De la Urbe 82

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2 Judicial

Sangre, moscas y hedor Laura Herrera Ortega Estudiante de Periodismo lherrerao89@gmail.com Ilustración: Daniela Jiménez González

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unca he creído en santería, vudú, brujería, ritos ni yerbateros. Pero después de aquella noche, ninguna ayuda estaba demás. Por eso mismo, dejé que una desconocida me bañara en agua bendita después de regalarme ropa limpia. Estaba dispuesta a todo, hasta un baño con sal que había restregado por mi cuerpo. El sueño llegó fácil, tal vez por el cansancio físico. Pero la realidad de lo sucedido el día anterior me golpeó al abrir los ojos, sentir el dolor de los brazos y ver la noticia publicada en El Colombiano el martes 10 de mayo, en la sección Antioquia: “A las 3:00 de la tarde del pasado lunes encontraron asesinado a un ingeniero químico de 42 años de edad al interior de su vivienda en el corregimiento de San Antonio de Prado. El ingeniero identificado como Carlos Mauricio Moncada Restrepo fue hallado por su propio hermano sin signos vitales(…)”. El 9 de mayo de 2016, mi amigo Julio recibió la llamada de una vecina de San Antonio de Prado, a las tres de la tarde. La mujer le pidió que fuera a la casa donde actualmente vivía Mauricio, su hermano, solo, y a quien no veían desde el jueves 5 de mayo. Con tranquilidad y sin alertar a doña Margarita, su madre, Julio se fue a buscar a Mauricio. Esperaba encontrarlo un poco huraño, triste, agresivo, quizás. En el peor de los casos, en una de sus crisis de bipolaridad y depresión: cuadros clínicos que, agravados por su adicción a las drogas y al alcohol, lo hicieron jubilarse prematuramente cinco años atrás por incapacidad mental. “Se mató mi hermano”. Eso fue lo que nos dijo a mí y a un grupo de amigos mientras cumplía con los protocolos que ameritaba la situación. Con la coca-cola y los cigarrillos que nos encargó, llegamos a las cinco de la tarde al corregimiento. Su mamá aún no podía enterarse, su papá y su otro hermano continuaban en su ciudad natal, Cali. A la hora que llegamos, no se había hecho aún el levantamiento del cuerpo, y quince minutos después llegó la unidad móvil de la Seccional de Investigación Criminal (Sijin). Julio llegó a la casa 402, en la manzana 4 de la torre tres de El Compartir, en San Antonio de Prado, a tocarle la puerta a su hermano. Intentó varias veces, gritó, asomó la cabeza por un pequeño hueco de una de las ventanas exteriores, pero no obtuvo ninguna respuesta. Tampoco sintió el olor extraño ni vio las moscas que reportaron sus vecinos. Sin embargo, llamó a la policía y fueron ellos, con su autorización, quienes forzaron la puerta de la vivienda. Cinco patadas fueron necesarias para encontrar la razón del hedor, las moscas y el silencio de Mauricio. No quiso verlo. “Si lo veo, creo que es verdad, y empiezo a recordar las cosas buenas que compartí con él cuando era pequeño; no quiero sentir tristeza”, fue su justificación mientras esperábamos a que la policía judicial hiciera su labor. Con trajes como de astronautas —Taiber, se llaman— y los elementos necesarios para la bioseguridad, entraron dos agentes de la Sijín a la escena del crimen; irrumpieron en el lugar con flashes. Los demás policías protegían la zona de los muchos curiosos a quienes no espantaba ni la lluvia.

No. 82 Medellín, diciembre de 2016

La muerte de un ser querido es dolorosa, pero cuando ves el rastro de la sangre en descomposición que ha dejado, también es nauseabunda. Tras una muerte violenta, los judiciales recogen testimonios, evidencias y el cuerpo. Pero no el desastre. ¿Quién se hace cargo de la escena del crimen?

Nosotros, al contrario, tratamos de refugiarnos de la propiedad privada, sin importar el cómo, es el propietario lluvia, de las miradas curiosas y pesarosas, y de la realidad o los familiares quienes recogen el desastre. Esa era nuestra que sin saberlo íbamos a tener que enfrentar cuando Mauriresponsabilidad, así como lo es de la lluvia cuando los hecio no fuera más que un paquete en una bolsa blanca, granchos ocurren en espacios públicos. de, abultada y maloliente. “Julio: una vez recojamos al occiso, la casa es su resAsepsia de la escena del crimen ponsabilidad”, le dijo el sargento de la Sijín a cargo del opeVíctima del homicidio: Carlos Mauricio Moncada rativo. Para ese momento, nosotros pensábamos que era Restrepo (el hermano de mi amigo). Causa de la muercuestión de una cerradura. Fue entonces cuando el teniente te: asfixia mecánica por estrangulamiento (ahorcado). que había entrado a hacer el levantamiento y la recolección Fecha y hora de la muerte: aproximadamente 5 de mayo de evidencias de un suicidio, salió de la casa 402 con otra de 2016, en la noche (cuatro días atrás). Arma: cable versión. “Un nudo sencillo con un cable. Eso no da para (nunca lo vimos, como tampoco el cuerpo). Móvil del que una persona se mate; usted sabe eso, mi sargento”, dijo crimen: desconocido (se sospecha pasional). Autor: sin el teniente. Escuchamos esto por accidente, mientras espeidentificar, posible conocido del occiso (la puerta no rábamos en el descanso de las escaleras. fue forzada). Diligencia: Sijín y CTI (levantamiento del Llegó la unidad móvil del laboratorio del Cuerpo Téccuerpo e investigación). Limpieza de la escena del crinico de Investigación (CTI) para recoger más evidencias, men: Julio, dos amigos y yo. tomar huellas y muestras de fluidos. Ya se estaba tejiendo A los agentes les pedimos guantes y tapabocas, a la una nueva versión: Mauricio Moncada Restrepo no se había espera de recibir ayuda, indicaciones, tips o piedad. Reciquitado la vida cinco días antes; alguien se la había quitado bimos un par de guantes cada uno. No, tapabocas no pormediante asfixia mecánica. Esto generó nuevos interroganque no usan, no sería suficiente para bloquear el olor de tes y Julio tuvo que pasar nuevamente de un policía judicial un cuerpo en descomposición ni para protegerse de los a un agente del CTI dando su versión. gases emitidos por el mismo. Ellos usan máscaras de filtro Habían vivido juntos hasta hace dos años; actualmenHEPA; nosotros, las fundas de almohada viejas que nos te, tenían poco contacto. Su madre lo había visto hace regaló la vecina del 302. quince días, una visita en la que Mauricio le comentó su Sin Taiber, solo con nuestra ropa —la misma que deseo de recuperarse. El primer año en El Compartir hahoras más tarde terminó en la basura—, ni botas antibía tenido roces con algunos vecinos. Este año, no; todos deslizantes —con nuestros tenis—, nuevamente acudilo veían tranquilo. Cuando pasaba sus periodos de enciemos a la solidaridad de la vecina para que nos prestarro, salía a deambular solo por el barrio. Que él supiera, ra un cepillo viejo para estregar y jabón en polvo. Nos no tenía pareja; de hecho, había tenido pocas en su vida. ajustó con dos botellitas de Clorox y una caja de varitas No sabía qué cosas de valor podría tener además del telede incienso, que creímos ingenuamente nos ayudaría a visor y un equipo de sonido. espantar el olor. Estábamos listos para enfrentarnos por La vecina del piso de abajo coincidía: normalmente se primera vez al escenario donde todo había sucedido. veía solo y muy pocas veces había llevado personas a la casa. Guantes, puestos. Funda de almohada amarrada al meEl jueves lo vieron —le jor estilo subversivo. dio bananos a los niños Barras de incienso, de la otra torre—, y ese encendidas. Impledía escucharon mucho mentos de aseo, en las “A las 9:30 de la noche, nuestras sospechas ruido, pero nada raro. manos. Estómagos, Él podía ser muy carevueltos pero contefueron confirmadas. Si alguien muere en llado o, de repente, ponidos. Conté mentalnerse a cantar o a gritar. mente hasta tres y me propiedad privada, sin importar el cómo, es el Ese día puso su música repetí una y mil veces propietario o los familiares quienes recogen y después los ruidos, que podía hacerlo. En “pero, ¿quién se iba a mi cabeza no había el desastre. Esa era nuestra responsabilidad, imaginar? Nosotros no hecho la relación de vimos a nadie”. ‘hemático con sangre’ así como lo es de la lluvia cuando los hechos “Homicidio, por y no fue sino hasta resolver, pero homique lo vi que entendí ocurren en espacios públicos”. cidio”, fueron las paa qué hacía referencia labras que uno de los la palabra ‘lago’. investigadores del CTI Lo primero con le dijo a Julio después lo que uno se topaba de terminadas las pesquisas. El muro de fuerza que este en la sala del 402 era un colchón en el piso, sin tendido, se había construido se derrumbó: palideció y su expresión ennegrecido y húmedo, al lado de la ventana y al frente de cambió a algo indescifrable entre rabia y dolor. “Mañana la puerta. Al lado derecho de la entrada estaba la pequeña después de las ocho de la mañana pase por el búnker de la cocina con algunos restos de comida, y una cobija tirada. Fiscalía. Yo creo que con la cédula ya queda identificado”, Hacia la mitad de la sala había un gimnasio multifuncioagregó el sargento de la Sijín. nal blanco, del que colgaban algunas camisas. Una silla Ya se iban, no tenían más por hacer. “Feliz noche”, Rimax, también blanca, con algunos cedés de música y dijeron —porque para ellos había concluido una jornada películas. Al fondo, un televisor de 42 pulgadas, apoyado laboral más—. “Pueden limpiar la escena del crimen; por en lo que en algún momento fue un escritorio. El aparato cierto, hay un lago hemático”. A las 9:30 de la noche, nuesestaba acompañado por el control, papeles, más cedés, un tras sospechas fueron confirmadas. Si alguien muere en decodificador y muchos cables. Al lado izquierdo de la


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sala estaba la primera habitación, cerrada por una cortina y el interior casi vacío. En el suelo un pequeño bolso con herramientas y en un rincón una especie de cambuche armado con un tendido de crochet multicolor. El cuarto del medio estaba frente al baño y, justo en la entrada, se encontró tendido el cuerpo. En su interior había una cama sin colchón, una especie de armario, sin puerta, con poca ropa. Un afiche de hombres desnudos y una mesa de noche con libros, papeles y souvenires personales. En el rincón del corredor que conectaba las tres habitaciones había una masa de un fluido negro, que daba la impresión de ser petróleo, pero en realidad era sangre en avanzado estado de descomposición. Tenía forma de gota gigante, cuyo extremo más delgado llegaba hasta la sala de la casa. Ninguno de nosotros vio cómo había estado tendido el cuerpo en el piso, pero bastó con ver y oler el lugar para imaginarlo. Blanquecino, flácido, hinchado, putrefacto. Boca abajo, de camiseta negra —así lo veo cuando cierro los ojos y me invaden los recuerdos—. Sí, los vecinos que reportaron las moscas tenían razón. Había muchas, montones, de un tamaño y un color que jamás había visto. Desprendían de sus cuerpos visos tornasolados. A pesar de sus ojos grandes, nos observaban con la indiferencia de quien mira lo cotidiano. No sé si eran de uno o varios tipos, si eran de la familia Muscidae o la especie Lucilia eximia, de quien se rumora que llega a los pocos minutos de ocurrir el deceso en ciudades como Medellín —lo dicen los entomólogos forenses, que resuelven crímenes usando como testigos los insectos—. Para mí eran moscas y ya. “¿Qué hacemos con la sangre? ¿Consigo una manguera? ¿Le echamos agua?”. La respuesta: sí. Gran error al tratar de borrar el rastro de lo ocurrido. “¿Acá no habrá gente que se encargue de limpiar estas cosas, como en las películas?”, preguntó otro

de los amigos. No, no hay. Pero no es algo de Holly wood; en Argentina y México hay empresas que se encargan de limpiar escenas de crimen, además de la recolección de otras posibles pruebas que envían directamente a la entidad judicial encargada. En Colombia, no. Y las empresas de aseo convencionales no incluyen la opción en su portafolio. El agua empezó a caer de la manguera para alimentar y esparcir armoniosa, delicada y estúpidamente el ya famoso lago que, descontroladamente, se volvió un río que fluía hacia la sala y las habitaciones, pero no al baño donde se suponía que estaba el desagüe. Para cuando el agua putrefacta llegó a nuestros pies, descubrimos que la sangre era muy resbalosa, y caminar se volvió un acto de equilibrio. Ahora teníamos una casa inundada de agua con sangre y otros fluidos que el cuerpo libera cuando hay asfixia mecánica como orina y heces fecales. Solo quedaba una posibilidad para secar el piso: la trapeadora. “Yo sé que es mi hermano, y eso puede sonar muy peye, pero qué asco”, decía Julio mientras la escurría. “Rompamos un pedazo del muro de la ducha para que podamos llegar al desagüe”, dije. A las diez de la noche el ruido de la lluvia fue interrumpido por otro. Martillos en mano, mis tres amigos se turnaban para golpear con toda su fuerza la loza blanca que se defendía con esquirlas y chispas para evitar que lográramos eliminar las huellas del crimen. Con los escombros sanguinolentos arrinconados, era el momento de tomar el cepillo, la escoba y el jabón para empezar a fregar y a hacer que el agua se llevara de una vez la mancha de líquidos corporales y el mal olor —y hasta el sabor—. El dormitorio del fondo estaba oscuro y nos atrevimos a entrar cuando ya estábamos finalizando la limpieza porque percibimos un olor penetrante, pero

diferente. Al mejor estilo de Grenouille, en El Perfume, ya podíamos separar la putrefacción, la sangre, el gas metano, las heces fecales, la orina y la humedad. Cuando encendimos la luz, encontramos en una silla de oficina un arrume de ropa y en el suelo, para sorpresa nuestra, más sangre esparcida en forma de espiral por toda la habitación. Había huellas de pisadas, tal vez de los agentes o del posible asesino. Hasta ahora, nuestro conocimiento sobre escenas de crimen estaba limitado a las películas y series norteamericanas en las que el lugar permanecía intacto hasta concluir las investigaciones. En Colombia hay, en cambio, un afán por reorganizar el lugar de los hechos, por volver a la normalidad. “Dejemos así. Yo termino después”, dijo Julio pasadas tres horas. Antes de irnos impregnamos el suelo de jabón y vaciamos los dos tarros de Clorox. Las tres barras de incienso que nos quedaban las dejamos en la única planta de la casa, una acuática que crecía en un recipiente de vidrio apoyado en una repisa de una pared de la sala. Al frente de esta, colgaba un díptico de dos flores tropicales grandes, de un color rosa muy vivo, tal vez lo más vivo de todo el escenario que dejamos atrás al cerrar puerta y reja. Ni siquiera nosotros teníamos la sensación de estarlo. No importa que ya no estuviéramos ahí, la podredumbre estaba con nosotros. Es que ni con extremos baños, el olor desaparece del todo. A veces me agarra desprevenida y me hace olfatear mis manos, mi cabello, mi ropa, aunque hayan pasado varios días. Cuando camino, aún siento que mis pies resbalan sobre la sangre. Todas las sensaciones siguen tan nítidas como cuando entré a limpiar la escena de un crimen que yo no cometí.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


4 Opinión Editorial Comité editorial Patricia Nieto, Ana Cristina Restrepo Jiménez, Heiner Castañeda Bustamante, Raúl Osorio Vargas, Gonzalo Medina Pérez. Dirección: César Alzate Vargas Asistencia editorial: Eliana Castro Gaviria Coordinación editorial: Daniela Jiménez González Equipo de redacción: Juan Diego Posada, Juan Manuel Flórez Arias, Karen Parrado Beltrán, Juan Manuel Valencia, Laura Cardona, Sergio Alzate, Andrés Viveros. Corrección de estilo: Alba Rocío Rojas León Coordinación de fotografía: Carolina Londoño Mosquera, Juan David Tamayo Mejía Diseño gráfico: Sara Ortega Ramírez Impresión: La Patria, Manizales Circulación: 10.000 ejemplares Sistema Informativo De la Urbe Coordinación general y de Radio: Alejandro González Ochoa Coordinación Televisión: Alejandro Muñoz Coordinación Digital: Walter Arias Coordinación Especiales: David Santos Gómez Coordinación Regiones: Juan David Ortiz Corresponsal en Urabá: Luisa Fernanda Gómez Rincón Calle 67 N° 53-108, Ciudad Universitaria, of. 12-122 Tel: (57-4) 219 5912 delaurbe.udea.edu.co delau.prensa@gmail.com facebook.com/sistemadelaurbe twitter.com/delaurbe Medellín, Colombia Acorde a los postulados sobre derecho a la información y libertad de expresión consagrados en la Constitución Política y las leyes de Colombia, las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia ni al Sistema Informativo De la Urbe. Universidad de Antioquia Mauricio Alviar Ramírez, Rector Ximena Forero Arango, Decana (e) Facultad de Comunicaciones Juan David Rodas Patiño, Jefe (e) Departamento de Comunicación Social

Minas:

Mal camino no conduce a buen sitio

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l Orejón, una remota vereda de Briceño, en el Norte de Antioquia, es un pequeñísimo caserío donde el número de minas antipersonal sembradas alcanza la peligrosa cifra de 240, según las declaraciones presentadas por el general Rafael Alfredo Colón, quien fuera director de Acción Integral contra Minas Antipersonal (Daicma). El número de estos artefactos es casi el doble del número de habitantes, apenas unas cien personas, en un territorio que ha sido estratégico para la guerra durante años y ha estado, casi siempre, ahogado por la proliferación de cultivos ilícitos. A mediados de 2015, El Orejón se convirtió en un experimento de la confianza: las Farc y el Ejército, ya no como contrincantes sino como un equipo, llegaron a la vereda para comenzar un complejo proceso de desminado humanitario. En medio del avance de las negociaciones de paz, iniciaba una apuesta monumental de parte del Estado por cumplirles a los habitantes de El Orejón, pero también una prueba piloto que resultaría decisiva en el reto de recuperar la tierra. Era una muestra, quizás, de los alcances del camino a seguir en el resto del país. Y es que, según el reporte de la Acción Integral contra Minas Antipersonal (Daicma), las minas antipersonales están presentes en el 65 por ciento de los municipios del país, es decir, que existe una presencia de estos artefactos en aproximadamente 688 de 1.122 municipios del territorio nacional. Entre 1990 y hasta octubre de 2016, las víctimas de las minas antipersonales superaban los once mil casos registrados y más de dos mil personas habían muerto. Con estas cifras, pensar en que Colombia sea un país libre de minas suena como una posibilidad remota. Sin embargo esta tarea de desminado humanitario debe ser, sin duda, uno de los puntos que lidere la agenda en el tema de tierras. Al ganar el No en el plebiscito, en veredas como El Orejón regresó la incertidumbre. Allí, aunque el desminado humanitario ha avanzado satisfactoriamente, con todo y sus problemas, la presidenta de la Junta de Acción Comunal de El Orejón dijo, luego de los resultados de la votación, que a pesar de que piensan que todo puede cambiar a futuro, sienten temor de que la guerra se reactive. Hace doce años, a principios de 2004, la vereda La Iraca —ubicada en el municipio de San Rafael en el Orien-

Más deportistas y menos guerreros Andrés Viveros Estudiante de Periodismo a.ndresviveros7@gmail.com

Capítulo Antioquia

ISSN 16572556 Número 82 Diciembre de 2016 P E R I O D I S M O U N I V E R S I TA R I O PA R A L A C I U D A D

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82 MEDELLÍN, DICIEMBRE de 2016

Territorio desminado

Gran especial: Hacemos memoria (15-32) • Sangre, moscas y hedor (2) • Fotógrafos de la plaza Botero (6) • Fabio Rubiano (10) • La última ceja del abismo (12) • Reseñas de dos libros y una película (13 y 14) • Bendito olvido (33) • Altavoz en imágenes (34) • Sobre el país de Trump (36)

Fotografía de portada: Juan David Tamayo Mejía

No. 82 Medellín, diciembre de 2016

te antioqueño— estaba sitiada por campos minados. El campesino Manuel Ceballos, tres años después de haber perdido su pierna derecha, le contaría al cronista Alberto Salcedo Ramos que el pánico generalizado y la amenaza que representaban las minas antipersonales para su familia le hicieron tomar la decisión de abandonar la vereda con su esposa y siete hijos. Sin embargo, la inclemencia de la ciudad y la precariedad de sus vidas en medio de la escasez de oportunidades laborales, los obligaron a regresar a La Iraca convencidos, quizás con inocencia, de que el peligro había cesado. Pero fue a los pocos días de arribar a la vereda cuando, mientras caminaba por un sendero con su familia, Manuel Ceballos sintió el estruendo de la explosión y, a pocos metros, los gritos de su familia. Este campesino, hombre de refranes, le lanza a Salcedo Ramos una sentencia contundente: “Mal camino no conduce a buen sitio”. Una década después, el país sigue peleando contra el mismo monstruo y la respuesta del Gobierno se produce de manera lenta. Luego de que el embajador de Japón en Colombia, Ryutaro Hatanaka, anunciara un nuevo apoyo para la paz con la destinación de más de once millones de dólares para programas de desminado en el país, toma fuerza la discusión sobre el importante reto que conlleva este trabajo que por su complejidad podría tomar décadas. Este cometido que asume el Estado exige celeridad en la definición de estrategias, para evitar una sucesión de decisiones imprecisas que retarden el proceso y que solo conduzcan a malos caminos en la búsqueda por la erradicación de estos artefactos. Así, cuando la necesidad de continuar con el proceso de desminado nacional es indiscutible, queda preguntarse si las medidas del Estado lograrán ser suficientes para llevar a cabo un proceso en el que están involucrados tantos actores y en donde están presentes miles de historias de colombianos que han vivido de cerca la tragedia. Porque, antes que nada, los campesinos tienen derecho a volver a habitar la tierra. La tierra, ahora peligrosa, donde ya no se siembran papas o tomates, sino minas y coca. La misma tierra que ha destruido los caminos y se lo ha tragado todo: a sus familias, sus sueños y hasta sus vidas.

