De la Urbe 104

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PERIODISMO UNIVERSITARIO PARA LA CIUDAD

Universidad de Antioquia - Facultad de Comunicaciones y Filología

Mirar a las mujeres

Visitamos en Cali la sede de la Fundación Empodérame, donde un grupo de mujeres sobrevivientes de explotación sexual trata de sanar heridas y reconstruir su vida luego de escapar de las redes que controlan ese negocio.

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Mujeres indígenas en las calles de Medellín: mendicidad y discriminación.

Pequeñas centrales hidroeléctricas en el Oriente antioqueño (Última entrega).

¿Cómo va la reincorporación en el antiguo ETCR de Dabeiba?

El Festival Selva Adentro y una comunidad de excombatientes sin tierra.

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Medellín Febrero de 2023

Mendicidad y discriminación: mujeres indígenas en las calles de Medellín

katío, que proviene del departamento del Chocó; y a los emberá chamí, de Risaralda. Vienen, sobre todo, huyendo de las confrontaciones armadas, amenazas, masacres, minas antipersonales y reclutamiento de niños y jóvenes.

Ese es el caso de Martha*, una mujer indígena que llegó hace dos años a Medellín desde Chocó por amenazas del ELN. Se vino en bus con sus tres hijas, con la convicción de que en la ciudad podría encontrar más oportunidades, en especial para que su hija mayor pudiera entrar a un colegio. Hoy en día se dedica, junto a sus hijas y una bebé de tres meses, a pedir dinero en la carrera 70, porque, como ella misma lo dice, “no hay más formas y necesitamos comer”.

Una cuadra más arriba, en la acera del frente, está Carmen*, hermana de Martha. En un muro tiene apoyada una bolsa de chaquiras y en las manos aguja e hilo para tejer una pulsera. Ella también lleva un mes pidiendo dinero en esta calle, pero no se sienta junto a su hermana porque vive en otro lugar y debe conseguir su propio dinero para sobrevivir.

La situación de Martha y Carmen es similar a la de muchas familias indígenas que llegan a la ciudad. Según cifras de la Alcaldía de Medellín, entre enero del 2021 y mayo de 2022 llegaron 3905 personas afro e indígenas desplazadas del Chocó. Gran parte de esta población desplazada, en especial, la indígena, busca resguardo en los inquilinatos del barrio Niquitao, en el centroriente de la ciudad.

Martha cuenta que paga 20 mil pesos diarios por una pequeña habitación para dormir con sus hijas. También comenta que todas las familias indígenas que conoce viven en ese sector porque en otros lados difícilmente las reciben.

hay ciertos patrones que persisten en el ejercicio de la mendicidad de la población indígena. Por ejemplo, que no se ve a los hombres indígenas en esta actividad. Olga Carvajal Rojas, abogada, antropóloga e integrante de la unidad móvil de la Gerencia Étnica de la Alcaldía de Medellín, explica que “las dinámicas culturales apuntan a que las mujeres y los niños son objetos de lástima y que es más difícil que a un hombre le den limosna, por eso salen solo ellas”.

Durante el confinamiento por el coronavirus las familias encontraron una nueva forma de “rebusque”: mujeres y niñas en sus vestidos tradicionales pasaban bailando frente a edificios de barrios como Laureles, esperando recibir alguna moneda o billete desde las ventanas. Al término del confinamiento estricto y con la apertura de zonas rosas como el parque Lleras y la 70, se trasladaron a estas calles.

“Bailar por dinero es una nueva modalidad que empieza a salir de ese proceso de occidentalización, entonces aplican ciertos métodos que usamos nosotros acá. Muchas veces al no encontrar el dinero en la venta de sus artesanías, les resulta más beneficioso bailar, eso es mejor en la época de festividades porque a los extranjeros les resulta jocoso”, asegura Yaqueline.

Son las 11:30 de la noche y desde las escaleras de la estación Estadio del Metro se ve cómo la carrera 70 se inunda de personas que se tropiezan unas con otras al caminar. Se mezclan vendedores ambulantes, turistas, gente en busca de un lugar para rumbear o comer, trabajadores de discotecas que invitan a entrar a los establecimientos, personas vendiendo paquetes turísticos a la Comuna 13 o a Guatapé, músicos, pintores, habitantes de calle y personas mendigando. Entre estas últimas hay un grupo de mujeres indígenas que piden dinero acompañadas por sus hijos.

En las aceras de la 70 y de otras zonas de Medellín, principalmente en lugares de rumba, se ha hecho usual que haya grupos de mujeres, niñas y niños indígenas que bailan al ritmo de canciones que reproducen en parlantes estridentes, venden artesanías o simplemente extienden sus manos a la espera de que alguien les deje una moneda.

Según las cifras de la Personería de Medellín hasta septiembre de 2022, 582 indígenas se encuentran en situación de mendicidad en la ciudad, de los cuales 245 son niños, niñas y adolescentes. La misma entidad ha identificado que la mayoría pertenece a las etnias emberá

“Las condiciones de estas mujeres son precarias, hay falta de oportunidades, con una condición bastante compleja porque la mayoría son madres solteras, lo que las hace más vulnerables. Además, no hay dignidad en relación con la vivienda y las condiciones de salud y de higiene en los inquilinatos, donde se propagan muchas enfermedades”, cuenta Yaqueline Quintero Peña, quien desde el 2017 y hasta el 2019 trabajó en el proyecto del plan de atención para la población indígena del antiguo Equipo de Etnias de la Secretaría de Inclusión Social, que desde el 2020 pasó a llamarse Gerencia Étnica.

La mendicidad por parte de mujeres indígenas no es algo nuevo. En 1999 el periodista Juan Fernando Mosquera escribió para La Hoja sobre cómo era posible verlas en el piso, en compañía de sus hijos, pidiendo dinero y soportando las noches frías a la intemperie en el centro de Medellín. Es un ciclo que viene repitiéndose desde hace décadas porque Medellín ha sido una de las principales ciudades receptoras de población desplazada por causa del conflicto, pero también por otros factores como la búsqueda de oportunidades laborales y educativas.

Y desde entonces, cuando empezó a ser un asunto de interés periodístico y para la institucionalidad local,

Y eso ha representado un riesgo adicional. Yaisa Palacio, quien fue la gerente Étnica de la Alcaldía de Medellín entre julio y octubre de 2022, le dijo a De la Urbe cuando aún estaba en ese cargo, que a esa entidad le preocupa que niñas y mujeres indígenas puedan ser víctimas de explotación sexual por cuenta, entre otras razones, de la exotización de sus cuerpos. “Eso le llama mucho la atención a un prototipo de hombre, yo creo que ese tipo de hombre son los extranjeros que vienen a buscar eso [turismo sexual] aquí”.

Aunque no dio una cifra ni se refirió a casos concretos, Palacio dijo que a la Gerencia Étnica han llegado varias denuncias por abusos contra las niñas indígenas que bailan en el sector de Provenza, muy cerca del parque Lleras. Igualmente, contó que entre la mayoría de las mujeres que lo hacen, hay una especie de narrativa construida: cuando la unidad móvil pedagógica se les acerca, ellas dicen no hablar ni entender español, no dicen su edad −porque muchas son menores de edad− y si se les pregunta por los niños y las niñas que las acompañan, dicen que no son sus hijos, sino sus hermanos o sobrinos.

Por esto es muy común ver a diferentes grupos de mujeres con los mismos niños y niñas. En una misma calle hay varias integrantes de una familia y los más pequeños van rotando en cada grupo. Es el mismo caso de Martha y su hermana Carmen, cada una desde una acera distinta. Las hijas de Martha van por ratos a acompañar a su tía.

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Informe
De acuerdo con cifras de la Personería de Medellín, cerca de 600 indígenas, sobre todo mujeres, niñas y niños, se dedican a la mendicidad en las calles de la ciudad; se concentran en lugares de rumba y se enfrentan al racismo y al riesgo de explotación sexual.

Una mendicidad más incómoda

En un recorrido por la 70 se puede ver hasta seis grupos de mujeres indígenas pidiendo dinero en las aceras. Se distribuyen desde la estación Estadio hasta la Universidad Pontificia Bolivariana. De acuerdo con el seguimiento que ha hecho la Gerencia Étnica, para la época de vacaciones aumenta el número de indígenas en la mendicidad, de la misma forma que aumenta el turismo de extranjeros.

Funcionarias de esa dependencia explican que esos momentos concretos del año en los que aumenta el número de indígenas en la ciudad coincide con épocas de mayor circulación de dinero, lo que indica que, además del conflicto armado, hay factores económicos y de necesidades básicas insatisfechas que explican el desplazamiento.

Este tipo de mendicidad ha recibido cuestionamientos por parte de algunos comerciantes de la 70, lo que en el fondo esconde su racismo y deja en el aire la idea de que hay un tipo de mendicidad que resulta más incómoda que otra. “Esto no se puede convertir permanentemente en una letrina. Aquí no hay respeto de ninguna manera por parte de ellos, sienten que tienen derecho a habitar como hacen en sus regiones, donde hacen sus necesidades en donde sea”, le dijo a De la Urbe Betty Olaya, directora ejecutiva de Aso70, una agremiación que reúne a propietarios de diferentes establecimientos en esa zona.

Ante los reclamos de ese grupo de comerciantes, la Gerencia Étnica ha recorrido la zona con una unidad móvil de la que hacen parte traductoras, una psicóloga, una trabajadora social y una abogada. Su papel es netamente

pedagógico y, a diferencia de lo que espera Aso70, brindan información y dirigen sus casos a entidades como el ICBF, la Secretaría de Salud o la Policía de Infancia y Adolescencia.

Al respecto, Betty Olaya dice que hace falta la unión de fuerzas de las distintas secretarías para la atención de los indígenas. “Los funcionarios de la Gerencia Étnica dicen que su competencia llega hasta la pedagogía, pedagogía sin soluciones, simplemente es permisibilidad a que continúen con sus conductas”, afirma la líder gremial.

En Medellín por el Acuerdo 130 de 2019 se creó la política pública para la protección de los derechos de los pueblos indígenas en la ciudad. Esa norma incluye dos líneas: la primera, el componente de participación y, la segunda, la atención psicosocial. Y aunque en 2020 el Equipo de Etnias, que hacía parte de la Secretaría de Inclusión Social, se convirtió en la Gerencia Étnica adscrita al despacho del alcalde, Yaisa Palacio reconoce que hay muchos limitantes para realizar una atención integral. Uno de ellos es la diversidad de pueblos indígenas y sus lenguas, y por otra parte están los recursos y el personal para atender situaciones de riesgo en toda la ciudad.

A eso se suman los imaginarios de muchas personas, el racismo, y la dificultad para entender la mendicidad y el desplazamiento en toda su complejidad. “Hay un purismo frente a la mendicidad de las comunidades indígenas con relación a la ciudad, no entendemos que estén acá porque tenemos el concepto de que lo tienen todo en su territorio y no deberían salir, porque nos incomoda lo que desconocemos y no valoramos las identidades culturales

Ilustración: Florelia Carvajal. que representan”, comenta Yaqueline Quintero.

Tanto Yaqueline como las integrantes de la actual unidad móvil de la Gerencia Étnica reconocen que existe discriminación y que han recibido llamados para “recoger a los indígenas”, mientras hay otras personas que piden dinero en las calles que, según dicen las funcionarias, no causan tanta incomodidad.

Para Aso70 es una situación que afecta sus negocios y para la que no han encontrado soluciones efectivas. Según dice Betty Olaya, esto ha llevado a que algunas personas planteen otro tipo de acciones: “Estamos cansados de la misma situación, de lo mismo repetitivamente, va a llegar un momento en que los comerciantes actúen por las vías de hecho y eso es lo que hay que evitar”.

Pero el problema, como dice Yaisa Palacio, tiene raíces mucho más profundas: “Nos hemos quedado cortos, no solo como Gerencia y como institución sino como sociedad. Yo creo que gran parte del recrudecimiento o de la maximización de este fenómeno se debe a temas sociales aquí en la ciudad. Y eso hace parte de las dinámicas de relacionamiento que nosotros tenemos con el entorno y con el otro”.

*Nombres cambiados para proteger las identidades de las fuentes.

3 Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia

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Medellín, Colombia

La crisis climática en Medellín: una ecuación desigual

Riesgo igual a amenaza por vulnerabilidad (R=AxV). Esta es una ecuación conocida por planificadores y políticos de Medellín, pero su solución, como mucho de lo realmente importante, ha quedado relegada en las agendas de buena parte de quienes toman e inciden en las decisiones de la ciudad.

Esa ecuación volvió a ponerse en discusión (temporalmente) luego de la muerte de dos personas, el 14 de enero de 2023, que se ahogaron en el llamado deprimido de Los Músicos, soterrado que une la avenida San Juan con la autopista Sur, en medio de la inundación ocasionada por las lluvias de esa tarde. En 1987, pasó algo casi idéntico: tres músicos que iban en un taxi murieron ahogados en ese mismo lugar, de ahí su nombre, pero su tragedia no fue suficiente para evitar que algo así se repitiera.

Sigamos la línea de la ecuación para entender por qué este es un asunto de voluntad política atravesado por la inequidad. La amenaza (A) es muy similar en muchos lugares de la ciudad: las lluvias son fuertes, hay inundaciones, movimientos en masa y torrentes. El 68.57 % de la superficie de Medellín está entre ligeramente empinada, como algunos sectores de Robledo, y escarpada, como el barrio Llanaditas. Esto no es muy distinto a lo que pasa en El Poblado, donde se concentran las personas y empresas de más altos ingresos. ¿Y entonces?

En ese punto entra en juego la vulnerabilidad (V), que se entiende como la forma en la cual se le hace frente a la amenaza con el fin de disminuir el riesgo. Mientras la vulnerabilidad en la ladera del suroriente, donde está El Poblado, es pequeña; en el centro y nororiente, que corresponden a los barrios de Buenos Aires, Villa Hermosa, Manrique y Popular, es mucho más grande. ¿Por qué? La planificación del territorio es, quizá, uno de los elementos más importantes para explicar esas diferencias. Si bien hay evidentes excepciones, usualmente en las zonas de mayores ingresos se construye cumpliendo las normas, se respetan los cauces de las quebradas, hay zonas verdes y parques lineales que protegen las cuencas y favorecen el curso del agua, sobre todo, hay inversión pública y privada para reducir la amenaza.

Pasa lo contrario, por ejemplo, en la Comuna 8. Allí la informalidad, el desplazamiento forzado, la necesidad apremiante de vivienda y, en general, el empobrecimiento de buena parte de su población lleva a que las construcciones se levanten al lado o encima de las cuencas, en zonas de alto riesgo de deslizamiento y con técnicas y materiales precarios. Eso se traduce en una menor preparación frente a las amenazas y en una respuesta más débil frente al riesgo.

Capítulo Antioquia

ISSN 16572556

Número 104 Febrero de 2023

Fotografía de portada:

Daniela Betancur @xdanielabetancur

En ambas zonas de la ciudad han ocurrido tragedias, pero su frecuencia y sus consecuencias son dispares. Para ilustrarlo se pueden tener en cuenta dos hechos que están en la memoria de la ciudad. Por una parte, el deslizamiento de Villatina que en 1987 dejó cerca de 500 muertos y forzó a declarar esa zona como camposanto. Por otra, el de 2008 en Alto Verde, en El Poblado, que destruyó seis casas y mató a 12 personas.

Según el Plan Municipal de Gestión del Riesgo de Desastres de Medellín 2015-2030, el cual fue presentado en la administración de Federico Gutiérrez, ya se preveía que las lluvias podían aumentar entre el 10 % y el 30 % en diferentes regiones del país. Según ese documento: “Estos aumentos en las lluvias, sumados a los cambios en el uso del suelo, pueden incrementar la posibilidad de deslizamientos, afectación de acueductos veredales y daño de la infraestructura vial en áreas de montaña, así como inundaciones en áreas planas”.

Pero las alertas también surgieron de las comunidades que conviven con el riesgo. El Movimiento de Laderas, una asociación vecinal que nació de diferentes procesos sociales y comunitarios, creó en 2022 una Escuela Popular para la Acción Climática, desarrolló capacidades técnicas y promovió la declaratoria de emergencia climática que permitiera a la Alcaldía atender el problema con mayores recursos.

Esa solicitud fue acogida por el Concejo a mediados de 2022, cuando esa asociación le pidió a la administración distrital atender su petición. Sin embargo, pasaron cerca de cinco meses para que el alcalde Daniel Quintero decretara la emergencia. Ahora bien, a juicio del Movimiento de Laderas, lo hizo sin la participación de las comunidades y sin tener en cuenta el conocimiento construido por estas.

