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1987:

la memoria elegida

En la Sala de Periódicos de la Universidad de Antioquia, Clemencia Hoyos observa la prensa de aquellos días terribles. En la imagen, la tristemente célebre composición fotográfica del día en que asesinaron a Luis Felipe Vélez Herrera, Leonardo Betancur Taborda y Héctor Abad Gómez. Fotografía: Juan Manuel Flórez Arias

Hace treinta años, en un lapso de seis meses, asesinaron a diecisiete personas vinculadas con la Universidad de Antioquia. Después de tres décadas, volver sobre esas muertes es preguntarse por el contexto de violencia en el que se dieron y por el acto mismo de recordar.

No. 85 Medellín, agosto de 2017

Juan Manuel Flórez Arias Estudiante de Periodismo juan.florezarias@gmail.com

Nuestros muertos: semillas de paz y convivencia”, se lee en la parte superior de la lista. Los nombres están ordenados verticalmente, cada uno tiene al frente una fecha —su fecha— y está identificado como estudiante o profesor: “Julio Garrido Ruiz, Facultad de Odontología. Profesor (Julio 3 de 1987); José Abad Sánchez, Facultad de Veterinaria. Estudiante (Julio 25 de 1987)”. Aquí debería ir el siguiente, que elijo no transcribir. Deberían ir los de otros quince estudiantes y profesores de la Universidad de Antioquia asesinados entre julio y diciembre de 1987. La razón de su omisión es práctica: leer una lista, aunque los listados sean de víctimas, se hace tedioso y riñe con la fluidez de un texto. Es necesaria una selección, incluso una tan arbitraria como nombrar solo a los que murieron primero. Pues una lista es en sí misma una selección, y no todos pueden ser nuestros muertos. La lista está en una página del libro de María Teresa Uribe sobre la historia de la Universidad de Antioquia. El capítulo trata de la década de 1980, de los cruces de dis-

tintas violencias —narcotraficante, guerrillera, estatal o de “fuerzas oscuras”— que acontecieron en Medellín e hicieron que estos diecisiete nombres sean recordados juntos. Porque aunque a algunos de ellos los unieron mientras vivían amistades de décadas, luchas y amenazas comunes, a otros solo los vincula su relación con la Universidad de Antioquia y la cercanía de sus asesinatos en el tiempo. De esas coincidencias se compone la memoria. Pero también de decisiones: volver sobre las muertes de hace treinta años puede ser una forma de otorgar sentido a lo que entonces parecía una maldición que iba tomando vidas como por capricho. Pienso esto al escuchar al profesor William Freddy Pérez, investigador del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia. Hablamos en una mesa de la Facultad de Derecho, la misma a la que ingresó como estudiante en 1987. —Es una falla de la naturaleza que uno no pueda salir a protestar por todos los homicidios —dice—. Son los que conocemos de los que nos apropiamos, como el caso de Héctor Abad Gómez, que era un líder de derechos humanos, una figura de un poder simbólico casi sacerdotal —gira la cabeza y señala hacia atrás, al punto donde por mucho tiempo estuvo la cafetería de derecho—. Pero a don Hugo, por ejemplo, el administrador de la cafetería, lo mataron ahí en los noventa. Se arrimaron dos tipos y le dieron


3 un tiro en la cabeza, delante de su esposa. Hugo no tiene monumento. Qué raro, ¿no? ¿Él no tenía vínculo con la Universidad? O es porque no era académico, no era uno de los nuestros. ¿Cómo es? —levanta sus párpados en un gesto interrogante— ¿Cómo funciona la memoria? *** En junio de 1987, el rector, Eduardo Cano, nombró como secretaria general a Clemencia Hoyos, hasta entonces profesora de la Facultad de Derecho. Ella dejó la oficina que compartía con su amigo Luis Fernando Vélez y se ubicó en el bloque administrativo. Durante sus siete meses en el cargo, fue testigo de la retención de un aparente miembro del DAS en el campus de la Universidad por parte de estudiantes, su casa fue allanada por desconocidos y presenció dos tomas al bloque administrativo. Le cuesta recordar qué pasó primero. —Fíjate, cómo es de frágil la memoria —dice, sentada en el estudio de su casa, frente a los documentos que ha ido acumulando desde entonces sobre los sucesos de ese año—. Si tuviera las fechas, el orden en el que los mataron, me sería más fácil reconstruir lo que pasó. La lista de los homicidios se fue formando durante esos meses frente a sus ojos con los nombres de algunos de sus amigos cercanos —la cierra el del propio Luis Fernando, asesinado el 17 de diciembre de ese año—. También con nombres desconocidos, como el de José Abad Sánchez, el estudiante de Veterinaria por cuyo asesinato, a finales de julio, estaban reunidos en un auditorio de la Universidad sus compañeros cuando vieron entre ellos a un hombre que no conocían. Al detenerlo, supieron que los audífonos que llevaba puestos no estaban conectados. Le quitaron un revólver y un carné vencido del DAS —el organismo de inteligencia del Estado liquidado en 2014—. También una libreta con apuntes de las conversaciones que acababan de tener y una lista con nombres, con sus nombres. —Se llamaba Diego Esteban Ballesteros Muñoz — dice Clemencia. No podemos elegir aquello que recordamos con precisión. Clemencia no llegó a ver al supuesto espía del DAS, pero su nombre completo permaneció en su memoria aun sin un rostro para otorgarle. Sí vio, en cambio, su revólver y la libreta, que le entregaron los estudiantes después de que Héctor Abad Gómez y Carlos Gaviria, el presidente y vicepresidente del Comité de Derechos Humanos, intervinieron para que lo liberaran de su efímero cautiverio en el auditorio. El miedo, de ellos y de Clemencia, era que el Ejército entrara en el campus e intentara recuperar por la fuerza al agente infiltrado. —Cuánto daría yo por ver esa libreta ahora, treinta años después; no sé en qué momento la perdí —dice Clemencia, cuyos recuerdos de ese año le vienen incompletos, difuminados, y quizá por eso cree, no sin razón, que leer una lista de nombres puede parecerse a recordar. *** Escuchó un traqueteo y pensó: aquí fue. Dos palabras. Dejaban sobrentendido un hecho esperado. ‘Aquí’ era en las mesas de la cafetería Tronquitos de la Universidad, a las cinco de la tarde, junto a Jesús Abad Colorado, su compañero de la carrera de Comunicación Social. El ‘fue’, conjugado en pasado, parecía anunciar que lo que estaba a punto de ocurrir —el futuro— era inmodificable. El futuro era su muerte. Ramón Pineda reaccionó como si la esperara, pero su cuerpo, desobediente, no hizo caso y corrió. Dejó de ver a Jesús, dejó de ver —nunca la vio— la moto que venía tras de sí por la plazoleta Barrientos —un hombre manejando y otro empuñando una metralleta, descargándola sobre los cuerpos de los estudiantes—. Cuando volvió en sí se descubrió en el bloque doce, a unos doscientos metros del punto de partida. Descubrió también que no había moto, ni metralleta, ni mesas manchadas de sangre. El traqueteo provenía de unas papeletas que habían encendido en una cafetería cercana. —Siento que las hacían sonar para mantener vivo al miedo —dice Ramón Pineda, hoy profesor de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Era 1987. Días antes habían circulado por el campus panfletos que prometían barrer a tiros a quienes estuvieran en la plazoleta Barrientos, donde se ubicaban las cafeterías Tronquitos y Kokoriko. Allí llegaban estudiantes de Comunicación Social, Antropología, Trabajo Social, Derecho, a hablar de los cursos, de política, de sexo, de la revolución que estaba por llegar, y de los muertos. —Esa fue nuestra inauguración en la universidad — dice Ramón—. Todos esos muertos.

una masacre en la Universidad, e igual iba, que creía ver en cada asamblea en el Teatro Camilo Torres a las tías —como les decían a los policías vestidos de civil— tomando sus datos, marcándolo como un objetivo. Aunque se plantee hablar como su yo del pasado, el del presente es el que tiene la palabra, pues recordar también puede ser una forma de negar a aquel que fuimos, de corregirse y redibujarse según la mirada del que se es ahora. —La Universidad era un espacio para compartir la incertidumbre con otros —continúa—. Entonces creíamos que lo que estaba en disputa era la Universidad, que nosotros éramos el objetivo, pero si les preguntas a los sindicalistas te van a decir que ellos eran el objetivo, lo mismo con los maestros. Esto te lo puedo decir hoy: no fue una disputa por la Universidad, era algo que la trascendía. Lo que pasó en 1987 es que la violencia dejó de ser leíble. Los rituales de la guerra fría, entre insurgencia y contrainsurgencia, que se habían establecido en los sesenta y setenta, se trastocaron con la entrada de un tercer actor, el narcotráfico, que potenció la guerra sucia, amparándose en denominaciones como Amor por Medellín, Muerte a Secuestradores y otras organizaciones oscuras. Borró los contornos de quién podía llegar a ser víctima: cualquiera podía ser víctima. *** “Antes de ejecutarlo —a Pedro Luis Valencia—, yo mismo le hice un seguimiento y descubrí que era un teórico de izquierda impresionante; me camuflé entre el público del auditorio y asistí a tres de sus conferencias, y allí me quedó claro que era un alimentador de la guerra, atizaba la lucha de clases y para él los ricos eran los responsables de todo lo malo, era un gran sembrador de odio. La representación de Stalin”, dice en Mi confesión Carlos Castaño. Entonces tenía veintidós años y estaba al mando de una cuadrilla de cinco o seis hombres en Medellín. Aún no era el jefe paramilitar que agruparía las facciones de autodefensas en Colombia, ni había ordenado las masacres de El Aro, donde mataría a quince personas, o de Mapiripán, en la que serían cuarenta y nueve. Entonces seguía las órdenes del líder de las Autodefensas de Córdoba, su hermano Fidel. Su misión era ejecutar la “depuración”, un plan de asesinato de aquellos que considerara colaboradores o simpatizantes de la insurgencia. Creyó ver uno en Pedro Luis Valencia, catedrático en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia y senador por la Unión Patriótica, un partido surgido en 1985 a partir de los acercamientos de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc. Un día antes de que Castaño enviara a sus sicarios a la casa de Valencia, en el barrio La América —se presentaron a las 7:30 am, llamaron a la puerta, que les abrió su esposa, Beatriz Zuluaga, le dijeron que eran del Ejército y venían a hacer un allanamiento; luego estrellaron una camioneta tipo jeep contra la puerta del garaje, entraron y le descargaron cuarenta y cinco balas de ametralladora al profesor—, hubo una marcha por el derecho a la vida en Medellín. Era 13 de agosto. Se recuerda como la Marcha de los Claveles, y al frente iba el propio Pedro Luis Valencia, junto a algunos profesores de la Universidad de Antioquia cuyos nombres se irían agregando durante los siguientes días a la lista de asesinados.

También había entre la multitud estudiantes, muchos de la edad del entonces joven sicario Carlos Castaño. No estaban proponiendo la revolución, habían dejado de soñar con ello. La petición de William Fredy Pérez, Manuel Alberto Alonso, Ramón Pineda y otros cientos era más modesta: que los dejaran vivir. Dos días después, mientras velaban el cadáver de Pedro Luis Valencia en el escenario del Teatro Camilo Torres —los asientos llenos de estudiantes y militantes, jóvenes de los barrios de Medellín con banderas de la Unión Patriótica—, a Clemencia Hoyos, parada junto al resto del Comité Rectoral, le pareció que solo hacía falta una chispa para que se desatara el incendio. Podía sentir la rabia, la frustración de que la petición hubiera sido desoída, de que la respuesta de aquel que iba eligiendo los ‘blancos’ era “no, no vivirán”. *** Un día de diciembre de 1987, Clemencia contestó el teléfono de su oficina en la Secretaría General y oyó una voz conocida. “Dura, dura es la vida, y dura hasta que se acabe”, era el saludo habitual de su amigo Luis Fernando Vélez. Hablaba con los dientes entrecerrados, como solía hacer antes de decir algo importante. “Me llamaron a ofrecerme la presidencia del Comité de Derechos Humanos… Y como un amigo suyo dijo que nosotros ‘no arriaremos las banderas’”. Se refería a las palabras que había pronunciado Carlos Gaviria el 25 de agosto de ese año, en el entierro de Leonardo Betancur y Héctor Abad Gómez, anterior presidente del Comité. —Él sabía… Luis Fernando sabía que estaba firmando su sentencia de muerte —dice Clemencia. —¿Y usted qué le dijo en ese momento? —pregunto. —No… no sé. Tampoco entendí que me estuviera preguntando. Ellos eran mayores que yo, y de alguna manera uno no se sentía consultado, sino notificado —hace una pausa—. Lo que es mirar con el retrovisor, nunca había pensado en eso: a lo mejor Luis Fernando llamó a alguien para que le dijera que no aceptara. No hay más palabras. Clemencia guarda un silencio profundo, como raptada por la ilusión que la memoria trae consigo; la de sentir, aunque sea por un momento, que podemos participar del pasado, habitarlo, modificarlo. Pero así como el profesor Manuel Alberto Alonso no puede usurpar su propia identidad y volver a ser el joven de veintiún años que se creyó parte de un proyecto superior, Clemencia no puede advertirle a su amigo que lo van a matar. Es la carga de quien recuerda, dejar de existir en el pasado, limitarse a posar sus ojos sobre los nombres de los muertos, sobre aquellos que elige, porque la memoria es en sí misma una selección, y no todos pueden ser nuestros muertos.

*** —¿Quieres que te hable como el profesor universitario que ha trabajado el tema de violencia política en Medellín o como el estudiante de Sociología de veintiún años que era? —dice Manuel Alberto Alonso, investigador del Instituto de Estudios Políticos, y pienso mientras lo escucho que no puede, aunque quiera, hablar como el muchacho de veintiún años que pensaba que iba a haber

Luis Fernando Vélez fue asesinado seis días después de asumir la presidencia del Comité de Derechos Humanos. Fotografía: Archivo El Colombiano

“Ya no tengo miedo”, le dijo Pedro Luis Valencia a su esposa la noche antes de ser asesinado. Fotografía: Archivo

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


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La tetraeja

Karen Parrado Beltrán Estudiante de Periodismo piedemosca@gmail.com Fotografías: Juan David Tamayo Mejía

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El 9 de junio pasado, las redes sociales explotaron con la publicación de una noticia por parte de De la Urbe: tres hombres de Medellín, de la Universidad de Antioquia, eran los primeros colombianos en legalizar su unión poliamorosa, en absoluta ruptura con los esquemas tradicionales. La primicia de nuestro sistema informativo le dio varias vueltas al mundo… y al concepto de familia. Aquí, un vistazo a los protagonistas de esta historia.

as manos están a punto de tocarse. Frías, con un gesto esbelto e inerte entre los marcos dorados de una pintura de colores terrosos. Son la réplica de las famosas manos de La Creación de Adán, el fresco que pintó Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina, en 1511. A unos cuantos metros de allí, tres hombres esperan en el pasillo, acompañados por una comitiva efusiva de mujeres que los rondan. En pocos minutos firmarán una diligencia legal en el salón de una notaría donde las manos de Adán y Dios están por tocarse, colgadas en una pared. Una hora antes, Manuel José Bermúdez, John Alejandro Rodríguez y Víctor Hugo Prada entrelazaban sus manos sobre las piernas de Víctor, el más joven. Ellos, tres hombres adultos, sentados en la sala de su casa —la “mansión poli”—, conversaban sobre su unión poliamorosa. Manuel, el mayor, hablaba sobre el pasado y lo difícil que había sido llegar hasta ese día. Víctor, más emocionado, hablaba del presente; y Alejandro, el más callado, miraba a sus dos amores hablar sobre lo que pronto los haría famosos en todo el mundo. Una Medellín ardiente los esperaba. Era el día de su “matrimonio”, como lo llamaban entre ellos. La ciudad ya había empezado una jornada más y ellos se disponían a firmar el Víctor Hugo Prada, estudiante de Teatro. documento que legalizaría su convivencia de cuatro años como trieja. Víctor fue el primero en salir, quería llegar antes para asegurarse de que no faltara nada. Alejandro salió a los pocos minutos, en moto, y Manuel, después, en taxi.

Los tres corazones Manuel, Alejandro y Víctor son tres, son dos; son seis. Son una trieja, como los reconoce el documento que firmaron el 3 de junio de 2017 en la notaría sexta de Medellín. Esa mañana se formalizaron como un “régimen especial patrimonial de trieja” sobre las hojas de una escritura única en su tipo en Colombia. Los tres pusieron su firma y huella, y con ello sellaron el derecho de compartir sus vidas. A su lado, la cuatro mujeres que firmaron como tesManuel José Bermúdez, comunicador social tigos celebraban y les preguntaban por la “fiesta periodista y profesor de la Universidad de Antioquia. de matrimonio”. Aunque los tres no se casaron, sus rostros llevaban consigo la dicha de unos recién casados. Los ojos vibrantes, aguardando el llanto o la risa, fueron el ajuar de una boda. Ellos, un poliamor encarnado en tres hombres —“del mismo sexo” como reseñó, enfáticamente, un medio local días después—, habían constituido legalmente la primera familia poliamorosa de Colombia. En rigor no se trató de un matrimonio, pero al salir de la notaría ellos eran tres maridos felices. “Ya con el documento en la mano no hay retroceso”, sentenció Manuel, “y lo que viene es celebración porque acaAlejandro Rodríguez, licenciado en Educación Física y bailarín de la Corporación Dancística Matices. bamos de hacer una cosa histórica”. Con la escritura establecieron al amor como fundamento de su relación y estipularon la distribución legal de los bienes conseguidos durante su unión, así como la disposición de morir dignamente en caso unión libre. Hace tres años —en abril de 2014— murió su de que alguno sufra una enfermedad terminal. cuarto compañero: Esnéyder. Durante diez años, Manuel, —Algunos dicen que lo que firmaron es igual que un Alejandro y Esnéyder convivieron en un triángulo amorocontrato comercial, como si hubieran montado una peluso hasta 2012, cuando se les unió Víctor; un joven menudo quería —mi pensamiento en voz alta se deslizó en la conde crespos coquetos. versación. Víctor llegó en Navidad y quedó impresionado por la —¡Ojalá! Ve, montemos una peluquería —dice Manuel. calidez de una casa adornada con toda la bondad de la festi—Espejos sí tenemos —agrega Víctor. vidad a flor de piel. A los pocos meses, ya vivía allí: “La decisión fue mía, yo me quise quedar. Si no, hubiera dicho ‘no Estado civil: poliamoroso soy capaz’ y me hubiera ido”, dice. Desde ese diciembre, el La trieja ha transitado por casi todos los estados civiamor se consumó en un círculo de amores, pero la familia les. Manuel y Alejandro son esposos, su matrimonio civil de cuatro enviudó al año siguiente, cuando Esnéyder murió se celebró un mes antes de la firma del documento de trieja, a causa de un repentino cáncer de estómago. y Víctor es soltero; pero los tres son “viudos” y viven en

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Esnéyder Zabala, el cuarto integrante de la familia poliamorosa, murió en abril de 2014. Fotografía: Io Idárraga


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doblada se funde en una marejada de colores variados, acariciando secretos, tal vez. No hay clóset. El pequeño pasillo que divide el vestidor conduce al baño, también sin puerta. El espacio de vidrio de la ducha permite ver la cama y, más allá, el cielo.

Los tres lo cuidaron hasta el último momento, pero la muerte llegó implacable. Tras esa despedida sintieron que su relación de trieja maduró. Fue entonces cuando llegó una propuesta inédita. “A este par de maricas les pidieron matrimonio en una obra de teatro, en plena noche de inocentes”, publicó Manuel en Facebook, en diciembre de 2015. Ese momento fue el inicio de una voluntad que terminó un sábado soleado, frente a la pintura de las manos de Miguel Ángel, con los tres hombres firmando la legalización de su convivencia amorosa. Habrían sido cuatro, una tetraeja, si Esnéyder no hubiera muerto. Lo son, de hecho, en la memoria del corazón, porque él siempre está presente allí. La casa de los espejos —Los espejos son un detector de maricas muy efectivo —dice Alejandro. —¿Y han detectado muchos maricas, que no saben que lo son, por los espejos? —pregunto. —¡Uuuuuuuuuuuuuuh! —responde. Y le devuelve una sonrisa al espejo. Ocho espejos ocupan las paredes de la casa, distribuidos en los tres pisos que la componen. La construcción en proceso ya casi no dispone de muros, solo espacios abiertos. “Nos gusta mirarnos mucho”, dice Víctor. Viven en un barrio encaramado sobre las montañas noroccidentales de Medellín. “Villa Campiña”, dice el pequeño letrero que está enterrado en una colina. La urbanización se expande en corredores angostos que delimitan casas con escaleras empinadas, jardines frondosos y perros en los pequeños balcones. “Compartimos lecho, techo, cama, casa, mesa”, dice Víctor. Es lo mismo que responden en televisión cuando los periodistas intentan saber cómo funciona su particular relación de trieja. La mesa que comparten es más una barra de madera sostenida por dos columnas metálicas blancas. Su cama, una king size de madera, tiene tres almohadas y un espejo al frente. A la entrada de la habitación, el monitor del computador disuelve imágenes de los tres, de paseo, sonriendo, seductores… También aparece Esnéyder. Una pequeña biblioteca, a un lado del computador, recibe a los visitantes: La semblanza de una mariposa, Y si el cuerpo grita… (dejémonos de maricadas), La familia perfecta… Su habitación es un lugar luminoso. Un retoño de luz del exterior penetra en el vestidor sin puertas donde la ropa

Los años en el clóset —La academia, en un porcentaje altísimo, es LGTBI y tiene sentido. A los homosexuales les ha tocado o defenderse en la calle, a patadas, o a través de lo intelectual. Entonces, de un momento a otro, no se dieron cuenta y nos tomamos las universidades. Están en el clóset, pero ahí están. Manuel habla en la cocina, junto a sus dos maridos. Es profesor universitario, “el profesor marica” de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Alejandro es bailarín de una compañía de danza con la que ensaya todos los sábados, y Víctor es actor —está a punto de obtener su título universitario—. Los tres viven periodos muy diferentes de la vida. —A las mujeres y a los maricas no se les pregunta la edad —agrega Manuel eludiendo la pregunta. Aunque se reservan los años de cada uno, los delatan los detalles: las arrugas que empiezan a asomarse en la sonrisa de uno, la energía del tono de voz del otro, el aplomo de las palabras del otro. En esta casa, la edad es lo único que permanece en el clóset. La noticia “bomba” “Medellín tiene el primer matrimonio de 3”, tituló el periódico Q’hubo el martes 13 de junio. Un tapizado de corazones rosados fue el fondo de la noticia de los “recién casados”. Un presentador de noticias local anunció el hecho en un tono sobreactuado: “Aunque parezca increíble, la historia que les vamos a contar a continuación es real…”. Se volvieron famosos en el mundo. Por la sala de su casa desfilaron periodistas y cámaras. La trieja masculina —la segunda reconocida legalmente en el mundo, y la tercera reconocida públicamente— era una ‘bomba’. —Eso se lo inventaron los medios, nosotros solo dijimos “vamos a legalizar nuestra familia” —aclara Manuel. Durante semanas vieron sus nombres resaltados entre las líneas de noticias en inglés, italiano, alemán y francés. Hasta un meme que reemplazaba sus caras por las de Óscar Iván Zuluaga, Álvaro Uribe y Alejandro Ordóñez, en un montaje digital, llevaba por título “Primer matrimonio entre tres personas del mismo sexo en Medellín”. Su noticia minó como oro las redes sociales; “me gusta”, “me encanta”, “me enmaricona”… —La dificultad en este momento es que hay redes sociales. Hace diecisiete años [cuando Manuel y Alejandro firmaron un documento similar] no había, entonces nosotros no nos dimos cuenta, en ningún momento, qué pasó —dice Alejandro mientras se prepara un café junto a Víctor. Diecisiete años atrás —el 4 de noviembre del 2000—, la foto de Manuel y Alejandro besándose fue ‘una bomba’ en la primera plana de El Espectador. “Nos vamos a querer toda la vida”, decía el titular. Los dos firmaron la primera unión pública de una pareja homosexual en Colombia. Esa vez la diligencia legal fue en la notaria 46 de Bogotá porque ningún notario de Medellín accedió a suscribirla. Familia es familia Una suerte de abogacía ejercía Rubén Blades en Amor y control cuando cantaba “familia es familia y cariño es cariño”. En el derecho colombiano, la familia es una de las instituciones más reguladas y protegidas. La Constitución Política de 1991 establece, claramente, el principio originario de la

misma: “Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”. Es sobre el principio de la voluntad responsable que familias como la de Manuel, Alejandro y Víctor pueden hallar un reconocimiento público y jurídico. Con la misma contundencia de la Constitución, pero con un poco más de entusiasmo, el abogado de la trieja, Germán Rincón Perfetti, señala que “lo que ha hecho este trío de hombres es llevar a lo público una realidad que existe y que es imposible negar”. El abogado encuentra en este acontecimiento una liberación para las familias no convencionales, “aquí realmente se está conformando un régimen especial cuyo eje principal es el amor y, específicamente, el tema de la trieja que rompe con las lógicas de la pareja, la monogamia y la relación para toda la vida”, afirma. Ante un documento de repercusiones jurídicas como el firmado por la trieja, Pablo Marín, abogado egresado de la Universidad de Antioquia —autor de una monografía de grado titulada El poliamor y el reconocimiento de las uniones maritales de hecho derivadas de una convivencia plural en Colombia—, asegura que en este caso “hay que empezar a hacer todas las discusiones en materia de familia. Ya se habló mucho de los homosexuales, ahora lo que se sigue es hablar muchísimo de poliamor”. Considerando que una unión poliamorosa implica más que afecto y cuidado, es necesario tener en cuenta que en ella se involucran acciones legales como la afiliación al sistema de seguridad social, la representación entre los cónyuges y la consolidación de un patrimonio conyugal —así como su posible liquidación—. Frente a esto, Marín sostiene que “hay un montón de temas que en derecho no están hablados para tres, ni para cuatro, ni cinco, sino solo para una pareja”, y que ese es el verdadero reto que le queda al sistema judicial y legislativo colombiano, por lo menos en asuntos de familia. Cariño es cariño En el poliamor es posible amar a varias personas a la vez y serles fiel, a su manera. “El sexo no determina el amor, es solo parte”, dice Manuel. Entre ellos tienen sexo grupal, aunque su fidelidad no es corporal sino emocional, lo que les permite proyectar y nutrir un futuro conjunto. Disfrutan del cariño; se besan, se acarician, se toman de las manos; no se esconden; no pueden, no quieren. En su casa las paredes hablan de erotismo, de penes, de deseo. Hay afiches de hombres besándose y teniendo sexo oral. Esas imágenes ya son parte del paisaje al igual que las matas que adornan el balcón. No son un trío, afirman; son una familia. Manuel es más sexual, le gusta explorar y conquistar. Alejandro y Víctor son más reservados, “miran otras cosas”, dice Manuel. “Si es desde la genitalidad, obviamente uno tiene su nicho exclusivo. Pero si es desde el afecto uno tiene varios puntos de poliamor”, explica Alejandro mirando a sus dos cariños. “Tiene que ver mucho con el cuidado del otro, es más un asunto de solidaridad”, afirma. Conviven bajo la certeza de que no se pertenecen y que la libertad es la forma más pura del amor. Saben que algún día uno de ellos puede irse y no sufren, al menos no sobre la piel. Su relación se basa en la honestidad, “en no esconderse nada”, y en “dejarlo claro, en la palabra y en los hechos”, dice Víctor. Así llevan su hogar, dispuestos a las despedidas pero también a las bienvenidas. —Está tan sobrevalorado el asunto sobre el cuerpo. Yo nunca he podido entender la propiedad sobre el otro —reflexiona Alejandro, cuando la palabra infidelidad lo cuestiona. —Insistimos que no es un modelo a seguir. Nosotros lo vivimos y lo hacemos porque estamos involucrados — replica Víctor. Los rostros desnudos Esta historia de amor, protagonizada por el escándalo y el secreto, está escrita sobre un papel que solo ellos podrán leer y consumir. A nosotros, lectores y curiosos, nos queda, escasamente, una sinopsis en las hojas de la escritura que firmaron: “El amor debe integrar a la persona entera en su dimensión espiritual y corporal: es imposible circunscribirlo a uno solo de estos elementos, si así fuera se destruiría”. Cuando una mujer burguesa le preguntó a Gonzalo Arango si el amor era algo espiritual o material, él le respondió que eran las dos cosas, pero en la cama; ella se escandalizó por la respuesta. Ante la reacción de la mujer, el poeta replicó: “Yo no tengo la culpa de que el rostro de la verdad sea, como en el amor, un rostro desnudo. Mejor dicho, dos rostros desnudos”. En este caso, tres.