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partadó, Cómbita, Zaragoza, Turbo, Jamundí, Morales, Pesca… son nombres de municipios que usualmente no trascienden en los medios o lo hacen únicamente cuando la violencia se manifiesta en sus territorios. Este año y, quizás, en los últimos cuatro, hemos oído estos nombres con aires de orgullo, felicidad y victoria en el ámbito del deporte. Son las tierras de nuestros deportistas, quienes han dejado en alto el nombre de Colombia en el extranjero y ayudado, de cierta manera, a cambiar la imagen de un país violento. Caterine Ibargüen, Nairo Quintana, Óscar Figueroa, Yuberjén Martínez, Yuri Alvear, Íngrit Valencia, Miguel Ángel López, son algunos de esos embajadores que, a través del atletismo, el ciclismo, el boxeo, el judo, la halterofilia (levantamiento de pesas) y otras disciplinas deportivas, enorgullecen a una nación golpeada por la guerra. Todos han encontrado obstáculos que superar y han salido adelante dejando atrás la dificultad que trae el nacer en lugares donde el apoyo al deporte es prácticamente nulo, donde las oportunidades son ínfimas y donde la posibilidad de perderse por caminos non sanctos es altamente viable. Justamente por esos pueblos, donde la guerra no dura lo que una nota de televisión, sacamos pecho cuando el Himno Nacional suena en los podios. Tuve la fortuna este año de estar en las tres carreras de ciclismo más importantes en el país: la Vuelta a Colombia, el Clásico RCN y la Vuelta de la Juventud. En las últimas dos, se corrió con un mensaje a favor del fin del conflicto: ‘La carrera por la paz’, se denominó la primera, y la ‘Vuelta de la Juventud por la paz’, la segunda.

Las dos pasaron por regiones que nunca antes habían tenido la oportunidad de presenciar este tipo de eventos y que han sido fuertemente golpeadas por la violencia. El Patía, El Bordo, Timbío, Caloto, Corinto, Turbo, Necoclí, Apartadó, Chigorodó, Bosconia, Turbaco, los Montes de María vieron en primera fila estas carreras y disfrutaron con los mejores ciclistas del país. En todos estos lugares, el clamor general gritaba: ¡Paz! ¡Reconciliación! ¡Perdón!, lo cual destacaba al deporte como formador, como camino para evitar la violencia. Pancartas, banderas, volantes, bombas, hasta cortes de pelo con mensajes alusivos al SÍ, a la paz, aparecieron en cada llegada. Ellos quieren acabar la guerra, pensé, ¿y quién sabrá más de guerra que aquellos que la vieron de frente?. “¿Qué hay que hacer para ser como ellos?”, me preguntó un niño en Aguachica (Cesar), cuando se acercó a la carpa del equipo para el que trabajo. “Practica, entrena, no dejes de estudiar y rodéate bien”, le respondí mientras le regalaba un tarro para el agua. No pude dejar de pensar en él y en cuántos niños dejaron a un lado un balón de fútbol, una bicicleta, unos patines, unos guantes, y los cambiaron por armas. Y en esos jóvenes talentosos que entraron a la guerra buscando huir de ella. Sí, suena paradójico, pero así es: muchos tuvieron que dejar sus terruños para escapar del conflicto y terminaron entrando al Ejército o a la guerrilla. En Colombia, todavía se subestima el deporte, como si no fuera un camino, una posibilidad. El deporte es un formador de futuro y el hecho de que muchos de los que nos llenan de orgullo provengan de zonas golpeadas por una guerra absurda y por la infinidad de problemas sociales por los que atraviesa Colombia, debe ser un mensaje. La paz es el objetivo; el deporte, una de las vías para lograrlo. Por más Nairos, James, Marianas, Caterines, Yuberjens…


Opinión

Democracia:

Annus horribilis Laura Cardona Estudiante de Periodismo laulccp@gmail.com

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a democracia ha sido cuestionada como método idóneo para la deliberación de procesos fundamentales en la política. La academia vio con sorpresa el resultado de las elecciones, lo que demuestra su aislamiento frente a la sociedad, cuando se supone que esta es su razón de ser. Y la ciudadanía, dividida entre permanecer o salir, Sí o No, Hillary o Trump, fue la que más perdió, generando odios y desencuentros entre los que tomaron una u otra decisión. Una persona, un voto. Ese es el procedimiento democrático reconocido internacionalmente, a excepción de Estados Unidos, donde, debido al sistema de Colegio Electoral, el voto de una persona no tiene el mismo valor en Florida que en Alaska. Sin embargo, en todos se encuentra que el voto se ha convertido en una decisión netamente individual, decisiones elegidas por razones, emociones y opiniones que obedecen a la realidad inmediata de cada individuo. Pero… esa decisión pensada desde lo individual afectará a toda la sociedad. Y allí la muestra de que la democracia perdió en 2016 porque la votación se convirtió en el único espacio donde una persona puede opinar. No hay una cultura política de participación directa que haga del ciudadano un sujeto activo, que no tenga que esperar cuatro años para dar su opinión, manifestada en un simbólico pero insuficiente medio de expresión como lo es una equis en un tarjetón. Así, muchas de las personas que dieron sus votos lo hicieron pensando en sí mismas, en su realidad individual, no en las consecuencias de su voto en la política de su Estado, en la política internacional, en la inversión extranjera, en la equidad social o en el otro ciudadano que vive otra realidad en su mismo país. Ahora, las decisiones que se tomaron democráticamente —esto es, en procesos electorales, para referirnos al más representativo de los mecanismos democráticos— este año, han sido calificadas como insensatas, emocionales e increí-

La democracia, la academia y la ciudadanía son los tres grandes perdedores después de las elecciones que decepcionaron al mundo en 2016: Brexit en Reino Unido, Plebiscito por los Acuerdos de Paz en Colombia y elecciones presidenciales en Estados Unidos. No mencionamos la nueva reelección de Daniel Ortega en Nicaragua, porque allí los ciudadanos ni siquiera tuvieron opción.

bles por los académicos y líderes de opinión. Se exceptúan algunas voces como la del profesor Allan Lichtman, de la Universidad Americana en Washington, quien predijo la victoria de Trump (ahora predice su destitución). Veamos: desde sus argumentos, desde sus razonamientos, era evidente que el salir de la Unión Europea traería más angustias que beneficios a la Gran Bretaña; también era lógico que para Colombia era el momento de decir Sí a la paz con las Farc y más que lógico que un personaje tan descabellado como Trump no debería ganar la presidencia del país más poderoso del mundo. Pero las razones olvidaron lo terrenal de la votación, olvidaron que las personas estaban en situaciones económicamente penosas, que sentían la baja salarial, que veían llegar migrantes, que pasaban hambre, que habían perdido sus casas, que detestaban a la guerrilla, que no podían brindar estabilidad a sus hijos. Y esas cuestiones, tal vez impuras y demasiado humanas para mentes sumidas en el razonamiento más complejo de la sociedad, son las que priman a la hora de tomar una decisión, y los resultados lo comprobaron. Y la ciudadanía, bueno, la gran perdedora, hoy se encuentra dividida en dos bandos y, aunque los líderes de opinión insistan en sus países en la unidad, en que todos, a pesar de sus diferencias, buscan lo mismo, en que hay que trabajar juntos por el país propio, en las calles sigue una diferencia latente, un desprecio por la opinión del otro, un desencuentro de argumentos, una falta de espacios para expresar con confianza y respeto las razones del Brexit, del Plebiscito y de la presidencia de Trump. La ciudadanía es coronada en esta columna de opinión como la gran perdedora porque se limita a opinar con un voto, porque evita el diálogo con quien piensa diferente, porque no ha encontrado su voz propia en la democracia. Tal vez este año, lleno de decepción tanto para el que ganó como para el que perdió en elecciones, sea el impulso necesario para que deje de haber ciudadanos “de a pie” y haya ciudadanos con la intención de participar, con la intención de conocer, reconocer y opinar con otros y frente a otros.

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Pablo recibe el José Donoso

Del discurso del escritor Pablo Montoya, profesor de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia, al recibir el premio José Donoso (Santiago de Chile, 9 de noviembre): Estoy seguro de que la escritura literaria es como esa inmensa playa llena de una humanidad denigrada y, al mismo tiempo, estremecida por una recordación reparadora. Los escritores colombianos, desde las líricas protestas elevadas en la selva hasta las injurias frenéticas lanzadas en la urbe, desde la indagación fiel del pasado hasta la carnavalesca distorsión de ese mismo ayer, desde el amargo testimonio familiar hasta la lúcida reflexión ensayística, hemos hecho, y seguiremos empeñados en hacerlo, cada uno a su modo, esa dificilísima tarea. La literatura colombiana ha realizado una labor ejemplar de resistencia que, a mi juicio, ha sido dual. Por un lado, ha dicho ante el olvido que nos puede devorar, que en Colombia sí ha pasado algo y que ese algo es pavoroso, como nos lo recuerda el episodio de Cien años de soledad sobre la masacre de las bananeras. Y, por el otro, que hay una literatura que, al traducirse unas veces en textos de altos valores estéticos, y otras en simple y llana denuncia, cuestiona hasta desmontarlo el erróneo orden de cosas que hemos llamado nación colombiana.

Periodistas nuestros

Rebatir —discutir, contrapreguntar, aclarar— es una de las muchas obligaciones del periodismo. No es una acción de lucimiento, es una condición. Sospechamos que, por estas acciones, tres de nuestros estudiantes en las seccionales de Urabá y Suroeste se distinguieron en los premios Te Muestro, de la Universidad del Quindío: Juan Arturo Gómez, de la seccional Urabá, ganó en la categoría Mejor Entrevista, prensa, por el artículo publicado en la edición 80 de De la Urbe: “La libertad de Karina”. Braian García y Julieth Jiménez, del Suroeste y Urabá, también fueron nominados en las categorías Mejor Perfil, prensa, y Mejor Programa radial: García por “Mis papeles dicen Jamer Augusto Carupia, pero yo me llamo Pamela” (De la Urbe Suroeste, edición 03) y Jiménez por “PWAY”. Felicitaciones por el periodismo que se pregunta, que pica piedra, que busca y encuentra.

In Memoriam

La vida da tantos tumbos, que no podemos pedirle una eternidad para disfrutar de los otros, aunque no estén cerca. Este año, varios artistas de la música, cercanos al corazón, se han ido. David Bowie, aquel que llegó a la Luna antes que Neil Armstrong, dejó de flotar en la estratosfera a principios de año. El legado del único príncipe después de Michael Jackson, Prince, quedó para la posteridad en abril. Leonard Cohen, aquel que también nos alimentó con música y literatura, aunque no haya ganado un Nobel, dejó de existir el mes pasado. Y, cambiando de género y de geografía, registramos también la muerte de uno de los grandes de la canción en Latinoamérica: el colombiano Nelson Pinedo, quien falleció el 27 de octubre en Valencia, Venezuela. Así, entre grandes, en el año en que todo parece estar boca abajo, se van aquellos que nos han inspirado de una forma u otra.

No sigás pasando, 2016

No pasés debajo de una escalera ni mencionés el 2016, dirán las viejitas agoreras en unos años. Así vamos a recordar este 2016, nosotros, un año en que vimos todo suceder: no solo el sí o el no, el Brexit o Trump. También el primer año de gobierno de Federico Gutiérrez, un papá regañón que se dedicó a tomarse selfis y echar al agua a sus funcionarios en redes sociales, a decir que ni sí ni no y a pedirle disculpas a Andrés Cepeda por un atraco callejero mientras los ciudadanos estamos al garete. El primer año de un Luis Pérez, distante, que no más dijo que la de Antioquia era una gobernación en quiebra y entre tanto reencauchó a Vargas Vil en Teleantioquia. 2016: el año del sin aliento. El año en que unos congresistas enemigos de la paz pidieron revocar el congreso para que este no pudiera legitimarla y en el que unas cartillas bienintencionadas destituyeron a una Ministra de Educación. En el que el presidente y el vicepresidente de Colombia van para lados distintos. El de un Nobel de paz sin paz aún y el de otro de literatura que no tiene quién lo recoja. Nacional volvió a ser Rey de Copas y no hubo que esperar 45 años para ver campeón al DIM. 2016: el año en que oficialmente murió Fidel Castro.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


6 Ciudad

Fotografía: Alejandro Valencia Carmona

Al instante: ¡La foto, la foto! A cinco mil. ¿Cómo ve esta con la plaza detrás? ¿Dónde la quiere? A solo cinco mil pesitos. Camine, nos demoramos más conversando que en tomarlas. En cinco minuticos se la entrego. Alejandro Valencia Carmona Estudiante de Periodismo alejovalcar7@gmail.com

L

a Plaza Botero es un murmullo sumergido en el bullicio del centro. De fondo, las conversaciones se entremezclan con los pasos de los transeúntes afanados. Una bandada de pájaros sobrevuela el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, interrumpiendo la calma con sus trinos. Un vendedor de helados pasa agitando sus campanillas y capta la atención de un viejo con sombrero de ala ancha que le pide un helado de guanábana. Detrás de él, un frutero empuja su carretilla llena de mangos, amarillos como pollos, y para de pregonar por su altoparlante al pasar frente al Museo de Antioquia. Los pantalones le cuelgan y apenas levanta los pies del piso al caminar mientras busca la sombra que ofrece la escultura de Eva. Se acomoda la gorra habana, del mismo color que su chaleco. De su hombro derecho cuelga un bolso negro. En su huesuda mano, exhibe un álbum que está abierto en las fotos de unos cubanos que posaron para él, en ese mismo punto, un año atrás. A tres metros de él está Alexis, quien se dispone a hacer volar un pájaro azul con cuerpo de madera y alas de plástico. El pájaro gira bruscamente a la derecha batiendo sus alas hasta que se va de bruces al suelo. Aún en el piso,

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sigue aleteando mientras se desenrolla el caucho que le da energía. Alexis se apresura a recoger el invento de Da Vinci, que cae a los pies de Joaquín. Entre tanto, Joaquín, le da órdenes a Juan y Michelle, un par de bogotanos que vinieron a Medellín a disfrutar de unas cortas vacaciones. La Plaza Botero es su primer destino turístico de la ciudad. Como constructor, Juan está acostumbrado a dar órdenes a los obreros, pero, hoy, él es quien obedece. —¡Abrácela! ¡Sonría! Levante la mano, un poquito más. ¡Haga así! Él asiente, sonríe y replica con un pulgar arriba. Michelle le sigue el juego al fotógrafo quien le dice que se pare al lado de una cabeza gigante de bronce, mirando en dirección opuesta a la escultura, que estire los labios y ponga sus manos bajo el mentón. El fotógrafo se acomoda. Acto seguido suena el obturador digital. En la foto, Michelle le daba un beso en la boca a la escultura de Botero. —¡Jumm! Vea, ahí quedó la evidencia. Bueno, vengan pa’cá. Póngale la mano en la nalga y usted ponga cara de sorprendida. Digan “chicharrón”. ¡Esooo! Así es que es. Juan les muestra las fotos que les había tomado en las diferentes esculturas: con el Gato, con la Mujer vestida, la Mujer reclinada, entre Adán y Eva, con la fachada de la parte de atrás del Palacio de la Cultura, con el Perro, con la Cabeza. Cuando Joaquín les muestra la foto en la escultura de la

Mujer con espejo, sueltan la carcajada: Juan con una sonrisa picarona tiene posada su mano sobre la nalga de la gorda y Michelle abre los ojos, se tapa la boca con una mano y con la otra apunta, acusándolo. —Bueno, les dejo las siete en 35.000 pesos. —No, hermano. Bájele para llevarlas todas —dice Juan. —En treinta mil, pues. —Veinticinco mil, ¿no? —No, súbale pa’ ajustar ahora la gaseosa. Vea que las fotos son de calida’ y se las entrego ya mismo. Y ahí quedan con el recuerdo —dice Joaquín mientras saca dos fotos que tenía guardadas en su álbum: una con un borde con los diferentes sitios turísticos de Medellín y otra sin el borde. —¡Eh! Este sí es paisa —le comenta a Michelle entre risas—. Déjelas en veinticinco mil pesos. —¡Jajaja! Usted sabe que hay que rebuscársela. Escoja uno para las fotos. —Esta —señala la foto con el borde, donde aparecía una pareja chocoana que tenía detrás la escultura del Caballo de Troya. —O pille, los puedo encerrar a ustedes dentro de un corazón o ponerles estrellitas por acá y por acá —dice Joaquín señalando otras dos fotos de su álbum. —No, no. No me muestre más que me antojo —dice Juan, sonriendo y echándose un poco para atrás.


7 —Bueno, espérenme por acá. Den una vuelta que yo ya vengo. No me demoro nada. Mientras Joaquín va a imprimir las fotos, Michelle y Juan se toman una docena de selfies, con la cámara de su Sony Xperia. Otro fotógrafo, Ramiro, les toma algunas más, frente a la Mujer con el espejo, sin costo alguno, y les cuenta que ese espejo había sido robado pero que la Policía lo recuperó meses después. Hay perfección en todas las curvas de la gorda que está acostada boca abajo, reflejando su belleza en el espejo que sostiene su mano. Solo tiene un pecado, el remiendo producto de la soldadura en la base del artilugio donde admira su belleza.

Los pasos largos y marcados de Joaquín hacen que la cadena que cuelga de su cuello se mueva de lado a lado mientras camina. Es uno de los fotógrafos más jóvenes, pronto cumplirá cuarenta años. Después de ocho minutos, regresa, les entrega las fotos y se despide de ellos, no sin antes darles la bienvenida a Medellín. Mientras ellos se dirigen al Museo de Antioquia, un grupo de turistas que en su mayoría usan pantalonetas y chanclas pasa entre la gente, mirando en todas direcciones, intentando no chocar entre ellos mismos y siguiendole el paso al guía para tomarse la foto grupal del tour.

Los fotógrafos aspiran ganar 35.000 pesos diarios. Hay días en los que no logran vender una sola fotografía, pero en un día de suerte pueden ganar más de 90.000 pesos. Fotografía: Alejandro Valencia Carmona

—Welcome, welcome to Medellín! This beautiful. Made in Colombia by Mister Botero —dice un vendedor de sombreros, señalando la Mujer con espejo a un grupo de veintitrés extranjeros. Se posan frente a la gorda, al lado, detrás. Alguien no se ve, las voluptuosas nalgas tapan su rostro. —Move! You are behind her ass —dice el guía, todos voltean sus cabezas y sueltan la carcajada. —Say: Medellín. Click. Antes, el guía les advirtió que pusieran cuidado dónde estaban más desgastadas las esculturas, porque en esas partes es donde la gente suele poner las manos. Generalmente, las partes sexuales: el pipí del Soldado romano ya se desgastó. Por muy musculoso e imponente que se vea con su escudo, no inspira ningún respeto y no se escapa de la manoseada de las picaronas. El seno izquierdo de la Mujer recostada ya cambió de color, al igual que las nalgas y las piernas de la Mujer con espejo y muchas otras partes de las demás esculturas. Alonso Cano está recostado en la Mujer con vestido, cubriéndose bajo su falda del sol de mediodía. Divisa a los extranjeros desde que sus cabellos rubios se asoman en la Plaza por encima de las demás cabezas de los transeúntes, ninguno de los vendedores de sombreros ni de recuerdos se les acerca. A los turistas les dicen que no compren cosas en la calle porque los pueden estafar. Alonso es un moreno que ya alcanzó el sexto piso de la vida, camina despacio y a veces cojea un poco por el calambre que le produce estar parado todo el día. Lleva pantalones habanos con muchos bolsillos y un chaleco que le regaló un amigo español, que reza en letras negras: National Geographic, encima de un bolsillo en el lado izquierdo de su pecho. Alonso ha dedicado toda su vida a la fotografía. Empezó a los catorce años cuando su cuerpo se movía al son de los tangos y otros ritmos argentinos. Siempre le gustó el baile y un amigo con el que iba a las fiestas le prestó una cámara para que tomara fotos, hiciera dinero y pudiera disfrutar de aquellas noches locas de la juventud. Luego vio en la fotografía un estilo de vida, una forma de viajar, conocer personas e historias de la calle y contarlas a través de imágenes. Para él, “la fotografía es el recuerdo de lo que la gente olvida”. A las 12:30, la Plaza se ve un poco más vacía, algunos fotógrafos que llegaron más tarde, aprovechan para ponerse al día con sus colegas. Se reúnen en grupos de a tres o cuatro a hablar y, se les unen los vendedores de recuerdos de la Plaza como Carlos Ramírez, apodado “el Faquir”, quien participó en Colombia tiene talento —un reality show— metiéndose una espada por la boca. Según Ramírez, allá hay mucha rosca y por eso no pasó. Joaquín se reúne a jugar cartas, en una de las sillas que hay entre las esculturas, con un embolador de zapatos y un cartagenero que vende llaveros y recuerdos de la Plaza. Mientras tanto, Alonso está solo y sigue esperando la venida de algún cliente; solo pasan peatones o gente que quiere fotos digitales, que no ven la necesidad de gastar dinero en una foto en un pedazo de cartón. Pasan veinte minutos antes de que una mujer delgada de unos veintiséis años llegue con su hijo de cinco. Él se aleja de la escultura, se levanta un poco la visera plana de su gorra New Era, y se les acerca con una sonrisa. La mujer lo saluda y dice que necesita una foto para su pequeño. Acuerdan tomarla en una de las esculturas de los animales. Ella lleva de la mano al niño de camiseta roja y pantalones cortos que no para de saltar, apuntando con su dedo índice al perro gigante de bronce. Su madre lo agarra por debajo de las axilas y lo sienta en la base de la escultura. Alonso se para frente al niño de pelo churrusco, peinado hacia arriba, pero que no sonríe hasta que su madre lo hace. Es ahí cuando abre sus brillantes ojos y pela los de leche. Alonso toma cinco fotografías y, con paciencia, le muestra a la madre cada una de ellas hasta que escogen una. Después de elegir la foto, es momento de imprimirla. Desde donde está hay 172 pasos hasta Paisa Color, un estudio fotográfico que queda bajando por la calle 52, a un costado del Museo de Antioquia. Allí hay tres aparatos Kodak de pantalla táctil que le permiten, en menos de cinco minutos, imprimir la foto que le vale ochocientos pesos. En este estudio se imprimen entre ochenta y cien fotos diarias de los fotógrafos de la Plaza desde hace trece años. O Fotocentro Monroy, donde le cobran setecientos pesos, pero queda detrás del hotel Nutibara, a 260 pasos, y hay que esperar a que el semáforo de la carrera 50A deje pasar. Al final, Alonso se decide por Paisa Color. Las horas pasan de la misma manera que el sol hace su viaje por el cielo. Se dibuja la silueta de las esculturas en el suelo, mientras el astro busca el horizonte. Tiene algo de cierto lo que dice Alonso Cano, “la fotografía es una vagancia disimulada”, aunque también es una manera de vivir, una forma diferente de ver el mundo, congelando la vida en pedazos de cartón. Al final, lo único que queda de ella son los recuerdos.