Pese a las alertas y al diagnóstico, el asunto no ha sido una prioridad ni para esta administración ni para las anteriores: entre 2017 y 2019 la ciudad invirtió menos de 500 millones de pesos en proyectos de adaptación al cambio climático, de acuerdo con información de la veeduría ciudadana Todos por Medellín. Para dimensionar la cifra basta tener en cuenta que la Alcaldía pagó a Disney 890 millones por los derechos para utilizar la imagen de la película Encanto en los alumbrados navideños. Y, claro, hay que recordar que parte de la infraestructura de esos mismos alumbrados colapsó en el aguacero del 14 de enero.

El Decreto 1023/22, que declaró la emergencia climática, contempla ocho estrategias para prevenir y atender emergencias, pero hasta el cierre de esta edición no existía un cronograma que permitiera evaluar en los próximos meses el cumplimiento de las acciones y las inversiones allí propuestas. El futuro inmediato exige medidas ambiciosas, como las que solicitó desde 2014 el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas al alertar sobre eventos climáticos que serán más intensos, recurrentes y duraderos. Para el caso de Medellín, una de esas medidas pasa por la garantía de vivienda digna para cientos de miles de personas que conviven con el riesgo.

Ese panorama exige decisiones políticas más allá de los anuncios; acciones de fondo que trasciendan el discurso de la “ecociudad”, reconozcan las inequidades, escuchen a quienes más padecen las consecuencias y prioricen los recursos necesarios para salvar vidas. Equilibrar la ecuación es una urgencia.

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Editorial

Opinión

Regayton

Cuando era niño había dos requisitos para ser hombre: jugar fútbol y escuchar reguetón. No bastaba con saber patear un balón, sino que había que cantar a todo pulmón letras en las que los hombres sometían a las mujeres. Afortunadamente, yo no cumplía con ninguno de estos requisitos. Recuerdo que mientras Don Omar y Daddy Yankee acaparaban las radios juveniles y las discotecas, en casa mi mamá me prohibía escuchar las canciones pop de Fanny Lu que ella le dedicaba a sus pretendientes porque esas melodías y esas letras eran propiedad exclusiva de lo femenino. Y lo femenino, por supuesto, era lo opuesto de lo masculino. Entonces yo, bajándole el volumen a los bafles que vibraban con “Celos”, me preguntaba: “¿En serio?”.

Hombres y mujeres, pantalones y faldas. Históricamente, la humanidad ha sido entendida desde un modelo binario que impone comportamientos y características en la construcción de dos únicos géneros: masculino y femenino. ¿Pero qué pasa cuando un hombre cishetero y cantante de reguetón como Bad Bunny rompe los estereotipos masculinos? ¿No era el reguetón el género musical que exaltaba la virilidad, la potencia sexual y la fuerza física masculinas? ¿Por qué un hombre que se pone una falda y se pinta las uñas puede representarnos a nosotros los machos?

Durante tres años seguidos, Benito Martínez o Bad Bunny ha sido el artista más escuchado en plataformas digitales como Spotify y YouTube. Su último disco, Un verano sin ti, llegó a tener en promedio 21 millones de reproducciones al día. En los últimos años, Benito se ha mostrado como uno de los exponentes más importantes del “nuevo reguetón”, ese que se aleja de los estereotipos

hipermasculinos y machistas y que ahora busca cuestionar los límites binarios con una estética que, lejos de ser ambigua, exalta elementos históricamente considerados femeninos, como las faldas, las uñas postizas, los croptops, las joyas, entre otros.

Son muchas las canciones de Benito que han sido compuestas desde una perspectiva feminista y LGBTIQ (“Yo perreo sola”, “Andrea” o “Caro”, por ejemplo), y que también le han valido muchas críticas por aprovecharse de un momento histórico y social en el que estas causas, dicen sus detractores, significan un beneficio económico. Un debate que explotó el año pasado cuando el cantante besó a uno de sus bailarines hombres durante su presentación en los MTV Video Music Awards, después de convertirse en el primer latino en la historia en ganar la categoría “Artista del Año”.

Pero no, usar falda no te vuelve una mujer, besar a un hombre no te hace gay ni ser una figura pública te hace dueño de la lucha de una población marginada durante siglos. Finalmente, lo importante es la conversación que Benito provoca: ¿Por qué un hombre no puede besar a otro hombre? ¿Qué es “vestirse de hombre”? ¿Qué es “vestirse de mujer”? ¿A quién le canta el reguetón? En la figura de Bad Bunny y en su discografía hemos encontrado por fin la oportunidad de redefinir las bases de un género musical que surgió del sexismo, la misoginia y el desprecio hacia ciertas minorías.

Sí, es cierto que muchos queremos la autenticidad de sentirnos representados, y nos alegraría leer que Bad Bunny, el artista más grande del momento, es gay. Sin embargo, pretender que solo los homosexuales podemos luchar por nuestros derechos no solo aísla el debate,

Odiar a las mujeres

Quiero que la persona que está leyendo esta columna recuerde cuando tenía doce años.

¿Cómo eran esos días de tareas escolares? ¿Qué libro leyó en la clase de español? ¿Cree que su vida sería lo que es hoy si no hubiera pasado por el colegio? Bueno, a esa edad dejan de estudiar legalmente todas las mujeres en Afganistán. Con la llegada de los talibanes al poder en agosto de 2021 comenzaron progresivamente las limitaciones a los derechos de las mujeres. Primero obligaron a las más pequeñas a abandonar la secundaria, luego les prohibieron a las jóvenes estudiar carreras como Periodismo, Veterinaria y Agronomía, y, recientemente, en diciembre de 2022, les negaron la entrada a todas las universidades. Ahora las niñas en Afganistán solo podrán educarse hasta los 12 años en clases de Corán.

Prohibirles a las mujeres el acceso a la educación es prohibirles pensar, es mantenerlas sumisas bajo unos acuerdos sociales arcaicos donde no tienen voz. Es convertirlas en presas frágiles de realidades crueles como el matrimonio infantil y servil. Es reducirlas a las tareas del hogar. Negarles a las mujeres el derecho a la educación es, sobre todo, tenerles miedo a sus ideas y a las cosas que son capaces de hacer. Es frustrar el pleno desarrollo de sus capacidades y quitarles los sueños de un proyecto de vida.

Según Humans Rights Watch, en Afganistán, solo el 37 % de las adolescentes saben leer y escribir. Estamos hablando de miles de mujeres que tienen escasas posibilidades de informarse y tomar decisiones, que no se van a poder refugiar en la literatura, que no serán eminencias médicas y nunca podrán legislar por un Estado más justo. Mujeres que son educadas para ser madres y

esposas dóciles, para cubrir sus cuerpos y aceptar la palabra divina como verdad. Desde mayo de 2022, las mujeres no pueden ir a parques ni viajar solas, mucho menos pensar en una vida más allá del matrimonio o la maternidad. De acuerdo con la Unicef, el 57 % de las afganas se casan antes de cumplir los 19 años. En las calles siempre tienen que ir acompañadas de un padre o un hermano, de lo contrario les niegan los servicios esenciales.

Las niñas rebeldes en Afganistán son las que madrugan a ponerse su burka para ir a los institutos ilegales que les enseñan matemáticas. Se esconden en las calles para ver dos horas de clases antes de que los hombres ocupen los salones a las ocho de la mañana. Son las jóvenes que ahora mismo protestan en las entradas de las universidades con carteles que piden vida y libertad y le dicen a la prensa que no sienten miedo de las amenazas porque saben que sus demandas son justas.

Entretanto, las autoridades talibanes dicen que estas restricciones las imponen porque el mundo laboral y académico no es seguro para ellas. Hamdullah Nomani, alcalde de Kabul, dijo que los únicos cargos que las mujeres pueden desempeñar son los que los hombres no pueden hacer, como limpiar los baños de mujeres. En nombre de la ley islámica han apartado de sus cargos a ministras, secretarias, maestras, decanas universitarias, juezas. Así mismo, disolvieron el Ministerio de Asuntos de la Mujer que garantizaba el derecho de ellas a la participación política. Las quieren calladas, encerradas, aisladas. Al tiempo que posan de estar muy preocupados por crear un “ambiente seguro”, amenazan a las mujeres que protestan y atentan

sino que cae en la trampa de una sociedad que obliga a las personas a “salir del clóset” públicamente (como si ser LGBTIQ fuera una condición anormal que debe ser anunciada) para que puedan expresarse como quieren. Estas críticas superficiales solo sirven para acorralar a las personas no LGBTIQ en esquinas atestadas de limitaciones e imposiciones donde no pueden explorar su propia identidad por miedo a ser juzgados.

Lo mejor que le puede estar pasando a nuestra sociedad es que el mayor representante de uno de los géneros musicales más antilibertades que existe bese a un hombre, porque eso da visibilidad y existencia. La censura de lo LGBTIQ en los medios de comunicación es lo que aún perpetúa estigmas y tabús y lo que margina a su población de muchos espacios. Lo que necesitamos son más pantallas. Si el niño que fui hace años hubiese visto a uno de los más grandes reguetoneros de la época besando hombres por televisión y sintiéndose seguro de su sexualidad, habría entendido que escuchar Fanny Lu no tenía nada que ver con la masculinidad.

contra las instituciones educativas que las convocan. Qué convenientes son estos hombres que disfrazan su misoginia en un discurso de protección y qué contradictorios, pues según ellos mismos las mujeres solo pueden ser atendidas médicamente por otra mujer. Y si las mujeres no pueden estudiar Medicina, ¿qué pasará entonces con el acceso a la salud de las afganas?, ¿será un sueño como lo es ahora la educación?

Mientras todo esto pasa, las Naciones Unidas desde su gigante y tibia silla publica uno de esos comunicados en los que finge que apoya a las mujeres y rechaza las decisiones de los talibanes. Hablan de lo desastroso que sería para el desarrollo del país perder más de la mitad de la mano de obra, además de los miles de millones de dólares que representa esto para el PIB afgano, pero no ahondan en el hecho de que se les está negando el derecho a la educación a millones de mujeres por ese odio estructural y esa persecución por motivos de género justificada en la interpretación extremista de la sharía (la ley islámica). El apoyo es una palabra vacía. El mundo entero parece voltear la cabeza ante los reclamos de las afganas, y ellas siguen solas y valientes luchando por sus libertades. Nos gana el silencio y la indiferencia. Pero bueno, odiamos a las mujeres y odiamos siquiera pensar en la posibilidad de que ellas reciban los mismos derechos que los hombres.

5 Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia

“Nosotros somos la voz del río y elríoyanoquiere más hidroeléctricas ”

Simón Zapata Alzate simon.zapataa@udea.edu.co

Yesica Natalia Gómez Giraldo yesica.gomezg@udea.edu.co

En octubre del 2021 se radicó la solicitud para la aprobación de la licencia ambiental para la PCH Pantágoras en el río Cocorná. Las comunidades no se enteraron sino hasta mediados de 2022 cuando ya había sido aprobada por Cornare. Este proyecto fue archivado en el 2020 por no cumplir los requisitos. Esta es la tercera y última entrega del seguimiento que hace De la Urbe a los impactos de las pequeñas centrales hidroeléctricas en el Oriente antioqueño.

Desde la entrada de Cocorná sobre la autopista Medellín-Bogotá hasta el casco urbano de este municipio hay cerca de siete kilómetros acompañados por ríos, charcos y bañaderos que son uno de sus principales atractivos turísticos. No obstante, la riqueza hídrica que ha vuelto destino frecuente al Oriente antioqueño, también lo ha convertido en un lugar atractivo para numerosos proyectos de generación de energía.

Actualmente, están en funcionamiento tres pequeñas centrales hidroeléctricas (PCH) en el río Cocorná, y una central hidroeléctrica en jurisdicción compartida entre ese municipio, San Luis y San Francisco. Además, en los últimos meses la Corporación Autónoma Regional de las Cuencas de los Ríos Negro y Nare (Cornare), autoridad ambiental de la región, otorgó dos licencias adicionales para proyectos en ese mismo río, y revisa dos solicitudes más.

Uno de los dos proyectos que hace poco recibió el visto bueno de dicha corporación es la PCH Pantágoras, alrededor del cual se han dado una serie de situaciones que algunos pobladores de Cocorná y defensores ambientales de la región califican como irregulares.

Entre las razones de quienes se oponen a la PCH Pantágoras se encuentran las otras tres PCH que ya hay en el río Cocorná y las referencias negativas que tienen las comunidades cercanas. El caso más emblemático es el de la vereda La Aurora, zona de influencia de la PCH El Popal, de donde algunos de sus habitantes tuvieron que salir debido a que, según dicen, el río se secó.

6 No. 104 Medellín, Febrero de 2023 Seguimiento
El 13 de agosto de 2022 un grupo de personas protestó contra los proyectos hidroeléctricos en Cocorná y el Oriente antioqueño. Fotografías: Simón Zapata Alzate.

“Hace muchos años, cuando llegaron ese tipo de proyectos al municipio, la gente desconocía qué era una hidroeléctrica y creía que había llegado el progreso, el desarrollo, y que iba a haber empleo. Pero realmente no ha sido así”, aseguró Jonathan Jaramillo, integrante del colectivo Cocorná Consciente. Agregó que la experiencia en algunas zonas indica que estos proyectos afectan los charcos y las actividades derivadas de los ríos, y además deterioran las vocaciones productivas.

Por su parte, Leonel Osorio, habitante de Cocorná, dice que para Pantágoras no hubo socialización. Según cuenta, funcionarios de la empresa llegaron “a un convite que estaba haciendo la comunidad y que citó la Junta de Acción Comunal. Tomaron fotos y eso se lo presentaron a Cornare como socialización, cuando el objetivo del convite era arreglar vías o la casa de algún habitante. Y Cornare lo aceptó”.

Este tipo de irregularidades en el relacionamiento con la comunidad, como el que menciona Leonel, hace parte de los hechos que varias personas y colectivos sociales y ambientales denuncian. Además, también hay razones de carácter técnico que plantean interrogantes.

Por ejemplo, el 20 de mayo del 2020, Cornare informó que el proyecto de PCH Pantágoras había sido archivado “definitivamente” ya que la información presentada por Angulo SAS, la empresa interesada, era insuficiente. Más de un año después, en octubre de 2021, el promotor del proyecto radicó de nuevo la solicitud y fue a partir de ese trámite que logró el licenciamiento.

Sin embargo, a juicio del abogado Isaac Buitrago los faltantes de información no fueron subsanados. Por esa razón, presentó ante el Consejo de Estado una acción de nulidad contra la licencia ambiental de la PCH. Entre sus argumentos se encuentra que Cornare aprobó un estudio de impacto ambiental incompleto. Según ese documento, esa autoridad “no pudo establecer condiciones técnicas o jurídicas para la realización de la obra, porque no tenía toda la información necesaria para prever los daños y orientar las acciones del solicitante”.

Otro elemento que Buitrago califica como irregular es que Cornare no tuvo en cuenta el Acuerdo 424 de 2021 de esa misma entidad. Allí se definió una metodología para establecer lo que denominó un “índice de sostenibilidad integrado”. Para ello fue contratado un estudio con la empresa The Nature Conservancy que, en resumen, calcula la capacidad de los ríos de la región para soportar más proyectos hidroeléctricos.

“Cuando usted hace una sola PCH podemos discutir sobre el impacto ambiental, pero no podemos negar que se focaliza mucho la discusión. Pero luego ponen otra más abajo en el mismo río y luego otra. Cornare no ha dado una respuesta clara sobre qué pasa cuando se acumulan tantos impactos ambientales en tan poco espacio”, dice el abogado.

Ahora bien, las acciones jurídicas por parte de las comunidades no cursan solo contra la PCH Pantágoras. En la actualidad hay por lo menos ocho acciones de nulidad en curso para proyectos como Porvenir II y Cocorná I, y otras tres contra proyectos sobre el río La Paloma en Argelia. Un antecedente de éxito de la batalla jurídica contra las PCH es el de Cocorná II.

Según Jonathan Jaramillo, el archivo de ese proyecto “fue un trabajo muy arduo de estar pendiente de los tiempos que ellos tienen para entregar información. Eso nos ha permitido respirarle en la nuca a Cornare y decirle: ‘Ojo que esa PCH ya cumplió el tiempo, tienen que archivar’. Si no es por la presión de la gente, no se hubiera archivado”.

Acceso a la información

Carlos Mario Palacio, integrante del Consejo Municipal de la Juventud y de Cocorná Consciente, cuenta que llevan cerca de seis años reclamando mayor participación de las comunidades en la toma de decisiones sobre los proyectos que tienen impacto en sus territorios. Uno de los puntos centrales de sus reclamos tiene que ver con el acceso a la información sobre los proyectos y las determinaciones de la autoridad ambiental.

“Nosotros para obtener la información tenemos que ir hasta allá [Cornare] con derechos de petición. Y muchas veces la hemos obtenido cuando ya tienen las licencias, por eso tenemos poco tiempo para presentar las acciones legales como recursos de reposición o de nulidad”, explica Carlos Mario.

