El TINTERO DE ORO MAGAZINE Nº 5: ESPECIAL PATRICIA HIGHSMITH

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MAGAZINE DE FICCIÓN

ENERO 2020

e n i z a g Ma

PATRICIA HIGHSMITH

EXTRAÑOS EN UN TREN LA AUTORA / LA NOVELA / LA PELÍCULA / LOS RELATOS QUE HA INSPIRADO


La segunda antología de

¡Pásatelo de cin e!


EN 4D

Bienvenidos a la nueva etapa de esta revista. En los próximos meses, cada número estará dedicado íntegramente a un clásico de la Literatura Universal. Un homenaje que haremos en 4 dimensiones. ¿Cuatro? Pues, sí. La primera será el propio autor, su vida, curiosidades y algunas de sus mejores citas. La segunda, la novela. La tercera, su adaptación cinematográfica y la cuarta, los relatos que ha inspirado y que han participado en el concurso literario de EL TINTERO DE ORO. Y comenzamos nada menos que con la gran dama del suspense, Patricia Highsmith, y su primera novela Extraños en un tren. Para ello, la revista cuenta con firmas como Yessy Kan, Raquel Peña, Marta Navarro, Rosa Berros, Miguel Pina y hasta 32 autores con relatos inspirados en su obra. Por tener, ¡hasta contamos con un divertido horóscopo a cargo de nuestra vidente Madame Santal! ¿Nos acompañáis al mundo de Patricia?

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Índice

PATRICIA HIGHSMITH: INCLASIFICABLE 6 Yo soy Patricia 7 Yessy Kan y Raquel Peña Genio y figura 14 David Rubio

LA NOVELA 16 Una dulce tela de araña 17 Rosa Berros Con voz propia 25 Marta Navarro

LA PELÍCULA 29 La mirada marciana 31 Miguel Pina Del papel al celuloide 38 Rosa Berros y David Rubio

LA RECETA DEL SUSPENSE 41 LOS RELATOS QUE HA INSPIRADO 45

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Melancólico blues Punto de fuga Finse Stasjon. El último caso del inspector Alfons Lar Incompatibilidad de caracteres Accidente en los alpes El último viaje El Bessège Express Memorias de un tiempo convulso Un viaje inesperado

47 José R. Capel 52 Isabel Caballero 57 Bruno Aguilar 63 68 73 78 82 88

Marta Navarro Estrella Amaranto Irene F. Garza Yessy Kan Jorge Valín Mery Pérez


La pluma asesina 90 Donación a la japonesa 95 Nunca descartemos el revólver 101 Un negocio peligroso 106 Las pasajeras 111 Extraños en un andén 114 El último viaje 120 Filosofía ferroviaria 126 Otro viaje al trabajo 130 ¿Quién mató al asesino? 134 La última estación de tren 139 Pollastre a la barbacoa 145 El tren fantasma 150 Señoritas y plebeyos 153 Los idus de marzo 158 Salvada por la lectura 165 Apariencias engañosas 170 Desconocidas en el talgo 175 La chica de ayer 180 Gerard en las Pampas 185 En vía muerta 190 El túnel 195 Venganza en vía muerta 200

Raquel Peña Emerencia Joseme Araceli Rodríguez Josep Mª Panadés Puri Otero Pepe de la Torre Rebeca Gonzalo Beri Dugo Lucas Kurt Mª Carmen Píriz Mirna Gennaro Paola Panzieri Beba Pihen Irene Rodríguez Miguel de la Tierra María Pilar Carla Guerrero Rosa Boschetti David Serrano Juana Medina Beatriz Vélez Paco López Castelao Francisco Moroz

EL HORÓSCOPO SEGÚN MADAME SANTAL 205

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PATRI CIA HIGHS MITH INCLASI FICABLE


YO SOY PATRICIA YESSY KAN BLOG: MANIFESTKAN

RAQUEL PEÑA BLOG: PERLAS NARRATIVAS

El 19 de enero de 1921 nació Mary Patricia en la localidad de Forth Worth, Texas (Estados Unidos). No fue un nacimiento tranquilo. Sus padres, Jay Bernard Plangman y Mary Coates se habían separado meses antes, e incluso llegó a sufrir un intento de aborto cuando su madre ingirió aguarrás, quien sabe si como venganza al abandono de su marido. Todo ello fue el preludio de una relación complicada con su madre e inexistente con su padre, a quien solo llegó a ver una vez en su vida, a los doce años. En 1924, su madre contrajo de nuevo matrimonio con Stanley Highsmith, del que Patricia tomaría el apellido, pese a que su relación con él no fuera mejor que con sus padres biológicos.

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Con ese panorama paternofilial, sería Will Mae, su abuela materna, quien la criara durante sus primeros años de vida, hasta que en 1927 se marchara a vivir a Nueva York donde trabajaban sus padres como diseñadores gráficos. Su afición a la escritura no tardó en manifestarse. Cuenta en su ensayo Suspense que, a los nueve años, al terminar de leer su redacción Excursión a los Endless Caverns todos sus compañeros la miraban extasiados y hasta le pidieron que continuara, fue en ese instante cuando descubre su vocación por el arte de la escritura. «De repente me volví entretenida», señala en Suspense.

La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no

Pero no solo fue precoz en su vocación escritora, también lo fue en descubrir cuáles serían los temas sobre los que construiría su obra posterior. A los diez años ya había leído el libro de Karl Menninger La Mente Humana y la novela de Dostoievski Crimen y castigo. El análisis de Menninger sobre conductas psiquiátricas anormales marcaría su gusto por personajes literarios capaces de pensar más allá del estrecho coto de la moral; la novela de Fiodor consegui-

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ría que la culpa, la mentira y el crimen fueran los temas centrales en su obra. Tan claro lo tenía que sus estudios fueron dirigidos para hacer realidad su sueño de ser escritora. Se graduó en 1942 en el Barnard College, una prestigiosa universidad para mujeres, donde estudió literatura inglesa, latín y griego. Cursó estudios de periodismo en la Universidad de Columbia, de Nueva York, pero pronto los abandonó para iniciar su carrera como escritora profesional. Eso sí, de ese fugaz paso por la facultad de periodismo se llevó nada más y nada menos que la amistad con Truman Capote, con quien compartió piso durante una buena temporada.

Lo que hace que la profesión de escritor sea animada y apasionante es la constante posibilidad de fracasar Su primera idea fue comenzara en el terreno de la novela. En 1943 escribió The click of the shutting, pero ese primer intento fue fallido. De hecho, nunca sería publicada. Fue por ello, que decidió foguearse en formatos más populares como los cómics. Ese mismo año consiguió trabajo en la editorial Fawcett haciendo sinopsis de cómics y más

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Primeras páginas del capítulo dedicado a Patricia en Comic Book History of comics de Fred Van Lente

adelante guionizando sus propias historias con personajes tan curiosos como Black Terror o Matajaponeses Johnson para Timely Comics, la antecesora de la actual Marvel. De hecho, está documentada una cita a ciegas nada menos que con Stan Lee, el creador de Spiderman. ¿Quién sabe qué podría haber salido de esa relación? Más adelante renegaría de esta etapa, hasta el punto de intentar borrarla de cuantas biografías se hicieran de ella. También probó fortuna, en consonancia con sus antecesores en novela negra, con el relato.

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En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, escribió los cuentos En la Plaza y El coche. Ese mismo año publicó su primer cuento en la revista Harper´s Bazaar. La verdad es que no podemos decir que Patricia, pese a que su primera novela no fuera publicada, tuviera que esperar mucho en consagrarse. En 1950 debutó con su novela Extraños en el tren y, además, tuvo la fortuna de que la leyera el mago del suspense cinematográfico, mister Alfred Hitchcock quien la adaptaría al año siguiente constituyendo un rotundo éxito. Su siguiente novela no correría la misma suerte. En esa época aceptó al fin su homosexualidad, y ello la motivó a publicar en 1952, eso sí, bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal. Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres y que además acaba con un final feliz, algo insólito para la época. Treinta y tantos años después volvió a publicarla con el título de Carol y en esta ocasión con su verdadero nombre. En el epílogo revelaría las comprensibles razones del anonimato inicial para concluir que «Me alegra pensar que este libro les dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse.» Sus siguientes proyectos, más identificables con su narrativa de suspense, fueron un éxito

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tras otro. Comenzando con La Ripliada, las cinco novelas protagonizadas por Tom Ripley. En total escribió 22 novelas y numerosas historias cortas a lo largo de su carrera que abarcaría casi cinco décadas, y su trabajo ha llevado a más de dos docenas de adaptaciones cinematográficas. Aunque sin duda es la gran dama del suspense, bien podríamos decir que en el fondo era una autora inclasificable. No solo por elegir y mostrar personajes del lado oscuro, sino por alternar su obra más negrocriminal con otras como Pequeños cuentos misóginos, por la que se ganó la fama de misógina; o de antiamericanismo con sus antología Catástrofes. Nunca llegó a tener una relación sentimental estable. Curiosamente, pese a su orientación sexual tenía en baja estima a la mayoría de las lesbianas y una profunda admiración por los gays con quienes llegó a tener sonados sus romances como fue el caso de Marc Brandel o el fotógrafo alemán Rolf Tietgens. Declaraciones como que «Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente» o que prefería la compañía de sus muchos gatos y caracoles, le supusieron etiquetas como huraña, morbosa y misántropa. Etiquetas todas ellas supérfluas para definir a una persona absolutamente inclasificable.

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ยกNo te pierdas estos blogs!


GENIO Y FIGURA VENGATIVA Patricia solía asesinar en sus novelas aquellos aspectos de su vida que detestaba. No dudó en hacerlo con su madre en el cuento The Terrapin en el que un joven apuñala a su madre. O su pasado como guionista de cómics, como a Reddington, una de las primeras víctimas de Ripley.

¿LEER YO? En su ensayo Suspense reconoce que no leía novelas de género, salvo las de su amigo Graham Greene. Así evitaba mimetismos en su escritura

ENOCLOFOBIA

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Patricia odiaba las reuniones sociales y, en general, un excesivo contacto humano. De hecho, consideraba ello como una de las causas que provocaba la escasez de ideas.


HUMILDE Patricia colgaba los premios literarios que recibía en su cuarto de baño porque así le parecían menos pomposos.

NATURAL

Posó desnuda para el fotógrafo alemán Rolf Tietgens, a quien consideraba su alter ego, tanto que llegó a decir que algún día se casaría con alguien como él. Este, al mostrárselas, le dijo que sabía que le gustarían porque se la veía varonil. "Eres un chico, pero eso ya lo sabes."

INCISIVA En una visita a España conoció a Tierno Galván en un cena. El por entonces alcalde de Madrid estuvo hablándole en francés toda la noche. Patricia, al enterarse que había visitado al Papa, comentó: "Espero que su latín sea mejor que su francés."

BIÓGRAFA Dejó escritos ¡18 diarios! que actualmente se encuentran en la Biblioteca Nacional de Suiza, junto a los borradores de sus novelas, cartas y fotos.

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LA NOVELA


DULCE TELA DE rosa ARAÑA berros

BLOG: CUÉNTAME UNA HISTORIA

EL TREN AVANZABA impetuosamente, con ritmo furioso y entrecortado. Tenía que detenerse, cada vez con mayor frecuencia, en estaciones de poca monta donde permanecía unos momentos esperando con impaciencia la señal para volver a embestir la pradera. Pero su avance apenas se notaba. Diríase que la pradera ondulaba solamente, como una inmensa manta, rosada y ocre, que alguien estuviese sacudiendo. Cuanto más rápido iba el tren, más vivaces y burlonas eran las ondulaciones. Un maravilloso comienzo que pone de manifiesto toda la capacidad literaria de Patricia Highsmith en la forma. En el contenido se irá poniendo de manifiesto poco a poco, a medida

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que la narración avance y nos vaya atrapando entre sus hilos como una dulce y deseable tela de araña. ¿Quién no conoce el planteamiento de esta historia? Dos extraños se conocen en un tren. En la noche solitaria comparten cena y whisky; en la noche, cuando la oscuridad, el silencio y el cansancio propician la confianza y los afectos, Guy y Bruno llegan a la confidencia. Ambos tienen sus problemas. Guy viaja a su pueblo natal en Texas para hablar con su ex mujer Miriam daría largas al divorcio en el mejor de los casos —pensó—. Tal vez ni siquiera deseaba divorciarse, sólo dinero. ¿Llegaría realmente a concederle el divorcio alguna vez?. Aunque ahora que está embarazada, tal vez quiera casarse con el padre del niño y por fin acceda a divorciarse y dejarle a él el camino libre para poder, a su vez, casarse con Anne. Guy empieza a ver el futuro con ilusión. Le espera un trabajo en Florida que puede ser el que haga florecer su carrera de arquitecto y podrá casarse con Anne tras recuperar su libertad. El problema de Bruno es su padre. Hasta el punto de que a su casa de Long Island la llama la perrera porque allí todos llevan una vida de perro. Y todo por culpa de su padre, ¡El muy cerdo! [...] Ojalá tuviera dinero propio. Verá, tenía que empezar a recibir mi renta este año, solo que

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mi padre no quiere que la reciba. Se está forrando los bolsillos con ella. Tal vez no me crea, pero ahora no tengo más dinero del que tenía cuando estaba en la escuela, con todos los gastos pagados. Y así, cada uno le va contando sus problemas al otro hasta que Bruno, ya envuelto en los vapores del alcohol, declara sus planes sobre cómo cometer algunos asesinatos perfectos. Todo el mundo se ha planteado alguna vez matar a alguien. La mayoría no lo lleva a efecto, pero no por cuestiones morales, sino por el miedo a las represalias. Su plan es claro y sencillo: matar a alguna persona contra la que no se tiene nada, alguien con quien no se le pueda relacionar. De manera que si Bruno mata a la ex mujer de Guy y Guy mata al padre de Bruno habrán cometido dos asesinatos perfectos. Ninguno tiene móvil para el crimen y ninguno podrá ser relacionado con la persona asesinada.

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Guy abandona el tren al día siguiente sin muchas ganas de despedirse de Bruno. De hecho, ni siquiera va a su compartimento para recuperar el libro de Platón que se había olvidado allí la noche anterior. Guy casi ha olvidado la conversación con Bruno... hasta que Miriam que, efectivamente como él sospechaba, no está muy decidida a concederle el divorcio, es asesinada unas semanas después. Para entonces él ya está en México pasando unos días con Anne y la noticia le hace regresar a Metcalf, donde vive su madre y donde vivía Miriam. Enseguida recuerda la conversación con Bruno y no puede dejar de hacerse preguntas. ¿Y si ha sido Bruno? No es posible, por supuesto, pero supongamos que ha sido él. ¿Lo habrán atrapado? ¿Les habrá dicho que el asesinato lo planeamos él y yo?. Porque lo que realmente preocupa a Guy no es la muerte de Miriam. Esta le es más favorable. No, la repulsa de Guy al asesinato, si es que ha sido Bruno, deriva del hecho de que se pueda ver involucrado en él. El miedo viene de pensar que Bruno pueda querer cobrase su deuda y él se vea en la obligación de matar al padre del joven. Y no porque el asesinato le parezca moral y éticamente sancionable, sino por el miedo a que toda su vida personal y profesional se venga abajo, a terminar en la cárcel o, peor aún, ejecutado.

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El juego de Patricia Highsmith es hacer al lector cómplice de los hechos, porque mucho antes de que Guy resuelva sus dudas acerca de la muerte de Miriam, el lector ya sabe cómo ha sucedido. Ha sido testigo privilegiado. La autora lo ha llevado de la mano por dónde ha querido y ha asistido al crimen en persona. También juega con el lector en cuanto al retrato de los personajes. Guy aparece como el hombre serio, decente y honrado; un arquitecto que empieza su carrera directo hacia la fama; un hombre enamorado de una mujer tan seria y decente como él. Bruno, por el contrario, enseguida se nos muestra como un hombre inestable, carente de empatía, inmaduro como un niño y con una total dependencia de su madre que manifiesta un cierto complejo de Edipo. Incluso su madre sabe que tiene algo raro. El transcurrir de la novela hace evolucionar a los personajes; los hechos nada habituales a los que se ven enfrentados van sacando de su interior facetas que tal vez nunca se hubieran manifestado de no haberse visto sometidos a una situación de tensión. Al menos Guy, porque Bruno, en efecto, no está mentalmente sano y su alcoholismo no ayuda en nada a su estado psíquico. Que termine convirtiéndose en una víctima y que a veces nos resulte tierno en su

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inmadurez, no le exime de un solo gramo de la demencia que lo acompaña. Las preguntas que suscita la novela nos pueden poner los pelos de punta si nos ponemos en la piel de los protagonistas. ¿Seríamos capaces de matar si se nos asegurara que nuestro acto no iba a tener consecuencias? ¿Estamos dispuestos a renunciar a lo que ansiamos para poder mantener unas actitudes morales acordes con nuestras creencias? ¿Existen esas creencias más allá de nuestros intereses de cada momento? ¿Cuál es nuestro precio? La sospecha de que nos mantenemos dentro de la ley, de que nuestras manos no están manchadas de sangre, no por unos presupuestos éticos y morales, sino por miedo, por simple, llano y cobarde temor a las consecuencias es una de las conclusiones más perturbadoras ante las que nos sitúa esta novela:

Cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de circunstancias, sin que tenga absolutamente nada que ver con el temperamento. La gente llega hasta un límite determinado... y solo hace falta algo, cualquier insignificancia, que les empuje a dar el salto.

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ROSA BERROS

Cuéntame UNA HISTORIA

Pura LITERATURA elblogdelafabula.blogspot.com


MARTA NAVARRO

s o t n Cue s o d n u b a vag LlĂŠvatelos Contigo cuentosvagabundos.blogspot.com


CON VOZmarta PROPIA navarro

BLOG: CUENTOS VAGABUNDOS

PRIMERA NOVELA DE Patricia Highsmith con la que llegó a estar nominada en 1951 al premio Edgar de misterio, quizá la historia de Extraños en un tren sea más conocida por la adaptación que de ella hizo al cine Alfred Hitchcock que por la propia novela. Esta adaptación, magnífica y muy exitosa en su momento, conserva sin embargo muy poco del espíritu y la filosofía que impregna el relato original y no basta solo con ella para comprender la complejidad de la narración de Highsmith. Pese a su innegable corte de género policíaco, Extraños en un tren es una novela con voz propia, muy innovadora, que sobre la teoría de que cualquiera puede convertirse en asesino,

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que tan solo basta para ello hallar el motivo adecuado o rebasar ciertos límites, gira en realidad en torno a la maldad, la mentira, la ambigüedad moral y sobre todo la culpa. En un viaje en tren Guy Haines, joven y exitoso arquitecto con dificultades para divorciarse de su esposa, conoce a Charles Bruno, un extraño personaje que le ofrecerá como solución a su problema la idea de un crimen perfecto con la que lleva tiempo obsesionado: un asesinato por delegación. Un pacto en virtud del cual Bruno habrá de matar a la esposa de Haines y este a su vez al padre de Bruno de quien pretende deshacerse por cuestiones económicas. Sin móvil ni vínculo alguno entre asesinos y asesinados, la coartada de ambos resultaría impecable. Sobre este punto de partida construye la autora una novela negra diferente donde el protagonismo no recae en el detective o la marcha de la investigación como suele ser lo habitual sino en los potenciales asesinos, en sus motivaciones, en la meticulosa elaboración del plan y el significado que para ellos pudiera tener el delito, dando así vida a unos personajes de una gran complejidad psicológica que nunca cuestionan la legalidad o moralidad de sus actos y parecen solo movidos por la posibilidad o no de alcanzar sus objetivos. Unos personajes tremendamente egoístas a los que Highsmith, sin embargo, en

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ningún momento juzga y con los que quizá trate de mostrar, como en algún momento expone uno de ellos, la dualidad que habita en todo ser humano: siempre capaz de lo mejor y lo peor, siempre dividido entre el bien y el mal como dos caras de una misma moneda. Es ese egoísmo y amoralidad evidente de sus protagonistas, la incapacidad que el lector siente para empatizar con ellos, lo que carga de pesimismo la narración y le da un tono turbio e inquietante, acorde con la idea final de que el mal acecha en cualquier rincón y la sociedad se muestra indiferente ante todo lo que no le concierne o afecta directamente. La resolución del conflicto y el desarrollo de la trama argumental de la película de Hitchcock resulta por su parte mucho más amable, más ética y menos desengañada que la de la novela. Es por ello que, aunque la tome como punto de partida, los cambios en la conducta de los personajes, en sus decisiones y en la conclusión de la historia son tan profundos que de ningún modo puede ser considerada una adaptación fiel sino solo una versión articulada en torno al mismo planteamiento. Algo sin duda intencionado pues el propio director, en una de las conversaciones con François Truffaut recopiladas luego en El cine según Hitchcock (Alianza Edito

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rial), afirmaba: «A menudo se habla de los cineastas que en Hollywood deforman la obra original. Mi intención es no hacerlo nunca. Yo leo una historia solo una vez. Cuando la idea de base me sirve, la adapto, olvido por completo el libro y fabrico cine». Ideas que habrían de inspirar, en este como en otros casos, auténticas obras maestras del suspense.

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LA PELÍCULA


M I G U E L

P I N A

UNA MIRADA AL MUNDO DEL CINE www.cineycriticasmarcianas.com


LA MIRADA MARCIANA miguel pina BLOG: CINE Y CRÍTICAS MARCIANAS

EN 1951, HOLLYWOOD estrenó dos películas con premisas similares. Ambas estaban enmarcadas con el cine negro como telón de fondo: Un lugar en el sol y de la que hablaremos hoy Extraños en un tren. Con ello, comenzamos el año 2020 volviendo una vez más a pivotar en torno al cine clásico. Lo curioso de estas dos cintas es que ambas confluyen de alguna manera en la gloriosa Match Point de Woody Allen. Las tres películas cuentan con elementos comunes en su narrativa: amor, celos, crímenes, trastornos de la personalidad, posicionamiento social, personajes siniestros, investigación policial y, sobre todo, utilizan el suspense como medio unificador en sus narrativas.

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En el caso de Extraños en un tren, Hitchcock quedó muy impactado con la novela homónima de Patricia Highsmith y ordenó a Raymond Chandler la escritura del guion para adaptar la novela al cine. La cinta supuso el exitoso debut cinematográfico del mago del suspense con Warner Bros. Después, con el mismo estudio, llegarían Yo confieso y Crimen Perfecto. Una vez ya consagrado firmó con Paramount Pictures para realizar La ventana indiscreta con los inolvidables James Stewart y Grace Kelly. Extraños en un tren comienza con una deliciosa secuencia con la cámara siguiendo los zapatos de los dos protagonistas masculinos. En un momento dado sus pies chocan en un acomodado vagón de tren. Esos dos extraños son Guy (Farley Granger) y Bruno (Robert Walker). El pri-

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mero es un conocido tenista profesional en proceso de separación matrimonial. Y el segundo es un joven vividor con problemas psicológicos que odia a su padre. Sin embargo, adora a su extravagante madre. En un momento de la conversación, Bruno pro-pone al joven tenista un intercambio de crímenes. Él, se encargará de matar a la esposa de Guy y el deportista a cambio tendría que matar al padre de Bruno. El objetivo de este siniestro personaje es heredar los bienes de su padre y facilitar de facto el divorcio del hombre al que acaba de conocer. El joven tenista no hace caso a la extravagante propuesta y la declina no sin antes escucharla. Al cabo de unos días la esposa de Guy aparece ase-sinada y Bruno se presenta en casa del joven. El objetivo de la visita consistía en reclamar para sí la parte un trato que solo existía en su imaginación. La película muestra algunas diferencias con la novela. Estas se centran, entre otras cosas, en el personaje de Guy. Éste en la novela es un joven arquitecto mientras que en la película es un depor-tista. Además, en el libro —más negro, doloroso y reiterativo que el largometraje— este personaje si acepta el plan de Bruno. Pero a Hitchcock no le convencía esa parte y optó por dar al personaje de Guy un halo de ambigüedad.

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Incluso se escribieron tres finales distintos. De ellos, se rodaron dos. De hecho, hay una copia alternativa británica firmada por el propio mago del suspense en la que la que la resolución es sutilmente distinta. Para realizar esta retroreseña he podido ver las dos copias (la americana y la británica) y aunque los dos finales alternativos no cambian nada relevante son distintos. Es decir, no es una leyenda urbana. En cualquier caso la cinta trata de establecer una conversación directa con el espectador sobre la codicia, el amor, el crimen y el egoísmo. Aunque el filme está en la órbita del cine negro la investigación policial no es lo que prevalece en el libreto adaptado. Más bien es una película centrada en la psicología de unos personajes que anuncia lo que años después veremos en Psicosis. Y es que con el personaje de Bruno, Hitchcock, siembra la primera semilla de los significantes del mítico Norman Bates.

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De hecho, las relaciones edípicas ya aparecen con fuerza en el argumento central de Extraños en un Tren. El reparto de la película encuentra un desigual soporte sobre la base de sus dos personajes principales. Farley Granger se mete en la piel del tenista que es presionado a tres bandas. La primera fuente de presión proviene de su actual esposa que no consiente en divorciarse de él a pesar de que ya no le ama. Buena interpretación de Kasey Rogers que aparece con gafas en la cinta. A través del reflejo de las lentes de la actriz, Hitchcock filma el asesinato clave de la cinta de una manera muy original.