Las esculturas fueron hechas en Pietrasanta, Italia, en una de las residencias de Botero, y vinieron a parar a Medellín fruto de una promesa. Él donaría varias obras a la ciudad siempre y cuando el Museo de Antioquia creciera y recuperara su esplendor. Fotografía: César Alzate Vargas

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8 Portada

“No es en contra del desminado, es a favor

de la vida”

Habitantes de una región que fue piloto en la erradicación de las infames minas antipersonal sembradas por guerrilleros de las Farc ahora temen que la desmovilización del grupo insurgente traiga como consecuencia la llegada de otros violentos. Juan David Tamayo Mejía Estudiante de Periodismo Juandatamayo17@gmail.com Fotografías: Juan David

T

ranscurría mayo de 2015, cuando funcionarios del gobierno colombiano acompañados por el Batallón de Desminado del Ejército (BIDES) y los delegados de la oenegé Ayuda Popular Noruega llegaron a la vereda El Orejón, en Briceño. Por esta vez, la presencia militar no fue motivo de preocupación en la zona. Al contrario: era la expectativa de que los estruendos de los cañones de la guerra fueran reemplazados por los estruendos de minas antipersona detonadas controladamente. Briceño es un municipio del norte de Antioquia que limita con Yarumal, Ituango, Toledo y Valdivia; está conformado por 34 veredas y El Orejón es una de ellas. Para llegar allí, es necesario llegar a Toledo, tomar un campero y recorrer durante una hora una carretera destapada cuyo estado depende del clima. Después siguen dos horas más de camino a pie o en mula hasta llegar a lo alto de la montaña donde está la vereda. Desde este punto es posible divisar el cañón del río Cauca y las altas cumbres del Nudo del Paramillo que une a Antioquia con Córdoba: un punto clave en el transporte de tropas, armamento y cultivos ilícitos, sector estratégico de los grupos armados. El Orejón y el municipio Santa Elena, en el Cauca, fueron los sitios escogidos para implementar el plan piloto de desminado humanitario. Dicho plan terminó en El Orejón en diciembre de 2015. Sin embargo, el proceso estuvo plagado de dudas desde su inicio, no solo por la elección de los puntos sino por el escaso acompañamiento que se le permitió a la comunidad en ese proceso y porque el gobierno no entregó ningún territorio certificado como libre de minas. Gregorio Echavarría, habitante de la vereda y líder comunal, explica que una de las razones por las cuales se implementó este plan piloto fue la construcción de la central hidroeléctrica Hidroituango y que ese fue un factor clave para que se mirara a Briceño cuando por muchos años la presencia del Estado ha sido nula. “Ahí es donde a uno le siembran dudas, y es que buena parte del desminado se ha dado en los terrenos que ellos, HidroItuango, compraron, y es injusto porque se les está dando seguridad a ellos pero a nosotros nos dejan con una inseguridad tremenda”, dice Echavarría refiriéndose a los caminos veredales que se pidieron como zonas para desminar y que no se incluyeron en el plan piloto. Luego de meses de trabajo, el batallón BIDES desactivó cerca de cuarenta minas, cifra mucho menor a la que esperaban los habitantes de la vereda, sobre todo si se tiene en cuenta que El Orejón es uno de los lugares más minados de Antioquia. Las dudas con respecto a este proceso aumentaron cuando en Chiri 1, uno de los puntos que debía quedar libre de minas, una vaca estalló en pedazos debido al contacto con una mina antipersona. Aun así, según las estadísticas otorgadas por la Dirección Para la Acción Contra Minas Antipersonal, desde hace dos años en El Orejón no se reportan víctimas ni heridos por minas. Las razones de un NO Aunque la primera fase del piloto ya terminó, el campamento de desminado sigue instalado en la vereda. No obstante, en palabras de muchos habitantes hay preocupaciones más grandes que las propias minas sembradas en su territorio. Desde hace treinta años el Frente 36 de las Farc hace presencia en esta zona del departamento y, ante el abando-

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9 no estatal, se ha convertido en la autoridad en muchas veredas alejadas como la de El Orejón. “Aquí no había ejército ni institucionalidad; ellos eran los que mandaban”, relata Fabio Muñoz, habitante de la zona: “Ellos minaban los caminos en la noche para que no se les metieran otros grupos delincuenciales ni el Ejército. Al otro día, a las seis de la mañana, los desminaban, y también tenían la precaución de decirnos en qué partes habían dejado minas sin recoger”. Agrega que, por esta razón, el asunto de las minas antipersona se había vuelto llevadero. Durante estos años, la relación directa entre guerrilla y comunidad no se ha limitado al diálogo y a la convivencia, en El Orejón el 95 por ciento de los habitantes tienen o tuvieron que ver con los cultivos de coca de la zona. Muchos habitantes de El Orejón no se atreven a hablar y sienten temor por el estigma de pertenecer a una región cocalera: “No somos guerrilleros ni queremos serlo, tampoco somos narcotraficantes por el solo hecho de sembrar esta planta —comenta un campesino—. Solo tenemos miedo de los grupos armados que quieran llegar a dominar a la fuerza el territorio”. La burbuja de paz que vivía la vereda, debido a la protección de las Farc, ha sido perturbada en los últimos meses por la presencia de bandas criminales como Los Urabeños en el casco urbano de Briceño. Entre tanto, en lo alto de la montaña el gobierno, las Farc y los campesinos trabajan en la sustitución de cultivos de uso ilícito. Una posible disputa a sangre y fuego por esta zona estratégica mantiene en alarma a los habitantes de las veredas del cañón. Y ese temor se reflejó el 2 de octubre, en los resultados del plebiscito por la paz, cuando a pesar de que en Briceño el SÍ ganó con un setenta por ciento, la abstención reinó con un 66 por ciento. Muchas de esas personas votaron NO o se abstuvieron de votar, no por estar en contra de la paz, sino por el miedo de que las Farc se desmovilicen dejando el territorio desprotegido y a merced de grupos paramilitares. “La tierra de esta montaña es muy rica, aquí semilla que caiga semilla que germina —comenta Fabio—. Por eso, que el gobierno y las Farc nos ayuden a comercializar nuestros productos y dejar a un lado la coca”. Las minas antipersona, la coca, las Farc, el gobierno, Hidroituango, la desmovilización, los paramilitares. En todo eso piensan los habitantes del cañón de El Orejón, mientras exigen al gobierno y las Farc, con la firma de la paz, la protección de sus vidas, intervención social y mejores vías de acceso para comercializar sus productos como el café, que es rico en esta región. Por lo pronto, seguirán recorriendo los caminos de la montaña al lomo de sus bestias y trabajando duro.

Antioquia: bajan las minas Desminado humanitario. Desde 2004 hasta 31 de octubre de 2016.

880

Artefactos destruidos en Antioquia

5390

Artefactos destruidos en Colombia

41

Briceño

32

Briceño 32 Carmen de Viboral 35 Cocorná 27 El Bagre 41 Granada 161 Nariño 127 San Carlos 69 San Francisco 314 Sonsón 74

69

161 35

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314

74

127

Fuente: Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal

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Fabio Rubiano: La dramaturgia incómoda Amplíe información en delaurbe.udea.edu.co

El teatro, que no está para señalar a buenos o malos, sí lo está para incomodar, formular preguntas, examinarnos en lo más hondo. Aquí una mirada a una obra de teatro que, aun siendo ficción, nos enfrenta con nosotros mismos y con la complejidad del conflicto armado colombiano.

Fotografía: Juan Camilo López. Cortesía Teatro Pablo Tobón

Daniela Jiménez González Estudiante de Periodismo danielajimenezg09@gmail.com/ @AgathaCartaRoja

¿Qué quieren? Salvo Castello se dirige, con reticencia, a sus cuatro interlocutores: una madre campesina y sus tres hijos. No sabe con certeza si las personas que lo acompañan son reales o si, por el contrario, son el producto de su imaginación trastornada a causa del encierro. —Nosotros vinimos aquí a que sumercé nos conociera y se aprendiera nuestros nombres —le responde Alegría de Sosa, la madre. —¿Se vinieron desde la selva, desde la puta mierda, para que yo les vea sus caritas y me aprenda sus nombres? —Sí —reprochan la madre y los tres hijos al tiempo. Es justo aquí, en una casa que es apenas una habitación con un sillón, una cama, un televisor, una cocina y una nevera, donde Salvo Castello se petrifica, por la ira o el temor, ante las voces que ahora lo increpan. Pero Salvo no podría ser un personaje más disímil, todo lleno de paradojas. Porque, a fin de cuentas, ¿quién es? ¿Acaso un esquizofrénico? —Voy a contar hasta tres. Si no salen, los saco —les grita Salvo a sus acompañantes, que al acto desaparecen a sus espaldas. —Uno… ¿Por dónde se metieron? No me gusta eso. Castello, quien ahora permanece estático en el escenario del Teatro Pablo Tobón Uribe, fuera de las tablas se resguarda en otras pieles para ser otra persona. Otra que es actor, escritor, director y también dramaturgo. Y que cuando no está aquí, en esta casita, es Fabio Rubiano Orjuela.

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*** Fabio Rubiano está sentado en el hall del Gran Hotel donde se hospeda para la más reciente temporada de su obra Labio de liebre en Medellín. Está vestido de azul, su color favorito, desde la camisa hasta los zapatos, y sonríe al comentar que esta segunda temporada en la capital antioqueña ha tenido un aire diferente, como si la obra estuviera cargada de otro tipo de emociones después de los resultados del plebiscito del 2 de octubre. —Nos dimos cuenta de que no tenemos ni idea de quiénes nos rodean porque todos jurábamos que iba a ganar el Sí. La esperanza del Sí era como una navidad extendida que se fue al traste —dice. Y es que Labio de liebre es, precisamente, una pieza teatral que confronta a los espectadores con sus premisas sobre la venganza y el perdón, esos conceptos tan usados, desgastados, traídos y llevados por todos los rincones de la cotidianidad colombiana, pero pocas veces comprendidos. En esta historia, el humor juega con el drama para retratar parte de la vida de Salvo Castello, un antiguo victimario que se encuentra pagando una condena en el exterior por los atroces hechos que cometió en el pasado. A su encuentro llegan los Sosa, una de las tantas familias víctimas de Castello, a exigirle que recuerde, que traiga a su memoria todo aquello que ha olvidado por omisión o por voluntad. Hay una relación evidente entre la víctima y el victimario que empieza a transformarse a medida que avanza la obra. El victimario empieza a ser invadido por las víctimas, como presencias quiméricas, que están en algún lugar de su vida: en su casa, en su cerebro, en su consciencia.

El montaje de la obra, escrita y dirigida por Rubiano, surge de la unión entre el Teatro Petra y el Teatro Colón de Bogotá. Cuenta, además, con más de cincuenta personas tras bambalinas y seis personas en escena: Fabio Rubiano como Salvo Castello, Jacques Toukhmanian como Granado Sosa, Biassini Segura como Jerónimo Sosa, y las actrices Marcela Valencia como Alegría de Sosa, Ana María Cuéllar como Marinda Sosa y Liliana Escobar como la periodista Roxy Romero. Los nombres de los personajes de la obra fueron escogidos a partir de algunas anécdotas y del ingenio del equipo. Por ejemplo, Granados Sosa era el nombre de un taxista que en alguna ocasión conocieron en Cuba. Alegría les pareció un nombre gracioso para “una mujer que vive sufriendo”, contará Rubiano durante un conversatorio. La escenografía la compone la casa de Castello en un Territorio blanco y helado, lo más alejado posible de un país tropical como Colombia. Sin embargo, por más lejos que Castello esté, hasta allá llega la familia Sosa con la manigua y las palmeras. Los personajes traen hojas, traen y vienen de la tierra, son como caracoles que van dejando su marca a medida que avanzan. —Como quien dice: aquí le trajimos El Paraíso, díganos dónde estamos enterrados —agrega Rubiano. Esta obra suele dejar a los asistentes sin saber qué hacer: si reír o llorar. Y, por supuesto, con más dudas que respuestas: ¿se perdona o no se perdona? ¿El victimario pide perdón o lo pregunta? —Una pregunta que nos surge, que no es intención de la obra, es por qué hay tantas risas si no tenemos chistes. Y la gente también se lo pregunta. La única respuesta


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Fotografía: Andrés Gómez, Teatro Petra

que podemos dar es que tenemos una realidad tan absurda que al ponerla visible resulta chistosa. No es chistosa: da risa, sin que sea chistosa. *** —Nos podríamos ir. Alegría de Sosa mira a Salvo Castello. Lo observa como si pretendiera arrancarle las palabras que aún no ha dicho, las respuestas que no le ha dado. —Váyanse —ordena Castello. —Diga nuestros nombres. Fabio Rubiano es consciente de que deshumanizar a la víctima, despojarla de su identidad y de su nombre son las primeras acciones de quien ejerce actos de violencia atroz. —No existe la víctima, simplemente es un enemigo. Aquí les ponen nombres: narcoterroristas, terroristas, castrochavistas. No son seres humanos, son como figuras. Por eso nuestra insistencia: nosotros no somos un concepto; somos seres humanos con un nombre, una familia, un apellido, un perro, una gallina, unas gaitas, unos tambores. Lo que trata de hacer Labio de liebre es devolver ese elemento humano que se despersonaliza en un hecho de violencia. La memoria es, entonces, obligada. Porque los Sosa llegan e insisten, entran en la nevera, en el baño, reposan en la cama, en la mesa, frente al televisor. —¿A la fuerza tenemos que llegar hasta su casa a vivir con usted para que se acuerde de nosotros? —dice Fabio. Ante la dualidad de estos personajes, que no son blancos ni negros, sino un complejo entramado de grises, Fabio responde afirmando que el teatro siempre es incomodidad y que el primero que tiene que estar incómodo es el escritor. Debe ser dramaturgia en contra, en riesgo. —Uno siempre tiene que estar en peligro, porque para nosotros es muy fácil poner un bueno y un malo. O sea, qué pongo, ¿un militar gordo y feo con cicatrices, con una cresta y con pelo verde, que le viene a dar garrote a un niño inmigrante, negro, judío, menor de edad y violado? No, así es muy fácil. Yo creo que en el escenario tienen que estar equiparadas las fuerzas y generar controversia. *** Hace 32 años, Fabio Rubiano y Marcela Valencia eran no solo muy jóvenes, sino más ansiosos y disciplinados que nunca. —En realidad, Marcela era la juiciosa, era ella la que mantenía ese grupo con toda la fortaleza. La primera obra del entonces naciente Teatro Petra la ensayaron dieciocho meses, todos los días, de seis y media de la mañana a una de la tarde. Para entonces, resultaba carísima la promoción de los montajes y el esfuerzo era monumental, pues había que tocar las puertas de cada medio de comunicación, uno por uno, periódico por periódico.

—Y pasábamos de teatro en teatro y alcanzábamos a llenar público de todo lo que jodíamos. Luego, ya empezamos a ganar becas, premios de dramaturgia. La reputación hace que se vuelva un poquito más fácil. Ya hacemos teatro con la plata de los demás, que eso es un avance el verraco. Además, siempre hemos tenido una cosa muy clara y es que a los actores se les paga desde el primer montaje, así nos toque vender un riñón. Gratis, nada. Con Labio de liebre es la primera vez que no tienen problemas económicos. El proyecto contó con las garantías y la inversión del Teatro Colón, a pesar de la prevención inicial del director, Manuel José Álvarez, que cuando vio el primer ensayo dijo: “Me van a echar, esto tiene un contenido político muy bravo y esto es una entidad del Estado”. Rubiano entonces le respondió: “Esto es una obra de ficción”. Y Álvarez dijo: “Háganle”. Corrió el riesgo. —El trabajo del teatro no es juzgar ni señalar —prosigue Rubiano—. La pieza siguió y, a pesar de tener aparentemente una carga política, es una obra ficcional. Es un drama de una familia. O el drama de alguien que cometió un delito en el pasado. A pesar de todo eso, como la pieza genera tantas emociones, empezó a tener circulación, sin ser una pieza enmarcada en el ámbito comercial. Labio de liebre costó aproximadamente entre 220 y 250 millones de pesos. E, igual, iban a hacerla tuvieran esa plata o no. En varios ensayos generales, incluso, la han hecho sin nada, con la escenografía dibujada en el piso, y el efecto es bastante parecido con el público. *** Salvo Castello se encuentra de cara al público. La iluminación cambia y se nota el ramaje de los árboles que entra por las ventanas y se apropia de cada espacio de la casa. Es El Paraíso que invade al Territorio Blanco. Entonces, casi como una epifanía, Salvo grita: “¡¿Perdón?!”. Un perdón que puede escucharse de muchas maneras. ¿Está preguntando si se lo merece? ¿Si lo da? Fabio recuerda que, en los primeros borradores, él pedía perdón varias veces, terminaba abrazado con la familia y sonaba una canción que se llama El fin de la tristeza. —Cuando lo empezamos a ver, dijimos: “No, esto ya parece un happy end de guion de serie gringa, no puede ser así”. Y no, nos interesaba más la ambigüedad donde todos se van, donde no sabemos si se perdonan. A eso se llega después de muchos intentos. Para Fabio, perdonar tiene que ver con la construcción de futuro, no necesariamente olvidando el pasado, pero tampoco cobrándolo. El perdón es la consciencia de no juzgar, no condenar sin perdonar, pero también es la posibilidad de quitarse una carga que le está robando tiempo a alguien para hacer otro tipo de cosas. En la medida en que una persona se quita esa carga, puede avanzar.

*** Fabio prefiere dirigir y escribir. La actuación es, quizás, lo que podría dejar con menos dolor. A pesar de eso, le gusta estar en el escenario porque cuando está afuera corrige todo el tiempo. Sabe que el melodrama es necesario porque la vida también es melodramática, porque eso es parte de nuestra humanidad. —El teatro fue la novia que me paró bolas, no la voy a dejar ir. También ha participado en el cine, en películas como Terminal y Malamor. —No las vean —dice—. No porque Jorge Echeverry sea mal director, ni nada. A mí me parecen aburridas. Mi vida en el cine ha sido débil. *** Las reacciones de los asistentes de Labio de liebre han sido tan variadas e impredecibles como funciones han tenido y lugares han visitado. En las zonas donde hay concentración de víctimas, ha sido especialmente fuerte. Es común que durante foros o conversatorios los asistentes comiencen a llorar en medio de sus testimonios. —Anoche mismo se entró un señor aquí en Medellín, nos abrazó y nos dijo: “Que Dios los bendiga, que Dios los bendiga”. No nos soltaba. En el exterior, en Valladolid, en San Sebastián, España, o en Guanajuato, México, se relacionan de una manera diferente con la pieza. Allá se ríen menos, pero sí hay risas. *** Las luces se encienden de a poco en el Teatro Pablo Tobón Uribe y las figuras de Salvo y los Sosa aparecen en medio de la casa. La sala se llena de los aplausos que durante uno o dos minutos mantienen de pie a los asistentes. Muchos salen pasmados ante una realidad que han vivido de cerca o de manera indirecta, que ven representada y que no pueden evadir. Con más de cincuenta mil espectadores y noventa funciones, que no son muchas teniendo en cuenta que no han hecho una temporada larga, Labio de liebre ha sido el sueño que siempre tuvieron los integrantes del Teatro Petra desde que empezaron a hacer teatro. Boletería que se agota toda en una semana, teatros llenos. Al comienzo, no entendían tanto compromiso con la obra; ahora dicen que, quizás, es porque cuenta con todas las garantías técnicas para que sea un espectáculo de calidad y que, además, genera emociones, sensaciones. Es probable que Labio de Liebre sea una pieza que estuvo bendita desde el principio, desde la elección del tema, los actores, y el hecho mismo de hablar de perdón en un momento histórico para el país. Fabio piensa lo mismo. —Nació bendecida, sí; aunque no sé si por Dios o por el diablo.

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12 Obras

La última ceja del abismo Un cuento de Sergio Alzate Finalista del II Concurso Caro y Cuervo

S

iente escamas en la lengua cuando el médico le dice que su hijo ha muerto. No hubo el sexto sentido del padre, ni la premonición de que algo se había roto para siempre. Solo hubo esas palabras, claras y rotundas, que tardarán un buen rato en deshabitar su cráneo: su hijo ha muerto, señor Tomás, lo siento. El doctor atenaza sus hombros antes de darse media vuelta y dejarlo allí, llorando sin pudor en la cafetería del hospital. Siente que las manos le tiemblan como si le pertenecieran a otro, a un cualquiera que ha perdido un hijo que no es Felipe, que no puede ser Felipe. Sin embargo, lo es y tiene que firmar unos papeles en mitad de su dolor. Estampar su firma, legitimar que su niño ya no está y que ahora no es más que un montón de órganos que han dejado de funcionar correctamente. Aceptar, contra todo deseo, que esos diez años de felicidad compartida han llegado a su fin, así le parezca el tiempo más corto del mundo. “No le diré nada a Camila”, se promete al salir del hospital, manejando a través de la noche más negra que pueda recordar. “No dejaré que pase por esto”, piensa ante la puerta y las ventanas sin luces. “Será mi dolor: mío, de nadie más”, se dice al abrir la puerta del cuarto. Al sentirlo entrar, Camila gira en la cama. Escruta a Tomás con la mirada, lo lee, intenta traducirlo como hace cada día desde que ocurrió el accidente. Tomás sonríe y alza los pulgares, temiendo que la costura interna que lo une se deshilache, hilo a hilo, desde la comisura de sus labios.

a Camila en la cama, tendida de costado, mirando la ventana con las manos entre las piernas. “Regreso al hospital”, dice él. “¿Por qué?”, pregunta alarmada. “Unos papeles que hay que firmar”, le responde. Ella se gira y observa sus dedos vendados: “¿qué te pasó?”, pregunta. “Nada, me he cortado esta mañana afeitándome”. Ella regresa la mirada a la ventana. “No te olvides de decirle que lo quiero”, dice al sentirlo salir del cuarto. “Claro”, masculla él. Al llegar al hospital, los doctores le dan la mano y las enfermeras asienten a su paso. “Qué desgracia, lo siento”, canturrean todos, y Tomás no sabe si agradecer o no sus palabras. Cada pasillo por el que camina le trae un recuerdo: en esta puerta le realizaron sus primeras radiografías, y, si doblo hacia la izquierda, encontraré al fisioterapeuta, mientras que a la derecha —recuerda sin cambiar el paso— está el pasillo que lleva al laboratorio de tomografía, más allá están los traumatólogos en su oficina de luces titilantes. Pero su destino es otro. Toma el ascensor. Pulsa el botón del siete. Asciende y espera con la mirada gacha. Se abren las puertas y camina por un corredor de puertas blancas, idénticas. Se detiene ante una. Abre y lo primero que nota es el silencio. Un silencio hecho de ausencia. Lo segundo —y las piernas titubean sobre si entrar o huir— es la cama tendida. Pasa la mano por el colchón, acaricia la almohada y, mientras se sienta con las manos colgándole a cada costado, un único pensamiento le asalta: ahora qué.