En el caso concreto de Pantágoras, Carlos Mario afirma que acudieron al tercero interviniente; una figura legal que le permite a alguien, que en principio no está directamente involucrado en el trámite de una licencia ambiental, participar en el proceso mediante recursos o peticiones alegando sobre la importancia de preservar el interés colectivo. Por eso resulta clave para el acceso a la información de los proyectos.

Fue de esa forma como, ya en 2022, las comunidades se enteraron de que la licencia de la PCH Pantágoras había sido aprobada desde octubre del año anterior. Eso porque ni Cornare ni la empresa Angulo SAS socializaron esa decisión. “Desde el 2020 la empresa no volvió y la gente que habita permanentemente en el territorio no sabe qué van a hacer, tampoco saben los planes de mitigación ni de

compensación”, dice Carlos Mario.

Las dificultades en el acceso a la información fue uno de los motivos por los que, el 13 de agosto de 2022, se unieron colectivos como Cocorná Consiente y otras organizaciones sociales y comunitarias de la región con los habitantes de diferentes veredas del municipio. Ese día marcharon con la consigna de “No más PCH en el Oriente antioqueño”.

Durante esta manifestación los pobladores de cada vereda se presentaron con una pancarta expresando su preocupación: “Ríos libres”, “No más explotación de nuestros ríos”, “Que el río Cocorná siga fluyendo libre y sin muros” fueron algunos de los mensajes.

Luz Marina Toro, habitante de la vereda Los Cedros, participó en esa protesta y también expresó su preocupación por la falta de información sobre los proyectos en la zona. Asegura que la interacción entre los responsables de los proyectos y las comunidades muchas veces es nula y, para hablar de las afectaciones que no fueron comunicadas previamente ni por las empresas ni por las autoridades, plantea el ejemplo del charco conocido como El Ocho: “Ese charco era tan lindo y se volvió una laguna. Se secó y se acabaron la fauna, los peces, toda la flora y tumbaron muchos árboles”, dice Luz Marina.

Ante esa situación, ella decidió vincularse a encuentros con la comunidad y sancochos comunitarios en los que los campesinos de diferentes veredas y los líderes y lideresas ambientales dan a conocer las problemáticas que afectan los ríos del municipio.

Cornare asegura que no es cierto que haya restricciones para el acceso a la información. “Siempre que se radica una solicitud nueva se pone a disposición toda la información que hay [sobre los proyectos]”, le dijo a De la Urbe Oladier Ramírez, secretario general de la entidad. Eso, sin embargo, se contradice no solo con la opinión de las comunidades, sino con algunas de las respuestas que ha recibido este medio al solicitar información sobre proyectos concretos para esta serie.

Por ejemplo, para la entrega anterior sobre la Generadora Alejandría, esa autoridad respondió a un derecho de petición en el que De la Urbe solicitaba copia del expediente de ese proyecto; ante esa solicitud Cornare consultó con la empresa propietaria de la PCH cuál información podría ser entregada a terceros. “La respuesta a dichas solicitudes por parte de la empresa ha sido que no autorizan la entrega de información del expediente, aduciendo que la información goza de reserva

constitucional”, respondió Cornare, y, por tal razón, se limitó a hacer entrega de los actos administrativos y los informes técnicos del proceso. Para este informe intentamos ponernos en contacto directamente con la promotora del proyecto PHC Pantágoras, pero ni en los teléfonos de contacto ni en la dirección física que aparece en sus registros obtuvimos respuesta.

Ahora bien, el reclamo por las dificultades por el acceso a la información se enfrenta ahora al panorama que abre la ratificación que hizo el Congreso del Acuerdo de Escazú en octubre de 2022. Ese acuerdo regional tiene, entre otros, el propósito de que los Estados firmantes garanticen los derechos de acceso a la información ambiental y la participación pública en la toma de decisiones sobre estos asuntos.

Isaac Buitrago dice que, con la ratificación de ese acuerdo, “deberían establecerse formas que garanticen que la información se comunique de manera efectiva a las comunidades. Porque no es solo que esté en español y que sea de fácil acceso, sino que se entienda a quién se está dirigiendo la información. Así, la gente entendiendo a profundidad empieza a tomar posturas y decisiones”.

Al respecto, en noviembre, el propio Buitrago radicó en Cornare una solicitud para que esa entidad indicara si realizaría modificaciones en los procedimientos de trámite de las licencias ambientales en lo relacionado con los estudios de impacto ambiental, la socialización de los proyectos y la participación de las comunidades. Sin embargo, esa autoridad respondió que lo hará una vez se expida la normativa y los decretos reglamentarios que definan los cambios requeridos en los procedimientos. ***

“Esto no es una marcha, esto es un río y por eso salimos de blanco y azul, porque es un río marchando. Nosotros somos la voz del río y el río ya no quiere más hidroeléctricas”, dijo Jonathan Jaramillo durante la marcha del 13 de agosto, resumiendo el clamor de los manifestantes.

Las manos de Luz Marina sirvieron con una coca rosada el chocolate que tomaron las personas que asistieron a la movilización. Mientras recogía la olla al final de la jornada, comentó: “A mí me parece muy irreal, uno es como tratando de sentirse libre, pero también se siente oprimido, porque uno hace todo lo que puede, pero las empresas dicen que lo hecho, hecho está”.

7 Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia
En el río Cocorná funcionan en la actualidad tres pequeñas centrales hidroeléctricas. Hay otros dos proyectos con licencias aprobadas y dos más con solicitudes en curso.

Violencia obstétrica, un dolor que atraviesa cuerpo y alma

Las mujeres siempre han parido con un dolor que nace de las propias entrañas, del proceso de traer al mundo un nuevo ser humano. Sin embargo, la normalización del “parirás con dolor” ha hecho que se ignore la existencia de causas externas al sufrimiento del parto, una forma de violencia que no es propia de este proceso natural.

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Ilustración: Jhojan Meneses. @alverja_.

“La violencia obstétrica es una violencia de género que se da contra el cuerpo, la psique y la humanidad de la mujer y es ejercida por los profesionales de la salud que atienden a las gestantes”, explica Diana Patricia Molina, quien hace más de 10 años ha investigado este tema. Es psicóloga y magíster en Salud Pública, y hace parte del Grupo de Investigación en Salud Mental (Gisame) de la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia.

Las palabras de Molina resumen una realidad: en las salas de parto, algunas mujeres reciben malos tratos por parte del personal médico que, a veces sin intención y otras por la naturalización de conductas agresivas y violentas, someten el cuerpo y la mente de sus pacientes a un daño del que poco se habla. Muchas mujeres han vivido ese sufrimiento sin siquiera saber que no es normal que exista.

El Ministerio de Salud y Protección Social de Colombia establece entre los derechos de las mujeres gestantes el tener presentes a sus acompañantes para su tranquilidad y comodidad, pero muchos hospitales solo les permiten verlos en fases específicas del proceso y por períodos de tiempo controlados. En julio de 2022 fue aprobada la Ley de Parto Digno, Respetado y Humanizado, la cual establece este y otros derechos de las maternas para promover el parto humanizado; sin embargo, no está clara su reglamentación y el momento en que esa norma debe empezar a implementarse.

tú tengas todo el conocimiento, a veces cuesta hacerlo valer porque tú estás confiando en ellos. Tú estás vulnerable, en un momento de agotamiento”.

La violencia obstétrica abarca todo el abanico de violencias físicas, psicológicas, simbólicas e institucionales que pueden sufrir las mujeres durante el embarazo, el parto y el posparto. Incluye maltratos físicos, procedimientos bruscos, forzados, innecesarios o sin conocimiento de la madre; tratos abusivos y humillantes en la actitud y el lenguaje; irrespeto a la intimidad, prácticas médicas desactualizadas y desatención a las solicitudes de la mujer.

Bernardo Agudelo, investigador del grupo Nacer de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, explica que “cualquier imposición que conduzca a la realización de una acción o un procedimiento bajo el pretexto de la mejoría, pero que en el fondo lo que está haciendo es simplemente beneficiando al médico u omitiendo la capacidad de decidir de la mujer es violencia”. Y esto lo explica porque a veces es difícil distinguir cuándo una práctica es realizada porque es necesaria y cuándo es evitable y solo tiene el propósito de acelerar tiempos para favorecer al personal médico o al sistema de salud.

En nuestra cultura la gestante debe asumir el dolor en silencio. Muchas mujeres que han vivido partos violentos y crueles piensan que era algo que debía pasar. Madres y abuelas aconsejan a la embarazada “portarse bien” en la clínica para que no la dejen de última, es decir, que aguante, que no grite ni haga escándalo.

“En la sala algunas mujeres son gritando, llorando, diciendo que no aguantan más, pidiendo que les pongan la epidural. Las enfermeras les gritan o les chistan. Les dicen que dejen la bulla o que no sean flojas”, dice Catherine Cuartas, de 30 años y madre de una bebé de cuatro meses. Dio a luz en una clínica de Medellín y durante los dos días que duró su trabajo de parto vio y vivió el maltrato del personal médico hacia las maternas. “Las mamás, cuando no les hacían caso y no iban donde ellas rápido, se alteraban y empezaban a insultar a las enfermeras. Fue un ambiente muy hostil. Yo no hice ruido, aguantaba mi dolor en silencio porque no quería que me trataran así”, recuerda.

“Una les pregunta a las mamás cómo les fue en el parto y siempre te responden ‘ Sí, todo muy bien; pero me pasó esto…’ y ellas lo aceptan como si nada hubiera pasado; pero detrás de esos testimonios hay mucho dolor, muchas heridas”, dice Cristina García, psicóloga perinatal. La suya es una especialidad centrada en la salud mental de las gestantes y sus familias antes, durante y después del embarazo. Ella cuenta que las mujeres minimizan lo que les sucedió, porque no lo han identificado como violencia o creen que era algo rutinario.

Los abusos verbales y psicológicos pretenden ser lecciones morales que el personal de salud ejerce sobre la mujer, por ejemplo el uso de la expresión “cuando estaba haciendo al niño ahí sí no le dolía”. Diana Patricia Molina explica que este tipo de comentarios no solamente se hacen sobre la vida sexual de las mujeres, también sobre su cantidad de hijos, su edad y sus elecciones sobre cómo parir. Estas son vulneraciones a su derecho a la autodeterminación reproductiva. Por ejemplo, hay casos en los que el personal médico trata de convencer a las mujeres indígenas de no parir con parteras de sus comunidades o se niega a entregarles la placenta cuando la solicitan para rituales.

Como el trabajo de parto de Catherine estaba tardando mucho y el personal médico ya empezaba a temer por la salud del bebé, le practicaron una amniotomía, que es la rotura del saco amniótico. Aun así, el parto seguía retrasado y la bebé se estaba quedando sin oxígeno, por lo que tuvieron que recurrir a una cesárea de emergencia. Aunque Catherine preguntaba insistentemente qué estaba pasando, las enfermeras no le explicaron la situación. Únicamente le dijeron que todo estaba bien y que su pareja estaba enterado. Horas después de haber tenido a su hija, ella supo que al padre nunca le dijeron lo que estaba sucediendo ni le informaron sobre la realización de la cesárea.

Aunque el parto de Catherine no fue como lo esperaba, estaba contenta de que su bebé estuviera bien. Pero a la hora de amamantar tuvo dificultades por su pezón invertido. Les preguntó a las enfermeras sobre qué podía hacer. “Me dijeron ‘su pezón no sirve’”. Y sin darle alguna indicación le dijeron que siguiera intentando. “Los días siguientes pensaba que yo no servía, que no podría alimentarla. Me sentía mala mamá”. Luego, con paciencia, pudo amamantar a su hija. “Entonces no era que mi pezón no sirviera, sino que no me supieron explicar bien”.

No basta con estar informada

Laura Rueda es madre primeriza y por estos días le encanta salir a caminar y a jugar con Lily, su bebé de seis meses. Aunque no cambiaría por nada su maternidad, no puede olvidar los tratos que recibió en la sala de trabajo de parto de la clínica donde nació su bebé. Se preparó y estudió para que su llegada al mundo fuera como ella lo había deseado. Quería un parto respetado, uno en el que ella y su bebé fueran las protagonistas, donde tuviera el poder de decisión y fuera lo más natural posible. Hizo todo lo que estaba dentro de sus posibilidades, conocía lo que era la violencia obstétrica, le temía. “Leí, investigué un montón, me informé sobre mis derechos. Traté de evitar que me pasara”.

En un documento de 11 páginas, la clínica aceptó todas las peticiones de plan de parto, un derecho que tienen las mujeres para expresar en documento dirigido a las instituciones de salud, de forma anticipada, cuáles procedimientos aceptan o rechazan, además de sus deseos o expectativas en el proceso. En el suyo, Laura pedía estar acompañada de su pareja en todo momento, libertad de movimiento durante la dilatación, autorización para llevar objetos para el manejo del dolor y alternativas a la epidural.

Los problemas empezaron cuando le negaron el acompañamiento del padre de la bebé. Tuvieron que pagar para que en la primera fase del parto él pudiera estar ahí. Luego de cuatro horas de haber roto fuente la indujeron al trabajo de parto por medio del rompimiento de las bolsas amnióticas. Ella sabía que el proceso de dilatación tomaba su tiempo, pero en ese momento de vulnerabilidad decidió confiar en el personal médico.

Al momento de pasar a la sala de trabajo de parto fue separada e incomunicada de su esposo, tampoco le permitieron entrar sus objetos para el manejo del dolor. Aunque no había riesgo, estaba conectada a monitores para ver la aceleración cardiaca de la bebé. Su cuerpo le pedía moverse, pararse y sentarse. Las enfermeras no le permitieron ni siquiera ir al baño. Cuando Laura exigía que se respetara su plan de parto las enfermeras se molestaban y cambiaban el trato hacia ella. “Yo estaba tan frustrada que me la pasé todo el parto llorando”, dice.

Luego de 24 horas de trabajo de parto, ante el miedo de una infección y estando en nueve centímetros de dilatación, le pidieron pujar. “Mamita, nosotros le vamos a ayudar”, le dijo el médico después de una hora. Aunque Laura sabía qué era lo que iban a hacer, el personal nunca le explicó ni preguntó si quería que le realizaran aquella maniobra, pero era tanto el dolor que, resignada, no se opuso. “Tú estás en ese momento vulnerable, sola, no eres capaz de tomar decisiones. Por eso es que dejas un plan de parto”, comenta Laura. El médico se ubicó encima de ella, colocó los brazos sobre la panza y empujaba hacia abajo, al canal uterino. Finalmente, Laura tuvo un desgarro. Esta maniobra lleva el nombre del método de Kristeller y es una práctica que tanto la OMS como el Ministerio de Salud recomiendan no aplicar.

Lily nació e inmediatamente la apartaron de su madre. Laura había pedido que no le limpiaran la dermis porque quería hacer contacto piel con piel; pero se la entregaron totalmente limpia. Luego de su parto, Laura consultó en urgencias por un dolor. Después de revisar, le dijeron que pudo haber sido una fisura de costillas producida por la fuerza aplicada durante el parto. La bebé fue hospitalizada seis días luego del parto debido a un reflujo. Sin darle ninguna explicación, no le permitieron a Laura lactar, y Lily solo fue alimentada con leche de fórmula. “A pesar de que

La hospitalización de la bebé de Laura opacó aquello que vivió, el inicio de la maternidad y ocuparse de “cosas más importantes” no le permitieron tramitar por completo el dolor. Los primeros días de maternidad lloraba por no poder lactar, en las noches recordaba su parto, la impotencia de no tener a su esposo presente, y pensaba en cómo su cuerpo se sentía marcado y su voluntad sobrepasada. “Siento que nos fallé, que le fallé; que pude hacer mucho más para hacer valer nuestro derecho a un parto respetado”.

“La violencia obstétrica es algo que puede marcar radicalmente los deseos, las ganas de vivir, el sentido de vida y de un proceso tan grande y tan complejo como es el dar vida”, anota la psicóloga Cristina García. Las mujeres que le han contado sus historias llegan mayormente por consultas de lactancia o depresión posparto; pero al hablar se dan cuenta de que sus partos violentos las hieren aún.

“Yo no voy a volver a tener hijos, porque yo no quiero volver a pasar por lo que pasé”, dice Laura. Su parto le cambió su proyecto de vida. Había deseado tener dos hijos, pero después de esa experiencia tanto ella como su pareja optaron por usar métodos anticonceptivos permanentes.

Problema estructural

La patologización del parto y la atención de este dentro de sistemas precarios de salud que responden a dinámicas capitalistas son, a grandes rasgos, las principales causantes de la violencia obstétrica. En 2019, Medellín contaba con 18 salas de parto para una ciudad donde el 99,7 % de los partos eran atendidos en clínicas u hospitales, según cifras del Análisis de Situación de Salud con el Modelo de los Determinantes Sociales de Salud. En Antioquia, el 33 % de los nacidos vivos nacieron por medio de cesáreas, cuando la OMS recomienda que la tasa de estos procedimientos oscile entre el 10 % y 15 %. La cesárea es un procedimiento médico aceptado, pero en muchos casos son realizados sin justificación y solo para agilizar los tiempos de espera.