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La segunda fuente de presión para Guy se sustenta sobre la nueva relación amorosa que ha comenzado tras romper con su esposa. Este papel es interpretado con delicadeza por la diva hollywoodiense Ruth Roman. Y la tercera y más importante fuente de presión proviene de Bruno. Éste intensifica cada vez más sus contactos con Guy para que el tenista cometa el intercambio de asesinatos. En este papel nos encontramos con la mejor interpretación del reparto. Se encargó de llevarla a cabo un gran Robert Walker. Por último, y como curiosidad adicional, cabe señalar que Patricia Hitchcock tuvo un pequeño papel haciendo de la hermana de la nueva enamorada de Guy. Tampoco quiero dejar de recordar el habitual cameo del propio Alfred Hitchcock subiendo al tren con un enorme instrumento musical. En los apartados técnicos la película fue nominada al Oscar en la categoría de Mejor Fotografía en Blanco y Negro. Otro aspecto a destacar fue la gran dirección de arte en la recreación de los trenes y en el buen diseño del parque de atracciones que es el círculo concéntrico de toda la película. De hecho, el centro de recreo cobra mayor importancia que el propio tren que da título a la filmación.

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La película se situó en el top-10 del año 1951 del National Board of Review y Alfred Hitchcock fue nominado como Mejor Director por el Sindicato de Directores. Sin embargo, la Academia de Cine la ignoró. Extraños en un tren es una gran adaptación de la novela con la que Patricia Highsmith deslumbró en su debut literario. La cinta es un compendio de los gustos tanto de la escritora como del director. En definitiva, nos encontramos un filme seco, siniestro y a la vez divertido. Una película que nos habla de tragedias, chantajes emocionales y que nos deja un sarcástico mensaje final:

NUNCA HABLES C EXTRAÑ ON OS

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DEL PAPEL AL CELULOIDE por rosa berros y david rubio EL SEÑOR HITCHCOCK era mucho Hitchcock. Para plantearse su adaptación al cine no le bastaba con una novela que le atrapara. Esa novela debía cumplir con una serie de requisitos. Podréis pensar que esos se centrarían en que fueran historias de suspense o misterio. Pues sí, pero sobre todo y más importante: debía ser una novela no demasiado exitosa y cuyo autor fuera un desconocido. La razón es muy sencilla. Hitchcock buscaba solo un argumento, una idea sobre la que crear una obra nueva. Ello sería imposible con clásicos o superventas ya reconocidos por el público. Solía decir que solo leía una vez las novelas que iba a adaptar, y que luego casi las olvidaba.

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Ese modus operandi fue del que nació Rebeca, a partir de la novela de Daphne du Maurier; o, más adelante, Los pájaros, de la misma autora y Psicosis, de Robert Bloch. Patricia, desde luego, no solo escribió una gran novela, sino que esta nació de pie. No solo porque la película daría popularidad a su obra, sino por los derechos que cobró. Unos 7.000 dólares de entonces. Ella siempre manifestó agradecimiento, aunque cuentan las malas lenguas que Hitchcock ocultó su identidad mientras se negociaban los derechos para evitar pagar lo que Daphne Du Maurier le sacó al vender Rebeca. También se mostró satisfecha con la calidad de la película, si bien la misma se apartaba de su novela como bien nos dice Rosa Berros a continuación: Patricia Highsmith nos propone unas preguntas que nos ponen los pelos de punta cuando intentamos responderlas sin prejuicios ni falsas aspiraciones morales, pero son preguntas que nunca se plantean en la película de Hitchcock de 1951, tan solo un año después de publicarse la novela. Acabo de verla por tercera o cuarta vez y he de decir que es muy buena. El genial director ha cambiado muchas cosas con respecto al libro lo que le da la oportunidad de meter escenas de vértigo, efectos especiales, momentos de comerse las uñas... Detalles que no aparecen en la novela,

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pero que son parte esencial de la película son: la trepidante escena del tío vivo, el encendedor en el fondo de la alcantarilla y la mano que se estira hasta el límite de lo humanamente posible para alcanzarlo, el partido de tenis en cuyo transcurso se están poniendo en peligro la libertad y hasta la vida de Guy. Siempre he dicho que una película no tiene que ser demasiado fiel a un libro. Esta no lo es y resulta una película excepcional con una muy buena trama. Ahora bien, desde el principio hasta el final, no he visto ningún dilema moral. Los buenos son buenos y los malos son malos (o más bien, están locos), de manera absoluta, sin dudas ni vacilaciones. Para no perderse ninguna de las dos.

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LA RECETA DEL SUSPENSE CONSEJOS PARA ATRAPAR AL LECTOR

Nuestro arte consiste en captar la atención del lector contándole algo divertido o que merezca la pena que se le dediquen unos cuantos minutos y horas.

LAS IDEAS Lleva siempre una libreta como semillero de ideas, argumentos o experiencias emocionales. Las mejores son aquellas que te produzcan una excitación especial, un impacto emocional. Si la idea no fructifica dejarla reposar o combínala con otra. NO ABUSES DE LOS TRUQUITOS Ocultar información de manera arbitraria, basar el misterio en un dato científico o técnico curioso o el final sorpresa son trucos que pueden servir en un relato pero no en una novela.

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Los problemas que uno se encuentra al escribir a veces se resuelven milagrosamente después de dormir un poco. Me duermo con el problema y me despierto con la respuesta.

ESPESA EL ARGUMENTO Una vez tengas la idea, imagina un contexto, un ambiente y unos personajes. Haz de tu protagonista un elemento extraño en ese contexto. La trama debe tener sensación de vida, complícala, no tengas miedo a la inverosimilitud. Estírala al máximo, sin romperla. Mezcla rasgos positivos y negativos en tus personajes. Puedes tramar tu historia según las convenciones comerciales, pero si sales del canon te sorprenderás a ti mismo y por ende al lector. Estirad al máximo la credulidad del lector, su sentido de la lógica es muy elástico, pero no lo rompáis. De esta forma escribiréis algo nuevo, sorprendente y entretenido tanto para vosotros mismos como para el lector

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Al escribir el primer borrador hay que tener presente el libro en su conjunto, hay que verlo en sus proporciones, tanto si lo ves en cada una de sus partes como si no”

LA PRIMERA PÁGINA Es la que hará que el lector siga leyendo o no. Evita la escena emocional. El lector todavía no conoce al personaje, por tanto le da igual. No abrumes con mucha información ni con grandes parrafadas Muestra alguna debilidad del personaje, a todos nos reconforta saber que otros también tienen. Debe contar con acción o una promesa de acción. LA EXTENSIÓN DE LA NOVELA Haz un esquema con la extensión que pretendes que tenga la novela. De esa forma evitarás extenderte demasiado en unos capítulos o ser demasiado escueto en otros.

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DIÁLOGOS No hagas hablar al personaje durante tres líneas. DESCRIPCIONES Céntrate en lo inusual, para lo normal bastan con dos detalles. Y ten presente que percibimos con cinco sentidos. NARRADOR Para las novelas de suspense nada mejor que la tercera persona Si alternas dos puntos de vista resultará más ágil y entretenida la lectura. ACTITUD ESCRITORA Da igual que escribas lento o rápido. Lo importante es sentir que avanzas cada día. No tengas miedo en suprimir y cortar tu primer borrador. Seguramente siempre podrías haber recortado más. Y, sobre todo, jamás enseñes a nadie tu novela antes de terminarla.

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RELATOS PARTICIPANTES EN EL CONCURSO LITERARIO DE

LOS RELATOS QUE HA INSPIRADO 32 RELATOS INSPIRADOS EN EXTRAÑOS EN UN TREN



O C I L Ó C MELAN BLUES JOSÉ R. CAPEL

BLOG RELATOS EN RE MENOR

MANOLO, UN VIEJO guitarrista incapaz para el flamenco pero con duende para el blues, ocupaba el diminuto escenario del Rory, ataviado con traje y sombrero blanco y unas enormes gafas de sol que escondían su tristeza. Deslizó un tubo de metal incrustado en su dedo corazón por el mástil de la guitarra: un slide lento que dejaba una sensación melancólica y suavizaba su quebrada voz. El Missisipi estaba demasiado lejos y el Llobregat era poco inspirador, pero Manolo no tenía nada que envidiar a los negros sureños de principios del siglo XX. El Rory era un pequeño bar musical situado cerca del polígono en dónde se encontraba la comisaría. Algunos policías acudíamos a tomar una copa al finalizar la jornada. Los viernes programaban pequeños conciertos de blues o jazz, o de cantautores de letras indescifrables.

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Esos momentos de camaradería en la barra, de risas con demasiada testosterona, me sirvieron para ganarme el respeto de mis compañeros, además, por supuesto, de mi rigor y seriedad en el trabajo. Desde que recuerdo siempre quise ser policía. Quizás las dos únicas cosas que he tenido claras en mi vida han sido mi oficio y mi orientación sexual. En mis juegos infantiles alternaba muñecas y pistolas y en mi adolescencia disfrutaba mirándome al espejo con placa de comisario, gorra policial y labios carmesí. Años de marginalidad escolar y rechazo familiar. Con los años aprendí a reprimir los gestos que delataban mi amaneramiento y endurecí el gesto. Mi homosexualidad la tenía guardada bajo llave en el armario, confesarlo hubiera supuesto ganarse la mofa perpetua del resto de compañeros. Una máscara amable que ocultaba la mueca de tristeza y frustración permanente. Ese viernes, yo había tenido un día complicado. Por la mañana, rompí mi relación de tres años con mi novio, Jordi, por su indisimulada promiscuidad. Jamás había querido a nadie como a él. Por la tarde, me comunicaron la aparición de otro cadáver en la orilla del Llobregat, una zona que visitan los domingueros que buscan escapar de la ciudad en una de sus esquinas. Era el tercer fiambre en el mismo mes. Una mu-

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jer que sobrepasaba los veinte por poco, con tantas puñaladas como años y con una bufanda azul anudada a su cuello, que cubría también parte de sus senos. Igual que las dos anteriores. No había lugar a dudas, era el mismo cabrón y nos tenía completamente despistados. Mi cabeza se debatía en aquel momento entre la nostalgia de mi novio perdido y el horror del asesinato de la chica. La rutina laboral se hizo a un lado y mi preocupación amorosa se alzó victoriosa en mis pensamientos. Había pedido un tercer whisky y haciendo tintinear los cubitos con el vaso, salí al exterior a fumar un cigarro. Manolo versionaba con su guitarra acústica una canción de Robert Johnson que sonaba desnuda y verdadera. Escupí tras un ataque de tos ronco y la primera calada abrasó mis pulmones. Miré al cielo y suspiré por el amor perdido. Aplasté el cigarro con furia, como si mis frustraciones se concentrasen en aquella colilla ensalivada y entré de nuevo al local. La conversación con mis colegas versaba sobre una mujer que contoneaba su espectacular cuerpo a dos pasos de donde estábamos. Fingí interés y le lancé un piropo que sonó demasiado artificial. El último whisky me había abstraído un poco del mal rollo que arrastraba todo el día y ahora destilaba una alegría babeante y torpe.

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Cuando Manolo se disponía a tocar la última canción, un aire gélido invadió el local. Se abrió la puerta y junto al viento helado de un enero especialmente crudo, entró Jordi, mi ex novio, que extendía su mirada buscándome en el local. Nunca había venido al Rory, pero allí estaba, mirándome desafiante, con un abrigo marrón y una bufanda azul anudada al cuello. Siempre había tenido un gusto exquisito para vestir, jamás hubiera usado una bufanda azul celeste. Era una provocación, él estaba al corriente de los anteriores asesinatos. Siempre le explicaba los casos que llevaba y éste no había sido una excepción. Jordi era alto, guapo y con una simpatía y amabilidad capaz de conquistara a quién se propusiera. Podía romper cualquier corazón, pero ¿había sido capaz de asesinar a unas jóvenes sin un motivo aparente? El alcohol, la frustración y el odio no son una buena mezcla. Los rescoldos de mi amor aún no se habían apagado. Frente a mí tenía a la persona que más había querido y probablemente seguía queriendo, pero también a un sospechoso de asesinato, o al menos eso quería aparentar él. Tres disparos a la altura de su corazón, el músculo que él me había destrozado poco a poco durante los últimos tres años y que yo

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yo ahora le reventaba sin pestañear. Tres balas que dejaron atónitos a mis compañeros y a los pocos espectadores que aún quedaban escuchando a Manolo, que alzó sus gafas de sol y su lánguida mirada se paseó perpleja por el cuerpo que acababa de derrumbarse junto a la puerta. —¡Continúa! —le exigí contundente— ¡Toca tu puta guitarra! No sé porqué lo hice. Quizás fue venganza, celos, ¡qué se yo! Preferí continuar mostrando una máscara en un baile de disfraces demasiado cruel. Jamás se pudo demostrar la relación de Jordi con los asesinatos. Y de nuevo sonaron los compases repetitivos de un melancólico blues.

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E D O T N PU FUGA ISABEL CABALLERO BLOG TARA

RECUERDO ESTAR abonada al buono-treni en aquellos tiempos que pasaba tantos días fuera de casa, casi siempre por trabajo. Generalmente la misma ruta: Milán-Barcelona/ BarcelonaMilán. No es fácil viajar ligera de equipaje, con los años he aprendido a cargar en mi mochila solo lo imprescindible. Sin embargo, tenía la costumbre de llevar siempre su fotografía; no una foto pequeña que resultara fácil guardar en la cartera. No. Todo un señor retrato enmarcado en plata que, en nuestro dormitorio, ocupaba la mesa de noche de la izquierda. Tiene..., tenía una nariz importante y una expresión serena que me gustaba. Nuestro hijo no entendía por qué no me conformaba con las fotos del móvil.

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—No te olvides llevarte a papá —solía recordarme con algo de sorna. Ya era una broma habitual en cada uno de mis viajes el «no te olvides de...». Ahora, cuando lo pienso, sonrío con cierta tristeza. El día que cumplí los cuarenta, mi marido vino a nuestro apartamento de Milán sin avisar, quería darme una sorpresa. Ninguno de los dos escuchamos la cerradura de la puerta al abrirse; estábamos profundamente dormidos, aún medio abrazados con la lasitud que el buen sexo deja en los cuerpos satisfechos. Al levantarme vi uno de sus guantes en el suelo, el dedo índice, acusador, apuntando hacia la cama. Inmediatamente, para comprobar mi sospecha, la casi certeza, llamé preocupada a Barcelona. —Hola, mamá, ¿cómo estás? Feliz cumpleaños. ¿Cuándo vuelve, papá?, ¿vendrás con él? Tengo muchas ganas de verte. No tuvimos un adiós definitivo, no hubo abogados, ni juzgados, ni documentos que avalaran nuestras cada vez más prolongadas ausencias, ni pactos, ni desacuerdos, ni discusiones. A partir de entonces, los dos actuamos como autómatas, jamás hablábamos sobre... A pesar de mis deslealtades, de que la distancia entre nuestras dos camas era abismal, juro

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que lo amaba. Él nunca entendió la realidad de que existen tantos puntos de fuga como direcciones en el espacio. Yo lo quería con la fuerza de la costumbre, con la contundencia de la rutina, con todo el peso definitivo del proyecto familiar. Así lo pienso con la perspectiva que da el tiempo, desde mi presente mediato, desde el compartimento azul y verde en el que, hasta ahora y por fortuna, viajo sola. Pese a que creí tomar el Direto, el tren hace una parada en la estación de Porta Susa, en Turín. En el andén, una mujer con las manos ahuecadas sobre su boca grita hacia alguna de las ventanillas cercanas: «Quando arriverá a casa mi scriva súbito!» Una escena anacrónica y bonita con la que fantaseo. Imagino como llega el hombre de la estación a su casa; un pasillo oscuro; el pellizco de luz en la pared que lo ilumina; el perchero dónde cuelga su sombrero. Enseguida toma la pluma y escribe sobre el papel con letra sesgada: «Cara, te envío la presente para decirte que he llegado bien, a Dios gracias». Arranca el tren, no lo hace con el traqueteo pesado y lento que propicia la escena caduca que ensueño. Apenas se nota como acelera. Va como la seda. Suena el móvil, es mi hijo, vendrá a recogerme a la estación.

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—Sí, estoy bien. No te preocupes. ¿Y tú cariño? Otro beso para ti. Yo también te quiero. Intento dar una cabezada. No lo consigo. Ojeo un periódico de manera mecánica. En la página de sucesos un hombre ha matado a su padre; otro, a su mujer. Lo cierro. Miro el paisaje de una mujer reflejada en una mujer con la frente apoyada en el cristal, no se parece nada a mí, la que mira a quien me mira, en cierto modo una asesina. ¡Asesina!, ¡asesina!, ¡asesina!, exclaman los postes de la luz a velocidad vertiginosa; cada uno de ellos clamando un ¡asesina! El repiqueteo continuo de la lluvia en la ventanilla deletrea a-se-si-nas. La megafonía informa del último destino y con voz impersonal avisa de que, a bordo, se encuentra una asesina. Procuro apaciguar mi corazón desbocado. A la derecha el monte, a la izquierda el mar. Pienso que hay paz en los bosques sin hollar y cierto éxtasis en las solitarias costas. Por fin arriba el tren a Barcelona. Tengo frío, tiemblo. Dejo el maletín en el suelo junto a mis piernas, me abrocho el abrigo y espero. Es raro que mi hijo no haya llegado aún, claro que el tráfico de... Me siento aturdida, una mujer solitaria en el arcén mirando el tren que llega, el que se aleja, las vías, la marquesina de metal ondulado. Todo se resuelve en líneas paralelas convergentes hacia

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un punto de fuga diluido en el infinito. Mi hijo me abraza mientras vuelvo poco a poco de mi ensoñación. —Tranquila, mamá, no sufrió nada. —¿Eso es verdad? —Nada, te lo prometo. Créeme, todo fue muy rápido. —¿Cómo..., dónde? —Esta madrugada, en su despacho, con una de las pistolas de cuando estaba en el ejército. —¡Dios! ...—¡Ojalá hubiera podido hacer algo más por él! Pasar más tiempo a su lado. —No te culpes cariño, ya sabes que sufría de una profunda depresión. —Anda, vámonos. Ya te iré contando de camino al tanatorio. Dos trenes llegan casi a la misma vez encajonándonos en un pasillo de cristal y acero. Por encima del abrazo de mi hijo, de los ruidos de la estación, de la algarabía de la gente que llega o se va, se saludan o despiden..., las gaviotas graznan. Parece que ríen.

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N O J S A T S E S N I F L E D O S A C O M I T L EL Ú R Å L S N O F L A R O T C E P S N I BRUNO AGUILAR BLOG MENSAJE DE ARECIBO

EL AVISO A LA policía lo había dado el mayordomo del empresario Samuel Bronsson. El buen hombre, aún vestido con su pijama blanco, respondía solícito al interrogatorio al que lo sometía el inspector Alfons Lår, masajeándose de vez en cuando la barbilla allí donde el asesino de su patrón lo había golpeado durante la huida. Antes de la medianoche; sin forzar la puerta; dos tiros a bocajarro al empresario mientras dormía… ¿Por qué al inspector le resultaba todo tan conocido? Un libro, sobre la mesilla de noche del difunto, llamó su atención. Escrito por Patricia Highsmith, llevaba por título… ¡Bingo! De repente, todas las piezas del puzle encajaron, arrancándole una sonrisa. Qué mediocre podía llegar a ser la mente de un criminal.

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–¡Agente Eklund! –¿Sí, inspector Lår? –He de hacer una llamada telefónica; avíseme cuando llegue el juez para el levantamiento de cadáver. »Estaré en el estudio de Bronsson.

–¿Stieg Martinsson? –¿Sí? ¿Con quién hablo? –Me conoce perfectamente, aunque nunca hasta hoy había oído mi voz. –Pues no me lo pone nada fácil. –Soy el inspector Alfons Lår, de la policía de Gotemburgo. »El protagonista de sus novelas. –¡Ésta sí que es buena…! Y yo soy Stieg Larsson, lo que pasa es que me cambié el apellido tras simular mi muerte, no te jode. »¿Quién es? ¿Qué quiere de mí? Estoy muy ocupado para estas tonterías; tengo un libro que terminar. –¿Quiere pruebas? Pregúnteme algo que solo yo conozca. –De acuerdo, inspector Alfons Lår, de la policía de Gotemburgo… ¿Puede decirme qué le ocurrió al rottweiler de su padre?

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–Alimenté con sus restos a los cerdos de la tía Rebecka después de matarlo de un disparo con su escopeta de postas; estaba harto de que el malnacido me enseñara los dientes. »Tendría unos trece años. –¡¡Es imposible que sepa eso!! En ninguno de mis libros he recogido ese pasaje, y no se lo he comentado nunca a nadie. ¡Ni siquiera a mi editor! Los lectores podrían sentir repulsa hacia el inspector. »¿Cómo demonios…? –Ya se lo he dicho. Soy Alfons Lår. –¿Y qué quiere de mí, maldita sea? –Quiero que termine con la escalada criminal que asola mi ciudad. –¿Perdónnn…? –Déjeme que se lo explique. Desde que escribió La chica que no sabía reír, el miedo y la inseguridad se han apoderado de Gotemburgo, yendo a peor con cada día que pasa. Como policía, es mi deber detener al responsable. »Y ese, señor Martinsson, es usted. –Pero, si dejo de escribir, usted no tendrá razón de ser. Dejaría de existir. ¿De verdad quiere eso? –Soy un tipo abnegado. Así fue como me imaginó. –¿Y qué pasaría con mi fulgurante carrera literaria?

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–¿Fulgurante, dice? Vayamos por partes, señor Martinsson. La chica que no sabía reír, su debut como escritor, mi primer caso, fue espectacular. Era atrevida y fresca, alejada de la larga sombra proyectada por la saga Millennium. Una novela escrita con el corazón que le valió el Premio a la Mejor Novela Policiaca Sueca. Desde entonces, su trabajo se ha vuelto mediocre. –¿¡Qué cojones…!? –Sea sincero consigo mismo. Carrera de sacos no fue más que una versión actualizada de Diez negritos. Se defendió de las críticas argumentando que era un sincero homenaje a la figura de Agatha Christie, pero en Huevo de Pascua, su siguiente trabajo, la semejanza con El halcón maltés de Hammett fue tan descarada que perdió buena parte del respaldo de crítica y público. Después llegó Las seis Långstrump, una mala copia de Los seis Napoleones de Conan Doyle... ¡Ni siquiera cambió la cifra! Y así llegamos a la investigación que ocupa mi tiempo actualmente. »Una mujer asfixiada en una isla dentro de un parque de atracciones no es un suceso llamativo en absoluto, pero si a eso se le añade un hombre asesinado en su propia cama por disparos de revólver y que en ambos casos parece que el asesino no tenía relación alguna con la víctima... ¿Es necesario que le diga el título de la novela?

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Por cierto, su subconsciente dejó un ejemplar sobre la mesilla de noche del señor Bronsson. –Christie, Conan Doyle, Hammett... Lo veo muy versado. –El mundo de la ficción es mucho más rico de lo que vosotros, los escritores, creéis. No solo se nutre de lo impreso sino también de lo que el autor ha visto, oído, pensado o incluso soñado, llenando huecos que no les interesan en absoluto. ¿Sabía acaso que me gusta ABBA? –Me toma el pelo… –En absoluto. «Gimme, gimme, gimme a man after midnight…» –Muy bonito… Sabe que podría acabar con usted con un solo párrafo. –Lo sé, pero tendría que atenerse a las consecuencias. Conoce mis métodos. No siempre han sido ortodoxos… Ni legales. –¿Qué haré entonces? –Escriba cuentos infantiles, nunca están de más. »Por cierto. ¿Cómo se va a llamar mi último caso? –Finse stasjon. –¡Vaya! Iré preparando la maleta para mi viaje a Noruega. »He de colgar. Tengo dos asesinos que detener. ¡Click!?

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¡Vaya sueño! Stieg Martinsson se frotó la cara con ambas manos, arrancando legañas; limpiando restos de saliva. ¿Cómo había podido imaginar semejante diálogo con su personaje? Por puro impulso, el escritor lanzó la mano hacia el teléfono móvil y con una sonrisa en los labios, divertido por la ocurrencia, buscó el registro de llamadas recibidas. Cuál no sería su sorpresa cuando vio el número que imaginara para el inspector Lår ocupando el primer puesto de la lista.