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6 Opinión Editorial Comité editorial Patricia Nieto, Ana Cristina Restrepo Jiménez, Heiner Castañeda Bustamante, Raúl Osorio Vargas, Gonzalo Medina Pérez Dirección: César Alzate Vargas Asistencia editorial: Eliana Castro Gaviria Coordinación editorial: Daniela Jiménez González Equipo de redacción: Juan Manuel Flórez Arias, Karen Parrado Beltrán, Juan Manuel Valencia, Laura Cardona, Elisa Castrillón Palacio, Santiago Rodríguez Álvarez Corrección de textos: Alba Rocío Rojas León Coordinación de fotografía: Carolina Londoño Mosquera, Juan David Tamayo Mejía Diseño gráfico: Sara Ortega Ramírez Impresión: La Patria, Manizales Circulación: 10.000 ejemplares Sistema Informativo De la Urbe Coordinación general y de Radio: Alejandro González Ochoa Coordinación de Televisión: Alejandro Muñoz Cano Coordinación Digital: Walter Arias Coordinación de Especiales y Regiones: Juan David Ortiz Corresponsal en Urabá: Juan Arturo Gómez Tobón Calle 67 N° 53-108, Ciudad Universitaria, of. 12-122 Tel: (57-4) 219 5919 www.delaurbe.udea.edu.co delau.prensa@gmail.com facebook.com/sistemadelaurbe twitter.com/delaurbe Medellín, Colombia Acorde a los postulados sobre derecho a la información y libertad de expresión consagrados en la Constitución Política y las leyes de Colombia, las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia ni al Sistema Informativo De la Urbe. Universidad de Antioquia Mauricio Alviar Ramírez, Rector Edwin Carvajal Córdoba, Decano Facultad de Comunicaciones Juan David Rodas Patiño, Jefe Departamento de Comunicación Social

Capítulo Antioquia

ISSN 16572556 Número 85 Agosto de 2017

Fotografía de portada: César Alzate Vargas

No. 85 Medellín, agosto de 2017

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Apuntes sobre el miedo y la memoria

no: El año que nos susurra Fantasmas. Hace treinta años corría agosto de 1987, uno de los meses más brutales que recuerde la Universidad de Antioquia. Basta con mencionar un día, el 25, cuando Luis Felipe Vélez, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur fueron acribillados en la sede de Adida, el sindicato de maestros de primaria y bachillerato del departamento. Entre julio y diciembre fueron asesinadas diecisiete personas relacionadas con la Universidad: profesores, estudiantes, egresados. Se les tildaba de guerrilleros, idiotas útiles, defensores de sindicatos y alimentadores del descontento. El objetivo, confesó años más tarde el genocida Carlos Castaño, era “anular cerebros”. Lo dijo sin vergüenza, orgulloso de lo conseguido. 1987 es un mazazo seco no solo en la memoria de la Universidad sino del país por la cacería infame de grupos paramilitares, en complicidad con la fuerza pública, a todo lo que se les parecía a la izquierda, incluidos los líderes de la naciente Unión Patriótica. ¿A qué va todo esto? A que 1987 se nos ha vuelto un año, particularmente, cercano. El mes pasado, el defensor del pueblo, Carlos Alfonso Negret Mosquera, actualizaba las cifras de líderes sociales asesinados en lo que va de 2017: 52. Lo que a comienzos de año ocupaba algún recuadro en periódicos o noticieros, ya hoy apenas si es un comunicado. Negret reportó aproximadamente quinientas amenazas a líderes —Cauca y Antioquia aparecen como los departamentos con más amenazas— y denunció cinco homicidios selectivos a integrantes de las Farc durante su reincorporación a la vida civil. No se trata de casualidades ni coincidencias, esos métodos tan eficaces y peligrosos de la memoria: el nuestro es un Estado históricamente incapaz de garantizar la vida de quienes se parten el lomo por sus derechos y los de su comunidad en el territorio. Y es inevitable pensar en las palabras del maestro Manuel Mejía Vallejo el 26 de agosto de 1987, durante el entierro de Héctor Abad Gómez: “Vivimos en un país que olvida sus mejores rostros, sus mejores impulsos, y la vida seguirá en su monotonía irremediable, de espaldas a los que nos dan la razón de ser y de seguir viviendo”. Entretanto, a finales del último julio, Medellín afrontó dos de los días más violentos de 2017 en menos de una semana; once homicidios en 48 horas: riñas, venganzas y robos; el secreto a voces es que hay una fractura dentro de la estructura delincuencial de la ciudad. Ante estos hechos, un grupo de ciudadanos tiñó con anilina vegetal no contaminante, pero roja, muy roja, el agua de varias fuentes ornamentales como la del teatro Pablo Tobón y la del Parque Bolívar. Como gritando: hey, nos estamos matando, ahí está la sangre; es un asunto de todos. De inmediato, el foco de la noticia, más allá de los 52 asesinatos de julio, volteó a esperar la respuesta del alcalde Federico Gutiérrez. Y esa respuesta fue de una pobreza insultante: “Esto tiene unos costos financieros”, dijo. Es cierto, eso dijo. A su estilo de papá regañón, inquietado por la economía familiar, Federico gritó en cámaras su preocupación por la cuenta que EPM le pasaría por el costo del vaciado, arreglo y lavado de las fuentes. Su Secretario de Seguridad —el encargado, porque el oficial enfrenta líos con la justicia— tachó el hecho de acto criminal. El alcalde regresó a los reflectores y les concedió a los ciudadanos la oportunidad de protestar, pero pasitico y sin tocar sus bolsillos. ¿Y la solidaridad, Federico? ¿Y la vida? Paralelo a sus declaraciones, como si los años no pasaran, como si no aprendiéramos de ellos, Ricardo Yepes, concejal, proponía una nueva Operación Orión para recuperar y garantizar la seguridad del corregimiento de Altavista. A veces la historia es un sartal de cuchillos arrojados a la cara. Situaciones como estas, fechas en el corazón, días escalofriantes, declaraciones horribles, gestos de dolor, nos zarandean y recuerdan nuestro deber como periodistas: salvaguardar la memoria, alertar, convocar, informar con esmero y honestidad, sostener temas (porque con el olvido solo ganan los malos políticos y los criminales). Ser mosquitos que zumban al oído y, sobre todo, incomodan. Ese es el único homenaje posible a la altura de nuestras víctimas.

Dos: Dejar las armas Desde Mesetas, Meta, el jefe de la Misión de las Naciones Unidas en Colombia, Jean Arnault, dijo: “Las Farc han cumplido y entregaron todas sus armas individuales”. Era 27 de junio, fecha histórica, y en un acto protocolario se entregaban (o se dejaban, para hacer justicia a la interpretación del grupo, ya no insurgente, sobre este acto) las últimas cinco armas de la guerrilla en este territorio que durante décadas fue uno de sus fortines políticos y que en ese momento estaba siendo testigo de la terminación del conflicto armado más antiguo del continente y del fin de las Farc como grupo alzado en armas. Se trataba de un acontecimiento histórico que, si bien tuvo cubrimiento por parte de medios de comunicación nacionales e internacionales, no generó mayor revuelo ni discusión entre la ciudadanía, ni los usuales debates acalorados en redes sociales que sí tuvieron lugar en momentos como el Plebiscito por la Paz del año pasado. Había una indiferencia generalizada, una suerte de mutismo o una incredulidad que parecía haber blindado a muchos colombianos. ¿De dónde vienen tanto escepticismo y tanto silencio? Si bien este proceso de paz con las Farc e, incluso, los futuros espacios de negociación con otros grupos como el ELN son una oportunidad para que Colombia avance en el camino de la diversidad política, la reticencia y el miedo de sus ciudadanos constituyen un gran enemigo. Porque, en Colombia, muchos les temen a las pluralidades del pensamiento y a las expresiones distintas, no solo las políticas, sino las sociales, culturales, todas aquellas que representan un cambio en nuestra manera de existir como país. De alguna forma, las mayores confrontaciones en la concepción de la política y del poder colombiano se han inscrito en asimetrías, en violencias y heridas. Nuestro pasado lo admite: ya sucedió una vez, por ejemplo, con el exterminio de la Unión Patriótica desde su aparición en la palestra política en 1986. Y sigue sucediendo en nuestro presente, en las calles de nuestras ciudades, en las que se asesinan contrincantes políticos, manifestantes, miembros de la comunidad LGTBI, afrodescendientes, estudiantes universitarios, donde se mata sin distinción y en puros actos de intolerancia y, en la mayoría de casos, por miedo a la argumentación. Ya lo decía el politólogo Norbert Lechner: “Los miedos son fuerzas peligrosas. Pueden provocar reacciones agresivas, rabia y odio que terminan por corroer la sociabilidad cotidiana. Pueden producir parálisis. Pueden inducir al sometimiento”. Además de estos miedos, hay también un agotamiento generalizado, una desconfianza de la sociedad civil hacia el Estado y sus instituciones. Una legitimidad cuestionada, destruida por sus propios representantes. Hay, entonces, muchos retos y obstáculos que debemos sortear en este proceso. Pero para eso debemos entender el espectro complejo en el que nos estamos moviendo. Un reto, en primer lugar, desde la construcción de procesos de memoria histórica que no se queden en la exaltación de la tragedia de las víctimas, ni en los señalamientos a los culpables, sino que incorporen el componente político, que se preocupen por entender los contextos sociales y alienten la participación ciudadana. Un trabajo, por otro lado, que también involucre a los medios de comunicación. Aun cuando han sido señalados de ser tendenciosos, manipuladores o vehículos de verdades fragmentadas, estos son herramientas poderosas al momento de confrontar todos los engranajes del proceso de paz y, especialmente, al intentar comprender nuestras identidades y todo lo que nos ha pasado como sociedad y como país. Se vienen unas acciones de reconfiguración del modelo económico que hay que negociar, bastantes interrogantes en cuanto a la reincorporación de excombatientes y la puesta en marcha de la reforma rural integral, mucho trabajo para las instituciones de educación superior, públicas y privadas. Como escenarios de diversidad y pensamiento, las universidades deben convertirse en actores de este largo camino en el que es indispensable ponernos en modo de construcción de paz. El resultado de lo que está pasando depende, en gran medida, de nosotros. Quizá nos vamos a demorar un rato para entender que no hay que matar al que piensa distinto. Mientras tanto, bien vale la pena sentir al menos un poco de alegría porque un grupo de combatientes ha hecho la transición de las armas a las palabras.

“Vivimos en un país que olvida sus mejores rostros, sus mejores impulsos, y la vida seguirá en su monotonía irremediable, de espaldas a los que nos dan la razón de ser y de seguir viviendo”.


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Cuando un beso cuesta dieciséis salarios mínimos

Y un solo semestre verdadero

Karen Sánchez Palacio Estudiante de Periodismo karen.sanchez@udea.edu.co

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stoy segura de que cuando Rómulo —rey de Roma— creó en 753 a.C. la ley que prohibía a las mujeres beber vino y que autorizaba a los maridos a castigarlas severamente como si de adúlteras se tratara — más aún, cuando se ingenió la maravillosa manera de que los maridos se percataran de que ellas no hubieran bebido, rozando sus labios con los de su esposa—, no tenía la más mínima idea de que estaba dando origen a la más grande manifestación de amor de la historia del hombre: ¡el beso! Ese beso que, si revisamos un poco la historia, ha pasado por “las duras y las maduras” hasta llegar a “nuestros tiempos”. En la Edad Media, por ejemplo, el hombre que besaba a una mujer era obligado a casarse con ella —brincos diera cierto exprocurador por implementar de nuevo esta norma—; en épocas de la Revolución Industrial, se prohibió besar en la boca en público; y en Pekín, durante los Juegos Olímpicos de 2008, el gobierno chino igualó el “delito” de besarse delante de una cámara de vigilancia, con los de secuestro y hurto. ¿Qué tal? Si tenemos en cuenta estos ejemplos, cualquiera diría que a la hora de besar los colombianos tenemos muchas posibilidades, pero la verdad es que el Nuevo Código de Policía no es tan amable con los besadores. En su Artículo 33, el código sanciona algunos besos en público y otros comportamientos amorosos, con una multa de categoría 3, cuyo valor es de $393.440 —dieciséis salarios mínimos diarios legales vigentes—. La norma habla de castigar dos tipos de situaciones: Comportamientos que afecten la tranquilidad y relaciones respetuosas de las personas en espacio público, lugares abiertos al público, o que siendo privados trasciendan a lo público…

Realizar en espacio público actos sexuales o de exhibicionismo que generen molestia a la comunidad. Así como el Kamasutra describe tres clases de besos — nominal, en el que los labios apenas se tocan; palpitante, en el que se mueve el labio inferior, pero no el superior, y el de tocamiento, en el que participan los labios y la lengua—, para la norma colombiana también existen varias categorías de besos: el beso social, que se da entre desconocidos, como un saludo o una despedida, el afectuoso, una manifestación de cariño; el filial, entre parejas y amigos, y el de placer, por medio del cual se recibe placer sexual. Este último es el que la policía, amparada por los dos numerales del artículo 33 de su código, está en todo el derecho de sancionar. Pero, ¿existe un manual que describa las características precisas que diferencian un beso filial de uno de placer? ¿Quién dice que la religión que profesan dos policías o los valores con los que fueron criados o su percepción de la vida, no harán que cada uno vea el mismo beso de manera diferente y, en ese sentido, un beso “normal” sea visto como una obscenidad que perturba la tranquilidad de cierto grupo de personas? Pongámonos las pilas porque, si no, al paso que vamos y si Ordóñez logra ser presidente, vamos a terminar como Guanajuato, Kuala Lumpur, Dubái, entre otras ciudades del mundo, donde está prohibido dar besos en público, sea de la categoría que sea. Y si con cada beso se queman de tres a doce calorías, se ponen en movimiento doce músculos labiales y diecisiete linguales, se eleva por las nubes la secreción de hormonas, y se aceleran las pulsaciones cardíacas de 70 a 140 por minuto, ¡a besar se dijo!

En este agosto sucedió algo que no pasaba en la Universidad de Antioquia hacía más de veinticinco años, y fue que todos los programas académicos comenzaron sincrónicamente. Este fenómeno se conoce como calendarización e implica que los pregrados, incluyendo los de regiones, inicien y terminen semestre (al menos en teoría) el mismo día. Alrededor de 37 mil estudiantes de pregrado se benefician con la nueva medida, ya que, quienes lo deseen, podrán matricular los dos cursos opcionales a que tienen derecho en otras unidades académicas; además, los estudiantes de últimos semestres de pregrado podrán matricular materias de posgrado, sin alterar los tiempos del semestre. Finalmente, la Vicerrectoría de Docencia destaca que la calendarización ayudará mucho al sector del estudiantado que trabaja, ya que con mayor claridad podrá planificar sus tiempos durante el semestre académico. Sin duda, un buen suceso. Sin embargo, la pregunta es si podrá mantenerse en el tiempo. Para comenzar, porque se especula que 2017-2 será un semestre agitado por aquello de los conflictos que se entrecruzan en la Universidad sin resolverse.

¿Qué pasó, Andes?

Dos situaciones opuestas vivimos en junio. Por un lado, en Apartadó se celebraba entre lágrimas la salida de la quinta edición de De la Urbe en la región de Urabá. Las lágrimas estaban motivadas por la melancolía: además de la quinta, esta sería la última, pues llegaron a su final las cohortes del programa de Comunicación Social Periodismo para las cuales se creó allí la edición regional de nuestro periódico. En el extremo opuesto, en Andes ocurría todo lo contrario: no hubo edición regional, pero no porque no hubiera cohortes o recursos, sino porque los estudiantes no produjeron material. ¿Qué pasó? ¿Por qué el desprecio de los estudiantes del Suroeste al periodismo, en una región tan necesitada de informarse bien? Melancolías y preocupaciones del mejor oficio del mundo.

El maquillaje de Fico

El alcalde mete una brocha gorda en un balde con pintura color ladrillo. Luego, con más bien poca destreza, cubre una sigla de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia que “adorna” una pared en Altavista, la zona de Medellín que se disputan tres bandas y que se ha convertido en la más conflictiva de la ciudad durante los últimos meses. El video después rueda por las redes de la Alcaldía y del propio Fico. ¿Simbólico? Claro, ¿qué otra ciudad se puede dar el lujo de tener un alcalde pintor de brocha gorda? Bien por la presencia, bien por estar cerca del problema, pero la política de seguridad de Medellín necesita mucho más que cámaras, helicópteros y maquillaje.

Ambientalistas convenientes

En Medellín nos acostumbramos a reprochar el hecho de que el alcalde no tome medidas contundentes ante la contaminación del aire. Sin embargo, no hemos sido capaces de ver que hay pequeñas acciones cuyas consecuencias repercuten fuertemente en nuestra salud. Resulta mucho más escandaloso ver el mofle de un automóvil expulsar humo negro que la pequeña bocanada que resulta del cigarrillo, es verdad, pero en esa pequeña bocanada se esconden más de siete mil sustancias químicas, de ellas 250 tan peligrosas como arsénico, cianuro de hidrógeno y amoniaco, altamente cancerígenas. Según la OMS, cada año se registran más de seis millones de muertes por consumo de cigarrillo en el mundo; de ellas, 72 se producen a diario en nuestro país por enfermedades respiratorias derivadas del uso del cigarrillo, buena parte de esa cantidad en Medellín. Pero sigamos culpando, cuando nos conviene, a las industrias, al parque automotor; sigamos dependiendo de las medidas que anuncia Fico por Twitter, y de que algún día las constructoras dejen de talar los pocos árboles que nos quedan para hacer los apartamentos donde vivimos. Sobre todo, sigamos gozando del placer de fumar y echarles el agua sucia o, mejor, el aire sucio, a otros.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


8 Retrato

Vida y muerte del poeta montaraz Ah, lo ignoras, pero hablas con un fantasma

Jony leyendo en el Ateneo Porfirio Barba Jacob durante la presentación de la revista literaria La musa sonámbula.

Texto y fotografías: Mauricio Hoyos Periodista maoh.mu@gmail.com

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na vez el profesor de español puso de tarea escribir un soneto. Un joven salvaje de nombre Jony Albino Arenas, quince años, que había aprendido los rigores de la escritura hacía cuatro años, no entendió la diferencia entre versos y estrofas. Fue a sentarse frente al río Nechí, al caer la tarde, con su cuaderno escolar: literalmente se puso en situación poética. Escribió entonces un largo poema de 56 versos, pues creyó que cada verso era una estrofa de cuatro versos. No era un soneto, que apenas tiene catorce versos, pero fue el primer poema que escribió, del cual decía no recordar nada. Once años después y meses antes del domingo en el que subió a colgar su humanidad en una ceiba de Santa Elena, le pregunté: —¿Cómo describes el río Nechí? —no era una pregunta inocente, pues el Nechí fluía también en su obra. —El Nechí es un río de color marrón —dijo, con su cantadito nechiano, un acento entre costeño y paisa propio de la subregión del Bajo Cauca antioqueño—. Es un río oscuro que en las crecientes, cuando se mezcla con el agua de la ciénaga, se torna más claro, pero es una claridad oscura. Deja de volverse marrón por la carga de los lodos de las riveras para confundirse con el agua de las ciénagas. Hasta 2010 en Nechí no había acueducto ni alcantarillado; el río era el lugar para bañarse, lavar la ropa, pescar, transportarse. Todas las madrugadas alguien baja al río y ve si ha crecido o ha bajado y vuelve al pueblo informando a los demás. Los nechianos no dependen de que el río crezca o baje, es algo que les gusta saber desde que se conocen, es una tradición saber del río. —¿Tiene un calendario el río? —le pregunté a Jony. —El último mes ha cambiado mucho —respondió. Estamos a principios de 2017—. A finales de diciembre siempre uno encontraba el río con enormes playas de arena, en mitad del río incluso. Se mantenía así durante los primeros meses del año, eran los meses de subienda del bocachico, más o menos hasta marzo. Pero hacia abril comenzaban las lluvias y ya en mayo el río estaba crecido en todo su esplendor. Los mangos maduraban en los árboles por esa misma época. —¿Eso ha cambiado? ¿Ya no sube el bocachico? —Ya no sube como subía antes. Antes en diciembre o enero literalmente uno los cogía con la mano. Ahora cada vez suben en menos cantidad. La minería ha dañado las cié-

No. 85 Medellín, agosto de 2017

Jony publicó un libro titulado Montaraz. Lo leí y quise escribir una crónica sobre el poeta capaz de engendrar tal libro. Tenía ya varias horas de entrevistas transcritas y había observado al tipo durante algunos meses en lugares distintos con personas diferentes. Un fin de semana, mientras trazaba un boceto de estructura para esta crónica, vi que no sabía cómo terminarla. Ese mismo fin de semana Jony le puso el punto final.

nagas y eso hace que el bocachico no se reproduzca como antes. Además de que el pescador tiende a pescar el bocachico muy pequeño, perturbando su ciclo de vida. En el río Nechí desembocan, entre muchos otros de Antioquia, el Porce, que combina las agostadas aguas del Grande y las aguas negras del Medellín. La primera vez que Jony vio este último, en el 2009, iba subiendo en el metrocable hacia Andalucía. —A todo le llaman río hoy día —dijo. El Nechí es también el más caudaloso de Antioquia. Tras un año de vivir en la ciudad, le pregunté qué pensaba del río Medellín. —El río aquí lo mataron. Un río, de donde yo vengo, si lo puedes cruzar caminando tienes que nadar. Aún en las épocas de verano donde más baja el nivel, hay partes donde es ancho, grande, es corrientoso y hay vida en él. Tú puedes pescar en él, te puedas bañar en él. La radio Cuando Jony era más niño vivía con su familia en la cima de una montaña en la vereda Las Nubes, del corregimiento de Las Flores, en Nechí. Años después, viviendo más abajo en la montaña, notó que la radio sintonizaba con claridad la emisora de la Universidad de Antioquia en AM. Entró a estudiar apenas a los once años, antes de los cuales no sabía leer ni escribir. Su padre había muerto por una enfermedad relacionada con el procesamiento de la coca, por lo que Jony pasó la infancia en el campo, trabajando. En la radio empezó a aficionarse a los programas culturales, entre los cuales un domingo a las diez y media de la mañana sintonizó Defensa de la palabra, el libertino espacio poético

dirigido durante más de dos décadas por el librero y editor Gustavo Zuluaga, más conocido como El Hamaquero. Defensa de la palabra En compañía del escritor Víctor Bustamante, Zuluaga hablaba de la exigua pero animada vida cultural de Medellín, desde los márgenes, donde no pega la luz escasa de los faroles oficiales. También invitaba a leer a poetas jóvenes y no tan jóvenes de la ciudad y no olvidaba disparar de vez en cuando sus dardos envenenados, por los que un grupo de académicos universitarios terminó por cerrar el programa, pues le habían llamado “delincuente” a Fernando Rendón, director del Festival Internacional de Poesía de Medellín, un motivo más del abultado orgullo paisa que congrega masas bovinas y satisfechas. El joven poeta Jony Albino le cogió cariño al programa, lo escuchó durante varios años, mientras hacía el bachillerato. Al graduarse y después de probarse en los trabajos tradicionales de la región (raspachín, minero, sembrador, pescador), pidió posada a una tía que tenía en Medellín, en el barrio Andalucía, en el nororiente de la ciudad. Allá arribó con sus maletas. Cuando llegó lucía el cabello largo, muy crespo, y una chivera descuidada. Su tía le dijo, por charlar: “No damos comida”. Sus planes eran presentarse a la Universidad de Antioquia y buscar camello. Pero tres meses después no había encontrado nada. Pasó la mayor parte del tiempo ayudándole a su tía a pegar botones en la casa, escribiendo poemas y andando por ahí con su primo, que también escribía y estudiaba Filosofía en la Universidad de Antioquia. Entre las cosas que trajo de Nechí estaba el atadito de hojas color pastel y los cuadernos