Sin embargo, el ginecobstetra Agudelo considera que, aunque demorados, hay algunos cambios en la forma como parte del personal médico aborda el parto. “Se ha ido rompiendo el paradigma de mantener al médico en un pedestal de poder. Esto es un proceso muy lento. Hay muchos médicos que han empezado a entrar en conciencia de su ejercicio y han ido cambiando”. Él mismo ha propuesto la aplicación del parto respetado desde su corporación Acunando, una organización multidisciplinaria que ha liderado la implementación de los lineamientos de parto humanizado en la ciudad, además de trabajar para que los procesos de gestación, parto y crianza se hagan de forma libre y natural.

Ahora bien, el término violencia obstétrica suele ser rechazado en el gremio médico. “Los médicos lo cuestionan porque afirman que ellos no tienen la intención de hacer daño”, comenta Agudelo. Y como gremio han generado mucha oposición al uso de este concepto en diferentes escenarios, incluida la ley sancionada este año que, a pesar de legislar a favor del parto humanizado, nunca menciona la violencia ni las conductas que la componen.

Diana Molina cuenta que una de las raíces del problema puede estar en la propia formación del personal médico, plagada de violencia que luego replican en su trabajo. “Sus condiciones laborales son pésimas, tienen jornadas de trabajo muy extensas, no tienen suficientes recursos para atender las necesidades de los pacientes, son pocos los profesionales para atender a muchas maternas”, dice la psicóloga. En una investigación realizada por estudiantes del pregrado de Gerencia de Sistemas de Información en Salud analizaron las concepciones y prácticas que tienen los estudiantes de los pregrados de Medicina y Enfermería de la Universidad de Antioquia. Encontraron que el 75,8 % de los estudiantes han evidenciado violencia obstétrica durante su formación.

“Yo decidí contar lo que me pasó, no lo iba a ocultar”. El 13 de julio, Laura Rueda decidió hacer pública su historia en Facebook luego de la aprobación de la Ley de Parto Digno, Respetado y Humanizado. En ese escrito relató lo sucedido en la clínica, sus sentimientos y la hospitalización de su bebé. “Me interesa que la gente se entere de que estas cosas pasan, quiero que no les pase a otras personas. Por más que uno trata, esto sigue sucediendo”.

atra viesa cuerpo mente alma

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“La explotación sexual es lo que más me rompió la vida ”

La prostitución es controlada por hombres y se mantiene por medio de la violencia. Alberga maltrato, dolor, y les impide a las mujeres construir independencia e individualidad. Nos reunimos con cuatro de sus sobrevivientes en la Fundación Empodérame, en Cali, para entender, por medio de sus cicatrices, por qué cualquier sistema que implique la comercialización de los cuerpos de las mujeres debe dejar de existir.

Clara, Elizabeth, Geraldine y Claudia sobrevivieron. Preguntarles por el hogar donde nacieron es adentrarnos en la historia de la primera vez que fueron abusadas. Todas ellas son madres y víctimas de desplazamiento forzado. Algunas, incluso, fueron esclavizadas desde su infancia, sobrellevaron relaciones con hombres maltratadores, y en su adultez, todas, fueron explotadas sexualmente.

“Si bien a una pequeña escala local puede ser, a veces, un negocio consensuado [la prostitución] sobre el que la mujer ejerce un cierto control, la realidad demuestra que se trata de un grupo minoritario, de apenas un 5 %, donde la mujer tiene libertad de consentimiento. El mercado mundial del sexo es casi completamente coactivo, mantenido a base de altos niveles de violencia y basado en la completa subordinación de las mujeres”. (Protocolo de Vigilancia en Salud Pública para Violencias Basadas en Género del Instituto Nacional de Salud de Colombia)

Durante muchos años, sus vidas y sus cuerpos tuvieron un precio. Pero escaparon. Desde que pudieron comprar su libertad o huir de un putero, de un bar, de la calle o un estudio webcam, han estado aprendiendo cosas tan sencillas como escribir una carta o usar un cajero electrónico, y otras más complicadas como montar un emprendimiento, conocer la teoría del feminismo o la manera más sutil de amarse.

Sus historias están atravesadas por el cuidado: a sus familias, sus hijos, sus nietos, otras mujeres... Han llegado a pensar que no tienen un lugar en el mundo, no quieren volver a ningún lugar de su pasado; esa es una certeza. Sienten un desarraigo que hoy busca encontrar un nuevo vuelo. El lugar para estar es, en sus deseos más profundos, tan onírico como inalcanzable: aquel donde no exista el pasado, donde no exista el abuso, donde no estén obligadas a vender sus cuerpos; volver al vientre de sus madres, revertir el tiempo.

Ahora no están solas. La Fundación Empodérame, liderada por Claudia Yurley Quintero, las acompaña en un proceso que busca promover la defensa de los derechos humanos de las víctimas de trata o tráfico de personas y desplazamiento forzado. Allí se concientizan de que fueron víctimas y ahora sobrevivientes de explotación sexual.

Las visitamos en la casa refugio, su sede de Cali, Valle del Cauca, para conversar sobre la forma en la que han sobrevivido a un sistema de vulneraciones y abusos. Nuestra mirada, la de cuatro mujeres que adoramos el cine, unidas por el feminismo, fue

Valentina Arango Correa valentina.arangoc@udea.edu.co

Fotografías: Daniela Betancur | @xdanielabetancur Melissa García | @melisssa.gm

también la de una sobreviviente entre nosotras que nos llevó hasta Claudia. El retrato aquí nace del amor, la rabia y la impotencia que sentimos para que ninguna mujer más sea sometida a ningún tipo de explotación. Es el reconocimiento, desde la horizontalidad y la posibilidad de hacer algo desde nuestro oficio, para reflexionar sobre el cuerpo de las mujeres, y hacer un relato sobre la dignidad y la valentía que, por ser hembras humanas, no admite el patriarcado.

Ana Elizabeth

Trujillo Gómez

Elizabeth es una mujer de Tuluá, Valle. Tiene 63 años y hace tres meses salió del modelaje webcam. Nos habla con una suavidad y una dulzura que no están solamente en su voz, en la omisión de groserías y en la pronunciación pausada, sino en una mirada y un cálido abrazo a quienes acabábamos de conocerla. Al hilar cada respuesta junta los dedos índice con fuerza. Sus manos están marcadas por muchos años de labor en la cocina; 11 cirugías recogen su piel en varios nudos y cicatrices, algunas de las cesáreas y otras de los dos abortos que tuvo, producto de abusos cuando era menor de edad.

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Portada
“Yo ya no quiero correr, quiero volar”
Fotografía: Daniela Betancur. Fotografía: Melissa García.

Pasó de una infancia campesina al lado de sus 12 hermanos, marcada por la pobreza y la violencia, al trabajo doméstico. Para ella, eso era como estar presa. “En el trabajo doméstico hay explotación y abuso sexual, maltrato físico y psicológico, el encierro por un sueldo. Nosotras las mujeres somos víctimas de muchas cosas y uno no se entera de eso”. A los 27 años, cuando quedó embarazada de su primer hijo, dejó ese oficio. Cinco años después, conoció al padre de sus dos hijos menores, un hombre que la maltrató desde el primer día viviendo juntos. “Yo soporté 20 años de maltrato físico, psicológico y verbal por miedo a la soledad: me daba miedo quedarme sola”, dice.

En el 2009 viajó sola a Panamá buscando alguna oportunidad laboral para darle el sustento a sus tres hijos. Llegó allí después de que el Frente 6 de las Farc intentara reclutar a uno de ellos. Luego de 15 días de no conseguir trabajo, su prima la llevó a una casa en las afueras de la ciudad; no le explicó de qué era el trabajo ni a dónde iban. Elizabeth solo vio que le empacó una tira de condones en una maleta y al llegar allí la dejó a su suerte. “Un señor me dijo: ‘usted va a trabajar en este cuarto, aquí duerme y aquí trabaja, tiene que pagar mensualmente 410 dólares’”, recuerda. Con 50 años, Elizabeth fue prostituida por primera vez, lejos de su casa. De esa noche, recuerda estar en una esquina escondida, llorando.

Regresó a Colombia en el 2010 y conoció el modelaje webcam. “Fui tratada como una escoria solo por unos pesos”, cuenta. En el estudio donde estaba le cobraban un 50 % de comisión para el dueño; si alguno de los hijos de ella se enfermaba y se debía ausentar, le cobraban multa, llegó a tener turnos de 16 horas para poder llevar algo de dinero a su casa y no tenía un salario fijo. En agosto de 2022, sufrió un preinfarto a causa del estrés y la depresión. Después de 12 años, decidió salirse del modelaje webcam.

Las peticiones de parafilias de hombres y la manera en que se vio obligada a exponer su cuerpo son recuerdos que desearía borrar. Lo memorable ahora es uno de sus momentos más felices. En 2014 visitó, con su hijo, el mar en San Andrés. Hasta se trajo un pedacito: caracoles y conchitas. Este es el único lugar a donde quiere regresar. “Me gustaría volar como una cometa y ver a dónde caigo”, anhela. Hoy está leyendo, haciendo tik-toks, investigando sobre las propiedades de elementos naturales y fabricando jabones que prometen ayudar a menguar esas huellas de dolor.

Clara Inés

Ibargüen Gonzáles

Clarita dice que no puede sonreír, pronto pasará por un tratamiento odontológico en el que le completarán los dientes que le faltan. Se lleva la mano a la boca casi todo el tiempo, porque casi todo el tiempo sonríe. Clarita, como le decimos de cariño y como se enorgullece de que le digan, por sentirse amada, ha dedicado su vida a dar.

Nació el 9 de abril de 1972 en una casa de agricultores del Bajo Calima, Chocó. A los siete años, una familia la arrebató de su pueblo con la promesa de darle estudio. No fue así. La encerraron en una hacienda del Valle hasta los 15 años. “Era, como se dice ahora, la sirvienta de ellos”, cuenta mientras enseña las marcas de quemaduras en sus brazos que le dejaron cocinar, ordenar la casa, cuidar a una mujer mayor que ella y nunca ir a una escuela. Su padre supo que dormía en un petate y permanecía encerrada, que nunca había estudiado, y se la llevó de nuevo a su casa. Entonces se encontraron con el conflicto armado en la zona y, un día de 1987, en medio de enfrentamientos, tuvieron que desplazarse con la mitad de sus 12 hermanos, de nuevo hasta el Valle.

En un pedazo de terreno en el barrio Alfonso López de Cali instalaron un plástico: su nuevo hogar. Su papá se estaba quedando ciego y su mamá sufría de una rodilla, caminaba con ayuda de un bastón. Ninguno podía trabajar. Clarita se hizo cargo de la casa, era la hermana mayor de los que llegaron a Cali. Una conocida le dijo que le podía conseguir trabajo, y fue ahí que empezó en la prostitución. Tenía 15 años. “Me descuidé yo, y empecé a ayudar a mis papás y a mis hermanitas”, dice.

Desde que tuvo 20, sostuvo una relación con quien sería el padre de sus hijos, un hombre maltratador que la había conquistado con la promesa de ayudarle a salir de la prostitución, pero que durante 15 años la agotó con sus agresiones. Cuando la enfermedad de sus padres se agudizó, le prometió a su familia regresar

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“Ay, los sueños míos son muchos, yo quiero ayudar”
Fotografía: Daniela Betancur. Fotografía: Melissa García.

a casa, huir de ese hombre. Ante la necesidad de alimentar a sus hijos, volvió a “trabajar en lo mismo”, como dice ella. De día en un restaurante, de noche en la prostitución. “Hasta que llegó un momento que dije ‘¡No más!’”, cuenta. Le prometió a su papá que, antes de que él muriera, le daría un regalo: “No trabajar más ahí”. Y así fue que Clarita, a los 40 años, salió de la explotación sexual. “Si yo volviera a crecer y a nacer, no lo haría”.

Desde ese momento, se dedicó a cuidar niños y comenzaron a nacer sus sueños. Es que tener por quién vivir es lo que la mantuvo y la mantiene. En aquella época eran sus hermanos. Hoy son sus dos hijos, Leidy y Luis, y los dos nietos que quedaron a su cuidado cuando la muerte de Clara Melissa, la hija del medio, con apenas 25 años, la atravesó con un luto repentino que todavía no cesa. También la sostiene su único apego material: un comedor que funciona en un pequeño garaje del distrito de Aguablanca, en Cali, donde alimenta a más de 50 niños y niñas todos los días. La vida se le va tocando puertas en búsqueda de alimentos para cocinar una comida al día para la mayor cantidad de personas posible. “Quiero seguir ayudando a esas personas que de verdad necesitan, a esos niños, esas madres y esas mujeres que han sido explotadas para que sigan adelante”, dice. Por eso su sueño es que el comedor sea un proyecto sostenible y se llame Fundación Melissa, como su hija.

Siempre descuidó su apariencia física, porque le costó tomar fuerzas para pensar en sí misma. En los tres meses que lleva asistiendo a los talleres de la Fundación Empodérame está aprendiendo a escribir. Visitamos su comedor, la sorprendimos mientras hacía la tarea de la letra “m” en una cartilla de Nacho Lee que Claudia le regaló. “Mima mimo a mi mamá”, escribió en su cuaderno.

Parece que puliera cada frase con sus manos; sus gestos son como movimientos que todo el tiempo van haciendo formas a medida que pronuncia cada palabra. No sabe dibujar, aunque todo lo ha creado con el arte y la técnica de sus manos: pintar uñas, colorizar cabellos, fabricar peluches, dulces o alimentos, y hasta administrar sus propios negocios.

“Quiero

Geraldine Luciana Moreno Rodríguez

No sabe cuántas veces recorrió el Amazonas en una lancha. Su casa la ha llevado, cada que puede, al hombro. Geraldine nació en Caracas, Venezuela, el 26 de julio de 1988. Era la hija del medio de una familia de tres hermanos que vivieron con su madre en el estado de Miranda. Hasta los 11 años, dice, tuvo una infancia feliz. A esa edad un familiar la abusó sexualmente y con el trauma llegó la rebeldía, la rabia, las ganas de dejar de jugar y las de quedarse en casa.

A los 15 tuvo que huir de ese hogar, el único espacio que parecía seguro. Y para librarse del acoso del nuevo esposo de su madre, comenzó a trabajar. Hasta que tuvo su primer hijo y, en 2009, a sus 21 años, sin el apoyo de la familia, entró a la prostitución. “Comencé en esa vida por necesidad de mi hijo, por el rechazo de la familia y por no tener apoyo de nadie”, cuenta. Pasaba los días metida en un apartamento en el que, a través de un televisor, veía a los hombres a los que luego tenía que acercarse. Durante una semana, estuvo retenida por el dueño de ese lugar, sin recibir ningún pago.

Después, el padre de su hijo decidió acompañarla en la crianza, él solventaba a la familia y tuvieron una época con estabilidad económica: visitaban las playas de Venezuela, cada que era posible, y ella se dedicaba a hacer cursos y aprender de todo lo que fuese posible. Pero hace siete años se separó de él y regresó a la prostitución.

En una suerte de huida a su dolor, llegó en 2017 hasta Santa Elena de Uairén, un pueblito dedicado a la minería, en la frontera de Venezuela con Brasil, a ejercer lo que en ese momento consideraba un trabajo. “A ese pueblo le decíamos ‘Las Vegas Venezolanas’, porque es de locura, se da mucha prostitución, mucha droga, mucho libertinaje, mucha plata”, recuerda. Sin embargo, “como siempre, he tratado de buscar otras cosas que hacer, busqué la manera de trabajar vendiendo ropa”. Fueron alrededor de 15 días. Allí administraba un bar en el que estuvo durante aproximadamente dos años más, hasta que emigró a Brasil y conoció al padre de su hija, que ahora tiene cuatro años.

Brasil le dejó una pronunciación fluida del portugués. Tiene un tatuaje dedicado a su padre que dice, al inicio: “Parte de mim, entende sua partida”. Le dejó también los recuerdos de la selva espesa y los viajes en lancha de hasta dos semanas para trabajar, de vez en vez, en la minería o cocinando para el campamento de los mineros o vendiendo empanadas. Y le dejó gran parte de sus recuerdos menos memorables: los de tener que vender su cuerpo para sostener a su familia y a sus hijos, allá en Venezuela.

En 2019 llegó a Colombia. Su hermano menor ya había emigrado a San Pedro, Valle del Cauca. Siempre estuvieron muy unidos y temía por su bienestar, entonces arrancó otra vez. Por medio de las mujeres que venían de Santa Elena, averiguó dónde podía “trabajar” en Colombia, nuevamente en la prostitución. Andalucía, Nariño, López de Micay, Pasto, Tumaco fueron algunos de los lugares que recorrió. Tuvo planes de volver a Brasil a retomar el bar que administraba, pero la pandemia la detuvo. Entonces se quedó en Colombia.

