificancia las devora y tú vales mucho más que eso. Mis demonios no te merecían. Si fuera más listo o más valiente gritaría tu nombre, correría a buscarte, te diría que regreso a casa cada noche ebrio de llanto y melancolía, que no concibo la vida sin ti, que la dulzura de mi esposa (hilo a hilo se descose nuestro disfraz de estabilidad y sé que tampoco ya ella me mira como antes) me acuchilla el corazón, que no te
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supe querer, que las risas de mis hijas apenas logran camuflar los remordimientos, que te sueño, que te espero, que te anhelo... Pero soy idiota y soy cobarde. Y bebo.
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Anoche soñé que
volvía a La Escusalla. Me parecía estar parada en la entrada. Desde allí podía ver los restos de la enorme y enigmática casona que resistía con osadía el paso del tiempo. Junto a ella, los muros de la capilla con un bello retablo pétreo todavía en pie eran perfectamente reconocibles a pesar del manto vegetal que la cubría. Ha pasado mucho tiempo y todavía conservo nítidos los recuerdos de lo que viví en aquella casa, ahora reservada y silenciosa, que guarda con celo sus secretos, como si desvelarlos supusiese un acto de deslealtad y traición por el que se paga con un alto precio. Recuerdo aquel primer día, justo en mi décimo sexto aniversario, cuando entré a formar parte del servicio de la casa. Nací en una pobre familia de labradores y la casa de La Escusalla me fascinó desde el primer instante. En la planta baja las estancias me sorprendieron. Sus almacenes
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repletos de alimentos, las cocinas, las habitaciones del servicio…, y la planta noble simplemente me maravilló. Enormes aparadores atestados de delicadas vajillas cartujanas, hermosas cristalerías portuguesas, deslumbrantes lámparas y espejos de Murano..., gruesas alfombras de lana. Todo un mundo desconocido para mí, que estuvo a punto de engullirme entre sus poderosas fauces y del que me vi liberada casi milagrosamente. En la planta superior vivían los señores de la casa, los Bahamonde-Nogueira, un matrimonio de Pontevedra sin descendencia que había comprado la casa no hacía mucho tiempo. Una grave afección respiratoria de la señora fue la responsable de la mudanza ya que le permitía tratarse tomando las aguas bicarbonatadas en el cercano balneario de Lobios, en el límite de la frontera con Portugal. En la planta baja vivía y trabajaba el servicio. Dependiendo de la época del año éramos un número cambiante de personas, dirigido con mano de hierro por la gobernanta de la casa, Doña Benita. Cada vez que una de nosotras la veía, trataba de huir de ella como si de la peste se tratase. Era mal encarada, colérica y yo diría
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que también malévola, pero sobre todo lo que me aterrorizaba era su mirada fría como el hielo que parecía atravesarte de lado a lado. Arriba y abajo conformaban dos mundos completamente diferentes, antagónicos y complementarios que se movían al ritmo de la salud de la señora de la casa y, sobre todo, del estado de ánimo de su gobernanta. Nada más entrar al servicio de los señores, Conchita, mi compañera de cuarto, me puso al corriente de las leyendas de la casa, un microcosmos envuelto en un halo de misterio desde su construcción en el siglo XVIII.
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Susurrando en el silencio de las noches, por miedo a que nos sorprendieran, me fue desgranando los avatares que la propiedad sufrió a lo largo de su dilatada historia; los diferentes propietarios que la habitaron, su misteriosa relación con la Inquisición y mil historias más, seguramente adornadas por el entusiasmo narrativo y la desbordante imaginación de mi compañera de cuarto. Pero, sobre todo, me habló de la relación entre la gobernanta de la casa y don Pedro, un antiguo administrador de la propiedad, desaparecido y buscado por la justicia bajo la acusación de asesinato de trabajadores portugueses que contrataba y más tarde mataba para no pagarle los jornales…, y la creencia generalizada de que se deshacía de sus cadáveres enterrándolos bajo las losas de piedra de la capilla. Tal era así que muchos trabajadores de la finca juraban haber visto en más de una ocasión, coincidiendo con la repentina desaparición de algún jornalero, luces a medianoche en el interior de la capilla. Fue aquella fatídica noche de Difuntos cuando se sucedieron los terribles acontecimientos que derivaron en la tragedia que nos sorprendió y de la que la mayoría, milagrosamente salimos in-
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demnes. Ocurrió cuando el señor Bahamonde comunicó a doña Benita que dispusiera todo para que, en los próximos días, comenzaran unas importantes reformas en varias dependencias de la casa, entre las que se encontraba la capilla. Desde el primer momento la gobernanta de la casa trató de convencerlo de la inconveniencia de las obras y, poco a poco, las diferencias de opinión derivaron en una fuerte discusión que llamó mi atención y la de todo el servicio. Después todo fue ruido y confusión, especialmente cuando muchos de nosotros pudimos oír como doña Benita, enloquecida, comenzó a gritar, amenazándonos de muerte.
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Fue más tarde cuando la sorprendí, con los ojos enrojecidos por la ira, prendiendo fuego en los almacenes de la planta baja. Tan pronto me vio se abalanzó hacia mí como una demente. Milagrosamente me desembaracé de ella y salí corriendo hacia el patio. En pocos minutos el fuego se propagó por las estancias de la casa, devorando muebles y enseres en una inmensa pira. Mientras veíamos impotentes como las techumbres cedían y las llamas se alzaban al cielo iluminando la negrura de la noche, oímos unos espeluznantes y desgarradores gritos procedentes de la capilla en llamas, en los que muchos reconocimos a doña Benita y a don Pedro. Ahora, muchos años después, todavía evito pasar cerca de la casona. Allí sobre los restos del bello altar pétreo de la capilla alumbran dos velas que nadie sabe quién las atiende…, quizás tenga que ver con las dos luces que muchos vecinos juran que se ven cada primero de noviembre en las ruinas de lo que un día fue la Casa de la Escusalla.
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e d e u p o n o i r o t En tu escri . .. i n é f a c , z i p a l faltar papel, EL BLOG DE ESCRITURA DE
deliriosypalabras.com
He vuelto al
rompeolas. Inquieto lo recorro, tratando de bucear en el piélago de la memoria, para rescatar del olvido fragmentos de mi infancia. Desvío los ojos al agua y una imagen ondulante me devuelve otra: la barquita de Papo, así le llamaban al abuelo cuando yo me dedicaba a ensanchar el vientre de mi madre. Las olas se cruzan con otras lejanas y así, voy cruzándome en esta fría tarde con la melancolía del presente que me transporta a otro tiempo pleno de felicidad. Desde esta extensión de rocas que roban espacio al mar me veo adulto, desconfiado y sigiloso, como el cangrejo que agazapado entre las piedras me ha descubierto circundando su territorio, aunque no tengo ninguna intención de atraparlo, pero es evidente, que su código de supervivencia me señala como un eventual peligro.
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Me complace divisar todavía la vivienda de mi abuelo de un blanco reluciente con fornidas rejas para proteger las ventanas repletas de macetas. Sigo queriendo vencer al ejército de «saqueadores» que aún se jacta de haberme ganado la partida. Me cuesta aniquilar el rastro de lo que llegué a ser, escoltado por una maleta ahíta de ilusiones con que embalé la cabeza durante la aventura que viví lejos de esta escollera. Fue difícil extinguir el hechizo que me mantuvo cautivo hasta recuperar la llave de la celda de mis locuras y huir. Me salvé de los tambores de guerra y del instante cuando expiró la contrarrevolución. Por casualidad, conocí la llegada de los vencedores que me obligaron a ocultarme en las estribaciones de una montaña con lo justo para subsistir y sin renunciar a los principios que mi padre supo imbuirme con esmero y cariño. He vuelto para quedarme y pisar otra vez la playa que lleva hasta las calles soldadas al trozo de tierra firme por donde rodaron mis pasos calzados de inocencia y liderados por el ímpetu de mi juventud.
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Eliseo, mi padre, decía que de pequeño, Papo solía despertarle con su vozarrón gutural, dispuesto a reventarle el parche ovalado que recubría sus tímpanos, si no daba muestras de alzarse del mullido catre y brincar para seguirle como al adalid que conoce el trayecto hasta los fogones de la cocina, deleitándose con el bizcocho de limón que mi abuela horneaba; preparando la mesa, eternizando la estampa de Papo cruzando los brazos con las manos sujetando la nuca y dejando caer levemente la cabeza para girarla a ambos lados con la sonrisa intensa, mostrando los dientes de arriba, mientras no la perdía de vista alimentando a los polluelos. Me dirijo a la vereda de almendros bajo un reguero de magnolias que adornan los balcones en los fragores del verano.
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Noto como los pies me conducen hasta la casa enlucida de yeso y con vigas de madera por dentro. Es sábado y todo es silencio... ¿Qué extraño? ¡Nadie me recibe! Una atmósfera de vapores añejos amontona el polvo en los rincones y eclipsa las estancias vacías. Alzo la persiana de mi cuarto y escucho el chirrido del eje que me indica la suciedad acumulada. Debería engrasarlo. Todo permanece como cuando padre me envió la foto del último cumpleaños de Papo, solo que las plantas de las ventanas ya fenecieron. «¿Dónde están las macetas que veía desde el malecón?», me cuestiono, y al poco, percibo un susurro que me obliga a girarme en redondo... —¿Cómo es posible que hayas tardado tantos años? —me pregunta mi padre sin mover los labios, rodeado por un halo de misterio. —Padre, estoy confundido. ¡Ahora tiemblo de frío y hace nada, el cuerpo me ardía en la playa! ¿Por qué no está madre? ¿Qué le ha pasado? —Hijo mío, estoy dentro del armario —intercede la madre—. Ya lo entenderás. Abre la puerta, pronto estaremos todos juntos. Me quedé esperándote. —¿Y Papo, también está ahí?
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—¡No, él se ha tenido que marchar! Nos dijo que te felicitásemos tu cumpleaños. —Pero, mamá, ¿qué estás diciendo? Eso ya pasó. Hoy no es mi cumpleaños. —No contradigas a tu madre, ya conoces sus poderes y ha estado todo el día preparando la fiesta. Sabía que hoy vendrías. —¡Venga, hijo mío, métete en el armario y saldrás al jardín! —De acuerdo, lo voy a intentar. Abro la puerta y el interior del armario se ilumina, dispersándose los estantes y la ropa enmohecida. Me introduzco despacio, pensando que ha sido fácil hacerlo. Al fondo distingo el jardín inundado de sol, con el parterre repleto de peonías y verbenas.
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La mesa de madera tropical sigue en el centro rodeada de sillas donde mis padres y la abuela permanecen estáticos, con la misma vestimenta de antaño. Un escalofrío me sobresalta cuando me fijo que se elevan por encima del suelo, yendo de un lado a otro. —¡Se acabó la fiesta! ¡Quiero salirrr... ¡Ahoraaa! —¡Eso es imposible! —vocearon a coro aquellos títeres—. Comprendí que ya no estaban dispuestos a continuar sin mi presencia. —Aquí todo es posible ¡quédate con nosotros! —prosiguió mi abuela, tal y como la vi en una foto de cuando era joven. —Pues si todo es posible ¡quiero abrazar a Papo! No tuve ocasión de que me sujetara en sus brazos y todo lo que sé de él me lo habéis contado. He vuelto a cerrar los párpados mientras duraba la siesta. Voy a frotármelos como si se trataran de lámparas maravillosas dispuestas a concederme el deseo: ¿Papo, estás ahí?...
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Sé que aquí nadie podrá verme.
Estas rocas siempre han sido mi refugio, un lugar seguro para la felicidad, un sitio mudo para los secretos. Un solar para mi desolación. Siento la misma aflicción que ellos, pero no puedo estar ahí abajo, acompañándolos en su dolor. Pisando la misma orilla que pisan los pies de los que tanto has amado. Yo era la sombra fiel, la inexistente en tu vida. Y no hay lugar para una sombra en tu despedida. Fuimos todo lo que no debíamos ser, y éramos todo lo que queríamos. La brisa acaricia mi rostro, con la misma intensidad que acaricia el de los tuyos. El mismo sonido del oleaje en calma, también llega hasta esta piedra. Dura como este momento. Desde mi escondite observo a distancia como tu hijo vuelca la urna para liberarte. Al fin vuelas.
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Eres polvo disperso abrazando el aire que te acoge, y te siembra para que seas de una vez, y para siempre, parte de este mar que tanto has amado. Que te dio, y se llevó, muchas horas de tu vida. Veo sus rostros con los catalejos que me regalaste. Te lloran. Han venido los seis, y tus dos amigos de siempre. Quizás están escuchando la misma música que yo. Bach era tu pasión, la melodía que te acompaña también en tu último trayecto. En los tormentos, en las angustias, en las cuestas arriba, la música es un bálsamo. La cura de las heridas. Siempre una bendición, decías. Cumplen tu voluntad, tampoco te defraudan en este momento. No puedo oírlo, pero sé que ahí, ahora, también suena Bach. Han hecho un círculo, se abrazan por la cintura, y la esposa de tu hijo sostiene un libro abierto. Miran al suelo y rezan un salmo, estoy segura. Te han oído cantarlos miles de veces. Tengo en mis manos tu última carta, intento leer los versos y no puedo. Mis ojos están inundados. Disculpa si me dejo atrás algo, amor, desde ayer no he tenido mucho tiempo de memorizarlos. Los recito con la voz quebrada, palabra
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por palabra. Quiero saberlos como me sabía las palmas de tus manos, el calor de tu piel rugosa, tus cicatrices, tus lunares en la espalda, tu pelo siempre despeinado. Tu boca… ¡Ay, tu boca! Cuna de los cantos, tus palabras profundas, tus sarcásticas ironías. Tus risas, tu sonrisa. Tus mordiscos. Los besos, las historias, los sueños. Los gemidos. El grito. Todo salía de tu boca y de tus manos. Las cartas de todos los días. La pasión, el verso, las melodías. Las caricias. Todo menos las miradas tiernas. Las de fuego, esas que solo sabían proyectar tus ojos en los míos. Y el amor. Siempre en privado, solo tuyo y mío, en cualquier habitación alquilada por horas. Ahora ya eres agua y arena. La sal de las olas que te acunarán para siempre en los recuerdos. Los míos, y los de ellos.
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Tu nieta siembra de pétalos blancos la orilla. Son orquídeas, tus preferidas. Ella también ha venido. Está un poco más arriba, justo donde el camino se convierte en arena. La han traído en la silla porque ya no puede dar un paso. La acompaña vuestra hija, desconsolada. Te lloran. Te quería, lo sé. Amarte, hace tiempo que tú sabías que no. Bajaría a abrazarlas, a contarles que me sacrifiqué por todos, porque tú los querías. Que me amabas y te amé, sin culpabilidades. Jamás construimos un muro que te separase de tu hogar. Que siento mucho su dolor, de verdad. No fue culpa de nadie. El amor nos eligió, y nosotros no quisimos renunciar a esa felicidad, aunque fuese a ratos. Ni dañar a quien no se merecía el daño. Hicimos filigranas con tiempos muertos arrancados al reloj. Jamás una queja, un reproche, un dolor. No pedí, no reclamé. Nos adaptamos. Fuimos felices. Te amé. Me amaste, y no hay que pedir perdón a nadie. Sopla el viento. Vuela la cometa tu nieto pequeño, el niño de tus ojos, el que me gustaría haber parido para ti. Nunca estaré sola. Vendré a caminar por esta
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playa, descalza, para que me beses los pies en la arena que te aloja, con la ola que se acerca y se aleja para volver, como la caricia de una lengua juguetona. Te leeré los poemas recopilados en todos estos años de medidas ausencias, de viajes justificados, de encuentros a media tarde, de camas nunca nuestras. De una piel abrasando otra piel. Se van. Regresan al camino y besan a su madre, abrazan a la abuela. Ellos son el legado que le dejas. Y yo me quedo sin nada más que esta playa, tus poemas y un secreto inconfesable. Me ahoga el llanto. Se han ido todos en dos coches; uno era tuyo hasta ayer. Ya estoy en la playa desierta. Te traigo dos rosas rojas. Las beso, y te las dejo en la piedra que algunas tardes era la nuestra. Cuando suba la marea vendrás a llevártelas, y en sus hojas escribirás nuestro último poema de amor. Con sal amarga, como las lágrimas que hemos derramado por ti los que te hemos querido de verdad. Mi poema queda en este frasco. Léeme por última vez, con tu voz de océano. Con tu sonido de mar.