9 donde escribía sus poemas. Siempre a mano, con fluida caligrafía doctoral, cursiva. Quiso trabajar en construcción, pero no pasó los exámenes médicos para entrar como obrero a Hidroituango, donde trabajaba un hermano suyo. Era daltónico, no podía ver cierto tono de verde. Un día su tía lo vio triste, desilusionado, y le dijo: —Ese es el precio de vivir en la ciudad. Jony Albino no quería pagar ese precio, hizo sus maletas y regresó a Nechí. En el casco urbano de Nechí estaban construyendo el muro de contención para defenderse de la creciente del río. Le dieron trabajo en las canteras, sacando piedra. Luego trabajó un tiempo como minero, sin mucha suerte, y, finalmente, administró un billar durante algunos meses en Las Flores. Poeta montaraz Sabemos poco de estos misterios. Si los poetas se hacen o nacen o ambas cosas, no está resuelto. Fue la razón por la que inicié mi investigación sobre Jony, poeta desconocido, periférico, un año después de editar su primer libro. De niño Jony conocía el nombre de las aves por su abuela materna. Su abuelo paterno le enseñó el nombre de los árboles. El viejo podía alzarse al hombro cosas pesadísimas y trabajar de sol a sol, pero no sabía leer. Aprendió a escribir su nombre cuando se iba a morir. Su abuelo materno, Caciano, en cambio, era un gran lector. Devoraba toda clase de libros y revistas, sobre todo de política e historia. Jony tenía once años cuando su familia se mudó a Guarumo, a quince minutos de Caucasia, y allí comenzó a estudiar. Escribir le gustó desde el principio y como había tenido una infancia y una juventud muy lúbricas, algo natural en estas regiones caniculares, vio la escritura como una herramienta ideal para comunicarse mejor con las muchachas, a quienes comenzó a escribir cartas que ellas nunca respondían. En 2008, cuando la radio era ya parte de su formación cultural, escuchó a una mujer hablar de escribir poesía y se dijo que él también podía hacerlo. Escribió dos poemas. Uno era para la madre, sobre una tórtola que empollaba dos pichones a los que no tenía cómo alimentar y entonces se acuchillaba el pecho con su pico para darles de comer de sus entrañas. Con los años no recordaba cómo empezaba el poema, pero sí cómo terminaba: “… y los alimentó hasta que fueron grandes y veloces cual estelas de higos”. Aunque no sabía lo que eran las “estelas de higo”, le pareció bonito cómo sonaba y, además, higo le rimaba con hijo. El segundo poema era de amor y con los años no recordaba sino un solo verso: “Hoy vi pasar tu amor”. Tenía dieciocho años. En bachillerato, ya era el único lector de la biblioteca escolar. Por ese tiempo un profesor le recomendó que no leyera todavía La Iliada, porque no la entendería, lo que hizo que la leyera. No la entendió, pero se enamoró de los famosos epítetos homéricos: Aquiles el de los pies ligeros, Afrodita la de nibia cabellera, Ulises, el de prudencia semejante a Zeus. Y se enamoró de algunas palabras homéricas en desuso como “sempiterno”: lo que durará siempre, lo que teniendo principio no tiene fin. Un día, en la cartilla de lecturas de octavo encontró un poema de León de Greiff titulado “Arieta”; no olvidó nunca su principio: “Hoy estuve en el parque y he traído violetas, violetas blancas y violetas lilas, violetas blancas que son como sus manos, violetas lilas que son como sus orejas, las violetas blancas han dejado caer blancuras en mi alma”. Se había iniciado, había encontrado el primero de sus poetas de cabecera. Después descubrió a Barba Jacob, con su poema “Parábola del retorno”, donde Barba menciona el pomar (cultivo de árboles de pomas, que en Nechí se conocen como peras). Se dio cuenta de que la poesía también eran los árboles en los que uno podía subirse y las frutas que uno podía comerse. Otro feliz día cayeron en sus manos los libros de “Secretos para contar”, donde conoció poetas no solo antioqueños, sino latinoamericanos y del mundo. Allí estaban Neruda o Rubén Darío, con su poema “A Margarita Debayle”. Recordaba el comienzo: “Margarita está linda la mar,/ y el viento, / lleva esencia sutil de azahar; / yo siento / en el alma una alondra cantar; / tu acento: / Margarita, te voy a contar /un cuento…”. Por aquel entonces tenía una novia llamada Juliana, así que se lo recitaba: “Julianita está linda la mar…”. Después encontró a César Vallejo, que le transmitió su raro sortilegio. No lograba descifrarlo, pero comprendió que la poesía desbordaba con frecuencia los límites de la razón. Jony leía un poema y le gustaba primero porque veía belleza en él y acaso después lo entendía. “Un poeta es mejor mientras más sentidos tenga”, dice X-504 en su Método fácil y rápido para ser poeta. Y uno de ellos es el sin sentido. En 2009 escuchó por la emisora cultural que invitaban a los poetas del Bajo Cauca a participar en el Festival de Poesía Ánfora Mágica, en Caucasia. Mandó algunos poemas. No le disgustó leer sus poemas en público, aunque reconoció después que aquellos primeros poemas eran malísimos. La ciudad Durante los primeros meses en la ciudad, de enero a abril de 2012, aunque buscó Este lugar de la noche, la librería de El Hamaquero, no la encontró. Regresó, con más suerte,

en julio de 2014. Quería averiguar por qué habían cerrado el programa En defensa de la palabra. Allí encontró no solo a Zuluaga sino a Víctor Bustamante (autor de Amábamos tanto la revolución, una biografía de Luis Tejada, otra del poeta nadaísta Darío Lemos, Cuando el poeta muere, entre otros libros, y director de la revista de entrevistas Babel ). Jony Albino les leyó su poema “A Edward Páez H”: “…un día los poetas se habrán/ extinguido, serán cuestión de mitos, historias que se/ contarán, como reflejos de un mundo olvidado o/ irreal”. Y el poema “Soy un buen tipo”, que es una suma de contradicciones, un credo de subversión: Yo soy un buen tipo… A pesar del cabello largo De la humildad corta, De la pedofilia reprimida De la comprobada gerontofilia. Yo soy un buen tipo Aun cuando lea Nietzsche Predique a Jattin y Ore a Hitler, A pesar de mi racismo oculto. Yo soy un buen tipo Un tanto misántropo, sí, Huésped asiduo de los prostíbulos, sí, Bohemio, bucólico y montaraz, sí. Yo soy un buen tipo Vándalo, comunista, depravado, Sexo-pata, existencialista, fascista, Homofóbico, apátrida, sincero. Yo soy un buen tipo A menudo, cuando la poesía lo permite y Sobre todo mientras duermo. Al grupo de iconoclastas les gustó Jony. Lo invitaron al Festival Alternativo de Poesía y le propusieron hacer una cartilla con algunos poemas. Con esa cartilla, que Jony quiso titular Este y otros poemas y la propuesta de hacer un libro, regresó a Las Flores. Quedaron en que al año siguiente se haría el libro. Montaraz En Las Flores, Jony tenía un espacio solo para él y sus poemas. Una habitación de ladrillo en obra negra con piso de cemento, de ocho por cinco metros, con baño, cocina y una cama para dormir. La ventana estaba clausurada con plástico, pero como la casa tenía dos puertas que abría en la mañana, entraba mucha luz a la casa. Frente a ella daban sombra un bolombolo y un árbol de mango, más allá, a unos cien metros bajando la pendiente, estaba el río Nechí y al otro lado espejaba el cielo la ciénaga de Granada. A lo lejos podía ver las estribaciones del Nudo del Paramillo. Todos los días se bañaba en el río en la mañana y en la tarde. Había conseguido trabajo haciendo el censo agropecuario para el gobierno, moviéndose por todas las veredas de Nechí, donde el paisaje brindaba al poeta uno que otro éxtasis perceptivo. Entre los poemas que barajaba para publicar estaba uno titulado “Garzas blancas”: Así era la ciénaga: como los ojos de un niño; clara y tranquila. De pronto, sorpresivo, igual que un relámpago, un árbol, blanco como el algodón creció en el paisaje verde del manglar. Y aquella torre de nieve daba gritos de hermosura cuando densos copos danzaban en el aire hasta cubrir el agua con su blancura. —¿Nieve sobre los árboles? ¡No, garzas! Un árbol de garzas saltaba a los ojos. Una antorcha de marfil, era. Una campana de nácar, era. Una palmera de nubes, era. Y las encopetadas garzas mostraban sus cabezas altivas y pacientes al aire veraniego de la mañana. Y el día se llenó de graznidos. Desde su altura, iluminadas saludaban con sus alas de balso estirando sus largos cuellos sus picos agudos y amarillos. Garza blanca divina y olímpica negra es la cal junto a ti. Tu plumaje es como mazorca biche tu pecho es de espuma y tu cuello de marfil.

Que teman los peces porque las ictiófagas garzas blancas vuelan en la ciénaga y el río. En diciembre de 2014 Jony regresó a la ciudad con los poemas que conformarían su libro. La idea de titularlo Montaraz se le ocurrió a Zuluaga. Identificaba el espíritu de la mayoría de los poemas. El dinero para la impresión (900 mil pesos) lo prestó en una asociación de Las Flores. El libro lo lanzó el 28 de abril de 2015 en la sala de cine del Paraninfo de la Universidad de Antioquia, a las cinco de la tarde. Vendió quince ejemplares, a quince mil pesos, el mismo precio al que había impreso cada uno. Por esos días, Bustamante aprovechó para hacerle un video donde leyó algunos de sus poemas y respondió algunas preguntas. Fue la única vez que recibió la atención de algún medio de comunicación y la única entrevista publicada que le hicieron en vida. La prensa de Medellín casi no se entera de nada, menos si tiene que ver con la poesía. Sentado en la raíz de un árbol viejo, Jony leyó de corrido algunos de sus poemas y después respondió las preguntas del escritor. —¿Qué significa montaraz? —Significa, literalmente, el que viene del monte, el que habita el monte, el que se ha criado en él, el que conoce el monte. Bustamante también le pidió que se definiera: —Básicamente yo soy un campesino que aprendió a leer y que escribe para transmitir, para desahogarse, para acercarse a las personas, para tratar de conservar el paisaje en la memoria, para que los sentimientos no desaparezcan sino que se queden en el poema. La noche de la presentación de Montaraz se bebió el dinero de los libros que vendió y se fue con su primo a celebrar donde Las Conejitas, en la Avenida de Greiff con Carabobo. Allí entrevió el tema de su siguiente libro. Prostibulario A Jony siempre le llamaron la atención las putas. “En qué putrefacto burdel/ me estará esperando sonriente la muerte”, recitaba. Conocía de primera mano la estrecha relación entre putas y mineros en Nechí, donde es común que los hombres visiten prostíbulos desde los quince años. Cuando hay mejores muchachas en los burdeles es cuando mejor le está yendo al minero o al raspachín. Hacia el 2006 fue la época en que los burdeles en Nechí estaban a reventar de mujeres. La primera vez que Jony fue a un prostíbulo lo hizo solo. Eran las fiestas tradicionales de Nechí, las Fiestas de la Corraleja. Fue al prostíbulo que se llamaba “El tremendo”. Un polvo en ese momento costaba entre treinta y cuarenta mil pesos. Al principio nunca repetía mujer, pero luego se enamoró de una, a la que volvía siempre. Lo que lo llevó a escribir sobre el asunto fue conocer la intimidad de una puta fuera del prostíbulo. Aunque algunos le decían que era indigno pagar por sexo a Jony no le parecía. Durante los últimos meses de su vida, cuando se volcó hacia el tema para escribir Prostibulario, leyó todo lo que encontró al respecto. Leyó una novela de Laura Restrepo, La novia oscura, de cuyos primeros párrafos recordaba las siguientes líneas: “Les decíamos las mujeres, porque eran lo más cercano al amor que teníamos...”. Librero y barman En diciembre de 2015 Jony comenzó a trabajar como librero con Gustavo Zuluaga en Este lugar de la noche. Como no era suficiente para sobrevivir, pensó que lo mejor era irse a prestar servicio militar. Se fue a inscribir, pero el día anterior a la cita que le otorgaron para que se presentara un amigo lo llamó y le ofreció trabajo en una empresa de comida para perros. Durante unas semanas trabajó en eso, hasta que Gustavo lo contactó con alguien que le ofreció trabajar en la Universidad de Antioquia como librero. Se ubicó en los bajos del bloque nueve, con alrededor de doscientos libros originales, de segunda mano y nuevos, buenos títulos. Los martes y los jueves de 6 p.m. a 2 a.m. era barman en Este lugar de la noche. La quinta vez que se presentó a la universidad logró pasar a Bibliotecología. Varias veces hablé con él en su puesto de libros. Lo encontraba sentado, leyendo o escribiendo, en el suelo, contra la pared. Los libros se vendían bien allí. El día más malo vendió un libro de diez mil pesos. Cuando terminaba su jornada, a eso de las cinco de la tarde, recogía los libros y los metía de nuevo en las cajas que sellaba con cinta adhesiva transparente gruesa. Ponía las cajas en una carreta transportadora y la sacaba de la universidad por la portería de la avenida Barranquilla. Empacar y desempacar los libros en las cajas le demoraba casi una hora diaria. En una foto que le tomé, sentado en el suelo, custodiando sus libros, noté que escondía la mano derecha. Le faltaba el dedo anular. Entendí aquel verso enigmático en el primer poema de su libro Montaraz, “Inventario”: “Nueve dedos de manos huesudas”. Me contó que de niño lo picó una serpiente, cuando trabajaba limpiando un maizal con su abuelo, muy adentro en la montaña. Tuvieron que amputárselo en el hospital de Nechí. Algunas veces lo visité en el bar. Un día le pregunté cuál era el poema que más lo representaba, el poema por el cual quería ser recordado. Tenía en el bolso una memoria que metió al computador de Este lugar de la noche y nos leyó:

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10 Retrato Tarde a orillas del Nechí Conozco esta forma en que el sol muere entre las hojas de los árboles ese tintinear de los rayos cayendo hacia ese lado de la raíz el vuelo de la aves sobre el río el lento regresar de los mineros con sus voces tronantes el sonido de las olas que llegan a la orilla el bramar del ternero que es separado de la vaca la fuerza, el rostro montuno del vaqueador. Reconozco esta tarde aún lejos de casa perdido para siempre el camino que vuelve al hogar. Suicidio La primera vez que leí Montaraz sentí el arcano influjo de la muerte. El río Nechí, ese Río de Oro para los indígenas yamesíes, era presentado por Jony como un vertedero de cadáveres. Me retorció las tripas leer los dos poemas a su amigo ahogado, Joan Sereno. En uno de ellos escribió: “Los ahogados buscan la orilla/ como veleros sin velamen/ como náufragos en mar abierto/ buscan cualquier orilla/ buscan la orilla./ Tristes, van enredados en el hilo del río/ exiliados para siempre de la tierra/ y, sus cuerpos/ a veces sin cabezas/ a veces sin brazos/ a veces sin piernas,/ sus cuerpos de los que queda/ a veces un tronco;/ perdidos hace ya mucho en la hediondez de la carne/ nadan contra corriente/ persiguen los remansos,/ en los que dan vueltas y vueltas/ asediados por los gallinazos”. Río arriba la muerte señoreaba. Jony tenía algo de emisario de la muerte. En su poema “Me habitan cadáveres”, decía: “La tierra es negra/ nutrida por la azul osamenta/ de los muertos alados”. Los muertos, “innombrables”, se agitaban en su cerebro. Él, de algún modo, era uno que vivía todavía cuando lo conocí. Y vivía como si no se fuera a morir, sin aire sombrío, sin patetismo, sin levantar sospechas. Una vez hablamos de Cioran y de aquel fragmento titulado “La cuerda” en el Brevario de podredumbre: “Y una cuerda se enrosca como sobre un cuello ideal, adoptando un tono de fuerza suplicante: te espero desde siempre, he asistido a tus terrores, a tus abatimientos y a tus esperanzas (…) también escuché los reniegos con los que obsequiabas a los dioses. Caritativa, te compadezco y te ofrezco mis servicios. Pues tú has nacido para ahorcarte, como todos los que desdeñan una respuesta a sus dudas o una fuga a su desesperación”. En la presentación de la revista La musa sonámbula, el 12 de abril, en el teatro Porfirio Barba Jacob, Jony leyó un par de poemas. El segundo de ellos se llamaba “Tonada de despedida”:

Toma mi mano que voy de salida. Con esta mano te estoy diciendo adiós con esta mano que tiene un dedo de silencio. De retorno al árbol voy a colgar de sus ramas igual que fruto inútil en busca de caer a sus raíces para hacerme savia ascender por su tronco hasta ser hoja, sombra para el bosque. Pon tu caricia sobre este hueso que pronto será humo ausencia nada ah, lo ignoras, pero hablas con un fantasma casi es madera la mano que tocas. Me estoy yendo he encontrado un atajo al silencio con pie desnudo doy ya los primeros pasos tiemblo, tengo miedo, nada sé del silencio como un niño hacia los brazos de la madre. Te digo adiós con lo que aún queda de mí así, se caen a pedazos los árboles te veo desde el recuerdo y mi voz es la voz del que se ha ido. Si ahora pusieras tu mano en mi pecho o tu pecho en mi mano mano y pecho, cuánta tierra tendrían que salvar pecho y mano, extraviarían los caminos ¡qué arduo es volver del silencio! Toma el recuerdo de mi mano estoy lejos ahora, te veo como quien cruza un río y olvida voy subiendo entre los árboles mi lengua aprende el lenguaje de la hoja. Estamos tan acostumbrados a escuchar poemas, a oírlos en los recitales de poesía, quienes todavía vamos a recitales, quienes todavía oímos, y es tan misteriosa la poesía, que un poeta se puede despedir así de nosotros sin que nos demos cuenta. Nadie recibió esa mano que nos tendía este poeta. Lo leyó en dos recitales más y en ambos los asistentes debieron pensar que se trataba, solamente, de otro poema triste de los que suelen leer todo el tiempo los poetas. El domingo 30 de abril Jony caminó hasta el paradero de los buses que suben para Santa Elena. En la fila se topó con Fernando García (poeta de Bello, autor del libro de poemas Del posible adiós, 2015), con quien había estado leyendo en Girardota días antes. Fernando lo invitó a dos tragos de ron antes de abordar el bus, los recibió. Jony le dijo que lo esperaban en Arví. En el trayecto, mientras trepaban la montaña oriental de la ciudad, Jony le pidió a

Jony en su puesto de libros en el bloque nueve de la Universidad de Antioquia.

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Fernando que le recitara nuevamente aquel poema sobre el suicida. Fernando volvió a recitárselo, el poema se llama “Primera vez”: Octubre 24 del 80 Un joven de quince años y lleno de todas las soledades acaparadas durante ese tiempo decidió no saludar a su madre en los nuevos soles, ni repetirle a la maestra el teorema de Pitágoras, ni adorar el dios de yeso de cada ocho días, ni sonreírle a su amigo mientras tomaban Coca-Cola. Y ante todo no quiso esperar el color gris-futuro de su cabello rojo, ni quiso tampoco mirar por televisión o en la trinchera la tercera guerra del acabose. Entonces, hizo el amor con una soga, y, como cuando era menos inocente, le sacó la lengua a todo lo que no le parecía. En el trayecto, Jony le dijo que tenía frío. Fernando se le acercó para transmitirle calor. Le ofreció vino, Jony le dijo no. Se despidieron de abrazo. Alba, una costeña que trabajaba durante el día en la librería Este lugar de la noche, recibió una de las últimas llamadas de Jony desde el parque Arví. La llamó a eso de las tres y media de la tarde. Se despidió, le dijo que nadie hubiera podido evitarlo, como ya se lo había escrito en una carta. Partía. —Ah, lo ignoras, pero hablas con un fantasma —le recitó nuevamente. A eso de las cuatro de la tarde encontraron su cobertura mortal, su vestido de hombre, pendiendo de la ceiba. En su billetera había un papelito blanco con un poema manuscrito que una poetisa le había regalado en el último recital, firmado por Paula C. Arráncame este idioma tan sesgado quítalo de mí con muchas púas impídele mentir con látigos y sombras.


Obras

11

Comunicación de respuestas sobre

La historia oral de Joe Gould

Dos perfiles escritos por el periodista Joseph Mitchell para la revista The New Yorker, en 1942 y 1964, dan cuenta de la misteriosa personalidad de quien aseguraba estar escribiendo el libro más largo y completo de la historia, una crónica total de Nueva York. Ambos fueron reunidos en el libro El secreto de Joe Gould y ahora su personaje, a través de una estudiante paisa de periodismo, interpela al autor para decirle unas cuantas verdades. Estefanía Rodas Coll Estudiante de Periodismo estefania.rodas@udea.edu.co

A

preciado Joseph Mitchell,

Sepa usted, estimado periodista sureño, que, luego de nuestro agitado encuentro aquella tarde en su oficina, después de que hablara con el señor Pearce sobre la publicación de La historia oral, siento que debo darle respuesta a su presentimiento de que mi obra es inexistente. Si no me equivoco, y sé que no lo hago por mi excelente memoria, sus palabras exactas fueron: “La historia oral es un invento. No existe”. Usted afirmó que todas las historias en las que perdió el tiempo escuchando eran falsas (permítame aquí este paréntesis para decirle que yo lo tomaría como una inversión, pues gracias a ello su trabajo tuvo reconocimiento y todo por un perfil que realizó sobre mí; no me lo agradezca) y que siempre he sido “demasiado perezoso para escribirla”. Creo que usted ya dejó pasar el asunto, pero el estar encerrado en el centro psiquiátrico Pilgrim me ha hecho pensar que tal vez este sea el lugar en el que mi vida recorrerá sus últimos días, y no quiero irme de este mundo sin dejar mis asuntos sin resolver. Y usted, usted será el encargado de ayudarme con esta misión. “¿Por qué yo?”, deberá estar pensando, señor Mitchell. Yo creo que la respuesta es clara: a pesar de todo es usted la persona en la que más confío, y al saber mi pasado y mi presente casi tan bien como yo mismo, porque se lo he relatado una y otra vez, eso lo convierte en parte de mi futuro. Intuyo que ha llegado hasta este punto de la carta sin romperla o exasperarse, por lo que le he prometido anteriormente: respuestas. Bien, comprenderá usted, que llegó a conocerme mejor que nadie, que La historia oral es lo más importante y preciado que tengo. ¿Nunca se le ocurrió pensar que si afirmaba esto tantas veces es porque en realidad sí existe un material? Debo confesar que no es lo que usted espera, desde luego. Siendo periodista deberá reconocer que la interpretación de la realidad es tarea de aquellos que nos dedicamos a lo escrito (tarea más obligatoria para unos que para otros), y esta tarea se complica cuando estamos sumergidos completamente en ese escenario que queremos explicar. Esa es la primera razón de que La historia oral parezca un relato autobiográfico al principio: ¿Qué mejor manera de estudiar la sociedad que basarme en algo en donde soy casi un protagonista? Aquí viene otra confesión: si bien el pasado y mi dolor, a los que me he aferrado tanto para la narración de mis historias, han estancado en mi proceso creativo y de redacción, dejándome como efecto colateral mi prematuro envejecimiento (créame que lo sé, soy consciente de que luzco mucho mayor para la edad que tengo, y le he hecho saber lo orgulloso que eso me hace), la muerte de mi padre, mi estadía con los indios y todo el rollo de la salsa de tomate con las estadísticas de los periódicos… esas no son mis únicas historias. A lo largo de mi vida neoyorkina he oído y visto millones de sucesos que me convertirían en un fracaso si no los relatara para que las próximas generaciones entendieran por qué somos como somos y por qué vamos para donde vamos. Si algo bueno me ha traído mi vida bohemia, no

solo han sido los tragos y las comidas financiados por mis amigos y conocidos, sino la posibilidad de convivir con la noche, donde todo es más interesante, desde las ratas en grupo hasta las propuestas de las prostitutas. Siempre he encontrado en la noche cierta tendencia al descubrimiento de la verdad, bien sea por el licor o porque la noche en sí misma es liberadora de nuestras pretensiones sociales, mientras que la mañana ha traído consigo las críticas y chismes. Sería un pecado y una deshonra quedarme todas estas historias para mí, ¿no cree? La historia oral es un conjunto de relatos narrados en primera persona porque, déjeme decirle, señor Mitchell, estas historias no serían ni la mitad de buenas si mi persona no estuviera involucrada en ellas, ya sea como partícipe o como intérprete. Esa es una de las reflexiones a las que este ejercicio me ha permitido llegar: que sin mi intervención las perspectivas serían infinitas en estos relatos. La labor de limitar me permite tener el control de la realidad y de la historia, ¿no le parece eso fantástico? He pasado todo el día tratando de encontrar las palabras y la forma adecuadas de informarle las cosas. Los años no vienen solos, y tal vez tanto sacrificio por mi literatura ya está pasándome factura. Hace mucho que no soy tan bueno escribiendo o quizás nunca lo fui. Si tan solo me hubiese dedicado a la radio, donde mis palabras hubiesen tenido mayor valor y relevancia. Siempre he sido mejor hablando, ¿no le parece, caballero? Ni borracho pierdo mi elocuencia, soy todo un experto. Espero que con esto comprenda que todo aquello fue más que cuestión de pereza. Difiera de mí si no estoy en lo correcto, pero ambos sabemos que tanta información es un arma de doble filo: ya no sabe uno cómo escribirla y empiezan a carcomernos las dudas de si será tan interesante o si hemos elegido correctamente un punto de vista para que se vea más real. Tanto perfeccionismo en las palabras, amigo, me bloqueaba el alma y la mano que empuñaba la pluma con la tinta que nunca llegó a tocar el papel al no saber cómo proceder. Pero las palabras nunca bloquearon mi boca. Volviendo a La historia oral y a la misión de la que he hablado, ya he dejado en claro que hay más, muchísimo más de lo poco que alcancé a mostrarle mientras tenía su respeto. Hay docenas y docenas de manuscritos esparcidos por toda Nueva York, algunos han recorrido más de los Estados Unidos que yo mismo. Comprenda que soy humano, y que tal vez el miedo se apoderó de mí a la hora de pensar que mi obra no era lo bastante buena para ser publicada, y si era juzgada duramente, mejor que lo fuera cuando yo ya no estuviera presente para sufrir con la crueldad de las palabras. Por eso, si esta carta le llega es porque me ha llegado la hora y muchos querrán saber qué pasó con el libro más largo de la historia. Esa primicia se la regalo. Adjuntaré a esta carta un mapa marcado con los lugares de Nueva York donde escondí algunos manuscritos. En el camino de búsqueda encontrará a personas que le darán razón de dónde están los demás. Cuando los tenga todos, publíquelos, en orden cronológico, sin orden, en diferentes tomos si es más práctico. Estoy desesperado por que el mundo sepa estas historias. Lastimosamente, en el Nueva York en el que muero no había espacio para este tipo de realidad, pero con su ayuda y la de mis grandes amigos de seguro lo habrá. Además, hay que morir para lograr, al fin, el reconocimiento por nuestros trabajos. No incumpla la misión, apreciado Mitchell. Quiero ser inmortal.