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D A D I L I B I T A P M O C N I S E R E T C A R DE CA MARTA NAVARRO BLOG CUENTOS VAGABUNDOS

«¡¡DIMITO!!», chilló encendido de ira, al borde mismo del colapso, «¡¡DI-MI-TO!!». Abandonó la habitación con un portazo y corrió escaleras abajo. Aquel hombre lo sacaba de quicio, lo llevaba al límite de sus fuerzas y lo trastornaba hasta el hartazgo. Respiró hondo en un vano intento por liberar la rabia que aún tenía atravesada en la garganta y echó a andar. Caminaba sin rumbo maldiciendo con furia su suerte, perplejo y orgulloso a un tiempo por aquel alarido tan impropio de su recalcitrante timidez, cuando se descubrió de pronto frente al Finnegan's Club. Dudó un instante parado en la acera, apenas era mediodía, algo temprano quizá para un primer trago pero a fin de cuentas se lo había ganado, transigió al fin su mala conciencia mientras se adentraba en

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la alcohólica penumbra del local. Acodó fastidio y desaliento sobre la barra, pidió un whisky sin hielo y con un cigarrillo aún por encender entre los dedos trató de serenarse. El crimen era su mundo, la violencia y el asesinato su pan de cada día, si no lograba hacerse respetar, si aceptaba las absurdas pretensiones de aquel advenedizo con delirios homicidas, se convertiría al instante en el hazmerreír de la profesión. No era él un hombre arrogante y odiaba parecerlo pero en juego andaba ahora su prestigio y solo eso le importaba. En cualquier caso, ya nada tenía solución. No había vuelta atrás. La situación era insostenible y demasiado encallecido y viejo estaba ya su ánimo para dejarse humillar. Aceptaba con honestidad su parte de culpa. En efecto: se sabía suspicaz, testarudo y sensible en exceso, lo incomodaba trabajar en equipo, carecía de habilidades sociales... Pero aquella cortesía desdeñosa, la fría condescendencia hacia su persona que desde hacía un tiempo marcaba el tono de charlas y reuniones, lo tensaba de tal modo que había hecho al fin estallar su indignación. Pese a todo no debió insultarlo. Llamarlo «gordo bastardo» había estado por completo fuera de lugar, masculló entre dientes con cinismo y sin atisbo alguno de arrepentimiento.

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Era su jefe, cierto, pero si una vez tras otra aplastaba con insolencia hasta la más nimia de sus iniciativas, si él mismo planteaba problema y solución ignorando todas sus ideas ¿para qué diablos lo necesitaba? Concienzudo y minucioso como era, había trazado un plan, pensado con cuidado cada detalle, puesto lo mejor de su inteligencia al servicio del trabajo encomendado y aquel vejestorio panzudo despojaba ahora a su esfuerzo de sentido, despreciaba su talento y le achacaba una falta de estilo que de ningún modo iba a tolerar. «Lógica y verosimilitud nunca fueron negociables, señor Hitchcock −musitó apenas para sí con dolorosa decepción−. ¡Y Raymond Chandler merece su respeto, por amor de Dios!» Pese a todo no debió insultarlo. Llamarlo «gordo bastardo» había estado por completo fuera de lugar, masculló entre dientes con cinismo y sin atisbo alguno de arrepentimiento. Hasta la extenuación, día tras día, le había rogado sacrificar parte de aquellos llamativos trucos visuales a los que tan aficionado parecía, en favor de la emoción; en interés de los personajes, de sus motivos y psicología; de la coherencia y el realismo imprescindibles para perfilar un buen relato. Pero fracasó en su empeño y el todopoderoso director había acabado por tirar

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el guion a la basura. En una película de Hitchcock nunca habría lugar para nada que él mismo no hubiera podido concebir, se consoló al fin Chandler, consciente de haber perdido la batalla. Apuró de un trago su copa y salió a la calle. En un cajón de su escritorio Philip Marlowe dormía el eterno sueño de los justos, recordó de pronto. Esa misma tarde sacaría a su leal detective del aprieto en que lo había dejado atrapado meses atrás, decidió con renovada ilusión mientras un remordimiento de olvido cruzaba su rostro. Ahuyentó de su mente la versión que, en torno al novelesco encuentro de dos extraños en un tren, muy a su pesar dejaba incompleta y deseó en silencio suerte a su suplente. «El pobre diablo va a necesitarla», murmuró con sarcasmo en un súbito relámpago de malicia.

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E T N E D I ACC S E P L A S EN LO ESTRELLA AMARANTO BLOG LITERARIO AMARANTO

EL RELOJ MARCABA 01:20 am, cuando Patricia Highsmith y su secretaria Gloria Lawless accedían, con sus respectivos equipajes de mano, al tren de Jungfraubahn en los Alpes suizos. Un viaje fascinante, que alcanza su clímax al partir de dicha estación subterránea hasta salir a la superficie, serpenteando valles, conectando trenes cremallera, funiculares y estaciones de esquí. Iban vestidas con abrigos de piel sintética hasta las rodillas y embozadas con bufandas de lana, guantes y boinas de fieltro, que les protegían la cabeza del aire gélido. Patricia era una desconocida novelista, aunque ya había editado algunos libros con buena acogida entre el público. Su semblante era más bien serio, con una mirada penetrante; tenía una boca sensual de labios carnosos y una nariz griega.

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Gloria lucía un rostro aniñado, de nariz pequeña, ojos azules intensos como un balcón al océano, también una linda boca de labios terciopelo y un encanto singular en todos sus movimientos, lo que hacían de ella una chica elegante y atractiva. Subieron al vagón situado en la parte central. Una vez acomodadas, observaron, sin ningún asomo de disimulo, a los tres viajeros situados enfrente, reparando que aún quedaba un asiento vacío a su lado. El pasajero situado delante de ellas, estaba en el extremo lateral de la izquierda, junto a la ventanilla, lucía una barba blanca y brillantes ojos pequeños hundidos en la cima carnosa de sus mejillas, aparentaba mediana edad; leía absorto un periódico y llamaba la atención su grueso habano aferrándose a sus labios. A su lado, permanecía sentado un anciano con un traje moderno, gafas de cristales redondos, bigote bien cuidado, apoyado en un bastón de madera con una antigua empuñadura de oro. Su mujer, que le seguía en ese orden, era menuda, por su aspecto superaba los cincuenta, con una mirada pizpireta observaba cuanto acontecía. Minutos después un joven se aproximó al asiento vacío. Se le veía muy educado, vestido con marca de ropa cara e impecablemente planchada. Con parsimonia, fue colocando sus enseres en el portaequipajes y a la vez excusándose por

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las molestias a sus compañeras, que lo contemplaban indiferentes. Sobre la 01:30 am, el ferrocarril inició su marcha con un estruendoso pitido, luego el monótono traqueteo se mezcló con las ruidosas presentaciones... —Me llamo, Edward Elric y soy un afamado jugador de baloncesto —declaró el más joven, esbozando una sonrisa cautivadora, capaz de infundirles total confianza y algo de ternura. —Mi nombre es Nikolái Wrangel, almirante retirado. Me acompaña mi querida esposa, Irina Lenocov, piadosa dama de la nobleza rusa. Queremos conocer a nuestro nieto en Interlaken, al término del trayecto, pues desde su infancia perdimos todo contacto con sus padres —expresó el anciano presentando a su mujer, que lo miraba complacida apretándole la mano. —Soy Giacomo Laporta, afamado empresario, supongo que habrán adivinado los motivos de mi viaje —irrumpió finalmente el único que aún guardaba silencio. Tres cuartos de hora después, Gloria salió a estirar las piernas, detrás partió Edward hasta la cafetería. Viajar por estos paisajes alpinos estimulaba su talante de inquieto trotamundos, aunque resultaba sospechoso el grado de complicidad que les unía.

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Se acomodaron en unos taburetes próximos a la barra, mientras un caballero corpulento recogió del suelo un pañuelo bordado con las iniciales N. W. que Edward dejó caer disimuladamente de su bolsillo; luego se dirigió al vagón donde permanecía el mafioso Giacomo Laporta, haciéndole una señal para seguirle. Inmediatamente, las luces comenzaron a parpadear hasta quedar sumidos en una tenue oscuridad, sobresaltando a los ocupantes. Al poco se escuchó el chirrido insoportable de los frenos, después, las ventanillas quedaron sepultadas por la nieve. Los gritos del revisor no se hicieron esperar: «Por favor abríguense y salgan con cuidado. Hemos sufrido una avería y procederemos a la evacuación. Les esperaré en la puerta...». Aquello derivó en un gran alboroto con los vagones invadidos por una agravante semioscuridad, obligando a los viajeros a tropezar entre sí, dirigiéndose hacia la salida. El revisor se las ingeniaba ayudándoles a descender los peldaños hasta la espesa capa de nieve que cubría la tierra y doblaba las ramas de los árboles. Unos gritos irrumpieron provenientes del interior: «¡Ayúdenme, alguien acaba de asesinar a mi marido!». La multitud más pendiente de la evacuación, que de auxiliar a Irina Lenocov, colapsaba la puerta, por lo que el revisor solo

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pudo enviarle ánimos y promesas de ayuda hasta concluir el desalojo. No obstante, algunos curiosos comentaban haber visto a dos hombres amenazando y pateando al matrimonio, aunque la insuficiente luz apenas les permitió identificarlos, por otra parte, no actuaron en su defensa porque temieron ser agredidos. Mientras la multitud fue trasladada por helicópteros hasta el hotel más próximo, un médico y el revisor subieron y encontraron en el pasillo dos cadáveres, que luego, al registrar sus pasaportes, reconocieron como los condes de San Petersburgo: Nikolái Wrangel e Irina Lenocov. El caso quedó archivado por falta de pruebas, hasta que un buen día, Patricia acudió a su cita con el odontólogo, allí una foto de una revista, captó su atención: «¡no es posible, pero si es Gloria!, ¿qué hace vestida de novia junto a ese joven chiflado del tren?». El titular decía: «Después de la muerte, en extrañas circunstancias del matrimonio y tras la celebración nupcial entre Alexey Wrangel (heredero al título legado por su padre) y Gloria Lawless, ambos se convertirán en los nuevos condes de San Petersburgo».

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O M I T L Ú EL VIAJE IRENE F. GARZA BLOG LA QUIMERA

NO RECUERDO A mi padre, se marchó de casa cuando apenas tenía cuatro años, eso hace que a veces me pregunte cómo uno es capaz de resguardar los primeros recuerdos y otros en cambio se almacenan en algún oscuro lugar del que no existe acceso. Es como si una parte de mi hubiera sido arrancada el mismo día de su partida, ese día en que no evoco siquiera su sonrisa, olor, voz, un simple abrazo, pero sí vienen a mí flashes como los sonidos de la vía del tren, el aviso del próximo destino, el llanto de mi madre, de sus ruegos requiriendo que no nos abandonara. Cómo me empujaba hacía ese hombre sin rostro. Nada sirvió. A partir de ahí, todo se volvió negro, o quizás siempre fue así, una mujer miserable, amargada que buscaba cualquier excusa para despreciar o culpar. La pequeñez de los momen-

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tos en los que se abrigaba, en el falso amor y en el rencor de saber que ese hombre se había marchado para no volver, con otra familia a la que entregar lo que ella demandaba, y sobre todo que no sería nunca la elegida. Yo solo fui una ficha a la que manejar, todo valía para retenerlo, aunque solo se tratara de unos escasos años de idas y frías salidas. Nunca existió amor, tampoco necesidad. Supongo que por esa razón fui una niña solitaria, sumisa, que intentaba no molestar, jugar en el silencio de la contemplación, la anciana Greta, nuestra vecina, se asemejaba a ese carácter, observador y reservado, hablaba poco, y cuando lo hacía era para revelar detalles sobre el pasado, así que no me sorprendió el día que decidió explicarme la historia de cómo se conocieron mis padres. Él era comercial, de los que van de puerta en puerta ofreciendo cualquier producto que uno pueda imaginar, no debió percibir el error que cometería al llamar a la puerta de mi madre, tampoco sé si llegó a venderle algo, pero sí que iniciaron una mísera relación, una aventura que hubiera tenido un rápido fin si no se hubiera hecho público el embarazo. Por eso sé que cuando ya no le serví a su propósito me detestó con más fuerza. Hizo que creciera con una animadversión a los trenes, estaciones ferrovia-

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rias o cualquier pase en el que existiría alguna vía, la razón, el odio al abandono, a la culpa, a la necesidad de señalar a un objeto para no hacerlo sobre ella misma, sobre él. Durante un tiempo quise anclarme en esas emociones, a esa enfermedad, buscando un punto de conexión, necesitaba, y pensaba, que era la única manera de conseguir su cariño. Me amparaba en la desdicha de creer que, si me parecía a ella, llegaría el día que no necesitaría vivir en aquel recuerdo, en él, su marcha, y seríamos felices. Con el tiempo ese inexistente lazo se fue rompiendo, la incomprensión y la escasa respuesta hizo que me descubriera sublevándome. Empecé coleccionando recortes de trenes, los guardaba como un tesoro, y los admiraba cada noche antes de dormir, esperando ansiosa el día que ella los encontrara, quería, necesitaba, ver su reacción, me hacía sentir rebelde, mezquina, feliz y un algo que todavía no era capaz de describir. Sabía lo que podía provocar ese secreto, pero no me importaba, era mío. Durante años logré pasar tan desapercibida que mi sola presencia no formaba parte de aquel plano, nunca lo descubrió y sentí rechazo, incomodidad y rabia. Greta la observadora, sí notó el cambio del que me estaba despertando y así me lo hacía saber: «Niña, tu mirada no es limpia. Al-

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go tramas y no es bueno». Yo sonreía y fingía que no entendía lo que quería decirme. Pero lo sabía, dentro de mi habitaba una necesidad mayor, el odio se alimentaba de más odio, ya no tenía que intentar parecerme a ella, poco a poco, simplemente me convertí en una versión peor. Jugaba a desestabilizarla, a incomodarla. Me gustaba ver que tenía ese tipo de poder, no era como ella, no gritaba, ni exigía, no, yo cavilaba, cada paso, movimiento y palabra era tan mesurada que la perturbaba sin darse cuenta desde donde le provenía el golpe. Por las noches inducida por el primer sueño le ponía sonidos de locomotoras, silbatos, al cabo de unas semanas empezó a estar más irritable de lo costumbre, su agitación se hizo más presente, más visible, dejó de dormir. Allí debí detenerme, pero verla empeorar, hacía que me sintiera bien, con una paz que me impedía parar, disfrutaba viéndola caer, hundirse y me justificaba, sí, lo hacía, por el dolor que me había infringido desde que nací. Así que seguí. Pero llegó el momento en que ese juego empezó a aburrirme, trastornarla se convirtió en algo demasiado sencillo, necesitaba de otros nuevos alicientes. Fue entonces cuando recibió la nota: «Cande, cometí un error al marcharme. Nunca debí subir a ese tren. Llegaré a las once de la noche

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Estaré esperándote en la vía número cuatro. Te necesito.» No miró el remitente, tampoco se fijó en la letra, solo vio lo que anhelaba, ese día anduvo como loca haciendo planes, repitiendo sin parar que ella sabía que llegaría el día que regresaría. Así que no me esperó, ni vio venir el empujón que le di justo antes de que pasara el tren, el último. Ahora sé cuál es mi cometido, y esto solo acaba de empezar.

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E G È S S E EL B S S E R P X E YESSY KAN BLOG MANIFEST KAN

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EL TREN AVANZABA raudo por las montañas, dejando atrás una estela de humo negro y escarlata a su paso. El atardecer caía en medio de un derroche de gris y púrpura. Jasid respiró hondo, se acomodó los lentes y sacó de su maleta el libro Extraños en un tren; una arruga se dibujó en la amplia frente del escritor. Pasó los dedos por la cubierta del libro, y abrió una página al azar. Se quedó estremecido al leer la frase que había encontrado. «¿Qué le hizo su esposa? ¿Empezó a acostarse con otros?». Un leve centelleo atravesó la mirada azul. Ella le miró con un ligero matiz de asombro, y sonriendo le dijo: —No me gusta la narrativa de Patricia Highsmith. Sus obras son depresivas y oscuras. —Por el contrario, a mí me gusta como explora las emociones más oscuras y desagradables del


ser humano. —le espetó. No podía dejar de preguntarse: «¿Y si a Alyssa le pasara lo mismo que a Miriam?» Ella le dedicó una mirada con desgana, volvió la página del poemario y siguió leyendo. A medianoche, por el pasillo semioscuro, una silueta enmascarada se deslizó en silencio hasta llegar al último compartimiento. La hoja plateada de un cuchillo relampagueó, sesgando la arteria carótida del hombre semidormido. Seguido, la mano enguantada abrió el negro maletín, sacó un puñado de fotografías y las arrojó por la ventana. Una hora después, el estrepitoso movimiento del tren despertó a Jasid. Se levantó agitado del asiento, abrió la puerta corrediza y salió por el vagón que llevaba hacia la cola del tren. Miró el reloj. «Odio la impuntualidad», pensó. El vagón se balanceo fuertemente de un lado a otro, mientras la ventanilla se azotó por un fuerte y sofocante viento, mezclado con el estrépito de los demás vagones. Se volvió sobre sus pasos y regresó hacia su compartimiento. En el preciso instante en que entró, Alyssa se levantó del asiento. Esbozó una sonrisa con sus brillantes labios de color carmín y preguntó: —¿Dónde te habías metido? Él inhaló el dulce aroma de su cabello, y pegó su cuerpo más al suyo.

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—Dime, ¿Y tú? ¿qué has hecho cuando me dormí, aparte de leer tu libro de poesía? —!Escucharte roncar! —protestó, con el ceño fruncido. Jasid sonrió divertido ante su comentario. Ella ladeó la cabeza y se acomodó los rizos dorados que caían sobre sus hombros. «A que habrá salido? —se dijo para sí misma— lo sigo notando inquieto». Su rostro pecoso irradiaba una especie de calor intenso, de ansiedad. Encendió un cigarrillo y continuó con su lectura. Esa mujer habitaba en su corazón. En su piel estaban todos sus sueños, sus deseos, su pasión. Pero algo había cambiado. Su bella y joven esposa se había vuelto tan misteriosa, distante y fría. Por eso había contratado los servicios de un cazainfieles, que le entregaría en ese viaje los resultados de su investigación. Pero cuando el detective no apareció, Jasid asumió que no abordó el tren en la siguiente estación, como habían acordado, después de todo, se quedaría sin confirmar sus sospechas. Al amanecer, el estruendoso silbido de la locomotora avisó a los pasajeros de la llegada a Rotterdam. Jasid y Alyssa descendieron de inmediato con sus equipajes y se escabulleron en la estación.

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—Tranquila, querida, cuando lleguemos al hotel nos daremos una ducha caliente —le susurró y luego, haciendo el esfuerzo por dejar escapar aquella maldita desconfianza que lo martirizaba pensó: «Será mejor dejar las cosas como están.» Unas horas más tarde, el Bessèges Express estaba siendo inspeccionado por el hallazgo de un cadáver encontrado en el último vagón del tren. El astuto y ágil inspector a cargo de la escena del crimen, encontró ondeando una fotografía atascada en la parte superior de la ventanilla. Alyssa lucía sus tentadoras líneas en un encuentro sexual con su galeno y amante secreto.

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E D S A I R MEMO O P M E I T UN O S L U V N CO JORGE VALÍN

BLOG ENTRE LAS BRUMAS DE GALLAECIA

AQUEL VIAJE EN tren no fue, no podía ser, como cualquier otro. Sí, contemplaba de nuevo el paisaje esplendoroso, los campos verdes en los que soñaba corretear sobre su hierba mullida y un cielo de agosto limpio de nubes, hiriente a la vista con su azul intenso. Al atardecer, el sol pintaba el horizonte de un encarnado arrogante, acertado símil de lo que acontecía no muy lejos de nosotros. Y sin embargo tenía que pelear a cada instante por asomarme a una rendija o cualquier ventanuco de aquel mastodonte de hierro y madera que nos torturaba con su traqueteo interminable. El hacinamiento y el hedor a sudor y excrementos se habían convertido en rutina, y la sed y el hambre clamaban por el pronto final de aquel viaje tortuoso. Nunca perdí la esperanza, estaba convencida, lo sigo estando, de que al término de este camino nos aguarda la redención.

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Valeria se ajustó los auriculares y sorbió un trago de agua. Acercó el micrófono a los labios y activó el interruptor. Nunca agradecería lo suficiente que la magia de la electrónica le facilitara de ese modo su trabajo. Llevaba ya un buen rato hablando y aquella pausa le había dado un respiro. —Continuamos. Ya sé que hay quien está deseando pasar directamente a las cámaras —se dejaron oír algunas risas —pero antes vamos a visitar los barracones. La multitud traspasó el umbral en ordenada hilera. Un niño travieso se adelantó corriendo y empujó a una señora que casi pierde el equilibrio. El tal Juanito se ganó un tirón de orejas de su madre, que lo obligó a reintegrarse a la disciplina del grupo. —Aunque sé que es innecesario, les recuerdo una vez más el respeto que ha de guardarse en este lugar —la franca sonrisa contrastaba con la seriedad de sus palabras— No se conservan todos los barracones, pero se han restaurado algunos sin modificar la estructura original. Como pueden imaginar, las condiciones de vida eran en extremo complicadas. Las miradas se concentraron en escrutar los tablones de madera, algunos quebrados por el paso de los años, enfilados en un orden caótico

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hasta donde se perdía la vista. Por encima de ellos, gruesas vigas sostenían un techo que parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento. El niño travieso, aprovechando la inexplicable fascinación que aquellas tablas viejas ejercían sobre los adultos, se escabulló sin ser visto entre las literas. ...—Al hambre y el frío se unían las epidemias que, sobre todo en los últimos tiempos, asolaron el Campo. —¡Juanito, sal de ahí inmediatamente o…! disculpen, este niño no tiene remedio. —¡Mira mamá, mira lo que he encontrado! El crío llevaba en su mano unos cartones doblados cubiertos de polvo y alguna telaraña. —¡Estaban ahí, escondidos en una rendija de esa pata! ...—¿Pero qué es esto? Parece que están escritos. ....La guía se acercó torciendo el gesto, tomó el hallazgo con cuidado. ...—Parece carboncillo… y los últimos párrafos… —Es de un tono como encarnado, ¿no? A Valeria comenzaron a temblarle las manos. Su rostro palideció.

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Otra vez el traqueteo martilleante, de nuevo la incertidumbre y el miedo. Afuera todo era desolación, la imagen de un mundo que se derrumba en estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir.


Esa vez fueron tres días de viaje. Corrían rumores que no quería creer. Al llegar, una constante columna de humo se elevaba de entre los edificios, el peor presagio que parecía confirmar nuestros miedos. desde el tren acerté a leer una inscripción: Arbeit macht frei. Que ironía, hacía ya mucho tiempo que no sabía lo que era la libertad. Un despacho en la universidad de Varsovia y dos hombres expectantes. —¿Tenemos ya el resultado, profesor? —Así es. —¿Y bien? No me haga esperar más. —Las pruebas caligráficas han dado positivo. Por un momento se hizo el silencio, ninguno sabía que decir. —Es asombroso. ¿Se da cuenta del valor que puede llegar a alcanzar? —Ciertamente, no se le podría poner un precio. —¿Cómo haría para esconderlo, y cómo es posible que no se haya encontrado hasta ahora? —De momento eso entra en el terreno de la especulación, tal vez algún día sepamos más. —Lo que nunca sabremos es lo que el mundo se ha perdido. Una vocación incuestionable, sin duda. —Las primeras páginas están escritas a lápiz, las últimas con sangre, amigo mío. Sencillamente admirable.

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—Brindemos entonces por lo que pudo ser y no fue. —Brindemos por lo que ahora tenemos la certeza que sí ha sido. ...Cada día parece que puede ser el último, y sin embargo la vida se empeña en obsequiarnos una y otra vez con un nuevo amanecer. Aun ahora, seguir vivos es un regalo, a pesar de tanto sufrimiento. No puedo dejar de pensar en quienes ya se han ido, víctimas de esta barbarie sin sentido. Papá, mamá, en algún lugar volveremos a encontrarnos, pero os prometo que saldré de aquí con la cabeza alta y el orgullo intacto para mantener viva vuestra memoria. El mundo sabrá lo que ha pasado, yo me encargaré que así sea. ...Están trasladando a la gente de nuevo, pronto tocará emprender otro viaje. Dicen que hacia el oeste, otra vez al oeste. Vaya donde vaya, tengo la certeza de que tú siempre estarás conmigo. Podrán quitármelo todo, podrán quitarme incluso la vida, pero a ti nunca te alejarán de mi lado; mi amiga, mi compañera, mi amada y querida Kitty. Siempre tuya, Anne.

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E J A I UN V O D A R E P S INE MERY PÉREZ BLOG CLIO EN EL ESPEJO

SIEMPRE AMÉ LOS trenes. ¡Esas increíbles máquinas que evolucionaron a través del tiempo y cambiaron de tal manera la vida de los hombres! Los trenes acortaron las distancias y le dieron al hombre más tiempo y posibilidades. Con el desarrollo del transporte ferroviario, viajar se hizo cada vez más placentero. Mi gusto por el mundo de los trenes no fue fortuito. Mi familia tenía su historia en el negocio ferroviario. Mi tatarabuelo del lado de mi madre fue uno de los obreros en la construcción de la primera línea comercial de ferrocarriles. Sí, de aquella línea que se inauguró el 15 de abril de 1830 en Inglaterra, y unía las ciudades de Liverpool con Manchester. Y mi tatarabuelo por parte de mi padre, fue conductor en esa línea. Y luego mis dos abuelos fueron conductore de trenes.