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Las tinieblas acechaban en el corredor; el pa-
so de algún habitante de la mansión portando una vela. La abuela, ya impedida, vivía en la planta baja. La Caronte la apodaban con malicia infantil, en gran parte por su carácter agrio. Su dormitorio estaba cerca del acceso al sótano, una oscuridad sepultada tras una puerta con tres cerrojos, amortajado en el silencio que una campanilla osaba romper de vez en cuando. —¡Ya voy abuela! ¡Ya voy! —¡¿Esta mujer no se cansa?! Me va a hacer parir antes de tiempo. Sonó de nuevo la campanilla y antes de contestar cogí resuello apoyada en la puerta de su dormitorio. —¿Estás ahí, María? —gritó la anciana. —Sí, abuela, sí —respondí mientras abría la puerta y alumbraba con el candelero. No me sorprendió su sonrisa de dientes corrompidos, ni el moño que doblegaba su cabello, sino verla erguida apoyada en el bastón de la familia. Sentí repelús. —María, ¿qué edad tienes?
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—Quince, abuela. —Y no crees que ya va siendo hora de llamarme por mi nombre —sentenció con un mohín de disgusto. Enmudecí y sonrojada agaché la cabeza. —¿Por qué no lo haces? —Me recuerda a mi madre —farfullé. —Bah, bah, bah, ya sé que nos llamamos igual —gruñó y desvió los ojos hacia la oscuridad—. Yo también la extraño. De hecho, ella debería estar aquí en tu lugar. Pero tú eres la única mujer que queda en la familia. —Suspiró abatida. No levanté la mirada, temía que me delataran mis ojos, la presión en el pecho, la vela temblando en mi mano. ¿Por qué te fuiste mamá? Me pasé la mano vacilante por mi abultado vientre. ¡Te necesito tanto! Casi cuatro años desde que, escondida en un arbusto, te vi discutiendo con la abuela. Tras aquel día la anciana se emboscó en su mutismo, nunca volvió a salir de la casa y tú… tú te fuiste, sin besos, sin abrazos… sin una última mentira. —Tenemos asuntos pendientes, no cesan las malas cosechas y se avecinan tiempos de cuervos —declaró de pronto mientras avanzaba renqueante apoyada en el bastón—. Acércate, pe-
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queña, juntas iremos más rápido. Dejamos atrás los retratos de las mujeres que fueron cabeza de familia desde la construcción de la mansión. Allí mismo hace cinco años, el abuelo acompañaba a la abuela por este pasillo, fue la última vez que lo vi. Al llegar ante la puerta del sótano, la abuela fue abriendo los cerrojos. Una bocanada de frío y humedad nos dio la bienvenida, acobardada ante la oscuridad miré a mi abuela. —¿Dónde huyó mi madre? —dije perturbando el silencio y comenzamos a bajar los escalones. —Tu madre... ¿que dónde se fue?… —masculló deteniéndose en el rellano, apoyó la espalda en la mohosa pared para recuperar el aliento—. Mi hija tuvo miedo, terror a la realidad, fue cobarde y escapó —farfulló y continuó el descenso, cabizbaja. —¿Pero a dónde? —exclamé recelosa apretando su brazo. —Pronto niña, pronto —murmuró tironeando del brazo—. La vida te espera llena de sabiduría, sufrimiento y amor por tu familia. El hambre nos alcanzará pronto... hay tan pocas provisiones. Pero tú… inocente —susurró y manoseó mi vientre hinchado.
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La angustia y ansiedad me aturdieron. Escalón tras escalón, nos aventuramos en las entrañas de la casona. Luego vinieron pasillos, cámaras llenas de argollas, cadenas, aperos... y oscuridad. Un tufo más pestilente a cada paso me provocó náuseas, tras cubrir la nariz con el sayo vislumbré una puerta pequeña. Costó abrir el cerrojo, el chirrido de las bisagras fue como una advertencia. El hedor que emergía me sofocó y mis sienes palpitaron. —Vamos chiquilla, pasa, pasa tú primero y así me apoyaré en ti —sugirió mientras se situaba con inusitada presteza a mi espalda y se sostenía de mi hombro. Fui arrastrando mis zapatos, apenas avancé unos pasos y ante mí se abrió una tenebrosidad más espesa que la brea. Mis pies no quisieron avanzar más. Sentía en mi espalda la presión de mi abuela. Un escalofrío me atravesó al intuir lo que tenía ante mí.
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—Ese es el camino que tu madre recorrió trastornada hace cuatro años —musitó agitada—. Tuvo pánico de reemplazarme. Si hubiera querido mantener el secreto, todo hubiera sido diferente. Tropezando se puso a mi lado y me agarró la mano. Al sentir su piel apergaminada, volví en mí. La repugnancia, el odio y el miedo me fustigaron para escapar. Pero algo en mi interior me lo impidió. —¡Madre! —chillé y me aparté del pozo. Me agarró la otra muñeca, haciendo zarandear la vela que mutó las sombras en bestias infernales. —Cariño, tú no eres como tu madre —dijo tirando de mí. —Estás loca —grité e intenté zafarme de sus manos, mas fue imposible, apretaban como cepos. Me resistí pero, paso a paso, me arrastró con inusitada fuerza, sin dejar de jadear, hasta detenerse junto a la sima. —María, si tú quisieras ya habría acabado todo —farfulló, sus ojos parecían urracas muertas—. No lo olvides, cuando el hambre apriete, el pozo te estará esperando aquí abajo.
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Sonrió y su rostro se relajó, luego de un soplido nos dejó en tinieblas. Liberó mis manos y me trastabillé hacia atrás. Sus ropajes sonaron como alas de una mariposa nocturna alejándose agitada. El silencio espesó el tiempo, lo volvió viscoso hasta que un crujido lejano y profundo quebró la coraza de mi crisálida.
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—¿De quién hablan, mamá, Yaya? —De nadie. Nada. ¿Por qué? —No, nada. Pusieron voz rara. —¿Rara cómo? —Como de secreto. —Las niñas no deben escuchar las conversaciones de los mayores. —Tal como te lo cuento. Durante años. Era un susurro de verano. A la hora de la siesta, cuando se suponía que los chicos dormíamos. Sé que escuchaba un nombre de mujer, pero nunca entendí bien o lo olvidé. Murió la Yaya y nunca más oí a mi madre hablar con nadie de ese modo. Pero hasta pasados mis veinte años soñé con la mujer de esta foto, diciéndome «pregunten a Juan Diego». Mi madre me dijo que en la quinta de su abuelo había un indio que cuidaba los caballos llamado así. Nada más. »¡Yo que creía que eran solo sueños, y la dama estaba entre fotos, cartas, encajes, en el arcón! ¡No hay como mudarse para que empiecen a aparecer fantasmas todos los días! Debería tirar-
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la ¿no? Si no sé quién es ¿para qué guardarla? —¿Pero, no querrías averiguar al menos con quién soñaste tantos años? Decís que esta mudanza es un cambio de vida. Sería bueno saber qué dejás atrás. —No, no. Tuvo que ver con abuelos o tíos, pero no conmigo, ya está. Mi tema es Dalmiro que quiere hijos ya, y yo después de ese embarazo perdido no me siento capaz de cuidarlos. —¿Y los sueños? —Sueños son, como dijo Calderón. Tal vez a mis veinte años cuando todos estaban vivos, habría sido bueno buscar a Juan Diego y preguntarle por esta mujer. Aunque como de costumbre, nadie preguntaba nada. Era más alta que mi Yaya, pero se le parece ¿no? Pasame esa caja. Cartas, documentos, tarjetas postales. ¡Esto es la vida eterna! Una catarata de lágrimas. Ángela la abraza. —¿Qué pasa? —Es un agobio terrible. ¿Será la vieja historia de la niña enamorada del sirviente? Pero, ¿por qué decía «pregunten a Juan Diego», y no «me dejó» o «me sedujo», por ejemplo? —Creo que ese indio debía saber algo que por algún motivo calló muy bien. ¿No queda nadie
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de la familia de tu Yaya? —Sí, tengo una tía abuela que ya está muy mayor, pero quizá su hija sepa algo o pueda preguntarle. Ya veré. Tengo mucho que resolver antes del viaje. Mudarme, dejar el poder para la venta de la casa, ordenar lo que queda y lo que haya que pagar mientras no estoy. Es mucho. Dalmiro se queda con la gata. También a ella la abandonó. No sé si algún día aprenderé a cuidar. —Basta con eso. A dormir.
A pesar del cansancio, Leonor no duerme. Al amanecer se abalanza sobre la caja de cartas y postales como si la vida le fuera en ello. La cosecha es prometedora: Una foto en sepia ya muy borrosa de cuatro criaturas, tres niñas y un varón de ojos tristes vestidos de luto, apenas un
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encaje blanco en los cuellos. Hay otra del bisabuelo con botas y fusta en mano a punto de montar un caballo que un niño de rasgos indígenas sostiene de las riendas. «Este debe ser Juan Diego, parece menor que los hermanos», piensa. Se impacienta. Quiere vaciar la caja de una vez y al mismo tiempo leer todas las cartas y postales. Hay una con un paisaje marítimo dirigida a Rita y firmada por su abuela: «Cuidado Rita. Acordate de Amalia». Nada más. En el fondo de la caja, un sugestivo sobre azul. Hay una comunicación de la Superiora de un convento donde renuncia a hacerse cargo de alguien que no menciona, e invita al bisabuelo a ir a aclarar la situación; también hay un certificado con sellos y firmas municipales donde consta una donación al hospicio de la ciudad. La fecha es pocos días después de la carta de la monja. Es hora de ver a Rita con sus descubrimientos en la mano. Ante la foto de los niños, Rita suspira, —El luto por mamá. Después Leonor muestra la postal. —Nada, mujer. No recuerdo. Pavadas de adolescentes. —Pero, ¿quién era Amalia?
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—La mayor. No la recuerdo. Yo era muy niña cuando se fue. —¿A dónde Rita, por favor? Mirá, traigo una carta de un convento dirigida al Tata, ¿sabés algo? —Ahora que pienso, una vez oímos al Tata gritar enojado como nunca encerrado en su escritorio. Creo que Amalia estaba con él. Aullaba algo como: «Estás loca, es mi amigo, ni más ni menos que el presidente, ¿cómo pretendés que te crea? ¡Mentirosa! ¡Mi hija una mujerzuela loca!» Al día siguiente Amalia no estaba más. Sé que Delia, tu abuela, le mandaba cosas con Juan Diego una o dos veces al mes, pero la última vez el indio no volvió. No supimos más de él. Dejá el pasado en paz. —No puedo, tía. He soñado con esta adolescente como con nadie en mi vida. El convento ya no existe. Queda el hospicio. Va, determinada, temblando. Consigue que busquen en los archivos. Finalmente encuentra una carpeta con el nombre de la tía abuela perdida.
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Fecha ilegible: Menor de edad. Signos de recién parida. Delirios de grandeza. Se cree amante de un Presidente y lo hace padre del hijo que no trae con ella. Otra hoja, otra letra, otra tinta: Actual delirio, «Juan Diego sabe. Pregúntenle.» Defunción (otro borrón de tinta): Intoxicación. Nadie reclama el cuerpo.
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Desde la cocina
me llegaba el olor del café que preparaba mi hermano Antonio. Me levanté y el piso de madera crujió ante mi peso pues soy un hombre bastante corpulento. A ese ruido estaba más que acostumbrado, pero me hizo pensar en lo que estaba debajo de mí. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y apresuradamente me puse mis pantuflas y me dirigí a la cocina. Antonio estaba sentado en el pequeño desayunador y con una taza de café. Me serví yo también y me senté frente a él. Los dos nos miramos por un segundo, esperando que el otro hablara, para después esconder nuestra vista en el humo que despedían las bebidas. —Habrá que quitar esa silla —dijo al fin. La miré. Era una silla de desayunador común y corriente, muy usada, tanto, que en el asiento tenía la huella dejada por los cientos de veces que un enorme trasero se había sentado ahí. Me
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quedé pensando en cómo solemos deformar las cosas con el uso cotidiano: mis pantuflas, por ejemplo, deformadas por mi pisada fuerte, los escalones que iban hacia el sótano, que de tanto subir y bajar lucían desgastados, esa silla… Antonio se levantó con su taza y se fue. Yo me preparé unas tostadas con mermelada de higo casera. Ya sólo quedaba un frasco y no habría más. Las manos que solían prepararla ya no existían. El sabor del higo, aunque dulce, en mi boca se hizo amargo. Dejé las tostadas a la mitad y me fui a vestir para iniciar mis labores en la vieja granja donde vivíamos. Recuerdo que Antonio estaba alimentando a los animales y yo me subí al tractor. El ruido de la máquina me envolvió y lo agradecí, pues atenuaba un poco el estruendo de mis pensamientos. Terminé de arar y decidí fumar un cigarrillo en la pequeña caballeriza donde teníamos a Falco, nuestro único caballo. Era un animal poco agraciado, pero muy noble. Se acercó confiado hacia mí y pegó su hocico en mi chaqueta, buscando los premios habituales: trozos de manzana o zanahoria que en ocasiones le llevaba. —Lo siento Falco, hoy no hay nada —le dije.
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Desde la caballeriza, vi a mi hermano salir de la casa con la silla del desayunador. La fue a poner en el lugar donde últimamente poníamos las cosas que nos hacían daño. De los dos, Antonio era el más calculador, el más pensante, en cuanto a mí, era el impulsivo. Fui yo quien había golpeado hasta matar y él quien había divisado un plan para ocultar el cuerpo en el congelador del sótano, ahora convertido en cripta. Como si pudiera asomarse a mis pensamientos Falco se alejó de mí, nervioso. Afortunadamente poca gente nos visitaba. No teníamos familia. Ni Antonio ni yo nos habíamos querido casar nunca y menos tener hijos. No habría nadie que hiciera preguntas incómodas. Y si algo surgía siempre podíamos decir que estaba indispuesta. Antonio se acercó a donde estaba yo.
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—¿Tu ropa? —La quemé como me dijiste. —Bien. Mi ropa había quedado empapada en su sangre. Cada golpe propinado le había machacado el rostro hasta dejarlo casi irreconocible. La ira venía desde muy dentro, una ira antigua, nacida de la impotencia. Se remontaba a las noches en que, siendo niños, ella entraba a nuestro cuarto y se acostaba entre nosotros. Las caricias que nos hacía nos dejaban asqueados, pero no teníamos permitido llorar ni decir nada. Aquellas visitas nocturnas habían durado muchos años hasta que un día Antonio se le enfrentó y no la dejó entrar. Ese día, sin embargo, el sufrimiento no terminó, pues como las cosas que se deforman con el uso, nuestros espíritus estaban quebrantados ya. Marcados de por vida. Uno piensa que muerto el perro se acaba la rabia; pero su presencia estaba en todo. A veces me parecía verla pasar. De repente se escuchaban ruidos inexplicables en el sótano. En ocasiones, estando Antonio y yo en la cocina, olíamos su perfume viejo. Por las noches nos daba miedo caer dormidos pues muchas veces la soñábamos.
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Al final decidimos quemar la granja con todo dentro. Antonio volvió a poner lo colocado en el sótano en sus lugares habituales. Nos aseguramos que todo ardiera, incluso nuestros animales y… Falco. Perderlo ha sido lo más doloroso que he tenido que experimentar en mi vida adulta. La granja ardía y Antonio y yo íbamos ya en el auto con rumbo desconocido. De repente un olor horrible a carne chamuscada impregnó todo. Antonio que iba manejando frenó violentamente. Nuestras miradas desoladas se cruzaron entre sí...
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Anoche soñé que
volvía a ver su tumba. El día era tan gris que era difícil no caer en la melancolía, y la oscuridad acechaba poco a poco por el cielo, como si anunciara que algo peor se avecinaba. El césped que rodeaba la piedra en la que estaba escrito su nombre parecía estar completamente seca, marchitada por la soledad de quién no era amado por nadie, ni siquiera por su propia hija. —¿A dónde la llevo, señorita? —me preguntó un amable taxista. —Bien lejos de aquí, por favor —le contesté. Pensé que su pérdida no me había afectado tanto, pero parece ser que fui demasiado ingenua. Supongo que construí un muro para dejar de sentir y, ahora que habían pasado tan solo unos días desde el primer aniversario de su muerte, el insomnio no me dejaba cerrar los ojos y las lágrimas caían por mi rostro de igual forma que la lluvia en cielo. —¿Qué quiere tomar? —me preguntó esta vez un agradable camarero.
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—Algo fuerte que me ayude a dejar de pensar —le respondí. La tormenta había empezado de nuevo y el silencio me abrumaba en una noche en la que preferiría callar para siempre. El alcohol ardía en mi garganta, pero el gusto que se me impregnaba en los labios era delicadamente dulce. El camarero me sirvió entonces otra copa cuando aún no había terminado la primera y que parecía aún más fuerte. —No he pedido nada —le dije, algo mareada al no haber bebido en mucho tiempo. —Lo sé señorita, pero el señor ha insistido en invitarla —afirmó, al mismo tiempo que señalaba a un hombre al final de la barra. No era exactamente mi tipo, pero sentía la necesidad de tirarlo todo por la borda. —¿Quieres subir a mi habitación? —me preguntó, después de estar solo cinco minutos hablando. —Sí —afirmé, acercándome a sus labios. Su boca tenía un sabor mezclado entre cigarro y gin-tonic barato, pero no me importaba. Era como si anhelara la destrucción absoluta. «Papá, ¿dónde irás?», le pregunté con nueve años al verle hacerse una maleta.