Joe Gould. Fotografía: thestar.com

Joseph Mitchell. Fotografía: nytimes.com

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12 Región

Durante los días del segundo Festival de Cine de Jardín (julio 20 al 23), las calles se fueron llenando de turistas hasta convertir al pueblo en un tumulto de extraños, la mayoría conocidos entre sí, pero ajenos a sus calles y sus tiendas. A todos los convocaban el cine y una programación en torno al territorio en conflicto, el cuidado del medio ambiente y las cosmogonías.

Cine

para conservar la tierra

Elisa Castrillón Palacio Estudiante de Periodismo castrillonelisa@gmail.com Fotografías: Sergio González

M

arta Carolina tiene veintidós años y vive en las calles de Jardín. Lo hace desde hace unos meses, cuando dejó el resguardo indígena Karmata Rua, en el suroeste antioqueño, a causa de sus adicciones y movida también por un miedo a las creencias y a las reglas de su comunidad. La vi caminar tres días seguidos con la misma ropa: camiseta rosada, bluyín y unos tenis blancos, cada vez más sucios. Se tambaleaba entre la gente, en medio de un viaje continuo y desconocido, pidiendo dinero, restos de comida y cigarrillos y recogiendo las patas de los porros que algunos turistas dejaban por ahí después de haber fumando en el parque. El Festival de Cine de Jardín también fue una fiesta para ella. A su espalda, directores de cine, escritores, antropólogos, expertos en pensamiento ancestral y demás invitados discutían sobre la necesidad de proteger los territorios indígenas, promover el cuidado de sus culturas y costumbres, redescubrir el territorio colombiano que por años ha estado en conflicto y respetar nuestras raíces. Sentí entonces que el festival, de cierto modo, miraba a Marta Carolina sin saberlo. Que su condición, la de ella, también es producto de todos los errores que cometemos con la tierra y la cultura, y que era ella quien mejor respondía a las preguntas que plantearon muchas de las actividades programadas. Marta Carolina me pareció un retrato de lo que se planteaba: si tenemos que amar nuestro territorio, ella había abandonado el suyo propio; si había que cuidar nuestras raíces, ella había renunciado a su comunidad y su cultura. Los pies en la tierra Ahora que Colombia vive un proceso de paz con la que fue la guerrilla más antigua de Latinoamérica, el país debe retarse a conocer el cambio en muchos ámbitos. Para Víctor Gaviria, director del festival, eventos como este deben responder a ese escenario de transformación. Uno de los pasos para dejar la guerra, comentó, tiene que ser el ejercicio constante de la memoria: la del conflicto, pero también la de los territorios perdidos por él y de quienes históricamente han sido marginados por la violencia. Brigitte Baptiste, bióloga y directora general del Instituto Humboldt, fue la invitada encargada de inaugurar el festival con una conferencia sobre responsabilidad social y medio ambiente. Sus palabras parecieron direccionar muchas de las demás preguntas que se plantearon en la programación: “¿Dónde estamos habitando el mundo y qué estamos haciendo con él?”. La realidad que enfrentamos es la de una Colombia biodiversa, rica en especies y en ecosistemas, que se destruye lentamente a causa de la minería, la deforestación, la ganadería y la falta de conciencia y cuidado. “¿Qué hacemos con la biodiversidad? ¿Nos la comemos, la vendemos, la enmarcamos?”. Somos dueños de una riqueza a la que somos indiferentes, y esto apenas lo estamos comenzando a entender, asegura Brigitte, porque el proceso de paz nos ha permitido regresar al campo y a los ecosistemas naturales históricamente aislados por la violencia. Durante el festival se proyectaron cerca de treinta largometrajes, entre documentales y ficción, además de los

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Las conferencias y proyecciones de películas se realizaron en las escuelas del municipio, la Casa de la Cultura y el parque principal.

diecinueve cortos de la convocatoria oficial, llamada Caleidoscopio, y doce que provenían del festival Bogoshorts. La primera noche finalizó con la presentación de la cinta Amazonas, un proyecto compuesto por seis cortos de ficción dirigidos por directores diferentes: Jorge Navas, Carlos Moreno, Spiros Stathoulopoulus, María Gamboa, Javier Mejía y Lucas y Matías Maldonado. En ellos se retrata a las comunidades que habitan la selva amazónica y se habla del territorio desde una mirada más amigable con el espectador, a veces cómica y a veces fantasiosa. Para el segundo día, los hoteles ya no tenían habitaciones disponibles. Entretanto, personajes como Abadio Green, primer indígena en lograr un doctorado en el país, o Amado Villafaña, realizador arahuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta, reflexionaron sobre la obligación de cuidar

y mejorar las condiciones de los pueblos indígenas tanto tiempo marginados en Colombia. Mientras sus conferencias se desarrollaban entre muchos asistentes interesados, Marta Carolina seguía recorriendo las calles de Jardín, pasando mesa por mesa en el parque principal, pidiendo una moneda o buscando comida entre las sobras que dejaba la gente. Luis Eduardo Mejía, médico, antropólogo y director de cine, en la conferencia El documental de la naturaleza, desarrolló la idea del cine como un elemento fundamental en la construcción de la conciencia sobre el cuidado del medio ambiente. Según Mejía, si bien las historias detrás de la pantalla suelen ser una excusa para abrir debates, poco se han preocupado por generar una imagen clara de la naturaleza. El cine ha creado un arquetipo sobre el amor, las ciudades, la violencia, pero no sobre la natu-


13 raleza, y esa imposibilidad de representarla se manifiesta también en nuestra manera de relacionarnos con ella. Fue el día para ver películas que, de alguna manera, muestran los arraigos al territorio, la necesidad de tener una casa y volver a ella cuando ha sido arrebatada. Como Retratos en un mar de mentiras (2010), un filme dirigido por Carlos Gaviria, la historia de dos primos que, después de morir su abuelo, se embarcan en un viaje para recuperar la casa de la que fueron desplazados, la añoranza de volver al mar y ver de nuevo lo que es suyo. O Un asunto de tierras (2015), el documental de Patricia Ayala, que trata de visibilizar la lucha de las víctimas de Las Palmas, una vereda ubicada en San Jacinto, Bolívar, cuando empieza el proceso de restitución de tierras en el marco de la Ley 1448 de 2011. La mañana del tercer día, William Ospina, escritor y periodista, conversó acerca de nuestra responsabilidad con el cuidado de la tierra, un trabajo que debemos emprender con urgencia, no como una obligación, sino como la deuda que tenemos con lo que es nuestro y, a su vez, con lo que somos. Así como nosotros habitamos la naturaleza, reiteró Ospina,

ella nos habita: “Somos naturaleza, pero también algo que muchos han considerado una enfermedad y es el espíritu”. El día continuó con la proyección de películas nacionales e internacionales, como La sal de la tierra (Wim Wenders, 2014), cuyo personaje principal, el fotógrafo brasilero Sebastián Salgado, alcanzó a figurar en la lista de invitados internacionales para finalmente no estar. Deshabitar el territorio Después de tres días agitados, las calles se fueron despoblando lentamente de extraños y el festival se convirtió en una fiesta para los habitantes del pueblo. Los buses que viajaban hacia Medellín tenían sus cupos llenos y los hoteles volvían a estar tranquilos. Desaparecieron de las aceras las botellas de cerveza, aguardiente y ron y de las calles las colillas de cigarrillos que los fumadores dejaban tiradas sin cuidado. La fiesta acabó también para Marta Carolina, que dejó de encontrar con tanta facilidad las patas de los porros que dejaban los visitantes y que le permitieron volar durante el fin de semana.

Detrás del turismo del cine

Santiago Rodríguez Álvarez Estudiante de Periodismo santiago.rodrigueza@udea.edu.co En Santa Fe de Antioquia se gestó el primer festival de cine en Colombia que se fue de las capitales departamentales hacia los pueblos. Además, planteó un esquema temático que variaba con cada edición. César Alzate Vargas, quien fue comunicador del mismo durante trece años, dice que este festival significó un esquema novedoso en América Latina y que gracias a esta experiencia inicial ya hay en Antioquia, sin contar Medellín, unos diez festivales de cine que manejan un esquema parecido. Sin embargo, existe la creencia de que los festivales de cine solo son una excusa para el turismo del citadino, y que solo buscan ganancias económicas, más allá de traerles beneficios a los habitantes de estos municipios. En ocasiones, el innegable aporte al turismo, en lugares como Santa Fe de Antioquia o Jardín, opaca procesos que se van gestando con las personas locales. El experto en cine Oswaldo Osorio recuerda sobre el primer festival: “Los pelados empezaban yendo al cine infantil, luego se metían al canal del pueblo o eran de logística. Después ayudaban en programación y ahora ve uno a un montón de estos pelados que están estudiando audiovisual o comunicación, o encargándose de los canales del pueblo”. El Festival de Cine de Ituango, por ejemplo, ha sido planteado como un evento enfocado para la comunidad, dejando de lado cualquier pretensión turística. El mismo Festival de Cine de Jardín, previo a la primera edición, hizo un cineclub con películas debidamente seleccionadas por el mimo Oswaldo Osorio, para que las personas del pueblo pudieran contar por lo menos con una buena película semanal y de la que pudieran aprender. De esta manera se ve al cine como una herramienta, y el festival como un espacio para aprender a usarla.

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14 Ideas

El camino de una muerte violenta Al anuncio de una muerte le siguen el levantamiento, la necropsia, la preservación y el cortejo. Así son las horas que pasan entre la noticia de un deceso y el destino final del cadáver. Juan Daniel Rubiano Restrepo Estudiante de Comunicación Social Periodismo danielrubiano01@hotmail.com Ilustración: Daniela Jiménez González

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a noche del domingo 19 de febrero de 2017, un joven que transitaba por la circunvalar de Andes perdió el control de su motocicleta, cayó de bruces y pereció horas después en su intento por mantenerse con vida. A las siete de la noche del lunes 6 de marzo, dos hombres que se dirigían a sus casas, en el corregimiento de Santa Rita, fueron interceptados en el sector de Guaimaral y baleados en múltiples ocasiones. Los dos fallecieron en el lugar. El sábado 8 de abril, un hombre de 49 años fue asesinado a las seis y media de la tarde, cerca del parque principal de Andes. De las dos puñaladas que le fueron propinadas, una laceró su corazón y le ocasionó la muerte. *** Hay una gran probabilidad de que esas cuatro personas no se conocieran. Seguro que no todos eran ebanistas de profesión o hinchas del Atlético Nacional, no todos tenían gusto por los caballos y solo un par de ellos tendría hijos. Sin embargo, todos tuvieron una muerte violenta, término que se utiliza para encuadrar los decesos ajenos a las enfermedades propias del organismo, y que se producen por factores externos, como accidentarse en una bicicleta, ahogarse con una guayaba, ser alcanzado por un rayo o tener una bala en el cerebro. Si usted conoce Andes, sabe que es un pueblo en etapa de desarrollo. Tal vez sepa que en las últimas dos operaciones conjuntas de las autoridades contra el microtráfico capturaron a 91 personas. ‘Pelipintados’, les dicen en el pueblo. Usted puede corroborar fácilmente que las muertes violentas son la principal causa de defunción, seguida de los infartos. Es decir que, en cualquiera de los veintisiete barrios, siete corregimientos o de las 78 veredas que conforman a Andes, usted, lector, puede encontrarse con una muerte violenta. Tranquilo, usted ya no tendrá que lidiar más consigo mismo. Hay un procedimiento establecido para hacerse cargo de su cuerpo. Primero lo hallará alguien que alertará a la Policía, que acudirá al lugar para confirmar los hechos y seguir el proceso que corresponde. Levantamiento del cadáver El levantamiento del cuerpo, en este tipo de muertes, está a cargo del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía o de la Unidad de Investigación Criminal (SIJIN) de la Policía. En un debido proceso de levantamiento intervienen hasta nueve profesionales, desde un fotógrafo y un iluminador, hasta investigadores y dactiloscopistas (un profesional en huellas). Si le gusta tomarse fotos en diferentes ángulos debe saber que, una vez esté muerto, el rango de posiciones se reducirá a un encuadre de su rostro, incluirá los hombros sin dejar bordes libres, algo parecido a una selfi. No se extrañe si en Andes la persona que porta la cámara también cumple con otras dos o tres labores durante el proceso. Por tratarse de un municipio, el número de personas que participan del levantamiento es reducido y todos deben estar en capacidad de complementar sus actividades. Luego de fotografiar la posición del occiso y de inte-

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rrogar a los posibles testigos, se procede a la descripción de todas las prendas de vestir; si hay joyas, documentos o dinero, también se les hace una descripción pormenorizada. Se determina la hora del deceso según las condiciones de rigidez y temperatura del cuerpo. Se detallan algunas características del cadáver como la estatura y el color de piel. Luego se precisa la ubicación de las lesiones, se recolectan los elementos probatorios, se mide la temperatura ambiente y corporal para finalizar con el embalaje del cadáver. Ese embalaje consiste en empacar las evidencias y el cuerpo en bolsas plásticas debidamente marcadas con el número único de noticia criminal (NUNC): un radicado de veintiún dígitos que se convierte en la identificación del cuerpo para la investigación. Una vez embalado, el cadáver se traslada a la unidad básica de Medicina Legal, ubicada en la parte lateral derecha del hospital San Rafael de Andes. La necropsia Yoshit José Pacheco Torres es el médico legista encargado de intervenir todos los cadáveres que arriban a la morgue local. A Yoshit le gusta el rock, tiene sus brazos marcados con algunos tribales y lleva cinco años trabajando en el municipio. Lo primero que hace es verificar la documentación que garantiza que se haya llevado el debido proceso con el difunto desde el momento del levantamiento. Se pone su uniforme desechable, la careta de protección, un peto antifluidos y guantes anticortes. Extrae el cuerpo de la bolsa y lo ubica en alguna de las dos camillas de la morgue. Retira las prendas de vestir y realiza una inspección externa del occiso. Registra la existencia de tatuajes, cicatrices y heridas. Hace una descripción general y documenta todo el proceso de manera visual y escrita. Luego procede al examen interno, para lo que efectúa algunas incisiones básicas con el bisturí. La primera de ellas empieza en el manubrio del esternón, un hueco que se alcanza a tocar en el centro de la clavícula y finaliza en la zona púbica. Para este momento, un cuerpo se asemeja en sus condiciones a cualquier porcino un 31 de diciembre antes de las doce de la noche. Con una sierra se quiebran las costillas para extraer el esternón, lo que permite la apreciación de los órganos vitales y la letalidad de las posibles lesiones que presenten. La segunda incisión de rigor en la necropsia cosiste en un corte que se efectúa desde la parte de atrás de la oreja derecha hasta la oreja izquierda, en forma de diadema. El colgajo de cuero cabelludo de la parte frontal se desprende sobre el rostro para cortar el cráneo con la sierra y se procede a la extracción del cerebro. Se detallan las condiciones, se recolecta la evidencia y se toman las muestras necesarias para exámenes posteriores. Con hilo y aguja se suturan las incisiones. Para evitar complicación con el remiendo de la cabeza, su cerebro, estimado lector, es insertado en la cavidad torácica, junto al corazón. Por último, Pacheco toma el registro de las huellas dactilares con el fin de expedir el certificado de defunción del DANE, papel que oficializa su inexistencia sobre la faz de la tierra. Yoshit Pacheco, con acento costeño, se dicta a sí mismo el procedimiento que acaba de perpetrar. Lo registra todo en su oficina, que está diagonal a la morgue. Es preciso en sus términos médicos. Comenta que la necropsia es una importante herramienta judicial para develar la identificación de un cuerpo, aportar datos estadísticos de violencia en el país o precisar las causas de una muerte y certificarla. Explica que la identificación de un cadáver se hace con la necrodactilia (huellas), la carta dental o el ADN. Yoshit ahora espera la llegada de los servicios funerarios.

Preservación y cortejo fúnebre Mateo Vasco Ospina, de veintiún años y oriundo de Andes, es estudiante de Administración de Empresas y empleado de una de las dos funerarias del municipio —la del mayor número de afiliados—. Lleva siete años trabajando en la funeraria y los últimos dos se ha especializado en la preservación de cadáveres. Son las 8:20 p. m. y Mateo se dispone a comer. Es un hombre joven, de tez morena, no supera el metro con 72 centímetros de estatura y tiene un particular gusto por los gatos. A las 8:52 p. m., luego de haberse cepillado los dientes, pasa un rato conversando con su familia sobre algunos acontecimientos del barrio. A las 9:45 se dirige a su cuarto para estudiar sobre los diseños de flujogramas empresariales. No ve televisión. A la media noche, suena su celular. Es uno de los tres tanatólogos que hay en Andes y le informa sobre la existencia de un muerto violento que lleva cerca de una hora en Medicina Legal. Mateo sale de sus cobijas y en menos de veinte minutos está listo para enfrentarse a un cadáver de identidad tan incierta como su horario laboral. Comienza por ponerse unas botas de caucho, un delantal, tapabocas, gafas y guantes. Ubica el difunto en la camilla y llena la boca con algodón quirúrgico para evitar la salida de fluidos. Realiza una incisión en la derecha del cuello, desangra el cuerpo por la vena yugular interna y le inyecta formol por la arteria carótida. Como la estatura promedio en nuestro país para una mujer es de 1,61 cm y para un hombre es de 1,73 cm, un colombiano requiere de siete u ocho litros de formol y agua para ser conservado, en un proceso que tarda cerca de dos horas y media. Durante este tiempo, Mateo masajea las extremidades para direccionar el flujo sanguíneo hacia la zona abdominal y lograr una buena evacuación. La sangre que extrae va a una fosa séptica que está ubicada en el sótano de la morgue. Hace una incisión abdominal para aspirar el resto de los fluidos y después cose la incisión del cuello y el corte abdominal lo adhiere con pegamento, al igual que los ojos y la boca. Baña el cadáver con agua y jabón, siempre en posición yacente. Lo seca, lo peina, agrega maquillaje sobre una de las heridas del rostro y le pone una camisa a cuadros y un pantalón carmesí que el difunto nunca pudo estrenar. Finalmente encaja el cadáver en el ataúd. Los cuerpos en estado de rigor mortis complican el procedimiento, el traquido de los huesos en ocasiones es la señal de que ya se encuentran en su posición más natural y que están listos para el cortejo. Un velorio puede durar entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. No se recomienda que el cuerpo pase mucho tiempo en esta etapa, pues la descomposición empieza a manifestarse en el color de la piel y en el hedor propio de la putrefacción. Los difuntos que en vida profesaban una religión diferente a la católica reciben una oración acorde a su credo y van directo al cementerio. A los católicos les espera una misa de funeral antes de ser enterrados. Mateo llega a su casa cuando el sol apenas se pone sobre las montañas de Montblanc, prepara su uniforme negro de terciopelo para acompañar horas más tarde el cortejo fúnebre del recién fallecido y, así, sumar un cuerpo más a su lista de cadáveres preservados. Usted, lector, no debe temer por su integridad. Si está leyendo esto, significa que está a salvo. No obstante, no haga caso omiso a los dichos populares y recuerde que ‘uno nunca se imagina en qué momento le va a tocar’.


15 Jonifer Estiven Posada Naranjo Estudiante de Comunicaciรณn Social Periodismo jonifer.posada@udea.edu.co

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Desabastecimiento de alimentos y medicamentos, miles de opositores que marchan en medio de una confrontación que solo entre abril y julio dejó más de cien personas muertas, además de cientos de heridos y presos políticos. Venezuela vive una emergencia humanitaria que está provocando un éxodo masivo de ciudadanos hacia otros países. ¿A qué responde la crisis y cuáles son los escenarios futuros?

de un país e

Daniela Jiménez González Estudiante de Periodismo danielajimenezg09@gmail.com Fotografía: Juan Manuel Valencia Aristizábal

Hoy, quienes deberían cuidarnos, simplemente sacan sus armas y matan a los venezolanos”, afirmó Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela y coordinador de Primero Justicia, luego de la muerte de Fabián Urbina, de diecisiete años, el 19 de junio, en el Distribuidor Altamira de Caracas, por causa de un disparo de la Guardia Nacional. El joven se sumaba a la cifra, en aumento, de las muertes que dejan más de cien días de protestas y, mientras algunos medios de comunicación elevan el número de fallecidos por encima de 120, el gobierno se empeña en negar estos registros. Las manifestaciones de los venezolanos responden al descontento de la ciudadanía con el gobierno de Nicolás Maduro, la represión estatal, la escasez de medicamentos y artículos de la canasta básica, la inseguridad y las difíciles condiciones económicas por las que atraviesa el país. Las cifras no son amables: según un informe del Fondo Monetario Internacional, la inflación en Venezuela llegará a 720,5 por ciento al cierre de 2017. Y según ACNUR, 27.000 venezolanos presentaron solicitudes de asilo el año pasado, una cifra que entre enero y junio de este año llegó a 52.000, y en ese periodo no se cuenta el éxodo masivo que fue denunciado en la semana previa a las elecciones para la Constituyente convocada por el gobierno. Esa elección profundizó mucho más las divisiones. Primero, por el desacuerdo en las cifras de votantes: para la oposición, participaron solo dos millones y medio de personas, mientras que el oficialismo asegura haber obtenido más de ocho millones de votos. A eso se suman las declaraciones del gobierno amenazando con cárcel a los opositores, las medidas de Estados Unidos al prohibir el ingreso de Nicólás Maduro y congelar sus bienes en ese país y, finalmente, el traslado a cárceles de Leopoldo López y Antonio Ledezma, líderes de oposición que se encontraban en arresto domiciliario. Aunque ambos fueron llevados a sus casas de nuevo poco después, todo ocurrió mientras la recién instalada Asamblea Constituyente destituía de su cargo a la fiscal Luisa Ortega Díaz, quien tomó distancia del gobierno y ha cuestionado sus decisiones. La indignación de los ciudadanos venezolanos y los señalamientos de la comunidad internacional parecen enfocarse en Nicolás Maduro, quien se posesionó como presidente de Venezuela el 19 de abril de 2013, relevando en el cargo aHugo Chávez. Maduro estaba encargado desde la muerte de Chávez y en las elecciones obtuvo la victoria con una diferencia de apenas 234.935 votos frente a Henrique Capriles Radonski, su contrincante e integrante de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). Voces encontradas Toni Vitola es economista de la Universidad Central de Venezuela y dirigente del partido de oposición Voluntad Popular. Vive en Medellín desde hace cinco meses y llegó a la ciudad por la difícil situación económica que vivía en su país y por la persecución política y las amena-

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zas a las que tenía que enfrentarse en Caracas. Afirma que su partido ha denunciado que en Venezuela se vive una dictadura, pero que no basta solo un cambio de gobierno, sino que es necesaria una reestructuración en todos los poderes públicos. Infoma Vitola: “En Venezuela no hay libertad de expresión, no hay autonomía de poderes públicos, a la Asamblea Nacional no la han dejado trabajar ni legislar. Los demás poderes están al servicio del gobierno, se reprime y se encarcela al que piensa distinto. En el caso de Voluntad Popular, tenemos 106 dirigentes presos. Muchos jóvenes están presos porque expresaron su descontento hacia al gobierno en las calles de manera pacífica, tenemos muchos exiliados. El año pasado se tuvieron que hacer las elecciones de gobernadores y no se hicieron. Hoy ellos están planteando una Asamblea Nacional Constituyente totalmente irracional”. Por su parte, Alberto Aranguibel, comunicador social, analista político chavista, afirma que el gobierno del presidente Nicolás Maduro “no solo se ha mantenido incólume ante las adversidades, sino que ha impulsado cada vez con más fuerza la profundización y alcances de las políticas de protección del empleo, de las pensiones sociales, de la educación y la vivienda gratuitas, así como en el mantenimiento de las tarifas de servicios públicos más bajas del continente”. Según Aranguibel, lo que se vive en su país es un “acto de intolerancia y de soberbia que escenifica hoy la oposición al gobierno revolucionario” y que ha derivado en una serie de “situaciones de severas dificultades económicas, producto de dos factores principalmente: la guerra económica desatada por los sectores de la derecha en Venezuela, y la caída del ingreso petrolero, que redujo desde 2015 el ingreso nacional de divisas en más del 83 por ciento”. Para Américo De Grazia, diputado de la Asamblea Nacional por el Estado Bolívar y miembro de la MUD por el

partido La Causa Radical, el gobierno de Maduro es un régimen fallido que no tiene futuro y que “acentúa los vicios, la persecución, las cárceles, el terrorismo de Estado. Es un régimen militarista y no se trata de una lealtad que le tengan las fuerzas armadas, sino de una complicidad, tanto en el narcotráfico como en la corrupción. No existe un mercado en Venezuela que no esté controlado por una casta militar”. Sin embargo, aunque hoy Maduro se haya convertido en el foco de todos los problemas y su salida de la Presidencia represente, para algunos sectores, la solución definitiva a la crisis, lo cierto es que la actual fragilidad sociopolítica que atraviesa Venezuela tiene antecedentes que provienen de mucho antes de su llegada al poder. La política asistencialista y de expropiaciones de Hugo Chávez, implementada durante los trece años de su gestión, la caída del precio del petróleo, la devaluación del bolívar, los escándalos de corrupción y las políticas económicas de otros exmandatarios, como el expresidente Carlos Andrés Pérez, hacen parte de los ingredientes que dieron origen a la inestabilidad actual. Según Vitola, desde hace diez años ya podía observarse en Venezuela no solo una censura a los medios de comunicación, sino también notables síntomas de escasez, producto, asegura, de las políticas de Chávez: “Mientras estuvo en el poder se expropiaron muchas empresas. Ya no teníamos la libertad de comprar lo que quisiéramos. Había una inflación alta para esos tiempos y, aunque el aparato productivo estaba decaído, el país se sostenía por las importaciones. Venezuela es un país monoproductor, depende netamente del petróleo y, como había dinero, se podía importar y no se sentía el impacto tanto como ahora. Al final, todo implosionó en estos últimos años”. De Grazia explica que la democracia, antes de la llegada de Chávez, ya lucía fatigada y que uno de los factores que incidieron en el deterioro de la política venezolana fue la persecución hacia cualquier persona que resultara