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De hecho, mis padres se conocieron de niños porque a cada uno su madre le llevaba a la estación a visitar a su papá en el trabajo. Mis abuelos siempre me contaban orgullosos sus anécdotas en los trenes, en esas maravillas de la invención humana. Y mis padres hacían lo propio, recordando cómo se enamoraron en las líneas del tren. Nadie en mi familia hubiera imaginado, ni en sus más terribles pesadillas, que yo estaría realizando este inesperado viaje en tren. Me traslado en un vagón de carga sellado, y aquí, donde hay espacio para albergar unas cuarenta personas a lo sumo, estamos confinados ciento veinte personas. Todos comenzamos como extraños en este tren, pero ahora nos sentimos tan cercanos. Llevamos días viajando durante este verano, con un calor insoportable que acaba con la poca energía que tenemos. Escasamente recibimos algo de agua y alimento cuando algún soldado se apiada de nuestra situación. Nos dirigimos a un lugar llamado Auschwitz, un supuesto campo de trabajo construido por los nazis en Polonia. Allí seguramente moriremos... si sobrevivimos a este inhóspito viaje en tren.

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A M U L P A L A N I S E S A RAQUEL PEÑA BLOG PERLAS NARRATIVAS

EMILY Caricuao 1 octubre de 2019 Suena la alarma de su móvil a las 4:00 a.m., como siempre, aunque ya por la costumbre Emily se despertaba antes de que esta sonara. Pone a hervir el agua para tomar su café y mientras se cuela, se cepilla los dientes y se da una breve ducha. Luego se dispone a desayunar su pan tostado con queso amarillo, jamón de pavo y su café con leche, aunque en otras ocasiones prefería arepa con queso guayanés y aguacate cuando era temporada. Es Emily una provinciana sencilla, que se mudó a la capital venezolana a volar hacia un sueño de adolescente. Llegó a Caricuao específicamente

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cuando sus padres murieron. Era hija única y su familia más cercana había emigrado, por tanto, había quedado sola y sin ataduras. Caracas es catalogada como una de las ciudades más peligrosas de Latinoamérica, aunque esto último era lo que le llamaba más la atención. Las novelas policíacas eran sus preferidas, de hecho, cargaba con un gran tesoro un libro de Patricia Highsmith titulado Extraños en un Tren, que, por cierto, fue un regalo de cumpleaños de su padre. Emily soñaba con escribir una novela parecida a la de Highsmith. Eso fue lo que la llevó a Caracas, porque estaba segura de que allí tendría el material necesario para hacer su gran obra literaria y así ser famosa algún día. Estación de Caricuao 1 de diciembre de 2019 Cada mañana, Emily iba a la estación de Caricuao a la misma hora, 5:30 a.m. y allí lo veía: con su maletín negro de cuero, traje ejecutivo impecable azul marino y camisa blanca con corbata del mismo color del traje. Era su uniforme de policía criminalístico, de eso no le cabía ninguna duda. Se le veía alto, debía medir 1.80 m., tez morena y unos ojos verdes que llamaban la atención, pe-

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ro él solo cruzaba miradas y les sonreía con respeto. A pesar de que viajaban a diario durante aquellos tres meses, nunca habían coincidido en sentarse juntos; aquella multitud que salía a trabajar no permitía descuido alguno. Emily no estaba muy acostumbrada a viajar en tren, aunque ella era la única que lo llamaba así, porque realmente era un metro, ya que éste solo transportaba pasajeros y no llevaba cargas. Eso se lo recalcaron muchas veces: “esto no es un tren, es un metro”, le decían los caraqueños en torno burlón. Lo que aquellos capitalinos no sabían, es que ella se refería al tren de su novela. —Señorita, no les haga caso. Venga siéntese acá, le cedo mi puesto —dijo su hombre favorito. —Gracias joven, muy amable. Me permite llevarle su maletín —respondió Emily, con la voz entrecortada y un poco sorprendida. —De nada, no se preocupe, pero no puedo darle mi maletín, es muy pesado— Aclaró muy galante. —Me llamo Emily y soy nueva en la ciudad. Se escucharon risas alrededor, y alguien dijo: —Ya, de eso nos dimos cuenta hace rato. Debes ser una salvaje campesina. —Por favor, señores, ustedes son de la capital y son los que parecen salvajes hablando de esa

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manera, deben tener una mejor conducta. — Girándose hacía Emily le dijo: —Yo me llamo Héctor. —No te preocupes Héctor, estoy acostumbrada a esos comportamientos, vengo del llano y escuchaba bramidos y mugidos siempre —responde Emily en un tono burlón y con una sonrisa pícara. De pronto se escucha: “Estación Las Adjuntas” avisando a los pasajeros de que ya han llegado. Los Teques Emily había logrado contactar con un agente editorial en Los Teques capital Mirandina y esa era la razón por la que cada día debía subir a su tren para llegar a tiempo a su entrenamiento como escritora profesional. Ese día fue grandioso: el agente le comunicó a Emily que había conseguido una cita con una Editorial Española llamada Tintero de Oro y que publicaría su primer libro, que preparara sus mejores letras y un nombre para su propuesta literaria. Estación Las Adjuntas Emily estaba esperando su tren de regreso y sacó su libro de Extraños en un Tren. De pronto, escuchó a alguien que le susurró: “¿te acompaño Emily?”. Del susto se le cayó el libro, no esperaba encontrarse con Héctor en ese momento.

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—Que tonta, disculpa —musitó Emily mientras se inclinaba a tomar su libro, pero Héctor fue más rápido que ella. Mirándola a los ojos se lo devolvió rozando sus dedos con los suyos por un instante. —Emily, para ser del llano, tus manos son muy suaves —le dijo sonriendo Héctor. En eso llega el tren, ambos suben y se sientan juntos por primera vez. Durante el trayecto se contaron un poco sus vidas. Ya no era un extraño para Emily y por quien ella se sentía atraída. Emily le habló de que quería ser escritora de novelas policíacas. Justo cuando Héctor iba a decirle algo, avisaron de que habían llegado a la Estación de Caricuao. Ambos bajaron y se despidieron con un “¡hasta mañana!” tras lo que Héctor le dijo: "tengo el título perfecto para tu historia: La Pluma Asesina.“

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A N Ó I C DONA A S E N O P A LA J EMERENCIA JOSEME BLOG VIAJE Y FOTOS

—TIPO RARO ESE nipón —añade el camarero mientras el mostacho de pelo le timonea la calva —. Masaiko José —engulle la risa —venía, no a beber precisamente, ¡el muy cabrón! Quedaba aquí con El Cachopin. Están juntos ahora en Tokio, ganando mucho plantan-dó arbolitós. Maricones. —Ya sé suficiente. La mujer aprieta los ojos mientras suelta su cerveza y cinco euros en la barra. Se despide con un amago de sonreír tirando de su bolso. —Una mujer potente, siempre que se la vea de espaldas, jjj-stup —murmura el camarero sonriendo y escupiendo sobre un trapo mugriento que coge de la cintura para restregar sobre la superficie de la barra.

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Coral Tsata, nerviosa, fuera del antro, aplasta el índice sobre su diminuta nariz alzada; abre las dos grandes depresiones nasales y expira el aire contenido. Pasa el dorso de la mano limpiándose y se abrocha hasta el cuello su chaqueta de piel sobada. Quiere recuperar lo que le debe. Era el último sitio que le quedaba por preguntar. Por fin esa pista. Al otro lado del mundo. Catorce horas de vuelo para rendirse a una aventura titubeante. Tsata intenta entrar al vagón del tren Express; arrastrada por una marea humana y por dos tipos de la estación que empujan para embutirla en el interior. Allí queda. Empotrada en una esquina, donde le aplasta un ejecutivo descoyuntado, cabeza en hombro. Parada de Yuracucho. Camina entre garitos, comensales de pescado crudo y carne de vaca cocinada a soplete. Es la periferia de Tokio. Entretanto, en una estancia construida de papel japonés, un nipón con ojos tritón punzonea unas diminutas raíces. Tijeras, tenazas, aparatos diversos, se exhiben junto a una hilera de arbolitos con un sofisticado gotero. Rictus oriental sostenido. Un trabajo de sudor y sangre a partes iguales. Llueve. Tsata llega a la casa de huéspedes. La dueña Sonrisa de maniquí le enseña su habita-

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ción sin decir palabra. La abandona allí, empapada. Sobre el tatami, un zabuton. Cae exhausta. Vuelve a leer un trozo de papel. Arrecia la tormenta. «Concurso de bonsáis en el museo de arte metropolitano». Pudo encon-trarlo. Otra noche. El sueño se repite. Él perseguido entre luminiscencias. Cae y desaparece. «Tranquila. Tú espera. Tu inversión nos hará ricos». Sus últimas palabras.

La foto de Masaiko ladea en el cartel del concurso. Grandes gafas aúpan su ceño. Tsata espera en la calle. Al salir lo sigue. La lluvia irreverente empaña toda visión. Solo bruma en la jungla de neón. —Anata wa nandesuka? —¿No… No habla español? —pregunta ella. —¿Quie usté? —insiste sin dejarla pasar. —Necesito información.—Saca zapato… ¡Punta, así! —dice colocando sus botines de tacón hacia la puerta. —Vengo de Madrid. Creo que conoce a Damián Fresco. —¿Uoei? —El Cachopín. El japonés se encoje y desaparece. Ella curiosea lo simple del lugar: paneles de madera, per-

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gamino, cojines, una banqueta y una cortina custodiada por un dragón. Cuando intenta mirar… —Wabi-sabi —murmura con un vaso de sake. —¿Qué? Aah, gracias —desconcertada toma el vaso que le ha dejado en la banqueta junto al bonsái. —La beleza… de una vida no buena —murmura el japonés señalando el arbolito. —¿Sabe dónde? ¿Cachopín? —¿Conozco? ¿Viaja sola? —le suelta con un aliento a pescado rancio. —Venga mañana —exige el japonés abriendo la puerta. —¿Hora? —señala, golpeando la muñeca —¿A las cuatro? —¡Nooo! No cuato, nunca cuato. Mala suete. Cinco, bien. ¡Plom! —Kimono siniestro de manos afiladas. Tsata sale escopeteada, enfrentándose a la ciudad asfixiante. Deportivos tuneados ariscos al silencio. Un anciano sonríe disfrazado de niña. Ella doblando al primer yokocho que encuentra. Sigue el cablerío de la red eléctrica hilvanando edificio tras edificio. Bajo el viaducto, un restaurante. Libre una mesa. Cerca dos japoneses sorben fideos. Temblorosa, pide lo mismo y señala el primer cartel que ve —¿seiniku-ba? (Acaba de

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pedir carne cruda de caballo). En la parrilla gira una salamandra. El sonido a disco viejo de música la aleja del chirrío de los trenes de la línea Yamanote. Mañana Masaiko, habitual de Kurobei Yokocho, irá al callejón del muro negro. Dirige allí un laboratorio clandestino de abono orgánico a partir de sangre de cerdo financiado por el Yakuza, el crimen organizado de Tokio. El kimono del nipón está manchado de sangre en las mangas y en los bolsillos. Ella, calada hasta el tuétano acaba de llegar. Tsata amueca los labios sin quitarle la vista de encima. Él corre la cortina draconiana. Ella ve un cerebro y un hígado en una bandeja, un circuito de tubos, pequeñas plantas en macetas. Masaiko advierte su curiosidad. ...—Momento…—mueve la mano arriba, luego baja —Y beleza. —¿Qué? ¿Qué es? —traga saliva. ...—Tekunika: alaga vida y da coló único. Azaleas como univeso. Solo yo sé. Siente un escalofrío. No quita la vista de una jeringuilla que él acaba de coger. Tsata retrasa uno de sus pasos. Tropieza. Unas tenazas de podar quedan bajo sus pies. Una tanqueta libera un líquido rojo que entra en un depósito y sale

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amarillo a las bandejas de los árbolillos floridos. El pánico gravita. —Impotante tiempo. Óganos calienté en cuepo. Sale sange a azaleas…—dice mientras se le acerca. —No necesito tu sange —prosigue. El japonés le da un bonsái de azaleas amarillas. Sobre la banqueta ahora dibuja algo. Masaiko le acerca un pliego de papel arroz. Ella coge todo. Él la obliga a salir. Ella lee.

あなたの豚の⾎を運ぶ Lleva la sangre de tu cerdo

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NUNCA L E S O M E DESCART R E V L Ó V RE

ARACELI RODRÍGUEZ BLOG LA ESCRIBIDORA

LA ESTAMPA EN la aldea no está para postales. En la tierra del orballo caen chuzos de punta. La típica banda sonora de una tierra que llora a sus caciques y que, en este caso, teme por la vida de uno de ellos, don Anselmo Miñambres. El pazo de tan ilustre paciente acoge, ese día, la peregrinación de la casta más rancia del lugar compuesta de caciques, curas y beatas. Se abren los postigos y la comitiva de reptiles se desliza hacia el interior con el beneplácito del mayordomo. Camuflado entre ellos, camina una sombra escondida bajo un gabán largo, un sombrero raído y una evidente cojera. Diríase un forastero, quizá una amistad lejana que ha tomado el tren del tiempo para un feliz reencuentro. Pero el único amigo fiel de Miñambes es su perro labrador y la pena del intruso no es más sincera

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que la promesa del buen tiempo. La oscuridad y la afluencia, cómplices de lo desconocido, lo invitan a pasar. Y él acepta, incrustado, como una diminuta pieza que se cuela en el intrincado engranaje social. ¿Con qué fin? De su objetivo da buena cuenta el revólver calibre 38 en su bolsillo derecho. Por si las cosas se ponen feas. El grupo de parásitos, encabezado por el mayordomo, abandona la oscuridad de la entrada y penetra en el salón. Apoltronados en el sofá, se disponen a ahogar las penas de un futuro incierto empinando los licores de su bienhechor. En medio de ellos, bajo la luz de la araña que cuelga, se hace más nítida la sombra que porta zapatos viejos, poco acostumbrados a pisar alfombras. —Llegas tarde —le susurra alguien al oído. El sospechoso gira sobre sus talones y se encuentra un whisky con hielo. No lo rechaza. La mano cómplice que se lo tiende saluda a diestro y siniestro con risa fingida y ademanes de anfitrión. —Bien, vayamos ahora que está dormido —le sugiere mientras se lo lleva lejos de miradas indiscretas. —Yo lo prefiero bien despierto —gruñe tras dar un último sorbo al vaso. Ambos abandonan el salón y cruzan el pasillo.

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—No creo que te reconozca después de tantos años. El anfitrión abandona a su invitado junto al aposento principal. Éste abre la puerta y se topa con los ojos inquisidores de un anciano. Sabe que las presentaciones no son necesarias. Quisiera hacer un discurso cargado de resentimiento, pero el verdugo no tiene don de palabra. Tan sólo le susurra al oído con una delicadeza impropia de él y acto seguido lo manda al infierno. Al terminar deposita el cojín en su sitio y se felicita por no haber tenido que usar el revólver.

La banda de caciques, curas de estómagos agradecidos y beatas pagadas como plañideras se encuentra ahora lejos de los salones alfombrados, en el camposanto. Con el muerto a tierra, lloran las viejas con ahínco, no se sabe si por el alma del difunto o el porvenir incierto. La mano cómplice del hijo único y rico heredero recibe el pésame de todos ellos. Terminado el sepelio y con la premisa de «el muerto al hoyo y el rico al bollo» los ilustres invitados dirigen sus pasos rumbo a la taberna. El heredero, ya solo, se dispone también a partir, pero sus pasos tropiezan con el verdugo.

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—El viejo me reconoció —le dice con una media sonrisa entristecida. —Aquí está lo tuyo —le responde extendiendo un cheque—, creo que es mejor que nunca más nos veamos. —Y... ¿ya está? —¿Qué esperabas? ¿venir a jugar al club los domingos? —ríe el heredero burlón. —Soy bastardo pero no estúpido —escupe—, dame el cincuenta por ciento, hermanito. —Tú no eres mi hermano, imbécil. El cojo hace ademán de marcharse, gira sobre sus talones y saca el arma. —¡No! Herma... El disparo le hace morder el polvo, o mejor dicho, el lodo. Se apoya en el mármol que cubre la sepultura y consigue levantarse a duras penas. Quiere correr, pero tan solo alcanza a dar dos pasos arrastrando una pierna herida. Su verdugo se fija en la incipiente cojera y estalla en una profusa carcajada. —Ahora si nos parecemos, hermanito —dice, antes de rematarlo con un tiro en la cabeza. Abandona el lugar mascullando la idea de que nunca se puede descartar el revólver.

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O I C O G E N UN O S O R G I PEL JOSEP Mª PANADÉS

BLOG RETALES DE UNA VIDA

TENÍA MÁS DE cinco horas por delante. Cuando llegara a la estación de Santa Justa ya habría anochecido. Había comprado, como siempre, un billete de primera clase. Podría echar una cabezadita sin quedar con el cuerpo entumecido. Tan pronto como el tren inició su recorrido, me puse a leer El juego de Ripley, la tercera novela de la serie Ripley, de Patricia Highsmith. Me encanta, pues me siento muy identificado con el protagonista. Rico, felizmente casado y con una doble vida: la del talentoso hombre de negocios y la de quien no duda en saltarse la ley si con ello experimenta placer. Mi querida Marta siempre ha ignorado esta faceta. Nunca se imaginaría de lo que soy capaz a cambio de una buena descarga de adrenalina. Tampoco sabía qué me llevaba a Sevilla tan a menudo. Ahora ya debe sospechar algo, pero

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no creo que me vea capaz de haber cometido ese crimen. Al cabo de una hora de haber dejado atrás la estación de Barcelona-Sants, ya no podía mantener los ojos abiertos. El vagón solo estaba ocupado por media docena de pasajeros. Sus voces apagadas, susurrantes, acompañadas por el sonido del tren, me provocaron un dulce sopor que me sumergió en un profundo sueño. No sabría decir cuánto tiempo estuve dormido. Me despertó una detonación, seguida de un violento frenazo que me lanzó contra los asientos delanteros que, afortunadamente, estaban vacíos. Ignoraba lo que había sucedido. Cuando asomé la cabeza por encima del respaldo de los asientos, observé cómo el personal se precipitaba hacia la salida. En cuestión de segundos, el vagón quedó vacío. ¿Adónde podían ir? Estábamos en medio de la nada. Y oscurecía. El coche olía a pólvora. Acabé decidiendo unirme al resto del pasaje. Pero al pasar por uno de los habitáculos, vi a un hombre recostado en su asiento. Estaba cubierto de sangre. Alguien debía haberle disparado y activado a continuación el freno de emergencia para saltar del tren y desaparecer. Cuando me apeé, vi a un grupo de pasajeros a unos metros de donde estaba. Eran los mismos que viajaban en mi vagón. Cuando me disponía a reunirme con ellos, vi que me se-

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ñalaban. A continuación, un par de tipos se dirigieron presurosos hacia mí. Instintivamente, me giré por si había alguien detrás de mí al que querían dar alcance. Pero no. Cuando me volví, ya tenía a aquellos individuos a dos pasos exhibiéndome sus credenciales de policía para, acto seguido, llevarme casi en volandas hacia el vagón restaurante. «Te creías muy listo, ¿verdad?», me dijo el más alto. «Ahora sabrás lo que es bueno», dijo el más bajo. Una vez en el vagón restaurante, me sometieron a un interrogatorio y allí empezó mi pesadilla. Todos los pasajeros que viajaban en el mismo vagón que yo aseguraban que había disparado a ese desconocido. Sería mejor que confesara, de lo contrario tendría que vérmelas con el comisario, que era un individuo de armas tomar; hacía cantar hasta a los mudos. Cuando me dejaron en el frío calabozo, con el cuerpo maltrecho por los cuidados recibidos de aquellos dos energúmenos, intenté poner las ideas en orden. ¿Por qué esos cinco pasajeros me acusaban de asesinato? ¿Acaso no me habían visto dormir? ¿Quién sería el fiambre y qué habría hecho para que lo mataran? ¿Qué pintaba yo en esa historia? Cuando desperté por la mañana, helado y dolorido, me llevaron ante el comisario. Cantar no me hizo cantar, pero vi el coro de los ángeles y

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todas las estrellas del firmamento, tras lo cual me envió ante el juez. Este, sin pensárselo dos veces, decretó prisión provisional sin fianza. Aquello me recordó a El proceso, de Kafka. Era tan irreal... Rechacé el abogado que me habían designado y he contratado los servicios del mío. Se halla tan desconcertado como yo. Esperamos que todo se aclare a la mayor brevedad posible. Después de pensarlo largo y tendido, he sacado mis conclusiones, por disparatadas que parezcan. Los pasajeros que me implicaron en la muerte de ese hombre estaban conchabados, al igual que esos dos polis corruptos. Alguno de mis rivales o un traficante de obras de arte de la capital hispalense me habría delatado para congraciarse con la pasma y esos dos, en lugar de detenerme, pensaron usarme como cabeza de turco en alguna de sus próximas corruptelas criminales. El muerto debía ser un capo y se lo cargaron en un ajuste de cuentas. Debieron estar vigilando mis movimientos y cuando supieron de mi nuevo viaje a Sevilla urdieron el plan. Para que no viajara nadie más en el mismo vagón, compraron todos los demás billetes. Los dos polis viajarían en otro coche para que todo el montaje fuera creíble. Que el mafioso y yo viajáramos en el mismo vagón fue cuestión de suerte

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aunque había un cincuenta por ciento de probabilidades, habida cuenta que en un AVE solo hay dos coches de primera clase. Si me acusaban a mí del asesinato de ese desgraciado, teniendo un currículo delictivo, nadie investigaría al resto de pasajeros. Ese comisario es un cafre corrupto. Y el juez un prevaricador. ¡Dios, cómo está el patio! Todo esto se lo he contado a mi abogado. Ha puesto una cara que me hace sospechar que no me cree. ¿Y si también está en el ajo? Sabía que lo que me traía entre manos en Sevilla era peligroso, pero no tanto. Hubiera sido mejor ir en avión.

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LAS S A R E J A PAS PURI OTERO

BLOG DULCINEA DEL ATLÁNTICO

SUBIÓ AL TREN y buscó su asiento. Una vez ubicada en el mismo saca de su bolso un libro y se dispone a leer, el viaje iba a ser largo y leyendo el tiempo se le pasaría más rápido. Al poco rato entra en su compartimento una mujer rubia, elegantemente vestida que saluda y se sienta procurando no hacer ruido. Transcurridos unos minutos suena un teléfono y la mujer levanta la vista del libro busca en su bolso el teléfono y responde —Tranquilo, ya te dije que no me llamases que voy en el tren y no se escucha bien, nos vemos en la estación. Acto seguido vuelve a coger el libro y continúa leyendo. Al rato entra el revisor pidiendo los billetes. Una vez se marcha la mujer cierra el libro y saca del bolso una caja de bombones. —¿Quiere? —pregunta al tiempo que le acerca la caja.

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—No, gracias. Tengo que mantener la línea, soy modelo y no puedo permitirme esos caprichos. La mujer después de tomar unos cuantos guarda la caja e intrigada pregunta: —¿De verdad que no puede tomar ni un bombón? —Uno sí, pero sé que después de ese uno vendrá otro y otro y eso no puedo permitírmelo. Me debo a mi profesión y no están los tiempos como para perder un trabajo por un capricho. La mujer retoma su lectura sin decir nada al respecto. —¿Qué libro está leyendo? —Extraños en un tren de Patricia Higmith, ¿lo conoce? —No suelo leer. —Pues no sabe usted lo que se pierde. Pasados unos minutos la modelo sale del compartimento sin decir palabra. Al cabo de un rato suena un teléfono y la mujer levanta la vista del libro y se da cuenta de que el sonido proviene del bolso de la modelo. El sonido insistente la impulsa a mirar la llamada y sorprendida responde: —Tranquilo, ya te dije que no me llamases que voy en el tren y no se escucha bien, nos vemos en la estación. Del otro lado se escucha la voz de un hombre que perplejo por la respuesta pregunta:

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—¿Cariño, eres tú? —Claro que soy yo. A continuación, se corta la comunicación lo que le impide a la mujer continuar hablando. Guarda el teléfono en el bolso de la modelo y espera. Pasado un buen rato esta regresa al compartimento y el silencio se hace dueño de la situación hasta que es roto por un altavoz que indica el nombre de la próxima parada. —Yo me bajo aquí, me están esperando —comentan las dos al unísono. Las mujeres salen al andén y buscan con la vista a alguien que ya no vendrá.

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S O Ñ A R T EX N É D N A N EN U PEPE DE LA TORRE BLOG ENTRE UNAS CUATRO ESQUINAS

—¿POR QUÉ NO arranca? —dice una señora. Su marido calla y baja la mirada—. ¡Vamos! — brama levantándose y estirándole con saña—, ¡si tengo que esperar a que hagas algo...! Salen al andén. Entre vapor y siseos, ascienden. Pasan el primer vagón y ven un hombre alto mirando la locomotora. —¿Señor? —llama la señora—, ¿ocurre algo? —¿Perdón? —El hombre sacude la cabeza como saliendo de un trance. —¡Otro inútil! —Farfulla ella. —¡Deténganse! —grita entonces el hombre viéndolos enfilar hacia la locomotora—. Sucede algo... extraño —titubea señalando la máquina. La mujer entrecierra los ojos y al ver, asomando por la puertecilla lateral de la locomotora, una persona tirada empieza a gritar. Varios viandantes se acercan alertados. —¿Señora? —pregunta un anciano.