A finales de 2021, trajo a sus hijos a San Pedro; sobrevivió a la malaria y en medio de la enfermedad se prometió no volver a “eso”. Conoció a Claudia por medio de una red de migrantes y supo que ayudaba a mujeres como ella. “Una vez más lo hice y tuve un accidente, desde ese día dije ‘Ya. Tengo que valorar mi vida’”, dice.

Geraldine es una mujer de agua, adora los ríos, tal vez por eso le ha costado echar raíces en tierra. No existe un lugar que extrañe lo suficiente para volver en el futuro cercano. “Quiero seguir adelante con mi vida, sin mirar el pasado que ha sido muy triste y tratar de olvidar todas esas cosas que a veces me ponen mal”, dice. En sus manos reposan las cicatrices que luego se convertirían en las marcas, en una señal última para tomar la decisión de huir de la prostitución. En su espalda, una lluvia de estrellas acompaña los pasos para recorrer un camino nuevo, la búsqueda de una nueva vida.

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Fotografía: Daniela Betancur. Fotografía: Daniela Betancur.
seguir adelante con mi vida, sin mirar el pasado”

“El feminismo me enseñó a entender que soy humana, una persona con derechos”

Claudia Yurley

Quintero Rolón

La voz de Claudia hace eco en toda la casa. Cada habitación, su oficina, la sala, están permeadas por su esencia. “Como abolicionistas creemos que nada que atente contra la dignidad de la mujer debe estar avalado por el Estado”, dice en una de sus conferencias. Hay fuerza, contundencia. Gesticula con sus manos, agarra sus dedos con dureza. Sus piernas no tiemblan, nada tiembla aquí más que por el eco de su mando, porque su imponencia no es solo una voz, sino las reglas que le han permitido mantener esta casa refugio. En ella todo es firmeza, hasta su sonrisa sostenida, su gesto amable. Con ese mismo que canta su canción favorita, como un himno, “Consejos a las mujeres” de Helenita Vargas:

Alhombrequetecompre

tus horas de amor miéntele,húndele,fíngelepasión.

Yjamásolvidesqueencosasdeamor tenerlosesbueno,dejarlosmejor.

Nació el 3 de diciembre de 1980 en Cúcuta, pero su hogar es la casa refugio en Cali, la sede de la Fundación Empodérame. Sus padres eran zapateros, una labor que pudieron ejercer hasta 1999, cuando ocurrió la masacre de La Gabarra, perpetrada por las Autodefensas Campesinas de Colombia en 1999. Entonces fueron amenazados y ella abusada sexualmente, por oponerse a que ese grupo reclutara a niños y jóvenes de la zona.

Llegaron a Bogotá, el lugar más lejano y con menos oportunidad de acogida posible. En sus brazos llevaba

a Sury, su hija pequeña, y en su vientre, a su segundo hijo, Samuel. Dormían en un refugio de la Alcaldía de Bogotá. Después de parir a Samuel, llevaba tres días tomando solamente agua, sin poder comprar algo de comida. “Yo salí al centro a la calle y me puse a llorar, como en una esquina, y un señor se me acercó y me dijo: ‘¿Por qué llora, muchacha tan bonita?’. Entonces yo me puse a llorar más, le conté que estaba muy triste. Me ofreció 40 mil pesos y yo me fui con él. Y ya, así empecé a salir con hombres”, recuerda.

Todavía sin reconocerse como víctima de explotación sexual, conoció a muchas mujeres con historias similares, supo que no fue un deseo ni una decisión personal entrar en la prostitución, que la sociedad tiene una especie de “destino maldito del que no se hace cargo”, como diría ella, para una mujer proveniente de una familia afro, desplazada y empobrecida. En Cazucá, Soacha, empezó a trabajar con otras mujeres. Protestaban exigiendo alimentos para saciar el hambre de sus familias. Por esa causa, la amenazaron y tuvo que huir. Nuevamente, buscó otra ruta y llegó como refugiada −por ser víctima del conflicto armado− hasta el Partido de La Matanza, Argentina. Allá estudió producción de cine y televisión.

Sobrevivió así alrededor de ocho años. “Yo no tengo conciencia de poder documentar todo esto. Si estaba en Bogotá, en Argentina, en Venezuela o donde sea. Y ahí es donde una entiende cómo a estas mujeres, como a mí, nos van llevando para todo lado. La vida, la gente mala, te trasladan por un lado, para el otro. Es muy vago lo que yo puedo decir puntualmente”, dice.

En 2012, el proceso de paz desarrollado entre el Gobierno colombiano y las Farc le dio un impulso de esperanza y marcó el inicio de sus recuerdos. La mayoría de hechos que sucedieron antes de esa fecha son un vaivén de fotogramas sin orden, que solo mantienen la continuidad del trauma debido a la explotación. Como cuando conoció a su pareja, un hombre que también era el proxeneta que la retuvo desde antes de migrar a Argentina y con el que llegó nuevamente en aquel año hasta Colombia para radicarse en Popayán.

Allí conoció a Rosana, una mujer que quiso ayudarla. Le permitió usar los conocimientos que recibió durante su paso por la academia, como la fotografía, y recibir un ingreso económico. Ya con un sueldo, Claudia se sentía una mujer poderosa, capaz. Así fue que diseñó un plan para negociar su libertad con el proxeneta. “Yo ya estaba vieja, yo ya estaba mal. Le hice saber que yo ya no le representaba nada y le di un dinero para que me dejara en paz. Presté esa plata y la terminé de pagar en pandemia”, cuenta.

Sobre su cuerpo permanecen las cicatrices del tratamiento al cáncer de cuello uterino causado por el virus del papiloma humano que sufrió como consecuencia de tantos años de explotación. Sobrevivió junto con sus hijos. “Yo empecé a salvarme a mí misma y entonces de ahí agarramos que el modelo es así: ‘Eres tú, nadie más te va a salvar’. Ahí pienso que empieza mi liderazgo, cuando yo decido gobernar mi vida”, dice.

Ese liderazgo le ha traído tanto reconocimiento como amenazas. Fue elegida como la Mujer Cafam 2022, pero su voz, como activista en defensa de las mujeres, requiere protección. Viaja en una camioneta blindada de la UNP que nos traslada en una noche caleña hasta el comedor de Clarita. El camino a su lado es a través de canciones. “Sobreviviendo” en la voz de Víctor Heredia parece un himno de su vida. Una gota de agua se desliza por el parabrisas, el dolor de Claudia sale de su centro, nos abraza, y, a veces, nos lleva al llanto.

“La explotación sexual es lo que más me rompió la vida y es lo que más veo, todavía, que me sigue rompiendo a través de lo que les pasa a las otras mujeres. Y ni puedo decir que me voy a alejar de esto y me voy a dedicar a otras cosas como tomar fotos, porque también es como que me muero”. Ahora, a sus 42 años, Claudia es una mujer que se liberó, que habla del feminismo como lo que le permitió salvarse y con el que le sigue arrebatando otras mujeres a ese pilar del patriarcado llamado prostitución.

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Fotografía: Daniela Betancur. Fotografía: Daniela Betancur.

DamasRosadas: la vida al servicio

Juan Esteban Cabrera Quintero juan.cabrera1@udea.edu.co

Varios grupos organizados de mujeres dedican sus vidas a acompañar a pacientes solitarios, apoyar a sus cuidadores y tratar de alivianar la carga de la enfermedad en clínicas y hospitales. Uno de ellos funciona en Medellín.

Por los pasillos del Instituto Neurológico de Colombia, en el centro de Medellín, camina una mujer de camisa y pantalón rosados, pañoleta blanca y zapatos negros de charol a la que el personal médico saluda con respeto. Esta mañana de noviembre, detrás de una de las tantas cortinas de las salas de atención, la mujer observa a la acompañante de un hombre mayor que está conectado a un respirador artificial. La ve postrada, angustiada. Se le acerca: “Recuerde que nos puede pedir ayuda a nosotras, estamos a su disposición, ¿oyó?”, le dice. La acompañante le responde con una sonrisa y al menos por un momento se ilusiona con la posibilidad de desahogarse.

Lucero Gutiérez es la vicepresidenta del voluntariado del Neurológico, un grupo de amas de casa, jubiladas, profesionales y estudiantes que destinan una parte de su vida a acompañar a los pacientes de la clínica. Casi todas son mujeres. Están ahí, dos en la mañana y dos en la tarde, cada una destina como mínimo cuatro horas semanales, para ayudar a un paciente que está solo en un examen médico o cuidar a un bebé mientras la madre está en una consulta o escuchar a un acompañante que está desesperado. “Aquí uno debe mostrar fortaleza para que los demás sientan fortaleza”, dice Lucero.

Ella llegó al voluntariado hace cuatro años, después de jubilarse y de ver a una de sus amigas usando su particular uniforme rosado. “Le pregunté cómo podía entrar y me trajo. Yo no conocía nada del voluntariado, pero siempre he tenido un espíritu de colaboración”, recuerda Lucero. Aunque en los últimos años ha desempeñado un rol más administrativo, no ha dejado a un lado la vocación que la llevó a esa organización. “El deseo del servicio es la característica principal del voluntariado. Si no tienes deseo no tienes nada”, dice.

Según la Corporación Colombiana de Voluntariado, que reúne a organizaciones dedicadas al voluntariado en todo el país y en diferentes áreas, el 26 % de los voluntarios en el ámbito nacional pertenecen al sector salud. Se encargan de apoyar una serie de tareas que el personal médico no puede o no quiere asumir. Por ejemplo, conversar con los enfermos, escribirles cartas a sus familiares, animarlos, en otras palabras, tienen la misión de humanizar la estadía de los pacientes en las clínicas y los hospitales.

En América Latina se habla de voluntariado desde la época de la colonia, cuando los misioneros religiosos fundaron los primeros hospitales para atender a la población vulnerable. Con el tiempo fueron apareciendo pequeñas organizaciones de beneficencia, muchas de ellas de origen y vocación religiosa, que sembraron la creencia de que el voluntariado o las acciones filántropas eran lujos de gente adinerada. Sin embargo, la figura del voluntario se popularizó durante las guerras mundiales. Cuando los cuerpos médicos escaseaban, montones de personas acudían a ayudar a los heridos de guerra y a los damnificados, especialmente mujeres esperanzadas en un reencuentro con sus esposos o hijos.

“La figura de la mujer como enfermera voluntaria se potenció en la guerra cuando los heridos no tenían quién los cuidara. A partir de allí nació un poco lo que se conoce hoy como el voluntariado”, explica José Fernando Jaramillo, trabajador social del Instituto Neurológico de Colombia y quien es el puente entre esa institución y las voluntarias. Fue tal la popularidad que ganaron estas mujeres dedicadas al cuidado, que los pacientes y el personal de los hospitales comenzaron a llamarlas volunteer nurses o enfermeras voluntarias. Cuando la guerra terminó, cientos de hospitales en Estados Unidos reconocieron su trabajo, y para evitar

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Lucero Gutiérrez y Amparo Martínez son integrantes del equipo de voluntarias que trabaja en el Instituto Neurológico de Colombia. Fotografía: Juan Esteban Cabrera Quintero.

confusiones con las enfermeras profesionales les asignaron un uniforme rosa y un nombre que las diferenciaría del resto: Pink Ladies.

En Colombia, en la década de los 50, muchas mujeres acudían a los hospitales ofreciendo ayuda sin pedir una remuneración. Las entidades sanitarias de esta época aceptaron las ofertas y formaron sus propios grupos de voluntarias, cada uno con estatutos y enfoques distintos. El primer voluntariado hospitalario del país se creó en 1955 en el Hospital Infantil Lorencita Villegas de Santos, en Bogotá.

Myriam Garcés, de 81 años, viuda y con cuatro hijos, cuenta que todavía hace 20 años la labor social del país era asociada con la gente adinerada. “Aquí el voluntariado empezó en el Hospital General de Medellín, pero ahí solo estaban las esposas de los doctores. No había cabida para las personas del común”, dice.

Myriam descubrió el oficio gracias a Luz Helena Yarce, costurera y amiga, quien la convenció de que todo lo que necesitaba era tiempo y deseo de servir. Juntas y separadas han pasado por clínicas como la Santa María de Itagüí (que ya no existe), la León XIII, el Marco Fidel Suárez en Bello y ahora están en el Instituto Neurológico.

A Luz Helena le gusta estar en urgencias, acompañar a los pacientes, asistir al sacerdote que diariamente ofrece la comunión y participar en las jornadas de salud en los pueblos. Myriam, en cambio, desde la pandemia prefiere dedicarse solo a coser la ropa que venden, a mil o dos mil pesos, en el ropero comunitario que instalan en la casa de una de las voluntarias, en Itagüí, los viernes y los sábados en las tardes. También hace tarjetas o toallas en fechas especiales para conseguir recursos. “Prestamos el servicio a la medida de nuestras capacidades, pero uno está todo el tiempo en observación: ayudamos con los fichos o estamos pendientes de que el viejito que se quedó solo no se quiera volar”, explica Myriam.

Desde su creación, el grupo del Neurológico hace parte de la Asociación Colombiana de Voluntariado Hospitalario y de Salud (Avhos), una entidad privada, de carácter social y sin ánimo de lucro que reúne a los voluntariados similares

de todo el país. El Hospital General de Medellín fue la primera entidad en Antioquia que se unió a esta asociación, aunque actualmente no pertenece a ella.

Los voluntariados que pertenecen a Avhos tienen cuatro líneas de atención: la asistencia hospitalaria, que es el servicio de acompañamiento que se presta en las clínicas; las brigadas o jornadas de salud en comunidades vulnerables; la atención al adulto mayor; y la atención de niños. A Avhos también pertenecen otras entidades como la Fundación Clínica Infantil Club Noel de Cali y la Clínica Materno Infantil San Luis en Bucaramanga. En cualquier caso, aclara Lucero, no se necesita pertenecer a Avhos para realizar el voluntariado.

“La mayoría de las voluntarias son mujeres pensionadas que han logrado los objetivos de su vida y ahora quieren ayudar y servir”, dice José Fernando. Gloria Ochoa, por ejemplo, llegó al Neurológico hace 11 años buscando un lugar seguro para ejercer el voluntariado. Después de jubilarse, entró a un programa de la Universidad de Antioquia llamado Préstame tus Ojos en el que apoyaba a personas con alguna discapacidad visual a preparar exámenes, pero los paros y las protestas la hicieron retirarse. En el Neurológico encontró un espacio en el que podía sentirse útil ayudando sin el temor que le producía a veces el ambiente de la universidad.

Por otro lado, Natalia Cardona, de 45 años, una de las más jóvenes, entró al Instituto hace cinco años con la idea, según dice, de retribuir todo lo bueno que ha pasado en su vida desde la llegada de su bebé. “Aquí viene gente muy necesitada, de pueblos muy lejanos y de hogares muy vulnerables, gente que a veces no sabe leer, por ejemplo, y nosotras los acompañamos desde que entran, hacen el papeleo, hasta que tienen la cita. Son pequeños actos de amor”, dice Natalia.

En las jornadas de salud que el Neurológico lleva a cabo en municipios y comunidades vulnerables han atendido por lo menos a unas cinco mil personas. En la última, en San José de la Montaña, participaron 400. Las voluntarias son las encargadas de acondicionar los espacios y son la mano derecha del personal de salud que lidera las

jornadas. También se encargan de actividades recreativas, ofrecen servicio de peluquería y llevan una parte del ropero comunitario.

En Medellín tienen un programa llamado Respiro en el que se toman un café o salen a pasear con un paciente mayor durante un par de horas. Con el dinero que ganan con el ropero y con las donaciones que reciben compran desde sillas de ruedas, muletas y bastones para pacientes necesitados, hasta equipos para el Instituto o para los hospitales de los pueblos que visitan. Van por todos lados con el Carrito de la Alegría que está lleno de crucigramas y sopas de letras con los que entretienen a los pacientes. Incluso, en pandemia siguieron repartiendo mercados y no abandonaron el ropero. A futuro, cuenta Lucero, están pensando en montar un semillero para atraer jóvenes, porque no hay relevo generacional. “Por ahora estamos tratando de vincular a gente joven en las jornadas de salud. Esto enriquece el alma, da mucha satisfacción”.

Las Damas Rosadas son más que un grupo de mujeres solidarias: se mueven por la necesidad de ayudar y servir. Algunas viven en otros municipios y tienen otros trabajos, pero se sostienen como grupo en el deseo de devolverle a la vida todo lo que han recibido y de alguna forma luchar contra las desigualdades. Saben que el voluntariado es un servicio silencioso, poco visible, y un compromiso que requiere tiempo y dedicación. Cumplen horarios, respetan unos reglamentos e incluso aportan una cuota mensual.