*** Tras despertar a medias, siente que lo vivido ayer es un sueño, acaso un fragmento leído en pasado. Se levanta y siente en la espalda un peso de hierro y en las piernas una reticencia animal. “Es un sueño”, piensa, “y ya es tarde para que Felipe vaya al colegio, es tarde para que yo vaya al trabajo”. No entiende qué sucede. No sabe por qué los párpados le pesan tanto. No logra conciliar el silencio de la casa que de pronto le viene grande, como un traje prestado para una boda. Consigue salir del cuarto sin hacer ruido. Camina por el pasillo hasta la otra puerta en el extremo contrario, la abre, y un montón de cosas de Felipe le recuerdan lo imborrable: he muerto, papá. Tomás despierta y se lleva dos nudillos a la boca. Los muerde hasta hacerse daño, hasta sentir los incisivos clavarse en su piel y la sangre —la misma que le heredó a su hijo— inundarle con su sabor a óxido la boca. “Camila no puede saber”, se dice, todavía probando los límites del dolor, mientras los huesos de la falange bailan entre sus labios. El dolor físico le recuerda que debe ir a despedir a su hijo. Mirarlo por última vez y permitir que vuelva a la tierra. Se muerde con mayor violencia, dejando que a las penas del alma las limpien las del cuerpo. *** La misa es breve, dirigida por un cura que habla sobre un Felipe que Tomás no logra identificar como su hijo, el mismo que siempre parecía llevar prisas, como si la vida fuera corta y en cualquier momento el mundo —grande, como una aventura de corsarios— se le pudiera escapar. No hay más parafernalia que una corona de rosas blancas sobre el féretro negro. Tomás no viste de luto. Los invitados no son más de siete; amigos cercanos, ningún familiar. En la primera fila, con las manos entrelazadas, Tomás solo puede captar cosas como “un ángel que vuelve al rebaño prontamente”, “regresa a Él sin pecado”, “no hay que llorar sino alegrarnos”, “sus padres necesitan de nuestras oraciones”. Todo le suena lejano, como un televisor encendido en otro cuarto. Recobra el sentido cuando todos se levantan y un amén retumba en las bóvedas de techo alto. El próximo destino es el cementerio. Son solo un par de cuadras que sortean a pie. Tomás es uno de los cuatro hombres que llevan a su hijo a hombros. “Lo llevo a la muerte porque no pude protegerlo”, piensa. Una vez frente al foso, las ganas de llorar, de blasfemar en contra de Dios, de lanzarse a la tierra y dejarse cubrir para ir con Felipe a donde quiera que vayan los muertos. Antes de terminar el entierro, Tomás confronta a Guillermo: —¿Me ayudarás? —le pregunta. Guillermo tose y se rasca el cuello: —Lo que me pides es una locura.

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Ilustración: Ricardo Cortázar

—Lo sé —responde Tomás—. Pero lo necesito, no por mí, sino por ella. —No creo ser capaz… —Necesito que lo seas. Guillermo lo mira a los ojos, intentando captar algún brillo de locura en ellos o, al contrario, alguna señal de que Tomás no ha enloquecido, de que lo que le pide viene desde un lugar racional y honesto. —Está bien —dice—, pero prométeme que cuando Camila mejore, le contarás todo. —Lo prometo. Todos se marchan tras la última palada, tras la última oración. Solo queda un trozo marrón delineado sobre el pasto, una corona de rosas blancas que comienzan a marchitarse. *** Regresa a casa al inicio de la tarde, a tiempo para almorzar con Camila. Nota el rastro del cansancio y de las ojeras en su rostro. Se fija en el desaliño de su cabello, en el descuido de unas uñas que recordaba diferentes. “¿Y cómo está?”, le pregunta al verlo. Él se quita la chaqueta, la tira a un mueble, esboza una sonrisa y con una voz que no cree suya le dice que, como ayer, mejorando. “Hoy ha reaccionado a no sé qué estímulos”, dice, mientras ayuda a servir los platos. “Gracias, Dios”, suspira Camila: “discúlpame y dile que me disculpe; dile que mamá lo quiere, pero que por ahora no puedo”. Tomás la abraza como quien abraza un leño ardiente, seguro, en cada segundo, de merecer ese castigo. “No te preocupes”, responde, jugando con su cabello para disimular la ansiedad de sus dedos, “le diré que lo amas”. Almuerzan en silencio. Camila sonríe y por primera vez en tres semanas come todo. Le muestra a él su plato como una niña. “Mira, no he dejado nada”, dice. Tomás, en cambio, come solo la mitad. Va al baño, se desnuda y llora sentado en el inodoro. Se da una ducha y, al salir, ve

Es tarde y Camila ha tomado sus pastillas. Duerme de costado, enfrentada a la ventana que muestra un paisaje de luces sin horizonte. Tomás la ve dormir y piensa en una columna de Leila Guerriero que leyó en algún punto de las tres semanas de estado crítico. Sin hacer ruido la busca desde su celular, la lee, se abre un surco con cada frase: ¿Qué clase de hombre hay que ser para ser el hombre que fue mi padre aquella tarde?: un hombre que, mirando la soledad de miedo que empezaba a abrirse bajo sus pies, parado al borde de la última ceja del abismo, se tragaba su horror y decía: “Aquí estoy: yo no te suelto”. ¿A qué dioses se habrá encomendado para no aullar, para no moler a golpes el cuarto, el hospital, el mundo, mientras el cuerpo de mi madre marchaba seguro hacia la muerte? Lee y relee la expresión que cae como un látigo sobre un cuerpo mojado: la última ceja del abismo. Se siente allí, con los pies levitando sobre un fondo de rocas dispuestas a triturar sus huesos. Le falta solo un paso y habrá caído sin poder detener el impacto. También se pregunta qué clase de hombre es para mentirle así a Camila; para hacerle prometer a los amigos que asistieron al entierro que no dirán nada, que le dejarán llevar su dolor de manera egoísta; qué clase de hombre es para pretender que no la suelta a ella, cuando es él quien necesita que no lo dejen caer, que le expliquen cómo es posible que ayer su hijo estuviera y hoy no. Llora silenciosamente, pero Camila, entre su sueño de medicamentos prescritos, le toma un brazo como diciendo “aquí estoy, yo no te suelto”. *** —Mira lo que le he comprado a Felipe —le dice una mañana. Camila sostiene entre sus brazos una figura de Link, del videojuego de Zelda. La pedí hace un par de días, cuando me contaste de su mejoría; seguro le hará bien ver a su personaje favorito al despertar, ¿no? Camila ahora duerme menos. Incluso, se ha aventurado a ir al jardín para podar un arbusto o remover una flor marchita. Han pasado dos semanas. Tomás asiente y comenta sobre lo feliz que le hará ver ese regalo. Toma el elfo y promete que lo llevará con el resto de cosas que en estos días Camila le ha enviado: ropas, cartas, flores, peluches y juguetes pedidos por internet. Todo ha ido a parar a un rincón en casa de Guillermo. —Lo que haces no es sano —le dice Guillermo cuando Tomás llega al terminar la tarde. Tomás se desprende del regaño. Se dirige al cuarto vacío, que se supone es de huéspedes. Como un ritual se arrodilla y posa el juguete tras besarlo. Murmura tres veces “Felipe”. —¿Cómo está Camila? —pregunta Guillermo al sentirlo regresar. Hace té, le ofrece a Tomás, prepara dos tazas.


13 —Bien, cada día mejor. Desde el accidente no la veía así. —¿Así cómo? —Así, así de radiante. Ya duerme menos, ya no pasa el día en la cama, pensando en… Bueno, lo que pasó. —Pero sabes que esa mejoría es por una mentira, ¿cierto? —dice Guillermo mientras le ofrece la taza. —Gracias. Puede ser. —Te estás acostumbrando a mentir y eso es peligroso. ¿Qué harás cuando te pida llevarla a ver a Felipe? ¿No has pensado que un día se estabilizará emocionalmente y volverá a salir, a ser la misma? —Sí, he pensado en eso, una y otra vez. No tienes que repetir lo que ya sé. —¿Hasta cuándo, entonces? —¿Hasta cuándo qué, Guillermo? —Hasta cuándo seguirás con esta parodia de vida. Me pone mal entrar al cuarto y ver un montón de juguetes enviados por una madre a su hijo muerto. —Pues no entres al cuarto y todos felices, se acabó la vaina. —¿No te escuchas? Empiezas a hablar como un loco, pero no como un loco cualquiera, sino como uno muy egoísta. —Creo que ha sido un error venir hoy. —No, el error ha sido aceptar este disparate, Tomás. Ese ha sido mi error. El error de todos. —Creí que eras mi mejor amigo. —Y yo creí que eras diferente. Tomás levanta el brazo, toma distancia con él, lo avienta como una flecha que jamás podrá regresar. La taza se hace añicos, pequeños fragmentos de cerámica vuelan lejos; otros, los más grandes, caen como animales muertos. Y en la pared se dibuja una mancha mate en la que podrían verse muchas cosas: un rostro, una tarántula, un hongo atómico. Pero lo que Guillermo ve es una despedida. Un portazo que Tomás da sin palabras ni explicaciones. *** Ha pasado un mes desde la muerte del hijo. Es de noche. Camila mira hacia la ventana, Tomás la mira a ella. Acaban de hacer el amor por primera vez desde el accidente. Tomás la abraza y ella estira la espalda como un gato que ha echado de menos a su amo. “Extrañaba esto”, dice. Él asiente, le besa las vértebras y le acaricia el vientre. Nuevamente la encuentra hermosa. “Creo que estoy lista”, dice ella mientras se gira para tener los ojos de Tomás frente a los suyos. Sonríe. Él le devuelve la sonrisa y ella con un suspiro cierra los párpados. “Felipe se pondrá contento”, es todo lo que él puede decir antes de darle la espalda. Antes de sentir en los nudillos el fantasma de un mordisco que a pesar del tiempo no ha sanado. *** Recuerda de madrugada, mientras Camila duerme a su lado sin necesidad ya de medicamentos. Mientras recuerda, Tomás intenta precisar el momento exacto, el inicio de la historia, pero las imágenes giran como sumergidas en un caleidoscopio. Una mañana de domingo partieron juntos, padre e hijo. El día anterior Camila y Tomás discutieron. “Es lo suficientemente mayor”, espetaba él. “¡Es todavía un niño!”, le recriminaba ella, llevándose cada tanto las manos de la cintura al ca-

de Catalina Mesa Mujeres y tradición

Melissa Mira Estudiante de Comunicación Audiovisual y Multimedial Cineísmo: Semillero de investigación audiovisual

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n las montañas de Jericó, en el Suroeste antioqueño, las tradiciones siguen vivas debido a los relatos y conocimientos de las madres y abuelas del pueblo. Son ellas y sus historias quienes protagonizan este documental de Catalina Mesa. Jericó, al igual que estas mujeres, se teje a punta de recuerdos, de amores, desamores, felicidades y desdichas. Y es en la memoria donde esta pieza logra retratar a personajes que resultan tan pintorescos como el pueblo mismo. Todas estas mujeres, en medio de la soledad que acaece con el paso de los años, encuentran la posibilidad de revivir

bello y de allí nuevamente a la cintura. “No puedes pretender que nada le pase, que viva en una burbuja, mujer”, decía él. Felipe, mientras tanto, oía tras la puerta. Este sería su primer viaje a las montañas con su padre. “Por favor, mamá, di que sí”, pensaba con las manos apoyadas a la madera. “Está bien, tú ganas”, dijo Camila, “y tú también tras la puerta, ¿me oyes?”. El domingo se levantaron temprano. Desayunaron bajo las miradas glaciales de Camila, luego revisaron una y otra vez que llevaran todo lo necesario. Repasaron la ruta, discutieron el estado del clima. Felipe leyó los mapas con la solemnidad de un colono decimonónico, inventarió las provisiones y le advirtió a su padre sobre las panteras de montaña de las que había leído en un libro de animales. “Se suelen ver mejor de madrugada”, le explicó su hijo, “y son capaces de comerse a un hombre de tres mordiscos”. Tomás se rió y le dijo que mejor se preocupara por él, por su cuerpecito de diez años que solo tomaría un segundo masticar. Se marcharon luego de besar a Camila. Al sitio de encuentro llegaron los otros padres con sus hijos. Manejaron un par de horas hasta estar lejos de la ciudad, hasta llegar a una cadena de laderas. Ascendieron, con los morrales a cuestas, las primeras colinas. Al anochecer montaron un campamento en mitad de una montaña. Encendieron fogatas, fritaron salchichas y papas, bebieron chocolate, contaron historias de fantasmas. “Gracias, papá”, dijo Felipe antes de dormir, agotado por tanto correr y trepar y atar y montar carpas e intentar avistar aves y osos y lobos y panteras, sobre todo panteras, sin éxito real, pero no por ello menos satisfactorio. “De nada, hijo”, respondió Tomás, sin poder controlar el orgullo en su voz, abrazando a Felipe que se quedó dormido sin esperar respuesta. “¿Qué salió mal, entonces?”, se pregunta ahora que batalla contra el sueño, asustado ante la perspectiva de un nuevo día. No lo sabe y la incógnita siempre abierta le remueve algo en la garganta. Lo primero que sintió fue frío. Lo siguiente, la ausencia del otro cuerpo, del cuerpo de Felipe que ya no estaba en la carpa, de la respiración que ya no sentía constante a su lado. Salió al aire libre. Todos los demás dormían. Caminó unos cuantos metros, buscó tras árboles y arbustos, susurró llamados para luego gritarlos, con el sol amaneciendo y mal calentando el paisaje. Padres e hijos se despertaron y se unieron a la búsqueda. Subían y bajaban colinas. Intercambiaban miradas de decepción a espaldas de Tomás. Recuerda, ahora que el tímpano de la mañana se abre a través de las ventanas, ahora que los ojos le pesan y la respiración se le alarga, que solo a mediodía pudieron encontrar a Felipe. Tomás llegó hasta donde todos se habían congregado: al borde de un abismo. Al fondo de la caída vertical se encontraba su hijo, ya inconsciente, con los brazos doblados en ángulos extraños, como si en vez de un niño fuera una marioneta que nadie compró. “¡Felipe!”, gritó Tomás, arrastrándose hasta los labios del precipicio, mientras los demás lo sujetaban de la cintura, de los brazos, de los tobillos para evitar que cayera. Tomás duerme ya y sueña con esa mañana de domingo. El sol brilla ante el frescor de la mañana. Una pantera ronda su sueño.

los hechos que las marcaron a través del ejercicio de hacer memoria: los rituales de belleza, la molienda de maíz para las arepas y el tejido, sus creencias y agüeros. Sus narraciones nos embarcan —a ellas como protagonistas y a nosotras como espectadores— en un viaje emocional que pasa de las alegrías a las pérdidas, con algo de humor y todo un compendio de dichos populares en sus historias. Entre líneas, el espectador puede entender qué es lo que ha pasado con el patriarcado aún vigente en la cultura antioqueña. Las historias de ellas giran alrededor de los hombres que, aunque poco los veamos en el filme, pasan a ser gran parte de lo que, desde su propia visión, las ha definido, en especial los noviazgos y el matrimonio. La relación con lo místico y lo espiritual es otro de los elementos que caracteriza la trama. Una de aquellas mujeres, a sus ciento dos años y con la lucidez intacta, habla del trato que hizo con la Virgen para el momento de su muerte. De la misma forma, los rezos a los santos, la creencia en eventos que pueden augurar la muerte o la colección de camándulas de doña Chila, son todas muestras de esos deseos por trascender lo terrenal. Varias de las situaciones son provocadas inicialmente por la directora, construyendo una puesta en escena que de entrada produce un efecto de extrañamiento. Sin embargo, a medida que se desarrollan las conversaciones, esta singularidad encuentra su razón de ser, pues consigue que los personajes vayan recobrando la espontaneidad y profundizando en sus reflexiones. El uso de este recurso habla de una mirada, por un lado, conocedora del universo al que se aproxima, y, por otro, con una clara conciencia de lo cinematográfico.

*** Camila termina de vestirse midiendo cada ademán para no parecer nerviosa, para no dejarse llevar de nuevo por la desesperación y la desidia. “Tengo que anclarme a algo seguro”, se dice mientras pinta sus labios, sus párpados, sus mejillas. Tomás la mira. Ve su espalda, su cabello recogido, su nuca que ha quedado descubierta tras atarse el cabello en una cola alta. Observa su coquetería florecer de nuevo frente al espejo y se espanta y emociona por partes iguales. Revisa su reloj: ya casi es la hora de visitas. Tomás se levanta, camina de un extremo al otro del cuarto. Tose. Camila se levanta también, le sonríe. “¿Lista?”, le pregunta. “Más que lista”, responde ella. Antes de subir al carro ella le muestra los regalos que lleva: una caja de chocolates, un peluche de Perry el ornitorrinco, una figura de acción de Final Fantasy. “¿Crees que me reconocerá?”, quiere saber ella como si Tomás pudiese leer el futuro. “Claro, ya está muy consciente, ¿sabes?” Ella sonríe y se mira en el espejo del carro. “Tengo que estar bonita para él”, dice. Tomás no responde nada, conduce. El día es radiante y una claridad choca contra las cosas sin esfuerzo. “Hoy también es domingo”, dice Camila cortando el silencio. “¿Y?”, pregunta él. “Que un domingo perdí a mi hijo, pero hoy lo recupero”, responde ella. Tomás asiente. “Gracias, gracias por todo”, dice ella acercándose para besar su mejilla. Tomás gruñe mientras Camila sonríe con la vista ya fija en el hospital. Tomás piensa en Guillermo, en sus palabras, en esa última discusión donde se planteó esta posibilidad. “Ahora qué”, se pregunta mordiéndose el interior de la boca, temiendo a las miradas que siente sobre ellos al entrar. Camila lo sigue como una ciega a su lazarillo. Tomás camina y con la mirada busca un plan, un escape, un milagro, un cataclismo. Frente al ascensor, mientras esperan, Camila lo toma de un brazo, como pidiéndole que le diga “aquí estoy, yo no te suelto”. Está nerviosa y siente latir su corazón en los lugares más disparatados: en los hombros, en una tibia, en los lóbulos. Al abrirse la puerta, ella cree que ascenderá al cielo. Tomás en cambio siente que entra a una boca que lo engullirá sin necesidad de dentelladas; que cada piso que suben es un infierno donde tendrá que rendir cuentas en un lenguaje desconocido. Se detienen con una sacudida leve y esta vez es ella quien toma la delantera. Ha soñado con ese cuarto, con su número, con su cama tantas veces que es como si la conociera desde niña. Tomás la ve caminar ya sin poder controlar su ansiedad. Sus pasos entaconados retumban como una multitud al interior de una boca. Tomás está seguro de que en cualquier momento el párpado de la tierra se abrirá bajo sus propios pies, haciéndolo caer hasta ese precipicio que es cada vez más real, más palpable, que ha dejado de ser un desconocido futuro para plantársele aquí y ahora. “Camila, espera”, dice, tal vez grita. Camila se gira con un trozo de sonrisa todavía en sus ojos. “Sí, dime”, responde apenas conteniendo su propio cuerpo, que viaja tres pasos más adelante que ella. Tomás abre la boca, arruga el ceño, se clava las uñas en las palmas de las manos y dice la única verdad posible: nuestro hijo ha muerto.