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—¡Han matado al maquinista! —exclama alterada. —¿Cómo? —pregunta otro. —Es el segundo maquinista —irrumpe el hombre alto—. Estábamos hablando cuando hemos oído gritar al primer maquinista dentro de la locomotora. Entonces, ha ido y al entrar se ha desplomado. —¡Cierto! —dice una mujer incorporándose—, lo vi desde allá atrás. Ha sido como si le hubiera dado un síncope... —Gas tóxico —suelta un hombre calvo. —Estaríamos todos muertos. —¡Un disparo! —Hubiéramos oído el tiro. Es gas, pero localizado, por ejemplo, en un leño; al arder, la caldera suelta el veneno por la cabina. —¡Qué horror! —exclama la señora. —¡Absurdo! —bufa el hombre alto. —Oiga —dice entonces ella observándolo detenidamente—, nos... ¿conocemos? —¡Abran paso! —irrumpe de pronto un hombre uniformado: el revisor—. ¿Por qué tanto...? — calla al ver al hombre alto—. Bruno..., ¿Qué mierda haces aquí? —Hay leños venenosos —interviene la señora. —¿Qué has hecho, Bruno? —Nada...

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...—¿No lo reconocen? —brama apuntando al hombre alto—. Es maquinista de esta terminal; su cara lleva una semana colmando los periódicos. ...—Por eso me sonaba —cuchichea la señora. ...—Escúchame... —interviene Bruno. ...—¡Calla! —bufa el revisor mirando hacia la locomotora—. ¿Lo has matado? ...—Estás paranoico... ¡Tu esposa te ha vuelto majara! Jack reacciona propinándole un puñetazo. Los observadores retroceden. La señora se gira sobresaltada y ve dos agentes paseando. ...—¡Policía! Estos se acercan, los inmovilizan y registran. Sacan una derringer del bolsillo de Jack. —Tengo licencia —espeta este. —¿Qué pasa aquí? —pregunta un policía. ...—Hay leños tóxicos... —suelta la señora—, y estos dos saben el porqué. ...—¡Cállese! —salta Bruno. Entonces les cuenta la historia. Jack escucha colérico. ...—Ahora, la verdad —dice cuando Bruno termina. ...—¡Es cierto! —interrumpe nuevamente la señora—. Una mujer dice haberlo presenciado. ...—¡Yo también! —suelta un hombre con gabardina y un pasamontañas. ...—Esta historia no... —corrige Jack—. ¿Se acuerdan del descarrilamiento del tren de Metcalf?

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Este hombre —continúa señalando a Bruno— era el primer maquinista, su segundo, y el que tenía que testificar contra él, el hombre que yace muerto. ¡Ha matado al testigo de su imprudencia! ...—¡Por eso puso lo leños...! —chilla la señora mirando a Bruno. ...—Pero, ¿han comprobado que esté muerto? — suelta un policía. El gentío enmudece. ...El agente, tapándose nariz y boca con la mano, decide inspeccionar la escena. Encuentra dos cadáveres ensangrentados con un pequeño y familiar orificio en la cabeza. ...—¡Aprésenlo...! —dice regresando y señalando al revisor—. Herida de bala... una derringer. ...Se produce un mar de cuchicheos. ...—¿Yo? Hoy en día cualquiera tiene una, además, ¡miren la mía...! está completamente cargada. —La ha podido recargar. ...—Pero no escuchamos disparos —salta la señora. ...—El sonido de esta arma es más débil que el siseo del tren —agrega el policía girándose al gentío—. ¿Alguien ha visto a este señor merodeando la zona? —¡Claro que me han visto, soy revisor! ¿Y por qué iba a querer matarlos? ...—Porque se follaban a tu mujer —agrega Bruno a su espalda provocando el silencio. Jack se gira lentamente con los ojos inyectados en sangre.

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—¡Cabrón! —brama saltando contra él, pero un policía, de un porrazo, lo deja inconsciente. —Llévatelo a comisaría —comenta después a su compañero—. Usted, ¡acompáñele! —ordena a Bruno—, quiero una declaración. —Esto... debería fichar... —titubea Bruno aparentemente aturdido por la escena—, ya... tengo bastantes problemas. —Le esperamos Bruno asiente y parte hacia el registro. Por el camino se cruza con el hombre de la gabardina. Parece seguirle. Entran a la terminal y doblan por un pasillo que desemboca en una puerta que abre a un descampado repleto de material ferroviario. —Joder, Guy —dice Bruno—, con ese antifaz pareces un asesino. —¡Tenías razón! —ríe Guy quitándose el pasamontañas—, llevaba una derringer. —Sí, el plan salió bien. —¿De verdad se tiraban a su mujer? —No sé, pero ella se ha cepillado a medio personal. —¡¿No sabes?! ¿Y si lo niega? —Sus mentiras e infidelidades desarticularan su confesión; ahora, dame la derringer. —Primero la pasta. —No la traje. —¡Mierda, Bruno!, si no pago hoy mis deudas estoy muerto.

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...—¡Me han registrado, imbécil! Hubiera sido sospechoso llevar tanto dinero. Luego saldamos cuentas. ¡Ahora, dame el arma! Aquí hay un pozo donde arrojarla. ...Guy obedece. ...—¿Habrás sido sigiloso? —pregunta Bruno. ...—¡Claro! Permanecí agazapado en la puerta contraria al andén. Tuve que matar al primero, daños colaterales, después rodeé el tren y me uní al gentío. ...—La gabardina, ¡dámela!, la arrojo también, y lárgate; tengo prisa, con la conmoción del momento solo podré justificar diez minutos de desfase en mi registro. ...—Vale... —dice Guy girándose—, y deshazte del arma; es el último cabo suelto. ...—Sí —ríe Bruno apuntándole a la espalda—, pero antes, ataré el penúltimo...

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O M I T L Ú EL E J A I V REBECA GONZALO

BLOG CRÓNICAS DE LA LOCA QUE CAZABA NUBES

ADELA, ASUSTADIZA COMO pocas, rara vez gustaba de viajar sola, y menos en tren. Quizá por eso no dejaba de mirar con suspicacia al resto de viajeros. Cualquier movimiento brusco disparaba sus pulsaciones y sobre todo sus miedos. Junto a ella un hombre de mediana edad leía sin descanso una novela de Highsmith. Parecía embebido en la lectura. De no haber sido el único asiento disponible Adela no estaría sentada junto a un desconocido, con tanta naturalidad como parecían tener el resto de pasajeros en sus respectivos asientos. Para no dar pábulo a sus prejuicios, pasó a imaginar a las personas con quienes compartía vagón como peones de un gran juego de mesa. Para hacer más interesante el juego los ubicó a todos a finales del s. XIX. Cada uno interpretaba su papel. Por ejemplo, la mujer elegante del fondo, Marquesa de La Porta, viajaba de incóg-

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nito con dos de sus hijos y la niñera de estos; la anciana sonriente, separada de Adela por tres grupos de bancos, viajaba al balneario de Corconte para sus problemas de reuma (Adela se había percatado enseguida de los dedos deformes de la mujer); la pareja de jóvenes que se dedicaba carantoñas a cada instante, huía del matrimonio concertado de ella para vivir la libertad de su amor, ese que las familias de ambos no aprobarían jamás. Y en eso ocupó sus pensamientos durante buena parte del viaje con cada uno de los que subían y ocupaban los puestos libres. Hasta que su propia curiosidad le tendió una trampa, cuando su compañero de banco se retiró por un instante las gafas de lectura y la mujer entrevió en el lateral izquierdo del rostro del hombre (el más próximo a la ventanilla) una fea cicatriz que dividía aquella parte de su cara en dos mitades de asimetría grotesca. Apenas fueron unos segundos los que tuvo para advertirlo, pero resultaron suficientes para que se pusiera nerviosa. El juego había dejado de ser divertido. ¿Es que nadie, salvo ella, se daba cuenta de que viajaban con un asesino? La voz del hombre, excesivamente ronca a su juicio, la pilló por sorpresa. —¿Viaja usted sola? ¿No se le hace aburrido un viaje tan largo sin nadie con quien conversar o sin una buena lectura?

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Adela, incapaz de sostenerle la mirada, detuvo sus ojos sobre el extraño bulto que se adivinaba en el bolsillo izquierdo de la chaqueta del hombre. ¡En mala hora! El hombre insistió con su voz aguardentosa: —¿Me oye, señora? ¿Viaja sola? Me he dado cuenta, cuando le mostraba su billete al pica, de que ambos haremos el trayecto completo. No me malinterprete, pero es que se hace raro que no tenga maleta, una revista… Y una mujer sola… tantas horas… Con un hilo de voz, Adela logró responderle: —Viajo sola sí, y no me gusta leer. Se arrepintió al instante de su respuesta. Había sonado demasiado seca. Eso enfadaría al hombre. Por un lado, porque claramente era un apasionado lector y por otro porque había sido inusualmente brusca. Acababa de darle un doble motivo para asesinarla. Buscó desesperada el apoyo del pica, que se alejaba por el pasillo de espaldas a ella, o el de algún otro hombre suficientemente corpulento que pudiera hacer frente al criminal que le había tocado como compañero. Sorprendentemente envalentonada se incorporó, pero el hombre la detuvo cogiéndola del brazo. —Yo que usted no lo haría, señora, a no ser que sea de verdadera urgencia.

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Se desplomó aterrada en el asiento. Todos sus temores se confirmaban. Su angustia aceleró su ritmo cardíaco. El hombre la miraba sin pudor con una sonrisa nada halagüeña. El dolor en el brazo izquierdo y el ardor en el pecho le sobrevinieron de repente, impidiéndole respirar. Nadie pudo hacer nada por ella. Murió a los pocos minutos de una parada cardíaca. Obligados por las circunstancias detuvieron el tren. Ya en las cercanías del apeadero de Guardo las autoridades interrogaron al hombre de la cicatriz y al resto de testigos o pasajeros. A modo de presentación el que había sido el compañero de viaje de la fallecida rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y tendió al teniente de la Guardia Civil su tarjeta, pero esta cayó al suelo. Al agacharse para recuperarla, de su bolsillo izquierdo cayeron también una pequeña funda de polipiel con unas gafas de lectura en el interior y una caja negra rígida con una estilográfica dentro que se abrió tras el impacto. La inscripción de la tarjeta no dejaba dudas.

Francisco Cabañas Brac escritor

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—¿Conocía usted a la fallecida, señor Cabañas? —No, teniente. Me limité a darle un poco de conversación y a ser amable con ella. Incluso le advertí para que no fuese al baño si no le era del todo imprescindible. Ya sabe usted lo insalubres que son los baños públicos...

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FILOSOFÍA A I R A I V O FERR BERI DUGO BLOG RELATOS DE BERI

COMO SI FUESE un gigantesco ciempiés de metal, el transiberiano atraviesa veloz la vasta estepa rusa, deteniéndose muy de tanto en tanto en apeaderos de nombres impronunciables. Mientras tanto, en el interior del cochecomedor, los viajeros de primera clase degustan una espléndida cena a base de uja y caviar de beluga, servida en vajillas de porcelana y acompañada por cubiertos de plata. Un elegante camarero de poblado mostacho se acerca a una pareja entrada en años, y con una estudiada reverencia les hace entrega de la fastuosa carta. La mujer, sin apenas apartar la mirada del libro que sostiene entre sus cuidadas manos, mira de soslayo a su marido, musitando unas pocas palabras.

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—Estimada mía, tienes oda la razón —responde él bajando aún más la voz—. Tal como la autora explica en tu libro, quienes viajamos en este convoy somos extraños en un tren. Es cierto que coincidimos en el mismo lugar y al mismo tiempo, pero nadie conoce a nadie. A la mañana siguiente, aún en el interior de su lujoso compartimento, el marido contemplaba con cierta somnolencia el helado paisaje que apenas se vislumbraba a través de la empañada ventanilla. En el vestidor contiguo su esposa se acababa de acicalar, para así estar impecable cuando llegasen a su ya próximo destino. Al cabo de unos minutos, el tren se detuvo con una fuerte sacudida. La locomotora de vapor, aliviada por la conclusión de aquel agotador viaje, exhaló un vaporoso suspiro. —Considero muy importante la existencia de túneles a lo largo de toda la red ferroviaria — comenzó a decir el veterano neofilósofo al bajarse del tren—. Desde luego, es necesaria la presencia de túneles, incluso en aquel trayecto del viaje donde la belleza del paisaje obliga a la contemplación atenta y minuciosa del mismo por parte del viajero. —¿Por qué dices eso ahora? —respondió extrañada la esposa. —Porque, por muy excitante que sea la observación de lo que se halla al otro lado de la ven-

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tanilla de nuestro compartimento, es realmente necesario y apremiante contemplar los rostros de nuestros compañeros de viaje —añadió el marido a la par que su faz adquiría un brillo especial. —¡A buena hora lo dices! —exclamó contrariada la consorte del neofilósofo— ¡Podríamos haber entablado nuevas amistades si no hubiésemos permanecido todo el viaje admirando las hermosuras del paisaje! Mientras se desarrollaba el diálogo precedente, el autor de aquella pintoresca escena observaba con suma atención las evoluciones de sus dos personajes sobre el concurrido andén de aquella estación de nombre desconocido. Así, sin quitarles la vista de encima, mirándolos fijamente a través del grueso cristal de la ventanilla de su compartimento, aquel creador de personajes, de ambientes, y de ficciones de toda índole, no perdía la esperanza de que sus dos nuevas criaturas se dignasen a interrumpir en un momento dado su despreocupada y alegre conversación. Anhelaba que ellos reparasen, aunque fuera tan solo por un breve instante, en la desconsolada existencia de quien les había insuflado aquel generoso soplo de vida, gracias al cual ahora se disponían a abandonar para siempre aquel escenario, donde su creador languidecía sin poder hacer nada por evitarlo.

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Sin previo aviso, el tren reinició la marcha, fatigosamente; aunque su creciente velocidad hizo que se perdiera pronto de vista el andén, cuyo recuerdo no tardaría en petrificarse en la mente del autor, para así poder mortificarlo periódicamente, cuando menos se lo esperase… En cuanto el convoy hubo desaparecido por completo de su campo de visión, el neofilósofo y su esposa se adentraron en las dependencias de la estación, intercambiando unas palabras en voz baja al tiempo que atravesaban el amplio vestíbulo de aquélla. —Querida mía, ¿has visto de qué forma tan descarada nos miraba ese extraño individuo junto al que hemos realizado nuestro largo viaje? — dijo el marido a la vez que se secaba el sudor de la frente con su impoluto pañuelo de seda. —Ahora que lo dices, sí que me he percatado de ello…—comenzó a decir la esposa tras unos instantes de vacilación— ¡Pobrecito! ¿Por qué no nos habrá dicho nada durante todo el tiempo que hemos estado juntos? —¡Vete tú a saber! ¡En el mundo hay gente muy rara! —concluyó aferrando a su mujer del brazo. Ambos personajes, recuperada su sonrisa habitual, se perdieron entre el tumulto de gente que a aquellas horas de la mañana paseaban despreocupadamente por las calles de la populosa ciudad de Realidad.

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L A E J A I OTRO V O J A B A R T LUCAS KURT BLOG PRUEVA Y HERROR

COMO TODOS LOS días, Juan llegó a la estación a las 7:33. La mañana era soleada y, a pesar de que hace poco había amanecido, cálida. Se esperaba una tarde calurosa y sin nubes. Buen día, Matías, dijo mientras atravesaba el molinete con las manos en los bolsillos. Como de costumbre, el oficial le respondió con un gesto de cabeza. El tren salía a las 8:02, por lo que caminó con paso tranquilo hasta la segunda puerta del segundo vagón. Chocó su puño con Jorge, el guarda, y se sentó mirando hacia adelante. El asiento del pasillo estaba todavía vacío, Marcela estaba demorada otra vez. Mientras pensaba en ella, y en cómo le gustaba quedarse en cama hasta último momento abrazada a sus gatos, entró Francisco. Le guiñó el ojo izquierdo y se quedó apo-

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apoyado en la puerta que comunica con el siguiente vagón. Él sabía que no le correspondía estar ahí. Juan sabía que lo hacía para charlar con los pasajeros que necesitaran cruzar, todas las mañanas hacía lo mismo. Pasaban los minutos y se iban completando los huecos. Las caras se iban reconociendo luego de tantos viajes compartidos. Algunos se saludaban con una simple mirada, otros con un gesto de la mano, Algunos se animaban a comentar alguna banalidad, como para amenizar la espera. A las ocho en punto pasó Fernanda caminando por el andén, jugueteando con las llaves que en un par de minutos encenderían esa maquinaria. Le tocó el brazo a través de la ventana y le sonrió. Juan se reacomodó en el asiento, sabiendo que su viaje estaba por empezar. Un par de minutos después, el coche vibró y luego sonó fuerte su bocina. A continuación, Jorge se infló de aire y explotó dentro del silbato, dando aviso a cualquier desprevenido. Quienes estaban afuera ya podían ver el vapor salir desde las entrañas de la locomotora. En ese instante, cuando las puertas se cerraban, un cuerpo agitado las atravesó. El joven vestía de traje y cargaba un maletín negro. Usaba corbata roja, zapatos marrones y tenía el pelo de color verde limón. Mientras el coche avanzaba lentamente, miró hacia ambos

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lados, eligiendo. Tambaleándose torpemente, se acercó en silencio y se desplomó en el asiento que Marcela había dejado libre por remolona. Juan, que ya lo había relojeado cuando ingresó, olió su suave perfume y espió su fino collar dorado. Algo en él le llamaba la atención. El viaje transcurría tranquilo. Las estaciones pasaban y los pasajeros intercambiaban lugares. Francisco seguía firme con la espalda contra la puerta, Jorge se había desplazado hacia un vagón delantero y el fulano de traje continuaba sentado del lado del pasillo con el maletín entre las piernas y los brazos cruzados sobre el pecho. A su lado seguía Juan, sonriéndole al viento e intentando hacerse de valor. Al pasar debajo del puente, decidió que ya era momento de hablarle. Cuando retornó la claridad, lo saludó, se presentó y le dio la bienvenida al coche. Iba a interrogarlo para averiguar su nombre, conocer de qué trabajaba tan peculiar sujeto, descubrir si con suerte se iría a bajar en la misma estación que él. Tal vez podría averiguar su teléfono. Eso sin duda lo intentaría. El interrogatorio está a punto de comenzar. Bocina larga. Bocina corta. Bocina larga. Intento de frenado. Golpe. Treinta metros de angustiosa desaceleración. Gritos. Llantos. Gritos. Una sombra pasa por su ventana, dobla rápidamente

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y desaparece entre los árboles linderos a la vía. El fulano se para, le pisa el pie y salta por la ventana. Corre, salta sobre un pozo y se mete en el laberinto de árboles. Los pasajeros corren, claman por auxilio. Uno intenta llevarse una foto de recuerdo. Mientras los médicos trabajan, los pasajeros ya aburridos del espectáculo salen hacia las vías. Algunos van esperar la próxima formación para seguir con su viaje, otros simplemente quieren fumar un cigarro, la mayoría se acerca a la calle a esperar algún colectivo que los saque de allí. Juan sigue en su asiento. Tiene un maletín entre las piernas que no piensa abandonar, los brazos cruzados contra su pecho. Está esperando que llegue la policía. Hay una declaración que realizar.

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L A Ó T A M ¿QUIÉN ? O N I S E AS Mª CARMEN PÍRIZ BLOG ALGUIEN CON QUIEN HABLAR

ERAN LAS SEIS de la madrugada en la estación del tren de Abando cuando las dos amigas esperaban al tren. Viajaban a Barcelona para hacer un crucero por Italia. Roxiña y Marian había estado esperando con ilusión que llegara el día señalado. Ellas subieron al vagón, se acomodaron en sus asientos. El tren salió puntualmente a las 6:30, era noche todavía y las dos amigas trataron de relajarse con el traqueteo del tren. Cuando comenzó a amanecer, la ventanilla filtraba una luz pálida entre la neblina que lo cubría todo. Marian contemplaba el espectáculo de la naturaleza. La niebla baja tapaba los campos, solo dejaba asomar la cima de las montañas. Roxiña dormía mientras el tren entraba en la estación de Zaragoza, con una velocidad mo-

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derada. El chirrido de los frenos al entrar en la estación la despertó. En medio del bullicio de pasajeros que ascendían y abandonaban el tren, las dos chicas vigilaba sus maletas que estaban en un compartimento a la entrada del vagón. En esto, cinco hombres subieron y se acomodaron en los asientos delanteros. Ya habían recorrido la mitad del viaje. Pasaban el tiempo entretenidas. Roxiña miraba por la ventana y Marian dibujaba a lápiz a un pasajero que tenía al lado. El caballero sujetaba entre sus manos el libro Extraños en un tren, de Patricia Highsmith. Estaba ensimismado en la lectura y no se daba cuenta que estaba siendo dibujado. Los hombres conversaban entre ellos. Roxiña observaba y se fijaba en sus aspectos físicos, eran de complexión robusta. El que estaba a su lado tenía un aspecto algo más delgado. Solo se le veía de perfil. Sus manos eran finas. La conversación que mantenían entre ellos podría recordar a la de unos notarios o algo muy parecido. En cambio, Roxiña intuyó que podían ser policías que iban a trabajar a Barcelona en esos días de revueltas independentistas. De pronto, los caballeros se levantaron y fueron al vagón cafetería. Cuando regresaron llegaba el tren a Barcelona. Fueron muy amables, les ayudaron a bajar el equipaje al andén.

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Al salir de la estación de Barcelona, las dos amigas cogieron un taxi que les llevó al puerto, donde les recogieron las maletas y procedieron a check-in de los pasajes. Eran más de las dos de la tarde cuando subieron al crucero. Por megafonía se anunciaba la bienvenida a bordo a los nuevos pasajeros y avisaba en la cubierta dónde estaba instalado el buffet. A continuación, bajaron al camarote donde ya estaban sus maletas y colocaron las ropas en el armario. El barco zarpó sobre las seis de la tarde. Ellas subieron a cubierta para ver salir el crucero del puerto, disfrutando de un bonito atardecer. Por la noche fueron a cenar al restaurante Atlántico, después fueron al café del casino. Se sentaron en una de las butacas y pidieron un combinado. Roxiña se percató que un hombre con aspecto fornido la miraba con una mir da fría y desagradable. Se le insinuó con un beso lascivo. Molesta, se lo dijo a su amiga y se fueron del lugar. Fueron a otra sala donde sonaba la música. No había pasado más de media hora cuando el hombre estaba detrás de ellas y las miraba descaradamente. Durante la estancia en el barco fue una pesadilla para las dos amigas. Donde iban allí estaba ese hombre, para más inri, la noche que se levantaron para bailar con

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los camareros del comedor, Marian se dio cuenta que ese impresentable caballero estaba detrás de ella, en una silla paralela a su espalda en la mesa de al lado. Las amigas se divertían buscando un perfil de asesino en el barco. Era un juego de mesa y tenían que descubrir quién era el asesino. Bromeaban a propósito de ese extraño sujeto. En la sexta noche el mar estaba agitado y no dejaban subir a cubierta, Roxiña tenía la necesidad de salir a tomar el aire, el movimiento del barco le había mareado. Desobedeció las órdenes de la tripulación y subió a la cubierta doce. La noche era oscura y no había nadie a esas horas. De repente se encontró con el hombre que la acosaba cada noche. El hombre sin más, la trato de sujetar por detrás agarrándola fuerte. Ella se defendió. Sacó fuerzas como pudo para soltarse. Con el vaivén de la marea y el forcejeo, el hombre se cayó por las escaleras y se dio un fuerte golpe, quedando inconsciente. Roxiña se asustó y fue a buscar a su amiga Marian. El hombre estaba tendido en el suelo. Marian dijo: —Si lo dejamos ahí caído pensarán que se cayó, con el movimiento de la mala mar. Asustadas actuaron con nerviosismo y lo tiraron por la borda. Su mujer al notar que su marido no volvía, dio parte de su desaparición. Seguridad buscaba al

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hombre por el barco y no lo encontraron. Nadie sabía lo que allí había pasado. Solo al revisar las cámaras del barco descubrieron dos bultos que arrastraban a otro hasta la barandilla. Al día siguiente el viaje del crucero llegaba a su fin y atracaba en el puerto. Las dos amigas bajaron con los demás pasajeros, en la dársena recogieron sus maletas y cogieron un taxi que les llevó a la estación de Barcelona Sants. A la hora de subir al andén, dos policías de paisano las detuvieron. Era los hombres que les ayudaron a bajar las maletas del tren.