17 sospechosa o que, supuestamente, atentara contra los intereses del Estado. “El hecho de que en Venezuela sea satanizada la propiedad privada y la productividad lleve a la migración masiva de capitales y de talentos. El campo de trabajo en Venezuela fue monopolizado por el Estado. No había los niveles de corrupción que existen hoy, pero los había. Estábamos viviendo una fragilidad institucional que no supimos abordar a tiempo y Chávez emergió en ese contexto”, dice el diputado.

en crisis

La oposición: el otro actor en disputa Así, en medio de las protestas, el deterioro económico paulatino y los fallidos intentos de concertación, la oposición es uno de los actores más importantes para comprender las posibles maniobras de salida a la crisis de Venezuela. En diciembre de 2015, en las elecciones legislativas, la Mesa de Unidad Democrática (MUD), una coalición política que agrupa a numerosos partidos políticos que van desde el liberalismo y el progresismo hasta la centroizquierda, logró imponerse con 109 asientos, por encima de los 55 escaños conseguidos por el oficialismo. Comenzaba lo que se creía un periodo de renovación que, sin embargo, dejaba muchas preguntas sobre lo que tendría para ofrecer la oposición en caso de llegar al poder. Toni Vitola afirma que la oposición está exigiendo que se establezca una apertura del canal humanitario para que puedan ingresar medicinas y alimentos a Venezuela. “Queremos que dejen legislar la Asamblea Nacional y que se hagan unas elecciones generales. Voluntad Popular tiene un proyecto de país que se llama La Mejor Venezuela, impulsado por Leopoldo López, que busca incentivar a los inversores extranjeros a que retomen el país para recuperar el aparato productivo y la producción nacional, con el fin de que Venezuela no dependa netamente del petróleo”. Aranguibel, en contraste, manifiesta que la oposición es intolerante y se ha plegado a los deseos de las grandes corporaciones transnacionales: “Hoy, cuando convocan persistentemente a la comunidad internacional para que intervenga en Venezuela, lo hacen en virtud de que no han logrado reunir jamás en torno suyo el suficiente respaldo popular para obtener el triunfo electoral que rige la norma democrática universal, porque en Venezuela hoy manda el pueblo y no los sectores elitescos de la oligarquía y eso los obliga a buscar el camino de la violencia como instrumento para hacerse del poder de manera ilegítima”. A las múltiples aristas sobre el papel de la oposición venezolana, se suma también la postura que ha asumido la ex Fiscal General, Luisa Ortega, reconocida como una de las más tradicionales partidarias del chavismo, quien ahora es señalada por el oficialismo de darle la espalda a Nicolás Maduro. Esa distancia se hizo más evidente desde marzo, cuando la funcionaria denunció la “ruptura del orden constitucional”, tras la decisión del Tribunal Supremo de Justicia de asumir las competencias de la Asamblea Nacional. Aunque por solicitud del propio Maduro esa decisión se reversó, desde entonces Ortega se ha convertido en una voz crítica frente al gobierno. “La Fiscal, de alguna u otra manera, está salvando su pellejo, porque ella sabe que el barco se está hundiendo y, cuando el barco se hunde, las ratas huyen”, afirma Vitola, “Para bien o para mal, es una suma que se hace a la lucha. Es importante que se una, porque ella representa uno de los poderes públicos más importantes del país”. Para Américo De Grazia, la ex Fiscal General sigue siendo una persona adepta al chavismo, más no al madurismo. “Ahora, en este momento, la Fiscal General de la Re-

pública es oposición, pero no es parte de la MUD”, indica. No obstante, Aranguibel insiste en que Luisa Ortega no ha formado parte nunca de las filas del chavismo, puesto que ha ejercido solo como funcionaria del Estado y no como militante política. “Eso es perfectamente verificable en una revisión somera de las notas de prensa de los últimos años. En ningún evento público en el que estuviera presente la fiscal Luisa Ortega lo hizo como chavista ni como militante siquiera de izquierda. Lo hizo en su condición de Fiscal General y eso es constatable. Lo que sucede es que la oposición venezolana le vendió al mundo la falacia del supuesto secuestro o sumisión de los poderes del Estado al presidente de la República y, al parecer, terminó creyéndose su propia falacia. Eso es completamente falso”, enfatiza el analista. Escenarios inciertos Aun cuando Nicolás Maduro parece respaldarse en la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, sus opciones parecen ser muy limitadas cuando se trata de caminos de negociación con los sectores de oposición y con la ciudadanía que no se ve representada en el gobierno. Los resultados del plebiscito popular que se realizó el 16 de julio evidenciaron que el 98,4% de los votantes (6’387.854 personas) rechazaban la conformación de la Asamblea Nacional Constituyente para modificar la Constitución. De modo que los escenarios futuros para Venezuela son problemáticos. Toni Vitola destaca que, si bien las posibilidades de negociación y salida de la crisis son diversas, toda la MUD está abocada a las calles. “Yo creo que la fuerza más grande que puede tener un país es la gente, que marcha de manera pacífica. Esto es una lucha que va ir en torno a que haya un cambio en el país”. En cambio, para Aranguibel las elecciones para la Constituyente que se llevaron a cabo el 30 de julio y que, según el gobierno, contaron con más de ocho millones de votos —aunque la oposición asegura que participaron solo 2.5 millones y la empresa encargada del voto electrónico denunció una “manipulación del dato de participación”— representan una reafirmación de la voluntad del pueblo venezolano para conseguir, de nuevo, “el rumbo prodigioso del bienestar y el progreso que pudo alcanzar solamente en revolución y que es el escenario al cual todos los venezolanos, incluyendo a la militancia de la oposición, quiere retornar para seguir avanzando en la senda que ha frustrado la derecha en esta difícil coyuntura de guerra y su afán de hacerse del poder a como dé lugar. Venezuela saldrá airosa de esta terrible circunstancia porque en el país hoy existe una masa crítica altamente politizada e ideologizada que sabrá enfrentarse siempre, con verdadera pasión y entrega, a cualquier intento de los poderes hegemónicos por hacerse de nuestras riquezas”. De Grazia concluye que, aunque viene una etapa muy compleja, “todos los venezolanos tenemos deseos de que haya una solución pacífica, democrática y constitucional. Si se diera alguna intervención de carácter militar, habría que reponer el Estado de derecho por la vía electoral”. Aún con la presión que representan las movilizaciones en todo el país, una solución negociada se ve tan incierta como cualquier otra salida. Mientras miles de sus ciudadanos siguen saliendo expulsados por la crisis, buscando en otros lugares las oportunidades a las que hoy no tienen acceso en su propio territorio, esa Venezuela profundamente polarizada necesitará quizás más que un relevo en el poder para rehacer su democracia.

Venezolanos que entran a Colombia De acuerdo con datos de Migración Colombia, cerca de 1'741.666 venezolanos ingresaron a Colombia entre 2011 y 2016. En el primer semestre de 2017 ya habían ingresado 263.331 personas. No se sabe cuántas de ellas regresan a su país.

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1'741.666 Venezuela (14%), se encuentra entre los principales cinco países de procedencia de extranjeros que ingresaron al país entre 2011 y 2016, solo superado por Estados Unidos (19%).

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18 Juan Manuel Valencia Aristizábal Estudiante de Periodismo jmanuel.valencia@udea.edu.co Rosita González Muñoz Estudiante de Periodismo rosita.gonzalez@udea.edu.co Andrea Carolina Vargas Malagón Estudiante de Periodismo acarolina.vargas@udea.edu.co Fotografías: Juan Manuel Valencia Aristizábal

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n el barrio Rosales, cerca de la Unidad Deportiva de Belén, hay una casa de dos pisos. Una reja metálica sirve de portón y uno o dos policías deciden quién entra y quién no. Después de la reja, hay una amplia puerta de garaje que permanece abierta y conduce a una sala. Junto a esta hay otra entrada pequeña. La casa parece acogedora, con algunos árboles en el exterior. En el segundo piso ondea una bandera tricolor con ocho estrellas dispuestas en arco sobre la franja del medio. Una placa resalta sobre la fachada, en la cual se lee: Consulado de Venezuela. Más discreto, hay un letrero de fondo negro y letras blancas que anuncia los horarios de atención: de 8:00 a. m. a 11:30 a. m. y de 1:30 p. m. a 3:00 p. m. La primera vez que intentamos entrar eran aproximadamente las dos de la tarde. Ese día no pasamos de la reja. “Ya todos se fueron”, nos dijo uno de los policías a la entrada. “Pero el letrero dice que trabajan hasta las tres, ¿por qué no hay nadie?”, replicamos. La respuesta fue un gesto del policía que sugería que nos resignáramos. También nos dio un consejo que decía más o menos así: si van a venir, lo mejor es que llamen antes, para saber si los cónsules están. Ellos se van y vienen cuando quieren. La segunda vez tuvimos algo más de éxito. Después de que nos preguntaran a qué íbamos y de una breve requisa a nuestros morrales, logramos entrar. Por dentro, el consulado no es muy diferente a una oficina de trámites públicos cualquiera: una sala de espera con sillas puestas en hileras, un televisor que hace ruido pero al que nadie le presta atención, paredes decoradas con pinturas de Armando Reverón, artista venezolano. Resulta difícil no detenerse en el retrato del presidente Nicolás Maduro colgado junto a un busto negro y de facciones bruscas de su mentor Hugo Chávez. Desde una ventana con un hueco circular a la altura del rostro, un funcionario, aparentemente colombiano, hace las veces de recepcionista. Detrás de él, se sientan otros dos, también colombianos. De hecho, en el primer piso del consulado, los únicos venezolanos son los pocos

El consulado de Venezuela en Medellín es, guardadas las proporciones, reflejo de lo que ocurre en ese país: protestas de ciudadanos indignados y ausencia de respuestas por parte de los funcionarios.

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Un consulado de puertas cerradas

Cuando en Venezuela protesta la oposición, la escena se reproduce, en sus justas proporciones, frente a la delegación consular de ese país en Medellín. Además de recibir gritos e insultos, ¿qué se mueve alrededor de la dependencia cuya función es defender los intereses de la República Bolivariana y sus ciudadanos en nuestro territorio? que llegan a hacer algún trámite. Pasando el ventanal, en la derecha, hay unas escaleras por las que suben y bajan empleados con frecuencia. Para un colombiano, el consulado de Venezuela es una oficina más en la que puede tramitar documentos que tengan que ver con ese país, como la visa que se requiere para algunas actividades distintas al turismo. Para un venezolano que llega a Medellín escapando de la crisis, el consulado es más que una oficina: debería ser su casa, su centro de operaciones. En este lugar, puede tramitar desde documentos tan básicos como el pasaporte hasta las actas de defunción. Es más, de acuerdo con la descripción publicada en su sitio web, es función del consulado “proteger y asistir a los compatriotas venezolanos, víctimas de delito o abuso o que por alguna razón hayan caído en una situación de grave desgracia o necesidad, de tal manera que no resulten discriminados por su condición de extranjeros”. Pero sobre el consulado de Venezuela en Medellín, hay opiniones muy distintas. Para vecinos del sector, se trata de una casa común y corriente, donde, de vez en cuando, se realizan protestas, “siempre pacíficas”, describe una mujer que trabaja en uno de los locales cercanos. Y agrega que, cuando hay manifestaciones, los funcionarios suelen irse antes. Por su parte, Luis Betancur, un venezolano residente en Medellín, asegura que el consulado le ha sido de poca utilidad y que sus funcionarios están “enchufados” al Gobierno de su país, según dice: recibiendo dinero sin hacer nada por ayudar a los venezolanos que llegan a la ciudad. A su vez, Toni Vitola, también venezolano residente en Medellín y vocero del partido de oposición Voluntad Popular, dice que “el cónsul no está dispuesto a ayudar a los venezolanos en Medellín porque es una persona que representa al Gobierno, que lo impusieron a dedo. Él no ha querido dar declaraciones ni ayudar a los venezolanos acá”. Y es que aunque se trata de la representación del Gobierno de Venezuela en Medellín, en los medios de comunicación de la ciudad, por ejemplo, no aparece declaración alguna de sus funcionarios sobre la situación de ese país y, en particular, sobre las condiciones de los migrantes venezolanos en la ciudad; esto, pese a los intentos que los mismos periodistas narran por conseguir información al respecto. Nos ocurrió igual y, a pesar de que en repetidas ocasiones, presencialmente, por teléfono y por correo electrónico, intentamos comunicarnos con los funcionarios del consulado, lo máximo que obtuvimos fue la respuesta vía telefónica de Óscar Gómez, el recepcionista: “Desde Venezuela tienen la orden, específicamente, para no dar ninguna información”.

¿Los ‘boliburgueses’ de Medellín? El argumento de que hay funcionarios públicos del oficialismo venezolano lucrándose del régimen de Maduro no es extraño entre la oposición. De hecho, es tan popular que hay una palabra designada para referirse a ellos: ‘boliburgués’. De acuerdo con un artículo publicado en el medio español La Información, “el concepto lleva usándose casi una década y se refiere a los grupos [que] ayudaron a Hugo Chávez a superar los paros cívicos y petroleros de 2002 y 2003. Comenzaron a beneficiarse de cuantiosos contratos públicos, en algunos casos. Se trata de personas que han sido situadas en importantes cargos públicos en los que se mueven importantes sumas de dinero público”. ¿Y entre esos importantes cargos están los cónsules y sus familias? La hora de atención del consulado en Medellín nunca es clara. Unos días están, otros días no. Nunca se sabe. Lo que sí es claro es que en cualquier momento puede llegar al consulado una lujosa camioneta con placa diplomática venezolana. Se estaciona por unos minutos a la salida del lugar, mientras sale una mujer que la aborda. Los demás funcionarios del consulado no tardan en salir también. Los horarios no llaman tanto la atención como ese vehículo. Toyota, modelo Four Runner, color naranja brillante, rines negros, vidrios polarizados y un valor comercial que se acerca a los doscientos millones de pesos, una cifra que alcanzaría para pagarles el sueldo de un mes a 5.500 venezolanos que ganen el salario mínimo en su país, equivalente a poco más de 36 mil pesos colombianos, desde el aumento del cincuenta por ciento que ordenó el presidente Nicolás Maduro a principios de julio. Una fuente cercana a lo que sucede en el consulado afirma que ese carro lo usan “la cónsul María Elena Martínez y su esposo, venezolano”. “A veces, también el hijo lo conduce”, agrega. Martínez es consulesa general de segunda desde el 24 de septiembre de 2014. El cuerpo consular de Venezuela en Medellín lo complementan un agregado, otra consulesa de segunda, un cónsul de primera y el jefe de misión y cónsul general, Freddy Santiago Guilarte. Todos ellos, tal vez por la instrucción que recibieron de su Gobierno, herméticos para referirse a la situación de su país y a la de los miles de migrantes venezolanos que han llegado a la ciudad. Y a juzgar por las apariencias, con unas condiciones de vida muy diferentes a las que enfrentan la mayoría de sus connacionales que escapan de la tensión y el caos de la nación vecina.


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Venezolanos

al rebusque La fuerza laboral de los venezolanos supera su talento para las arepas rellenas. ¿Con qué se encuentran los migrantes que quieren trabajar formalmente en Colombia? Cristian Andrés Longas Oquendo Estudiante de Periodismo cristian.longas@udea.edu.co Alejandro Gutiérrez Arcila Estudiante de Periodismo alejandro.gutierreza@udea.edu.co Fotografía: Cristian Andrés Longas Oquendo

ren una formación especializada. “Para una vacante en la que se postulan cincuenta personas, uno encuentra cuatro o cinco venezolanos, lo que representa, más o menos, el diez por ciento de las hojas de vida que llegan”, explica. Sánchez reconoce que para que un venezolano tenga posibilidades reales de obtener un trabajo formal en la ciudad “tiene que ser realmente que uno no encuentre hojas de vida de personas de Colombia. No es xenofobia o discriminación: es que ellos tienen una dificultad muy grande con el tema de la legalización de los documentos porque son muy pocos los que los tienen al día y los que logran homologar sus títulos”. Y es que ese proceso de convalidación de estudios profesionales, para alguien que quiera ejercer y cobrar un sueldo de acuerdo con su formación académica, puede llevar alrededor de tres meses y cuesta cerca de 570 mil pesos por estudios de pregrado y 670 mil por los de posgrado. Lisa Mata es docente universitaria con estudios en Historia y Geografía venezolana. Pese a que cuenta con una hoja de vida especializada, no ha logrado encontrar un trabajo en su área de formación. Ya ha presentado algunas entrevistas y, aunque ha recibido buenos comentarios sobre su currículo profesional, cree que no ha logrado conseguir un empleo por haber nacido en otro sitio y tener un acento diferente. “Somos, ciertamente, regionalistas y nacionalistas, protegemos primero el empleo para el connacional. Claro, si ponemos a una persona que viene desde el extranjero, así sea con nacionalidad colombiana, frente a un nacional que se formó aquí y el Estado invirtió en ellos, la prioridad siempre va a ser el nacional”, comenta Mata, quien ha dejado de incluir sus estudios profesionales en su hoja de vida y ha aplicado para puestos de más bajo perfil, aún sin éxito. No todos los migrantes venezolanos han corrido con la misma suerte. “Aquí en Colombia hay buen campo laboral. Algunos me dicen que está muy difícil, pero a mí me ha ido bien hasta ahora. Como la animación y la edición audiovisual tienen buena acogida, pues decidí arriesgarme y me vine”, dice Benjamín Josué Martínez, animador digital y experto en edición de video. Martínez solo lleva un par de meses en la ciudad y ya ha logrado posicionarse y conseguir un trabajo. Eso sí, con una empresa extranjera que no se preocupa por el lugar donde él esté radicado. “También estoy buscando un empleo aquí. En las entrevistas a las que me he presentado solo me han pedido pasaporte, y no me han pedido otro papeleo o la visa de trabajo. Creo que a nivel gubernamental están más flexibles con eso”, dice. Sin embargo, Hamilton Sánchez insiste en que los procesos de selección con los venezolanos sí resultan mucho más dispendiosos. Mientras lo usual es que entre la

aplicación y la elección pasen entre tres y quince días, en el caso de personas de otras nacionalidades que deben primero regularizar su situación en Colombia, los trámites pueden tardar varios meses. Eso, en muchos casos, significa perder oportunidades laborales. “El nombre de las profesiones es diferente. Por ejemplo, un cargo aquí se llama director de recursos humanos, pero en Venezuela se llama director de relaciones industriales. Eso dificulta la convalidación y que quien publica la vacante pueda relacionar el perfil de la hoja de vida con lo que realmente necesita”, comenta Sánchez. Las visas de trabajo Además de la convalidación de los títulos, cualquier persona de nacionalidad extranjera que quiera trabajar de manera formal en Colombia debe contar con una visa de trabajo. El costo de ese documento supera los trescientos dólares. A una tasa de cambio que ronda los tres mil pesos, un venezolano tiene que invertir más de novecientos mil pesos para conseguir el permiso que lo acredita para laborar legalmente. Pero al costo se suma lo engorroso de un trámite que implica reunir documentos y diligenciar formularios que requieren tiempo, dinero y paciencia. Por ejemplo, de acuerdo con Migración Colombia, uno de los requerimientos para obtener la visa de trabajo es contar con una carta de solicitud de ese documento por parte del empleador. Eso significa que, como dice Sánchez, una empresa que quiera contratar a un ciudadano venezolano tiene que hacerse parte del trámite y estar dispuesta a esperar. A su vez, el Ministerio de Trabajo dispone que un “empleador o contratante que desea vincular, contratar, emplear o admitir a un extranjero” debe exigirle “la presentación de la visa que le permita desarrollar la actividad, ocupación u oficio autorizado en la misma”. Además, el empleador también tendrá que “sufragar los gastos de regreso al país de origen o último país de residencia del extranjero contratado o vinculado, así como los de su familia o beneficiarios a la terminación del contrato o vinculación, o cuando proceda la cancelación de la visa, la deportación o expulsión”. Todo eso les plantea a los empleadores colombianos un negocio muy poco atractivo a la hora de contratar a un extranjero. En este panorama, Mileidy, lejos de su familia, pide que se les reconozca como personas que requieren el apoyo de un país hermano: “A los colombianos les pedimos que nos echen una mano. Y que se den cuenta que nosotros no venimos a quitarles el trabajo ni a robar a nadie: simplemente venimos a buscar una oportunidad”.

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Soy dinámica, proactiva, emprendedora, me gusta buscar mejoras y avances en mi campo de trabajo. Sé trabajar en equipo, coordinar, producir y dirigir proyectos musicales. También aprendo fácilmente y puedo desenvolverme en otras áreas distintas a mi área profesional. Me encuentro totalmente legal en el país, poseo cédula de extranjería y RUT”. Con esa carta de presentación, una licenciada en Artes, con mención en Música, egresada de la Universidad Central de Venezuela, envió en julio de 2015 su hoja de vida al correo electrónico de una academia de música con sede en Medellín. Desde entonces, según aseguran en esa academia, a ese mismo correo electrónico han llegado por lo menos otras cinco hojas de vida de ciudadanos venezolanos, algunos ya radicados en Colombia y otros que dicen esperar una oportunidad para viajar. De acuerdo con datos de Migración Colombia, cerca de 58 mil venezolanos ingresaron a Medellín entre 2014 y los primeros meses de 2017. Una de ellas es Mileidy Valbuena, madre de dos hijos y trabajadora estética, para quien migrar fue un asunto de urgencia. Impulsada por el ofrecimiento de trabajo de un amigo en Medellín, empacó sus pertenencias y, con el mínimo de papeles, dejó la ciudad de San Cristóbal, en el estado Táchira. “A mediados de febrero de 2016, entré en desespero; la situación se ponía cada vez peor, pues el trabajo estaba muy flojo. Mi hijo tuvo un pequeño accidente y se rajó la cabeza. No le pude conseguir un analgésico para el dolor. Lloró toda la noche”, cuenta. Mileidy pasó casi tres días buscando, sin suerte, el medicamento que necesitaba su hijo. Su única opción era conseguirlo en la frontera con Cúcuta, pero, según recuerda, costaba seis veces su precio real. Luego de ese episodio, incapaz de sostener económicamente a sus padres y a sus dos hijos con el sueldo que ganaba, aceptó la propuesta de su amigo para trabajar en una tienda de productos estéticos en Medellín. Se separó de su familia para proveer a la distancia el sustento económico que no le podía brindar en su país. “Los estudiantes recién graduados se van a buscar oportunidades a otros países porque en Venezuela esas oportunidades, lastimosamente, no existen. Muchos de los que emigran dejan atrás su profesión y se dedican a ser meseros o a trabajar en lugares nocturnos. Hay casos mucho más graves, como los de las mujeres profesionales que han tenido que ejercer la prostitución”, concluye Mileidy. Hamilton Sánchez es psicólogo, especialista en gerencia de talento humano y es director de selección en una empresa de servicios temporales. Dice que en los últimos meses ha aumentado el número de hojas de vida de venezolanos que buscan oportunidades laborales en Medellín. Tienen perfiles diversos y aplican a todos los cargos, desde operativos hasta posiciones administrativas o que requie-

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Después de la frontera

Gandhi, Vanessa, Daniel, Julio y Siu-Ling son jóvenes Alexandra Sánchez Sedano venezolanos residentes en Medellín. El rostro de una Estudiante de Periodismo alexasanchez032@gmail.com generación que escapa de la crisis y que ve en Colombia las Stheissy Carolina Ángel Lemos oportunidades que su país no les puede ofrecer.

Vanessa

Estudiante de Periodismo stheissy.angel@udea.edu.co Laura Franco Salazar Estudiante de Periodismo laura.franco2@udea.edu.co Alejandra Echavarría Giraldo Estudiante de Periodismo alejandra.echavarria@udea.edu.co

Fotografía: Carolina Londoño

Gandhi

‘La nacionalidad va en la mente de cada quien’ Mi nombre es Gandhi Zambrano, soy de Mérida (Venezuela), una ciudad muy, muy bonita. Allá termina la cordillera de los Andes, ¿sabes?, la que pasa por acá y por Ecuador. Le dicen la Ciudad de las Nieves Eternas porque el Pico Bolívar, que es el punto más alto de Venezuela, siempre tiene un glaciar nevado. Viví allá desde que nací hasta los quince años y estudié en Barinas hasta que me gradué; entonces, soy como de Mérida y de Barinas, al tiempo. Barinas es la parte llana, como decir Arauca, ¿no? El calor es increíble en contraste con Mérida, que es clima de páramo. Me estás haciendo recordar muchas cosas. Mi infancia la viví en Tucanirri, un pueblo muy de campo, muy tranquilo y tradicional. La pelotica de goma era lo que más se jugaba. Las caimaneras dominaban las calles, los niños las cerraban y se ponían a jugar fútbol para pasar el rato. Mi juventud la viví en medio de la crisis económica a causa de la caída de los precios del petróleo y las malas políticas, pero eso ya es redundar en temas que se saben. En 2015, me gradué como ingeniero en petróleo; ese año cayeron los precios y se redujo la inversión de las empresas por temas de factibilidad. Encontrar trabajo era ir cuesta arriba, abonando que si consigues uno como ingeniero no vas a tener la calidad de vida que se espera. Es una situación muy dura la que está viviendo Venezuela; eso, a largo plazo, estoy seguro, traerá cosas muy positivas. Pero yo no me quise quedar a esperar a que viniera lo positivo, ¿me explico? Tuve la oportunidad de venirme para Colombia porque acá vive mi mamá con el esposo, que es colombiano, y no lo pensé, me vine.