A través de las decisiones estéticas se saben aprovechar los espacios íntimos donde habitan los personajes, de manera que, además de construir un elogio al pueblo, el color y el aire de antaño también nos narran diferentes aspectos de las mujeres que los ocupan. La música, en orden también con lo tradicional, remite una vez más a las raíces esencialmente locales de la historia. Es inevitable identificar unos rasgos de feminidad en esta película, no solo por el carácter de sus valores estéticos y expresivos sino por la complicidad que se evidencia con las mujeres que la protagonizan y la capacidad para detenerse en los detalles. La realizadora sabe entender y retratar con sensibilidad el universo de estas mujeres que, en sus últimos años, se detienen a mirar atrás y construyen su identidad a través del recuerdo.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


14 Obras Amplíe información en delaurbe.udea.edu.co Sara Lopera Estudiante de Periodismo sllopera9@gmail.com

El vaso está vacío

Fotografía: Sara

cometieron los “duros” del combo y la bandada de jovencitos que desde los doce y trece años empezaban a hacer parte de este, La cuadra, con una narración introspectiva, nos lleva a lo más íntimo de cada uno de sus personajes, a sus dolores, sus ideales, sus miedos y sus certezas. Esos muchachos no fueron delincuentes nada más: fueron soledades, hambre, inocencias; en ocasiones fueron maldad, pura maldad, odio en carne viva, crueldad en su máxima representación. En cualquier caso, fueron más que hombres armados. Y ahora más El periodista Alejandro González Ochoa y el escritor Gílmer Mesa durante el lanzamiento de La cuadra en la Fiesta que nunca, después de del Libro de Medellín. la lectura, entender por qué somos lo que soace unas pocas semanas me sumergí en la lectura mos, se me hace tremendamente difícil. No basta con recordar de un libro con el que creí haber llegado al corala historia, no basta con decir que no nos quedó de otra. No es zón de mi ciudad, a sus más profundos y oscuros suficiente justificarnos en el pasado y acudir a viejas tragedias sentires: La cuadra del escritor paisa Gílmer Mesa. En la que nos dejaron profundas heridas en el cuerpo y en el alma. presentación del libro, durante la Fiesta del Libro de este No, no es solo culpa de la pobreza, del sistema capitalista o de año, el autor dijo que, aunque desde afuera podría parecer la cultura narco. Es triste, pero pareciera ser algo propio, algo una novela más de sicariato, de esas que hablan únicamente que viene adentro desde que nacemos, en nuestra esencia; la del quehacer del delincuente, su obra se había concentrado manzana que mordió Adán; algo demasiado humano. en el ser de esas personas. Esas personas, esos sicarios de Recordé, entonces, una anécdota que puede parecer nibarrio, eran precisamente sus amigos, sus vecinos y hasta mia. Un día a mi hermana se le cayó su mochila desde arriba su hermano, hoy todos muertos. Una novela dolorosa, esde una cascada en Envigado. Quienes estaban abajo, se lanzapantosa, fiel a lo que fue Medellín en sus años ochenta y ron inmediatamente al agua para cogerla. La mochila no tenía noventa: una realidad que muchas veces quisiéramos que más que ropa interior, 2.500 pesos (lo que valía el pasaje de no fuera cierta porque incomoda y repugna. vuelta a casa) y una carpa impermeable. Nada más. Aun así, Pero lo cierto es que así fue. La materia prima de La los muchachos pensaron que lo más conveniente era enterrar cuadra fueron los recuerdos reales de Mesa, las vivencias la ropa interior en la arena, esconder la mochila y quedarse propias y las narradas por otros que ya murieron o que, con el dinero y la carpa. Quienes estábamos arriba, bajamos como él, lograron sobrevivir a esa matazón que era la ciurápido y preguntamos por la mochila. Ellos, con risas llenas de dad hace unas décadas. Esta novela se desarrolla en una cinismo y un poco de vergüenza, nos mostraron dónde habían cuadra de Aranjuez, barrio del que salió la mano armaenterrado la ropa interior y nos devolvieron el resto. da más fuerte del Cartel de Medellín: la banda de Los No sé por qué sentí tanta humillación al ver a mi hermana Priscos. Pero más allá de los innumerables crímenes que en cuclillas, a la orilla de la cascada, lavando su ropa interior llena

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Conversando con dios Diego Guerra Estudiante de Trabajo Social Dieguelo21@hotmail.com Fotografía: Juan David Tamayo Mejía

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on varias las voces que conversan con dios en este libro: unas adoran, otras dialogan, otras reprochan, hay las que, incluso, se burlan; pero, sin duda, en todas ellas hay un gran misticismo que es el hilo conductor de esta selección de poemas compilados y traducidos por Javier Sáenz Obregón. Devara Dasimayya, Allama Prabhu, Basavanna, Mahadeviyakka, Tukaram, Kabir, Rumi y Hafiz, los ocho poetas que hacen parte de esta selección, son nombres poco conocidos en la lengua castellana: todos ellos pertenecen a distintas tradiciones espirituales de la India y del Islam. En este libro, no hay ortodoxia; estos poemas se alejan de lo dogmático. Aquí el dios interlocutor dista de la representación predominante del dios de Occidente, tan serio y omnipotente, y se hace algo, alguien con quien se puede establecer una relación más cercana, casi irreverente, un dios que inspira una profunda y sencilla experiencia espiritual. El dios de la poesía es diferente del dios de los sistemas religiosos, como canta Rumi: “Los amantes de dios están lejos de las religiones, dios les muestra un camino mejor. Una gema sin sello sigue siendo una gema”. Y es que la

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poesía permite mundanizar a dios, acercarlo por medio de la palabra y encontrarse con él de una manera más directa. Por esta razón, los autores de este libro no son místicos aislados en un silencioso monasterio, son voces casi colectivas que representan una tradición popular. Para el lector, la experiencia mística con dios, por medio de estos poemas, va más allá de creer o no porque experimentar al dios de la poesía es distinto de experimentarlo en el ámbito social. El de aquí es un dios que aparece en medio de la contemplación del todo. Escribe Tukaram, casi exultante: “Me he disuelto en dios, el ser y el mundo, para convertirme en una criatura radiante... La obra en su conjunto tiene un único sentido, que nada es divisible: una luz es muchas llamas”, el de aquí es un dios que es unidad y belleza. A causa de esta unidad y esta belleza, conversar con dios para estos poetas implica una experiencia basada en los sentidos. En estos poemas, aquello que conduce a dios no está en un alma intrincada e inaccesible. Por el contrario, se halla por fuera, en las cosas que se pueden ver, tocar, en todo aquello que se puede contemplar; hablar con dios solo es posible a partir del mundo, de la experiencia sensible hecha vida, cotidianidad. El dios de estos poemas está en sus criaturas, por eso estas conversaciones son mundanas y divinas, a la vez, porque hablan a un dios que está en todo y en uno mismo, que es mundo. La Editorial de la Universidad de Antioquia publicó recientemente Conversando con dios en su colección Biblioteca clásica para jóvenes lectores.

de pantano, mientras los otros se reían descaradamente. Sentía ira e impotencia al ver, de forma tan expuesta, la miseria del pensamiento humano. Entonces, uno empieza a relacionarlo todo: ese suceso, la novela de Gilmer Mesa, el compañero de clase que dice que sería capaz de moler a golpes a un ladrón, mi tío diciendo que “maten a todos esos hijueputas guerrilleros”, mi abuela asegurando que prefiere un hijo muerto antes que marihuanero, yo sintiendo que odio a mi propia abuela por ese instante, la decepción de los integrantes de las Farc al escuchar que 6’424.385 colombianos les dijeron ¡NO! ¿Por qué somos lo que somos? En un aula de clase, el profesor pregunta: “¿Tendremos que asumir que en Antioquia naturalizamos la violencia?”. Yo inmediatamente pienso en las últimas palabras de Mesa en La cuadra: “Llevo dos décadas tratando de entender, no para justificar lo vivido, sino para mirar con caletre, qué nos llevó a ser la sociedad que somos, ya que este barrio y esta cuadra apenas son una gota de agua en el mar de podredumbre que herrumbra a toda la humanidad, el odio cerril del hombre contra el hombre como una forma de afecto contradictorio e incomprensible”. Cómo se naturaliza algo que llevamos dentro. Sí que es cierto que la guerra nos ha dejado marcas profundas: Pablo Escobar, los pillos en la esquina, la muerte indiscriminada, el familiar asesinado, las balaceras, el vicio, los policías que valían dos millones de pesos, las bombas. El dolor, la muerte, la venganza, el rencor. Todo esto, nuestras cuadras, nuestros barrios, el país y el mundo, todas sus dinámicas, sus sistemas y sus injusticias, han sido nuestra creación. Pequeñas acciones de muchísimos hombres han ido construyendo ese “mar de podredumbre que herrumbra a toda la humanidad”. Nosotros mismos hemos creado el monstruo y, luego, nos hemos armado lo suficiente para ser más malos, más duros, más fuertes, y así poder combatirlo, sobreponernos y sobrevivir. Al final, es demasiado humano e instintivo querer conservarnos vivos, así tengamos que pasar por encima del resto. Pero parece que no ha sido suficiente con estar vivos: hay que estar llenos de dinero y de poder. Y, para obtener eso fácilmente, sí que se necesita pasar por encima del resto. Hace poco, por pura coincidencia, me encontré este pasaje de Mark Twain: “De todas las criaturas, el hombre es el más detestable. De todas las especies, es el único, absolutamente el único, en poseer malignidad. La más despreciable, la más aborrecible de todos los instintos, de todas las pasiones: es la única criatura que causa dolor para divertirse, sabiendo que es dolor. Además, en la lista, es la única criatura con una mente desagradable”. Cada uno decide en su vida si quiere ver el vaso medio lleno o medio vacío. Muchas veces quiero verlo medio lleno; pero en estos tiempos, solo puedo estar de acuerdo con Twain, solo puedo ver el vaso completamente vacío.


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Ilustración: Ricardo Cortázar

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os muros, pasillos, cafeterías y plazoletas de la Universidad de Antioquia hablan al oído de estudiantes, profesores, empleados, egresados y visitantes. Les cuentan, a fuerza de grafitis y consignas, y también por medio de uno que otro monumento, la historia de violencia, lucha y resistencia que distintas generaciones han emprendido para defender algún tipo de ideal. A veces, el grito se ha alzado para proteger el carácter público de la educación; a veces, para extender la reivindación por los oprimidos del mundo; a veces, para cuestionar al establecimiento y sus crímenes; a veces, para recordar a los caídos. En esa historia de conflicto y resistencia, los nombres de hombres y mujeres se han grabado en la memoria como referentes de movimientos, organizaciones y luchas. Pero la memoria es también territorio en disputa y territorio de olvidos, como lo ha sido el mismo campus universitario desde que fue inaugurado en 1969, y por eso puede haber contradicción o ausencia para responder a quiénes fueron unos y otros, en qué pusieron su empeño, por qué sus voces fueron silenciadas y a qué se debe que ni el tiempo haya borrado su recuerdo. La Universidad de Antioquia es un espacio vivo de la sociedad donde confluyen poderes e ideas políticas, tantas veces opuestas o no siempre tolerantes. La institución y quienes la han habitado son parte del conflicto armado que atraviesa a Colombia como una herida de su historia, y así este lugar de bosque y paredes de ladrillo cuenta una historia de víctimas y victimarios, de dolor y exaltación que no termina de escribirse. En este especial, el Sistema Informativo De la Urbe y el proyecto Hacemos Memoria retoman quince historias que remiten a pugnas y hechos violentos que han movilizado a los distintos estamentos universitarios. Luis Fernando Barrientos, Pedro Luis Valencia, Leonardo Betancur Taborda, Francisco Gaviria, Luis Fernando Vélez, Jesús María Valle, Hernán Henao Delgado, Gustavo Marulanda, Gilberto Agudelo Martínez, Elkin Córdoba, David Santiago Jaramillo y Juan Manuel Jiménez, Paula Ospina y Magaly Betancur, Frank Sanmartín y Juan Camilo Agudelo Posada, son algunos de los nombres que componen este memorial de la ausencia, este mapa de violencias y resistencias de la Universidad de Antioquia, que esperamos ampliar durante 2017 en De la Urbe Digital, http://delaurbe.udea.edu.co.

Las fotografías de los murales y monumentos son tomadas por Juan David Tamayo Mejía. Las de archivo proceden de las familias y amigos de los personajes aquí rememorados. Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


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William Fredy Pérez Toro Abogado e investigador del Instituto de Estudios Políticos william.perez@udea.edu.co

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Todo está clavado en la memoria, espina de la vida y de la historia […]. Todo está escondido en la memoria, refugio de la vida y de la historia […]. Todo está cargado en la memoria, arma de la vida y de la historia. La memoria. L. Gieco

ste campus puede ser visto como un monumento auténtico. Su arquitectura, decía el maestro Ariel Escobar Llano, “tiene identidad porque está de acuerdo con lo que somos nosotros. No es una copia de nada”. Los materiales con los cuales se hizo son “de nuestra propia entraña cultural”: arcilla, madera y piedra. Y tejas de barro: “Es que todos en Colombia llevamos en el subconsciente y en el fondo del alma una casa de teja”. Esta ciudad universitaria puede ser vista, agregaba el arquitecto, “como si la acabaran de construir o como si tuviera cien, doscientos o trescientos años”. Este campus puede ser visto como un monumento icónico. Aunque haya sido erigido hace apenas unas cinco décadas, es la imagen que los méritos científicos y culturales de la Universidad evocan. Es el ícono de una Universidad venerada como patrimonio histórico de la comunidad antioqueña. Este campus puede ser visto como un monumento polifacético. Significa también la territorialidad por excelencia de los universitarios de la universidad pública en la región; sinLa Universidad de Antioquia vista desde el monumento central. Al fondo, la plazoleta Barrientos, bautizada por los estudiantes y no denominada tetiza el sentido de la crítica política, así en la nomenclatura oficial. la protesta social, las disputas, las luchas y las impugnaciones que han caracterizado la construcción del orden en Colombia. Este campus puede ser visto como un monuseñales de sus protagonistas, marcas de los medios Puede ser visto como un monumento al conflicmento público. Su cerramiento es una alegoría del utilizados y estampas de los daños causados. to que se vive afuera, pero también como un símbolo difícil acceso a la educación superior en Colombia Finalmente, este campus puede ser visto como de las habituales formas de recuperar el orden que se y, por tanto, simboliza el privilegio de “ser de la de un monumento en construcción cuyos contornos requiere adentro. Un monumento a los intereses exAntioquia”. El campus puede simbolizar también una serán definidos, en todo caso, por la memoria; es ternos que han llegado mucho más acá de porterías especie de reducto de la “esfera pública política” en la decir, por las memorias que desde siempre han del campus, y también a las “incursiones sociales” de cual algunas personas ejercen “una extraña represenpermanecido (y tal vez quieren permanecer) en los miles de universitarios que tampoco encuentran tación” de alguien o de algo, o en la cual, inclusive, un gesto, en un discurso; o por las que se han ido una línea que señala el fin de su territorio. Un monuse encuentran eventualmente las propias poblaciones incrustando y ocupando un espacio en el campus; mento a la extraterritorialidad universitaria, pero en concernidas: campesinos, indígenas, habitantes de la o por las que siguen a la espera de un sitio en el el sentido del avance de los universitarios más allá ciudad, desplazados que tratan de ventilar sus problemonumento. Lo que importa de todas esas memode “su propia jurisdicción”. mas. Una estación en el itinerario de causas sociales y rias es que tengan un lugar; es decir, la localizaEste campus puede ser visto como un monumenconflictos políticos diversos. ción que permite recordar, el emplazamiento que to vencido. En su contrastación con el entorno, alguEste campus puede ser visto como un monuinsiste en preguntar por qué, la luminosidad que nas personas aseguran ver allí los trazos de “una enmento intrincado y, a veces, misterioso. Tiene rastros dignifica a las víctimas y la elocuencia que dice vejecida corporación” que se resiste al pragmatismo; de disturbios, escaramuzas, explosiones, huidas preuna y otra vez: ¡Nunca más! los “vicios” de una comunidad insoportablemente cipitadas y accidentes fatales; huellas del encuentro Dos cosas se pueden decir, entonces, sobre este contemplativa y parlanchina; los “extraños hábitos” atropellado entre universitarios y agentes de la fuerza campus. La primera, que es un monumento que de una gente curiosa, reflexiva, cirpública, registros de transgresiones, “incivilidades”, puede ser visto como auténtico, icónico, polifacéticunspecta, desparpajada y diversa, hurtos y asaltos con violencia. Pero, sobre todo, hay co, vencido, público, intrincado, a veces misterioso y los “excesos” de una autoridad y allí unas trazas más o menos misteriosas o emborroy en construcción. Y la segunda, mucho más conunas instituciones peculiarmente nadas de violencia organizada; de una violencia que creta, que las dimensiones de ese monumento se autónomas. Ven un monumento a se escenificó en la Universidad o que recayó sobre pueden medir con exactitud: veintitrés punto siete “la ineficiencia”. ella y sobre los universitarios. Cicatrices de la guerra, hectáreas de memoria.

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Juan José Hoyos Escritor y periodista Ilustración: Ricardo Cortázar

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ran tiempos de guerra. En la Ciudad Universitaria había pedreas todos los días. Los estudiantes de la Universidad de Antioquia querían tumbar al Rector y protestaban por la guerra de Estados Unidos contra Vietnam y por la visita a Colombia del Secretario de Estado Nelson Rockefeller. La policía allanaba la Universidad cada semana con escuadrones de caballería, carros antimotines y pelotones de asalto armados de gases lacrimógenos, cascos, escudos y garrotes. Para enfrentarlos, los estudiantes formaron una brigada de choque. Zorba era su comandante. Su especialidad: las hondas. Cuando aparecía la policía montada y atravesaba la calle Barranquilla, él escogía un carabinero, preparaba la honda, apuntaba y ¡zzzuassss!: la piedra silbaba. Luego sonaba cuando se estrellaba contra el casco. El jinete caía. Enseguida, los estudiantes lo desarmaban. Zorba se ponía el casco, recogía el garrote y se iba a pelear cuerpo a cuerpo con los policías. A veces le corrían de miedo hasta sus propios compañeros que no lo reconocían con ese atuendo. Después, la brigada inventó otra arma terrible. Cuando la policía allanaba el campus y entraba a caballo persiguiendo a los estudiantes y golpeándolos, ellos regaban miles de bolas de cristal en el piso. Los caballos las pisaban, se resbalaban, sus patas vacilaban y los jinetes iban a dar al suelo. ¿El año? Tal vez 1970. Un año agitado por las protestas contra la guerra, por la campaña electoral en Colombia, por las invasiones campesinas de tierras, por la lucha de los estudiantes por cambiar el anacrónico sistema de gobierno de las universidades públicas. Yo era estudiante de periodismo y, aunque no pertenecí a ninguna brigada de choque, era como Zorba, uno de los miles de estudiantes que me había rebelado contra los dogmas. Eran tiempos difíciles. Hacía dos años, en Francia, había estallado la revuelta de 1968. Había grandes protestas en las universidades de Estados Unidos pidiendo al gobierno poner fin a la guerra de Vietnam. Zorba estaba matriculado en la carrera de Física. Se llama Jairo Arango y nació en 1947 en Andes, en el Suroeste de Antioquia. Su padre era transportador, y crió a su familia durante la violencia de los años cincuenta. Por los ríos Barroso y San Juan bajaban cadáveres todos los días. En 1953, decidió venirse a vivir en Medellín. Aquí sus hijos crecieron y casi todos se hicieron profesionales. Zorba se volvió un andariego. Su primera excursión fue al morro de El Salvador a los siete años. Después se voló para la costa Atlántica. En 1972 se fue para Itsmina, Chocó, a enseñar matemáticas en el colegio del Vicariato. Atravesó a pie el Tapón del Darién y cruzó muchas veces las selvas del Alto Andágueda y los Farallones del Citará, los mismos que veía incendiarse con la luz del sol, cada mañana, desde Andes, cuando era niño y su madre lo asoleaba después del baño. “Eso fue un imán del carajo”, dice. En 1973 regresó a la Universidad a estudiar matemáticas puras. Se retiró cuando estaba matriculado en ingeniería mecánica. Por último, se dedicó a las ventas y a la industria. Sin embargo, sacaba tiempo para visitar a los indios de Urabá y Chocó y organizar con ellos comedores comunitarios y huertas caseras. También leía, componía canciones y tomaba fotografías.

Unos años más tarde, sus padres y sus hermanos organizaron una reunión familiar. Zorba volvió a encontrarse con sus primos, muchos de ellos oficiales retirados de la Policía Nacional. Uno de ellos entró a su cuarto. Sus ojos se detuvieron en una repisa donde había puesto uno de los cascos averiados por las piedras de su honda, un recuerdo que había guardado de las trifulcas en la Universidad. El primo buscó el número que identificaba el casco y se quedó mirándolo, perplejo. Luego dijo: ¿Entonces vos fuiste el hijueputa que me pegó ese tracamanazo y me tumbó del caballo? Los dos se rieron de la historia, con los demás primos, el resto de la noche. Ahora, Zorba ya no tira piedras ni quiebra vidrios porque está convencido de que eso no sirve para cambiar un país, así piense todavía que Colombia es una sociedad injusta, excluyente, desigual. Ahora fabrica espejos y los exporta. Y sigue tomando fotos, cantando, escribiendo y tallando madera. También, organizando comedores comunitarios, esta vez para mujeres del campo. A los 69 años es el mismo hombre corpulento, de ojos azules, que ríe a carcajadas. Y aunque ama a su familia, vive solo en una pequeña casa que hizo con sus propias manos en medio de los bosques del Alto de Santa Elena. Ahora es un abuelo que lo comprende todo.

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Alba Rocío Rojas León Lamentable suceso” (El Correo); “Toque de queda en Medellín. Muerto estudiante en disturbios ayer” (El Profesora de Periodismo Espectador); “Toque de queda, incendios y un muerto albarociorojasleon@yahoo.es

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l mediodía, el viernes 8 de junio de 1973, luego de una Asamblea General en el Teatro Comandante Camilo Torres, se organizó un recorrido de protesta conjunta de profesores y estudiantes hacia el Centro de Medellín. En la calle Barranquilla con la avenida del Ferrocarril, Maximiliano Zapata, agente secreto del DAS, al tratar de evitar que un carro de Empresas Varias de Medellín fuera quemado por los manifestantes, disparó al aire para dispersar la marcha. En este cruce vial, Zapata se vio asediado por los estudiantes; entonces, disparó contra Luis Fernando Barrientos Rodríguez ─como lo narra la noticia publicada al otro día por el periódico El Colombiano─. Este acontecimiento trágico generó un caos general en la Ciudad Universitaria. El cadáver del joven estudiante de Ciencias Económicas, cuarto semestre, colocado sobre una cartelera, fue llevado en andas a la Rectoría, en el tercer piso del bloque 16, el Administrativo. Allí, los consternados estudiantes lo custodiaron varias horas. Esa tarde, en confusas circunstancias, se inició un incendio en dicha dependencia: gran parte del bloque Administrativo se incineró. Llegó la Fuerza Pública y allanó la Universidad. El rector Luis Fernando Duque Ramírez se hallaba en Bogotá. Muerte y fuego: militarización y cierre En cuatro periódicos el hecho se tituló así el 9 junio: “Fuego en la U. de A. Un estudiante muerto en graves incidentes; Conmoción y angustia en el toque de queda; 180 retenidos por el toque de queda; Los sucesos de ayer” (El Colombiano); “Graves disturbios en U. de Antioquia. Implantado toque de queda;

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en Medellín” (El Tiempo). En dos avisos fúnebres, el Gobernador, el Alcalde y sus respectivos Secretarios invitaban a las exequias del señor Luis Fernando de Jesús Barrientos Rodríguez, el sábado a las 4:00 p. m. en la Parroquia San Policarpo, y a acompañarlo al Cementerio de San Pedro (El Colombiano, 9 junio); pero la Universidad de Antioquia no se manifestó al respecto. Este conflicto causó el cierre de la Universidad por dieciocho días (se reabrió el 27 de junio). Hubo roces y confrontaciones entre la administración universitaria, la Asociación de Profesores y el Movimiento Estudiantil; así como el cierre y militarización de la Ciudad Universitaria. La confrontación ideológica de la época era temática: el Plan Básico de la Educación Superior del Gobierno Nacional, la intervención armada de Estados Unidos en Vietnam, el Programa Mínimo de los Estudiantes Colombianos, el Estatuto Docente, el cogobierno (gobierno universitario representado por estudiantes, profesores y egresados), la precaria situación financiera de la Universidad y los desmanes de la Fuerza Pública. Memoria con plazoleta En recuerdo de este hecho, al sitio amplio y libre del espacio público dentro de la Ciudad Universitaria, por la entrada de Barranquilla, la tradición oral le concedió el nombre de Plazoleta Barrientos, sin permiso de la oficialidad universitaria. Hoy es el máximo símbolo del Movimiento Estudiantil y la memoria de sus luchas políticas y académicas en la Universidad de Antioquia. Hace 43 años ocurrió este hecho luctuoso que está ausente en la memoria de los estamentos actuales de la Alma Máter.