Sin embargo, cada vez es más difícil para mujeres como Myriam y Luz Helena continuar en su trabajo de voluntariado porque la pandemia hizo que algunas instituciones decidieran retirarlas por su edad y el riesgo que eso representaba para su propia salud. “Pero esto es un motivo de vida. Mientras yo me sienta aliviada y pueda caminar, vengo a cumplir con mis horas. Y eso que a mí me duele todo, pero me tomo dos acetaminofén y listo”, dice Myriam. “Yo he dicho que si me muero lo hago feliz porque ayudé a la gente. Nosotras somos como soldados rasos, nos mandan a la guerra y nos matan”, concluye Luz Helena.

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El ropero comunitario es una de las estrategias que utilizan las voluntarias para conseguir recursos que permitan el funcionamiento del grupo. Fotografía: cortesía.

Crónica

Paz que crece en la montaña

Los reincorporados del Antiguo

Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (AETCR) de Llano Grande, en las montañas de Dabeiba, pasan sus días entre promesas de vivienda, aires de resistencia y esfuerzos de trabajo.

La vereda Llano Grande queda a una hora de Dabeiba, tras un camino con tortuosos tramos de carretera destapada y derrumbes en las épocas de lluvias. Más adelante, bajando una pendiente, está uno de los cuatro AETCR de Antioquia, el centro poblado Llano Grande Chimiadó. Este terreno descansa oculto entre la niebla sobre una montaña del cañón de Chimiadó, donde alguna vez operó el Frente 5 de las Farc.

El poblado funciona como un pueblo pequeño. Cuenta con una misión médica (en desuso), guardería, cancha, salón comunal, tiendas, hostal, hotel y un espacio pensado para funcionar como restaurante y panadería. Sobre la montaña, entre el bosque que rodea al AETCR y la zona residencial, se puede leer “ZVTN Jacobo Arango. La esperanza y el amor por la Paz, nacen del legado de Manuel”.

Ese mensaje recuerda, por un lado, una de las tantas siglas que desde hace seis años han identificado a los espacios de ubicación luego del desarme de la guerrilla como el que correspondía a las zonas veredales transitorias de normalización y, por el otro, a dos históricos líderes de las Farc: Jacobo Arango, comandante del Frente 5, y Manuel Marulanda Vélez, uno de los fundadores y mayores representantes de la organización. Ambos personajes figuran también, junto a Efraín Guzmán, otro fundador, en el Monumento a la Resistencia, ubicado al lado de los mástiles dispuestos para ondear las banderas en las visitas que lo ameritan.

Entre el barro y la hierba se erigen también 17 bloques habitacionales. Algunas viviendas están conformadas por una sola habitación con cocina y baño, otras, más amplias

y cómodas, tienen sala y varias habitaciones. Muchas permanecen con el blanco original, ya deteriorado por los años, y otras han sido remodeladas con refuerzos de material, capas de pintura y jardines coloridos. En las paredes hay varios murales políticos, un Che algo desprolijo, dibujos de niños y hasta un escudo del Atlético Nacional.

Caminos de reincorporación

De los casi 400 firmantes que llegaron en 2016 a Llano Grande, hoy quedan unos 109 según la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN). La forma de nombrarlos es importante, pues llamarlos firmantes de paz o reincorporados le recuerda a la sociedad que su presencia en la vida civil es fruto de los acuerdos. Aunque también es frecuente el uso de la palabra reinsertados, la ONU habla de la reinserción como el paso intermedio entre la desmovilización, entendida como el desarme, y la reincorporación, que es la integración en la sociedad civil.

Según Fancy María Orrego, conocida en el AETCR como Érika, por su nombre en la guerrilla, “el reinsertado es alguien que estuvo en el alzamiento armado, independiente del grupo al que perteneció y que decidió dejar el fusil y comparecer ante la justicia transicional. Con nosotros es otra la situación, porque si hubiésemos tomado esa opción no hubiésemos quemado cuatro años de negociaciones en La Habana con una agenda amplia y bien discutida, traumas, recesos y suspensiones. El reinsertado no asume posición ni responsabilidad política”.

Al avanzar el proceso, muchos firmantes que provenían de otras zonas decidieron abandonar el espacio y regresar a sus lugares de origen para estar con sus familias, buscar oportunidades laborales o incluso regresar a las armas, como fue el caso de tres integrantes del espacio de Llano Grande.

Entre los que permanecen y sus familiares suman unas 200 personas, aunque el número fluctúa constantemente. La mayoría tienen su vida entera en Llano Grande, pero otros solo visitan el AETCR periódicamente, porque sus trabajos y proyectos productivos están en otros lugares. Todos se conocen entre sí y procuran mantener un ambiente de cooperación.

Los firmantes hablan constantemente del valor de la unidad no solo por el bienestar del centro poblado, sino por la seguridad de los reincorporados, que corren un mayor riesgo de ser asesinados cuando se alejan del espacio.

En 2018, dos firmantes, integrantes del AETCR, fueron asesinados en el municipio de Peque. Desde su llegada, los reincorporados fueron convocando a sus familiares, especialmente a sus hijos, para reconstruir sus hogares, o por lo menos intentarlo. Al estar en la guerrilla, muchos combatientes se vieron

obligados a entregar a sus hijos a familiares y se perdieron todo su proceso de crianza. Ahora, algunos han podido reencontrarse, han tenido más hijos o han formado nuevas familias.

“Se han dado casos dolorosos. Recién llegadas, a varias compañeras que mandaron a buscar a sus hijos estos les decían: ‘Ah, bueno, yo quería saber quién era mi mamá, pero hasta aquí. Usted no me crio. Chao’. Otros dijeron: ‘Los reconozco, ustedes son mis padres, bienvenidos. Aquí estoy’, cuenta Luis Arturo Garcés, más conocido como Harrison, presidente del AETCR.

Casas de papel

Cuando los firmantes llegaron a Llano Grande se asentaron en viviendas fabricadas en superboard y perfiles de metal, que estaban pensadas como un albergue temporal. Hoy, seis años después, siguen viviendo en estos mismos espacios, deteriorados por la humedad y agrietados por la fragilidad del material. Los firmantes les dicen “casas de papel”.

A diferencia de lo que ocurre con otros grupos de reincorporados que todavía no han podido formalizar su acceso a tierras (ver página 22), el predio de Llano Grande fue adquirido por el Gobierno y entregado a los excombatientes en enero de 2021. Ese mismo año, el Gobierno de Iván Duque inició un proyecto para construir 109 viviendas de 68 metros cuadrados.

Sin embargo, Harrison cuenta que la comunidad se opuso al proyecto al enterarse de que la construcción se haría mediante un método conocido como steel framing que, a juicio de los reincorporados, es similar a las láminas de acero y superboard con las que están construidas sus viviendas actuales. Por esa razón aceptaron realizarlas más pequeñas, de 53 metros cuadrados, pero con estructura de adobe y cemento.

Los materiales que serían usados en las obras generaron tensión entre los excombatientes y la ARN. A finales de 2021, Andrés Stapper, entonces director de la ARN, dijo que los cambios en el proyecto aplazarían hasta 36 meses su ejecución, pero aseguró que concertarían el tipo de construcción con la comunidad.

Pese a las promesas, en los últimos meses del período de Iván Duque no hubo más avances. El tema apenas se reactivó ya en el nuevo Gobierno y a finales de diciembre de 2022, la ministra de Vivienda, Catalina Velasco, visitó la zona y anunció un acuerdo con la Gobernación de Antioquia. La inversión será de casi 12 mil millones de pesos para 109 subsidios de vivienda.

Harrison lamenta que, por cuenta del proyecto inicial, la comunidad desmontó un galpón con más de 1500 gallinas ponedoras, una de sus iniciativas productivas más

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Laura Manuela Cano Loaiza laura.cano1@udea.edu.co Fotografías: Carmen Carolina Garnica.

fuertes. “Cuando llegó Duque con su cuento de que nos iba a construir las casas, nos hicieron desbaratar el proyecto y nos quedamos sin los huevos, sin las gallinas y sin las casas”, dice el líder de los reincorporados, que habla del programa de vivienda en pasado.

¿Proyectos productivos?

Después de la puesta en marcha del AETCR, la comunidad decidió conformar una junta directiva de siete personas que se encarga de manejar los asuntos de salud, educación, administración, convivencia, emprendimiento y género en el espacio. Con el nacimiento de este órgano directivo, surgió la Cooperativa Agroprogreso, presidida también por Harrison, que busca impulsar los proyectos productivos de los firmantes.

Aunque los reincorporados reciben una renta básica, el objetivo a largo plazo es que sean autónomos y puedan vivir de sus proyectos productivos. “Yo tuve un proyecto de producción de lulo, otros compañeros se metieron en producción de fríjol, otros en maíz. Pero nos dimos cuenta de que los arriendos de la tierra aquí son muy altos, así que no nos funcionaba. Nos trazamos un plan en la junta directiva para buscar tierra y comenzamos a tocar puertas por todos lados”, comenta Harrison.

La iniciativa que más lo enorgullece empezó en 2019, cuando Proantioquia le entregó al Gobierno un predio de 270 hectáreas (de las cuales 100 son de protección de bosque) en la vereda Taparales, a 20 minutos de Mutatá, para el desarrollo de proyectos agrícolas. Allí, firmantes y algunos integrantes de la comunidad de Llano Grande han desarrollado diferentes líneas productivas que paulatinamente van introduciendo en el comercio local, con el direccionamiento de la fundación de desarrollo rural Salvaterra. En el terreno se llevan a cabo actividades de ecoturismo, piscicultura, apicultura, siembra de cacao, limón tahití, café, plátano y cosechas de autoabastecimiento, muchas aún en etapas iniciales.

Además, el apoyo de organizaciones como la ONU y la reunión del capital semilla (los ocho millones de pesos estipulados en los acuerdos de paz para que cada firmante emprenda proyectos productivos) han permitido a algunos de los reincorporados crear otros proyectos. Entre estas iniciativas están el taller de confección Hilos de Paz, la experiencia de ecoturismo llamada Travesías por la Paz y la adquisición de otro predio de 116 hectáreas para ganadería. Harrison habla de todos estos emprendimientos con optimismo, pero Luz Mary Cartagena, la vicepresidenta del espacio, tiene una visión más conservadora y considera que aún falta mucho para que la comunidad tenga proyectos productivos fuertes, y dice que por ahora no son más que iniciativas de producción.

Familia Llano Grande

Aunque algunos de los firmantes conocían y tenían cercanía con algunos habitantes de la vereda, su presencia, sumada a la del Ejército y los paramilitares, mantuvo a la población aledaña a donde se ubican hoy y al municipio entero de Dabeiba sumidos entre el temor y la incertidumbre del conflicto. Ahora, según las directivas del AETCR y Luis

Gonzalo David, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda, tanto firmantes como habitantes originarios de la vereda, policías y militares trabajan conjuntamente desde la llegada de los exguerrilleros para garantizar la paz y las buenas relaciones en la zona.

Esto se refleja, por ejemplo, en cómo reincorporados y miembros de la comunidad tienen iniciativas productivas conjuntas y en que hijos de firmantes estudian sin discriminaciones ni miramientos con el resto de niños de Llano Grande en el Centro Educativo Rural Madre Laura.

“Aquí hemos convivido en armonía con la fuerza pública, con entidades, con todo. Hemos sabido llevárnosla a lo bien. Las cosas que hay que decir, si hay un impase o un error, las decimos de frente, y vamos pa’lante. Llano Grande ahora figura por este proceso. Cuando nosotros llegamos, eran cuatro o cinco casitas, pero ya la gente ha ido retornando”, dice Luis Carlos Moreno, secretario de la junta directiva del AETCR.

Según la fundación Kreanta, que ha adelantado en asociación con Proantioquia procesos de reincorporación social y económica en la región, tras la firma de los acuerdos de paz cerca de 5000 personas regresaron a Llano Grande y las seis veredas aledañas.

Aires de lucha

En el AETCR se respira una mezcla de paz, memoria y combate. Los firmantes abrazan los acuerdos y se esfuerzan por mantener la armonía que les ha traído el lugar, pero no borran las huellas de su paso por las Farc porque muchos vivieron en aquella organización gran parte de sus vidas. De hecho, en el proyecto turístico del espacio está incluido un tour de memoria histórica que recorre la zona boscosa al lado del AETCR, que antes ocupaba el Frente 5. Allí pasan por los lugares donde cocinaban, dormían, estudiaban y combatían. Aunque admiten el papel de las Farc en el conflicto y el daño causado, es común que muchos de los firmantes no reconozcan algunos hechos, como la violencia sexual en sus filas y el reclutamiento de menores. También que evadan temas como el del narcotráfico.

Por costumbre, más que por simbolismo, aún se llaman por sus nombres de guerra, usan ropa con camuflado, tienen un par de botas listas afuera de su casa para ir a cualquier lugar y conservan en su lenguaje hábitos propios de su experiencia, como llamar a sus parejas compañera o compañero.

También, por amor a la lucha que nunca han dejado de defender, a lo largo de todo el AETCR se pueden ver murales de líderes revolucionarios, en sus prendas son comunes los rostros de Hugo Chávez o el Che Guevara y las imágenes alusivas al partido Comunes. Sus discusiones están teñidas de marxismo.

Muchos, como Érika, no tienen problemas con la palabra excombatiente, aunque preferirían solo ser conocidos por su nombre y no cargar esa denominación a todos lados. A otros, sí les molesta porque consideran que después de dejar las armas su papel es seguir luchando con la política y la palabra. Mantenerse revolucionarios es su gran motivación para seguir combatiendo desde la paz.

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Jardines, huertas, bosques y animales llenan de vida el AETCR. Los perros y gatos son dóciles y recorren libremente el espacio, pues todos los habitantes los conocen.

Crónica

Cine en Ituango: tríptico de la resistencia

Ángela María Páez Rodríguez angela.paezr@udea.edu.co

Alejandro Valencia Carmona alejandro.valencia1@udea.edu.co

Antes de las siete de la noche, sin importar el frío ni la telenovela de moda ni el último chisme del día, empieza la romería. En la entrada de una casona vieja a la que llaman Centro Cultural, a varias cuadras del parque principal de Ituango, algunas parejas y grupos de jóvenes, niños, niñas, vecinos y turistas buscan la improvisada sala de cine. Palabras van y vienen, murmullos de expectativa, cambios en la programación: la película de esta noche es Amparo del director antioqueño Simón Mesa y la entrada es gratis. Es el segundo día del Festival de Cine de Ituango y en el pueblo se conversa de cine.

Esta historia arrancó hace casi 10 años con un cineclub. En 2013, un grupo de líderes y lideresas de procesos sociales, comunitarios y culturales de Ituango, apadrinados por la Gobernación de Antioquia, crearon un festival para llevar muestras de productos audiovisuales a ese municipio del norte de Antioquia. Inicialmente, adoptó el nombre de Festival de Cine Nudo del Paramillo y convocó a cientos de jóvenes de otros municipios como Segovia, Amalfi, Toledo, Remedios y San Andrés de Cuerquia a pensarse en colectivo y a conocer el territorio desde la formación audiovisual.

En sus primeras ediciones, el festival contó con el apoyo de varias entidades públicas, entre ellas, la Alcaldía de Ituango, el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia y EPM. Luego de las elecciones regionales de 2015, estuvo a punto de desaparecer por la falta de recursos de la administración municipal. Eso, sin embargo, hizo que la comunidad se apropiara del proceso. En 2016, de la mano del director de cine Mario Viana y su empresa Viana Producciones, tomó un nuevo impulso y cambió de nombre. En su décima edición, en 2022, el Festival de Cine de Ituango tuvo el apoyo de la administración municipal, el Ministerio de Cultura, Comfama, EPM, el Legado de la Comisión de la Verdad y, además, resultó ganador de la Convocatoria Pública de Festivales de Cine de la Gobernación de Antioquia.

Viana tiene 41 años y es, desde 2016, el director del festival. Su familia materna es de la vereda El Cedral y él recuerda que cuando era niño visitó Ituango por primera vez en compañía de su mamá y su hermano. Regresó 30 años después cuando ya estaba en el mundo de la producción audiovisual. “Regresamos ya adultos y nos encontramos con un montón de personas en el municipio que estaban haciendo cosas alrededor del arte, la cultura, el audiovisual y el cine, y querían seguir con esa labor”, cuenta Mario.

En todo este tiempo, de altas y bajas, el festival nunca ha dejado de ser un espacio de formación. Con mentores aliados, ofrece capacitaciones en proyectos audiovisuales a jóvenes como los del Colectivo de Comunicaciones de Ituango y realiza muestras de cortometrajes y largometrajes colombianos, que luego llevan a conversaciones en las que participan directores, productores y actores. Este año la temática fue “En busca de la verdad” y contó con

la participación de Cuba como invitado internacional. Y como en Ituango las salas de cine y los múltiplex no existen, las proyecciones se hacen en el Teatro Municipal, el Centro Cultural y en barrios y veredas.