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No. 85 Medellín, agosto de 2017

Fotografía: Elisa Castrillón Palacio

Yo creo que si uno se queda allá es para luchar por algo, para revolucionar el sistema; pero luchar por ti mismo, por tu individualidad, es nadar contra la marea. Para mí fue fácil venirme, yo me puedo sentir tan colombiano como se siente un colombiano. La nacionalidad va en la mente de cada quien, uno decide qué llevar en el pecho. Venirme para acá fue como, no sé, quiero viajar, ¿no?, conocer otras cosas, cambiar de ambiente, poder encontrar en un sitio las oportunidades que no estoy encontrando en otro. Siempre el cambio da miedo, pero a mí me gusta. Colombia y Venezuela son como dos gotas de agua, ¿cambia qué? La comida, por ejemplo. Allá la arepa es rellena, mientras que aquí se come aplastadita. El dialecto también es diferente; pero, ¡noooooo!, son países muy parecidos, al final. Somos como de la misma raza. Además, a través de la historia hemos sido naciones hermanas, ¿no?, o sea, somos lo mismo. Aunque sí hay algo distinto que valoro mucho de acá: la seguridad, el hecho de que pueda sentarme con el celular en un parque, tranquilo. Eso allá no se puede. Allá se vive un caos colectivo en temas de seguridad. En Medellín, la gente es muy cordial, es agradable; la ciudad es espectacular. Hay muchas oportunidades para lo que quieras desarrollar, no están esas trabas que me encontraba en Venezuela. Acá tengo proyectos, a mí me gusta el emprendimiento. Vendo accesorios: el granito de arroz con el nombre y otras artesanías. Trabajo en San Alejo, ¿sabés?, ofreciendo la mercancía que producimos. Ahora estamos pendientes de abrir una tienda virtual; era algo que dominaba y estamos logrando hacerlo acá.

‘Yo era la única venezolana y no podía soltar la toalla’ Mi nombre es Vanessa Gaviria. Soy de Táchira, un estado fronterizo con Cúcuta. Mi padre es colombiano, gracias a él tuve la ciudadanía colombiana y eso determinó mi venida a Medellín. El destino tenía que ser Colombia; si no, estaría como extranjera indocumentada en cualquier otro país y eso es muy difícil, siendo mujer, mucho más. Mi infancia en Venezuela fue lo mejor de la vida. Lo tenía todo: tranquilidad y paz. Pero eso cambió. Decidí venirme porque soy ingeniera eléctrica. Trabajé tres años en una hidroeléctrica como supervisora y me pude comprar solo una moto, la quedé debiendo y la tuve que pagar con la liquidación. Dije: ‘¿Tres años?, ¿tres años y una moto? No, ¡me voy!’. Pensé: ‘yo tengo veintinueve años, aquí cumplo cuarenta y en las mismas’. Vine con la idea de conseguir un capital y regresar para montar un negocio allá. Antes de llegar a Medellín, trabajé en Arauca unos seis meses para ahorrar en pesos, porque si cambiaba de bolívares a pesos no iba a hacer nada. Al final, con eso que ahorré me devolví para Venezuela a pasar diciembre y me salió un negocio para distribuir papelería y productos de limpieza. Era así: yo llamaba al proveedor, le pedía una cotización, y le decía: ¿cuánto tiempo me mantiene el precio?, y él me respondía: “Veinticuatro horas, es que mañana no sabemos qué pase”. Cuando llegué a Medellín, tenía unos ahorros que no me alcanzaban para mantenerme o para esperar ejercer como ingeniera. Me tocó lo que fuera y empecé a trabajar como asesora en un contact center. Lo vi como un reto. Yo era la única venezolana y no podía soltar la toalla, gracias a Dios me fue muy bien. Ya hace como tres meses me ascendieron para ser supervisora, por mis méritos y por el estudio que tengo. En Medellín, uno se siente muy seguro, se siente tranquilidad. Sin embargo, como uno viene con un temor nacido en Venezuela, los primeros días no podía ver un motorizado, no sacaba ni el celular en la calle. Con el tiempo, me fui adaptando y me parece una maravilla la ciudad. Además, algo que también he notado, es que ustedes a los extranjeros los tratan muy bien, probablemente mejor que a sus paisanos.


Daniel

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Julio Fotografía: Carolina Londoño

‘Llegó un punto en que el país te asfixia, te quita las aspiraciones de vida’

Fotografía: Juan David Tamayo Mejía

‘Mi mamá me dejó venir porque sabía que yo no tenía ninguna oportunidad en Venezuela’ Mi nombre es Daniel Castañeda, nací en Colombia, en Itagüí, el 2 de octubre de 1995. A los siete años, por problemas económicos, decidimos irnos para Venezuela. Mi mamá es venezolana y queríamos probar suerte allá. Vivimos nueve años en Maracaibo, una ciudad costera a diez metros sobre el nivel del mar, mucho más pequeña que Medellín y donde hace mucho calor. Desde que llegamos allá, todo iba empeorando. La seguridad, por ejemplo. Además, era cada vez más difícil conseguir los productos básicos y tocaba comprar en macroempresas donde los costos eran más altos. Yo nunca me quise ir de este país ni de esta ciudad. Yo me quedé en Venezuela mucho tiempo, pero todos los años le decía a mi mamá: ‘Yo me quiero devolver; mamá, yo no quiero estar acá’ A mí me parece que allá está es la gente que dice como mi abuelita: “A mí, Maduro no me va a sacar de aquí ni por el hijueputa, porque este es mi país”, por el amor a la patria. También hay gente que lo tiene todo, a la que le va demasiado bien y por eso no se va; pero son muy pocas personas a las que les va así. Teniendo dos años de habernos ido, mi papá, por problemas familiares, se devolvió para Colombia. Cuando yo estaba pequeño, él me compró un violín, yo tenía cuatro años. Desde que tengo memoria, me recuerdo con un violín en las manos. Empecé a estudiar con él, con mi papá que tampoco sabía tocar violín, pero me enseñó. Lo toqué durante cinco años, pero cuando mis papás se separaron, yo me separé del violín, me separé de la música. Me sentía bien, sentía que ya no tenía una presión tan fuerte al lado. Mi papá no me dejaba salir a jugar fútbol con mis amiguitos si no estudiaba una hora diaria violín. Todo se había vuelto muy estricto y muy hostigante. Al año de haberlo dejado, sentí que algo me hacía falta, como que la música se había arraigado a mí, era algo que yo había tenido antes de todo. Realmente esa fue una de las razones por las que me vine. Yo me enamoré otra vez el día que volví a escuchar una orquesta, eso fue por ahí un año antes de venirme para Medellín y por los días en que me fui de la casa. Yo dije: si no me dejan estudiar música, entonces me voy de acá. Mi mamá no me apoyaba, ninguna persona de la familia me apoyó. Me decían que no podía hacer nada con eso. Mi mamá me dejó venir, estoy muy seguro, porque sabía que yo no tenía ninguna oportunidad en Venezuela. Cuando llegué a Medellín, lo primero que hice fue buscar una escuela de música, lo más cercano que tuviera; ahora estudio contrabajo en la Universidad de Antioquia. Tuve la opción de volver al violín, pero quise escoger lo más opuesto, lo que fuera más diferente, quería que fuera un nuevo comienzo, que no tuviera nada que ver con mi pasado. Y desde el primer día que cogí el contrabajo me mentalicé en que eso iba a ser con lo que muriera en mis manos, no importa lo que pase.

Siu-Ling Fotografía: Juan David Tamayo Mejía

Los hijos de la crisis

“Vean a la hija de Maduro”, le dijeron a Siu-Ling Márquez, en su primer día de colegio en Medellín, cuando sus compañeros se enteraron de que era venezolana. Llegó a la ciudad el 7 de diciembre de 2016, un día después de haber cumplido sus quince años. Fue una celebración con sabor a despedida, entre la nostalgia y las lágrimas de sus familiares y sus amigos. Lo más difícil para ella ha sido adaptarse al ambiente escolar. Sus compañeros no la acogieron de inmediato y tuvo que soportar burlas por su nacionalidad. “Los primeros días fueron muy duros, me la pasaba sola en los descansos, pero ya uno va conociendo gente. Lo que más me ha ofendido es que me gritaban que yo era la hija del presidente Maduro”, cuenta Siu-Ling. Johanna Rivero, su madre, explica que llegaron a Medellín atraídas por la publicidad que veían en Venezuela. “A Medellín le dieron el premio a la ciudad más innovadora y se decía que había mucha fuente de trabajo”, expresa. Sin embargo, las oportunidades que han encontrado en Medellín no coinciden con esas expectativas. Ella solo trabaja los fines de semana en un puesto de comidas callejeras y deben compartir una casa arrendada con otro ciudadano venezolano y con un colombiano que también vivió en ese país, pero regresó por la crisis. Hoy, Siu-Ling, alta, de pelo crespo y grandes ojos, trata de acostumbrarse a una nueva vida y ha encontrado un espacio en la escuela de música de Las Nieves, un barrio a quince minutos de su vivienda, y donde puede practicar la viola, el instrumento que empezó a tocar dos meses antes de salir de su país. Según la Alcaldía de Medellín, hasta junio eran 743 los estudiantes venezolanos matriculados en colegios oficiales de la ciudad. Manrique —donde vive Siu-Ling—, Villa Hermosa y San Antonio de Prado son los lugares con mayor presencia de estos niños y jóvenes. “El principal inconveniente con esta población —explica la administración— es que muchos de ellos llegan indocumentados. Quienes definitivamente no tengan los documentos básicos, como las calificaciones del último año cursado o no tengan cómo probar para qué año van, son redireccionados a nuestros jefes de núcleo, donde los orientan para hacerles un examen de validación que permita saber en qué grado se pueden matricular”.

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Mi nombre es Julio César Abella, nací en Caracas en el año 91. ¿Me preguntan que cómo es Caracas? Una ciudad muy bella que le gusta mucho a las personas. Vivía en el sector El Pedregal, un barrio popular. Tuve una niñez feliz, si les soy sincero. Era muy apasionado por el fútbol. Crecí practicándolo desde que tenía cuatro años, pero por lesiones no pude continuar. Estudié Comunicación Social, con mención corporativa, en la Universidad Santa María. Cuando estaba en el primer semestre de la carrera, cerraron Radio Caracas Televisión, uno de los principales canales de Venezuela, y empezó el cerco comunicativo con otros canales porque decían lo que el Gobierno no quería escuchar. Pero el Presidente, en cadena nacional, sí podía decir cualquier obscenidad y decir que les iba a retirar la concesión simplemente porque daban información, lo que para todos los que estudiamos Comunicación Social debe ser nuestro objetivo. Cuando me gradué, comencé a trabajar en un canal deportivo comentando partidos y luego me dieron un programa propio que se llamaba Deportes con todos. En ese momento, empezaron las protestas estudiantiles, las llamadas guarimbas. Después paralizaron prácticamente al país y obligaron a muchas personas que tenían patrocinios con nosotros a congelarlos. Decidí dedicarme a hacer trabajos freelance: iba a una empresa y les decía que podía darles una instrucción sobre cómo mejorar su imagen y cómo tener resultados más óptimos. Tuve una cartera de ocho clientes a lo largo de tres meses, pero se fueron retirando poco a poco porque ya no tenían la manera de pagar; entonces decidí trabajar con gente de Estados Unidos y a lo último casi todo lo hacía era para afuera porque en Venezuela no había manera de darnos trabajo. Entonces, llega un punto donde el país realmente te asfixia, te asfixia porque te quita las aspiraciones de vida. Cuando uno estudia dice: ‘Yo me gradúo, trabajo, puedo acceder a comprar un carro, puedo acceder a comprar una casa…’. En Venezuela, hoy en día pensar eso es casi imposible. Venezuela antes representaba, quizás, el futuro o el sueño de obtener muchas cosas. Hoy, salir de Venezuela es lo que representa esas oportunidades. Colombia no es un paraíso, pero actualmente significa la esperanza de cambio para muchos venezolanos. Llegué aquí con una mano adelante y otra atrás. Me traje casi tres meses de ahorro fuerte: decidí no comprarme ropa, no salir. Cuando llegué a Cúcuta y cambié todo el dinero que tenía, me dieron cien mil pesos. Llegué a Medellín con cuarenta mil y con una pregunta: ‘¿Ahora qué voy hacer acá?’. Tengo la fortuna de que Colombia me recibió de forma maravillosa, yo les agradezco de manera exagerada porque el recibimiento que tuve acá ha sido como si estuviera con mi papá y mi mamá en Venezuela. Desde el primer día me fui a repartir hojas de vida. Duraba ocho horas caminando Medellín, había días en los que ni siquiera almorzaba. Gracias a Dios, un día estando por San Juan, vi la emisora, hablé con ellos y les dije: ‘A mí lo que me interesa es ingresar a un sitio donde yo pueda desarrollarme en lo que sé hacer y en lo que estudié’. Hice el casting, les gustó y comencé a trabajar en la emisora con el evento del Pony Fútbol. Estuve haciendo reportajes en las diferentes disciplinas. Luego ingresé a un noticiero y me incluyeron en el proyecto en el que actualmente trabajo en la emisora. También estoy en el noticiero de la Alcaldía de Sabaneta y tengo otro trabajo en mercadeo de una empresa. Me gustaría tener un poco más de tiempo libre; pero, por ahora, cambié tiempo y calidad de vida por trabajo. Sé que más adelante será recompensado.

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22 Ciudad

Voces jóvenes de

La Loma

Un grupo de jóvenes habló con De la Urbe sobre sus experiencias en un territorio que ha sufrido muchas formas de violencia por cuenta del conflicto armado del país. Ahora ellos han tratado de resignificarlo a través de iniciativas culturales y comunitarias. porros, que es lo que más se escucha acá. Para los niños, Andrés Uribe Vasco hacían actividades; entonces uno todo el día se mantenía Estudiante de Periodismo montando bicicleta y jugando en la calle, no solo con los andres.uribev@udea.edu.co de la cuadra. Santiago Rodríguez Álvarez Elizabeth Estudiante de Periodismo Mi infancia fue buena porque se vivía libremente, dessantiago.rodrigueza@udea.edu.co pués con el tiempo, por el encierro, por las fronteras invisi bles, ya uno no podía salir. Silvia Satizábal Sánchez Estudiante de Periodismo El miedo silvia.satizabal@udea.edu.co

U

na vereda es normalmente imaginada como un territorio pequeño y rural, con pocos habitantes que viven en un casco urbano de seis o siete casas y algunas otras esparcidas por los montes. La Loma se sale de los moldes. Esta es una vereda de Medellín, exactamente del corregimiento de San Cristóbal, y es una de las más pobladas de Colombia. El crecimiento demográfico y las dinámicas heredadas de la ciudad a la que pertenece se reflejan en una extraña mezcla de calles y trochas, de porros y raps, de cultura de barrio y de pueblo. La Loma es vecina de la Comuna 13 y, como ella, ha sufrido de la violencia por parte de diferentes actores armados en el conflicto colombiano. En 2002, la Operación Orión volvió a estas montañas un campo de batalla y en 2011 y 2013 bandas criminales desplazaron a muchas familias. En esta última ocasión entró la Unidad de Víctimas a buscar una transformación en la percepción que muchos jóvenes tenían sobre su territorio. Las iniciativas que se empezaron a desarrollar fueron posteriormente apoyadas por la Acnur (Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados) y la Corporación Región. Este proceso ya lleva cuatro años. Los jóvenes narran su tránsito por el barrio y el de La Loma en estos años. Una vereda que “no es como la pintan”. La vereda Alexánder: Cuando yo llegué a La loma, era un sector muy pacífico. Estamos hablando del año 1996, yo era muy chiquito, pero en ese tiempo yo me podía desplazar con libertad por todo el territorio. Juliana Mis primeros años fueron muy bonitos, en un barrio muy tranquilo, muy pacífico, que es muy comunitario, que es muy cultural, que es muy fiestero. Porque en La Loma siempre, a pesar de los problemas, hay un ambiente muy festivo. En las calles armaban bailes, normalmente con

No. 85 Medellín, agosto de 2017

Juliana Empezamos a vivir un cambio, una transformación en el ambiente, entonces ya no podíamos salir porque La Loma se empezó a llenar de unos tipos. Para ese entonces, uno los veía como los tipos malos. Con una visión muy inocente de lo que iba aconteciendo, veíamos que ya no podíamos salir a jugar, que si querías jugar te tocaba dentro de tu casa. En cualquier momento del día, comenzaban a sonar balas. Y ya las charlas en los colegios no eran qué programa animado viste el día anterior, sino que ya los niños sabían diferenciar con qué tipo de arma habían disparado. Elizabeth Nos acostumbramos a que se armaba la balacera y eso corra todo el mundo. Entonces uno se encerraba y si estaba donde el vecino uno pensaba en qué momento podré salir a mi casa. Antes de que llegara aquí la Alcaldía y todas las ayudas, se vivía mucha tensión porque el conflicto era demasiado, por ejemplo yo no podía venir acá (Casa de la Integración y la Convivencia, al lado de la iglesia), porque pertenezco a la zona de abajo. Mariana Me marcó demasiado cuando uno salía de la escuelita y le tocaba ver la gente que habían matado ahí afuera del colegio o cuando le tocaba a uno salir a esconderse donde fuera porque, de un momento a otro, daban bala. Me sentía como que estaba metida en una cajita, que era solamente yo.

subí, me gustó mucho porque vi gente de otras partes y las actividades fueron superchéveres. Ahí empecé a participar, eso fue como hace tres años. A medida de eso me uní más con los del Cañón (sector de la vereda). Antes le tenía pavor al Cañón, no sé por qué. Entonces empezamos a salir a otros sectores y cuando nos unimos más pelaos nos surgió la idea de la plataforma juvenil. Johan Yo no percibía a La Loma como un lugar positivo, yo solo salía a pensar cosas negativas. Un día se metieron por el lado que era... A mí siempre me había gustado la fotografía, pero nunca había tenido cómo sacar provecho de ello. Hace cuatro años empezaron a hacer un taller y me invitaron y yo no iba. Entonces un día dije: “Voy a ir como por cumplirles” y yo vi que sí, que eso era lo que yo había querido aprender. Asistiendo a los talleres, me empecé a encariñar, a ver otros puntos de vista, otras opiniones, conocí otras personas. Y… me quedé. Elizabeth Cuando ya llegó la plataforma, yo no me había dado cuenta, ya mi prima fue la que me dijo: “Venga, venga pa’cá, estamos haciendo este proceso, esta es una mejor forma, usted puede vivir mejor”. Y sí… verdaderamente me cambió la vida llegar hasta acá. La Loma Joselin Violenta. Las noticias hablan muy mal de La Loma, pero al momento en que uno viene se da cuenta que La Loma no es así. La Loma tiene cultura, tiene muchas cosas buenas, pero lo único que le interesa a la gente de la televisión es mostrar las cosas malas. No es como la muestran en los televisores, no es como la cuentan… Elizabeth La Loma es cultura, La Loma es paz, La Loma es música.

Johan En La Loma, todos son víctimas del conflicto, directamente o indirectamente, porque a unos nos mataron amigos o familiares. Los primeros sucesos que yo recuerdo, lo primero que me tocó, fue la Operación Orión: cuando tenía cuatro años, un helicóptero tumbando techos a punta de bala.

Johan: Para mí, La Loma es un elefante en blanco. Le digo elefante porque nadie la ve, nadie se arrima, nadie llega, las pocas personas que llegan sacan información y se van; o sea, nadie está constantemente ahí, los que vivimos en La Loma somos los que la queremos.

La esperanza Dayara Una vez vino un señor de víctimas y me dijo que si quería ir a la capilla que iban a hacer una actividad. Cuando

Alex No, para La Loma no hay frase, La Loma es la Loma…


Posconflicto

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Adiós a los cambuches

En pocos días terminarán las Zonas Veredales Transitorias de Normalización, donde unos siete mil guerrilleros de las Farc han hecho durante seis meses su tránsito hacia la vida más allá de las armas. Hay nervios entre ellos; también, entre la población civil. Hay preguntas de parte y parte. Sobre todo, existe el deseo de que el proceso salga bien. Una visita al espacio ubicado en la vereda La Plancha, del municipio de Anorí. Texto y fotografías: César Alzate Vargas Profesor de Periodismo cesar.alzate@udea.edu.co Pinturas: Inty Maleywa, “Desenterrando memorias”

Matan a los líderes sociales, que nunca han empuñado un fusil, ahora no lo van a matar a uno —dice con una voz en la que no sé distinguir si hay humildad o resignación. Es Ánderson, el guerrillero a quien las vueltas de la vida han llevado a actuar de comandante del campamento donde ahora se aloja lo que una vez fue el frente 36, uno de los más beligerantes de las Farc. He venido hasta aquí por dos razones. La una es profesional, periodística. Vivimos un momento auténticamente histórico del que es preciso estar cerca si uno se dedica a este oficio. La otra es personal. Hace dieciocho años y medio, sin ser combatiente, estando desarmado y solo, siendo un anciano y sin haber disparado nunca un arma —que yo sepa—, mi abuelo se convirtió por la firmeza de sus convicciones en una de las 220.000 víctimas mortales que se le calculan al conflicto entre el país y las Farc. Dos guerrilleros rasos, enviados por la espantosa comandante Karina —hoy gestora de paz, militante de una iglesia cristiana y refugiada en la XVII Brigada del Ejército en Carepa—, lo abordaron en la puerta de su casa, en el corregimiento de Pueblonuevo (Pensilvania, Caldas), cuando venía de encerrar los terneros, y tras engatusarlo con un cuento cualquiera lo fusilaron por la espalda. Al final de esta experiencia, traspasado por la simpatía y en broma, pero sobre todo contento de que al menos esta guerra de nuestro país esté acabándose y haya esperanzas —difusas, pero las hay— para todas estas personas, anunciaré mi incorporación al movimiento con un nombre de guerra, de paz, mejor dicho, que le rinde tributo a la memoria del abuelo: Comandante Jesús Vargas. Por supuesto, la nueva simpatía no trascenderá la broma. Nadie, ni siquiera los actuales guerrilleros, sabe a ciencia cierta qué ideas defenderá el partido político que dentro de poco habrán de fundar las Farc, así que será preciso estar atentos a lo que planteen. He venido con la directora de cine Patricia Ayala, quien rueda un documental sobre dos cantantes de las Farc cuya tarea es recorrer las zonas de transición veredal adelantando un censo de guerrilleros artistas. Seguimos a uno de los personajes, Martín Batalla, compositor e intérprete de hip hop que, antes de la música y las heridas, antes de la guerra, estudió dos carreras en la Universidad de Antio-

El acompañamiento de la ONU ha sido fundamental para garantizar no solo el cumplimiento de lo pactado por las partes, sino, además, la seguridad de los guerrilleros luego de la dejación de armas.

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24 Posconflicto quia, Filosofía y Derecho, y se retiró de la Universidad e ingresó a la guerrilla empujado por las arbitrariedades del gobierno. Martín relata que en sus épocas de estudiante militaba con grupos de izquierda y participaba en el movimiento estudiantil, pero que no conoció a las Farc hasta cuando en 2005 lo capturaron en una protesta contra el tratado de libre comercio con Estados Unidos. En aquella ocasión, las cosas se salieron de madre y hubo heridos y muertos en ciudad universitaria. La Fiscalía los acusó a él y a siete compañeros de terrorismo. Le tomó dos años salir de la cárcel, pero mientras tanto conoció a unos combatientes de las Farc y se convirtió en miliciano. Diez años y muchos nombres después, mientras va de campamento en campamento haciendo el censo y de evento cultural en evento cultural cantando versos revolucionarios ante públicos que lo atienden con extrañeza, lo alcanza una sentencia del Consejo de Estado que obliga a la Fiscalía a ofrecerles disculpas a él y sus compañeros y a indemnizarlos con cuatrocientos millones de pesos. Nos encontramos con Martín en un hotelito modesto ubicado en la Calle del Amor de Itagüí. Venía con Inty Maleywa, conocida como Malena entre la guerrillerada, una pintora de vivos colores y sugerentes retratos que ha recogido en imágenes los momentos más importantes de las Farc. Todo en ellos es simbolismo. Malena explica, por ejemplo, que su nombre de guerra proviene de sendas voces quechua y wayúu que significan “Lucha por la Vida”.

No sé qué tanto sabrá ella de voces indígenas, pero suena bonito y el nombre le viene muy bien a la fuerza de sus pinturas. Por su parte, Martín nos cuenta que su nombre es un homenaje a un compañero de la Universidad, Martín Hernández, que fue asesinado por los paramilitares en 2008. “Martín batalla”, dice. “Martín continúa batallando”. Ha usado otros nombres y con el que menos se identifica es con el que la oficialidad lo obliga a presentarse ahora que vuelve a la vida civil, el que aparece en la cédula de ciudadanía y al que la Fiscalía tendrá que ofrecerle disculpas. El viaje es largo y en el trayecto final, cuando la carretera se destapa y empieza a subir a lo alto de la cordillera, se torna más interesante. Nos hemos alejado cuatro horas de Medellín. Después de pasar el embalse de Porce III, que se alarga durante muchos kilómetros en lo hondo de un cañón, como un fiordo noruego en medio de los Andes, la naturaleza se espesa alrededor de la cada vez más precaria carreterita. Cuatro décadas atrás, esta era una región selvática y la cruzaban todos los grupos alzados en armas, del Ejército al ELN. Anorí fue escenario precisamente de la devastadora operación militar que en 1973 estuvo a punto de acabar con los elenos. El gobierno del primer Pastrana cantó victoria entonces, pero la semilla del odio siguió activa y ni ese ni ningún otro grupo subversivo se acabó por la acción de los militares. Hoy, uno de los temores que asedian

Talía aprendió a hacer atrapasueños en el campamento. Espera quedarse allí una vez pase todo este proceso y dedicarse a la artesanía.

Miembros de las misiones de la ONU y la Policía se toman con los guerrilleros la foto oficial de la paz para un libro que sobre el tema editará el gobierno. Faltan los soldados.