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Me dijo que se iba de viaje para poder descansar y que volvería en unos pocos días. No estaba segura de lo que sus palabras significaban, por lo que asentí con cierta inocencia y le di un abrazo de buenas noches. Lo que no supe hasta doce años después era que, en realidad, ese día sería el último que lo volvería ver hasta saber de su muerte. Parece ser que tuvo un ataque al corazón en su apartamento y, al vivir solo, nadie supo de él hasta que encontraron su cuerpo unos días después debido al olor. —¿Te gusta? —me preguntaba el hombre del bar, mientras teníamos sexo. —Sí... —le respondí, aunque no muy entusiasmada por su habilidad.
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A pesar de ello, quería disfrutarlo, pero mi cabeza persistía en seguir en otro sitio. Ahora que había dejado de ser parte de mi vida de forma definitiva, no podía dejar de pensar en todo lo que no pudimos vivir juntos, en lo que me había perdido y no pude hacer al apartarse de mi lado. Me vi entonces de nuevo como aquella niña pequeña que esperaba uno y otro día a su padre, convencida aún que cumpliría con su palabra de volver pronto a casa a pesar de que habían pasado más de dos años desde que se había ido. «Cariño, hace frío», me decía mi madre desde la entrada, al verme sentada en las escaleras del porche de nuestra casa. Pero no quería escucharla. En mi cabeza no existía la posibilidad de que nos hubiera abandonado de verdad. —¡Apártate! —exclamé, para quitarme de encima a ese hombre asqueroso. Los malos recuerdos me habían hecho perder la calma. Me marché de su habitación sin apenas vestirme, a la vez que corría con los tacones en mi mano. Al salir a la calle, me di cuenta de que me había dejado mi abrigo en la habitación, pero no estaba dispuesta a volver. Sin embargo, ese día
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era el más frío del año y el aire entraba por cualquiera de las partes de ese pomposo vestido oscuro. Pero, aún la gelidez que impregnaba mi alma, me apetecía continuar bebiendo y la noche era muy larga para poder seguir haciéndolo. Me invitaron a más copas, me colé en las habitaciones de otros hombres desconocidos y terminé al final, sin saber cómo, caminando en la baranda de uno de los puentes más conocidos de la ciudad. La cabeza me daba vueltas, pero en el fondo era consciente de lo que estaba haciendo. Estaba jugando, desafiando al mismísimo diablo sin importar las consecuencias. Di un paso tras otro, preguntándome que pasaría tras mi muerte. Mi madre murió unos años atrás, no tenía hermanos ni tampoco a nadie que lloraría por mi ausencia. Estaba completamente sola, abandonada, perdida. De repente, puse el pie demasiado en el borde, puede que apropósito, y mi cuerpo cayó sobre el río helado. El agua estaba tan fría que sentía que mi piel ardía y mi cuerpo empezó a hundirse en la profundidad de la nada. No podía respirar y sentía como el agua entraba lentamente por mis pulmones... ¿Esto es la muerte?, me preguntaba en la oscuridad.
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Abrí entonces los ojos. El día empezaba de nuevo una y otra vez. Parecía una maldición. Anoche soñé que volvía a ver su tumba, escribía en mi diario.
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El proceso de escritura de una historia es un maravilloso juego de prueba y error, así que: ¡Disfrútalo!
En plena guerra,
entre estallidos de bombas y sonidos de armas, Iván, un futuro héroe con solo ocho años, volvía a casa de la escuela, donde vivían su madre y él. Al llegar, se encontró la puerta de entrada abierta. —¡Mamá!, ¡ya estoy en casa! ¡¿Hola?! —Buscó en cada parte de su casa sin recibir respuesta, pero en su habitación encontró su peluche favorito con una nota. Sabía que era para él, pero aún no sabía leer, así que la guardó en su bolsillo. Pasaron las horas y cansado de esperar, recordó que en la escuela su profesor le ayudaría a leerla. Puso atención para saber por dónde provenían los sonidos de armas y explosivos, entonces supo elegir el mejor recorrido. Llegando, vio a lo lejos a su profesor con las manos en alto y unos soldados apuntándole con sus armas. Iván se escondió detrás de una roca grande, observó co-
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mo contaban hacia atrás y después ocultó la cabeza para escuchar los disparos; aunque uno de los militares vio al pequeño cuando asomó la cara. Se subieron en un furgón militar sin capota y fueron hacia Iván. —¡¡Joven, levanta del suelo y arriba las manos!! —gritó, uno de los tres soldados. El chico hizo caso. Los tres soldados hablaban otro idioma y él no podía entender lo que decían. —¡¡¿Estás solo, soldado?!! —preguntó de nuevo, gritando el que podía hablar el mismo idioma que él. Iván afirmó con la cabeza, pero cometió el error de meter una mano en su bolsillo para sacar la nota de su madre. —¡¡Fuego!! —chilló uno de ellos en alto, pero cuando quisieron apretar el gatillo, una brisa y un olor a perfume de mujer les paralizó y manipuló. Iván se acercó al oficial que hablaba su mismo idioma y le entregó la carta. —Te llevaremos donde nos pide tu madre en la nota. —Hizo una señal al chico para que subiera al furgón, mientras le devolvía el papel.
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Pasaron por un pueblo, pararon el vehículo y le hicieron bajar. Este observó el cartel de la tienda que tenía enfrente sin saber que decía, mientras era bañado por el humo que dejó el furgón cuando se fue de allí. —Te esperaba, Iván —dijo un hombre, saliendo de la tienda—. Tu madre quiere que aprendas a leer lo antes posible, esa nota que llevas ahí es especial. Me llamo Alfonso... seré tu primer maestro, hasta que aprendas, guardaré esa maravilla en mi caja registradora. Iván abrió la nota antes de entregársela a Alfonso. Las letras se movían solas, cambiando las frases y palabras, pero eso él aún no lo entendía. Pasaron dentro y empezaron su amistad compartiendo un bocadillo, ya que el chico estaba hambriento.
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Pasado un tiempo, Iván ya estaba listo para leer la nota. Estaban leyendo un texto, cuando entró un hombre en la tienda. —¡¡Ya sabes que tienes que hacer, viejo!! — gritó, sacando un revólver del bolsillo. Los dos se levantaron de la silla, Alfonso hizo una señal con su mano a Iván de que no se moviera. Se acercó a la caja, la abrió y sacó todo el dinero que tenía. —Tranquilo, toma todo el dinero —le dijo, estirando el brazo desde el mostrador. —¿¡Y ese cheque!? Dámelo ahora mismo — amenazó, apuntando con el revolver al chico y con la otra mano, señalando la carta. Alfonso la cogió y estiró el brazo de nuevo para entregarle todo. El ladrón agarró el dinero y lo guardo, pero la nota la abrió con su mano libre y al leerla soltó una carcajada. —¡¿Qué tontería es esta?! —vociferó, rompiendo en pedazos la nota. Los pedazos en vez de caer, flotaron, el lugar se iluminó de color dorado y se inundó de olor a perfume de mujer. Letras de colores salían de los trozos de papel y eran lanzados a gran velocidad al pecho del pequeño, junto a una luz do-
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rada que terminaba en su frente. El ladrón quiso huir, pero el pequeño, señalando con su dedo convirtió su arma en polvo y después bloqueó la puerta. Iván se acercó al intruso. Las luces desaparecieron y todo volvió a la normalidad, excepto los ojos del chico, que parecían en llamas. —Dame el dinero y vete de aquí —dijo, después hizo un chasquido con los dedos—. Olvidarás todo lo que leíste en la nota, buscarás un trabajo y serás un hombre honrado. El atracador le entregó el dinero y se fue de allí. Iván se acercó a Alfonso y le dio el efectivo. —Ahora estás preparado, pequeño. Sabes qué tienes que hacer, ¿verdad? —Mamá escribe en mí... Y dice que en toda guerra hay un héroe y una bruja. —El chico cruzó sus brazos y cerró los ojos—. Hasta pronto, Alfonso, gracias... —dijo, desvaneciéndose. Y así comenzó la historia de Iván, un pequeño héroe y su madre, la bruja.
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Los callejones del
submundo de Alphabet City se veían lóbregos. El inspector Neff los observaba sentado en la terraza, rodeado de sus gatos que ronroneaban e intentaban sentarse en su regazo. Estaba teniendo un fin de semana atormentado. No había podido dormir el sábado a la noche; la voz en su cabeza le había pedido continuamente salir a la calle. Su silencio era un tejedor de ideas y sentimientos que se iban transformando en cadenas de vendettas. Le echó una mirada furtiva a su reloj y salió a recorrer las avenidas. Era hora de encontrarla caminando por las callejuelas, bajo aquel mismo ritual. Con sus ojos sobre maquillados, el vestido ajustado resaltando sus caderas y ese perfume de ramera de Nueva Orleans. Avanzó despacio, con sigilo, miró a su alrededor. Y allí estaba ella, contoneándose calle abajo, sus glúteos subían y bajaban danzarines, como si supieran, que él estaba acercándose a ella. —¡Las manos sobre la cabeza! !Rápido!
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—¡Toma lo que quieras y no me fastidies! — exclamó ella, mientras masticaba chicle y hacía globos. —¡No te hagas la graciosa! —espetó. El arma retornó al chaleco. Sus manos inspeccionaron aquel cuerpo de piernas flacuchentas. —Lo siento, muñeca. No me digas que tienes miedo. —Para nada —refutó la joven blancuzca, con un ligero temblor. Al darse la vuelta, ella no pudo ver la sonrisa tenebrosa que moldeó las duras facciones del inspector.
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Jack Neff dormía plácidamente cuando el tono de su celular lo despertó. —¡Al fin te encuentro, pensé que no responderías! Necesito verte. —Está bien, nos vemos en breve —contestó Jack. Lanzó el móvil a la cama, luego entró al baño y buscó en el gabinete las pastillas que tomaba para sus migrañas. No tomó mucho tiempo en la ducha y en cuanto terminó de enjuagarse el pelo creyó escuchar un suspiro casi inaudible. ¿Había sido suyo o de ella? Airado salió con una toalla puesta en la cintura. Su cabeza soltó con todo tipo de pensamientos que parecían casi fuera de control. La visualizó sentada sobre el sofá, con la mirada provocativa, vistiendo su baby doll favorito de satén semitransparente, y las piernas cruzadas en sus zapatos de aguja negros. —¡Arrghh! —gritó de ira, seguido por un puño en la cama. Se sentía solo y frustrado desde la muerte misteriosa de la golfa de su mujer, hacía tres meses no había podido saciar sus necesidades carnales. Le apetecía ir al burdel y revolcarse con cualquier meretriz. Pero por alguna razón se
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negaba a hacerlo. Era algo instintivo y difuso. Ella, sólo ella, era la culpable de su desgracia. Cuando llegó a la comisaría subió directo a su despacho en el segundo piso. Su compañera le esperaba con un café en la mano. —Hola, Cherry, ¿que hay de nuevo? —Apareció una nueva víctima —ella hizo una breve pausa —. Disculpa, pero te ves fatal. Tienes cara de no haber dormido en toda la noche. —Las migrañas son más frecuentes. —respondió tajante. Trató de resguardarse de su mirada, pero ella se acercó y puso la mano sobre su hombro. Para su mala suerte, percibió el mismo olor dulce y floral del azahar, que su esposa usaba en aquellas noches mágicas en Venecia. Un flash de memoria lo sacudió como un saco de boxeo. Él se puso tenso. Parecía estar recordando algún episodio del pasado que lo había marcado. La recordaba muy bien, demasiado bien. —¡Maldita víbora repugnante! —se dijo. Cherry interrumpió su desagradable reminiscencia, y le mostró las fotografías de la joven asesinada.
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—Misty Harris, veinte años, raza negra. Era una violinista atrapada en las drogas. Parece ser que cambió la selección de sus víctimas, a menos que el asesino esté perdiendo el equilibrio. —Simplemente cambió de metodología. Por eso le cortó los dedos de las manos —vaticinó sombríamente Neff. Tras hora y media de conversación sobre el deprimente asunto que lo había llevado a su oficina, el inspector Neff se perdió en la controvertida selva de cemento, donde otras actividades exigían su atención y su tiempo.
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Su preferido era
el blanco, con botones nacarados en la espalda y remates color de perla con unas filigranas en los bordes de las mangas. Al final no se casaron, no porque no quisieran, por la juventud quizá, que era muy loca y atrevida. Que parece que va a durar siempre y sin embargo pasa pronto. Y esos detalles pare-cen no tener importancia. Y él le quitó esa idea de la cabeza, un gasto innecesario le dijo. Y ella se dejó convencer, pues lo más importante lo tenían; el uno al otro más el amor que se profesaban. Se comían el mundo, se atrevían con cualquier cosa que se les pusiese delante. Todo reto era poco para ellos y juntos irían a donde hiciera falta; pero ir hacía un futuro imperfecto era perder esperanza de continuo. La poca que tenían se empeñaban en tumbarla las sucesivas crisis que no les dejaron levantar cabeza. Les hacía perder sus trabajos precarios cuando conseguían
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alguno, y sucesivamente se comían los pocos dineros que conseguían ahorrar. Ambos estudiaron mientras les tocó hacerlo, tenían una formación muy decente para lo que se estilaba; y a pesar de tanta reforma educativa que se cambiaba antes casi de ponerse en marcha. Por supuesto cada una peor que la otra. En esos tiempos en los que se premiaba la ley del mínimo esfuerzo y se veía mal todo lo que iba en contra de lo políticamente correcto. Mucho buenismo y poca meritocracia. A pesar de su preparación no se les ofrecieron muchas posibilidades en un mercado laboral tan precario y saturado de becarios; que trabajaban prácticamente gratis para las grandes empresas. Víctimas de mentiras edulcoradas, que se presentaban como promesas tentadoras de formación y que quedaban rubricados en contratos basura. Y la vida mientras, se les escurría como agua, viviéndola como si no fuera la que les correspondiese por ley y por lógica aplastante. Mientras, veían como personajes mediáticos desvergonzados se libraban de penas de cárcel merecidas y políticos sin vocación se subían los sueldos simplemente porque se les ocurría que así debía ser, por eso estaban al servicio de los
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contribuyentes y estos, se conoce, les daban mucho que hacer y naturalmente se consideraban merecedores de una compensación por tan tremendo esfuerzo. Ellos dos, sin embargo, como muchos, levantaban el país, madrugando todos los días y no precisamente para ver el amanecer, y mientras les duraba el empleo claro; y se deslomaban doce o catorce horas diarias en jornadas que no parecían llegar a su fin y que a sus jefes les parecían cortas e improductivas. Más solo tenían derecho al salario mínimo que se les quedaba en nada después de hacer frente a los pagos exigidos por una voraz hacienda. Y se reían de todo aquello por lo que no merecía la pena sufrir, pues el humor no les faltaba, y aquello como todo era pasajero y soportable.
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No, al final no se casaron, porque no pudieron; pero vivían juntos en un pisito alquilado de un barrio periférico y se alimentaban de su amor cotidiano, de ese del que se nutren los que realmente saben amarse con todas las consecuencias y a pesar de todas las contrariedades. En ellos, casi se hacían literal los dichos de “contigo pan y cebolla” y “En la riqueza y la pobreza” siempre con más de lo segundo por descontado. No les hizo falta firmar ningún contrato para saber que se tendrían y se apoyarían en la salud y en la enfermedad y en todo lo demás hasta que la parca hiciera su trabajo. Lo suyo no era un amor de usar y tirar cuando finalizara la pasión o se perdieran por el camino la frescura de la piel y la juventud. Eran de la opinión de que con el uso y el roce todo se desgasta, pero el verdadero amor se pule, abrillanta y suaviza. Sus tesoros fueron pocos; pues no tuvieron hijos, y los objetos son solo eso, cosas inanimadas que satisfacen lo que dura el momento de conseguirlos, acumularlos y olvidarlos para que se llenen de polvo. Su mayor fortuna, por tanto, fueron los momentos compartidos en espacios abiertos y cerrados. Los instantes tristes y alegres, lo amargo
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y lo celebrado. Caricias, besos, abrazos y sonrisas incrementaban su caudal a diario de fortuna personal; muchas lágrimas de impotencia también, porqué negarlo. Como aquellas que caían de sus ojos en este instante pensando en ella, que se fue hace unos meses; siempre hay uno que se marcha antes, dejando al otro sumido en un vacío inexplicable que le van erosionando las ganas de vivir. Al final no hubo boda, no se casaron. Primero porque eran muy jóvenes, después, por todas las circunstancias que se les fueron acumulando. Y piensa en ella con desconsuelo y la recuerda con nostalgia. Se entristece, pues sabe que le hubiera gustado lucir ese vestido blanco con botones nacarados en la espalda y remates color de perla; estando él a su lado, orgulloso, del brazo de su compañera. Y aunque lo más importante lo tuvieron. Ese capricho como otros muchos, no se lo pudo dar.