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A M I T L Ú LA ESTACIÓN DE TREN MIRNA GENNARO

BLOG ISLA DE LOS VIENTOS

JOAQUIN GÓMEZ SE encontraba sentado en el asiento 16, del lado de la ventanilla. Había subido al tren en Constitución y volvía a Mar del Plata, tras su primera visita a Buenos Aires. Lamentaba los motivos, pero se llevaba un buen sabor de la ciudad. Él había sido empleado de una gran empresa pesquera y había tenido que declarar en un caso de denuncia judicial, porque el mal estado de la mercadería que vendían había intoxicado a una familia. El tren partió a las 15:29. En una hora, estaría en Brandsen. No llegó a despertar para ver el cartel de la estación. Un certero disparo al pecho a las 16:25 lo arrojó hacia la ventana y lo dejó con la cabeza apoyada contra el vidrio. Los demás pasajeros vieron pasar hacia el fondo al acompañante de Joaquín, un hombre de sobretodo gris.

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El tren se aprestaba a entrar a Brandsen. El detective Alfonso Gutiérrez, quien se encontraba en el tren camino a unas vacaciones, se acercó al lugar del hecho, se hizo cargo y envió la orden al maquinista de no detener el tren. Quedaban, aún, cinco horas de viaje. El detective revisó el cuerpo. El orificio de la bala le hacía pensar en una pistola 9 milímetros. Tomó fotos y, luego, ordenó que trasladaran el cuerpo al salón comedor, al que hizo clausurar por el resto del viaje. Gutiérrez interrogó a los pasajeros del coche. Todos coincidían en lo mismo: el hombre sentado junto al fallecido usaba un sobretodo gris, tenía cabello negro, pero sin señas particulares. Salió tan rápidamente que nadie le vio la cara. Alguien dijo que, al subir al coche, él parecía dormido. Pero, un momento después, tomó la maleta y fue hacia atrás. Volvió luego sin la maleta y, cuando se escuchó el disparo, escapó hacia la parte trasera. El detective calculó que había cinco coches hacia el fondo del tren. A menos que se arrojara del vehículo en movimiento, el atacante no tendría escapatoria. El policía envió una orden por teléfono a la central de pasajes para que le indicaran cuáles asientos salieron sin ocupante. Gutiérrez y tres oficiales de la guardia del tren se dirigieron cada uno a un coche distinto. Na-

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die había notado nada raro. Una señora aseguró que vio a un hombre de sobretodo verde caminando por el pasillo. El informe de los pasajeros le llegó al detective a los quince minutos. Leyó con cuidado los nombres de la lista e indicó a los oficiales los asientos a revisar. Un rato después, se volvieron a reunir sin haber logrado ningún resultado: los asientos permanecían vacíos. Gutiérrez dejó custodia en la puerta que comunicaba el coche del asesinato y fue a revisar los baños. Nada. El hombre de sobretodo gris se había hecho humo. Ya eran las 18 horas y pasaban por la estación Castelli. Solo le quedaban tres horas y no tenían más remedio que volver a empezar por el primer coche. Interrogarían uno a uno a los pasajeros hombres, morochos y altos. Gutiérrez dejó que los oficiales hicieran el interrogatorio, mientras él se dedicaba a pasear entre los asientos, con la mirada un poco lejana que tomaba para distanciarse de lo obvio. En su recorrido vio muchos hombres, la mayoría parecían estar asustados y ninguno calzaba con la descripción. En eso, una señora con un bolso grande, le llamó la atención. El bolso se movía. Se detuvo y le preguntó qué llevaba allí. La señora se aferró más al bolso y no le contestó. El detective le pidió que lo abriera y, ante la

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negativa de la mujer, amenazó con detenerla. La señora abrió entonces el bolso y una cabeza asomó de él. Era un pequeño perro, un beagle. El inspector la miró con desaprobación, pero tenía cosas más urgentes que hacer y siguió su recorrido. El tren pasaba por Las Armas cuando al detective se le ocurrió una idea. Debían buscar rastros de pólvora en las manos de los hombres. Volvió sobre sus pasos y se detuvo frente a la mujer que llevaba el perro. Ella, al principio se opuso, pero luego, le entregó el animal. Alfonso se lo llevó hasta el coche comedor. Le hizo olfatear los rastros de pólvora del cadáver y luego lo llevó al coche donde había ocurrido el ataque. Una vez allí, soltó al perro en el pasillo en dirección hacia el fondo del tren. El perro olfateaba como si buscara un zorro. Se detuvo ante la puerta del baño y comenzó a ladrar. El detective supo que el perro estaba en lo cierto cuando detectó unos hilos grises en el marco del pequeño gabinete en la pared. Luego empujó al perro al siguiente pasillo. El atacante fue sorprendido durmiendo una siesta. Intentó zafarse de los oficiales, pero el perro se clavó delante de él y, luego de apuntarlo, lo agarró de una pierna. Un señor contó, más tarde, que el asesino había ocupado su lugar y, antes de que el tren

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partiera, fue al baño y volvió, una hora después, diciendo que se sentía mal. Al llegar a la estación terminal, Mar del Plata, a las 21 horas, los hechos estaban claros, el atacante, prendido. Aunque aún faltaba lo más difícil: saber quién estaba detrás de todo. Ese sería el próximo desafío para el detective Gutiérrez, pero, ahora, disfrutaría de sus vacaciones.

Dibujo de Mirna Gennaro

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A L A E R T POLLAS A O C A B R BA PAOLA PANZIERI BLOG DE AQUÍ Y DE ALLÍ

—YA NO HAY sesera, Herminia, no pensamos lo que decimos o no decimos lo que pensamos. —No te hagas la interesante, Lurditas y suéltalo de una vez. —¡Ea, pues! Aunque he de prevenirte de que el asunto es de novela negra o más. Ayer estaba pasando el mocho por los entresijos de la oficina cuando Martita la peripuesta y el picaflores de Cortés asomaron la gaita por la zona de cafeses y su presencia expulsó de mi mente las ocurrencias del Iván. —¿Qué ocurrencias? —¡De eso chitón, Herminia!, sabes que de puertas pa dentro ni mú. A lo que íbamos, los lechuguinos avanzaban con tanto apresuro que ni repararon en mí, y eso que mi espesura tiene sustancia pese a hacer yo ejercicio como la que más. Ahora que todo tiene sus bienes, pues

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sé más guardados de esta banda de músicos que los mandamases de arriba. —Engreída… —Te confieso que cuchicheaban en voz tan alta que no tuve ni que aplicarme para oír lo que decían. »No tengo ni idea de dónde está Amelia, iba diciendo Martita a Cortes, ¡igual su gata se ha puesto de parto! Y por lo visto, el «Alendelon» sospechaba que Amelia no volvería por la empresa. ¿Por lo del Alfonso?, preguntó la rubita, ¡es una trola seguro!, y añadió: a Amelia le gusta ser centro de atención. ¡De haberle matado, no seguiría tan fresca! No podía creer lo que oía, Herminia, además, no veía a Amelia ni fresca ni acartonada y entonces les observé sin levantar cabeza. —Maña que aprende una con práctica y esfuerzo… —Exacto. Total que Cortes medio gritó: ¡No sé, no sé! el teléfono de Alfonso fuera de cobertura y Amelia desaparecida. Ahí empecé a verlo negro, Herminia, aquellos dos, sentados uno frente al otro, hablaban de asesinatos como si tal cosa... Por un momento me recordaron esa vieja película que pusieron anoche en la dos... —¿La de Extraños en un tren? — Esa misma. —La vi, y no sé qué decirte, Lurditas, porque tus

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personajes se conocen requetebien. Tú ya me entiendes. —¡No mezclemos cotilleos, Herminia, que este asunto me tiene sin dormir! »En fin, que Martita estiró el cuello de cisne que Dios le ha dado sin merecerlo, tú ya sabes a que me refiero, y puso mirada descarriada de la de recordar: ¡Nada tuvo sentido aquella tarde!, dijo y se lio a contar una historia sin pies ni cabeza. ¡Empecé a impacientarme!, cuando se cuentan chismorreos, sabes bien que no se va uno por las ramas o no se entiende ni papa del asunto. —¡Qué me vas a contar! El otr… —¡Frena y escucha!, que luego no sé lo que me digo. Deshuesado como es debido, entendí que Marta vive debajo del piso de Amelia. Que la muchacha sube a pedir un poco de leche a la compañera. Se enrollan y Amelia le ofrece un helado, pero enseguida se traga sus palabras porque, por lo visto, no iba a poder sacarlo del congelador. Marta se mosquea por no sé qué de un abanico y le pregunta si todo va bien. Amelia se derrumba y le cuenta que Alfonso, su chico, el del servicio postventa, la deja por Patricia, la del bar del Maño. —No jodas… ¿Alfonso, el Alfonso, Alfonso? —¡Ese mismo pollastre! Y ele que Marta intenta consolar a la compañera y la aconseja que hable

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con él. Imposible, parece ser que contesta Amelia entre sollozos, ¡está congelado! —¿Congelado, Lurditas? —Eso mismo pensé yo y Cortes armó la misma pregunta con coletilla: ¿Congelado? ¡Nena, tendrías que ir a la policía! »¡Si ni si quiera he visto el cadáver!, chilla entonces Martita. ¡Pero sabes que ha habido un crimen!, grito yo y con el arrebato, Herminia, dejo caer el mocho. ¡Si vieras!, se me quedaron mirando como los indios al ver a Colón y tuve que disculparme. —¡Ahí no estuviste nada fina que digamos! —Lo sé, lo sé, ¡qué vergüenza! pero ellos parecían encantados. ¡Bien!, dijo Martita, me alegro de que estés aquí porque ahora somos tres al tanto del asunto. ¿Quién va a ir a la policía? —No jodas… ¿eso preguntó? —Pues no te pierdas lo que me propuso el guaperas, ¡Ya puestos, Lurdes, dijo, podrías entrar en el piso de Amelia cuando ella no esté! —¡Que morro el chaval! —Pues la locatas de Marta añadió que creía que el pollastre estaba trinchado en pedacitos y al vacío, que Amelia tenía máquina y que ella la había visto. —He de reconocer que jamás había escuchado un cotilleo de semejante envergadura. Enhorabuena, Lurditas.

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—¿Más? —Contesté que no pensaba inspeccionar el congelador de Amelia ni en silla de ruedas, aunque, dicho entre tú y yo, ganas no me faltaban. Entonces Cortes soltó que si ni investigaba ni iba a la policía no había nada más que hacer. Marta dio entonces carpetazo diciendo: ya veremos en la barbacoa de Amelia el sábado noche, en su terraza... »¿Pero sabiendo lo que sabéis, pregunté yo porque alguien tenía que hacerlo, pensáis ir a la barbacoa de Amelia? Entonces Martita, desde la distancia, que ya se le había acabado el descanso del café, contestó: ¿Por qué no?, el pollo congelado no está del todo mal. —Pues qué quieres que te diga, Lurditas, ¡De locos! Aunque lo del abanico no acabo de entenderlo, bien sabemos tú y yo que el pollo congelado no hay quien se lo coma.

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EL TREN A M S A T N A F BEBA PIHEN

BLOG AHORA YO DIGO

«EL TREN TRAQUETEA sobre las vías: traca trac traca trac». ...Patricia canturrea, mientras revisa su bolso, con tenacidad de vieja maniática. ...No es fácil encontrar algo en esta atmósfera gris y polvorienta. «La puta lapicera no aparece». No. Pero aparecen los anteojos... chuecos, sucios. Patricia se los calza. Ahora la ve, recostada en el colchón de pelusas, entre bollos de periódicos viejos. Ah. La libreta, también… «Pelusas… Parece que todavía maúllan y ronronean. ¡Hace tanto tiempo que no tengo gatos! Los diarios dicen que sólo disfruto de mis gatos y de mis caracoles. ¿En qué momento se lo han inventado?» Sacude la lapicera y pesca una hoja limpia… bueno, bastante limpia. La lapicera se desliza, y

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en la hoja se arraciman las palabras: El tren avanza impetuosamente, con ritmo furioso y entrecortado. Tiene que detenerse, cada vez con mayor frecuencia, en estaciones de poca monta. Debe estar atardeciendo, aunque allí adentro no se sabe bien. Se recuesta en el asiento con los ojos entrecerrados, y otea a los otros viajeros. Viejos conocidos. «Gente. Bloqueados como caracoles. Vestidos de caparazones labradas. Escurridizos, traicioneros». Patricia vuelve a su bolso, su lapicera y su libreta. En frente hay una vieja astuta, solitaria y observadora, que alterna el crochet con la lectura. «¡Parece la última edición de Extraños…! Sigue el tren por la vía, aunque pasen los años… ¡Con rima! Sesenta, ya». Curiosa viejita… Lunar enorme en la mejilla. Ojos vivaces e inteligentes. Al otro lado del pasillo, a su izquierda, los dos hombres discuten. Pesados, canosos, casi de la misma edad. Se parecen en la tensión que los envuelve. Las imágenes se desdibujan en el humo de los cigarrillos, y sus voces, en el traqueteo del vagón. —…borracho... sucio… desquiciado… —…un trato… ¿la gloria?… estoy orgulloso…

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—… asesinato… dignidad… afectos…fracaso… soledad… —…lo hice… gustó… lo respeto, lo amo… La señora del libro y el crochet parece de las que miran con desconfianza a la gente que fuma, aunque esté prohibido. Para colmo, estos se amenazan. Uno, con la pistola. El otro, con sus manos brutales. Ella se eleva decidida hacia el asiento de los hombres; lleva el libro en la manga vacía. Insólitos pasos voladores; brazos leves; con un extraño roce imperceptible, como de madre tolerante o novia tierna, desinfla, pulveriza, a los cuerpos tendidos en las butacas. —Calma… Ya lo pagaron. El vagón entra a un túnel oscuro. Los ecos metálicos lo comprimen. Chatarra que no emerge. El bolso ceniciento de Patricia flamea en el pasillo. —No son más que héroes de papel. Pobres almas disociadas, inestables, como las de cualquiera— dice la anciana. —¡Más abuela que detective! La eternidad es compasiva… —¿Ya anotaste? ¿Cuándo esperas publicarlo? —No lo publicaré. No quiero enredarme con editoriales. Hace años que soy parte de este tren fantasma.

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Y S A T I R O SEÑ S O Y E B E PL IRENE RODRÍGUEZ BLOG IRENE RODRÍGUEZ

EN EL INTENSO silencio que había en el tren cualquier pequeño sonido se amplificaba. Era una noche oscura, una densa capa de nubes cubría el cielo, y el frío del exterior se colaba por los resquicios de las puertas y las ventanas. Llevábamos parados en el mismo sitio desde hacía tres días, cuando una copiosa nevada cubrió las vías y el tren no tuvo más remedio que detenerse. El pueblo más cercano estaba a treinta millas de distancia, pero en aquellas condiciones nadie se atrevía a salir y buscar ayuda. El maquinista apareció en nuestro compartimento privado y nos instó a dirigirnos a los vagones de los plebeyos. —Utilizaremos el carbón de la locomotora para caldear la habitación —dijo abriéndonos la puerta de segunda clase.

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No pude evitar arruga la nariz al entrar, el ambiente estaba muy cargado, y el olor a sudor lo inundaba todo. —¿Cuánto tiempo tendremos que permanecer aquí? —preguntó una de las refinadas damas con las que viajaba llevándose un perfumado pañuelo al rostro. —No lo sé, señoras, depende de la nieve — contestó el maquinista. —¿Disponemos de comida? —No somos muchos, con lo que tenemos podremos sobrevivir durante unos días. Y agua no nos va a faltar —añadió señalando el exterior. —Bueno, si la espera se alarga, la plebe puede comer menos, ya están acostumbrados —dijo con desprecio. Fue la primera en morir. Aquella noche dejamos que el carbón se apagase un poco, lo suficiente para que la habitación no se enfriara; era imperioso no malgastarlo, al igual que las lámparas de aceite, y dormimos con la poca luz que las brasas del carbón daban. Tuve un sueño intranquilo, interrumpido por las toses de los otros pasajeros y escalofríos que me recorrían el cuerpo entero cuando una ráfaga de aire se colaba en el interior del vagón. Me desperté al amanecer, y lo primero que vi al abrir los ojos fue el rostro de aquella distin-

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guida mujer petrificado en una expresión de terror, y un profundo corte en su cuello. Mi grito de espanto sobresaltó a todos los viajeros, y el maquinista apareció unos segundos más tarde. —¡Qué horror! ¡Qué horror! —gritaban mis elegantes compañeras. Tardé varios minutos en reponerme del susto, mas cuando lo hice, tomé la iniciativa de encontrar al asesino. Hacía unos meses me había aficionado a los libros de Sherlock Holmes, y aquella era la oportunidad propicia para probar mi intelecto. Sería como él, y averiguaría quién había matado a la mujer. A lo largo del día hice mis pesquisas e interrogué a los pasajeros, sin embargo, cuando la noche cayó solo había conseguido averiguar que la plebe nos odiaba. Al acercarme a ellos sus miradas eran desconfiadas, y los pocos que me respondieron lo hicieron de malas maneras y con palabras hirientes. La segunda noche no dormí nada. El miedo me atenazaba y le supliqué al maquinista que nos dejase una lámpara encendida. —Por piedad —le rogué con lágrimas en los ojos. —No puedo hacer distinciones, señorita. Si les dejo una a ustedes, debería hacerlo también con

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los otros pasajeros. Y nos quedaremos enseguida sin aceite. —Pero hay un asesino entre nosotros. Aprovechará la oscuridad de la noche para volver a atacar —sollozó con miedo una de mis acompañantes. —El resto de pasajeros corren el mismo peligro que ustedes —aseguró el maquinista. —¿Quién va a querer matar a esas gentes pobres y sin encanto? —respondió, altanera, mi compañera de viaje. Fue la segunda en morir. Su asesinato reavivó nuestro miedo y las ganas de encontrar al culpable. No parecía que fuésemos a salir pronto de allí, y si no hacíamos algo, todas acabaríamos muertas. El resto del pasaje parecía tranquilo, como si aquello no fuese con ellos; ninguno nos prestó atención. Nadie se preocupó por nosotras, y ni siquiera el maquinista fue de gran ayuda. —Son unos salvajes —dijo con menosprecio una de mis acompañantes. —Gentes incultas y sin educación —añadió otra. —Peores que los animales —sentencié, frustrada por la poca colaboración que habíamos recibido. Antes de que el sol se pusiese tomamos una de las lámparas de aceite y nos encerramos en el departamento de primera clase.

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—Morirán de frío —dijo el maquinista. —Si nos quedamos fuera moriremos asesinadas —contesté. Colocamos todos nuestros bolsos delante de la puerta y la atrancamos. Nadie entraría. ...En el silencio de la noche, la respiración inquieta de mis acompañantes lo inundaba todo cuando un ruido de arrastre se alzó sobre ellas. Tenía los ojos cerrados, mas no hizo falta que los abriese para adivinar de dónde procedía. Mantuve los párpados firmemente apretados con la ilusa esperanza de que el ruido se detuviese. Cuando lo hizo, suspiré aliviada, sin embargo, el sonido de unos pasos lo sustituyó. Las manos me temblaban y me negaba a abrir los ojos. Si no lo veía, no existía. Al final, la curiosidad me pudo y me aventuré a mirar. En el centro del compartimento había una figura parada. Destilaba odio y desprecio; el mismo con el que nosotras habíamos tratado al resto de pasajeros. Se acercó hacia nosotras con pasos lentos hasta que su cara quedó iluminada por la lámpara de aceite. El maquinista me dedicó una sonrisa ladina, levantó un cuchillo con sangre seca y me miró con repugnancia. Detrás de él, en el vagón de segunda clase se escucharon gritos de júbilo: la plebe reía. —Aquí se acaba su viaje, señoritas.

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E D S U D I LOS MARZO MIGUEL DE LA TIERRA BLOG HOMBRES QUE AÚLLAN CON LOS LOBOS

EL SALÓN COMEDOR de la mansión del Sr. Huiledolive estaba abarrotada de invitados. Se paseaban nerviosos por toda la estancia intentando no mirarse a los ojos y manteniendo pequeñas conversaciones triviales. Nadie quería pensar que entre ellos había un asesino. Las grandes puertas se abrieron de un crujido y el detective Gustave Limier entró con paso decidido. Le seguían el subcomisario Carotte a marchas forzadas y el resto de agentes, todos con el rostro congestionado. Nadie podía creerse el asesinato de un hombre tan querido por la comunidad. —Antes de comenzar, pediros disculpas por retenerlos hasta horas tan intempestivas —dijo el subcomisario anudándose la corbata.

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—¿Eso significa que ya podemos irnos, agente? —preguntó el Sr. Perrins, un viejo amigo de la víctima. —Me temo que no, todavía hay algún cabo suelto que resolver, ¿me equivoco señor Limier? El detective asintió como respuesta sin mediar palabra. Se paseó durante unos segundos por toda la estancia, mirando a los ojos a cada invitado de la fiesta. En uno de los sofás estaba sentada la viuda, que escondía la cara entre sus brazos. Limier se agachó y le cogió las manos. —Le acompaño en el sentimiento, Sra. Huiledolive, muchísimo. La mujer lo miró a los ojos agradecida. —Sin embargo, me temo que debería estar más contenta, ¿no cree? —preguntó el hombre con una ligera sonrisa. —¿Cómo dice? El detective se levantó y se colocó delante de todos los invitados. —La herencia es bastante cuantiosa para un marchante de arte. Tendrá una buena vida como viuda, eso se lo garantizo. —¡Cómo se atreve! —gritó la mujer entre lágrimas. —Señor Limier, por favor —susurró el subcomisario cerca del detective. —Empecemos desde el principio. ¿os parece? El detective carraspeó.

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—La primera pregunta que podemos resolver debe ser, ¿cómo ha muerto el Sr. Huiledolive? Y tiene una respuesta algo complicada. Oficialmente hemos encontrado su cuerpo en su baño personal en el suelo con un cuchillo clavado en la garganta. Eso resolvería la pregunta. Sin embargo, extraoficialmente ha habido otros factores. —¿De qué diantres está hablando? —preguntó la Sra. Romaine, una amiga de la familia. —Tengan paciencia, por favor. El Sr. Limier es un profesional —contestó el subcomisario. —Gracias, Carotte. Bien, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! La muerte del Sr. Huiledolive. Iré directo al grano. Su vida llevaba peligrando desde hacía aproximadamente cinco meses. Sr. Croûtons, ¿podría traerme lo que hemos encontrado, por favor? El mayordomo de la familia, que estaba apartado de los invitados y mirando al suelo, tenía los ojos llorosos. El silencio se volvió pesado e incómodo. El detective sonreía con amabilidad a todos los presentes. Croûtons entró a los pocos segundos con algo entre las manos. —Gracias. Muy bien, este pequeño bote como podéis observar es el mismo que el Sr. Huiledolive utilizaba para guardar sus medicinas. Sus problemas con el reuma eran conocidos por todos. Ahora bien… —El detective hizo una pau-

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sa. Los invitados se removieron inquietos. Volvió a sonreír —Alguien le estaba envenenando lentamente, cambiándole sus pastillas por otras altamente tóxicas y peligrosas, ¿me equivoco, doctor Piquantnoir? Todas las miradas se fijaron en el viejo doctor que se había puesto pálido. —N-n-no sé de q-qué me habla, s-s-señor… — balbuceó. —Sabe perfectamente a qué me refiero. Un doctor tan condecorado como usted, sabía sin problemas cómo conseguir lo que se proponía: provocar al Sr. Huiledolive una muerte lenta, pero eficaz. ¿Cómo no fiarse de un buen amigo? —Pero, ¿por qué querría asesinarlo? No lo entiendo… —preguntó la mujer más joven de la fiesta. —Es curioso que me lo pregunte usted, Sra. Citronné, pues la víctima y aquí el buen doctor, se habían peleado por usted —contestó el detective. —¿Por mí? —Por favor, querida, todo el mundo sabía que usted era el amante de la víctima… —contestó el subcomisario con la mirada vacía. La viuda apretó los puños sujetando su pañuelo de encaje y miró a la mujer con asco. La Sra. Citronné bajó la mirada y no dijo nada más. —Como ilustra la escena del crimen, esa no ha

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sido la causa de su muerte —prosiguió el detective con las manos en los bolsillos —. ¿Cómo ha podido ocurrir un crimen tan atroz sin que nadie se diese cuenta? La respuesta es sorprendente sencilla y casi aburrida. Una especie de truco de magia provocando que el Sr. Huiledolive realizase su propia ejecución. Alguien preparó minuciosamente la puerta de su cuarto de baño privado para que, al cerrarse de golpe, el cuchillo se clavase en su gaznate. —¿Y quién ha podido hacer una cosa así…? —Esa es la pregunta más interesante —respondió el detective. Después de las celebraciones y los elogios de los agentes, el detective Gustave Limier salió de la casa para disfrutar de un merecidísimo cigarro. Lo encendió con su habitual caja de cerillas y lo disfrutó apoyado en la pared. Era una noche preciosa. Unos pasos en la oscuridad lo pusieron alerta unos segundos. Una silueta con un sombrero de ala ancha se acercó y se puso a su lado. —Buenas noches, detective. —Pensaba que no vendrías, Garlic. —Sabes que siempre cumplo las promesas. Sacó un fajo de billetes y se lo dio al detective. —¿Cómo has conseguido engañarles? —Con un simple truco de magia.