El Cauca cubrió el puente, pero no sus memorias

“Nosotros veíamos cómo subía el nivel del río lentamente, tapando las bases del puente en los lados de las montañas, hasta que vimos el espejo de agua a nivel de la carretera. Fue el último momento que pensamos en poder transitar por allí”, cuenta Viana, director del festival.

El puente Juan de la Cruz Posada, más conocido como Pescadero, fue inaugurado en 1963, al mismo tiempo que la carretera que comunica a Ituango con Yarumal, en el punto más estrecho del cañón del Cauca, a siete kilómetros de lo que hoy es una represa. Obra arquitectónica patrimonial, símbolo de crecimiento del pueblo, el de Pescadero con sus cien metros de altura remplazó definitivamente esos primeros puentes hechos por indígenas con bejucos y esos puentes de finales del siglo XIX sobre estribos forrados en piedra, ladrillo y cal, con cables de acero galvanizado y madera de cedro y ceiba. Los puentes que se hicieron en ese punto, pero en especial el de Pescadero, les permitió a los ituanguinos comunicarse con los demás municipios del norte de Antioquia, comercializar sus productos y crecer económicamente. Por allí pasaron arrieros, colonos, pescadores y barequeros. Pero también, desde ese puente, los paramilitares tiraron algunas de sus víctimas al río Cauca.

El puente Pescadero quedó bajo el agua después del llenado de la represa de Hidroituango en 2018. En

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La memoria del puente de Pescadero, cubierto por las obras de Hidroituango, ha hecho parte de los relatos audiovisuales y de los intereses del festival. Fotografía: Festival de Cine de Ituango.

Ituango hay decenas de pinturas, zócalos y fotografías del puente. Este está presente en las calles, los hoteles y los restaurantes, y es la imagen del Festival de Cine desde sus primeras versiones. “Queremos que todas las memorias alrededor del puente, lo que se ha construido, lo que ha pasado por allí, la vida, la violencia y la muerte permanezcan en la memoria de la comunidad y, sobre todo, en cada espacio que propone el Festival de Cine”, cuenta Viana.

En 2018, Viana en compañía del Colectivo de Comunicaciones de Ituango presentaron el proyecto audiovisual Memorias de Pescadero, dirigido por Karla Giraldo. Aunque el puente esté bajo el agua, las memorias que suscita siguen vivas en los habitantes de la región y especialmente en los de Ituango. La imagen y las reproducciones del puente son el recordatorio de una parte de la historia del municipio que cruzó por allí y ahora se proyecta como un símbolo que mantiene sus cimientos en el cine.

Colectivo de Comunicaciones de Ituango: narrarse a través del cine

La voz de Sarah Jiménez, la directora, retumba en las paredes de la capilla anexa al Centro Cultural de Ituango. “En tres, dos, uno...”, dice, y suena un aplauso. Jaiver Zapata, el tutor, está vestido como sacerdote. Duverney Ocampo es el encargado de la producción. Y al frente del altar, casi en posición de recibir la homilía, atentos a cualquier asistencia técnica de sonido o luces que se necesite, están María Isabel Herrera y Julián Lopera. Todos hacen parte Colectivo de Comunicaciones de Ituango, también conocido como Colectivo de Comunicaciones Fénix Audiovisuales, y por estos días de noviembre están grabando Ladrón que roba a ladrón, tiene mil años de perdón, un cortometraje que narra la historia de un hombre que se roba el cáliz de la iglesia de un pueblo. El colectivo nació en 2013, casi que a la par del Festival de Cine, y desde entonces participan cada año en los talleres que se ofrecen para la creación de proyectos audiovisuales. Este proyecto de comunicaciones partió del deseo de los jóvenes de Ituango de contarse a ellos mismos, su cotidianidad, sus historias familiares y la violencia que los ha atravesado. Poco a poco se han ido convirtiendo en lo que hoy llaman “una segunda familia”, un espacio de creación y experimentación que les permite resistir desde la autonomía de elegir cómo quieren ser narrados. Los que fundaron el colectivo no son los mismos que hoy lo conforman, varias generaciones han pasado por sus proyectos. Sarah, quien llegó en 2020, dice que “esto sucede porque al no haber mucha oferta de educación superior en Ituango, los jóvenes se terminan yendo a la ciudad para poder estudiar”.

Este año, en vista de las dificultades para sostenerse como equipo, crearon el Fénix Junior, un espacio donde participan 15 jóvenes, niños y niñas de distintas edades y en el que los integrantes más antiguos del colectivo comparten sus conocimientos. De esta forma buscan que el proceso comunitario pueda seguir manteniéndose a través del tiempo.

Mario Viana destaca la participación de los jóvenes en los procesos del municipio y los nombra como el espíritu del festival. “Sin ellos este festival difícilmente tendría sentido. Porque está bien exhibir películas y que algunos visitantes o personas del territorio vayan a las funciones, pero lo que nos parece más importante es ese ejercicio de formación”.

En sus proyectos audiovisuales el colectivo ha contado particularidades e historias de la gente de su municipio. Recuerdan los cortometrajes El sabor de nuestra tierra, de 2020, en el que resaltaron la tradición caficultora, y Huellas de amor, de 2021, que narra la historia de amor de dos profesoras que son pareja. Y ahora Ladrón que roba a ladrón, tiene mil años de perdón, una apuesta por la memoria de Ituango y su tradición oral.

El cine llegó a El Aro a lomo de mula

La iglesia de El Aro se convirtió en una sala de cine. En las primeras bancas un puñado de niños y niñas, acompañados de abuelos con sombreros y ponchos y madres con gorras blancas. El 6 de noviembre de 2022, los organizadores del Festival de Cine de Ituango llevaron una muestra audiovisual al corregimiento y presentaron el largometraje A lomo y herradura , que hicieron con los habitantes de este corregimiento durante cuatro años. Llegaron en mula, después de ascender por una trocha de ocho kilómetros.

Allí, en el templo San Isidro Labrador, cerraron la jornada de la primera Audiencia por la Vida, donde los habitantes del corregimiento pudieron exigir la garantía de necesidades básicas en cuanto a inversión social, reparación colectiva y construcción de una carretera que los conecte con la vía que va de Hidroituango a Puerto Valdivia. El convenio para esa obra fue firmado por EPM

y la Gobernación de Antioquia en 2015 y aún no se ha ejecutado.

El Aro es un golpe en la memoria, un nombre que resuena. Este año se cumplieron 25 años de la masacre en la que 150 paramilitares incursionaron en ese corregimiento durante una semana y allí torturaron y asesinaron a 17 personas, quemaron 42 de las 60 viviendas del caserío y forzaron el desplazamiento de 702 personas. Al finalizar la Audiencia por la Vida, después de conversar sobre la masacre, los habitantes de El Aro pudieron disfrutar de una selección de contenidos audiovisuales de la Maleta de la Diversidad Cultural del Ministerio de Cultura de Colombia, con temáticas relacionadas con la arriería y el campesinado.

Fue un ejercicio de autorreconocimiento de la cultura de la región en la pantalla grande. Quizás el momento más importante de esa visita fue la presentación de A lomo y herradura , grabado por el Colectivo de Comunicaciones de Ituango, con los habitantes de El Aro como protagonistas. “Queríamos que la comunidad pudiera verse en una pantalla en sus acciones cotidianas y no en clave de revictimización, eso es fundamental. Queríamos que la película A lomo y herradura no fuera un homenaje más por una masacre, sino por todo un postulado alrededor de la vida y de la resistencia de una comunidad campesina en las montañas de Antioquia”, concluye Viana.

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Las actividades del festival también se han llevado a cabo en la zona rural. En 2022 hubo proyecciones en El Aro. Fotografía: Festival de Cine de Ituango. El festival, además de las proyecciones, incluye espacios de discusión. Este año la temática fue la búsqueda de la verdad. Fotografía: Alejandro Valencia Carmona.

“Nunca me arrepentí de ingresar a las Farc”

Durante los cinco años que lleva Jacobo en el AETCR Llano Grande se ha capacitado en masajes, yoga y alimentación sana. Sueña con montar un spa con los ocho millones que le corresponden a cada firmante para sus proyectos productivos. La asignación única de dos millones del Gobierno para la reincorporación la gastó en un computador y un concierto de rock en Manizales. Perfil de un excombatiente que dejó las armas, pero defiende la vigencia de sus ideas.

julian.carob@udea.edu.co

“‒ No es ningún sacrificio. No hago ningún sacrificio. Estoy cumpliendo mi deber de obrero, de dirigente obrero. Lo que usted llama sacrificio es mi razón de ser. No podría actuar de otra manera sin sentir repugnancia de mí mismo.

‒ Pero ¿por qué?

‒ Desde el momento en que me convencí de la verdad de las ideas que defiendo, sería un miserable si no me dedicara a propagarlas, a luchar por su victoria. Me sería imposible vivir en paz conmigo mismo. Ni la cárcel, ni las torturas, pueden hacerme renunciar a mis ideas. Sería como renunciar a mi propia dignidad de hombre”.

Así piensa Jacobo, como el personaje de una de las novelas de la trilogía Los subterráneos de la libertad, de Jorge Amado. Ni su paso por la cárcel ni la derrota de la lucha armada entristecen o avergüenzan sus recuerdos. “No, nunca me arrepentí de ingresar a las Farc, ni antes ni ahora”, dice. “La guerra toca hacerla” o algo así recuerda que decía Manuel Marulanda. Jacobo se la pasa citando frases, libros y canciones para convencerse de sus ideas, sí, convencerse sobre todo a sí mismo y no tanto a quien lo escucha.

En medio de una selva devorada por la niebla, las botas amarillas de Jacobo guían una visita por el Antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (AETCR) Jacobo Arango en la vereda Llano Grande Chimiadó del municipio de Dabeiba, a 185 kilómetros de Medellín. Allí, otro Jacobo, este Jacobo sin apellido, de pelo largo y crespo, intenta construir un futuro trabajando en sus propios proyectos productivos.

Travesías por la Paz, por ejemplo, es una iniciativa de ecoturismo con la que Jacobo busca que los visitantes se reencuentren con la naturaleza. Vio en las montañas una oportunidad para que la conciencia ecológica se dé “como una forma de resistencia contra el imperio multinacional”. Aunque ama la libertad que le brinda el campo y es la única razón por la que permanece allí, eso no tuvo nada que ver con su vida en la guerrilla. Perteneció a un frente urbano y su tarea como “guerrillero profesional” era hacer inteligencia y poner explosivos en la ciudad con ayuda de milicianos.

En 1998, junto con otros siete compañeros, detonó un carrobomba en la Cuarta Brigada de Medellín que mató a un policía y a un soldado bachiller. Pero en la operación hubo un “sapo” y el Ejército ya los tenía fichados. Más temprano que tarde cayeron en un operativo en la zona nororiental. Jacobo piensa en esos días y se imagina como un personaje más de la película La noche de los lápices. Fue un fin de semana entero con las manos atadas y los ojos vendados, recibiendo golpes, insultos y amenazas. Cuando le metieron una granada en la boca y le pidieron que rezara, recordó que era ateo y no sabía cómo hacerlo. Tuvo que lidiar con la rabia de ver a sus compañeros comiéndose las hamburguesas que les dieron a cambio de su colaboración. Solo la mitad del grupo se mantuvo firme hasta el final. En esos momentos comprendió que la peor tortura es la fractura de la unidad porque como dice él que predican en el ELN: “La unidad es una gran parte de la victoria”. Y esa es ahora su forma de defensa.

Cuando entró a la cárcel de Bellavista en 2002 no era un preso más. Era respetado porque todos sabían que las peleas con las Farc “eran muy duras” y en efecto lo fueron cuando se resistió a seguir ciertas reglas o pagar vacunas. Estuvo en varias cárceles y reconoció sectores que estaban bajo el control del ELN, otros de las Farc, los extraditables o las autodefensas que también tenían su territorio. Los grupos hacían alianzas si el problema los afectaba a todos.

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Jacobo en su cuarto en el AETCR. Entre las imágenes del fondo, una réplica de la pintura Reflejos imposibles de Escher. Fotografías: Julián Caro Bedoya.

Cuando lo obligaron a raparse la cabeza y afeitarse la barba, Jacobo interpuso una acción de tutela y aunque suele decir que “no espera clemencia de los jueces” fue gracias a uno que se ganó el derecho a ser quien era.

Con las Farc no volvió a tener contacto sino hasta después de seis años de haber entrado a la cárcel. Entre tanto, recibía visitas de la familia y los amigos cercanos. Recuerda con ternura una carta que le escribió un vecino militante de la Unión Patriótica en la que le decía que se sentía culpable de haber influido en su decisión de ingresar a la lucha armada. Él le respondió que no había de qué preocuparse, pues los motivos para enlistarse venían también de la familia, el colegio, la universidad, el trabajo y la vida misma. También hizo amigos como “Pedro, Pedrito el necio”, el hombre que lo recibió en la cárcel y con el que compartió visitas de familiares. “Lo bonito fue que la mamá y la hermana, luego de la muerte de él, me siguieron visitando y hasta la fecha siguen esos lazos de hermandad”. En Cómbita conoció a un tipo que le contó que había leído 120 libros en un año y eso le marcó una nueva etapa para los “18 años, nueve meses y unos días” que pasó en la cárcel. Alcanzó a leer 80 libros en un año y se obsesionó con la pintura, el ejercicio físico y el estudio de las matemáticas, como cuando estudiaba Física en la Universidad de Antioquia. Jacobo se crio en Manrique. En el solar de su casa había un árbol frutal donde “miqueaba de un lado pa’l otro”. Aunque no era el mejor en la escuela, se “defendía”. En los ratos libres vendía cigarrillos y globos afuera de los teatros o el estadio. No lo hacía por necesidad, sino para gastar con sus amigos, jugar maquinitas y “pasar bueno”. En ese entonces Manrique Oriental era una zona de invasión y con los amigos “salía por ahí a andar, a hacer convites” y a conversar con campesinos que “tenían como un calorcito lo más de rico, un calorcito que viene como del corazón”. En los 80, empezó a interesarse por la música que unos parceros trajeron de Estados Unidos. “Las letras rebeldes” del rock y del metal se volvieron parte de su personalidad en contra del imperio y la religión. En esa misma época comenzó a hacer acampadas con sus amigos y cree que desde ahí se “estaba preparando para el monte”. Entró a la Universidad de Antioquia y cuando su novia quedó embarazada intentó trabajar y estudiar para mantenerlos, pero se dio cuenta de que no podía y eso le pareció una injusticia. Entonces se enlistó en las Farc. Aunque la relación con su hijo es buena, reconoce que perdió “la oportunidad de estar con él, de formarlo, o de deformarlo mejor dicho [...] porque lo hubiera vuelto más revolucionario”.

Desde pequeño supo lo que era la libertad, no solo para callejear, sino también para pensar. Su mamá era hija de una “chusmera”, como se les conocía a los liberales hace más de sesenta años; su papá estudió en el Liceo Antioqueño y en la Universidad de Antioquia, y ambos fueron sindicalistas. Martha, una de las tres hermanas de Jacobo, cuenta que uno de sus primeros

recuerdos era “asistir todos los años a la marcha del Primero de Mayo y escuchar música y recibir toda esa formación desde la izquierda, desde la educación popular”. En la casa de Jacobo sabían qué era una asamblea y se hacían asambleas para todo: cuando había problemas o para repartir los quehaceres. “Ninguno se sorprendió cuando el Grillo [refiriéndose a Jacobo] cayó preso, ya todos sabíamos que él andaba por ese camino”. Su papá le dijo que “estaba haciendo lo que él no pudo”.

Mientras hablamos, los dedos de Jacobo rascan la cara del “Guerrillero Heroico” que tiene puesta en la muñeca. Sus ídolos siempre están con él. En las paredes de su cuarto en el AETCR hay más retratos del Che, también están por ahí los rostros de Manuel Marulanda, alias Tirofijo; Jorge Briceño, alias Mono Jojoy, y hasta del mismísimo Antonio Nariño en un emblema listo para ser bordado. Tiene una miniescultura de un guerrillero en postura de tiro con la rodilla en tierra, pero sin apuntar, con uniforme, equipaje y fusil. Dice, reflexivo: “Ese guerrillero pudo haber sido cualquiera de nosotros”. La idea es que esa escultura, como muchas otras cosas de su cuarto involuntariamente maximalista, sea utilizada en el Centro de Memoria Histórica de Llano Grande. Su casa está dividida por placas de fibrocemento con pinturas alusivas a sus causas de lucha: tiene una dedicada a la Primera Línea, otra que llama El muro feminista con carteles de “Vivas nos queremos” y “Ni una menos”; adentro hay afiches y réplicas de pinturas que él mismo hace con vinilo y carboncillo, y en los exteriores de la casa están los rostros de mujeres palenqueras y wayuu; y, claro, otro muro más dedicado al Che y al Partido Comunista.