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-Me voy, me voy que ya viene.
—Pero, hija, arréglate un poco. Toma, ponte esta cinta roja que tanto te gusta recogiendo el pelo y los zapatos de ir a misa los Domingos —No puedo que se hace tarde y quiero que ser la primera en recibirlo —Pero espera, mujer, que aún tienes tiempo. Esta chiquilla siempre anda con prisas. ¿Me escuchas? Parece ser que no. Salí corriendo hacia el muelle, y allí estaba él bajando del barco tan guapo como siempre con su gorro y su trinchera de fornido marinero. No nos dijimos nada, solo nos miramos y el amor hizo el resto. —Qué pronto has vuelto. No me cuentas nada, ¿cómo está? Hija qué pasa, tú has llorado. —Sí, mamá, he llorado. —Que pasó, cuéntaselo a tu madre, sabes que puedes confiar en mí. —Que soy muy feliz, madre.
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—¿Y por eso lloras? —Madre, me pidió que me casara con él. —¿Y qué le has dicho? —Que sí. —Entonces tendremos que prepararlo todo, iremos a la ciudad y compraremos lino para hacer sábanas y toallas, sacaremos del baúl el traje de mi boda con tu difunto padre y te regalaré mis zapatos nuevos. Meses después en la ermita del pueblo y frente a la imagen de la virgen marinera se casaron, ella con el pelo recogido en una trenza adornada con un lazo rojo y su traje de boda y él con su trinchera de fornido marinero. —Me voy, me voy que ya viene. —Pero, hija, no corras que en tu estado te puedes caer. —No se preocupe madre que iré con cuidado, quiero ser la primera en darle la noticia. Apresuré el paso, ya que mi vientre abultado por el peso me impedía correr y llegué a tiempo de verlo bajar del barco. Nos abrazamos y al mirarme deslizó su ruda mano sobre mi vientre y esa fue la señal para que todo comenzara. —Me voy, me voy que ya viene.
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—Pero, hija, no corras con el bebé en brazos, puedes tropezar y caer tienes tiempo de sobra —Tranquila madre que iré despacio. Caminé lo más rápido que pude abrazada al fruto de nuestro amor y cuando me acerqué al muelle allí estaba él esperándonos, al llegar a su lado me rodeó la cintura con sus brazos y nos besó a las dos. Al día siguiente en la ermita que albergara su promesa de amor eterno, bautizamos a la que sería la alegría de la casa en boca de todos los asistentes. La abuela había tejido con todo su amor un faldón de suave lino rematándolo con un lazo rosa. Al acabar la ceremonia los padres orgullosos se mostraron sonrientes con su hija en brazos en el atrio de la iglesia.
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—Vamos, hija, que ya viene, vamos. —Pero, hija, no corráis, que tenéis tiempo. Cogidas de la mano enfilamos hacia el muelle y al llegar lo busqué entre la multitud y solo encontré caras largas y lágrimas surcando los rostros. Temerosa de lo que pudiera haber pasado te cogí de la mano y nos sentamos a esperar. Se hizo de noche y un manto de pena negra inundó mi corazón. A los pocos días, en la ermita, donde las sonrisas inundaran nuestras vidas, recibí con dolor el cuerpo sin vida de mi fornido marinero. El barco en el que navegaba zozobró a causa del temporal y todos los tripulantes fueron a parar al fondo del mar. —Me voy, me voy que ya viene. —¿A dónde vas, mamá? —Déjala ir, mi niña, ya volverá —Pero, abuela…
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a n r i M o r a n n e G
Disponible en
—Ven, cariño. Ayúdame a poner la mesa.
─Claro, tía. ¿Cuántos platos pongo? ─respondió Carmen. ─Seremos seis: vos, yo, los tres niños y tu tío. La niña la miró con extrañeza, pero obedeció. Sus once años no le permitían poner en tela de juicio algunas ideas de los mayores, y menos las de su tía, a quien quería con el alma. Esa mujer era una muestra de fortaleza. Desde que su marido se marchó a la guerra, sostenía la férrea convicción de que, cualquier día, él entraría por la puerta, como hacía siempre, dejando el piso manchado con el barro de la entrada y apoyando su chaqueta sobre la máquina de coser de su mujer. Al terminar el almuerzo, las mujeres levantaron los platos sucios. Allí se inició una breve discusión sobre quién debía ir por las uvas que se encontraban en la heladera del cobertizo. Los niños no querían levantarse. Se negaban a cualquier colaboración.
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─Tu padre te daría un buen tirón de orejas ─protestó la madre. ─Pero papá no está ─dijo el mayor, con tono insolente. ─Pero ya va a volver ─respondió ella. Y el niño salió a regañadientes a cumplir la tarea. Los días de Carmen se sucedían con la molicie y la lentitud de unas vacaciones familiares. En las mañanas se limpiaba la casa y se preparaban conservas. Las siestas se pasaban a la sombra de los sauces que columpiaban sus cabellos sobre el río. Pero las noches eran lentas, tan lentas como el croar de los sapos, porque la tía tejía una bufanda para cuando volviera el marido. ─¡Niño! Deja esas herramientas, que a tu padre no le gusta que jueguen con ellas. ─No, don Jacinto. No puedo prestarle el tractor. Mi marido en cualquier momento lo va a necesitar. ─Hijo, ve a buscar algo de grasa para pasarle a las botas de tu padre. Los niños, casi adolescentes, obedecían con pereza. Ya hacía más de dos años que el padre había partido a la guerra. Y, a medida que pasaba el tiempo, y aumentaba la ausencia, se sentían con más derechos a dar uso a las cosas de
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su padre. Carmen entró al baño y quiso mirarse al espejo, se había hecho una trenza y quería ver cómo le había quedado. Tomó el banco que su tío usaba para alcanzar las partes altas de la alacena. ─¡No, niña! A ver si lo rompes. ¿Qué le diremos a tu tío? No sabes cómo se pone cuando le desacomodan sus cosas. Y la niña volvió a colocar el banco en su lugar, un rincón de la cocina. Los hijos ya mostraban una incipiente barba. Pero nada podía convencer a la tía de que les dejara usar la navaja del padre para rasurarse. La ropa del marido seguía colgada en el ropero, se lavaba todas las semanas. Los zapatos de domingo se lustraban igual y la pipa se limpiaba como si alguien la usara.
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Los niños no aceptaban de buen grado los límites que imponía la madre. De vez en cuando se escapaban, saltaban la tranquera y aparecían horas después con alguna rodilla pelada y un rasguño en la cara o los brazos. ─¡Tu padre va a saber esto cuando vuelva! ─amenazaba la mujer. Y los niños miraban con pena a su madre, como si estuviera pendiente de un fantasma. Ella no lloraba, no se quejaba, no comentaba qué pasaría si su marido no volvía. La comida no escaseaba, porque ellos mismos se proveían de todo en su pequeña granja. La mujer y los niños iban todos los viernes al mercado del pueblo a intercambiar víveres por lo que necesitaban. Pero un espeso silencio se abría paso cada vez que alguno mencionaba al padre. Solo la madre podía invocar su nombre, solo ella disponía de su presencia cuando hacía falta. Y cada vez era más necesario. Los niños lo necesitaban. Ella lo necesitaba. Carmen, curiosa como era, espiaba a su tía. Había notado que todas las tardes cuando la mujer decía que dormía la siesta, se sentaba al borde de su cama con la caja de caracoles que tenía sobre la cómoda, acomodada sobre la fal-
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da. En un momento en que la tía se distrajo, la niña entró al cuarto y abrió el objeto. Allí había un papel. Era un telegrama muy escueto, directo, preciso y doloroso fechado un año atrás:
Lamentamos informarle que el cabo primero José Almafuerte murió en cumplimiento del deber el día... La niña cerró la caja. Una enorme pena le cambió el brillo de los ojos. Pensó en sus primos, ahora huérfanos de padre. Una especie de espíritu se metió en su alma. Dejó todo en su lugar para que no se notara su intromisión en ese lugar privado. Como si ella misma se hubiera convertido en fantasma salió en puntas de pie y cerró la puerta con cuidado. Fue hasta la cocina, donde se encontraba su tía preparando el almuerzo. ─Ven, cariño, ayúdame a poner la mesa. ─Claro, tía. Pongo seis platos. ─respondió Carmen. ─Si, mi amor. Siempre seremos seis. Y el silencio.
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El tiempo de
espera en la famosa escalinata de la Plaza de España en Roma, por la que deambulan pintorescos personajes de la noche, es un tiempo demasiado lento para aguardarlo. Cuando todo en la ciudad permanece cerrado, un trajín se resbala por los peldaños buscando un sitio hacia ninguna parte. Entonces, entre el humo del tabaco y los efluvios del alcohol, algunos discuten iracundos en ese estado en el que se pierde el equilibrio de los cuerpos y también del lenguaje, que se limita a un tartamudeo de exabruptos y blasfemias. Hay quien rebusca en sus bolsillos las colillas recogidas en la calle para prepararse el penúltimo cigarro, los más afortunados se colocan la dosis que por momentos los hace creerse héroes. La divertida escalera de día, con el trasiego de turistas y la vistosidad de las azaleas que la adornan, por la noche huele a indigencia, miseria y derrota. Claro que los ocupantes no lo notan
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porque ellos mismos son escaleras. Tosen y se cubren con cartones para pasar la noche. Hoy se les acerca uno nuevo. Cohibido, con un rostro demacrado y lastimosamente triste, les pide permiso para ocupar un trozo de escalón, como si pensara que les está usurpando un puesto. El más cercano levanta los hombros en un gesto de indiferencia y se da media vuelta intentando dormir. Entrada la noche, los ciento treinta y cinco peldaños parecen un purgatorio de almas en pena que han de pasar por allí antes de ingresar en el cielo. El nuevo no duerme, aterido de frío, escribe una carta a su madre en un papel arrugado bajo la escasa iluminación callejera. Cuando a los trece años, sus padres adoptivos le dijeron que había sido abandonado junto a un árbol del parque de la Florida de Vitoria, la palabra madre despertó en él emociones traicioneras que lo llevaron a marcharse de casa en su búsqueda. En ese camino está todavía, sin encontrarla, y ya ha cumplido los veintitrés. Entre esperas y desesperas ha intentado acoplarse a ese mundo gris y desolado que lo rodea. El de al lado piensa que es poeta porque los poetas tosen, como este, una tos muy fea. Empieza a llover. Todos van alejándose dejan-
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do restos de su esencia, al nuevo se le sale el alma entera. No puede soportar más la carga de su propia historia que lo ha ido consumiendo ante el silencio o la indiferencia de ella. Porque si bien, ha localizado el lugar donde una voz maravillosa de mujer lo había citado por teléfono: la fontana della Barcaccia; su madre no ha aparecido. Ni entonces ni ahora ni nunca. Quería encontrarla, verla al menos una vez en la vida, observar si tenía algo de ella: sus ojos castaños claros, sus manos finas, la tez blanca y el cabello oscuro. Tal vez se ha olvidado de la cita o lo ha visto de lejos y se ha dado media vuelta avergonzada de su hijo como el día que lo parió. Con la movilidad de un animal herido se acomoda en un rincón sigiloso con el abrigo cerrado y los hombros apretados por el frío. ¿Acaso tiene algún sitio mejor al que ir?
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Entre la llovizna que lo envuelve ve una mujer que se le acerca. ¡Es ella! El corazón le da brincos de alegría. —¡Mamá! —¡Alberto, hijo!, ¡te dije que vendría! —Eso dijiste, mamá. Por eso te esperaba. —Alberto hace un enorme esfuerzo para levantarse, quiere agarrarla, que no se le escape de nuevo, pero el cuerpo no le responde. —Ha pasado tanto tiempo... —Lo sé, mamá. El tiempo de espera ha sido largo. No sabes cuánto. Llegué a perder la esperanza… —Su voz temblorosa se quiebra. La madre lo mira con ternura. Se preocupa por él. Sentada a su lado, le echa un brazo por los hombros y lo atrae hacia sí. Alberto, que quiere darle su mejor versión, se limpia raudo las lágrimas con la manga del abrigo y abre los ojos todo lo que puede para verla bien: «¡Qué bella es!» —No pude venir antes, hijo; pero yo bien sé que, a pesar de todo, me seguías esperando. ¿No es así? —Así es, mamá. Siempre. —Esa confianza que deposita en él le aligera de cargas, se siente flotar como una pluma. Mira a su madre y trata de sonreír—. El deseo de encontrarte creció tan
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vivo dentro de mí que ya te conocía a pesar de tu ausencia. En mis momentos de soledad, era a ti a quien le contaba todo lo que me ocurría en la vida. ¿No me escuchabas, mamá? —Claro, hijo, por eso estoy aquí. Nunca más te dejaré solo. Hoy he venido para llevarte conmigo. —Y lo abraza con cariño protector a la vez que manifiesta—: Si tú quieres, podemos irnos ya. —Sí, vámonos, mamá —contesta apresurado Alberto. Empapado en un charco negro que le hace de sudario es Tánatos el que lo coge para llevarlo al mundo de los muertos.
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La tarde luminosa
se encendía en los jardines. Alba escudriñó las ventanas cerradas al sol de la siesta y los macizos de flores del parque de la casa: hora propicia para distenderse en la playa y dar algunos pasos para sentirse madura y serena. Desde la cima del promontorio, contempló la caleta. Respiró a pleno el aire cálido y empezó a bajar. A la distancia, vislumbró sobre la playa áspera, al bobo, el hombrecito viejo y desharrapado que juntaba caracolas; casi una sombra, su covacha y su estampa ruin, contrastaban con el agua irisada de luz. En la plenitud de aquella tarde, la joven se fue desnudando y desdibujando sobre la arena; una brisa apacible la acariciaba lenta y persistente, y la mecía sobre la marea. Como siempre, lenta y precisa, Solange emergió de su ser y de todo el paisaje. Alba reconocía las manos, y sabía sus trayectos y caprichos.
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Desde el rumor del mar, la inundaba de suspiros y le dictaba consignas inesperadas que la guiaban hacia los recovecos profundos de su cuerpo, hacia los secretos latidos, los súbitos jadeos, las inesperadas mieles que rebasaban sus fuentes… Un sendero hacia la eclosión maravillosa de Solange: su risa, su canto, su danza… El hombrecito se había erguido, y notó su presencia: «Volvió del mar, mucho más hermosa; como una sirena.» Fascinado, dejó las caracolas; la miraba acariciarse y bailar como un torbellino de luz. «Una sirena. Yo sé que hay sirenas.» Se iban adormeciendo los brillos del agua. Plenamente cansada, Alba se desperezó sobre la arena, bajo el sol. Solange susurraba adormilada. El bobo se acercó expectante. Con expresión maravillada le clavó los ojos bovinos y le tendió la mano derecha, en actitud de obsequiar: traía un puñado de conchillas. La izquierda aleteaba temblorosa, ansiosa, hacia ese cuerpo vibrante que ahora lucía encogido de miedo y de desprecio, mal envuelto en su ropa y en sus propios brazos. —Hola. Vos tenés pies… ¿No sos una sirena?
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¿Querés un regalo? Tartamudeaba indeciso y ansioso. Alba reaccionó y lo increpó, furiosa. —¡Me asustaste, mirón estúpido! ¡Andate o te denuncio! ¡Vas preso! El hombrecito acercó la mano a la cabellera cobriza y reluciente. —Yo… No hice nada… Yo no digo nada… Sólo quería reg… Entonces, Solange saltó burlona desde su caparazón secreta. —¡Infeliz! ¡Mirá! ¡Mirá por única vez! Desplegó los brazos, se deshizo otra vez de la ropa, lo apartó violentamente y giró, y giró... Reía a carcajadas y amagaba con acercarse al cuerpo del hombrecito. Y entre risas y gritos, seguía amenazándolo. —Nunca más. ¿Me oiste? ¡Nunca más! Y él corría hacia su covacha, arrastrando sus ojotas, sin dejar de volver la cabeza. Cada tarde, Alba-Solange repetía su número solitario, mientras él la miraba desde lejos, guardando distancia y conchillas entre la arena. Ella no sabía que el bobo modelaba monigotes de sirenas y les enredaba caracolas en la cabellera.