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María Isabel Ortiz Fonnegra Estudiante de Periodismo wariaisa@gmail.com

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l 20 de noviembre de 1939, en una casa familiar en el centro de Medellín, nació Pedro Luis Valencia, el quinto hijo de una familia de siete. Por él, Darío Valencia, su hermano un año y medio mayor, se metió en varias peleas cuando estaban en el colegio, pues desde pequeño Pedro Luis “nunca medía con quién se iba a meter”, según lo cuenta su hermano. En la familia, tres de siete hijos terminaron siendo comunistas. A Pedro Luis, fueron sus hermanos Darío y Gilma los que comenzaron a hablarle del Partido, pero fue solo después de volver del año rural como estudiante de Medicina que a Pedro Luis le caló la idea. Entró al Partido Comunista y, más tarde, a la política, llegando a ser Senador de la República por el Partido Unión Patriótica. Como profesional, trabajó en el Servicio Seccional de Salud de Antioquia, hoy Metrosalud; pero allí no duró mucho. Fue despedido por diferencias políticas con sus jefes, según cuenta Álvaro Olaya, profesor pensionado de la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia, amigo y excolega de Pedro Luis. Ante esa situación, su hermano Darío le sugirió poner un consultorio privado para que pudiera ganar dinero, sostener a su familia y pagar deudas. Pero Pedro Luis le contestó: “Yo no soy capaz de eso. Me sentiría como un tendero vendiendo yucas y papas si vendiera medicina”. Más tarde, en 1971, Pedro Luis entró como profesor a la Universidad de Antioquia. En la Facultad de Medicina, fue muy querido. Álvaro Olaya recuerda que tenía un gran sentido del humor y facilidad para relacionarse con personas muy diversas, sin importar sus diferencias políticas. En la Universidad, hizo parte de la Asociación de Profesores. Pedro Luis defendía públicamente sus ideas; por esa razón, nunca estuvo de acuerdo con tener que salir del país por amenazas por pensar diferente: “¡No!, tenemos derecho a hacer política, tenemos derecho a pensar”, recuerda Haydé Marín, amiga y excolega de Pedro Luis en el Partido Comunista. Sin embargo, a finales de los años ochenta, la Universidad pública vivió una época cruda, recuerda Álvaro Olaya. Las amenazas se convirtieron en agresiones directas a representantes de partidos como la UP, creado en 1985, producto de los acercamientos de paz entre el gobierno del presidente Belisario Betancur y las Farc. Gran cantidad de los miembros de la UP eran del Partido Comunista, y varios, como Pedro Luis, hacían parte del ambiente académico universitario. El grupo de amigos de Pedro Luis se redujo rápidamente. Eran unos siete profesores muy amigos, cercanos en edad y postura política: Emiro Trujillo, a quien asesinaron; Alberto Vasco, quien debió exiliar-

se en Barcelona hasta el día de su muerte; Leonardo Lindarte, también asesinado; Saúl Franco, exiliado en Brasil; y Leonardo Betancur Taborda y Héctor Abad Gómez, asesinados el mismo día. Pedro Luis Valencia Giraldo fue asesinado en su residencia, en el barrio La América, en Medellín, antes de las seis de la mañana. Varios hombres tocaron el timbre y Beatriz Zuluaga, viuda de Pedro Luis, fue a mirar quiénes eran. Dijeron que tenían una orden de allanamiento para buscar armas. Ella supo que no querían armas, sino a su esposo; pero ya era tarde: una camioneta tipo jeep chocó contra la puerta de su garaje y hombres armados entraron a la casa. Pedro Luis se había levantado debido al ruido; desde la ventana, un hombre lo derribó de un disparo; luego, otro que se había bajado del jeep le descargó 45 balas de una ametralladora. La noche anterior a su asesinato, Pedro Luis le dijo a su esposa: “Yo tenía mucho miedo de que me asesinaran, pero ya no tengo miedo. Yo sé que me van a asesinar, pero ya no tengo miedo”. Esa tarde habían estado en una marcha por la defensa de la vida. La Marcha de los Claveles, como se le conoció, estuvo encabezada por Carlos Gaviria Díaz, Leonardo Betancur Taborda, Héctor Abad Gómez y Pedro Luis Valencia.

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Sergio Alzate Estudiante de Periodismo sergio.alzate91@hotmail.com

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orrió. Leonardo Betancur llevaba un disparo en el pecho y corrió. Ingresó a la Asociación de Institutores de Antioquia (Adida). Afuera, cerca al cruce de Girardot con Argentina, Héctor Abad Gómez, su amigo, su colega, su mentor, moría. Era el 25 de agosto de 1987. Esa mañana, en el mismo lugar, pasos antes de aquella puerta, por la que entró herido Leonardo, Luis Felipe Vélez, presidente de Adida, había sido acribillado por sicarios que se movilizaban en un Mazda 626, color verde. Era la continuación de una racha sangrienta en contra de los defensores de derechos humanos y los sindicalistas en Medellín. Dieciséis días antes, en el Parque de Berrío, Luis Felipe había pronunciado su último discurso público: “Tendremos que hacer del dolor que sentimos por la oleada de sangre en que diariamente envuelven al país los organismos militares y paramilitares, un acopio de valor civil para luchar por la vigencia de la vida”, dijo. “¡A la vida por fin daremos todo, a la muerte jamás daremos nada!”, gritó. Y dieciséis días después, con 33 años de edad, moría en la puerta de la casa que ayudó a conseguir como sede del sindicato antioqueño de maestros.

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Leonardo corrió por pasillos que ahora no existen y atravesó puertas que ya no están. Espacios que, tras la demolición de la vieja casa y la construcción de un edificio de varias plantas, dejaron de existir. El velorio de Luis Felipe Vélez fue interrumpido y el horror, como una estampida, conmocionó a los asistentes: profesores que una vez más se vestían de negro para llorar a otro caído. Tras él, los dos sicarios que habían disparado desde la moto seguían su rastro. Pero Leonardo no había sido un hombre que huyera. Ocho años antes de su asesinato fue recluido durante cuatro meses en la cárcel Bellavista por pura sospecha. Se le acusó de ser un médico guerrillero, un salubrista reaccionario por atender las heridas de un miembro del ELN, por hablar de derechos humanos y por acusar al Gobierno de negligencia. La prisión, lejos de amedrentarlo, reafirmó su vocación. En los patios de la cárcel, hacía improvisadas consultas y atendía heridas o enfermedades como mejor podía con los limitados recursos. Salió y habló abiertamente: “A mí no me pegaron tanto como a los otros; pero soy testigo de las torturas y las viví en carne propia”. Su labor social y su filiación izquierdista lo convirtieron en un blanco de vigilancia para el DAS y el Ejército. Los amigos y compañeros lo llamaban “Leo” o “Mi personaje inolvidable”. Leonardo Betancur realizó su año rural en el actual departamento del Guaviare, en los municipios de San José del Guaviare y El Retorno. Se relacionó con las comunidades llaneras en un acompañamiento tanto médico como cívico. Fue concejal de

Medellín por el movimiento Firmes y participó activamente en el Comité por la Defensa de los Derechos Humanos y en el Fondo Social Médico de la Asociación Médica de Antioquia. Igualmente, fue presidente de la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia (Asoprudea). Nació en Titiribí en 1946, un cuarto de siglo después que su mentor. Héctor Abad Gómez murió en el acto. Leonardo, para proteger su vida, se refugió en la cocina de la Asociación de Institutores de Antioquia (Adida). Afuera quedaba el cadáver de quien, primero, fuera su maestro en el pregrado de Medicina de la Universidad de Antioquia y, luego, su colega; ambos fueron profesores y ejercieron cargos administrativos en el área de la salud pública universitaria. Compartían la visión de la salud como una forma de mejorar el mundo, acabar las inequidades y reducir las brechas. No podían concebir un Estado que dejara morir niños por culpa de aguas mal tratadas o de leche contaminada. Tampoco creían en un país en el que los derechos humanos se violentaran con el beneplácito silente del gobierno. Compartían el amor por la dignidad humana y morirían juntos, con minutos de diferencia. Abad Gómez, tendido en la calle; Leonardo Betancur, en la cocina donde lo remataron a tiros. Faltaba poco para las seis de la tarde.


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Karen Parrado Estudiante de Periodismo piedemosca@gmail.com

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iez años después de haberse despedido en Caracas, a su regreso de una temporada en la República Democrática Alemana, Pablo se encontró con la muerte sobre un escritorio, en una noticia del semanario Voz. Francisco Eladio Gaviria Jaramillo, su compañero de viaje y amigo de juventud, había sido desaparecido y luego encontrado muerto. Eran los últimos días de diciembre de 1987, el año que vio morir a quince miembros más de la comunidad universitaria en una persecución sistemática contra el pensamiento diferente y la izquierda en Colombia. “Francisco muere en el año 87, después de ser desaparecido. En esa época el Partido Comunista formaba parte de la Unión Patriótica (UP), que había nacido tres años atrás, y contra nosotros se había desencadenado, en ese momento, una oleada de terror y violencia muy grande”. Francisco ‘’Pacho’ Gaviria se conoció con Pablo Escobar Polanía en 1976, dos días antes de su viaje a la Escuela Superior de la Juventud Wilhelm Pieck, una beca de diez meses con la que estudiaron las tres partes integrantes del marxismo y en la que conocieron un poco la historia del movimiento obrero alemán. Rondaban los veinte años de edad y soñaban aportar a la transformación de su país desde su militancia en la Juventud Comunista. El 10 de diciembre de 1987, Pacho tenía 32 años y trabajaba en las oficinas de la Cooperativa de Trabajadores de Simesa, en el centro de Medellín, cuando fue retenido por ocho hombres fuertemente armados y vestidos con prendas militares. Desapareció esa mañana de diciembre del 87 y fue encontrado muerto al día siguiente dentro de un costal en la Loma del Esmeraldal, en Envigado. El periódico El Mundo, del 12 de diciembre, relató los acontecimientos que clausuraron esas horas de zozobra: —El cadáver de Francisco yacía en una mesa y su visión hería la vista. Estaba cruelmente torturado por quienes lo sacaron a la fuerza de la sede de la Cooperativa de Simesa. Tenía huellas de tortura en los dedos de los pies y de las manos, las laceraciones que en el cuerpo dejó el castigo con alambre de púa, quemaduras alrededor del sitio de la cara donde siempre llevó lentes, fracturas en los brazos y en otras partes, y un tiro en la cabeza.

“No creíamos que nos fuera a pasar, porque éramos jóvenes y uno esa posibilidad la ve muy lejos. Pero también era lo que nos jugábamos: nos jugábamos hasta la vida y ese fue un precio muy alto”, relata Josefa Serna, esposa y compañera de militancia de Francisco durante su época universitaria. En 1987, él estudiaba Comunicación Social y Periodismo en la Universidad de Antioquia y ya era un carismático líder universitario y se perfilaba como dirigente del Partido Comunista. La muerte, que arrebató a Pacho de las aulas de la Universidad de Antioquia, lo trajo de nuevo a ella en sus muros cuando Alejandra Gaviria Serna, una de sus hijas; Josefina y otros de sus familiares y amigos, conmemoraron en 2007 su muerte y las de esos otros quince compañeros que fueron asesinados en ese 1987. De dicho homenaje hoy son testigos los murales en los bloques 12 y 20, en los que la frase “Recordar es volver a pasar por el corazón” vuelve a traer al presente a ese hombre de sueños y convicciones que hizo parte de sus vidas y de la historia de la Universidad.

Cuatro meses después, en abril de 2008, ‘Pacho’ recibió el grado posmortem de Comunicador Social y Periodista en “uno de los actos simbólicos más importantes en el tema de devolverle la dignidad y los sueños a Francisco Gaviria”. De todo el caminar de Pacho Gaviria quedan las huellas de memoria de su espíritu apasionado, apagado antes de tiempo, y las de una vida enamorada, como esas de las que habla el comunicado que los estudiantes de Comunicación Social publicaron tras su desaparición en 1987: “Enamorados de la vida y resentidos con la muerte: a la vida por fin daremos todo, a la muerte jamás daremos nada”.

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Juan Manuel Flórez Arias Estudiante de Periodismo @juanduermevela

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura. Augusto Monterroso. La oveja negra

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Buenos días, doctor Luis Fernando Vélez Vélez”, dijo el escultor. No hubo respuesta. Avanzó por el taller, encendió la radio y oyó comentar las noticias, los muertos que desfilaban por la voz del locutor. Sus palabras retumbaron en el salón sin que alguien las contestara. El escultor se sentó frente a un esqueleto de varillas y alambres moldeado con costales. Le habló de nuevo. En él veía el rostro de un amigo. Eran las ocho de la mañana, era viernes, era febrero, era 1988, y el escultor mantenía una consciencia inusual de todo ello. El tiempo solo suele ser tenido en cuenta cuando algo cambia, cuando lo que era deja de ser –se registra la hora exacta de la muerte, se levanta la mirada en busca de un reloj cuando sobre un pueblo se desploma una montaña o un avión impacta un rascacielos–. Pero también cuando lo que no es, comienza a ser, y lo que era un bulto metálico impregnado de yeso adquiere facciones humanas en las manos del escultor. Lo guiaban las fotografías colgadas en la pared y la memoria. Una memoria que no es de números, sino de formas, de colores, de texturas. Alonso Ríos, el escultor, conoció el rostro de Luis Fernando Vélez en esos mismos salones y corredores de la Facultad de Artes, cuando este era decano. Desde entonces se fijó en la frente prominente, en la mirada clara, la nariz enorme y una boca “tan pequeña que sorprende que de ella salieran palabras tan grandes”. Las palabras de Luis Fernando Vélez –teólogo, antropólogo y abogado– habitaron la Universidad de Antioquia durante diecinueve años; respondieron a sus grandes inquietudes –lo divino, lo humano y lo justo–; aconsejaron, fueron mesuradas, mediaron ante la radicalización de las tensiones políticas en los años setenta y ochenta; fueron vehementes, palabras que defendían los derechos humanos y denunciaban las detenciones ilegales de estudiantes y los asesinatos selectivos. Palabras que provenían de una boca pequeña como la que ahora recreaba el escultor, una boca de yeso envuelta en el más profundo silencio. “Buenos días, Luis Fernando”, le dijo otra mañana. A medida que avanzaba la obra, Alonso Ríos iba retirando palabras a ese saludo matutino, como si las formas del lenguaje cedieran ante las que adquiría la escultura con el paso de los días. Para entonces, era reconocible a los ojos de los curiosos que pasaban por el taller, quienes solo echaban en falta las gafas. Ríos respondía, enfático: “Las quité. Quería ver un rostro limpio, de un hombre limpio”. A Luis Fernando Vélez, pocos lo miraron directamente a los ojos; lo vieron siempre a través de un par de lentes de cristal. Él, a su vez, veía con ese filtro, amplificados, los pájaros que llegaban diariamente a su oficina en la Facultad de Derecho, a los que alimentaba con plátanos y se subían a su cabeza; los rostros de sus alumnos y colegas, que a veces desaparecían de la Universidad y de cualquier parte; la carretera entre Medellín y San Pedro, de donde traía semillas de papa cuando le dispararon a quemarropa por la ventana de su carro. Era jueves, era diciembre, era 1987, y era preciso ser consciente de ello. Seis días antes había aceptado la presidencia del Comité de Defensa de los Derechos Humanos, en reemplazo de su amigo asesinado Héctor Abad Gómez. Un año después, el 17 de diciembre de 1988, se inauguró en la Plazoleta Central una efigie de Luis Fernando Vélez en bronce, esculpida en yeso por Alonso Ríos, durante mañanas de conversaciones solitarias. Cuando finalizaba el acto, los asistentes creyeron escuchar disparos. No hubo solemnidad. Todos corrieron. En pocos minutos, la Plazoleta estaba vacía, a excepción de la escultura recién instalada. A varios metros de allí, Alonso Ríos supo que se trató de un sabotaje con pólvora para dispersar el homenaje. Supo otro detalle frente a la imagen de una anciana asustada, sudorosa: la reconoció como la madre de Luis Fernando Vélez. Supo que no habían terminado de temer.


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Natalia Maya Llano Periodista nata.mayal@gmail.com

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auricio Herrera Valle tenía doce años cuando contó, en medio de una de las tradicionales celebraciones navideñas de su familia, que algún día quería ser abogado como su tío. Todos se rieron. Cinco años más tarde, cuando Mauricio comenzó a cursar el último grado de colegio, aquel tío, Jesús María Valle Jaramillo, le regaló una Constitución Política de Colombia, que todavía conserva, y le prometió que lo ayudaría a ingresar a la Universidad de Antioquia. Quizá esa fue una de las pocas promesas que Jesús María, reconocido por ser un hombre de palabra, no pudo cumplir. El 27 de febrero de 1998, justo dos días antes de celebrar sus 45 años, fue asesinado por dos hombres y una mujer en su oficina del Edificio Colón. Mauricio se graduó del colegio en diciembre de ese fatídico año. Jesús María Valle Jaramillo fue la voz de los campesinos de su pueblo natal, Ituango, y de todo aquel que no tenía con qué pagar un abogado. Llegó a Medellín con sus padres y sus diez hermanos cuando tenía trece años, huyendo de un destino de pobreza y ausencia de oportunidades. Ingresó al Liceo Antioqueño y, desde entonces, encabezó la lucha por los derechos estudiantiles, lucha que continuó en la Universidad de Antioquia como estudiante de Derecho y presidente del Consejo Estudiantil. Lo llamaban “El Indio” por su cabello negro y largo. Y lo admiraban por su elocuencia. El 20 de agosto de 1970 recibió el título de Abogado y ese mismo año fue nombrado diputado a la Asamblea Departamental. Fue miembro fundador del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos desde 1979 hasta su muerte. Pero quizá uno de los cargos que más le importó, según cuenta su sobrino Mauricio, fue ser concejal de Ituango, “su pequeña patria”. Durante dos periodos consecutivos, de 1993 a 1997, no dudó en dejar sus obligaciones en Medellín para viajar a sesionar en su pueblo. Sus coterráneos, que tanto lo apreciaron, cuentan que en 1996, cuando ocurrió la masacre en el corregimiento de La Granja, Jesús María emprendió un largo viaje de 12 horas para auxiliarlos. Llegó en mula, a las seis de la mañana, y tocó una a una las puertas cerradas de sus aterrorizados vecinos. “¡Están matando a mi pueblo!”, gritó después de lo ocurrido en La Granja y en El Aro. Jesús María fue uno de los primeros en alzar la voz para denunciar la complicidad del Ejército y los paramilitares en estas masacres. Nadie lo quiso escuchar y, en su lugar, fue acusado de calumnia. Cuando sus denuncias comenzaron a tener eco a nivel internacional, fue asesinado. Juan Guillermo Valle Noreña, otro de los sobrinos de Jesús María, cuenta que cada intervención que su tío realizaba “en defensa de los más desprotegidos, alimentaba la crónica de una muerte anunciada porque sus denuncias eran una afrenta y una amenaza para las autoridades de la época: el gobernador de Antioquia y expresidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, y los comandantes de la IV Brigada, generales Manosalva y Ospina Ovalle, quie-

nes estigmatizaban y perseguían a Jesús María, señalándolo como enemigo de las Fuerzas Armadas”. Después de ese señalamiento y durante los meses previos a su asesinato, su familia vivió una larga angustia. Mauricio recuerda que su madre y sus tías lo mandaron a preguntarle a Jesús María si sabía que lo iban a matar, a lo que él respondió que “igual ya estaba cansado de esta vida, de tanta corrupción y desigualdad”. Mauricio, finalmente, estudió Derecho en honor a su tío y hoy lidera la Corporación que lleva su nombre. “Jesús María fue, en mi concepto, el mejor abogado que tuvo Colombia. Él conquistó su historia jurídica y nosotros, sus familiares, a través de la Corporación, lo que queremos es continuar el trabajo social que él quiso desarrollar y que no lo dejaron. Su otro sueño, el de montar empresa privada para darle trabajo a todos sus familiares, quizás lo cumplamos luego”, dice. El 27 de noviembre de 2008, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) falló contra el Estado colombiano en el caso impune de Jesús María Valle. En la sentencia, obligó la reapertura de la investigación y la realización de un acto público en la Universidad de Antioquia en el cual se admitiera la responsabilidad del Estado. Este acto se efectuó apenas en 2015, en el claustro universitario en el que, 18 años antes, el Rector de la época negó la autorización para que el cuerpo inmolado de Jesús María estuviera en cámara ardiente y pudiera ser despedido por la comunidad universitaria.

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Interminable el partir si apenas estábamos entrando. Fragmento del poema Partir de Eufrasio Guzmán en recuerdo de Hernán Henao.