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El detective sonrió mientras le daba una calada al cigarro. —Maravilloso. Por cierto, Gustave… —¿Sí? —El Sr. Anchois le manda saludos. El revolver brilló durante un segundo bajo la luz de la luna.

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R O P A D SALVA A R U T C E L LA MARÍA PILAR BLOG RETAZOS DE VIDA

LA ADOLESCENCIA DE María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que, con sus silbidos envueltos en hollín, deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por las montañas inabarcables del País Vasco. De mañana, su padre la lleva a la estación. Le coloca la maleta en el estante superior del compartimento y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que sentarse; junto a la ventana. —No me dejes —le dice ella. —Nunca. Ya sabes lo mucho que te quiero —le contesta revolviéndole el pelo. La atrae hacia sí y la abraza a la vez que le pregunta: «¿Lista para tu aventura?». María hace un gesto afirmativo con la cabeza gacha. La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos

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y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. Con el sonido estridente del pitido, el tren se pone en marcha y la figura del padre se empequeñece hasta quedar reducida a un punto inexistente. A ella le invade una sensación extraña a la que aún no sabe ponerle nombre. Con el tiempo aprende que se llama vértigo. Sentada en el borde del asiento, con sus zapatos de colegiala y calcetines cortos, no puede parar de moverse. Está preocupada de que se le pase la estación; por eso mira detenidamente el nombre de cada parada por si coincide con el que lleva grabado en la memoria de tanto repetirlo. El revisor viene a mirar el billete y le susurra muy simpático: «¿Todo bien, señorita?» Respira aliviada y sonríe porque le gusta que no la trate como a una niña. Por el ventanal pasan árboles y postes de la luz a velocidad apresurada, giran en redondo para volver a empezar de nuevo como una carrera competitiva en la que todos quieren ser el primero. Cuando se le caen los párpados cansados, las imágenes siguen girando en su cabeza y rompen la calma tensa que entumece sus miembros. Agarrada al asiento se muerde el labio inferior para aguantar las lágrimas. Y, con los ojos empañados, la angustia porque no logra leer el nombre de la estación que ya huye.

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En el mundo que deja, sus pies, fieles a la manía de no pisar rayas, saltaban de losa en losa y el reflejo de un charco le devolvía una niña pizpireta que la entusiasmaba. Ahora se ve una hoja zarandeada por el viento hacia un destino incierto. Atrás queda su infancia con los trinos de los gorriones columpiándose en los cables de la luz y las nubes algodonosas que le contaban cuentos, el miedo a subir las escaleras a oscuras y los fantasmas invisibles que poblaban las noches. También, dos largas trenzas de sedoso cabello negro. «Para que puedas peinarte sola», le dice el rumor del arroyo en el que se encuentra con la sonrisa de su madre que ella guarda muy dentro. El convoy entra en la estación con un ruido ensordecedor. Algunos se agolpan en las puertas impacientes por bajar. Los esperan. El frío de despedida que recorre el andén la encuentra desprotegida y la va calando un olor húmedo a naturaleza que siempre la transporta a ese momento. El reloj de la estación marca las cuatro de aquel día gris de septiembre. Patea calles extrañas como se anda en los sueños y cada poco muestra la dirección escrita por su padre. Un señor la acompaña. Camina a su lado en silencio. Su destino acaba frente a unas puertas de hierro forjado que en ese momento están abiertas. Una vereda flanqueada por árboles

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muy altos lleva a la escalinata de un palacete que, como por arte de magia, asoma al fondo. ¡Fascinante si fuera un cuento! Con esa sensación paralizante que te impide moverte, se queda mirando, como una papanatas, la secuoya gigante de la entrada. El hombre que la ha acompañado la anima a entrar: «Etorri, neska!» Se hace la valiente y, con el corazón al galope, pone un pie dentro. Mädchen Internat, lee en la entrada principal. Cuando llega la Navidad, un runrún de maletas liberadas de los armarios recorre el internado. Entre velas rojas, coronas de abetos y la música del villancico O Tannenbaum, las adolescentes solo hablan de un tema: «¡Vacaciones!» Muy circunspecta, Schwester Lidana, con una carta de su padre en la mano, le dice que se ha casado de nuevo y pronto va a tener un hermanito. Mejor que estas vacaciones se quede con ellas. Un jarrón de agua fría nunca le hubiera hecho tal efecto. A solas, hace trocitos a la mujer que está en la foto con su padre y a este, las lágrimas derramadas lo van desdibujando. Una puerta le hace guiños y allí se cuela. Descubre libros, muchos libros. Con la intriga de Extraños en un tren de Patricia Highsmith, no puede dejar de leer; devora la historia página apágina robándole tiempo al sueño. Conoce a los personajes, se siente atrapada por el relato, lo vive con ten-

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ssión. Al final, le da pena terminarlo, pero esa emoción sentida la arrastra a descubrir otras historias que la hagan vibrar, sonreír, llorar. La cortina de lluvia tras la ventana, idéntica al día que llegó, hace pensar que nada ha cambiado; pero, salvada por la lectura, es consciente de que ella sí ha cambiado. Mucho. Llueve, pero María vuela.

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S A I C N E I R A P A S A S O Ñ A ENG CARLA GUERRERO BLOG ESTÁ ESCRITO

DEJABA ATRÁS en el riel, la señora S., un collar negro de perro, con tachas puntiagudas. Habían llamado su atención hojas de papel rotas, trocitos de un libro hecho pedazos. Huellas púrpuras de una vida hecha trizas, literalmente, a raíz del atropello, ya habían sido borradas por el personal de limpieza en la vía, mientras Madame M. bebía tranquila su café en la estación con un misterioso brillo en su mirada perdida. ─¡No! ¡No quiero ir! ─le gritó Noa la noche anterior al accidente, a su tutor. Tocaba viajar y pasar unos días con su familia. Cada cuatro meses le dejaban una semana libre. Aprovechaba a refugiarse en la casa okupa que habitaba con sus compañeros de tribu urbana. El psicólogo del internado femenino de cuidados especiales en el que estudiaba le había

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autorizado, ya que el último resultado del test de agresividad de Buss y Perry fue favorable. «Puedes hacerlo, querida. Ve y demuéstrales lo que vales. Ponte ropa normal. ¡Ah! Y no te dejes el libro», le aconsejaba su tutor mientras ella preparaba la maleta. A regañadientes abordó el tren y se quitó su cazadora negra de cuero, a juego con su minifalda. Maquilló sus ojos y labios resaltándolos con gruesos trazos oscuros, bajo la atenta mirada de la espléndida señora que tenía enfrente, quien con desdén la escudriñaba. Las medias agujereadas de Noa, botas con punteras metálicas, blusa ajustada; era la indumentaria gótica inconfundible que contrastaba con su pálida piel, y que infundía junto con su dura mirada azul, cuanto menos, respeto. Se adentró nerviosa en las líneas de Patricia Highsmith, el libro de asesinatos en un tren. No le agradaban esas historias, pero debía leerlo si quería aprobar un examen. ─¡Tengo fama de agresiva! ─le dijo bruscamente a la fina señora, para que dejara de mirarla, que respondió apacible: ─Las apariencias engañan, linda. Soy Madame M. La noche avanzaba tan rápido como las veloces ruedas del tren.

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Madame M. se acercó a la cafetería donde encontró a su hombre perfecto: trajeado de pulcro gris claro, inmerso en sus pensamientos, escondía en su chaqueta una gran petaca con aguardiente. Entabló una agradable conversación con él y extrañamente le animaba para que acabase el contenido. Al conseguirlo, el caballero no se sostenía en pie y ella ofreció acompañarle a su vagón de coche-cama. Atravesando el pasillo y esforzándose por sostener al borracho, fue vista por Noa, quien se acercó a ayudar. En el habitáculo lo tumbaron en la cama. Muy temprano, el revisor despertaba a los pasajeros, el viaje llegaba a su fin. Casi se cae de espaldas al abrir con su llave maestra el compartimento individual del hombre, y verlo ahogado en su propio vómito, sin respiración. Noa y Madame M. fueron las que estuvieron con él en sus últimos momentos. El guardia de a bordo, observando la escena, se sobresaltó al grito de Madame M.: ─¡Ha sido ella! ─dijo, señalando a Noa─ ¡Miradla! ¡Si hasta los libros que le gustan son insanos! Y continuó: ─¿Qué clase de chica llevaría un collar de perros?

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En un chillido, Noa le lanzó el libro directamente a la cabeza, propinándole un buen golpe y se le abalanzó gritando: ─Vieja maldita! Voy a matart... No acabó la frase cuando se sintió fuertemente apresada por el guardia, que no permitió que dañara de nuevo a Madame M. Una chica de dieciséis años con traumas infantiles que la llevaron a refugiarse en un grupo apartado de la sociedad, con permanente ayuda psicológica y medicada para contener su agresividad, de vestimenta estrafalaria y carácter intratable que desbordaba una energía maléfica, era un fácil blanco para señalar en una situación como esa. Pero, ¿qué motivos podía tener para asesinar, si a la víctima no le conocía en absoluto? De una sexagenaria respetable, delicada, impecablemente peinada y con joyas de diseño, nadie sospecharía. Para desgracia de Noa, la mantuvieron encerrada bajo llave hasta la siguiente estación, para entregarla a la policía, en el destino. Le dejaron su libro, serviría para mantenerle la mente ocupada. En sus pensamientos reaparecían los violentos recuerdos de la infancia... golpes, abusos, humillaciones... demasiado para sus tiernos cinco años de aquel entonces. De forma involuntaria comenzó a descargar toda su rabia en un llanto incontenible, tristísimo,

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sentía tal presión en el pecho que le provocaba dolor, soltaba gritos ahogados de «¿por qué?, ¿por qué a miiiiiii?» Ya no le quedaban fuerzas para seguir buscando una felicidad que sabía bien que nunca encontraría. Sostenía con fuerza el libro en sus manos en todo momento, como si quisiera asirse a algo firme. Aprovechó un mínimo despiste del guardia que la llevaba, para saltar a la vía contraria, delante del tren sin parada que pasaba. Mantuvieron durante media hora a la Señora S., en un despacho antes de que recogiese la maleta de Noa. Sentía impotencia. No sabía bien si por el suicidio de su hija, que aparentaba estar superando sus traumas o por no haber sido mejor madre. Mientras caminaba de regreso, cruzó una mirada con Madame M., quien le dijo: ─Las apariencias engañan, ¿eh? Y siguió la engreída disfrutando del café. Recordando como había «acomodado» a su hombre perfecto, un borracho despreciable que merecía morir según su criterio, logrando que se ahogara con su vómito. Disfrutaba también de la decisión que ella provocó en Noa, una malnacida... Dos asesinatos en un día, le reconfortaban su ego de una manera grandiosa.

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ROSA BOSCHETTI BLOG ROSA BOSCHETTI

PATRICIA LLEGÓ AL andén, de inmediato se sintió observada. Sacó la mano que sujetaba la petaca dentro del bolsillo de su gabardina, dejó el maletín en el suelo y con estudiada calma encendió un cigarrillo. En un intento por liberarse de las miradas, tomó de nuevo su maletín y se mezcló con las pocas sombras que esa noche esperan el Talgo. Ocupó el asiento 39, su maletín el 38. Sacó su petaca para sorber las últimas gotas con disimulo. Buscó en el maletín la botella de licor, se dispuso a llenar el recipiente cuando escuchó: «Me permite» era una joven cuya condescendencia la hizo sentir vieja y borracha. Devolvió

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la sonrisa con una mueca que pretende decir: «después de los treinta aún no se ha terminado la vida» y colocó el maletín sobre sus piernas para que la joven ocupara el asiento. Con el tren en marcha, Patricia extrajo del otro bolsillo de su gabardina una elegante cigarrera que apretó con ambas manos. Se dio cuenta que la joven escondía en un puño la suya, «ordinaria, vulgar» pensó, pero dijo en voz alta: —Será un viaje largo. —Es una tortura no poder fumar —responde la joven con cara de niña pulcra y de falsa ingenuidad —Mi nombre es Lucía y ¿el tuyo? —Patricia Herrera —respondió. Durante un silencio incómodo, observan a los demás pasajeros. De vez en cuando sus miradas se encuentran, se estudian. El ambiente es roto por el revisor. —¿Trabajo o placer? —dice al fin Lucía —Voy a poner fin a una relación, ¿Y tú? —Placer… ¿De quién se trata si se puede saber? —Mi pareja me asfixia, me controla, no la soporto y quiero matarla —dice Patricia con toda naturalidad. Y al ver el rostro sorprendido de la joven continuó —¿Nunca has sentido tanta ira hacia alguien, hasta desear su muerte? —No a ese extremo —respondió Lucía confundida para continuar con temas más triviales — ¿Te apetece comer algo? Tengo chocolate, como

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no podemos fumar… dicen que calma la ansiedad. Patricia acepta el trozo que Lucía le extiende nerviosa. El silencio vuelve apoderarse de ellas durante unos minutos. —¿De verdad no existe alguien? —Susurra Patricia. Lucía sacó de su bolso más chocolate «Dame un poco de lo que tienes allí», dice al señalar el maletín. Con disimulo rellenaron la petaca para beber. «Vivo cerca de la ciudad ¿y tú?» continúa en un intento de reconducir la conversación y casi lo logra, pero luego de intercambiar las direcciones con todo detalle se anima a revelar sin subir la voz: —La Olfativa, así le digo. Está loca, vive en la puerta de al lado. Va hablando sobre mí, sobre los olores de mi casa ¡Me hace la vida imposible! Una vez llamé a la policía para ayudarla, porque el marido le daba una paliza, pero cuando llegaron me acusó de tener un cadáver en mi casa y que ese olor era la causa de que su marido enloqueciera. En ese momento pensé en lanzarla por la escalera ¡que se parta el cuello! —Entonces, ¡sí quieres matarla! —¡Con mucho gusto le rompería la cara con ese ambientador feísimo que puso entre las dos puertas, ese cubo de vidrio que cabe en un puño y tiene una flor, sabes ese con olor desagrada-

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desagradable, penetrante, que por más que lo quito ella lo repone…! —confesó Lucía, entre risas. —Puede hacerse tal cual lo describes. Elige también la manera de matar a mi mujer —indica Patricia, y entre risas intercambian información sobre sus «víctimas». —Como prueba de haberlo hecho, nos enviamos fotos! —dice Lucía, divertida. —¡No! ¡un WhatsApp no! ¡que nos atrapan! ni siquiera vamos a intercambiar los números de teléfono. La señal estará en la mano derecha: La de mi mujer sobre su pecho y en la de La Olfativa un trozo de cristal —dice Patricia. —Dos en un tren intercambiando víctimas, me suena a película vieja —dijo Lucía soltando una carcajada antes de recostar la cabeza sobre el cristal. —Ha sido divertido pero, por favor, no te hagas una mala imagen sobre mí. No soy capaz de matar una mosca. —Extraños en un tren de Highsmith, esa es la obra a la que te refieres, pero no has comprendido, el trato está hecho —dice Patricia sin inmutarse—. Mataré a La Olfativa y si no cumples tu parte antes de un mes me entrego, en mi declaración serás la culpable de esta conversación para obtener una condena menor a la tuya. —La cara de Lucía palideció mientras Patricia continúa—. Si estando detenidas reconoces

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tu participación, nuestras condenas serán por igual, pero si haces tú parte las dos ganamos, incluso si nos detienen saldríamos ilesas al negarlo, ambas. Solo hay que ser cuidadosas. Tú eliges —concluye Patricia a manera de despedida. En el andén actuaron como si no se conocieran, tomaron rumbos diferentes. A los pocos días de sus vacaciones Lucía desayuna en un bar, en el noticiero reconoce su calle: «Encontrada una mujer con fractura de cuello y restos de cristal en su mano derecha. Se presume que rodó por las escalera accidentalmente desde el cuarto piso». No escuchó nada más. Supo que la cuenta atrás había empezado.

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E D A C I H LA C AYER DAVID SERRANO BLOG BAJO MI EMBARCADERO

ME LEVANTO CANSADO, cada día me cuesta más ir a trabajar. Desayuno un par de tostadas mientras veo las noticias y me pongo el chubasquero antes de partir camino de la estación. No es que me moleste la lluvia, de hecho, ni siquiera me cubro la cabeza con la capucha, pero pasar todo el día fuera de casa con la ropa mojada no sería bueno ni para mi imagen ni para mi salud. El andén ya espera, repleto de gente, la llegada del tren con destino a Atocha. Me aíslo del ajetreo exterior subiendo el volumen de la música que utilizo para relajarme. Al subir al vagón, me coloco en un rincón de la plataforma, ni siquiera intento buscar un asiento libre a pesar de que el viaje llevará casi media hora. Me dedico, como cada mañana, a observar a la gente que me rodea intentando imaginar cómo serán sus vidas.

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Estoy seguro de que la mayoría son estudiantes, aunque hay alguna persona que llama la atención por encima del resto. Me quito los auriculares a ver a Nelson con su acordeón en el otro extremo del vagón, uno de los habituales músicos que amenizan los viajes en trenes de cercanías a cambio de unas monedas, pero es un reflejo en la ventanilla de enfrente lo que capta mi atención. ¿Es ella? Habían pasado más de treinta años pero jamás había olvidado aquella época. Jóvenes, sin compromisos ni preocupaciones, recorríamos las calles de Madrid con la sensación de que el mundo era un lugar maravilloso. Fueron tiempos intensos, y esa era la palabra que mejor definía nuestra forma de vivirlos. Las noches de Pentagrama y Vía Láctea escuchando la música de Alaska, Los Secretos y Nacha Pop que terminó por convertirse en banda sonora de nuestra juventud mientras la movida madrileña crecía. Siempre estaba ella. El grupo podía ser más o menos numeroso, pero siempre estaba allí. La quise. Desde el silencio, desde la distancia, la quise desde la primera vez que la vi y hasta que desapareció espantada por lo que estaba haciendo con mi vida. Decepcionada tras descubrir las marcas en mis brazos después de ser testigo de cómo algunos de nuestros amigos se

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perdían por la misma razón. Horrorizada por aquella sinrazón que me alejaba cada vez más de mí, de todo. Tardé mucho en salir de la niebla, en volver a quererme y entender que la vida era demasiado bonita como para desperdiciarla en sucios portales con viajes hacia ningún lugar, que comenzaba sin tener claro si había comprado el billete de vuelta. Perdí muchas cosas por el camino, pero no había una sola noche de toda mi existencia en la que no me preguntase como habría sido mi vida a su lado. Me acerco a ella nervioso pero decidido. —Hola Eva, ¿cuánto tiempo? ¿Cómo va todo? Me mira. Durante un breve instante noto en sus ojos el brillo de antaño, con aquella dulce mirada que intentaba esquivar mis ojos cuando estábamos demasiado juntos, con la luz que encendió la Plaza de San Ildefonso la única noche que me atreví a besarle. Fueron solo unas décimas de segundo antes de convertirse en la mirada de alguien que, despreocupado, observa un escaparate de ropa sabiendo que no va a comprar ninguna de las prendas expuestas. —Me parece que se confunde, no me llamo Eva. Si me permite, tengo que bajar, esta es mi estación. —Disculpe señorita, pero me ha recordado a alguien que conocí hace años.

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Me siento en el primer asiento vacío que encuentro y vuelvo a ponerme los cascos. Miro por la ventana cansado mientras el tren se pone en marcha dejando atrás el andén en el que aquella desconocida se pierde entre la multitud. Le reconoció en cuanto le vio entrar en el vagón. Estaba envejecido, pero sin duda era él. Cuando se acercó a hablarle le tembló todo el cuerpo. Le devolvió a un mundo entero de recuerdos e ilusiones, de proyectos y esperanzas y a una triste decepción. No quería pasar por aquel infierno. Ahora tenía otra vida, otra familia, otros proyectos. Ya no era aquella Eva. Bajó del tren dos estaciones antes de su destino. Un taxi le acercaría al avión de vuelta a Bruselas.

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N E D R A R GE S A P M A P LAS JUANA MEDINA

BLOG FICCIÓN

LLEGA SIGUIENDO A Mrs. Bruno. Le falta atar cabos, pero huele varios rastros interesantes en esta nueva historia de la familia que es casi la suya. Sonríe. Gerard es perspicaz y de una infinita paciencia. Nunca da por cerrada una investigación hasta la última prueba. Después del asesinato de Samuel Bruno, no puede dejar de vigilar a su viuda. La considera ninfómana, muy codiciosa y está seguro de que no hará largos duelos. Ella por su parte, lo desprecia. Durante el funeral de su marido, le ha hecho saber que no lo cree un detective sino un espía, invitándolo que se retire. No está en sus planes dejar de seguirle los pasos. Dos señores extranjeros que hablan español latinoamericano, compatriotas para más

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datos, la visitan con frecuencia, pero no se cruzan jamás, ni parecen conocerse. Esa es la primera mentira. Tienen negocios en común. ¿Lo sabrá la señora? Los ubica sentados en una mesa algo apartada en el lobby de un famoso hotel de Nueva York, donde espera a Phil. Parecen discutir con cierta tranquilidad al principio, y luego cada vez más acaloradamente. Ninguno de los dos llega a los sesenta años, aunque uno de mirada más bien fría, tiene el cabello muy blanco. El otro, de gestos más vivos, viste con más formalidad y no disimula su impaciencia. —¿Qué miras? —pregunta Phil, al llegar. —¿Los conoces? —retruca Gerard, haciendo apenas un gesto con el mentón. —El de traje oscuro es funcionario de un país sudamericano, seguramente en visita interesada. Debe estar negociando algún préstamo o algo por el estilo. El otro, no estoy seguro. Viene más seguido, tiene fama de mujeriego pero en general está con empresarios o comerciantes. ¿Por qué te interesan? Antes de que Gerard pueda contestar, el de traje oscuro identificado como funcionario, se levanta indignado, algo en voz alta, y se retira. El empresario se queda un momento más dispuesto a pagar la cuenta. Esboza una sonrisa socarrona.

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No vuelve a ver al funcionario. El canoso visita a la mujer dos veces más. Pero él no los borra de su mente. Sabe que hay algo más. Ella comienza a salir con frecuencia del brazo de un joven de unos treinta años que le envía flores a diario. Periódicos, colegas, chismes, y encuentra los datos que busca. Son argentinos. El funcionario aparece en una foto en la sección política, algo más atrás ¿quién?, pues el nuevo caballero de Mrs. Bruno. Un día el mayordomo desliza que la señora se va a Sudamérica. «¡Y aquí estamos!», se dice mientras desarma un bolso de viaje en la habitación de un hotel más bien modesto en una pequeña ciudad del interior rodeada de estancias. No elige el Gran Hotel, seguro de que la señora va a parar allí. Pero aún no entiende qué hace Elsie Bruno en ese lugar. Pide todos los diarios del día. El funcionario aparece en una foto en el Parlamento. Reconoce esos ojos saltones y el gesto entre excitado y furioso de sus brazos. Al costado, una foto más pequeña del empresario. Al parecer, lo acusan de negocios sucios, y hasta de narcotráfico. Con aire de turista curioso, se acerca a la conserjería y pregunta. El empresario es de la región, tiene la mejor casa de la ciudad y una es-

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tancia espléndida a pocos kilómetros. Aquí se lo conoce por su afición a las mujeres. No saben más. Como quien mastica un puro, Gerard murmura, «interesante, muy interesante». Y se retira. Por un momento cree haber resuelto el enigma del viaje de la señora. Pero no, no hay que apresurarse. Nada nunca es lo que parece. A la tarde, el lobby del Gran Hotel hierve. Gente que habla en voz alta, policías, desorden y un conserje que no sabe cómo tranquilizar a los viajeros. Al parecer, en plena siesta sin importar el calor, la esposa del empresario se ha abalanzado a la habitación de Elsie Bruno a los alaridos: —¡Puta, sinvergüenza, ladrona! La señora, ha salido de la habitación y entre las dos han representado una escena con tirones de pelo e intentos de arrancarse aros y collares. Luego, la esposa se ha retirado airada, mientras Elsie volvía a su encierro. Apartado, con un libro entre las manos, muy concentrado, Gerard descubre al joven amigo de la señora. «Ah, claro, te marchas esta noche con tu protector», piensa y se apresura. Acaso el epílogo ocurra en Buenos Aires. El único pasaje que consigue es en tren. Tendrá unas horas para tejer su tela. Ve subir una mujer joven con un niño de unos cuatro años y una

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jaula con un gato. Luce cansada, inquieta. Acomoda al niño en sus faldas, y coloca la jaula en el asiento a su lado. Gerard dormita. Su vecina también. De pronto, gritos desesperados lo despiertan. El niño ha desaparecido, el guarda corre, la mujer lo sigue, pero la cartera se le engancha en la puerta de la jaula. Tironea y corre sin mirar. Aprovecha el gato para meterse entre los pies de todos. El guarda alcanza al hombre que lleva al niño clamando: —¡Es mi hijo!, ¡es mi hijo! —y ¡zas!, salta el gato y lo hace caer a arañazos. Detienen al hombre en la estación donde un canillita repite: —¡Suicidio en la estancia! ¡Empresario muerto! Gerard comprende al fin: Elsie Bruno fue el gato. Ganó el funcionario. Por ahora.