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Por Germán, mi
vecino de enfrente, supe que teníamos una nueva vecina, una rubia despampanante. Había alquilado el piso encima del mío. Esperaba no tener que volver a soportar el taconeo con el que me había martirizado, a todas horas, la anterior inquilina. Afortunadamente se marchó. No pudo hacer frente a la subida del alquiler. Lo sentí por ella, pero me alegré. Además del taconeo, tenía por costumbre poner la música a todo trapo. La de veces que tuve que subir para pedirle que bajara el volumen, que las ordenanzas municipales prohibían hacer ruido a partir de las diez de la noche. ¿Cómo sería la nueva? —Es muy simpática. Ya lo comprobarás —me dijo Germán. —Igual es una de esas rubias tontas —respondí. —Pues no, tío, debe ser muy inteligente. Es psicóloga y, además, directora de recursos hu-
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manos de una multinacional —Lo que no supiera Germán…. Durante un tiempo estuve realmente intrigado, no por sus cualidades, sino porque era el silencio personificado. Ni siquiera oía el ruido de su puerta cuando entraba y salía. Además, debía de hacerlo a horas intempestivas, pues nunca coincidía con ella, y eso que, por mi profesión, tengo un horario muy flexible. Si conociera sus hábitos, podría hacerme el encontradizo. Llegué a obsesionarme. Tanto silencio me desconcertaba. Si tenía televisor, lo debía de poner a un volumen muy bajo. Si ponía música, debía escucharla con auriculares. Y, desde luego, no recibía visitas. Todo un misterio para mí. Miré en su buzón. No había nombre. Esto era muy sospechoso. Solo lo hacen quienes no quieren ser encontrados. Le pregunté a Germán si recordaba el nombre de la Empresa en la que trabajaba nuestra nueva vecina. —No lo recuerdo, pero, si tanto te interesa, ¿por qué no se lo preguntas tú? —Porque no hay forma de encontrarme con ella. —De acuerdo, cuando la vea se lo preguntaré.
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Pero ¿por qué quieres saber dónde trabaja? —Porque empiezo a dudar que sea lo que dice ser, y cuando alguien miente, me resulta muy sospechoso. —Se nota que eres policía. Lo tuyo es deformación profesional. Al cado de dos días, Germán llamó a mi puerta. —Me ha dado la impresión de que no le ha gustado que se lo preguntara. Me ha dicho que para qué quería saberlo. —No le habrás dicho que te he pedido yo que se lo preguntaras. —Bueno, solo que te había hablado de ella y que sentías curiosidad. —Coño, Germán, ahora va a pensar que soy un fisgón. O algo mucho peor. —No seas exagerado. Le he dicho que, como eres policía, te gusta saber a qué se dedican tus vecinos.
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—Eres lo que no hay. Si lo sé no te digo nada. Ahora, cuando la vea, no sabré qué decirle, tendré que inventarme cualquier excusa. Pero no hubo forma de encontrármela, lo cual me hizo sospechar que esa misteriosa mujer, al saber que era policía, me evitaba. El caso es que dijo trabajar en una multinacional de seguros, lo cual me extrañó todavía más. Diréis que soy excesivamente suspicaz. Forma parte de mi profesión. Una directora de recursos humanos de una multinacional puede permitirse vivir en un barrio más elegante y en un piso más caro y confortable. Ni corto ni perezoso, indagué en el organigrama de esa Empresa de seguros. No hallé ninguna mujer ocupando la dirección de recursos humanos. Había mentido. ¿Quién era nuestra nueva vecina? Desde luego, no quien decía ser. Seguí esperando a encontrármela. No hubo forma. Acabé contactando con el propietario de la finca. Había dejado claro que no quería inquilinos problemáticos. —Por muy policía que sea, no puedo darle información de mis inquilinos, a menos que hayan cometido un delito. Se lo conté a Germán.
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—¿Cómo se te ocurre preguntar a ese tío? Si se lo comenta, ella te podría acusar de intromisión en su vida privada. —Pero, ¿tú la has visto entrar o salir de ese piso? —Pues no, pero siempre que hemos subido juntos en el ascensor ha llamado al tercero y solo el piso de la segunda puerta estaba por alquilar. A pesar de todo —uno que es cabezota—, me tomé unos días de vacaciones para vigilar quién entraba y salía del piso de arriba. Finalmente, mi tenacidad dio su fruto. Una noche vi salir apresuradamente a la misteriosa vecina. Iba muy abrigada y con la cabeza cubierta con una capucha que no podía ocultar su cabellera rubia. La seguí, pero acabó esfumándose como por arte de magia. Decidí quedarme apostado frente al portal, esperando su vuelta. Al cabo de unas horas, el frio intenso me hizo recuperar el juicio. ¿Qué pretendía espiando a aquella mujer? ¿Me estaba desquiciando? Y todo seguramente por nada. Si estaba metida en un lío, allá ella y, en todo caso, ya saldría a la luz algún día. Y se hizo la luz antes de lo que pensaba. Al cabo de dos días, en la comisaría recibimos una
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alerta. Un paseante había encontrado el cuerpo sin vida de una mujer joven y rubia. Por cómo vestía, debía tener un alto nivel adquisitivo. No llevaba ninguna identificación. Todo apuntaba a un robo con violencia. Tuve un presentimiento y le mostré su foto a Germán. Era nuestra vecina. Quién era en realidad, de quién se escondía, nunca lo supimos. Nadie denunció su desaparición. Una más de las casi seis mil desapariciones que siguen sin resolverse en lo que va de año.
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Ha pasado un mes y te sigo viendo cada
vez que llego a casa. Tú, al otro lado de la puerta, esperándome y según la hora con una mirada diferente. Si yo volvía pronto te brillaban los ojos y respirabas jadeante de alegría. En cambio, cuando saliendo del trabajo me dejaba liar por los compañeros para tomar el aperitivo, tu gesto era entre indulgente y recriminatorio según las rondas de alcohol con las que llegara. Por último, estaba tu desidia, cuando alguna vez se me ocurría comer fuera y la sobremesa se prolongaba hasta media tarde, con esa mirada de indiferencia y abandono hacia mi presencia. Nos conocíamos demasiado bien y, sin necesidad de hablar, solo con la mirada nos decíamos más que con cualquier conversación, explicación o excusa correspondiente. Tal vez, porque compartimos una época dura los dos de soledad y abandono, nuestra silenciosa comunicación resultó tan efectiva y correspondida.
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No vienen al caso mis primeros recuerdos ni de Ella ni de ti, pero cada una de estas tardes, llegará pronto o más tarde, era lo que mi mente sistemáticamente colgaba como cuadros en esa casa tan vacía. Sé que el final está próximo y las imágenes se me agolpan no solo en casa sino a cualquier hora ya del día. Dormir para mí ya es solo una ilusión, casi hasta el amanecer es un duermevela de fugaces sueños distorsionados por los recuerdos y la nostalgia. Al final, solo el agotamiento de tanto trajín me deja dar una breve cabezada hasta que el despertador con estridencia me la corta. Hoy es el último día, mi último día para muchas cosas, no he podido librarme del aperitivo, ni tampoco de la comida tardía alargada hasta la hora de merendar con su sobremesa. Llegaré cargado, más de lo debido, de mi despedida laboral. Cuando abra la puerta de casa espero ver tu mirada, la que sea al otro lado, porque significará que Ella te ha traído como quedamos en la separación. Estoy metiendo la llave en la cerradura, entre el alcohol y la emoción no atino alargando el momento de este desenlace. No estoy en las
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mejores condiciones para el discurso que tenía preparado, pero lo que diga medio trabado por la bebida será sincero y mi excusa verdadera. Ya no habrá más discusiones por llegar tarde, bebido, y malhumorado. Esta será mi última resaca de todo y aunque nunca llegué a ser mala persona sí fui lo suficiente egoísta para llegar a perder lo que realmente importaba.
Epílogo (para quienes quieran un final más cerrado) La resaca es monumental y en esta medio oscuridad, temo abrir los ojos al notar la claridad del día a través de los parpados, me protejo a medida que me voy despertando. Como en un borroso sueño uno los recuerdos que no tengo claros si son reales o imaginados. Finalmente acerté a abrir la puerta y la casa estaba vacía, ni
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el cabrón de Luky estaba al otro lado ni Ella en el sofá esperando mis explicaciones. Con semejante decepción solo se me ocurrió escribir una nota de excusa y a la vez despedida mientras tomaba una necesaria copa. Creo que debió ser lo primero lo que me salvó. Aún más borrosa tengo la imagen de Ella con la maleta en una mano y mi escrito en la otra mientras el perro me olisquea a mí en el sofá completamente noqueado. Al fin puedo abrir los ojos creo que ha sido un conocido aroma lo que me ha forzado a ello. Luky está justo enfrente de mi cara sentado mirándome pensativo y Ella, de pies a su lado, me ofrece una taza café bien cargado. A pesar de la jaqueca consigo sentarme y bebo la negra infusión sin mediar palabra; mejor tomarme ese respiro antes de la sentencia. Tanto Ella como nuestro perro llegaron con retraso por un monumental atasco, eso propició que yo escribiera mi declaración y ahora llegaba la hora de la verdad. Otro mes ha pasado y ahora nos sobra tiempo libre a los tres. Lo mío de beber ya se ha quedado en lo estrictamente necesario con la comida. Las discusiones han seguido pero mucho más espaciadas por cosas tontas y sin ninguna
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acritud. Luky está encantado porque ahora ya no tiene que compartir tutela y va con nosotros a cualquier lado. Ella acertó al tensar la cuerda de la relación porque al final se afinó en lo que importaba de verdad. Y Yo, ahora que sé lo que es perderla, valoro como es debido su compañía y su presencia; ahora los tres estamos al mismo lado de la puerta.
Epílogo II (únicamente para los más osados) Él nunca tuvo perro, Luky fue el nombre que de niño puso a un peluche, encontrado entre las basuras de un contenedor. Ella tampoco existió, era cualquier atractiva mujer que por delante de él pasara. Y Él, ni llegaba a casa cada día ni nun-
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ca se jubiló, solo era un sintecho mendigando para comprar vino de cartón; y en sus etílicos delirios, se imaginaba una vida con otra condición. Yo soy La Muerte, cita inevitable de todos los humanos, pero no albergo crueldad alguna. Pues, cuando un cuerpo ya inerte y frío me llega, dejo que sus últimos pensamientos le mantengan encendida la llama de la imaginación, para toda la Eternidad.
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Nuestro peor relato siempre será mejor que el relato que no hemos escrito.
La superficie del habitáculo era de apenas seis metros cuadrados, pero descubrir todo aquel volmen le devolvió la primera sonrisa en semanas. Con todo aquel espacio podría guardar las cosas de Luis hasta que volviera de su travesía por el mar de necesito tiempo. Dos semanas y media después de firmar el contrato de alquiler, descendió desde el segundo piso al subterráneo, ya como inquilina. Hizo girar la llave del candado y accionó el interruptor de la luz. Por unos instantes se quedó parada, intentando imaginar el lugar que ocuparía cada objeto. Luego se puso manos a la obra: colocó la bici elíptica al fondo en una esquina, la estantería en la pared de enfrente. La mesa de escritorio entre ambos. Sobre las repisas del medio depositó delicadamente las maquetas de cuatro veleros. La caja de herramientas en la última repisa, la más baja. La máquina de hacer crepes regalo de la madre de Luis, en la penúltima. El resto del espacio lo re-
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llenó con sus libros, sus revistas de náutica y los trofeos de vela. Cuando terminó de montar la silla de escritorio se dejó caer pesadamente sobre ella. Cerró los ojos y se quedó recostada. Los objetos guardaban silencio, pese a toda su historia pasada. «Si pudieran, preguntarían por su dueño», pensó. La cuarta vez que bajó al trastero fue para depositar un trofeo de Luis olvidado. Bajó acompañada de su amiga Laura. —¿Qué es esto? —preguntó Laura mirando a todos lados. —Son sus cosas. —Parece un santuario —le espetó Laura arqueando las cejas. Quiso añadir algo más, pero se contuvo. Le parecía que el orden era sospechosamente similar al del apartamento de la calle Príncipe, donde su amiga había vivido siete años con Luis. —Ahora te alcanzo —le dijo a Laura, antes de cerrar la puerta y después de acordarse que a Luis le gustaba acceder a la bici elíptica del lado derecho. Pensando en ello, volvió sobre sus pasos y la separó ligeramente de la pared. A la semana siguiente bajó a depositar un viejo aspirador estropeado. Al verlo entre las cosas de
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Luis desechó la idea de dejarlo allí. Se acomodó en el sillón de ruedines y percibió por primera vez una sensación de frío y humedad. Tiró de las mangas de su jersey y se hundió aún más en la silla. «Frío y húmedo como la cubierta de un velero», pensó mirando hacia la maqueta del velero azul. Se lo imaginó en alta mar y a ella misma acurrucada en la popa. Capeando un temporal que cala los huesos. Soportando las envestidas del oleaje. Manejando los cabos según las instrucciones del capitán, Luis García. Su Luis. Se le escapó un suspiro al imaginarlo en la popa muy erguido, vestido con su chubasquero verde caqui, el sombrero a juego y ese aire de autosuficiencia cuando manejaba el timón. Como si el viento y él fueran viejos conocidos y el temporal fruto de simples rencillas. Afuera un ruido de llaves y el sonido de la puerta de al lado le de-
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volvieron a la realidad del trastero. Sería un vecino que, con la mesa puesta y su mujer e hijos esperándole para cenar, había abandonado la comodidad del hogar para ir a buscar una botella de vino. Y ella, muerta de frío y tiritando, deseó dejar atrás el temporal, subir las escaleras en su lugar y ocupar su sitio en la mesa para escuchar a alguien decirle ¿por qué has tardado tanto, cariño? Al mes siguiente bajó al trastero a buscar la máquina de hacer crepes. Pasó toda la mañana en la cocina y hacia las doce volvió a bajar al trastero. Depositó una fuente con crepes sobre la mesa de escritorio junto con un bote de Nutella. Se dedicó a untarlas con abundancia, como le gustaban a Luis. Con una cuchara dibujó finos trazos de chocolate sobre la cubierta de una de ellas, hasta poder leerse: «Feliz Cumple». A los tres meses descendió al subterráneo a comprobar que todo seguía en buen estado antes de irse de viaje. Extrajo un juego de llaves del bolsillo y se sorprendió al descubrir que faltaba la llave que abría el candado. La invadió la angustia y subió los escalones que la separaban del primer piso, de dos en dos. Dirigió sus pasos
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dirección al portero que se encontraba en su garita. —Disculpe, he perdido la llave de mi trastero. —El lunes pasa el cerrajero, puedo advertirle — le respondió el portero concentrado en su correspondencia. —Pero… ¿no puede venir ahora? —Puedo llamarlo ahora si es algo urgente. Dígame su nombre y el número de apartamento. —Me llamo Adela, vivo en el 307 —dijo mientras el portero anotaba en un Post it. Afuera los primeros rayos de sol anunciaban el fin de la lluvia. El portero descolgó los auriculares y se disponía a marcar un número. —Déjelo, no es importante.
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De repente, un
día dejé de verme en los espejos. Aunque lo que sucedió en realidad no fue que ya no me viera, sino que no me reconocía en las imágenes que me devolvían aquellos. La figura de turno se me parecía, sí, pero siempre aparentaba unos cuantos años más que yo. Ahora que ya no opino lo mismo, que me he desprendido de mi trasnochado autoengaño y acepto como propios tales reflejos sin cuestionarlos, es cuando lo relaciono con el clic que resonó en mi cabeza poco antes. Fue el anuncio de que acababa de sobrepasar el punto de no retorno en el camino hacia una segunda madurez, un camino que voy recorriendo en la mejor compañía desde hace mucho más de media vida; ¡y qué corto se me está haciendo…! Así las cosas, mi compañera y yo accedimos juntos al nuevo rol, en el que tanto se valoran los cabellos plateados; fue entonces cuando empezamos a imaginarte y a hablar de ti con cierta asiduidad. Y con total naturalidad y la máxima ilusión.
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Nadie nos dijo que esto fuera a ser fácil, y desde que al principio de la partida nos repartieron las cartas, aprendimos como pudimos a sortear obstáculos; esto ocurrió en no pocas ocasiones, aunque no tantas como en las que nos apuntamos al arte de disfrutar los regalos que la vida nos iba dejando desperdigados aquí y allá. En un tiempo no necesitamos comprobar lo que llevábamos para intuir si íbamos a ganar o no la mano, y a veces, con el mar a estribor y la esperanza un poco más allá de la proa, por donde despierta el Sol, nos permitíamos el lujo de pensar en ti; porque incluso en las épocas de penuria resultaba gratis desear, todo lo gratis que puede ser algo si conlleva dejar algún que otro pelo en nuestra gatera emocional. Llegó un momento en el que tú ya te habías instalado en un huequecito de nuestro corazón, por lo que te teníamos presente con relativa frecuencia... Aunque no, no quisiera faltar a la realidad, ello ocurría muy a menudo; pero mientras, el verde se iba destiñendo poco a poco. La pregunta apareció de repente en nuestra vida al volver nuestro hijo de una de sus misiones humanitarias junto con su pareja, a la que
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aún no conocíamos. Ya a los pocos días, mi compañera y yo, cómplices del mismo deseo y atrapados por él, buscábamos a menudo la mirada del otro mientras dibujábamos en el aire una pregunta muda, siempre la misma: ¿y si…? A esas alturas de la película el tiempo corría como si no supiéramos demasiado bien que jamás nos daría una tregua ni se detendría, y nos encontramos añorándolos por temporadas, a los dos. Nuestro hijo volvía a casa siempre que podía, en ocasiones solo, en otras con su pareja, y la pregunta iba cobrando firmeza. ¿Y si…? Mas las circunstancias, las suyas en particular y las generales, empezaban a ser tan especiales que la pregunta desaparecía de nuestras vidas por cortas temporadas; y he de confesar que incluso mutó por momentos a: ¿y si al final no…?