Adriana Marcela Villamizar Gelves Estudiante de Sociología adriana.villamizar@udea.edu.co

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as cartas de condolencias empezaron a llegar a la Universidad de Antioquia un día después del asesinato del profesor Hernán Henao Delgado, ocurrido el 4 de mayo de 1999. Algunas muy formales hacían saber su sentido pésame por la muerte del colega y amigo, otras más fuertes no encontraban las palabras para explicar la tristeza e indignación por el golpe que no solo habían recibido la familia y sus compañeros de trabajo, sino también la Universidad de Antioquia. Un par de encapuchados habían entrado a la oficina del profesor, ubicada en el Bloque 9 de la ciudadela universitaria, para asesinarlo. Se repetía lo que en 1987 había sucedido: docentes y estudiantes eran amenazados y asesinados selectivamente, solo que esta vez los encargados de ejecutar estas acciones no eran únicamente agentes externos al claustro académico; para ese año, un grupo llamado Autodefensas de la Universidad de Antioquia se manifestaba por medio de panfletos y listas de amenazas. “Si yo tuviera una lista de las personas a las cuales les hubiera podido pasar alguna cosa, Hernán nunca hubiera estado ahí” son las

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palabras de María Teresa Uribe en el documental La memoria del amor: Hernán Henao, sobre la vida y obra de uno de sus colegas, el mismo con el que trabajó en el Instituto de Estudios Regionales de la Universidad de Antioquia a principios de la década del noventa, dependencia de la cual él era director. Nadie tenía en la cabeza que él pudiera ser asesinado. Su lucha no era más que la de defender la Universidad como un lugar para la reflexión, un centro de ideas donde las ciencias sociales y humanas fueran el “instrumento para la convivencia”, tal como tituló uno de sus artículos. La legitimación de la violencia nunca fue un argumento del profesor Hernán, de ahí su insistencia por restarle peso a la creencia de que Colombia es un país culturalmente violento, porque como él mismo lo concluye en su texto Violencia y paz, una mirada desde la Antropología: “La violencia es una negación de la cultura; es el límite intolerable por parte de la cultura, cuando esta se presupone soporte y explicación de una sociedad concreta. La violencia se ubica en el umbral superior de la agresión, pero en sitio que impide incorporarla como reguladora de los conflictos propios en toda la colectividad humana”. Hernán Henao Delgado, de 52 años, era reconocido como un antropólogo preocupado por temas gruesos como la familia, el territorio, la cultura y el conflicto. Meses antes de su muerte, estaba in-

vestigando las causas, el desarrollo y los impactos del desplazamiento forzado en Antioquia; fue uno de los primeros en liderar proyectos para entender este fenómeno en el país, un tema que para finales del siglo pasado resultaba casi imposible de abordar porque eran —y siguen siendo— muchos los nombres y sectores que se podían disgustar con los resultados obtenidos. Sus trabajos eran profundos, propositivos, clara muestra de que la labor académica puede trascender la mera comprensión de las realidades sociales para pugnar por su transformación. Eso lo evidencia su participación activa en entidades como la Corporación Región y la Fundación Bienestar Humano. Con la muerte del profesor Hernán la Universidad resurgió en los titulares de prensa como un lugar de batalla; quedó demostrado, una vez más, que cuando la academia toca las entrañas de fenómenos que deben tocarse, cuestiona lo que debe cuestionarse y rebasa las disculpas diplomáticas de los políticos, logra desestabilizar el poder. Y así, en esa arremetida, asume una posición ética que le exige hablar, confrontar e incomodar, posición que por sus consecuencias, casi siempre, la obligan a pasar la orilla y ocupar el infructuoso lugar de quedarse callada, a las buenas o a las malas.


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Daniela Jiménez González Estudiante de Periodismo danielajimenezg09@gmail.com/ @AgathaCartaRoja

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os inicios de agosto de 1999 fueron, para la Universidad de Antioquia, una suerte de desangre. La muerte le llegó primero, el seis de ese mes, a Hugo Ángel Jaramillo, administrador y propietario de la cafetería de la Facultad de Derecho, asesinado en el interior del campus. Al día siguiente, con la Ciudad Universitaria aún perseguida por la sombra del temor y la incertidumbre, dos sicarios en motocicleta le dispararon a un estudiante de Filosofía, quien había estado denunciando las amenazas contra su integridad y la de otros compañeros por parte de un grupo paramilitar. El estudiante se llamaba Gustavo Marulanda y todavía, luego de 17 años, su imagen reposa en los murales y pintas de las paredes de la Universidad. Mucho se ha contado de la historia de Gustavo —o de Marulo, como solían llamarlo cariñosamente algunos de sus cercanos—, incluso desde la mística de sectores políticos, desde la figura icónica del líder que fue ejemplo a seguir. Pero, ¿quién era ese joven que había crecido en un barrio popular de los años ochenta y noventa? Porque Gustavo, sin duda, vivió en otra ciudad distinta, una Medellín rebelde con todos sus matices, con presencia armada, en la que las milicias se consolidaban al igual que los sindicatos, en la que aumentaba a diario el número de desplazados por la violencia. Y este pasado en el barrio, su perfil aguerrido y su buen discurso —desde su época como estudiante del colegio Marco Fidel Suárez— lo hicieron acreedor de un bagaje político, de una efervescencia y de un apasionamiento por los derechos humanos que llevaría consigo hasta la Universidad de Antioquia. Allí, desde muy temprano se perfilaría como un líder. Y la Universidad de Antioquia no era ajena a estas transformaciones y, también, sufría una cadena marcada de cambios en los años noventa, especialmente la emergencia del paramilitarismo y su presión por tomarse los espacios de la Universidad. Los sectores tradicionales del Movimiento Estudiantil se preguntaban sobre su papel como universitarios. Los académicos, inmersos también en estas dinámicas, comenzaron a cuestionarse su rol: ¿intelectuales que se quedaban en la esterilidad de la academia o intelectuales públicos que ponían su conocimiento al servicio de las demandas sociales? Gustavo era una condensación de todo eso: de su militancia, de los cambios de la ciudad que bullían aceleradamente, los cuales él abanderaba siempre y cuando fueran legítimos desde su discurso político. Por eso, el marcado acecho de la violencia entre los años 1996 y 1998 no solo terminó avasallando a todo el mundo, sino también a Marulo. En los pasillos de la Universidad, Gustavo Marulanda conoció a Jesús María Valle, profesor, abogado y defensor de derechos humanos, quien lo acogió casi como un hijo y con quien empezó a trabajar en la denuncia del paramilitarismo. Juntos ganaron enemigos poderosos. Entonces, bajo la persecución de estos sectores que querían callarlos, Jesús María Valle fue asesinado en su oficina del Edificio Colón, en el centro de Medellín, en febrero de 1998. Y Marulo, como

comentaban entre sus allegados, también empezó a morir ese día porque, en medio de la desazón, parecía no sentir temor, aun con las amenazas que lo seguían permanentemente a todos lados. Por el contrario, se hizo más visible: continuó con las denuncias del paramilitarismo bajo la premisa de que no se iba. El clima de tensión en la Universidad de Antioquia se agudizaba. Casi todos los líderes estudiantiles huyeron. Vivían en la nostalgia. Una generación huérfana de historia en la que no pudieron contar lo que habían presenciado porque les tocó salir corriendo. Y, con todo y eso, Gustavo se quedó. Permaneció, incluso sabiendo que lo iban a matar. Por eso, cuando asesinan a Marulanda, el Movimiento Estudiantil también se sintió disminuido, acorralado. Y con él, la lista de asesinatos en la Universidad de Antioquia seguía creciendo, en una Ciudad Universitaria víctima de la disputa y la

guerra. Tantos años después, estos muros aún resguardan historias como la de Marulo. Y aunque su rostro esté fijado en el bloque 16, el Administrativo, a Gustavo, ¿quién lo recuerda? Quizás, podría pensarse que su memoria pervive porque hay miedo todavía, como también perdura el afecto de parte de algunos de sus compañeros que lo recuerdan más como un amigo que como un líder. También podría pensarse que la memoria se ha opacado entre la indiferencia de las nuevas generaciones que crecieron en una ciudad distinta. Pero, finalmente, es una memoria dividida: los que han decidido olvidarlo, los que aún recuerdan a Marulo en homenajes e investigaciones, desde la palabra o el discurso, y los que reconocen esta historia en la medida en que la siguen contando.

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Margarita Isaza Velásquez Periodista margaisaza@gmail.com

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ilberto Agudelo Martínez era el presidente nacional del Sindicato de Trabajadores y Empleados Universitarios de Colombia desde 1998. También era miembro activo de la Central Unitaria de Trabajadores. Construyó su trayectoria como líder de los obreros desde la Universidad Nacional, sede Medellín, donde había trabajado durante años primero como vigilante y luego como empleado de mantenimiento. Entre 1991 y 2006, dice la CUT, 2.205 sindicalistas fueron asesinados en Colombia. De ellos, 362 eran dirigentes. Gilberto Agudelo Martínez hace parte de estas cifras. En mayo del año 2000 viajó a Bucaramanga para una reunión de Sintraunicol en la Universidad Industrial de Santander, pero nunca llegó. Su esposa relató que esa fue la única vez que Gilberto no asistió a la marcha del primero de mayo. Según reportes de Amnistía Internacional, un grupo de las

Autodefensas Unidas de Colombia lo interceptó, lo secuestró y lo mató. El líder de los trabajadores universitarios estuvo desaparecido hasta junio de 2005, cuando la Fiscalía exhumó una fosa común en la vereda Santana del municipio de Matanza en Santander y pudo identificarlo. Gilberto Agudelo Martínez es el rostro que recibe a la comunidad universitaria al entrar por el bloque 16. Junto a la oficina de Sintraunicol, en el bloque 6, un retrato similar, elaborado como homenaje en 2008, recuerda la lucha de este hombre de 48 años que estaba casado con Nelly García y tuvo tres hijas. Según sus compañeros de sindicato, Gilberto quería que los trabajadores permanecieran unidos en el reclamo por conservar y mejorar sus condiciones laborales en tiempos de globalización y establecimiento de políticas neoliberales.

Lade Elkin placa Eduardo del olvido Luisa Charry Fue llevado a la Policlínica al recibir un impacto de fusil en el cráneo durante los disturbios entre Estudiante de Periodismo estudiantes y miembros de la fuerza pública en los luisicharry@gmail.com

Todos los estudiantes de Ciencias Sociales y Humanas y de Artes hemos pasado por allí. Aunque algunos han notado su presencia, muy pocos se han acercado a leer esa placa que al tocarla parece que se fuera a caer, a quebrar, a desmoronar, a convertirse en cenizas. Entre la plazoleta central, testigo de tantas luchas estudiantiles y del nacimiento mismo del movimiento estudiantil en la U. de A., y el “Camilo”, está una placa ilegible, abandonada entre la maleza. Para descubrir qué dice es necesario usar papel y carboncillo. Entonces, sobre el poco relieve que aún conserva, aparece el mensaje allí expuesto: Compañero caído en la lucha por la liberación y el socialismo. Vuestra sangre iluminará el sendero de nuestras tareas. En homenaje al compañero Elkin Eduardo Córdoba Giraldo, asesinado por el ejército reaccionario el 4 de marzo de 1976. Consejo Superior Estudiantil de la Universidad de Antioquia. Sindicato Regional Estudiantil de Antioquia.

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alrededores de la Facultad de Medicina, murió entre las tres y las cuatro de la tarde y, al enterarse de su muerte, los estudiantes sacaron su cuerpo y lo llevaron hasta ciudad universitaria. De allí fue trasladado a un lugar que las autoridades desconocieron hasta poco antes de las doce de la noche. Tenía dieciocho años y medio, y había cursado dos semestres de Ingeniería Química. Vivía con sus padres en Ayacucho, en el barrio Buenos Aires. A los dos días de su homicidio, un grupo de estudiantes decidió desenterrar el cuerpo, que llevaba un día sepultado en Campos de Paz. La fuerza pública no lo permitió y el disturbio que se generó dejó quince agentes heridos y 55 estudiantes detenidos. Para la segunda quincena de marzo de 1976, el MOIR denunció que el asesinato de su integrante hizo parte de la persecución estudiantil: “Ante el auge del actual movimiento estudiantil, el gobierno no ha ahorrado ninguna amenaza, provocación ni chantaje, tratando de intimidar al aguerrido estudiantado colombiano, que una vez más se levanta contra la opresión y la dominación imperialista”. 1 1.

Tribuna Roja, nº 21, segunda quincena marzo 1976.


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Pedro Correa Ochoa Periodista @pedrocorreao

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eo esa fotografía en la amarillosa página 10a del periódico —viernes, 9 de noviembre del 2001— y, exactamente quince años después, evoco a destajo mi propio recuerdo de los hechos: son casi las seis de la tarde del jueves y una mujer se abre paso entre el tumulto que se agolpa frente a un corredor oscuro; estudiantes noveleros —yo uno de ellos—. Se detiene, estira el cuello por encima de las cabezas de los espectadores y, en voz alta y con pasmosa fortaleza, confirma —a sí misma y de una vez a todos los presentes— la tragedia que enlutará a su familia: “Sí, esos son sus tenis”. Escudriño la fotografía. La manta con la que los custodios del cadáver mantuvieron tibia la dignidad de David Santiago Jaramillo Urrego era pequeña. Por eso recuerdo especialmente sus piernas descubiertas. Escudriño el corredor oscuro. Del lugar donde cayó su cuerpo hasta el tercer piso hay treinta y seis escalones. Esa tarde sus piernas los desescalaron de prisa. Bajarlos a toda marcha puede tardar quince segundos, o menos si se huye de las balas. Antes de esa cuesta abajo hacia la muerte, el muchacho —veintitrés años, estudiante de Regencia de Farmacia— jugaba una partida de ajedrez con Juan Manuel Jiménez Escobar —trasladado a la Policlínica con dos balazos en la cabeza, herido de muerte a sus veintisiete años—. Los peones, las reinas, los alfiles… quedaron derrumbados sobre el piso del balcón occidental del Bloque 6, en el campus de la Universidad de Antioquia. Hasta allí llegaron los pistoleros, armados con una subametralladora con silenciador. “Eran una mujer y un hombre”, testificaron algunos de los noveleros —recuerdo escucharlos—. La nota que acompaña la foto en la ya amarillosa página 10a de El Colombiano acogió una versión semejante, así: “No se sabe ni cómo entraron ni cómo salieron los homicidas, dijo un vigilante de la institución, quien precisó que, al parecer, los asesinos fueron un hombre y una mujer”.

En el Acta 203-2001 del Consejo Académico, que se reunió de “manera extraordinaria” —¡cinco días después!—, quedó registrado que el rector de entonces, Jaime Restrepo Cuartas, expuso que a uno de los muchachos asesinados “le encontraron propaganda de un movimiento nombrado Resistencia Estudiantil”. También, aseguró ante el Consejo, “uno de ellos había sido detenido durante ocho meses y dejado en libertad por falta de pruebas”. En la revista Noche y Niebla —del Cinep—, y su Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política, aparece el nombre de David Santiago Jaramillo Urrego entre un grupo de “detenidos arbitrariamente en un operativo realizado durante el Paro Cívico Nacional. El hecho se presentó en el barrio La Divisa, cuando comunidades populares de la zona centro de la ciudad se disponían a realizar una marcha”. Según la publicación, en ese hecho —septiembre de 1998— miembros de la Policía Nacional, ante lo que explicaron como una emboscada, “ejecutaron a tres manifestantes y detuvieron arbitrariamente a veintitrés, de los cuales siete fueron heridos”.

Pese a las circunstancias anteriores, no hubo, al menos no públicamente, una asociación directa de los homicidios de David Santiago y Juan Manuel como un hecho de violencia política relacionado con las dinámicas de movilización universitaria. Tampoco hubo un reclamo contundente del movimiento estudiantil frente al suceso. No obstante, el hecho marcó lo que podría llamarse una nueva era en la cotidianidad del campus. Una afectación banal me lo recuerda: al día siguiente de la muerte de los muchachos tenía un parcial de cálculo, a las seis de la mañana. Tras la madrugada, unas cuadras antes de que el bus llegara a la Universidad, escuché en las noticias radiales que las clases se suspenderían ese viernes y todo el puente festivo. El martes siguiente volvimos a una Ciudad Universitaria desprovista de cualquier ventorrillo informal. Eran en total 166, según los registros del allanamiento que ese fin de semana hicieron las autoridades universitarias; 66 eran propiedad de estudiantes y cien de comerciantes que no tenían vínculos con la institución. Antes de esa trágica noche, el ingreso al Campus, tanto para los universitarios como para personas externas, se lograba con pocas restricciones. Así que tras ochenta actos delincuenciales registrados dentro de la Universidad en lo corrido de ese año, los homicidios de David Santiago y Juan Manuel fueron el punto de quiebre para justificar nuevas medidas de seguridad. El Rector decretó la prohibición de ventas informales, detrás de las cuales, aseguró, se camuflaban actividades que ponían en riesgo la seguridad interna. A los vigilantes se les ordenó requisar en las porterías los morrales; y empezó a materializarse el proyecto de instalación de torniquetes y cámaras de seguridad —hoy, una realidad—. Quince años después, el corredor por el que esa noche caminó el cortejo fúnebre que despidió para siempre a David Santiago es, de nuevo, un mercadillo. Hoy, ese nuevo statu quo universitario desatado tras la muerte de los dos muchachos parece en vano. Tal vez porque la Universidad —como la memoria—, es un tiovivo indeliberado y complejo que con frecuencia, caprichoso, retorna al pasado.

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Juan Diego Posada Politólogo y estudiante de Periodismo jdposadap@hotmail.com

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n día, una caja de libros llegó a mi casa en manos de mi madre. Cuando pregunté por la procedencia de dicha caja, la respuesta fue: “De Paula, la hija de mi amiga”. Esta Paula era Paula Ospina, quien ingresó a la Universidad Nacional en 2002, con dieciséis años, justo después de graduarse, a estudiar Ciencia Política. Era la única mujer de su familia que llegaba a la Universidad. Marx, Mao y Orlando Fals Borda hacen parte de mi biblioteca ahora. Cuando leo algunas líneas, puedo imaginar a Paula al mismo tiempo, sentada en su cama, tomando un poco de café, devorando libros, los cuales podía leer enteros en dos o tres días, según doña Beatriz, su madre. “Paula, dormí”, le rogaba. Así como los libros adornaban la mesa de noche de Paula; hoy, en un nochero de la casa de Beatriz, una foto de su hija, quien sostiene un girasol ilumina la habitación de huéspedes. Su sonrisa, como el sol, brilla; contrasta con su piel trigueña. Mientras cocina, Beatriz habla sobre el gusto de su hija por las mariposas. Las mismas que, adheridas al metal de la nevera, en forma de imanes, están pegadas como pequeños recuerdos de su presencia. “A Paula, le encantaba dibujarlas”, dice. Lo mismo sucedía con las libélulas. “Todas las piyamas de la familia tenían que ver con las libélulas de Paula”, relata Beatriz. Se encargaba de buscar cuanta pintura le fuese posible para pintar libélulas en las ropas con las que dormía. Corrían diez días de febrero de 2005, cuando Paula se encontró

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con la peor parte de su destino en un laboratorio del bloque 1 de la Universidad de Antioquia. Una explosión de “papas bomba”, en el marco de las protestas contra las rondas de conversaciones del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Colombia, afectó de gran manera a Paula y a su amiga Magaly, ambas víctimas del impacto. Paula Andrea Ospina, de diecinueve años, y Magaly Betancur, de veinte, estudiantes de la Universidad Nacional Sede Medellín, de Ciencia Política e Ingeniería, respectivamente, morirían días después a causa de sus heridas. Las pintas que en nuestra Ciudad Universitaria rememoran el nombre de Paula están, como la casa de su madre, llenas de colores. “Porque es mejor recordarla así”, dice Beatriz, mientras se le quiebra la voz. Entre girasoles, mariposas y libélulas, se ha encargado de dejar algunos de sus más valiosos recuerdos a la vista, esos que ayudan a revivirla sin torturarla. Pero, por otro lado, ha dejado ir otros que prefiere encargar al olvido. Ese olvido benigno que se lleva los fantasmas.

Precisamente, en un acto de liberación, Beatriz ‘dejó ir’ a Paula por medio de algunos de sus objetos, como los libros que hoy todavía puedo leer. Los mismos con los que mi madre llegó aquel día a casa, como un regalo de Beatriz, pero como un legado de Paula. Mientras la mamá de Paula corta los vegetales para la ensalada del almuerzo que, amablemente, me prepara, pienso en aquellas personas que han muerto y con las cuales, de una u otra forma, tengo cercanía. Las que conozco han caído dentro de la Universidad y, cuando camino desapercibido, me encuentro con sus rostros inmortalizados en los muros de los claustros académicos. A Paula nunca la conocí, pero puedo leerla entre líneas por sus libros, y en lo poco que subrayaba en ellos. Esos libros de Marx, Mao y Fals Borda hoy hacen parte de mi biblioteca; pero cuando abro sus primeras páginas, están marcados con otro nombre: Paula Andrea.


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Laura Cardona Estudiante de Periodismo laulccp@gmail.com

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entada, observaba cómo los amigos de Franklin Sanmartín lo recordaban. Me dejé contagiar de sus historias: reí cuando me contaban cómo le hizo un examen sorpresa a un grupo de primíparos haciéndose pasar por profesor; me dejé llenar de esa sensación de bienestar cuando, al evocarlo, se reían y resaltaban su nobleza. Hasta me sentí agotada cuando enumeraron los compromisos que Franklin tenía: con su mamá, con su compañera sentimental, con su hija, con los diferentes trabajos que tuvo, con la academia, con el colectivo Afro U. de A., con su papel político para aportar a la construcción de un nuevo país. Allí, sentada en la Plaza Barrientos o en el Bloque 1, frente a los murales que pintaron en su honor, me dejo llevar por la voz de quienes lo recuerdan y sienten su ausencia, para intentar conocer al hombre que inmortalizaron en un colorido mural, en unas palabras: “Por la vida… hasta la vida misma”. Y las palabras fueron creando una imagen. La de un hombre llegado de Turbo para estudiar Química Farmacéutica en la Universidad de Antioquia con ayuda de su hermano mayor quien, siendo policía, le dijo que no quería verlo cargando un uniforme, sino libros. Un hombre que entró a la Universidad cuando era padre de una bebita en pañales, una niña en la que hoy los compañeros de Franklin reconocen la alegría de su padre. Un hombre lleno de sonrisas, de buen humor y de amigos. Uno que, junto con otros compañeros, creó un grupo de estudio para ayudar a otros llegados del Pacífico y Urabá, con el fin de que no enfrentaran solos el choque cultural y que podían aprender de quienes ya manejaban la ciudad, y la química y las matemáticas y el álgebra lineal y demás. Con el tiempo, el grupo se convirtió en el Colectivo Universitario Afro U. de A. Tras cada palabra, Franklin Sanmartín se vuelve más claro, más tangible. Entiendo el por-

qué de esa huella tan presente entre sus amigos, quienes parecen pasar por un carrusel de emociones, mientras hablamos de él, mientras las anécdotas, que describen tanto la personalidad de Sanmartín, son pronunciadas. Que iba y abogaba por sus compañeros ante los profesores cuando había problemas. Que llegaba al aula con bolsas de mercancía: yines, celulares. O que se iba antes de terminar la clase y les decía a sus compañeros: “Vos sabés que yo tengo una niña; tengo que trabajar”.