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EN VÍA A T R E U M BEATRIZ VÉLEZ

BLOG CAFÉ LITERATO

UNA CORTINA NEGRA ocultaba los árboles que antes veía correr a través de los cristales. Parecían querer escapar, como ella que, a pesar de la profunda oscuridad, seguía mirando por la ventana con la esperanza de volver a encontrarse con él reflejado. Sonrió recordándolo. Ella solo era una plumilla pretenciosa que cargaba con su Leika y sus cuadernos en una cartera de piel viajando en trenes tambaleantes en busca de una historia que la convirtiera en escritora. Caminaba hacia el vagón cafetería cuando un sonido, como un disparo, la sacó de sus pensamientos. Miró a todos lados, pero nadie atravesaba aquel largo pasillo en mitad de la noche, solo ella. Fue entonces cuando lo vio saliendo del compartimento 7 con el arma, aún

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humeante en la mano. Calculó que debía ser el coche cama 4. Él clavó su mirada en ella y le hizo un gesto de silencio con el dedo a la vez que levantaba su revólver. Olvidó su visita a la cafetería y volvió a su asiento debatiéndose entre bajar en la siguiente estación y callar, o avisar al revisor y que Dios, o el Diablo, se apiadara de ella. Despertó al sentir el pestillo de la puerta cerrarse. Abrió los ojos y el cristal reflejó al sicario apuntándole con su arma. Se giró hacia él, si iba a morir, quería que sus pupilas retuvieran la imagen de su verdugo. Sus ojos miel, aquella nariz lo suficientemente larga para dar personalidad a un rostro en el que destacaba una sonrisa ancha con dientes casi perfectos; una sonrisa irónica que escondía una única misión, no dejar rastro. Fueron décimas de segundo. La electricidad en sus miradas la atravesó como una fría bala haciéndola estremecer. Se devoraron con prisas, dejando sus cuerpos moverse con el violento compás del tren. Dejaron que sus bocas marcarán las reglas de aquella partida que acababa de comenzar. El sudor los bañó hasta que no quedó aliento en sus gargantas. Despertó sola. Habría pensado que había sido un sueño si no hubiera tenido la cazadora de él

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cubriendo su cuerpo. La acercó a su nariz, aquel olor a cuero, eucalipto y tabaco trajo a su memoria todo lo que había ocurrido aquella madrugada. Más de veinte años después, seguía reteniendo aquel olor. Lo buscó en cada tren, año tras año, viaje tras viaje mientras su imagen se iba haciendo borrosa. El diablo estuvo de su parte aquella noche evitando su muerte pero el precio a pagar había sido demasiado alto. Pasó años esperándolo en cada tren pero jamás volvió. La vibración del móvil la obligó a retirar la mirada del libro que reposaba sobre la mesita. —Dime, cariño —respondió ajustando el teléfono en su oreja—. El tren llega a las once pero no hace falta que vengas por mí. Escuchaba atenta a su interlocutor mientras asentía de forma mecánica. —No te preocupes, estoy bien. —Hizo una breve pausa para tomar aire—. Ya sé que debí hacerlo antes, me habría ahorrado muchas noches en vela pero, al final, ¿cambia algo? Yo sigo estando sola y él sigue sin conocerte a pesar del premio y de mis cientos de viajes en tren. Volvió su mirada hacia la ventana. Se le heló el habla y solo el sonido del teléfono al golpear el suelo rompió el silencio. Un angustiado «mamá, mamá» se escuchó a través del altavoz.

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Los mismos ojos miel y una sonrisa sincera la atravesaron como un puñal. El tiempo había oscurecido su piel y el desorden de su pelo había dejado paso a una cabeza afeitada para ocultar la incipiente calvicie. Pero era él y estaba allí sosteniendo el revólver en sus manos como aquella vez. —Tú… —un nudo en la garganta le impidió seguir. —Me has metido en un buen lío con esto —contestó levantando el libro— ahora saben que no te maté. —Bueno, es ficción, solo una pequeña parte es realidad —respondió esquivando su mirada, no quería enfrentarse a la siguiente pregunta. —Entonces, ¿quién es Andrés y por qué se lo has dedicado? —sabía qué tecla tocar. —No tienes ningún derecho a preguntarme, al final tú y yo solo fuimos dos trenes que se cruzaron en vía muerta —respondió ella resignada. Bajó el arma. Amaba a aquella desconocida y no podía apretar el gatillo, nunca pudo. El tren anunció la próxima parada. Solo faltaban dos para la suya, pero él la agarró de la mano y la arrastró fuera del tren. —¿Estás loco? —preguntó nerviosa—. Andrés me espera. —Andrés agradecerá que te haya salvado la vida —respondió viendo el tren alejarse— no era yo

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quién iba a apretar el gatillo, tu libro ha enfadado a mucha gente. Se dispararon con la mirada y sus bocas se buscaron con urgencia. Avanzaron por la vía con sus dedos entrelazados. Tras sus pasos, el viento revoloteó sobre las páginas del libro que había caído sobre la vía cerrándolo.

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L E N Ú T EL PACO LÓPEZ CASTELAO BLOG CASTROARGUL

EL ESTUDIANTE DE Derecho había tomado el tren que hacía la ruta Oviedo-Ribadeo para pasar la Navidad con su familia en Castropol. Lorenzo Conde se dispuso a estudiar a sus vecinos de viaje como si fueran los personajes de una novela de Agatha Christie o Patricia Highsmith. Había visto, al menos un par de veces, la película Extraños en un tren que el gran Alfredo realizara adaptando la obra homónima de la escritora. Enfrente suyo se sentaba una monja de clausura ataviada con el hábito reglamentario. La religiosa ocupaba su tiempo en la lectura de una pequeña Biblia. A Lorenzo le provocó una aguda sensación de antipatía y rechazo. El rostro de rasgos angulosos, ojos duros y boca cruel hablaba de un carácter despiadado, guiado por inquebrantables principios. Por su edad ya avanzada,

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Lorenzo la catalogó como Madre Superiora de algún convento, el cual gobernaría con mano férrea haciendo que las novicias a su cargo cumplieran a rajatabla las espartanas normas de convivencia. Supuso que su Orden sería la de Las Carmelitas Descalzas, así que, ni corto ni perezoso, la bautizó como Sor Teresa. El asiento delantero estaba ocupado por una entrañable viejecita que tejía sin cesar un diminuto jersey, sin duda para alguno de sus nietos más pequeños. Bajo los blancos cabellos, su rostro arrugado y sonrosado mostraba una expresión amable y apacible. Para Lorenzo se convirtió en la abuela Carmen. El contraste con Sor Teresa no podía resultar más brutal. El estudiante de Leyes centró su atención en la pasajera del asiento contiguo. Se trataba de una chica de larga melena rubia que consultaba el móvil mientras seguía con la cabeza la música de los auriculares. Dirigió a Lorenzo una rápida mirada acompañada por una sonrisa. Un gesto fugaz pero suficiente para que el estudiante admirase sus bellos rasgos nórdicos: ojos verdes, muy claros, pómulos salientes y labios carnosos. Era una lástima que no pareciera muy dispuesta a entablar una conversación. La imaginó emergiendo de las aguas de un lago rodeado de abetos y montañas nevadas. El

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nombre de Ondina surgió con naturalidad y Lorenzo estuvo a punto de pronunciarlo en voz alta. No sin cierto pesar, el futuro juez o abogado abandonó a su diosa vikinga y se concentró en los tres viajeros masculinos. El asiento situado detrás de Ondina estaba habitado por un tipo con marcados rasgos orientales, vestido con traje y corbata, que tecleaba como un poseso el portátil colocado sobre sus piernas. Tenía la cabeza rapada al cero y la piel tan blanca que casi parecía una máscara de carnaval. Sus ojos oscuros estaban fijos en la pantalla de 17 pulgadas. Lorenzo lo clasificó como ejecutivo de alguna empresa de informática que muy bien podría llamarse Chan Lee, aunque le parecía raro que viajara en un vagón de segunda. En la fila siguiente a la del chino viajaba un hombretón alto y fornido, con una espesa cabellera gris y fieros mostachos, que lucía un rostro muy bronceado con una aparatosa cicatriz surcando la curtida frente. Lorenzo, decidió al punto que se trataba de un militar retirado con toda la pinta de haber participado en más de una expedición por países exóticos poniendo en riesgo su vida. El intrépido explorador se hallaba intensamente concentrado en el estudio de unos mapas

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que mantenía desplegados ante sí, tal vez planificando nuevas y peligrosas aventuras. Lorenzo estaba seguro de su apellido. Poco le faltó para acercarse a él e interpelarle: ¿Livingstone, supongo? Tampoco le resultó difícil de clasificar el pasajero situado más al fondo como un profesor universitario disfrutando una reciente jubilación. Aparentaba alrededor de los 70 años, escaso pelo del color de la ceniza, frente amplia, pobladas cejas, nariz aguileña y pronunciado mentón. Desde que comenzara el viaje no había dejado de leer la última novela de Stephend King. Lorenzo lo rebautizó como Don Antonio por lo mucho que le recordaba a su profesor de Mercantil. En ese momento, el joven estudiante fue asaltado por una creciente modorra que enseguida dio paso a un profundo sueño. Cuando despertó, media hora más tarde, justo a la salida de un largo túnel, miró a su alrededor y sufrió un violento sobresalto. Se restregó los ojos y se pellizcó varias veces. No, no se trataba de una pesadilla. Volvió a observar a sus compañeros de viaje. Aquello no tenía sentido, parecía cosa de locos. Los seis pasajeros continuaban enfrascados en sus quehaceres, los cuales absorbían toda su

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atención: la monja con su Biblia; la abuela, con la calceta; la rubia nórdica, con el móvil y los auriculares; el chino, con el portátil; el explorador con los mapas, y el profesor con la novela. Sí, todos estaban como antes de que el sueño lo venciera, pero la terrible anomalía se resistía a desaparecer. Lorenzo seguía contemplando algo absurdo e imposible. Se levantó para ir al baño. Caminó por el pasillo medio sonámbulo. Algunos pasajeros levantaron la vista. Lorenzo apresuró el paso, esquivando sus fugaces miradas. Una vez en el servicio, se acercó al lavabo para refrescarse la cara con agua fría. Lorenzo Conde se quedó paralizado. El espejo con marco labrado reflejó la imagen de un rostro contraído por una expresión de asombrado espanto; una cara extraña, una cara que, al igual que las de sus seis compañeros de viaje, jamás había visto en su vida.

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N E A Z N VENGA A T R E U M VÍA FRANCISCO MOROZ BLOG ABRAZO DEL LIBRO

DESDE EL TÉRMINO de la guerra en 1945 estuvo tres años recabando información, siguiendo pistas infructuosas que le iban restando parte de la esperanza puesta en lo que había calificado como su redención ¡Cómo echaba de menos a su familia! Si ellos hubieran estado allí, esto no tendría sentido. Después de reflexionar mientras miraba pasar por delante de sus ojos la campiña francesa, dio una última calada al cigarrillo y lo tiró por la ventanilla. Después volvió a su compartimento. El tren se dirigía a Calais procedente de la estación de Montparnase, que era donde sus pesquisas lo habían conducido. Allí esperó durante horas hasta que apareció su objetivo al que siguió de cerca. Ambos abordaron el tren. El viaje estaba resultando agradable, pues se acomodó frente al asiento de la joven, que aca-

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baba de sacar un libro de su bolsa de viaje. Después de los saludos de cortesía tuvo la excusa perfecta para entablar un diálogo; preguntarle sobre el título de lo que ella se disponía a leer. —Étrangers dans un train, le contestó ¿Lo conoce? es de una escritora novel, su primera obra de suspense que versa sobre la culpa, la mentira, y el crimen. ¡Fíjese! Una estadounidense de veintiocho años con su primera novela publicada. La verdad es que me está resultando de lo más interesante, no me extrañaría que la viésemos convertida en película. —¿Cómo se llama la autora? –volvió a preguntar. —Patricia Highsmith. Él la siguió observando mientras se preguntaba qué circunstancias debían darse para que un ser humano aparentemente pacífico y equilibrado, tomara decisiones que terminaran con la vida de sus semejantes de manera violenta. —Cuánta culpa, mentira y crimen hubo durante la guerra —afirmó de nuevo volviendo a dirigirse a su interlocutora—. A mí por ejemplo me arrebataron a mis padres y a mi hermana cuando tenía tan solo quince años. Yo estaba en casa de unos familiares cuando vinieron a buscarlos una madrugada, los había denunciado una vecina por ser judíos. Se los llevaron a Dachau y allí se per-

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dió todo rastro de ellos. ¿Se imagina cuánto dolor? La muchacha se sobrecogió de tal manera con esta revelación, que su cuerpo empezó a temblar compulsivamente. Él la agarró de las muñecas inesperadamente y la interpeló de nuevo diciendo: —¿Se imagina cuanto desamparo, desesperación y soledad he tenido que sufrir? Pero tranquila, esto llegará a su fin junto con el tren cuando llegue a su destino, y entonces todo adquirirá sentido, al menos algo volverá a su lugar para bien o para mal. Como en un viaje iniciático. —¿Cree usted en un destino donde no es posible la reconciliación? —le interrogó la muchacha. —¿Y usted en el bálsamo de la justicia cuando ésta toma forma de venganza? A la mujer se le cayó el libro al suelo nada más oír estas palabras, y tapándose la cara con las manos se puso a llorar. En ese momento el tren se introdujo en un largo túnel mientras sonaba su bocina, y se amplificaba el sonido del traqueteo sobre los raíles. Al emerger de nuevo, el hombre y el libro habían desaparecido, y la muchacha acurrucada en el asiento, seguía atemorizada a causa de los ojos de aquél extraño que le había mirado enfebrecidamente hacía escasos momentos.

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La locomotora exhaló la postrimera bocanada de humo y vapor minutos después de llegar a Calais. La joven bajó del vagón y se dirigió apresurada a la central telefónica más cercana, desde allí llamó para dar aviso de su llegada. Nadie contestó al otro lado de la línea. Semanas después recibió una carta a su nombre, comunicándole que su madre había sido hallada muerta, colgada de una viga de madera en su propio domicilio. Recordó entonces con espanto, aquella madrugada de 1940 cuando miembros de la Gestapo golpearon la puerta de la casa de sus padres, y su madre asustada por los gritos y las requisiciones, señaló a los vecinos del cuarto izquierda. Un matrimonio con dos hijos de origen sefardí. En una buhardilla, a la luz de una bombilla que emite una tenue luz, un joven de unos veinticinco años, repasa con el índice uno de los párrafos que relee por tercera vez: Había puesto fin a una vida. Mas nadie sabía qué era la vida, todo el mundo la defendía, era lo más valioso, pero él había arrebatado una. Aquella noche había tenido noción del peligro, de que le dolían las manos, del temor a que ella hiciese ruido, pero en el instante de sentir que la vida se le esca-paba a la víctima, todo lo demás se había borrado y sólo le había quedado la realidad, la misteriosa realidad de lo que estaba haciendo, el misterio y el milagro de poner fin a una vida.

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No podía ser casual que una escritora hubiera plasmado algo que con toda seguridad, era tan solo un pensamiento que en un momento de debilidad y aflicción se le había pasado por la cabeza. Él no era ningún asesino, como aquellos que terminaron con la vida de su familia, pero sí el hombre que asustó a una chica en un tren, aprovechándose de su ignorancia al no saber ella, que él, era uno de esos miembros de la familia del cuarto izquierda, el mismo que le había robado un libro en un arrebato de rabia contenida. Y se hizo la promesa de devolverlo cuando su espíritu atormentado se apaciguara.

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EL HORÓSCOPO SEGÚN 205


ESTRELLA AMARANTO

DESCUBRA el significado de cuánto te deparan los astros para este mes de enero. No pierda la oportunidad de consultar el pronóstico de los doce signos zodiacales en esta estupenda sección del horóscopo mensual, donde conocerá lo que te espera en cuestiones de amor, dinero y salud. Quiero recomendarle la conveniencia de realizar un pequeño balance de todo lo que ha vivido el año anterior para ser conscientes de las causas y conscuencias de todo lo acontecido y de acuerdo a ello trazar nuevas estrategias para el futuro. Elija su signo y no olvide que la chispa del humor estará siempre presente en el horóscopo de la vidente más sobresaliente del universo universal.

madamesantal.blogspot.com


Mis predicciones

ARIES

21 MARZO/ 20 ABRIL

AMOR: ¡Qué manía tienes de imponer tu opinión! No hagas que tu pareja, se tape la oreja y tenga que comer lentejas. Tampoco te pases de la raya y le agobies con tus desvelos, en todo hay un punto medio ¡búscalo! DINERO: ¡Cuánto te gusta despilfarrar tus ingresos! Ándate con cuidado porque vas a tener gastos imprevistos y pueden propinarte muchos sustos. Luego no te quejes, que la que avisa no es traidora, sino una adivinadora. SALUD: Si tienes cita con tu especialista o con el médico de familia, no seas tan miedica ni víctima de tus propios nervios, tal que cuervos sobrevolando tu cabeza y cagándose encima. Todo saldrá a pedir de boca, porque todo va viento en popa.

AMOR: ¡Albricias, le traigo buenas noticias! Hay posibilidad de embarazo o de que llegue alguien a su vida si aún sigue solter@ y enter@... También habrá reconciliación y estabilidad con la pareja. DINERO: También en este aspecto monetario, reinará la estabilidad, de modo que relájese y si le gustan los juegos de azar, apueste por los números impares peninTAURO sulares. 21 ABRIL/ SALUD: Tenga cuidado con lo que zampa estas próximas 20 MAYO fiestas, porque usted no come, devora y la glotonería le va a pasar una factura de órdago a fin de mes. ¡Ojo, tampoco se pase de anacoreta y practique una dieta incompleta! AMOR: Se halla en un momento idóneo para iniciar un romance, aunque hágalo con discreción, porque no es cosa de que su pareja se vuelva celosa y quejumbrosa. Presiento que se encuentra en plena erupción de un volcán, quise decir de actividad sexual. DINERO: El dinero no da la felicidad, puede ayudar, pero jamás la podrá pagar. No se autoengañe, porque la GÉMINIS riqueza es como un vicio, cuánto más quieres más cerca 21 MAYO/ estás del precipicio. Atesore pequeños placeres y grandes 20 JUNIO afectos, lo demás ni fu ni fa. SALUD: Si te levantas con un aliento apestoso, te da hambre, sed y ganas de orinar, consúltaselo a tu matasanos, porque puedes tener diabetes y no me malinterpretes.

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CÁNCER 21 JUNIO/ 20 JULIO

AMOR: Vas a encontrarte con ese amig@ al que perdiste la pista de paracaidista hace la tira de años. También tu pareja quiere prepararte una fiesta sorpresa, así que disfrútalo y cuélgalo en Yutú. DINERO: Parece que las cosas no van al ritmo que tú quisieras, sino a paso de tortuga que no madruga y no te metas en negocios desconocidos porque te costarán un disgusto muy robusto. SALUD: Ten cuidado con el estrés o sufrirás un traspiés y hasta puede que te de taquicardia, aunque no estés de guardia. Duerme más y no en los sofás.

AMOR: Necesitas dialogar con tu pareja y decirle las cosas muy claras, pero siendo flexible como un junco y no firme como un roble, aunque sea noble resulta pesado y muy desasosegado. Anímate, porque muy en el fondo le quieres y no puedes vivir sin él o ella. DINERO: Es fácil que tu vida laboral te aburra, pero tú tampoco, provocas cambios. Vístete de otro color, modifica tu aspecto circunspecto y créate un espacio confortable en tu trabajo con objetos pizpiretos. SALUD: Si observas hinchazón en manos o tobillos, quizás estés reteniendo líquidos. El extracto de diente de león te devolverá a la selva, quise decir que te ayudará a encontrarte mejor, además de magnesio, potasio y vitamina B6. ¡Ah, evita la sal, que te va fatal!

VIRGO

21 AGOSTO/ 20 SEPTIEMBRE

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LEO

21 JULIO/ 20 AGOSTO

AMOR: Deja de ser tan exigente y puntilloso con tu pareja, aprende a perdonar sus errores y no te fíes de tus pensamientos especuladores. También el cariño de tus amigos y demás familia te acompañarán más que el afecto de tu pareja tan compleja. DINERO: Si quieres fortuna juega con los pares y números muy altos y para tus negocios o trabajo, dialoga con quienes tienes debajo. SALUD: Vigila que tu garganta no sufra bruscos cambios de temperatura o te veo en estas próximas navidades, con faringitis o amigdalitis y ¡adios vacaciones hasta el año que viene!


LIBRA

21 SEPTIEMBRE/ 20 OCTUBRE

AMOR: Si todavía no tienes pareja estable y fiable, aprovecha estos próximos días festivos para lanzarle las flechas de Cupido a tu objetivo, porque la suerte te acompaña sin cazar musarañas. DINERO: Antes de tropezar y caer de bruces como los altramuces, piensa antes lo que de verdad te interesa y no te despidas a la francesa de tu trabajo o profesión. Tampoco te precipites y cambies de lugar sin sopesar lo que dejas detrás. SALUD: Evita las caídas y si sientes molestias de huesos, evita ponerte obes@, haz ejercicio propicio y sin estropicio. Tampoco te excedas con las comidas de empresa o convites navideños tan halagüeños.

AMOR: Disfrutarás del cariño de tu pareja, llamadas bienintencionadas y atenciones de tus amigos, además de las del resto de la familia que te reconcilia con tu paz interior multicolor. DINERO: Sueles arrepentirte de gastar a lo loco se vive mejor y con quien no se lo merece ni con creces. Si te decidiste por vender algo, va a retrasarse el cobro más de lo que te imagina y ¡encima que no te gusta andar con pamplinas! SALUD: Sueles preocuparte por la salud de los demás pero nada por la tuya. Ten cuidado con los resfriados mal curados, porque eres propenso a los virus e infecciones cuando te das revolcones.

SAGITARIO 21 NOVIEMBRE/ 20 DICIEMBRE

ESCORPIO 21 OCTUBRE/ 20 NOVIEMBRE

AMOR: No te acostumbres a pagar tu mal humor con tu pareja o él o ella te van a tirar de la oreja por pellej@ y eso te va a hacer más insegur@ del cariño que te demuestra. ¡Bájate del burro y déjate de orgullo! DINERO: No seas tan desordenad@ y ten tus papeles y cuentas resueltas. Vas a recibir un regalo muy preciado. Y si sales, hazlo de noche y en coche. SALUD: Las rodillas son tu punto flaco y te pueden dar un mal susto, por lo que te aconsejo que te hagas revisiones si notas dolores y tensiones de cojones o cajones que queda más fino filipino.

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CAPRICORNIO 21 DICIEMBRE/ 20 ENERO

AMOR: Predomina el aburrimiento y para colmo tampoco estás por la labor de poner de tu parte algo de entusiasmo en el orgasmo. Evita líos con amigos y enemigos o te romperán la crisma con muy poca educación. DINERO: Te conviene cambiar de «curro» aunque no te comas un churro, porque ¡estás en tu mejor momento! También ve con cuidado, pues adivino que puedes perder los ahorrillos que te legó tu tío Juanillo el del membrillo. SALUD: Parece que te encuentras algo alicaid@ y desmoralizad@, como un vino avinagrado en la copa de un experto catador. No te preocupes demasiado, es algo relacionado con eso de En casa del herrero cuchillo de palo, bueno quise decir que te falta hierro. ¡Consúltaselo a tu matasanos!

AMOR:¿Estás loc@? A ver, el usuario X41 del chat «Cita a ciegas», no es de carne y hueso, es una máquina ¡un robot! y ya te has enamorado a la primera de cambio. Apaga ese cacharro y tómate una copa con tu vecin@ del ático, si el músic@, está loc@ por tus huesos y siempre se hace el/la encontradiz@ en el ascensor. DINERO: Recibirás una sorpresa muy agradable en este A C U A R IO 21 ENERO/ mes, te hará mucha ilusión, tanto como para irte de excursión a Japón en avión. Si lo programas con «Ras- 20 FEBRERO treatón» te entregan una invitación para la cena de fin de año con cotillón. SALUD: Experimentarás una mejoría gástrica que acabará con esos inoportunos eructos, que te sacan los colores cuando estás con tus amigas o tus compas de curro, que hasta apuestan por lo bajo cuando lo vas a hacer. AMOR: Atiende a ese familiar con mal aspecto, pero no olvides tu vida en pareja. Sé más cariños@ y paciente con él/ella, porque de lo contrario te veo subido al armario para librarte de los zapatazos que ella/él te lanzará. DINERO: Tu trabajo irá bien, pero si además desarrollas IS C PIS una actividad artística y virtuosística, entonces te valoraO/ ER 21 FEBR rán como es debido, porque se quedarán prendados de 20 MARZO tu gracia y donaire. SALUD: Vigila las cervicales y no hagas esfuerzos, porque te puede sobrevenir un mareo y creas que ya has llegado al cielo.

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