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Y para colmo, un mal día, el bicho ese que anda de mediolao, como para atrás, vino a visitarnos y se metió en nuestro hogar sin autorización, dándonos una bofetada de realismo; ahora sabemos que no necesita permisos. Lo cierto es que, durante unos meses, a partir del sonoro bofetón, la nueva situación se convirtió en el monotema que acaparaba toda nuestra atención, con lo que llegamos a dejar de lado, arrinconado en nuestras mentes, el lujo de pensar en ti. También la escritura quedó abandonada; hasta hoy, en que me he animado a hacer regresar los dedos al teclado. Aquel fue un tiempo en el que se sucedieron visitas al hospital, consultas con enfermeras, cirujano, anestesistas; una operación; una segunda operación, necesaria debido a los resultados de la biopsia tras la primera, más consultas, sesiones de radioterapia, en concreto veinte, y por fin un tratamiento de hormonoterapia que aún hoy se mantiene y con lo que esperamos se descarte para siempre una nueva sorpresa. Y en todo ese tiempo, tú no hiciste acto de presencia; hasta aquella tarde… Acababa el año vigésimo del tercer milenio, que había corrido como un demonio dejando a
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su paso noticias desagradables ancladas a una pandemia bastante más negativa y dañina que lo inesperada que fue ya de por sí, cuando los oímos hablar de ti por primera vez: nuestro hijo, con una pícara sonrisa, nos llamó abuelos de sopetón, sin venir a cuento. Nos tenía acostumbrados a dirigirse a nosotros como viejotes o trogloditas, en plan broma cariñosa, por lo que de entrada no le dimos importancia, hasta que ella, nuestra nuera, dio la vuelta a la imagen impresa que tenía oculta en su regazo; enseguida comprendimos la magnitud de lo que significaba aquello: la ecografía nos dejó con unas muecas indescifrables garabateándose en nuestras facciones mientras la observábamos incrédulos. Porque sí, al final la respuesta era afirmativa, ella se iba a convertir en la madre de nuestro deseado primer nieto, en tu madre... Y como para entonces ya no me costaba reconocerme en mis reflejos, desde aquel instante me sorprendo buscándome en los espejos para recrearme en la inocencia de esa sonrisa bobalicona que anidó para siempre en mi semblante. Porque casi todas las cosas importantes suceden siempre de repente…
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La primera vez
que sentí su presencia había pasado toda la tarde escuchando el murmullo del mar encerrado en el interior de una caracola que encontré en el fondo de un cajón de la cómoda donde mi madre guardaba viejas fotos en blanco y negro de unos niños jugando en la playa. Fue un pitido agudo que se instaló en el fondo de mi oído durante segundos, pero su recuerdo me acompañó horas como un vértigo repentino y cruel. Volvió cada vez con más frecuencia. A veces sentía que aquel sonido taladrante me hablaba, invitándome a acercar mis pies al agua del mar que, desde mi ventana, contemplaba calmado y amenazante. Un día, simplemente, no se fue. Su insistencia martilleaba mi cabeza como una voz que me reclamaba. Los días se volvieron eternos y en el silencio de la noche, la locura comenzaba a adueñarse de mí, guiando mis pasos a la playa
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donde me acababa sorprendiendo el amanecer. Sobre la arena, la silueta de mis pasos se dibujaba firme. A su lado, unas breves sombras de unos pies diminutos se adentraban hacia el agua mientras los míos quedaban detenidos en la línea imaginaria en la que la marea hacía volverse a las olas. Su imagen apareció sentada en mi cama una noche en la que las nubes cubrían la luna con un manto denso y pesado. Sus ojos, aún en la oscuridad, eran profundos, de un azul líquido y casi mortecino. En mi oído, el pitido se volvió un chillido desgarrador, alternando una voz infantil con una risa aguda que hacía helarse mi sangre. Tendió hacia mí sus manos, sujetando la mía entre sus fríos dedos. «Ven a jugar a la playa», repetía. Mi cuerpo obedeció ensordecedor y sumiso. Nuestras huellas se perdieron arrastradas por las olas mientras el agua iba empapando la franela de mi pijama. Fue entonces cuando calló el pitido en mis oídos quedando solo el sonido del mar.
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Escribe un relato a la semana durante un año, es imposible que salgan 52 relatos malos Ray Bradbury
Disponible en
Dos días encerrados. En esta habitación. Una
fecha que no se olvida. Cuatro de octubre del noventa y tres. Lunes. Al menos, han respetado el día de descanso ¿A quién se le habrá ocurrido bombardear el Parlamento, precisamente esta semana? Ese Yeltsin no va a traer nada bueno al país. Los del hotel cuentan que los cañonazos son de tanques del ejército. Han muerto personas. En la calle se ve a la gente loca. Y una camarera que medio se la entiende va diciendo por el pasillo: «Demokratia». Qué sabrá ella ¿verdad? CarlosEnri, me adelanto a tu pensamiento, por algo somos judíos los dos. ¡No alardees tanto de ateísmo! Tu cuna es la misma. Se hereda, por mucho que nos pese. Lo único que, yo soy sefardita. Me hubiese gustado hablar la lengua de mis antepasados españoles, pero ese estigma de raza maldita nos acompañará a lo largo de los
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siglos. Cuando te fuiste, Alemania cambió con los nazis ¿Cómo te hubieras sentido en un país donde nos aniquilan por nuestra condición? ¡Por un honor y la protección de una raza que no existía! La gente andaba con vendas en los ojos, con signos de fiebre en los globos oculares. Aunque ahora, no es muy distinto, llevan grabado el dólar; transforma todo lo que toca. Y si se les pinchan, sangran. Para este viaje he tenido que ahorrar dos años de mi trabajo y empeñar mi coche. No valía mucho. Cómo si te escuchara: «El valor del trabajo, un bien que se vende por un yo que sigue adelante». Burgueses... Les llevaba cajas de fruta a sus mansiones. Recuerdo una vez, una criada me dijo que, algún día sería ella la que pediría cajas a domicilio y derrocharía cuanto se le antojara. CarlosEnri, mucho deberían cambiar las cosas, ¿no crees? Por otro lado, la clase trabajadora no estaría tan alienígena ¿Alienada? ¿Enajenado? Ah, te refieres a mí. Mientras no me digas que eres antisemita y homófobo, no lo consideraré. Esto parece una caverna de humo. Fumas demasiado en esa pipa. Yo también padezco de los bronquios, sabes. Estos ambientes cerrados ¿Y si enfermamos? Se debería prohibir fumar
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aquí dentro. Espero que la seguridad social tenga validez en Moscú. Qué logro, eh. Esto te lo debemos a ti Ese cielo tan gris, de plomo. Mañana saldremos.
¡La vasta y antigua Plaza Roja! El corazón de Moscú ¡Claro que visitaremos la tumba de Lenin! El encuentro con el bolchevique, ¿japoneses?, serán los descendientes de Mao Tse Tung. Bueno, chinos, japoneses, marxistas hay en todos sitios. Te recuerdo que gracias a mí conoces el comunismo de Mao y el socialismo leninista. Ya, ¡eres tan grosero! Esos forúnculos en el culo son los que te ponen así. La miseria de la existencia. Imperan otras fuerzas progresistas, muy diferentes a las que había en tus tiempos. Espera aquí. Y nada de discursos anticapitalistas. Allí hay un McDonalds. En el mismo corazón del comunismo mundial. Sí, y es lo único abierto.
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Otra opción es que pasemos hambre. Pórtate como un teórico. ¡Valiente cola para entrar! Aquí te la dejo. Esos coches camuflados están cambiando monedas. Y en aquel pasaje subterráneo hay un mercado negro. La gente vende lo poco que tiene ¿Polonia? Pues un tanto igual. Al estar en la encrucijada, ha sido ocupada por nazis y rusos. Una población casi aniquilada, sobre todo, judía. Ha caído el gobierno comunista y la bolsa de Varsovia ha retomado sus operaciones; apunta a convertirse en la más importante del continente ¿A dónde vas? Ahora me tendré que comer yo las dos hamburguesas. Con tu apariencia de león fornido, esa melena encrespada y barba de mil años podrías ser una atracción para los turistas. Podríamos sacar unos rublos. Ya puestos, unos dólares, con los idiomas que hablas y, sobre todo, el ruso. Y yo recuperaría todo lo que he invertido en el viaje. Lo malo, CarlosEnri, es tu memoria y ese carisma rebelde. Mucho me temo que, bajo esa roja apariencia aún se esconda un arsenal de púas dispuesto a armarla. Y no es el momento de tomar el cielo por asalto. El campo de las doncellas. Bonito, eh. Aquí traían chicas jóvenes como tributo a los mongo-
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les durante la invasión. Después Iván el Terrible hizo un monasterio y las doncellas nobles se convertirían en monjas. ¿Ahora? Una fortaleza. Mira las murallas y qué torres. Encerraron quince años a Sofía, la hermana mayor del zar Pedro I el Grande. Le quitó el trono. Estos árboles… te devuelven la paz al espíritu. Siento mucho la muerte de tus hijos, sabes. En particular, el suicidio de tus hijas ¿No lo sabías? Laura fue una luchadora, pero se envenenó por su mala salud ¿Tussy? Ella salió como tú, una revolucionaria. Fue la impulsora de tu obra. Consiguió publicar El Capital. El hombre que le había acompañado siempre, la abandonó y se casó con otra. Se puede decir que, ella murió por amor ¿No me preguntas por Helen? ¿Creías que nadie iba a saber tu historia con la institutriz? Vuestro hijo se parecía bastante a ti y terminó siendo adoptado por una familia. Nunca supo que fuiste su padre ¿Tu revolución? Salió adelante. A lo mejor no como tú hubieras querido. No vamos a poder irnos ¡Qué contrariedad! Se aplaza el vuelo. Ha desaparecido la momia de Lenin. Casi 70 años expuesta y precisamente hoy ¿CarlosEnri? ¡No puede ser!
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El olor que emana de Orfelina Guitiriz es una
sobredosis de violeta sublimada por el lirio y la flor del naranjo. Si bien es verdad que ninguna persona lectora lo podrá experimentar, esta evocación publicitaria del perfume tal vez despierte emociones contenidas en alguien que pueda acceder a la lectura de esta primera toma: Orfelina —para amigos y conocidos, puede ser tratada como Orfe sin más—, está sentada en la cheslón de la sala principal de su domicilio. Va vestida de forma impecable con traje masculino bien adaptado a un cuerpo de curvas justas. Dado que se percibe que no tiene prisa por salir, podría deducirse que espera por alguien. Se oye ruido de llaves, seguido de un cierre de puerta y taconeo en la madera flotante del doble pasillo, acercándose a la entrada de la sala, abierta de par en par. —Llegaron. —¿Todos? —Mendoza no está.
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Orfelina Guitiriz se levanta y sin prestar más atención al recién llegado desaparece tras la cortina al fondo de la sala. Y así acaba esta toma inicial, sin que el lector pueda adivinar lo que está pasando. Procede entonces hacer otra toma en la planta baja, yendo hacia el amplio salón del recibidor del que surgen voces y sonidos confusos que, poco a poco y según la distancia de aproximación, se van decantando en conversaciones identificables. Oigamos entonces a Florentino Gallardo, que así se presentó él. —Sepan que mi esposa, que en paz descanse y en gloria esté, estaría aquí apoyando a nuestra sobrina y ahijada Orfelina, de apellido paterno Guitiriz al igual que mi santa, hermana de Terencio a su vez padre de mi mentada sobrina, todos ellos dignos representantes de la rama de los Guitiriz de Consuegra. He de reconocer que nunca vi en persona al desgraciado de Mendoza, por lo que mi aporte poco tiene de valor directo en esta reunión. No quiero dejar pasar la ocasión y para que conste como proceda, afirmo que el tal es un cabrón redomado. Traga un buche de saliva con sonido de torrentera incluido, a la vez que hace un par de medios
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giros como si intentara desenroscar el pescuezo, y por fin se parapeta en el libre mutismo. Toma el uso de la palabra, forzando el abaniqueo de unas descomunales pestañas postizas, la sin par señorita Virtudes Palazón, profesora de piano, de soltería militante. —¿Me toca? Se caracteriza por un hilo de voz atiplado que fuerza susurros imperativos disfrazados de protesta, «¡Más alto, joder, que no se escucha!» —¡Perdón, perdón! Yo era una chica moderna que salía mucho. Mendoza siempre pensó que podía ser mi gran amor, aunque puedo jurar sin temor a culpa que nunca podría ser consumada esa pasión que ahora adivino interesada. Yo tampoco llegué a verle en persona, aunque fue el administrador único del patrimonio de mi familia. Además, también pensé que su influencia me ayudaría con Orfelina Guitiriz, mi mejor alumna y protagonista de mis masturbaciones.
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¡Sí, es verdad, la quiero! Por eso estoy aquí, al igual que todos vosotros. Porque es el momento de ajustar cuentas con ese hijo de puta. Acaba el discurso, provocando que una lágrima pastosa de rímel se deslice por su mejilla derecha, para lo que aprovecha el reflejo del candelabro y con el abaniqueo de pestañas, ahora a cámara lenta, baja la barbilla hasta el cuello. Es el turno de Leopoldo Colero, conocido por el diminutivo Poldín, seudónimo que utiliza en todos los concursos a los que se presenta, sin éxito conocido, de mini micro pequeños relatos, «no más de una frase», puntualiza casi siempre. —En diciembre de 1978 follé con una chica punk. Sé que les va a sonar esta frase, aunque esté algo cambiada. Cuando la escribí, era el texto completo para un concurso que debería ganar con seguridad. No fue así. Mendoza era el único miembro del jurado. Bastante después, supe que un cuento con ese título, adaptado al buen gusto vomitivo, había ganado un sustancioso premio. Desconozco los caminos que siguió la frase, desde el ratero Mendoza al escritor de apellido impronunciable que ganó el premio. Hoy estoy aquí porque también fui citado y no puedo pasar la oportunidad de destrozar a
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ese mal engendro, además expresar mi amor a la divina Orfe. Exagera una pose histriónica de recogimiento, frunce los labios como culo de pollo asado, y se calla. Habla Covadonga Peñalber, señorona con sus cincuenta y tantos bien llevados. Solterona, tiene preferencia por la castidad sin fisuras, más que nada por la independencia que obtiene a cambio, según comenta a la hora del chocolate compartido con el antiguo coadjutor, hoy párroco en funciones. —Yo quiero dejar claro, que no sé muy bien por qué estoy aquí. Yo asisto a misa, cumplo los sacramentos. Yo conocí a Mendoza. Más de una vez le vi llegar a la casa rectoral acompañando a su sobrina cuando venía a despachar confesión con don Octavio el párroco. No pongan cara de extrañeza, ¡no! Es un hombre de dios, un mentor, un maestro para sus sobrinas, porque me parece que no siempre era la misma joven quien le acompañaba a la confesión—. Fuera, un motor de un coche que se detiene. Un portazo y tal vez después, el sonido de pasos en el mármol brillante del vestíbulo—. Por eso yo estoy aquí… y él ya está ahí.
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LA IMPACIENCIA Y LAS EXPECTATIVAS EXAGERADAS NOS LLEVAN A LA FRUSTRACIÓN; LA FRUSTRACIÓN, AL BLOQUEO; Y EL BLOQUEO A LA HOJA EN BLANCO.