También, esa frase que repetía y que para sus amigos resumía su historia antes de la universidad, sus vivencias en el Urabá antioqueño: “Yo soy de donde nacen muchos y se crían pocos”. Y el atropello a la justicia, a la dignidad, eso sí lograba exaltarlo, como cuando un carro casi lo atropelló y el conductor le gritó: “¡Negro, hijueputa!”. Y ante la afrenta contra su dignidad –con una especie de mágico movimiento–, le arrebató al conductor las llaves del carro. Solo la mediación de Yeison Jacob Moreno Murillo, compañero de Facultad que lo acompañaba, permitió la resolución pacífica del lío. El que trabajaba, el que ayudaba a sus compañeros, el que exigía dignidad, el que odiaba las injusticias, el que sonreía casi todo el tiempo, ese era Frank Sanmartín. Ese era, ese fue y hoy no se tiene claro por qué dejó de serlo, ni por qué sus amigos y su familia deben sufrir su ausencia. Se despidieron en vacaciones de diciembre; todos volvieron a sus tierras, con sus familias. Y el 12 de enero de 2013 la noticia sorprendió: después de tres días de estar desaparecido, fue encontrado asesinado por arma de fuego. Desde el 9, cuando lo vieron por última vez, había estado sin vida. ¿Qué pasó? Jafeth Leyes Mosquera, politólogo y amigo de Franklin, comenta: “Solamente sabemos que quien lo mató era una persona que lo distinguía y que fotografiaron el asesinato de él y se lo enviaron al hermanito”. Palabras difíciles de pronunciar; los dos nos quedamos callados unos segundos, como tratando de procesar semejante idea… “Nosotros decimos que es persecución política. La mayoría de la gente dice que no, pero nosotros sabemos que aquí asesinan y a todo el mundo le parece normal y la gente trata es de justificar al victimario… Él es otra de las tantas muertes que engrosa la lista de asesinatos de este país y que probablemente nadie sepa cómo se va a resolver”.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


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Margarita Isaza Velásquez octavo semestre de Sociología en la Universidad de AnPeriodista tioquia. Había fallecido, dijo la radio, cuando lo trasladaban al Hospital San Vicente de Paúl, tras una explosión en margaisaza@gmail.com

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oco antes del mediodía, el rumor se acrecentó: un estudiante había muerto cuando manipulaba una papa bomba. Ese jueves 30 de octubre del 2013, aunque la Universidad de Antioquia estaba cerrada al público, habría marchas que partirían de allí y de la Universidad Nacional para seguir divulgando el pliego con el que los estudiantes de la Alma Máter pedían, desde septiembre, que no se desalojaran del campus a los vendedores informales, que se retiraran las cámaras de vigilancia y que se eliminara la Oficina de Asuntos Disciplinarios que llevaba procesos contra líderes de organizaciones y de algunas protestas, sobre todo del último año. La marcha prometía estar nutrida porque serviría, también, para apoyar a quienes completaban 48 horas en huelga de hambre apostados en el bloque 16 y habían sido objeto de represalias por parte del Esmad. El estudiante del que se empezaba a tener una trágica noticia se llamaba Juan Camilo Agudelo Posada, de veintitrés años, y cursaba

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el bloque de Artes de la Universidad Nacional. A Eberhar Cano, compañero de clases y amigo de ideales, lo llamaron a contarle. En ese momento, él estaba en su casa escribiendo cartas dirigidas a distintas organizaciones para presentar el proyecto que durante meses había soñado y preparado con Juan Camilo Agudelo: Camilo Vive Medellín, una idea de memoria histórica que relacionaba el legado del cura Camilo Torres y los postulados de la Teología de la Liberación. Según Eberhar, el estudiante que había muerto, su amigo, era un hombre crítico y lector voraz. Si bien tenía relación con distintas organizaciones y luchas, algunas desde lo clandestino, sus principales reivindicaciones y prismas para mirar el mundo eran la promoción del fútbol social como estilo de vida, y la difusión de la Teología de la Liberación como filosofía personal y proyecto de sociedad. No se le olvida que, el día en que se conocieron, al salir de una clase de Introducción a la Sociología, Juan Camilo le contó que estaba leyendo el libro Aquellas muertes que hicieron resplandecer la vida, del padre Javier Giraldo. A partir de ahí, ambos se volvieron inseparables. Esas búsquedas que parecen disímiles: el fútbol y la espiritualidad, más la capacidad indiscutible de

Juan Camilo para relacionarse con diversas personas y grupos, son quizás las razones por las cuales, luego de su muerte, hubo tantos homenajes, pintas y grafitis para él. En la Universidad de Antioquia, detrás del bloque 24, también de Artes, un Juan Camilo sonriente acompaña la inscripción de una placa negra con letras doradas: “Ni por un día te olvidaste de seguir siempre aferrado a tu conciencia de existir, siempre sembrando esa alegría de vivir… A ti, a mí, a nosotros”. Cerca de allí, en uno de los muros del estadio universitario, la palabra “Juanca” asimila una bandera del que fuera su club del alma, el Deportivo Independiente de Medellín. Eberhar recuerda también el homenaje que en la ceremonia de graduación de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, en diciembre de 2014, le rindieron al compañero ausente: “En el teatro, leímos un discurso que resaltaba la labor del sociólogo en la sociedad colombiana y que recordaba quién había sido Juanca. Dos artistas de clown prepararon un acto muy bonito y, mientras eso ocurría, extendimos una pancarta con los rostros de Orlando Fals Borda, Camilo Torres y Juan Camilo Agudelo. Todo el mundo se puso de pie”. En esa misma ceremonia, quizás Juan Camilo también hubiera recibido su título de Sociólogo.


Evocación

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Bendito olvido Gilma Montoya Gómez Licenciada en Historia y Filosofía Fotografías: Archivo familia Gómez

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i madre olvidó el mundo sin saber que el olvido era la muerte. Nació el 3 de julio de 1926 en un pueblo de una sola calle, una sola iglesia, una sola escuela y un solo destino. Fue ella el fruto de la unión entre una mujer y un N.N. El día de su bautizo, el sacerdote del pueblo, con el tono autoritario propio de la Iglesia católica, increpó a su madre: —Señora, ¿piensa usted llamar a su hija Sara? — Sí. Sara —respondió ella. Entonces, por obra y gracia de una equivocación eclesiástica, fue nombrada Sísara Gómez. Mi abuela, una amalgama entre dureza y valentía, la levantó sola. O no del todo, acompañada a veces por los liberales que escondía en su casa para librarlos de las embestidas de los conservadores, por allá en los años 40. Una mujer osada, mi abuela, tanto, que a veces arremetía contra su propia familia como si sus miembros fueran del partido contrario. Sísara se crio en ese pueblo minúsculo e ingenuo donde los días, a excepción de aquellos destinados a las confrontaciones políticas, se arrastraban pesados y perezosos. De adulta, se casó con un hombre proveniente de Finlandia, Quindío, a quien el azar lo llevó a un pueblo en el que era imposible perderse. Teniendo en cuenta que, para la época, el único método anticonceptivo accesible era la abstinencia y que este hombre tenía de todo menos vocación de monje tibetano, empezaron a reproducirse cual conejos en jaula chica, y a meter a sus crías en una casa cuyas incomodidades eran: una sala, una pieza y una cocina. Mi madre poco supo de un fenómeno tan natural como la menstruación. Catorce hijos en quince años apenas le dejaron conocer la sangre. Como el yin y el yang, el cielo y el infierno, la gastroenteritis, hija natural de la pobreza, retó a la vida que se multiplicaba sin control y se llevó a cuatro de sus crías al lugar donde solo habita el silencio. Con diez pollitos en fila india, mis padres decidieron venir a pavonearse a Medellín, una ciudad con miles de casas, de calles, de historias, que hacía ver a su pueblo de origen como una caricatura. Con una soltura y una seguridad pasmosas, mi mamá empezó a cruzar fronteras hacia otros municipios y departamentos. Al regresar de nuevo a Medellín, sacaba la ropa de la maleta para lavarla y la volvía a empacar para dejarla lista para el próximo viaje. Las condiciones en que se desarrollaban sus paseos poco importaban. Daba igual si había plata o si al llegar a su lugar de destino la única frase posible fuese: “Definitivamente, uno sale de la casa es a sufrir”. Sin embargo, llegó el momento en que las salidas empezaron a perder sabor. Mientras sus acompañantes se bebían a copas llenas la existencia, ella se quedaba retraída pensando: “¿Yo sí apagaría el fogón? ¿Se me quedarían las llaves en la chapa de la puerta? ¿Sí le habré dejado comida al perro? ¿Esta mañana sí me tomaría la pastilla?”. Los objetos empezaron a tener vida propia. Alguna vez, sus zapatos acompañaron durante una semana, la leche y la carne en el congelador. Cuando iba a llamar a un nieto, pronunciaba primero los nombres de los diez hijos y los trece nietos restantes, hasta por fin dar con el indicado. Una noche fue a mi cama, desesperada, a ponerme la queja de los cuadernos que mi hermano le acababa de robar en la escuela. Estaba angustiada por el regaño que le iba a pegar la profesora. Yo le preguntaba a él que si no le daba pena y le ordenaba que se los devolviera o se ganaría un castigo. Para calmarla, le decía a ella que los había recuperado y le entregaba los de mi hija. Al verlos, me decía: “Oigan a esta, si los cuadernos míos no tenían muñecos. A mí sí no me va a engañar” y empezaba a llorar. Algunas tardes, con el rostro pegado al vidrio de la ventana, se quedaba largos ratos esperando a sus muertos, angustiada porque se hubiesen quedado enredados en cualquier bar. Las lágrimas empezaron a bañar su vida cotidiana: el uniforme escolar roto, la muñeca que hace ochenta años tuvo en sus manos y no veía más, las llamas que volvían a su cabeza cubriendo de humo las paredes de una casa de bareque y barro. Su mundo interior empezó a ser del tamaño de su pueblo natal. Una conversación de dos horas se reducía a una

pregunta repetida hasta el infinito. “Contame en estas vacaciones a dónde te fuiste a pasear”. No importaba que yo llevara dos horas diciéndole que no había salido de la ciudad. Yo le decía: “Mejor contame vos: ¿cómo te has sentido en estos días?”. Entonces, ella volvía: “Yo, bien. Y, ¿en estas vacaciones a dónde te fuiste a pasear?”. Corrían lágrimas como ríos porque no la llevaba a su casa, que ya estaba arrendada. Al final, le decía: “Venga, pues, vámonos” e inmediatamente respondía: “Huy, mija, ¿usted es que está loca o qué?, ¿cuál casa?, si mi casa está aquí”. En el cumpleaños número sesenta de su hijo mayor, le pedí que fuera a felicitarlo. Antes de hacerlo, me preguntó, tímidamente, al oído: “Vení. Decime: ¿Quién es mayor? ¿Él o yo?”. Le dije que, obviamente, él era mayor: “¿Acaso no le ves las arrugas?”. Y ella me contestó: “Ya ves que, para ser mayor que yo, no está tan arrugado”. Un día, a las cinco de la mañana, las vecinas pudieron verla caminando apresuradamente con una maleta en su mano:

—Doña Sísara, venga, ¿para dónde va? —preguntaron. —No me entretenga, mija, que voy de afán para San Andrés —dijo ella. Fue una labor titánica explicarle que ese viaje había sucedido dos años atrás y que no había ni mar ni playa o avión que la estuviera esperando. Cuando estuvo en México, casi ni se dio cuenta. Sus relatos de viaje se redujeron a lamentarse por no haber podido conocer al Chavo del Ocho y a Vicente Fernández. Desde ese día, supimos que era lo mismo llevarla a Panamá o a Niquía. Para ella, el mundo cabía en el límite de su retina. Sus rabias empezaron a ser frecuentes: no llevarla a visitar a la amiga, a quien suponía viva; no darle el tercer desayuno con el segundo sin terminar; convencerla de que no se había bañado; o hacerla entender que un 26 de abril no llegaba el Niño Jesús. Si se le llevaba la contraria, dejaba salir un sartal de groserías que jamás su santa educación le había permitido proferir. Alguna vez, se levantó llamando a su esposo y al hijo que ya estaban muertos. Decía que los extrañaba, que hacía muchos días que no venían a verla. La empleada de turno le dijo: “Doña Sísara, no los llame más. Déjelos que ellos están tranquilos en el cielo”. —¿Y es que yo acaso los estoy llamando? A mí que me importan ese par de hijueputas —respondió ella. Una tarde, apenas subiendo las escaleras de la casa, escuché gritos, palabras de grueso calibre y el infaltable llanto desde su habitación. Le pregunté qué estaba pasando allí y me dijo: “Aquí peleando con este verraco que vino ayer y se me robó la caja de dientes”. Yo le decía que eso no podía ser, que un hijo jamás le haría eso a una madre y que, además, él no la necesitaba, pues tenía los dientes completos. —Para él, no; pero para regalársela a una de las tantas novias que mantiene, como es de cachón —dijo. Yo le repetía que él no sería capaz, que en algún lugar de la casa la había dejado guardada. —Es él, es él, ¿acaso no lo ve muerto de la risa? —insistía. Los nombres, las caras, las necesidades, los billetes, las fotos se fueron borrando, convertidos en bruma espesa, en una mente que no se daba cuenta de que sus recuerdos pertenecían a un pasado remoto y no a un ahora que se le desvanecía. Fueron 87 años que tuvo que ir borrando para desanudar los lazos que la ataban a este mundo. Con un dolor a cuentagotas, al verla del otro lado, estando en todas y en ninguna parte, regalándome un ayer que ya no le pertenecía ni me pertenecía, sentada junto a sus fantasmas compartiendo la mesa, pude al final decirle con tranquilidad. “Sí, Sara, si ese es tu destino, olvidate de todo que, desde hoy, empiezo a recordar por vos”.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


34 En lente

Altavoz 2016:

El grito en el cielo Amplíe información en delaurbe.udea.edu.co

Karen Parrado Beltrán Estudiante de Periodismo piedemosca@gmail.com Fotografías: Juan David Tamayo Mejía

U

n puente entre la música, la ciudad y la lluvia fueron los tres días del Altavoz 2016. La versión número trece del festival dejó sobre el escenario la energía de 57 artistas que hicieron retumbar el vecindario del aeroparque Juan Pablo II bajo una lluvia de rock, metal, punk, electrónica, ska, reggae y rap. La música se robó las miradas, los aplausos, los corazones y, sobre todo, le robó al mal tiempo la buena cara de sus asistentes. Los amplificadores del Festival Altavoz sonaron para bandas de peso internacional como Municipal Waste, Deicide, Jello Biafra, A.N.I.M.A.L, Onix y Ky-Mani Marley, pero también proyectos musicales locales como Los Suziox, Daycore, IV Tiempos, 1000 cadáveres, Señor Naranjo y DonKristobal. El alma del Altavoz estalló en el febril coro de la canción de Mutantex: “ya no consigo más satisfacción/ya ni con drogas, ni con alcohol/ya no consigo ninguna reacción”… el Tributo a Rodrigo D también vibró en los amplificadores del Festival y se subió al escenario para tocar las canciones de la banda sonora de esta película de Víctor Gaviria. Desde arriba el cielo rugía, espolvoreando el cielo de luces metálicas que danzaban con los haces rojos, morados, azules y dorados de las luces en el escenario. En tarima, instrumentos y voces se hacían dueños del tiempo y el espacio. Altavoz apagó una edición más la noche del lunes 7 de noviembre con la casa llena y una nube de tributo al reggae mientras sonaban los clásicos del legendario Bob Marley en la presentación de cierre de Ky-Mani Marley. Cerró la puerta del garaje musical de la casa, uno que siempre se abre con gusto entre filas, canciones, amigos, pogos y euforia. La música convocó a miles de almas que se mojaron para secarse con el eco de miles de gritos en el cielo.

Los Suziox, una de las grupos de la banda sonora de la película Los Nadie, dejó sus canciones en un banquete de punk durante el segundo día del festival.

Cerca de 75 mil asistentes pusieron su grito en el cielo durante los tres días de esta fecha musical de la ciudad.

No. 82 Medellín, diciembre de 2016


35

Las 57 bandas que participaron este año heredaron la icónica señal del rock de manos del público mientras celebraban la música.

Amigos/parche/gritos/pogo/euforia/coros… un puente de desahogo musical.

En el Tributo a Rodrigo D. estuvieron las voces de Andrea Ávila (Izq.), de la banda Agressor, y Vicky Castro (Der.) vocalista de Fértil Miseria.

Ramiro Meneses, el rostro de Rodrigo D. No futuro, abrió el tributo en uno de los momentos más emotivos del Altavoz 2016.

La última noche subió al cielo en tributo al reggae durante el concierto de Ky – Mani Marley, uno de los hijos de Bob Marley.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


36 Última

Un país que no se reconoce a sí mismo

David E. Santos Gómez Profesor de Periodismo dvidsantosg82@gmail.com Fort Lauderdale, Florida, E.U. Fotografía: David

E

stados Unidos es un país dividido. Se siente en el aire y en la mirada y en las conversaciones como una nación fracturada que trata de explicarse a sí misma al ritmo frenético en el que suceden las cosas. Ya no sirven los viejos parámetros por los cuales se medía y asimilaba la patria. Ni siquiera cumplen su función los viejos clichés populistas. Eso de la tierra de la libertad o la nación construida por los inmigrantes o las puertas abiertas para el sueño americano. Todos los ideales que hacen grande a la potencia del mundo parecen caminar de puntillas, miedosos, como intentando no fastidiar a nadie mientras todos tienen los nervios de punta. Como evitando caer al vacío de la inconciencia colectiva. El triunfo presidencial de Donald Trump ante la mirada atónita del mundo entero no solo despedazó todas las quinielas y todos los pronósticos de los analistas más respetados. Al mismo tiempo, mostró la fractura evidente entre una nación sumida en el desespero económico que prefiere apostarle a la aventura del populismo inexperto que a la ponderación de la experiencia. Se quieren soluciones ya, recuperación de empleo ya, aumentos de salarios ya, disminución de impuestos ya. Es el país de la inmediatez y no tiene porqué, justo ahora, disfrazarse de calmo y conservador. En la mitad de este mundo que es el nuestro, pero que parece uno paralelo, han quedado los medios de comunicación. No entienden lo que pasa y su explicaciones han pasado a ser inválidas. Lo que antes decían con tanta seguridad —y en muchas ocasiones con evidente arrogancia— es ahora una pila de argumentos que se desploma por su inutilidad. Muy poco de lo que han (hemos) dicho, puede jugar un papel importante en este nuevo tablero que han dibujado las urnas. Los resultados del pasado 8 de noviembre fueron una cachetada de la ciudadanía al establecimiento político del que los medios parecen ser amalgama y rémoras desde hace décadas. Es también una cachetada para nosotros. Lo primero que se empieza a revelar, tras la polvareda que dejó la explosión de la campaña y la noche de elección, es que una mitad de los estadounidenses (mayoritaria por votos electorales, pero inferior en voto popular) tiene sus angustias centradas en la situación interna del país. Le temen más al fin de mes que al Estado Islámico. Unifican al Medio Oriente como una zona conflictiva que no merece su atención. Ven a Europa como un grupito de

No. 82 Medellín, diciembre de 2016

La sorpresiva elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos destapó las fracturas sociales y políticas de la primera potencia mundial. En las calles de sus ciudades hay un ambiente distinto. Se siente el miedo de aquellos que ven al nuevo mandatario como un tirano populista pero también es visible la esperanza de sus seguidores, que lo adulan como un exitoso empresario capaz de recuperar la economía. países inocentes que no encuentra su rumbo como Unión. En cuanto a Latinoamérica, no existe. De México para abajo todo es la misma mezcolanza bananera. Lo que les interesa es salir del hoyo que se abrió tras la crisis de su economía en el 2008 y aunque Obama ha hecho un trabajo medianamente aceptable, es insuficiente para aquellos que se decantaron por el republicano. Los canales de televisión, la radio, los diarios y las revistas, se cansaron de anunciar el Apocalipsis si el magnate era elegido, pero no les han hecho caso. Entre más grande es el medio, menos credibilidad tiene. En épocas de sobreinformación y teorías conspirativas, lo único cierto son las cuentas por pagar y eso ha definido el voto. Los titulares impresos en los medios (que más pronto que tarde desaparecerán) tratan de analizar lo que hasta hace unos días dijeron que no pasaría. En muchas casos parecen gastar tinta y hojas y hojas y hojas en explicar lo que nadie quiere leer. Lo que pocos quieren oír. Hay demasiadas angustias en el estadounidense promedio como para sentarse a leer los tradicionales Time o a ver CNN o FOX o mirar USA Today o el New York Times. Los medios de comunicación no son esenciales para la supervivencia. Incluso, algunos de ellos son vistos como enemigos, culpables de la debacle que ahora se vive con arriendos por las nubes y mercados impagables. ¿Qué viene ahora? Podemos decir que nadie sabe. En estas calles se mezcla la desesperanza con la expectativa. Trump es todo menos político y no se limita cuando quiere decir lo que piensa, ni siquiera cuando se hacen evidentes sus contradicciones. Si no tener cortapisa verbal le funcionó para llegar al Salón Oval, ¿por qué habría de cambiar su método ahora? Unos dicen que hay que darle tiempo. El beneficio de la duda. Otorgarle el aire y el espacio necesario para que piense hacia dónde va a girar el timón. Algunos se atreven a pronosticar que apaciguará su paso cuando se dé cuenta de que el poder no es un reality show y que, finalmente, va a ser cooptado por el mismo establishment del que alguna vez denigró. Otros más prefieren guardar silencio. Esconder sus pensamientos porque son tan confusos o poco claros que

no vale la pena ventilarlos. Dicen que ha estallado toda la lógica y, entonces ¿qué pueden aportar? Si antes fallaron de manera escandalosa, ¿qué hace pensar que ahora acertarán? La confianza ha sido la primera víctima del presidente inesperado. Es, por momentos, un sentimiento insoportable que incluso se puede sentir en el ambiente. Desconfianza en las instituciones, en los medios, en la educación. Desconfianza en la democracia, en la economía, en el sistema. Desconfianza en el otro, que es el sentimiento más perverso de todos porque, al fin y al cabo, es la desconfianza en uno mismo.


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