No. 85 Medellín, agosto de 2017

a los farianos en su tránsito hacia la vida sin armas es la presencia en la región del ELN y de los paramilitares. Algo de temor nos sigue al adentrarnos en la zona, pero nada sucede. Tras seis horas llegamos a un pueblo como todos los de la parte montañosa de Antioquia, pequeño y más bien feo, desordenado y destructor de la naturaleza. Del casco urbano del municipio a la vereda La Plancha, donde se asienta el campamento, la distancia no es larga pero la marcha es lenta. La carretera empeora, aunque nunca llega a ser intransitable: al fin y al cabo, es una carretera veredal como tantas otras en Colombia, y aparte de nuestro vehículo y el del esquema de seguridad de Martín y Malena la recorren el de algún personaje que se dirige al campamento y el bus de escalera que dos veces al día transporta a los campesinos y a uno que otro guerrillero. No más de media hora después de salir del pueblo se encuentra el anillo de seguridad del Ejército. Soldados amables, deseosos de conversar con alguien, nos cuentan cosas. Kilómetros más allá es el turno de la Policía. La misma desprevención. Así de fácil se han acostumbrado todos al cese de los combates. Un día después, un coronel de la Unidad Especial de Protección Para la Paz de la Policía se mezclará con nosotros en el campamento y ratificará el deseo que todos tienen de que este proceso acabe de salir bien, de que a toda esta gente le permitan vivir e incorporarse a este país imperfecto, el nuestro, que tenemos. Todos estamos hastiados de la guerra, creo que en especial los guerreros. El único contratiempo ocurre en el puesto del Mecanismo de Monitoreo y Observación de la ONU. Martín Batalla baja de su carro con el fin de reportarse. Nosotros bajamos del nuestro, cámara y percha de sonido accionados, y lo seguimos. Funcionarios de varios países se exaltan al vernos llegar. Tras unos minutos de agitada conversación, el jefe de la delegación, un coronel portugués de nombre o apellido Constantino, surge de algún lado con actitud que parece hostil. No estrecha la mano que Martín le ofrece y esto enardece al guerrillero. Supongo que siguiendo protocolos razonables, solicita identificaciones y que se apaguen los equipos de filmación. Nadie ha avisado de la llegada de los guerrilleros —es el gobierno, son las Farc—, mucho menos la de los periodistas, y ni ellos ni nosotros portamos carnets ni credencial alguna. En un momento dado, ni siquiera los guerrilleros tienen permiso para seguir hasta el campamento. Entonces viene alguien de allí y a la voz de “buenas tardes, camarada” ya se sabe que están entre los suyos y, por encima del coronel Constantino y del planeta entero representado en él, se da la orden de seguir hacia el campamento. Primero ellos, luego nosotros. Habrá película, habrá crónica, habrá paz entre las Farc y yo. El campamento está ubicado en un terreno quebrado que se alza unos cincuenta metros por encima de uno de esos ríos de Anorí que parecieran haber sido creados para que alguien pensara que el mundo fue hermoso. Lo primero que se ve desde el recodo más próximo de la carretera es una serie de construcciones blancas, unas como cabañas no terminadas, levantadas en algún material intermedio entre el cemento y el hard board, con techos de zinc que resultan tortuosos bajo el sol de estos días. Debieron terminarse hace seis meses, cuando iban a empezar las zonas veredales de transición y normalización, y al paso que van se terminarán dentro de seis, cuando sus ocupantes lleven mucho tiempo siendo población civil. La carretera pasa por el frente de las fachadas y la vista nos hace saber que, en efecto, estamos en territorio de las Farc: en cada pared frontal está pintada la efigie de alguno de sus líderes históricos, de Jacobo Arenas a Alfonso Cano, pasando por Raúl Reyes y el Mono Jojoy… Me digo que cada comunidad humana tiene derecho a su propia cosmogonía y me doy la orden de no hacer comentarios, de honrar la hospitalidad. Encontramos al grupo de Martín Batalla discutiendo con el de la ONU y demás autoridades. Hace mucho calor en el aire y en las actitudes. Los ánimos se calman al fin; el coronel Constantino pasa en silencio por donde cada uno de nosotros y nos da la mano. En el futuro se permitirá incluso ser gracioso. Entendemos la dificultad de su labor: como a pesar de las evidencias históricas los colombianos no somos un pueblo guerrero, nos confiamos con suma facilidad de cualquiera que no se vea amenazante. En la actual situación, un atentado o un ataque podría derrumbar la delicada estructura en que se sostiene la esperanza de la paz. —Matan a los líderes sociales, que nunca han empuñado un fusil, ahora no lo van a matar a uno —reflexiona el comandante Ánderson sentado en el comedor principal (son dos) apenas está todo en calma y se ha dado la orden de hacer almuerzo para los visitantes. Han puesto las armas a disposición de la ONU hace poco y la conversación pasa por las sutilezas de la semántica, por la diferencia trascen-


25 dental que para las Farc existe entre los verbos dejar y entregar: los acuerdos de paz implican su voluntad de dejar las armas, pero también la claridad de que no se están entregando. La mayoría de esas armas (no sé: fusiles, ametralladoras, granadas y un etcétera que para mí, desconocedor del tema, puede incluir hasta cañones láser) se guardan ahora en un contenedor en el sector de la ONU que se ubica a pocos metros del campamento (el otro, el principal, se halla a un par de kilómetros) y cuando dentro de unos días dicho contenedor, y los de las otras zonas veredales, sea evacuado, será el final definitivo de las Farc como grupo armado y el inicio de la incertidumbre. ¿Qué sucederá a partir de ese momento? ¿Qué sucederá cuando después del 15 de agosto ya no haya marcha atrás? Por ahora, unos pocos fusiles siguen en manos de los guerrilleros: los estrictamente necesarios para cuidar el campamento, y solo los porta el o la que esté de guardia en la entrada. Pero esta necesidad, sin embargo, no es tan real: por ahora están la ONU, el Ejército y la Policía, y está la voluntad del gobierno y de la mayor parte de la población de que esta y las demás zonas veredales sean espacios Martín Batalla y Malena se dirigen a la guerrillerada del frente 36. Hay esperanzas, también hay dudas. seguros para los guerrilleros. Después del al menos de este campamento, no saldrán el novelista ni el De resto, el auditorio es una empalizada en cuyos laterales 15, los guerrilleros serán también poblacronista que le hagan al mundo el gran relato de las Farc. cuelgan pendones con consignas y listas de sus mártires. El ción civil. Y bien sabemos lo que significa ser población De todos, la que mejor me ha caído es Talía. Al ficomandante Ánderson presenta a Malena y a Martín Bacivil en este país. nal de la entrevista, igual que los demás, debe firmar con su talla. Saludos, el protocolo de una milicia en reposo. La nombre del registro civil. No sé qué nombre pone entonces, reunión se convierte en asamblea. Se cuenta cómo van las y el que sea no la identifica. El registro civil lo obtuvo apecosas en las demás zonas, cómo va la expectativa de la reinLas horas pasan con feliz lentitud, más parsimoniosas nas hace unos meses, cuando regresó a su pueblo, un pueblo corporación, pero también se habla de las incertidumbres. en su recorrido por el campamento que el sol en el suyo por cualquiera de la región, para visitar a su abuela moribunda. Se dicen un par de verdades incuestionables. Una: lo que el cielo despejado. Mientras Martín Batalla y Malena dialoTenía la ilusión del reencuentro con su familia. Se reenconsigue es luchar por la supervivencia del grupo, pues el gogan con sus camaradas, a nosotros se nos da permiso para tró, descubrió que pervivía el afecto pero que ya no podía bierno hará todo lo posible por incumplir los acuerdos; sus husmear por donde queramos y para hablar con cualquiera estar con esas personas. Le pidió a su padre que hicieran la enemigos tratarán de invisibilizar a las Farc hasta que el y del tema que sea. Todo el mundo es de una amabilidad y diligencia del registro, pues los acuerdos incluían la oficialipaís tenga la sensación de que no existen. La otra es una que de una sencillez que asombran. Son alrededor de 150 perzación de su existencia. Se fue. Tal vez no volverá. Como muyo no había imaginado desde la perspectiva de este bando: sonas, la mayoría de ellas campesinos con acentos de muchos de sus compañeros, Talía anhela que una vez termine la verdadera lucha de aquí en adelante se dará por el relato chas partes del norte de Antioquia y del Caribe cercano, el mecanismo de las zonas veredales se les permita quedarse de la historia. Por eso, explican, es tan importante la tarea si bien algunos han desertado (los testimonios informales en este lugar, trabajar y armar comunidades. Se cuenta inde personas como Martín y Malena, el censo de artistas, elevarán el nivel de la deserción: de algunos a bastantes). cluso que en otras zonas han llegado personas desplazadas a porque hay que salir a contarle de todas las maneras posiDa la impresión de que la guerra no hubiera gestado unirse a los guerrilleros y que, si no los expulsan, pronto vables a la sociedad lo que fue la guerra. Se dicen y se critican monstruos, sino seres inocentes, de que todas estas personas rias de esas zonas serán nuevos pueblos. La esperanza ahora con razón muchas cosas del gobierno, pero no hay ningún acabaran de brotar de la tierra y nos miraran a nosotros, los está puesta en el mecaasomo de autocrítiantiguos habitantes, con la ilusión de que los dejáramos estar nismo que sustituirá a ca. Esta es la parte en el mundo. Hablo con ellos, los escucho —sobre todo eso: las zonas: los Espacios que a ellos les falta los escucho—, los observo, y en ninguno logro percibir el Territoriales de Capacien la discusión. La aliento de un asesino, de alguien capaz de dispararle a mi tación y Reincorporaasamblea termina abuelo por detrás sin otra motivación que la orden de un ción. Serán los mismos con la inscripción comandante. ¿Dónde quedó la rabia? ¿Dónde quedó la mallugares, con las mismas de los artistas, a los dad? Me doy cuenta de que la mayor perversidad de la guerra construcciones treque mañana los enconsiste en hacer capaces de odiar a personas como estas. mendamente atrasadas, cargados del censo Repaso en el pensamiento algunas atrocidades de las Farc, pero sin la custodia del entrevistarán uno casos como el del niño que murió de cáncer suplicando que Ejército y la Policía (en por uno. liberaran a su padre policía y el posterior asesinato del padre Antioquia, esta última La noche enneen cautiverio, los secuestros, las extorsiones, las masacres. instalará inspecciones grece y aquieta de El conductor que nos ha traído me relata cómo en la desmeen las zonas, no tanto repente. Todos se surada toma del municipio de Nariño, en julio de 1999, los para proteger como marchan a sus haguerrilleros entraron preguntando por dónde se llegaba a la para ejercer soberanía). bitaciones y cambuplaza, cómo Rojas (el que luego le amputó la mano al cadáSeguirá, sí, la misión de ches y pronto sobre ver del comandante Iván Ríos para reclamar la recompensa la ONU, al menos por el campamento se que el gobierno ofrecía por él) arrastró por esas calles a un un tiempo. Entonces, extiende el silencio. muchacho atado a un carro porque era marihuanero, cómo con documentos y deA nosotros nos asigen la demencia de la toma Karina se paró en medio de la beres, los guerrilleros nan uno de los camplaza destruida a gritar que ella no era una comandante sino serán ciudadanos. Talía buches de lona verde la reina del Oriente Antioqueño… Estando aquí, traer a la aprendió a hacer atrapasueños y a eso dedica los días en el y plástico negro que se levantan al otro lado de la carretera, memoria tantos crímenes sirve no para revivir el odio, sino campamento. y que resultan bastante cómodos. Ha sido un día muy largo. para comprender la urgencia de que los acuerdos se cumplan. Pasa la mañana y avanza la tarde. Martín Batalla y En la madrugada cae un diluvio sobre la región. No pasa A las cuatro pasadas, nos invitan a jugar voleibol. Hay Malena han terminado aquí su tarea y deciden adelantar el nada. Muy temprano, todos están en sus labores. A las seis malla y balones, pero no cancha; se usa para el propósito un regreso a Medellín. Al irnos, expresamos al comandante y y media nos dan el que creemos que es un desayuno simple: tierrero ubicado frente a la zona de comedores, enfermería a los que están con él el sincero deseo de que los acuerdos café negro y un pan exquisito, hecho aquí mismo. A las y auditorio. Se improvisan equipos mixtos de guerrilleros y se respeten, de que ellos puedan integrarse a la sociedad y ocho y media, el verdadero desayuno: severa provisión de visitantes. Pronto, los escoltas, el conductor y yo, y un par de que todos juntos podamos ser Colombia. Queremos que fríjoles, arroz, pescado frito, pan o arepa y chocolate. A las los muchachos del campamento, nos convertimos en las esno pase lo más terrible. diez empieza el censo. trellas de los partidos. Esto no da cuenta de nuestra calidad, —Podrán matarnos a muchos —dice uno de ellos con Algunas decenas de artistas hacen fila para ser entrevissino de que ellos se están estrenando en estos juegos. A las una voz en la que reconozco, ahora sí, una especie de resigtados. Martín Batalla y Malena traen un cuestionario diseñacinco y media, cuando estamos más entusiasmados, nuestros nación—, pero algunos quedarán con vida. do para saber de dónde proviene cada quien, qué ha hecho camaradas, con los que se ha hecho y rehecho media deceNo creo en Dios ni en la democracia, pero como amy qué capacidades tiene. La gran mayoría son cantantes y na de equipos, nos abandonan en masa. Igual que nosotros, bos son instancias buenas bajo cuyo sol me gustaría que la compositores de música popular, bastantes son poetas, diquieren jugar más, pero siguen siendo un ejército y hay ruhumanidad viviera protegida, les elevo mi oración para que bujantes, artesanos, bailarines, actores, un par de fotógrafas. tinas que deben cumplirse. Es hora del baño, de arreglarse no maten a ninguna de estas personas. Que los que deben Casi ninguno estudió más allá de la primaria. Casi todos se para la cena y de preparar las actividades de la noche. crímenes los paguen y los demás vivan tranquilos y no sean enlistaron en la guerrilla por lo que sabemos de sobra, que Hacia las ocho, todo el campamento se congrega en el obligados nunca más a ampararse en la guerra, etcétera. el país no les dio otra opción. Lo que no hay es escritores: auditorio. Escenas de héroes farianos cubren la única pared.

Da la impresión de que la guerra no hubiera gestado monstruos, sino seres inocentes, de que todas estas personas acabaran de brotar de la tierra y nos miraran a nosotros, los antiguos habitantes, con la ilusión de que los dejáramos estar en el mundo.

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26 Trabajo de grado

Una historia de traición a la paz en Urabá

Sobreviviente de las masacres de La Chinita y Osaka, Celia Mosquera Chalá vive con su hijas y nietas en una casa comprada con la indemnización por la muerte de su esposo. Declara: “Después de tanto andar con el rancho a cuestas, hoy tengo un rancho, lleno de deudas, pero propio”. Fotografía: Daniela Valbuena

La vida de Celia Mosquera es el reflejo de lo que han vivido las 486.994 víctimas del conflicto armado que tiene hoy Urabá, de acuerdo con la Unidad para las Víctimas, a corte de 31 de diciembre de 2106. De niña su familia debió abandonar su parcela en el Chocó y salir huyendo de los grupos armados. Al llegar a Urabá hicieron parte de la fuerza laboral de las bananeras y por más de treinta años han vivido los horrores de una guerra que no es de ellos, pero donde sí ponen los muertos. Juan Arturo Gómez Tobón Estudiante de Comunicación Social Periodismo juan.gomez2@udea.edu.co

C

orría el año 1991. El Ejército Popular de Liberación (EPL) era el segundo grupo guerrillero colombiano que decidía dejar la confrontación armada para apostarle a la democracia. Once meses atrás, el M19 había tomado la misma decisión. Con la entrega de 850 armas, el gobierno nacional y el EPL sellaban un nuevo acuerdo de paz. Celia Mosquera Chalá recuerda que aquel viernes 15 de febrero hubo fiestas en las fincas bananeras. El motivo no era para menos: el Ejército Popular de Liberación gritaba “¡Armas a discreción!” y se convertía en el grupo político Esperanza, Paz y Libertad. Pero la realidad fue otra. Cerca de cuatrocientos militantes del EPL, al mando de Francisco Caraballo, decidieron no acogerse a los acuerdos y declararon objetivos militares a los miembros de Esperanza, Paz y Libertad. A Caraballo y a sus hombres se les atribuyen el asesinato de 230 “esperanzados”. Las zonas de Urabá, otrora controladas por el EPL, fueron rápidamente copadas por las Farc, en especial el corredor estratégico para el tráfico de armas y drogas hasta la frontera con Panamá; decenas de jóvenes que habían ingresado siendo unos niños al EPL, quienes contaban con preparación militar y conocimiento amplio del terreno, entraron a formar parte de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y

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Urabá; entre esos guerrilleros que entregaron sus armas en 1991 estaban los hermanos Juan de Dios, alias Giovanny, y Dairo Antonio Úsuga, alias Otoniel, comandantes de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o Clan del Golfo, como lo llama la institucionalidad. Los dirigentes del EPL, ya dedicados a la política, sufrieron varios atentados: el 14 de abril de 1996 un libro bomba mató a Pedro Agudelo, de quince años, hijo de Mario Agudelo, dirigente de Esperanza, Paz y Libertad y a quien iba dirigido el atentado, y el jueves 27 de febrero de 1997, en el Hotel El Pescador, un camión cargado con cien kilos de dinamita y escombros causó la muerte de veinte personas, destruyó el comando de la policía y arrasó con dos cuadras a la redonda. Según Mario Agudelo, fueron 736 atentados con cerca de quinientos asesinatos de desmovilizados. Entonces el grupo político despareció. El grueso de los 2.556 desmovilizados implementaron proyectos individuales, familiares y colectivos: tiendas de barrio, restaurantes, como también granjas agrícolas en Tierralta, Córdoba, y Necoclí y San Pedro de Urabá, Antioquia. Sin embargo, explica Agudelo, los esperanzados fueron perseguidos, les robaron las reses, les quemaron los predios y los asesinaron: “Hoy esas tierras se encuentran en manos diferentes de las de sus propietarios originales. Dentro del programa de reinserción de los desmovilizados del EPL también se creó, con un capital de 260 millones de pesos, la Cooperativa Transportes Rurales de Urabá, pero en 1994 fueron incinerados cinco camperos por la disidencia del EPL”. Ante esta arremetida, los Esperanzados crearon un grupo paramilitar conocido como los Comandos Populares, quienes se enfrentaron a las Milicias Populares del

Quinto Frente de las Farc por el control de las zonas urbanas, las fincas bananeras y las organizaciones sindicales. La población quedó, pues, en medio del fuego entre las Farc, los Comandos Populares, los paramilitares y el Estado. Un eterno andar entre el timbo y el tambo Una mañana de 1981, mientras Elidas Chalá llamaba a las gallinas sacudiendo una totuma con maíz, el viejo Benjamín Mosquera, su esposo, llegó agitado y le dijo: “Varios hombres armados están acampando cerca de la troja. ¿Dónde está Celia? Si ellos la ven, se la llevan”. A través de la delgada pared del rancho de madera, la jovencita escuchó el cuchicheo de sus padres. La madrugada siguiente, la familia salió rumbo a Turbo, porque, creía el padre, la bonanza bananera de Urabá le aseguraba trabajo como peón en una de las fincas. El viejo Benjamín solo consiguió trabajo descargando carbón de leña en el muelle de El Waffe en Turbo. Como Cecilia, de dieciocho años, no quería ser una carga para su familia, “cogió marido”. En el restaurante donde trabajaba conoció a un joven de veinticinco años, de nombre Darío Torres Marimón. “Eran épocas duras, pero uno creía que para vivir tranquilos había que andar derecho sin ladearse para ninguno de los bandos —recuerda Cecilia—. En los campamentos de los trabajadores de las fincas bananeras era normal ver gente armada. Llegaban al finalizar la tarde y en la madrugada ya no estaban”. Los niños, cuenta la mujer, eran los primeros en percatarse de aquella presencia y por eso salían gritando: “¡Llegó el ejército!”. No distinguían si eran paras, guerrilla o fuerza pública. Celia saca de su bolso un manojo de llaves, con una abre un pesado candado y lo asegura de nuevo en uno de los barrotes de la reja; al darle tres vueltas a la llave, la chapa de la puerta produce unos sonidos graves. Mientras la abre, dice: “Después de tanto luchar, al fin tenemos rancho. Está lleno de deudas por los impuestos, pero es propio. Lo compramos con el dinero que le dieron a mi hija por la muerte de su padre. Mire el rancho que levantamos en La Chinita, lo desbaraté y me lo llevé para Turbo, después volví y lo traje tabla por tabla, clavo por clavo, eso era parriba y pabajo con el rancho a cuestas, pero no nos adelantemos en la historia”. Celia y Darío hicieron parte de los cerca de ocho-


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El 8 de febrero de 1992, ochocientos hombres y mujeres rompieron alambrados y tomaron posesión de 115 hectáreas de la finca La Chinita. Una semana después, veintitrés mil personas habían construido sus ranchos. Hoy, el barrio El Obrero de Apartadó tiene 37.000 habitantes. Fotografía: Daniela Valbuena

Miembros del estado mayor de las Farc se reunieron el 30 de noviembre de 2016 con sobrevivientes de la masacre de La Chinita y les pidieron perdón. La comunidad del barrio Obrero espera de “Iván Márquez”, “Pastor Alape” e “Isaías Trujillo” la respuesta a diez preguntas sobre los sucedido la madrugada del 23 de enero de 1994. “Sin verdad no hay reconciliación”, expresan. Desde el encuentro, la calle donde ocurrió la massacre se llama De la Esperanza. Fotografía: Juan Arturo Gómez Tobón

cientos campesinos sin techo que, el 8 de febrero de 1992, invadieron la finca La Chinita del empresario bananero Guillermo Gaviria, posterior propietario y director del diario El Mundo. “Tener casa propia no es riqueza, pero no tenerla sí es pobreza”, dice antes de empezar a recordar los hechos: “La invasión de La Chinita fue liderada por los esperanzados y apoyada por los dueños de las bananeras. El Negro Cabadía coordinó todo en la finca La Ilusión, y después se despareció o lo desparecieron; nada se volvió a saber de él desde aquella madrugada que lo bajaron del bus de la finca unos hombres armados y lo metieron al monte. Nunca más se habló de eso, el temor era grande”. Celia se restriega con fuerza sus manos, mira con una mezcla de ternura, rabia y dolor un cuadro colgado en el muro con una foto de Darío retocada a mano por un fotógrafo de pueblo para darle color. Hay silencio, Celia continua: “Esa tarde del 8 de febrero de 1992, nos montamos en el bus de los trabajadores que vivían en Apartadó. Darío estaba muy alegre durante el viaje. Cuando llegamos a La Chinita, todo estaba muy organizado, era mucha la gente. Nos asignaron un lote, con cartón hicimos las paredes y con plástico el techo. Arrumamos cisco de arroz y lo cubrimos con plástico, esa era nuestra cama en las noches. Duramos dos meses durmiendo a la intemperie. Una mañana, don Raúl, el administrador de la finca, dio autorización de desarmar los campamentos para que hiciéramos los ranchos con tejas y tablas. Eso fue una algarabía, hasta los niños cargaban cosas en los buses para llevar a La Chinita. Parecíamos hormigas arrieras, poco a poco el barrio fue tomando cuerpo, cada cuadra tenía su comité, se hacían convites para organizar las calles, cavar pozos para sacar el agua. Fue una época muy linda, hasta que empezaron a llegar los rumores de una masacre”. “Van a necesitar dos mil ataúdes”. Eso rezaba el panfleto que se coló por entre las hendijas de las puertas una noche de diciembre de 1993 en el barrio Obrero de Apartadó. De nada sirvieron las denuncias, porque la respuesta de las autoridades era: “Es problema entre guerrilleros, nosotros en eso no nos metemos”. La muerte llegó en la madrugada vestida de camuflado y con fusil en mano a la improvisada caseta. El fuerte pisar de las botas acalló y la metralla terminó aquella verbena la madrugada del 23 de enero de 1994.

El 27 de febrero de 1997, el Quinto Frente de las Farc hizo explotar una volqueta. El atentado iba dirigido a los miembros de Esperanza, Paz y Libertad. Murieron veinte civiles. Fotografía: Archivo Juan Arturo Gómez Tobón

El 27 de febrero de 1997, una volqueta cargada con cien kilos de dinamita y escombros mató veinte civiles y destruyó varias cuadras a la redonda del centro de Apartadó. Hoy, los sobrevivientes esperan ser reconocidos como víctimas del conflicto armado en Colombia. Fotografía: Juan Arturo Gómez Tobón

“No fue una, fueron dos masacres a las que sobreviví” Celia toma la foto colgada en la pared y restriega el vidrio que protege la imagen de su esposo con la manga de su camisa. “Esa noche del 22 de febrero, Darío y yo estábamos felices, le habíamos tirado piso de cemento al rancho, teníamos hasta un negocito de venta de cervezas los fines de semana y nos iba bien. Él me convenció de ir a la fiesta, yo no quería ir. La estábamos pasando hasta bueno, cuando de repente se empezaron a oír gritos y ráfagas de fusil. Yo le dije que nos fuéramos, pero Darío me respondió: no, nosotros no le debemos a nadie. Al instante llegaron a nuestra mesa dos hombres y una mujer armados, me ordenaron separarme de él, yo no lo hice, ellos sin más ni más nos dispararon a quema ropa. Darío cayó herido al suelo y a mí una bala se me alojó en el brazo. Al negro lo remataron en el piso, no sin antes ordenarle que se parara, pero él no podía. Antes de morir, me dijo: mija, corra, salve su vida”. Treinta y dos hombres, dos menores de edad y una mujer fueron las víctimas aquella noche de fiesta del 23 de enero de 1994. Del juicio final, gritos, fuego ardiendo, cadáveres esparcidos por el piso, Celia alcanzó a huir. En el camino, rumbo al hospital de Apartadó, vio a decenas de heridos que eran llevados en hamacas guindadas de un palo. Ya de madrugada decidió salir a la carretera y tomar un bus que la llevara a Turbo, donde vivía su hermana. Celia buscó refugio en uno de los últimos asientos, pero una pasajera se percató de su herida en el brazo. Justo en ese momento se subieron al bus siete hombres y una mujer, aparentemente la comandante del grupo, con costales al hombro y botas pantaneras. Celia puso sus manos en actitud de oración y con una mirada pidió silencio a la pasajera. Los siete hombres se sentaron lo más cerca posible de la entrada del bus. Celia reconoció en ellos a los verdugos de Darío y vio las siluetas de los fusiles en los costales colgados a la espalda con pita amarilla. Entonces se acurrucó en el piso de la última banca hasta que los sujetos se bajaron en la curva de Coldesa para internarse en el monte. Terminada la novena por el alma de Darío, Celia arrancó cada clavo y desarmó su rancho tabla por tabla, listón por listón, y en el solar de su hermana levantó de nuevo un techo para sus hijos.