Me llamo Manuel
Blanco Romasanta. Y
soy un hombre lobo. Aunque resulte inverosímil, durante años fui víctima de una maldición que, en las noches de luna llena, me impulsaba a transformarme en semejante criatura y vagar por los montes Orensanos cerca de mi aldea natal de Rebordechao, en busca de comida y sangre fresca. Carne humana, claro está. Quien conozca los pormenores del posterior juicio sabrá que no andaba solo en mis correrías; otros dos desdichados participaban en la orgía de miembros desgarrados y vísceras, que devorábamos con ensañamiento. Hambre, miseria, incultura… todo ello formaba parte de la Galicia rural de principios del XIX y, por qué no decirlo, del resto de este país por el que no siento apego alguno. Los monarcas pendencieros Fernando VII, llamado primero El Deseado y luego con mejor tino El Rey felón, junto con su descendiente La de los Tristes Destinos,
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Isabel II, ninfómana donde las haya, reinaron durante los funestos años de mis correrías. No me hubiera disgustado hincar el diente a cualquiera de ellos. Al menos sabría ahora, por fin, cual hubiera sido el sentido, el feliz sentido, de mi existencia. La curiosidad de su libidinosa majestad y su forma pusilánime de administrar justicia, o de enmendarla en su defecto con un indulto Real, me permitieron alargar mi vida, si es que así puede llamarse la subsistencia perpetua en esta celda de una fortaleza de Ceuta, en la que consumo mis últimos días exorcizando mis pecados sobre un papel sin más tinta que mi propia sangre. Sé que ningún escrito será suficiente para purgar mi culpa, ni por cien años que viviera ni por cien mil hojas que escribiese. Pero el pasado no tiene remedio y al futuro tan sólo podemos suplicar misericordia. Me acusaron de trece asesinatos; me condenaron por nueve de ellos. ¡Necios! si supieran… Más ¡hay, el primero de todos ellos!… no puedo morir sin confesarlo, aunque sea en un papel mugriento y arrugado que un día, lo sé, verá por fin la luz. Se me cargó con la muerte de un alguacil en León, asesinato que no cometí, pero huyendo de
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la justicia me refugié en la aldea abandonada de Ermida, utilizada para guardar ganado. Los animales terminaron por convertirse en mi mejor compañía. Hasta que un día la vi. Rosa era… ni siquiera sé si se llamaba Rosa, pero semejaba una flor a punto de abrirse en un conjunto de pétalos encarnados, cada cual más hermoso. La sorprendí ordeñando las vacas y tuve que suplicarle que no se asustara. Le conté mi historia, adornada de heroicidades, y ella engalanó cada frase con una sonrisa. Supongo que vio en mí alguien diferente, yo sabía leer y escribir y eso era algo inverosímil para la época. Quizás ello la animó a volver más veces, porque ¿Qué iba apreciar una mujer así en un hombre como yo, sino alguien que le proporcionase un futuro lejos de la miseria de la aldea? Cierto día le propuse un juego. La invité a internarse en el bosque. Quería darle una sor-
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presa. Nunca nadie volvió a verla. A la mañana siguiente mis recuerdos se perdían entre la niebla. Contemplé mis manos, cubiertas de sangre y arañazos. Perdí el juicio por completo. No sé cuántos días vagué en solitario por los bosques, hasta que, resignado, decidí empezar una nueva vida en Rebordechao. El resto es historia. Historia de muerte. Hay un hombre interesado en verme en prisión. Dice llamarse Philippe. No sé cómo ha dado conmigo en este rincón de África. Durante días he dado evasivas, hoy no será así. —Según mis pesquisas, son 105, Manuel. Reí, seguramente incluso se quedaba corto. —¿105, 120…? Acaso importa algo. —¡Estamos hablando de vidas humanas! Confiesa, ¿de verdad quieres llevarte esa losa a la tumba? Lo miré. Nunca había llorado, pero a él no le pasó desapercibido el temblor en mis pupilas. —Solo una importa ¡solo una! Apuró una calada sin prisa. —La de Ermida. —Pero cómo... —titubeé— ¿Cómo puede saber eso?
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—Es mi trabajo. —¡No tiene ni idea, maldito cabrón! Volvió a dar una chupada y exhaló el aire intentando formar un círculo. Luego pareció distraerse con las humedades que manchaban el techo. El tiempo se había detenido. —¡La quería! —estallé al fin— ¡la quería más que nada! —¿Por qué la mataste entonces, Romasanta — vociferó— por qué? —¿La maté? No eres más listo que el resto. La esperaba encima de la colina —sollocé— había dibujado un corazón en un árbol, pero ella… cayó por la abertura de una mina. Traté de rescatarla, juro que lo intenté ¡Pero no pude, no pude! Y todas las demás, las que vinieron después, no le llegaban a la suela de los zapatos, no merecían una vida desgraciada e incomprendida, ser la esposa de un don nadie a quien no harían feliz, ni nadie las cubriría a ellas de dicha ¿Comprende, Philippe, lo comprende usted? Se hizo el silencio. Incluso el periodista parecía conmovido. Apagó el cigarrillo sobre el cenicero. Tragó saliva antes de hablar. —En ese caso, aquel día no fue el primero.
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A punto estuve de estamparle el puño sobre su nariz. —¡Pues claro que sí, maldito necio! ¿Acaso no lo ve? —extendí los brazos cuanto pude— aquí me tiene, ¿necesita algo más? Me miró, incrédulo. —¡Yo morí aquel día! Dejé de ser un hombre para transformarme en una bestia. Y conmigo, Philippe, conmigo, después... ¡Murieron todas las demás!
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En la escritura no existen las malas ideas , solo las ideas poco cocinadas
El cansancio comenzaba
a vencerme cuando encendí mi enésima pipa del día. Había escuchado hablar de sus robos en Italia primero y en Francia después, siempre en grandes museos, siempre piezas famosas sobre las que había vigilancia especial, siempre haciendo que se esfumasen durante la noche y dejando en su lugar una pieza de ajedrez. La Reina Negra, así era como firmaba sus fechorías y como los tabloides londinenses bautizaron a mi nuevo adversario. Miré todo aquello desde la distancia, con cierta curiosidad profesional, hasta que Scotland Yard se puso en contacto conmigo. Había desaparecido una figura de cristal de Buckingham Palace. No era una pieza de gran valor, un regalo de un duque bávaro a nuestra reina. En otras circunstancias no habrían necesitado de mis servicios, habrían investigado a los empleados de palacio hasta encontrar al culpable, pero el hecho de encontrar esa maldita pieza de ajedrez en su lugar hizo encender todas las alarmas.
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El palacio de la reina no era de los lugares más inaccesibles de Inglaterra. Los guardias de las puertas y los que patrullaban cada cierto tiempo el interior, eran suficientemente disuasorios para los ladrones habituales. La investigación se prolongó durante todo día. Hablé con el servicio, con los guardias, incluso con algún miembro de la familia real y no fui capaz de encontrar ni una sola pista. Al salir, me pareció ver una figura oculta observándome entre las sombras del anochecer que se alargaban antes de que la niebla hiciera acto de presencia engullendo todo con su húmeda capa. Di otra calada a mi pipa, repasé todas las declaraciones en busca de una pista, releí los informes recibidos de la policía del resto de Europa y me quedé dormido sobre un montón de recortes de periódico. Apareció en mis sueños como una sombra oscura en la que solo destacaba una corona dorada. Estaba apenas a una decena de metros de nosotros, dándonos la espalda y caminando hacia la niebla mientras reía. El doctor y yo comenzamos a correr en su dirección, pero por más que corríamos no lográbamos acercarnos a ella. Me quedé solo, intentando darle alcance mien-
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tras seguía riendo. Desaparecieron el doctor, la niebla y Londres, dejándonos a los dos solos sobre un inmenso tablero de ajedrez. Cada vez que parecía que la tenía acorralada, levitaba y se colocaba a mi espalda con una sonora carcajada. No sé cuánto duró, pero justo en el momento en que comenzaba a girarse, unos golpes en la puerta me trajeron de nuevo a la realidad. Durante el trayecto, Watson no paraba de repetir que era una locura, que tenía que haber algún error en la notificación, que seguro que el mensajero se había confundido. No entró en detalles, tan solo me condujo hasta el British Museum, inusualmente acordonado por los cuerpos policiales. El inspector Johnson nos esperaba a los pies de la escalera y nos acompañó por las galerías mientras nos explicaba lo sucedido: museo cerrado, ronda de vigilante cada media hora, a las seis de la mañana todo correcto, pero a las seis y media… Conocía bien el museo. Sabía que en el centro de la gran sala en la que acabábamos de entrar se encontraba la Piedra Rosetta, pero no estaba allí. El lugar que solía ocupar la pesada roca rosada que contiene los secretos del antiguo Egipto se podían observar dos obje-
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tos mucho más pequeños. No me sorprendió ver una reina negra, me sorprendió apreciar la corona dorada que adornaba su cabeza y que a su lado descansara una pipa, la misma que había utilizado antes de irme a dormir y que creía haber olvidado sobre la mesa de mi despacho tras mi precipitado despertar.
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Frustrado. Esa era la palabra que mejor des-
cribía lo que sentía. No quise saber nada de nadie durante meses, ni siquiera de mí mismo a veces, y mi temperamento se había transformado en algo difícil de tratar, tanto para los que intentaban ayudarme como para ese sistema de autocontrol que todos llevamos dentro. Perdí amigos, familia, vecinos... Salía con la bicicleta a las cinco de la mañana y regresaba a mi casa a las ocho de la noche. No tenía descansos. Las últimas tres competiciones nacionales habían sido un desastre, y los malos resultados no habían hecho sino incrementar las burlas de mis rivales. Haber nacido en el campo no era algo que la gente admirara en aquellos años, y mi llegada al mundo profesional de las carreras de ciclismo no había comenzado con buen pie. —Si no fueras tan cerrado de mente, seguro que podrías estar más relajado —me repetía constantemente mi psicólogo, que después de
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varias semanas de sesiones diarias comenzaba a darlo todo por perdido. El problema, sin embargo, pese a que pudiera parecer lo contrario, lo conocía tan bien como yo. Y creo que ni siquiera él, como adiestrador profesional de mentes desequilibradas, se atrevía a mencionar al causante de tal conflicto emocional que se batía en mi interior. Pues sabía que, de hacerlo, podría generar un auténtico escándalo. Mi equipo lo había contratado, al fin y al cabo, para evitar que la situación fuera más grave de lo que era. Y todos entendíamos que había cajones en los que era mejor no hurgar demasiado. La causa tenía nombre y apellidos, aunque no eran palabras precisamente lo que durante cada noche me generaba pesadillas. La bicicleta de López-Carrasco rodando sobre la carretera de los puertos de montaña españoles, sin rivales que se le acercasen, ajena al resto del pelotón que pedaleaba a varios segundos de diferencia, se convirtió durante una etapa de mi vida en mi miedo más auténtico. Aquel ciclista, de origen peruano, llegado desde las zonas más remotas del país latinoamericano, a las que ningún hombre se atrevería a llegar a causa de su elevada
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altitud y escaso oxígeno, parecía no tener contrincante en ningún lugar. Sus pulmones, acostumbrados a lidiar con poco combustible, se encontraban enérgicos trabajando en las montañas de España, que en comparación con las de su patria no tenían apenas altura. Nunca podré olvidar los desmayos que sufrí, las piernas temblorosas a causa del esfuerzo, la mente absorta ante la idea de que no lograría nada por muy motivada que estuviera... ni el más diminuto premio a cambio del esfuerzo de una vida entera... Esa era la cruda realidad a la que me enfrenté. Aquello representaba la fuga de los sueños de un niño, al que un día le dijeron que conseguiría todo lo que se propusiese, pese a que nunca le aclararon que no hay palabra que no tenga límites ni lamentos que tarden demasiado en llegar.
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Años más tarde ...—Entonces —me pregunta ahora mi nieto, mientras ambos estamos sentados en el sillón de mi salón, señalando una de las tantas fotos que tenía guardada en un álbum—, ¿ese era el hombre que siempre te ganaba? ...La tele sonaba bajita, y el reloj marcaba las cinco de la tarde observando cientos de fotos desperdigadas sobre la mesa del comedor, que hacía tiempo no veía. ...—Así es —contesté mirando la imagen. Se observaba a Carrasco montado en su bicicleta y a mi justo detrás de él, tratando de adelantarlo en los pirineos catalanes. Creo recordar que corría el año setenta y cinco. ...—¿Nunca le superaste? ...—Jamás. ...—Una pena... ...—Sin duda... —contesté, sintiendo un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo de arriba a abajo, como si algo importante estuviera a punto de ocurrir. ...—¿Salimos un rato en bicicleta? —me dijo de pronto, a la vez que pasaba las páginas que tantas ilusiones perdidas representaban.
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Miré su cara, fiel representante de las emociones, y en ese momento vi sueños que adquirían forma y personalidad en los ojos de un niño. El tiempo se detuvo: el reloj dejó de marcar los segundos, el viento no corría, la tele ya no sonaba, y la mirada de mi nieto se mantuvo eterna en mi cabeza; tal y como si sus palabras representaran el inicio de algo importante. Pensé que me estaba volviendo loco, que eran meras estupideces de viejo, pero el impacto que tuvo cada letra en mi acabó haciendo que siempre tuviera una pequeña inquietud en lo más profundo del alma. —Claro que sí —concluí—. Nunca podría negarme a eso...
¡¡¡Victoria, victoria, victoria en los Pirineos del corredor Alonso Martínez!!! Vaya carrera se ha hecho el chaval con apenas veinte años... Su abuelo lo debe de estar disfrutando desde el cielo... Esto va por ti. Se ha abierto una nueva etapa en la historia del ciclismo...
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Mientras observo mi jardín al amanecer, a tra-
vés de las perlitas que la lluvia pega en la ventana, con el vapor del café que intenta reanimarme para ver si se me quita el dolor de cabeza de la resaca, me acuerdo de esa mujer. Desde mi óptica femenina que la admiraría, supongo, la imagino con todas las carencias como madre que puede tener una elegante empresaria delgada y adinerada. Pienso que debe ser una historia repetida hasta llegar a la normalidad, sin que la clase trabajadora nos demos cuenta, aunque las sensaciones que nos dejan al enterarnos, duran y perduran. En el bullicio alegre de las fiestas de ese año en el pueblo, me sacó de mis risas su quietud. Quise acercarme a ¿ayudarle? A... ¿preguntarle? O a mostrar a los demás por pura vanidad, que ¿yo no era insensible como ellos?
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No lo supe entonces, solo cedí a un impulso repentino de ternura, al cual mis amigas animadas sobremanera por las bebidas de la fiesta, me tacharon poco menos que de tonta, ya que pretendía aliviar un aparente malestar irremediable. Su frágil figura, su semblante de niño abandonado, su mirada perdida que una vez encontrada con la mía dejaba ver solo melancolía, me atrajo. Con sus ojillos enrojecidos y sus puñitos apretados, tenía una apariencia desvalida. Mis amigas me llamaban insistentes; diciéndome que una personita de esa naturaleza no me necesitaba, que yo era una desconocida, que habría algún familiar cerca. ¿Dónde estaría su madre? No tendría más de seis años... demasiado inocente para mentir hasta con la mirada, demasiado pequeño para insultar por desahogo, demasiado joven para entender el comportamiento adulto; aunque fuera el de su propia madre que por cierto... ¿lo ha dejado solo en medio de una muchedumbre? En la ventana y con el dolor de cabeza ya remitiendo reflexiono sobre la paternidad: va-
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mos fabricando un mundo de señores, en el cual los chiquillos cada vez tienen menos cabida. Ponemos en sus manos algún dispositivo autoconvenciéndonos de que los ayuda a crecer «en esta era tecnológica», para en realidad ocultar la falta de muestras de cariño, buscando que nos dejen libres para ir a nuestro antojo. Nos sentimos incluso mejores padres que otros porque nuestro niño posee un artilugio más moderno que el hijo del vecino. No vemos esa tristeza que aparece a tan tierna edad, donde solo debería haber alegría.
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Y me quedé mirándolo, y me miró, mientras se levantaba del suelo polvoriento con su pantalón color beige planchado de forma impecable, aunque en varias partes gris por la tierra que se le había pegado, hasta que reparé en la mancha roja y un agujero, que se le había roto en la rodilla. —¿Podrías abrazarme? —me dijo, sin fijarse en que era yo una desconocida para él. Mi naturaleza me hizo acurrucarlo mientras el gentío alrededor se movía frenético, bailando, riendo indolente ante la frustración hecha un pequeño. —¡Déjale! —gritaban mis amigas. Mientras en mi mente debatían pensamientos de que, si de verdad las conocía, si eran ellas las madres «perfectas» que siempre aparentaban ser, no daba crédito a mis ojos al ver tanta indiferencia en quienes me miraban con extrañeza. —¡Déjale!, ese niño rico no te necesita. Otra vez pensamientos confusos... niño rico... no te necesita... No acabo de entender cómo siendo un niño podría no necesitar comprensión independientemente del entorno socio-económico en el que le haya tocado nacer.
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Entre sus sollozos pude saber que a la criatura se le había escapado su perrito con tan mala suerte que se enganchó la cuerda en una valla que cubría un pozo de la calle y quedó colgando de su cuello hacia abajo, y, sacudiéndose, dejó de respirar. Su progenitora no había «tenido tiempo» de enterarse de su aflicción. Con un habla entrecortada soltó toda su rabia, la de que su mamá no lo abrazara, porque decía que con los zapatos le ensuciaba el vestido; soltó toda su indignación, que nunca jugara con él porque debía de hacer cosas importantes; todo su enojo contra algún compañerito que a menudo se reía de él y no con él... Entre sollozos y en su monólogo tan sincero como limitado de palabras, me contó su vida. Detalló las noches en que le dejaban solo hasta tarde con su mascota, las lágrimas que perrito le lamía al llegar del colegio, las risas que solo él las oía, porque sus padres estaban ocupados.