Durante los cinco años que lleva Jacobo en el AETCR Llano Grande se ha capacitado en masajes, yoga y alimentación sana. Sueña con montar un spa con los ocho millones que le corresponden a cada firmante para sus proyectos productivos. La asignación única de dos millones del Gobierno para la reincorporación la gastó en un computador y un concierto de rock en Manizales, porque sus ideologías atraviesan lo político y terminan en “pasar bueno”.

El día que el expresidente Iván Duque visitó el AETCR para mostrarle al país que se acordaba de los firmantes de paz y prometió hacer algo con las casas de cartón (ver página 16) en las que han vivido cerca de cinco años, Jacobo se escondió junto al Che y su perro Corozo “para no escuchar”. De hecho, dice, tenía “ganas de colocar una pancarta y denunciar lo que pasa allá, pero sabía que los medios lo iban a ocultar. Era una lucha en vano”. Según él, algunos liderazgos se han convertido en “acomodamientos”. Jacobo no es un hombre de silencios ni de conveniencias. Cuestiona y contradice, alza la voz porque en la paz todavía hay injusticia. Y mientras exista la injusticia, dice, existirá Jacobo. De lo contrario, nada más quedaría Héctor Iván Piedrahita Londoño,

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como figura en el registro civil. El Centro de Memoria Histórica de Llano Grande en el que estaría la escultura que conserva Jacobo todavía no funciona porque, según él, fue construido de afán, solo por gastar dinero.

La comunidad de firmantes que construye un territorio sin tierra

Valeria Ortiz Tabares valeria.ortiz1@udea.edu.co

Caterine Jaramillo González caterine.jaramillog@udea.edu.co

De la Urbe asistió al Festival Selva Adentro en el AETCR Silver Vidal Mora. Encontramos, además de una propuesta cultural que llegó a su sexta edición, la preocupación de los excombatientes por su permanencia en ese lugar del departamento de Chocó que han convertido en su hogar.

No se sentía tanto calor como esperábamos, pero rápidamente nuestra piel se empezó a poner pegajosa, como si fuéramos pedazos de cinta andantes. Eran las 7:00 de la mañana del 9 de noviembre de 2022. Luego de un recorrido en bus de aproximadamente nueve horas desde Medellín, recibimos el aire caliente y húmedo del Bajo Atrato chocoano. Niñas, niños, perritos y toda una comunidad nos dieron la bienvenida, corrieron a saludarnos; ayudaron a bajar el equipaje y nos permitieron entrar a sus casas.

Llegamos al Antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (AETCR) Silver Vidal Mora, ubicado en la cuenca del río Curvaradó, entre los municipios de Belén de Bajirá, Riosucio y Carmen del Darién. El AETCR es uno de los 24 lugares que reúnen a los firmantes del acuerdo de paz por parte de la antigua guerrilla de las Farc. Según datos de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), hasta el 31 de julio de 2022 había 64 excombatientes del Frente 57 viviendo en ese lugar.

Desde 2017 en este espacio, una vez al año, se celebra el Festival Selva Adentro, una apuesta social y cultural en la que participan diferentes grupos artísticos nacionales e internacionales, en especial de teatro, y que busca generar momentos de reflexión acerca del territorio y la paz por medio del arte. Sin embargo, esta sexta edición, que se realizó del 9 al 12 de noviembre, ocurrió en medio de la incertidumbre por lo que pueda suceder con los predios que ocupa la comunidad.

El sitio donde está asentado el AETCR Silver Vidal Mora hace parte de un conjunto de predios que han estado en una disputa jurídica. Está involucrado, por un lado, el Consejo Comunitario del río Curvaradó, que reclama la tierra como propiedad colectiva. Esa figura legal apareció con la Ley 70 de 1993 y su fin es titular territorios ocupados ancestralmente por comunidades afro. Así, les dio a los predios de esas comunidades las características de imprescriptibles, inalienables e inembargables. En otras palabras, no se pueden vender ni hacer negocio con ellos. Por el otro lado, está Claudia Ángela Argote Romero, quien es oficialmente la propietaria del lote y recibe el pago de un alquiler por parte de la (ARN). Argote es una empresaria que fue mencionada por el exjefe paramilitar Raúl Hasbún entre los financiadores de las autodefensas en Urabá y que es señalada en un informe de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz por, supuestamente, haberse apropiado de forma irregular de territorios colectivos en esa región a través de una de sus empresas y junto a varios miembros de su familia.

El AETCR está rodeado por una carretera que fue construida por los mismos excombatientes. El lugar parece un pequeño laberinto compuesto por 30 casas, cada una numerada; también está el teatro construido en guadua, el cual lleva el mismo nombre del festival; una cancha de fútbol, un kiosco, un hotel, un restaurante y una casona que hace las veces de biblioteca y que tiene en uno de sus costados un mural con letras azules: “Somos un pueblo que lucha”. “La llegada aquí en el 2017 fue algo muy temeroso

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Informe
Fotografía: Caterine Jaramillo González

porque ya uno viene a renacer de nuevo a una vida diferente a la que tiene, porque ya tantos años en el monte, uno quiere comenzar de cero con la población de afuera”, dice Ana Delcy Torres, de 50 años. Johana, como prefiere que la llamen, es firmante del acuerdo y vive en el AETCR. Allí trabaja y pasa gran parte de su tiempo en un taller de confecciones. Es una mujer de piel morena y cabello lacio que mantiene recogido en una cola de caballo; lleva coloridos aretes y collares de mostacilla, y unas gafas que aumentan su mirada.

Johana ingresó a la guerrilla en 1997 y nos contó que llegar al AETCR implicó un proceso largo de adaptación tanto para ellos, como para las comunidades aledañas. Ambas partes fueron soltando poco a poco el temor, los prejuicios y las prevenciones. El primer Festival Selva Adentro ayudó en ese propósito porque permitió el diálogo entre las personas que ya habitaban el territorio y la nueva comunidad de excombatientes y sus familias.

Por ejemplo, doña Josefa Vertel tuvo seis hijos y dos de ellos son firmantes del acuerdo de paz, por eso hace seis años llegó a ese territorio y hoy hace parte del grupo de personas que empezaron una nueva vida a partir de la reincorporación de los excombatientes. En los días del festival coordina a un grupo de cuatro mujeres: Nancy, Isabel, Rosa y Araceli, quienes se encargan de la alimentación de los visitantes. “Cuando llegué aquí y me encontré con mis hijos, para mí fue una alegría, hasta me iba a morir. De la felicidad me iba a morir”, nos contó doña Josefa, de 57 años, metro y medio de estatura, brazos y piernas gruesas, ojitos caídos y cabello gris.

Los espacios que ahora son llamados AETCR son una figura jurídica que empezó como Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) o Puntos Transitorios de Normalización (PTN). Se trata de lugares contemplados en el punto tres del acuerdo de paz (“Fin del conflicto”) y fueron acordados entre las partes con el objetivo de iniciar el proceso de dejación de armas. Su duración estaba contemplada por seis meses; sin embargo, se prolongaron dos meses más en esa primera etapa. Más tarde, el Gobierno estipuló que al término de este tiempo estos lugares se convertirían en Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR).

Inicialmente, los ETCR tendrían una duración de dos años. Sin embargo, ante la necesidad de continuar con los procesos de reincorporación iniciados en estos espacios, el Gobierno nacional decidió prolongarlos con la figura de AETCR y formalizar el programa de reincorporación colectiva y comunitaria en el documento Conpes 3931 del 2018, que tiene una vigencia de ocho años.

Según Germán Valencia, profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia e investigador en temas de paz y posconflicto, esta política buscó “convertir a los ETCR en lugares para la convivencia, la reconciliación, el desarrollo de la actividad productiva y el fortalecimiento del tejido social en los territorios”.

Es por eso que el Gobierno, a través de la Agencia Nacional de Tierras (ANT) y la ARN puso en marcha estrategias para la adquisición de los predios o la reubicación de los 24 Espacios Territoriales en lugares que permitieran arraigo socioeconómico. No obstante, la compra de tierra depende de la voluntad política ya que el acuerdo de paz no contempla de manera explícita la responsabilidad del Estado en ese sentido.

La disputa jurídica sobre los predios del AETCR Silver Vidal Mora ha entorpecido la posibilidad de que el Estado compre las aproximadamente 46 hectáreas que hoy ocupa. Según Camilo Durango, director del Festival Selva Adentro, las comunidades y los organizadores del festival

han escuchado de funcionarios del Gobierno que existe la voluntad de avanzar en ese proceso. No obstante, primero debe quedar resuelto de manera definitiva el litigio entre quien figura como propietaria, Claudia Argote, y el Consejo Comunitario del río Curvaradó, que reclaman como suyas esas tierras por lo que está consignado en la ley.

Además, el proceso se enfrenta aún a varias barreras. De acuerdo con información de la ARN, desde 2021 se concluyó que la situación jurídica del predio impide su compra directa y, por esa razón, se han postulado otros predios en el Urabá antioqueño y en Chocó que han sido descartados por falta de interés de sus propietarios, por no considerarse aptos por parte de los reincorporados o por otras dificultades técnicas o jurídicas.

Los últimos avances relacionados con los predios para ese grupo de excombatientes son de abril de 2022. De acuerdo con los datos públicos de la ARN, en esa fecha fue postulado un predio llamado La Iguana en Riosucio, Chocó. Y a la fecha se avanza en el análisis de viabilidad. La misma entidad asegura en sus informes que en todo ese proceso ha estado involucrada la ANT.

Por esa razón, De la Urbe contactó a la ANT. Primero, desde el equipo de comunicaciones de esa entidad dijeron desconocer la ubicación del AETCR y luego aseguraron no haber recibido de la ARN la postulación de ningún predio para compra a favor de esa comunidad. Aunque este medio

insistió en un espacio para hablar del tema con Gerardo Vega, director de la entidad, hasta el cierre de este informe eso no había sido posible.

De la misma forma, De la Urbe contactó a Claudia Argote para indagar sobre la situación legal de los predios donde hoy se ubica el AETCR Silver Vidal Mora. En principio respondió que este medio “tiene una línea de pensamiento diferente” a la suya, pero aceptó responder a un cuestionario. Aseguró que en la actualidad ese lote en concreto no tiene ningún litigio en curso, aunque reconoció que entregó al Consejo Comunitario varios lotes aledaños que fueron reclamados en el marco del proceso de restitución de tierras. Finalmente dijo que le “encantaría” negociar ese predio con el Estado, aunque no ha recibido ninguna comunicación al respecto.

Ante la posibilidad de que el acceso a la tierra se resuelva con un traslado, muchas personas evitan invertir en el mejoramiento de sus viviendas o de las tierras donde siembran o tienen proyectos productivos. “No tenemos tierra, ese es el problema de todos. Aquí tenemos una mata de plátano en el patio de la casa porque no hay en dónde más. Tenemos muchos sembrados, eso sí, pero con la tristeza de que en el día de mañana o en cualquier momentico nos dicen que desocupen y todo lo que hemos plantado ahí se nos va a quedar”, dice Johana.

Doña Josefa también explica esa sensación de incertidumbre: “Yo ya me siento inconforme y muy triste porque no estoy en lo mío propio. Ya cuando uno anda así quiere estar en una casa digna, ya vivir feliz porque me mata la felicidad de estar acá junto con mis hijos”.

El Festival Selva Adentro también padecería los efectos de tener que abandonar esos predios. Como dice Camilo Durango, “el teatro ha sido uno de los espacios que ha permitido reconciliar el territorio y sería bastante traumático para la comunidad decir que no podemos realizar el festival el año entrante porque no tenemos teatro o porque nos van a reubicar”.

Johana complementa esa preocupación: “¿Para dónde vamos a mover Selva Adentro? El teatro lo hicimos nosotros, eso no lo hizo el Gobierno. Entonces, por eso es que decimos que no nos vamos, esto es por lo que hemos trabajado”.

El AETCR ha dejado imágenes para la posteridad de los excombatientes y las poblaciones aledañas, también para los visitantes que ya en seis ocasiones han llegado a participar del Festival Selva Adentro. Los talleres y las propuestas pedagógicas; los niños y las niñas que, entre carcajadas y ojos curiosos, ocupan las primeras filas del teatro para disfrutar cada presentación; el ¡sshh! durante las obras para apaciguar los ladridos de los perros y los murmullos de los espectadores; el olor a empanada, chorizo y cerveza de los puesticos de venta que la comunidad saca para aprovechar el ambiente de fiesta del teatro en las noches. Todo eso depende de que la gente pueda echar raíces en su propia tierra.

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Se llama Ana Delcy Torres, pero su nombre en la guerrilla, y con el que la comunidad la conoce, es Johana. Fue una de las firmantes que estuvo más activa en las sexta versión del Festival Selva Adentro. Fotografía: Johanna Carvajal González. Dos de los hijos de Josefa Vertel son exguerrilleros firmantes del acuerdo de paz. Se reencontró con ellos y comenzó una nueva vida en el AETCR Silver Vidal Mora. Fotografía: Caterine Jaramillo González.

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Resistir Selva Adentro

El Festival Selva Adentro nació oficialmente en el 2017, como una iniciativa de la Red de Colectivos de Estudio en Pensamiento Latinoamericano (Red Cepela) y a la primera edición llegaron aproximadamente 200 firmantes del acuerdo de paz. “El objetivo que nosotros teníamos con el primer encuentro era mostrarles a ellos las visiones que había sobre la guerra desde el arte, desde distintas posiciones, es decir, mostrarles obras de teatro que hablaban del conflicto con una u otra posición política”, recuerda Camilo Durango, director del festival.

Este año, del 9 al 12 de noviembre en el AETCR Silver Vidal Mora se llevó a cabo la sexta edición del festival. Allí, firmantes del acuerdo de paz, comunidades aledañas y visitantes participaron de talleres, conversatorios, obras de teatro, baile y música. El objetivo, en esta ocasión, fue la exploración y el conocimiento del territorio, partiendo del propio cuerpo como el primer lugar en ser habitado.

Hubo actividades dirigidas tanto a los adultos como a las niñas y los niños de la comunidad. Las Escuelas de Arte y Paz, espacios vinculados al festival que buscan el intercambio de saberes y experiencias para la transformación democrática del territorio, se encargaron de coordinar la ejecución de talleres de agroecología, cartografías de las emociones y conversatorios.

Así mismo, algunos de los artistas se vincularon no solo con la realización de sus presentaciones, sino también mediante actividades pedagógicas en donde la corporalidad y las artes se unían en la búsqueda de reflexiones sobre los espacios que se habitan.

Entre los artistas invitados estuvieron el grupo del Teatro Matacandelas, la Corporación Cultural El Totumo Encantado, Fantasmágora Teatro, la Corporación Cultural Nuestra Gente, los cantautores Paula Neder, Alejo García y el grupo de gaitas El Trinar de la Montaña.

Este año, además de continuar con un acercamiento a la población infantil, se involucró más a las comunidades mediante talleres, en donde ellos mismos fueron los encargados de transmitir sus conocimientos a los asistentes.

Doña Josefa Vertel, por ejemplo, fue la encargada de dictar un taller de agroecología sobre plantas medicinales y usos tradicionales. “Le he tirado mucha mente a las plantas, las he ensayado, me las he comido, me las he tomado, me las he colocado y me hacen provecho. Por ese lado me siento feliz de que todo lo que yo hago aquí ha sido un beneficio para la comunidad y para los que vienen de afuera”, dice ella.

Por su parte, Eufrasio Suárez Flórez, uno de los líderes de la comunidad Zenú asentada en el resguardo de Santa María, cercano al AETCR, enseñó paso a paso a realizar el tejido de un abanico característico de su cultura.

Su comunidad no solo se vinculó al festival con don Eufrasio como tallerista. Al tercer día de Selva Adentro, en horas de la tarde, el grupo de teatro Pantolocos visitó el resguardo y presentó la obra Aluvión. Y esa misma noche, desde Santa María llegaron al AETCR dos motorratones con más de 20 personas amontonadas, listas para presenciar las funciones de teatro. Ya en el cuarto y último día, la comunidad Zenú organizó una asamblea. Allí, los líderes contaron la historia de su territorio y las problemáticas a las que se han enfrentado.

Este diálogo entre comunidades ha sido uno de los objetivos del festival, que, por medio del arte, ha buscado activar reflexiones. Como dice Camilo, “sentarse a ver teatro y escuchar música ha permitido un proceso para volvernos a mirar a los ojos, conversar y reconciliarnos”.

24 No. 104 Medellín, Febrero de 2023
Contraportada
Fotografía: Johanna Carvajal González.

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