Osaka no puede ser una más de las masacres de Urabá Dos años después, el 14 de febrero de 1996, quince hombres del Quinto Frente de las Farc detuvieron un bus con 45 trabajadores bananeros que se dirigían a sus labores en la finca Osaka de Carepa. Asesinaron a once. Los obreros asesinados esa mañana eran miembros de Sintrainagro, residían en el barrio Obrero de Apartadó y algunos habían sobrevivido a la masacre de La Chinita. Celia, como otras viudas de La Chinita, había cubierto la vacante dejada por su esposo en la finca bananera. Ella, que pensaba que al “infierno nunca se regresa”, fue testigo aquel día de lo contrario: “Antes de matarlos, nos humillaron, nos decían groserías y nos acusaban de paramilitares. Dos compañeros salieron a correr, y los guerrilleros dispararon sin misericordia contra todos. Yo corrí en medio de las balas que nos cruzaban por encima de la cabeza y me tiré al monte por un barranco. Solo pude salir como a las siete de la noche. Aunque oía las voces que gritaban mi nombre, no me atrevía a salir del matorral donde estaba escondida. Solo cuando vi que eran compañeros de trabajo acompañados de soldados tuve valor”. El 15 de febrero de 1996, en declaraciones al periódico El Tiempo, el comandante de la XVII Brigada del Ejército, general Rito Alejo del Río, indicó: “El segundo comandante, alias Papujo, fue el autor de la masacre de los once trabajadores, varios de ellos pertenecientes al movimiento de Esperanza, Paz y Libertad. De acuerdo con informes de inteligencia militar, los esperanzados fueron masacrados, sindicados de ser informantes del Ejército”. Celia sonríe y su rostro denota paz. “Yo ya perdoné, solo pido que el dolor no se olvide y que tanta barbarie no se repita nunca más. Mi perdón no son solo palabras, mi perdón nace de mi corazón. Cuando los demonios del pasado buscan volver, yo los ahuyento, cantando: “Ya libre soy de la maldad, ya libre soy del dolor… y por eso canto con libertad”. ______ Nota: Este texto es un despiece del trabajo de grado Entre voces de víctimas y victimarios. Asesoró: César Alzate Vargas.

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28 Análisis

Las AGC,

los paramilitares y su guerra sin identidad El Gobierno la bautizó con el nombre de “Clan del Golfo”, los académicos discuten si se trata o no de paramilitares y las comunidades soportan su presión armada. ¿Qué hay detrás de la organización que quiere ocupar los territorios dejados por las Farc? Mateo Narváez Aranguren Estudiante de Periodismo mateo.narvaez@udea.edu.co Fotografías: Juan Pablo Monsalve

E

l llamado “Clan del Golfo” ha sonado mucho durante los últimos meses. El “plan pistola”, puesto en marcha en Urabá y extendido a otras regiones, cobró en unas cuantas semanas la vida de casi un veintenar de policías y prendió las alarmas del país frente a los alcances de esta organización criminal. Gobierno y medios masivos han estado al tanto de la situación. Algunas organizaciones sociales se han pronunciado sobre la amenaza que representa ese grupo y en las redes sociales ya se expresa la preocupación por sus alcances. A pesar del boom que el asunto ha encendido, el colombiano de a pie poco conoce de la naturaleza y la procedencia de este grupo. ¿Quién lo integra? ¿Qué busca? Y, tal vez, lo más importante: ¿por qué tiene tanto poder? Las preguntas son pertinentes. Lo primero que cabe decir es que esta organización no es una recién aparecida. Nació con el nombre de Héroes de Castaño y luego pasó por otras denominaciones como “Los Urabeños” y “Clan Úsuga”. Desde hace algún tiempo fue rebautizado por el Gobierno y la Fuerza Pública como “Clan del Golfo”, aunque ellos mismos se dan el nombre de Autodefensas Gaitanistas de Colombia. La organización apareció como un vestigio de la desmovilización paramilitar realizada entre 2003 y 2006. Daniel Rendón Herrera, alias “Don Mario”, narcotraficante y paramilitar, quien fuera el encargado de las finanzas del bloque Centauros de las AUC y luego se desmovilizara en Urabá con el Bloque Élmer Cárdenas —comandado por su hermano Fredy, alias “El Alemán”—, organizó, por orden del desaparecido Vicente Castaño, un ejército conformado, en su mayoría, por exintegrantes de las AUC. El grupo, según la versión que ha entregado el propio “Don Mario”, capturado en 2009, tenía instrucciones muy claras: permanecer atento a posibles incumplimientos del Gobierno en el proceso de desmovilización y ocupar los territorios antes controlados por los diferentes bloques de las AUC en Córdoba y Urabá. En realidad, detrás de esa supuesta finalidad estaba un negocio millonario. Una vez dominadas esas regiones, la organización tendría que expandirsepaulatinamente a otras zonas del país. Desde aquellos lugares, dedicaron sus esfuerzos a actividades ilícitas que les dejaban cuantiosos réditos económicos: tráfico de drogas, extorsiones, minería ilegal, entre otras. Tras la desaparición de Vicente Castaño en 2007, “Don Mario” se adjudicó la comandancia absoluta de lo que él llamó los paramilitares no desmovilizados. Conforme pasó el tiempo, el grupo se fue presentando a sí mismo de una forma distinta. En 2008, cuando ya eran conocidos en la región como “Los Urabeños”, con motivo de un paro por los supuestos incumplimientos del Gobierno

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tras el proceso de reinserción de las AUC, el grupo hizo la presentación de su nombre oficial. En los panfletos en los que ordenaban a la ciudadanía parar sus actividades cotidianas y laborales, firmaron con el nombre de Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). Un año más tarde, en 2009, “Don Mario” fue capturado. En su lugar, Juan de Dios Úsuga, alias “Giovanni”, asumió el mando, pero tiempo después fue dado de baja. El actual mandamás del grupo es Dairo Antonio Úsuga, alias “Otoniel”, hermano de Juan de Dios. A pesar de esta cruenta historia, los “gaitanistas” insisten en su idea de presentarse como un “proyecto político”, dicen ellos, en pro de las clases más desprotegidas. Toda esa parafernalia aparece en su página web: cuentan con estatutos, una sección dedicada a Jorge Eliecer Gaitán, editoriales, un himno y hasta un espacio dedicado a la crítica literaria. Eso, sin contar el llamativo canal de YouTube en el que publican contenidos de sus hombres arengando y formándose, como en aquellos videos en los que Carlos Castaño aparecía alentando a su ejército de paramilitares. Con las Farc en pleno proceso de desmovilización, las AGC han acaparado el plano mediático, convirtiéndose en el actor violento por excelencia en la agenda informativa. Su músculo criminal se ha consolidado como uno de los más temibles y la figura de “Otoniel” ha sido merecedora de un despliegue militar que mes a mes le cuesta miles de millones de pesos al Estado. Aunque no ha sido revelada una cifra oficial, algunos cálculos indican que desde su lanzamiento, en febrero de 2015, Agamenón, la operación con la cual la Fuerza Pública persigue a los cabecillas de esa banda, ha costado más de sesenta mil millones de pesos. Por esta razón, los “gaitanistas” han querido aprovechar su fortín mediático para mostrarse como un grupo con estructura política e ideológica comprometido con el rumbo del país. En ese escenario, la discusión acerca de cómo nombrarlos se ha agudizado, principalmente, en las esferas académicas. Con motivo de las negociaciones de La Habana entre Gobierno y Farc, la preocupación sobre el posible resurgir de las estructuras del paramilitarismo y su inminente injerencia en los meses y años próximos al desarme de la guerrilla, ha cobrado una vital importancia en aquellos que consideran —incluyendo a los líderes guerrilleros— que Colombia está viviendo una nueva expansión del paramilitarismo. Mientras tanto, para muchos de los habitantes

de regiones como Urabá, esa discusión pocos efectos tiene sobre sus vidas, pues, mientras avanza, las AGC siguen imponiendo sus reglas y controlando el territorio bajo la lógica de cualquier otro cartel. Según las autoridades, esa organización actualmente envía al exterior cerca del setenta por ciento de la cocaína producida en el país. Una identidad difusa En Colombia, el paramilitarismo históricamente ha tenido una identidad trastocada. A diferencia de otros ejemplos latinoamericanos, en el país este fenómeno nació sin horizonte claro. Es decir, no se gestó únicamente como una estrategia militar con el objetivo supremo de suplir las limitantes logísticas y operativas de la Fuerza Pública, sino que desde un inicio fue influenciado por intereses adicionados que matizaron su hoja de ruta. El narcotráfico, en muchos sentidos padre del paramilitarismo colombiano, determinó su naturaleza y condicionó su perspectiva frente al rol que, según el discurso que trataron de exponer sus primeros impulsadores, debían cumplir esas organizaciones en la lucha contra las guerrillas de izquierda. Si bien la creación del proyecto paramilitar en los ochenta fue posible por la convergencia entre intereses de gamonales, políticos, militares, industriales y sectores estatales, estos ejércitos hicieron su propio juego. Así, una vez expulsada alguna facción de la guerrilla de un territorio, empezaron a acumular para sí o para sus financiadores, la tierra despojada a los pobladores originales. Los supuestos ejércitos contrainsurgentes se convirtieron en grandes acumuladores de tierra. De la relación de origen entre el paramilitarismo y el narcotráfico, las pruebas saltan a la vista. El grupo Muerte a Secuestradores (MAS), creado a finales de 1981 y considerado uno de los primeros ejércitos paramilitares constituidos en el país, dedicó sus esfuerzos a combatir a las guerrillas de izquierda, principalmente al M-19, pero nació en el seno del Cartel de Medellín. Los hermanos Castaño, estandartes del paramilitarismo y protagonistas de una historia oficial de “resistencia y venganza”, tampoco han salido avante frente a la supuesta pureza de su causa. María Teresa Ronderos, en su libro Guerras recicladas, explica que Fidel Castaño, contrario a lo que dicen sus relatos, ya tenía vínculos con el narcotráfico y con otras actividades ilegales cuando


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San José de Apartadó, una paz en contravía Juan Arturo Gómez Tobón Estudiante de Comunicación Social Periodismo juan.gomez2@udea.edu.co

y otros grupos armados, la imposición de normas de convivencia irregulares y la extensión del control mafioso en muchos departamentos del país.

decidió crear un grupo de autodefensa a raíz del secuestro y asesinato de su padre. De acuerdo con la versión de Ronderos, el mayor de los Castaño ya había sido encargado por Pablo Escobar para transportar y organizar las cargas de coca de Bolivia hacia Colombia. Históricamente, la identidad del proyecto paramilitar ha sido difusa en el país. De hecho, se han dado enfrentamientos internos entre sectores considerados “puros” y otros más interesados en el narcotráfico. El ejemplo más diciente y conocido fue la disputa entre el Bloque Metro, comandado por Carlos Mauricio García, alias “Doble Cero”, y el Bloque Cacique Nutibara, liderado por Diego Fernando Murillo, alias “Don Berna”. Una disputa emblemática por la carga ideológica que representaba “Doble Cero”, quien reivindicaba la causa antisubversiva y se mostraba como enemigo acérrimo de la incursión del narcotráfico, representado en la figura de “Don Berna”. Por esa razón, extender a las AGC nuevamente la discusión frente a la naturaleza de los ejércitos paramilitares puede desviar la atención de lo que realmente importa: detener la persecución y el asesinato de líderes sociales por parte de este

Primero lo primero Con el traslado de los guerrilleros de las Farc a las Zonas Veredales, muchas de las tierras que ellos habían controlado y en las que, bien o mal, habían convivido con los pobladores, se han convertido en atractivo de diferentes grupos criminales. Era previsible. En el Guaviare, por ejemplo, organizaciones sociales han denunciado la aparición de panfletos a nombre de las AGC en los que el grupo informa que su llegada a la región tiene como propósito hacer una “limpieza social” en esos territorios antes controlados por los “narcotraficantes de las Farc”. A eso se suma que, durante los últimos meses, han aumentado las denuncias por amenazas y homicidios contra líderes de organizaciones sociales y políticas en diferentes regiones. Las cifran discrepan y, si bien es cierto que determinar la naturaleza de estas muertes no es tarea fácil, sí hay una cosa clara: la irrupción de las AGC en lugares que antes eran controlados por las Farc, se está haciendo a sangre y fuego. El botín de la coca, la minería y otras rentas ilegales es jugoso y quienes resulten incómodos para esos fines se convierten en blanco de la persecución. Más allá, pues, de si estos grupos son o no paramilitares, si actúan como paramilitares o se creen paramilitares, debe estar el bienestar de estas poblaciones que son estigmatizadas, amenazadas y asesinadas. De nada sirve que lleguemos a un consenso sobre la naturaleza de las AGC y los demás grupos criminales que hoy por hoy se disputan el control territorial, si las comunidades de estas regiones continúan viviendo bajo el fuego cruzado mientras miran las bendiciones del proceso de paz por televisión.

Tal vez uno de los territorios que más han sufrido la violencia en Colombia es San José de Apartadó. Por décadas, los actores de la guerra han tenido en la mira de sus fusiles a sus pobladores. A pesar de tal realidad, esta comunidad lleva veinte años hablándole al país de paz y dando ejemplo de cómo esta se debe construir en el campo. El 23 de marzo de 1997, cuatro familias regresaron a un pueblo fantasma decididas a enfrentar a los violentos solo con la palabra y fundaron la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. El 24 de noviembre de 2106, cuando Gobierno y Farc firmaron el acuerdo final de paz, San José de Apartadó vislumbró que su sueño por fin se iba a cumplir, pero los hechos les han demostrado lo contrario a sus habitantes. El informe sobre San José de Apartadó del Defensor del Pueblo con fecha de 28 de julio de 2017 deja en evidencia la incapacidad del Estado para hacer presencia institucional en el territorio nacional y consolidar así “Una paz estable y duradera”. En esa fecha, el defensor Carlos Alfonso Negret Mosquera visitó el corregimiento. Allí corroboró la presencia de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y cómo este grupo mantiene atemorizados a los campesinos: “Son por lo menos seis mil habitantes los que corren riesgo por la presencia de hombres del grupo armado ilegal en esa región debido a la restricción de la movilidad, ubicación de retenes y puestos de control, así como el hallazgo de minas antipersonales”. En el informe, el Defensor expresa su preocupación por el incremento de crímenes sexuales en las zonas de mayor presencia del grupo armado y vulnerabilidad de organizaciones como la Asociación de Campesinos de San José de Apartadó, Comunidad de Paz, acompañantes de derechos humanos, miembros de la Unión Patriótica y del Movimiento Marcha Patriótica. Al término de la reunión con líderes de la comunidad, el señor Negret expresó: “Encontré una comunidad con miedo, preocupada por la problemática de los derechos humanos”. Un campesino, en declaraciones a De la Urbe, expresó: “Los paramilitares han señalado que vinieron para quedarse, que reestructuraran las juntas de acción comunal acorde a sus intereses y no permitirán la sustitución de cultivos. Además ya han empezado a vacunar: quien venda una vaca les debe dar veinte mil pesos, el que tenga una finca mediana debe pagar cincuenta mil pesos mensuales y a los cocaleros les cobran un impuesto de quinientos mil pesos por kilo de pasta”.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


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Mario Montaño, “El Pibe de Oro” del ciclismo

El 13 de mayo de 1953, Mario Montaño hizo parte del primer grupo de ciclistas colombianos que representó al país en Francia.

Mario Montaño a la edad de dieciséis años. Fotografía: biblioteca personal de Mario Montaño

Gustavo Posada Estudiante de Comunicaciones tavo-letra@hotmail.com

A

sus 81 años, don Mario Montaño camina lento por su casa mostrándome todo lo que ganó “yendo a la lata”. Así dice él, recordando sus épocas montado en una bicicleta. Por carreteras destapadas y al lado de los pedalistas que empezaron la historia del ciclismo en Colombia, el “Pibe de Oro”, como le decían a Mario, dejó la huella de sus ruedas. Efraín “El Zipa” Forero, precursor de la primera versión de la Vuelta a Colombia y ganador de la misma en 1951, le demostró al país que pese a sus malas carreteras y su dura geografía, era posible hacer del ciclismo un deporte nacional. Tan solo en dos años el auge era tal, que los directivos de la Federación Colombiana de Ciclismo se dieron el lujo de invitar a José Bayaert, estrella del ciclismo europeo, para que conociera el talento innato de jóvenes colombianos a los que, acostumbrados a subir lomas con canecas de leche, bultos de papas y domicilios, se les hizo fácil pedalear sin carga. Figuras como Ramón Hoyos y el mismo Efraín “El Zipa” Forero empezaron a sobresalir y parecían estar al nivel de los mejores escaladores del mundo. Los colombianos, mordiendo panela loma arriba y dejaron al francés sorprendido, al punto de atreverse, motivado por un grupo de empresarios, a proponerle un equipo de ciclistas locales al Tour de Francia. Las directivas del Tour no voltearon a mirar a Bayaert a pesar de su recorrido. Pero la Routé de France —a partir de 1961 Tour de L´Avenir— les abrió las puertas a los ciclistas criollos que no tenían ni la edad ni el bagaje para participar en una competencia como el Tour. Los elegidos para representar al país fueron el cundinamarqués Efraín Forero, primer campeón de la Vuelta a Colombia; el antioqueño Ramón Hoyos, campeón de la segunda versión de la misma; Fabio León Calle y Héctor Mesa, compañeros de Ramón en la poderosa “licuadora

paisa” —apodo que recibía el equipo de Antioquia por su fuerza—; Óscar Oyola, un ciclista proveniente de Cali; y, por último, un novato de diecisiete años que nunca había corrido la Vuelta a Colombia, Mario Montaño. Montaño nació para la montaña Mario Montaño nació el 23 de enero de 1935 en Bogotá. Desde niño tuvo gusto por las bicicletas. Iba todos los días de su casa al colegio, el Gimnasio Campestre, pedaleando. Pasó poco tiempo para que corriera en los Juegos Intercolegiados con muy buenos resultados, a pesar de que su familia no lo apoyaba. Sin embargo, Montaño cuenta cómo su talento convenció a su padre para que le comprara, con 240 pesos, una bicicleta marca Bayard de ruta: “Los ciclistas eran el panadero que repartía el pan y el de la droguería que hacía los domicilios; el ciclismo no era caché y no tenía estatus. A mi familia no le gustaba. Yo hacía ir a las pruebas al rector de mi colegio para convencer a mi papá que me dejara ser ciclista y entonces mi papá me compró una bicicleta”. Con tan solo dieciséis años hizo de a poco un nombre en el ciclismo aficionado y obtuvo el patrocinio de la empresa textil Sedalana. La prensa lo ponía a la altura de Ramón y “El Zipa”, a tal punto que fue bautizado por el mejor narrador de la época, Carlos Arturo Rueda C., como “El Pibe de Oro” por su cabellera color sol y su talento sobre las bielas. Rumbo a Francia para nunca volver El grupo de colombianos llegó a Francia el 3 de mayo de 1953. Tuvieron diez días para familiarizarse con sus nuevas bicicletas marca Arlegy, conocer el territorio y el Pavé, caminos de piedra que no existían en Colombia y que eran muy difíciles de correr. La falta de recursos, de preparación y el odio entre los ciclistas a causa del regionalismo, apresuraron el pinchazo del grupo colombiano en Francia Ni la fuerza de Ramón Hoyos ni su equipo aguantaron el tirón. El “Zipa” salió en la segunda etapa, Oyola también se retiró y, por último, Montaño, el más joven, cuenta que se bajó de su bicicleta en la cuarta etapa por fuera del

Mario Montaño pintando un cuadro en su casa en Santa Elena. Fotografía: Gustavo Posada

Mario Montaño corriendo para la empresa textil Sedalana. Fotografía: Biblioteca personal de Mario Montaño

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tiempo y completamente decepcionado: “Ese era el relajo más espantoso. Algunos ni iban preparados. Ramón estaba prestando servicio militar y lo sacaron para llevarlo a Francia y corríamos sin carro porque Bayaert no tenía. Los políticos se fueron para Inglaterra a ver la coronación de la reina Isabel. Nos dejaron tirados en Francia. Querían seguir a España, pero no tenían plata, entonces pidieron más porque la habían gastado toda paseando en Inglaterra”.

Los empresarios los dejaron tirados; Oyola, Calle y Mesa durmieron sin recursos en el bar del padre de Bayaert, mientras que Montaño, “El Zipa” y Hoyos se gastaron sus ahorros sobreviviendo en Europa. Desesperado, Montaño fue al consulado en París a denunciar el abandono del que habían sido víctimas los hasta ese momento más representativos pedalistas del país. Ante esta denuncia, los recursos fueron desembolsados y el grupo de ciclistas regresó a Colombia. Pero Mario cuenta que él y Efraín se quedaron en Europa buscando suerte: “Forero y yo teníamos unos centavos y nos quedamos en Francia. Estuvimos en una casa ciclística, pero los demás estuvieron en un cafetín que tenía el papá de Bayaert. Cuando se desocupaba el cafetín, ponían colchones y dormían ahí. El papá de José Bayaert les daba comida. Cuando llegó la plata a Francia se fueron para Colombia”. Durante su estadía en Europa, Mario corrió con gran desempeño el Campeonato Mundial de Ruta de ciclismo en Lugano, Suiza, en 1953. La competencia se llevó a cabo el 30 y el 31 de agosto y pese a su buena participación, volvió a Colombia. Pero no encontró el mismo panorama que había dejado. La fulgurante figura del “Pibe de Oro” había sido apagada por los mismos empresarios y políticos que lo habían enviado a Francia, cerrándole toda posibilidad de participar en el ciclismo local. Ningún equipo, ningún patrocinador, ninguna liga, le abrió las puertas y él se retiró del ciclismo de competencia completamente decepcionado. Nunca corrió una Vuelta a Colombia en bicicleta. Al menos no con el nombre de la competencia porque, como buen enamorado, siguió recorriendo el país sobre su sillín con amigos y posteriormente con sus hijos. Creó su propio equipo de ciclismo de eterno amateur y fue, después de muchos años, entrenador de la Liga de Ciclismo de Cundinamarca cobrando la alarmante suma de cero pesos por su labor como adiestrador de los nuevos “Pibes de Oro”. Pintando montañas Mario Montaño pintando un cuadro en su casa en Santa Elena. Fotografía: Gustavo Posada. Mario ya no va “a la lata”. Esos fueron tiempos de muchacho. “Ir a la lata era ir rápido por las medallas de lata, de ahí viene el dicho”, me cuenta mientras recorre su casa en Santa Elena, al oriente de Medellín; riega las matas, habla con su esposa, visita las vacas y me muestra con orgullo los más de cien árboles que ha sembrado en su finca. Al parecer, Mario nació para la montaña. De la pared descuelga con especial sonrisa el premio más grande que según él pudo ganar. No se trata de una medalla o un trofeo, es un reconocimiento que los habitantes del corregimiento le dieron como personaje digno de ejemplo. Tiene un espacio en su casa dedicado solo a la pintura, pasatiempo que lleva a cabo hace seis años; paisajes, frutas, mujeres, castillos; todo tipo de formas están representados en los cuadros de Montaño, que cuelgan en las paredes de su casa. Después de veintitrés años, Mario Montaño debe irse de Santa Elena. El clima frío y húmedo le ha jugado malas pasadas. “El Pibe de Oro” debe irse de su amada vereda a buscar climas más cálidos al lado de su esposa. Ya no le duele lo que sucedió en esa época y dice que el ciclismo colombiano tiene mucho futuro y que Fernando Gaviria será un gran ciclista.Nos despedimos en la puerta de su casa. Me dice que vuelva cuando quiera. Antes de irme le hago la última pregunta: —Don Mario, ¿nunca ha pintado bicicletas? Mirándome con una incógnita muy profunda en el rostro, me responde: — ¡Ve! Nunca se me había ocurrido.


La Placita E

ntre Colombia y Giraldo, a tres cuadras de la estación Bicentenario del tranvía, una gran construcción es reconocida como patrimonio histórico y cultural de la ciudad: la Placita de Flórez. A diferencia de lo que mucha gente piensa, su nombre no es la descripción de una de sus vocaciones, sino una simple casualidad. Rafael Flórez fue quien donó el terreno que hoy está adornado por la comercialización de las homófonas de su apellido. La Placita no siempre fue placita. Este mismo espacio estuvo regido por el orden de un convento y de la disciplina de una estación de policía hasta que llegaron los comerciantes con el olor y el color de las flores, de la madera, de las artesanías que se exhiben esperando que alguien las lleve de recuerdo o de regalo, de la variedad de frutas y verduras, de los restaurantes que mantienen la gastronomía

tradicional y hasta de la peluquería o el consultorio odontológico que atienden entre los olores aromáticos de las plantas medicinales y de la carne que luce en las vitrinas de vidrio empañadas por el frío. La Placita de Flórez, ubicada en la comuna 10, en pleno centro de Medellín, tiene ya 127 años de existencia, 127 años que no se notan, 127 años atestiguando los cambios, las idas y venidas de los campesinos de Santa Elena y del Oriente antioqueño, 127 años llenando de color y tradición a una ciudad que por ratos olvida su esencia campesina. Con el fin de reflejar la cotidianidad de este emblemático lugar de la ciudad, el grupo de Reporterismo Gráfico, materia a cargo de la fotógrafa Natalia Botero, se mimetizó en este espacio y logró capturar algunos momentos.

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Fotografía: Alejandra Zapata

La Placita tiene 27.000 metros cuadrados de extensión. Fotografía: Diego Quiceno

Fue inaugurada en enero de 1891. Fotografía: Alejandra Zapata

Su primer nombre fue Plaza de Mercado de Oriente. Fotografía: Andrea Orozco

Fue la primera plaza cubierta construida en Colombia. Fotografía: Paula Hernández

Fotografía: Diego Quiceno

Fotografía: Juan Camilo Álvarez

Fotografía: Andrea Orozco

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


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Ubicada en el barrio Boston, el más habitado de la comuna 10, la Placita de Flórez es visitada todos los días por numerosas personas que ven en ella el lugar para hacer el mercado, comprarse unas flores o, simplemente, darse un paseo.

Fotografía: Andrea Orozco

No. 85 Medellín, agosto de 2017


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