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Allí, en medio de aquel festejo general me encontré con un ser abandonado sentimentalmente, con un niño que, si no encontraba la manera de superar su tristeza, lo más probable es que de adulto actuara de la misma manera el día que le tocara ser padre. Seguía yo agachada sobre él y abrazándole en medio de la fiesta de abril, cuando de pronto me encontré acongojada. Lo más seguro es que su madre no sabría nada de los sentimientos y padecimientos del pequeño. Y ya, acabando mi café, me pregunto: ¿Quién es la desconocida?
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Antes solían juntarse
cada semana. Ahora de tanto en tanto. Si no fuera por Chema, el anfitrión y dueño de la casa donde van a cenar, cada vez lo harían menos. Ari y Alberto han llegado primero. Ella siempre perfecta, demasiado, sobre todo por el excesivo maquillaje. Él, tan musculoso como de costumbre y alardeando de sus negocios. Al poco, aparece la segunda pareja, Toñi y Gonzalo. vienen discutiendo, algo normal. La velada comienza en la cocina, bebiendo vino y con los continuos reproches de Toñi y Gonzalo amenizando cómicamente la conversación. —¡Pues no me dice que estoy más rellenita! — brama Toñi señalándolo. —Te he llamado fornida —contesta Gonzalo algo colorado. —Madre mía —entre las risas de sus compañeros, Ari interrumpe—, Toñi, ¿cómo le aguantas? —¡Si es un cumplido! —Gonzalo trata de defenderse.
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...—Mira... —Toñi apura de un trago su vaso—, me niego a que un tío fofo y medio calvo diga que estoy gorda. ...Las carcajadas empiezan a ser contagiosas, incluso Gonzalo suelta una risilla. De pronto, suena el timbre. ...—¡La comida! —salta Chema—, id al comedor. ...Entre risas y reproches, obedecen. Están felices, tenían ganas de verse. Llegan al comedor y entonces, Ari, que ha entrado primero, se detiene. ...—¿Esperamos a alguien? —señala la mesa, esta aguarda con una vela en el centro y seis juegos de platos y cubiertos. ...Al poco aparece Chema con la comida. ...—¿Nos la vas a presentar ya? —le dice Ari juguetona, sus dientes resaltan luminosos. ...—¡El solterito ya está emparejado! —ríe Gonzalo—, al final todos caemos... ...Toñi le de un codazo, el resto espera a ver qué dice Chema. ...—¿Yo? ...—Venga Chema, suéltalo..., has puesto la mesa para seis —Alberto apunta hacia el sexto plato. ...Chema mira y se cerciora de que tienen razón, aunque es cierto que no esperan a nadie más.
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—Lo habré puesto sin querer —comenta risueño—, últimamente se me va bastante la pinza. Después se sienta, insta al resto a que lo haga y, ante sus extrañas miradas, comienza a repartir la comida. —¿El pescado era para? —pregunta por preguntar, sabe que es para Alberto—, y esta gran ensalada para la reina del fitness —le da el plato a Ari—, y ¿cómo no? Las brochetas de cordero bien grasiento para la parejita feliz —Gonzalo mira de reojo a Toñi, esta se la esquiva—, yo el arroz frito y... ¿esto? —en el fondo de la bolsa aún queda algo—, ¿«Costillas al estilo infierno»? —lee en la tapa del último envase. Todos fruncen el ceño.
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—Será para tu novia imaginaria —dice de pronto Alberto. Una sonora carcajada secunda el comentario. —Se habrán equivocado —comenta Chema ajeno al escarnio. —Pues mira, ¡por si Toñi se queda con hambre! —brama Gonzalo, el cual se lleva varios capones, y no solo de su novia. Chema las abre y un apetitoso aroma inunda la estancia. Tanto que deciden comerse antes que nada esas «costillas al estilo infierno». —Está buenísimas —comenta Ari. El resto asiente. —¿Sabéis? —dice entonces Chema, masticando y sin dejar de mirar su plato—, esto me recuerda algo... —¿Las costillas? —No, la situación... Hace poco leí una historia, cinco amigos se reunieron para cenar y les ocurrió lo mismo. —¿Se comieron la cena de otro? —ríe Toñi. —Sí —comenta Chema sin levantar la mirada del plato—, también se encontraron con una ración de más sin esperar a nadie. Pensaron que era fruto de errores, pero se equivocaban... — por fin levanta la cabeza—, había alguien entre
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ellos: el diablo. Un tenso silencio se adueña de la habitación. Solo la vela parece moverse. Entonces, Chema empieza a reírse. —¡Vaya cara habéis puesto! Los demás resoplan. —Joder, tío, me lo estaba creyendo —comenta Gonzalo. —Bueno..., la historia es cierta —Chema rellena las copas. —Ya —Alberto ríe y agarra el vaso—, pero aquí más que el diablo ha sido tu novia imaginaria. Ese comentario debería haber provocado nuevas risas si no fuera porque los platos y vasos de la mesa comienzan a quebrarse a la vez. Todos dan un respingo y se levantan como un resorte. Ari y Toñi se acurrucan en los brazos de sus novios, estos se miran con los ojos bien abiertos sin saber qué pensar. Entonces, otro estruendo de platos rotos los asalta desde la cocina. Ahora sí saben qué hacer: salir de allí.
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Rápidamente, se internan por el pasillo que conduce a la salida. En pocos segundos deberían llegar a la puerta, sin embargo, el pasillo parece extrañamente largo, incluso más oscuro. No entienden nada, pero tampoco quieren entender, solo escapar. De pronto, se topan con lo que parece el final de ese extraño pasadizo, lo atraviesan y se quedan de piedra: vuelven a estar en el comedor que acababan de abandonar, aunque en este caso la única luz es la que emana de la rojiza y tenue vela que continúa prendida en una mesa que parece invitarlos a sentarse. Alarmados, se giran para volver por donde han venido, pero la apertura que les ha devuelto al comedor se ha convertido en una sólida pared. Están atrapados, sin entender nada y tan tensos que no son capaces ni de moverse. —Chema... —comenta entonces Ari casi sin querer—, ¿cómo terminaron el grupo de amigos de tu historia? Él mira a cada uno de sus mejores amigos mientras siente una punzada atravesándole el pecho. —Sobrevivieron, aunque no todos —titubea—; solo tuvieron que devolver algo equivalente a lo que nunca debieron tomar...
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1. El proceso de aprendizaje dura toda la vida 2. No pasa nada si te quedas bloqueado 3. Sé plenamente consciente de las inseguridades y dudas 4. Reduce tus expectativas 5. Escribe más y haz más cosas 6. Y piensa, piensa mucho
ISAAC ASIMOV
Los noto a mis espaldas cada vez que encien-
do el ordenador. Me erizan con su aliento los pelillos del cogote, sobre el que hacen planear alguna que otra colleja cada vez que las musarañas atrapan mi atención –hay que entenderlos, no están aquí para perder el tiempo–. También me acompañan durante la tediosa tarea de la limpieza diaria, distrayendo mi imaginación con frases ingeniosas dichas en voz queda, y los hallo junto a mi cama cuando a las tres de la mañana me despierto con unas pocas líneas atrapadas en mi cabeza –«¡Libre! La pluma escapó del encierro del edredón con un ¡pop! más imaginado que audible, y aprovechó el primer barrido de la semana para salir por el hueco de la ventana, a la búsqueda del recuerdo de lo que fuera un día», es lo último que escribí en la aplicación de notas de mi teléfono móvil con ojos legañosos bajo su supervisión–. Son inexistentes como los sueños a la luz del alba, y aun así de
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una realidad cierta, poderosa, guías serenos de las palabras tecleadas por mis torpes dedos sobre un teclado QWERTY de lo más normalucho y un punto cochambroso. Ian Fleming, Orson Scott Card, Jerry Pournelle,… Ray Bradbury me contempla con sus ojos engurruñados a través de unas gruesas gafas de pasta. Lleva en las manos un ejemplar de su obra de referencia, Crónicas marcianas, a la que dediqué un sincero homenaje el pasado mes de abril, recién estrenada esta maldita pandemia de cuyo final aún no sabemos nada a ciencia cierta. A su lado se encuentra Arturo Pérez-Reverte. El responsable del sillón T de la Real Academia de la Lengua ve pasar la vida con una mueca sarcástica, tan característica de quien viene de vuelta de todo, para después intercambiar unas palabras con Julio Verne. ¡Cómo no iba a estar él ocupando un sitio de honor en la fila de mis musas! ¿Qué hubiera sido de mí sin su Dueño del mundo? Puedo decir sin lugar a error que sobre su obra se articula todo mi trabajo, por muy fría que le resulte a algunos de sus personajes. ¿No es así, don Arturo? Asimov, King y Ende por su poderosa imaginación. Y también algunos autores nórdicos de
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novela negra, como Larsson o Nesbø. Arthur Conan Doyle y su eterno tándem formado por Sherlock Holmes y el doctor Watson, y cómo no iban a estar cineastas de la talla de Spielberg, Burton, Raimi, Leone, Besson, Kurosawa o Cameron. Y Lucas. No puedo olvidarme de George Lucas, a quien tanto debe la estación espacial Rebis. ¿Alguna vez verá la luz mi Space Opera? No lo sé. Metal, cromo, rayos láser, aventura épica y malos muy malvados de dificultosa respiración; planetas imaginarios y vueltas al mundo en 79 días; androides de protocolo y astromecánicos de lenguaje grosero; cíborg defensores de la ley con recuerdos humanos, T-800 asesinos y aquellos otros, los llamados Nexus-6, que han visto brillar rayos-C en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Y también zombis, y vampiros
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y extraterrestres de toda índole, de piel verde o azul o anaranjada dependiendo del planeta donde nacieran. Vivos o ya muertos siempre vivos, el trabajo imperecedero de todos ellos ha hecho de mí al creador que soy hoy, con sus pocas virtudes y muchos defectos. Tengo tanto que agradecerles… Este diciembre se cumplen siete años del inicio de la andadura de mi modesto blog de relatos, y precisamente el día 1 me llega la noticia del colapso del radiotelescopio Arecibo, aquel por el que fuera bautizado. Me urge la necesidad de escribir un microrrelato en su honor, así que husmeo en la web a la búsqueda y captura de información sobre los diversos intentos de la Humanidad por entablar contacto extraterrestre. La investigación parece agradar a Julio Verne, tan puntillista en todo lo relacionado con la literatura científica, pero su aceptación vira al disgusto cuando ve cómo me conformo con sólo un puñado de datos. «Disculpa, maestro –me dirijo a su figura borrosa por el descontento–. Sólo busco algo de base para un relato de 900 palabras. Pero no lo defraudaré –aseguro convencido–; tengo previsto terminarlo de forma
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melodramática». No lo puedo evitar. Los finales felices se me escurren entre las manos como el agua de lluvia y mis pensamientos ya moldean el trágico fin de un radiotelescopio imaginario emplazado en la isla de Gran Canarias, donde llegaría la ansiada respuesta extraterrestre en el momento exacto de su desconexión, sin técnico ni científico alguno que diera testimonio del extraordinario acontecimiento. Para bien o para mal. Y con una urgencia desbocada, sin convencer del todo al viejo escritor, me pongo a aporrear el teclado de mi ordenador. Era una época de ilusión. El hombre había por fin dejado su huella impresa sobre la superficie lunar y el deseo de encontrar vida extraterrestre era cada vez más acuciante. Las sondas espaciales Voyager llevaban en sus tripas información sobre el planeta Tierra con la esperanza de un encuentro con vida inteligente, y desde Arecibo se lanzó al cúmulo globular M13 un mensaje de parecida índole de 1679 bits, que tardaría unos 25 milenios en llegar. Con tal derroche de presupuesto invertido por los más importantes organismos del mundo, nadie podía imaginar que los instrumentos alienígenas estuvieran en línea con un humilde radiotelescopio situado en suelo canario…
B.A.: 2020
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Hace varias década, Zaida estaba tomado
clases en la escuela primaria, no alcanzaba a tener siete añitos y ya se aburría cuando tenía que tomar el curso de matemáticas, así que para pasar el tiempo dibujaba un corazoncillo en su cuaderno de notas, mientras el profesor había dejado un complicado ejercicio aritmético, lo que no se había dado cuenta la tierna Zaida es que el profesor estaba detrás de ella y este sin duda alguna procedió a decomisar el cuaderno y anuncio a la clase, con voz grave y melodramática: —Si estamos en clase de matemáticas, no es para que alguien se tome la libertad de pintar en el cuaderno. ¿Qué tal que un día venga un Inspector del Ministerio de Educación y encuentre que los alumnos están haciendo dibujitos en vez de hacer números? Al escuchar semejante declaración la carrera de artista no solo de Zaida, sino la de muchos
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otros chiquillos quedó de cuajo cortada. Sin poder hacer mucho, Jacinto Rubio, que estaba enamorado de Zaida, palideció y comenzó a borrar de su cuaderno un dibujo de un superhéroe que había hecho tiempo atrás, no quería que el Inspector lo descubriera. Pasaron algunos años y la pasión y cuerpos de Zaida y Jacinto crecieron casi al mismo tiempo, solo que Pablito, el hijo de la panadera, también estaba inclinado a ser más que amigo de Zaidita, así que un día estos dos principiantes en las lides del amor colisionaron en la hora del recreo, Jacinto y el Pablito se agarraron en una feroz pelea, cada uno con los ojos cerrados lanzando puños y patadas a diestra y siniestra. Se formó un corrillo de alumnos alrededor de ellos y todos gritaban: ¡Dale más duro! ¡Así se hace!, ante tanto escándalo y sin saber cómo, Camargo, que era Vicerrector apareció y agarró en cada mano por una oreja a los combatientes, y se dirigió al tumulto de chismosos: —Están prohibidas las peleas, ¿qué tal que un día venga un Inspector del Ministerio de Educación y encuentre que la gente se está liando a trompada limpia? y dicho esto se los llevo del patio de recreo a las oficinas de la rectoría. t
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Era un patrón común que les servía a los profesores para zanjar cualquier problemilla en la comunidad estudiantil, si algún muchacho tenía el pelo largo, rápidamente era amonestado con estas palabras: ¿Qué tal que un día venga un Inspector del Ministerio de Educación y encuentre que los niños se parecen a las niñas? Pablo recordó también el día en que Zaida, estaba leyendo un libro de Ken Follett, llamado La Clave está en Rebeca, pero de repente apareció el maestro de Castellano y Literatura, y sin mayor ademan le dijo: ¿Qué tal que un día venga un Inspector del ministerio de Educación y encuentre que nuestros alumnos no están leyendo a los clásicos y si a autorcitos de novelitas populares? Y sin agregar otra palabra, procedió a incautar el material delictivo.
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O por ejemplo el día en que Zaida y Jacinto se escaparon del claustro educativo para verse en la tienda de la esquina. Con tal infortunio que había dos docentes en el mismo lugar, los vieron y de inmediato los arrestaron, contándoles la siguiente historia: —Cuando yo era estudiante —dijo Don Alcidez Góngora, profesor de religión—. Si uno se escapaba del colegio de inmediato el Jefe de Policía llamaba al Ministerio de Educación, y un Inspector en menos de dos horas lograba capturar a los alumnos prófugos y los dejaba a cuenta del Rector y de los padres de familia. —A lo que agregó el consabido—: ¿Qué tal que un día viniera un Inspector del Ministerio de Educación y encontrara que una parejita de alumnos se había escapado a comprar dulces en la tienda de la esquina? Pasaron varios años y Jacinto comenzaba a inquietarse, el Inspector nunca llegaba, sin embargo, mantenía limpios sus cuadernos, llevaba cabello corto, evitaba peleas y nunca se evadía del colegio, era un alumno ejemplar. Un día vio que había bastante ajetreo y movimiento en la oficina del Rector, habían comenzado a pintar todas las aulas semanas antes, se
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hicieron reparaciones, y todo el panel de profesores y personal administrativo estaba vestido con las mejores galas, se había recibido noticia de que el Ministerio de Educación por esos días iba a enviar un Inspector al Colegio a hacer visita sorpresa. Hasta el personal de limpieza y aseo se esmeró y no había ni el mínimo asomo de un papelito o mugre en el piso, los pasillos del colegio estaban impecables y brillantes. Pasaron los días, semanas, meses y años y nada que llegaba un Inspector a escarbar en los cuadernos de los alumnos o a mirarles el largo del cabello o a capturar a los evadidos, al cabo del tiempo se graduaron Jacinto, Zaida y el Pablito. Estaba tan feliz Pablito, que se matriculó en la Universidad de Contaduría, allí nadie le mencionó palabra alguna de Inspectores y ya se le había vuelto un recuerdo difuso hasta que un día al comienzo de su primer trabajo cometió un error y su Jefe le llamó la atención de este modo: —Pablo, el crédito no se lleva en el débito, ¿Qué tal que un día venga un Auditor del Ministerio de Hacienda y encuentre que estamos llevando mal las cuentas? Desde ese día Pablito nunca más cometió un error en el trabajo.
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