# MedellinDream Laboratorio De la Urbe
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Capítulo Antioquia
ISSN 16572556 Número 93 Noviembre de 2018
Fotografía de portada: Santiago Rodríguez Álvarez
No. 93 Medellín, noviembre de 2018
Editorial
¿Narcomedellín? T
res hombres de traje se alternaron un martillo gigante y unas gafas para protegerse de las astillas. Era 4 de abril y en un acto con decenas de periodistas atentos, cada uno golpeó como pudo la superficie de una jardinera a un costado del edificio Mónaco. Enrique Gil y Luis Carlos Villegas, ministros de Justicia y Defensa del Gobierno anterior, y el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, oficializaron así la entrega a la administración municipal, por parte de la Policía nacional, del inmueble que mejor representa el poder que consolidó Pablo Escobar. En el lugar que ocupa el edificio, explicó Gutiérrez, la Alcaldía de Medellín construirá un parque en honor a las víctimas del narcotráfico. Dijo que la demolición, prevista para febrero de 2019, es “una deuda histórica con las víctimas y los vecinos, quienes por años han soportado la llegada de turistas en busca de leyendas falsas”. El Mónaco, donde Escobar vivió con su familia, se erigió como símbolo y se convirtió en una parada obligada de los recorridos turísticos por los lugares emblemáticos de los capos en el Valle de Aburrá. Hoy, lo que queda del edificio entre sus paredes roídas y su estructura inestable no expresa la decadencia del negocio del narcotráfico —que sigue vigente pese a los cambios en los protagonistas y en las formas— ni tampoco del mito creado alrededor del capo, pero sí expone por lo menos la ruina material del actor más visible de esa historia. Era abril de 1983 y Escobar celebraba un artículo en la revista Semana que lo presentaba como el “Robin Hood paisa”, organizaba foros contra la extradición de colombianos, aprovechaba su incipiente figuración en la política, exponía su fortuna sin prevenciones y bajaba el tono de los pocos señalamientos que lo relacionaban con el narcotráfico. Para ese momento, el tráfico de cocaína y las grandes sumas de dinero que generaba ese negocio era un tema del que apenas se hacía preguntas. Los mágicos, como eran llamados los narcotraficantes, eran reconocidos, pero poco se les cuestionaba. Algunos, incluso, gozaban de admiración. El panorama cambió pocos meses después. El ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla acusó con nombre propio a Escobar, para entonces representante a la Cámara suplente, por la entrada de “dineros calientes” en la política. Lo mismo hizo El Espectador al revelar que en 1976 había sido capturado junto a otros cinco hombres cuando escondía treinta y nueve libras de cocaína en una casa de Itagüí. Los señalamientos en contra de los narcos venidos a la política, el asesinato de Lara a manos de sicarios de Escobar en abril de 1984 y lo que pasó después con la guerra que el cartel de Medellín le declaró al Estado es un resumen ligero de un relato que determinó el destino de Colombia en muchos aspectos de su vida política; una historia muchas veces contada. Al tiempo persisten efectos tanto o más visibles que, quizá, por hacer parte de la vida diaria pasan desapercibidos: mientras los grandes temas de la vida pública se removían por los efectos del narcotráfico, ese mismo relato influenciaba formas de ser, de vivir la ciudad y también de resistir. “El narcotráfico no es exclusivamente una experiencia del pasado”, sostiene Didier Correa Ortiz, sociólogo y magister en Estética que ha dedicado sus estudios a la “narcocultura”. “Lo narco ha transmutado y ha cambiado la manera de manifestarse en la vida cotidiana, pero no es que tenga otra cara: hoy realmente se están viendo los reales efectos de lo que eso significó para la ciudad”, agrega. Las fortunas de los narcos hicieron natural la exageración y se adoptaron estéticas que luego empezarían a asociarse con el dinero ilegal producto del narcotráfico. Como explica Gustavo Duncan, investigador y profesor de la universidad Eafit, “ostentar
legitima de una manera u otra. Y eso va acompañado de un discurso implícito, que es el derecho de acceder a nuevas formas de consumo”. Sin embargo, esas formas de expresarse, de vivir la ciudad y hasta el propio cuerpo, se arraigaron lo suficiente como para consolidar un relato capaz de permear muchos otras escenarios lejos de la ilegalidad. Esos efectos y estéticas han tomado mayor relevancia gracias a que ahora, con la distancia que da el tiempo, cobra
Y esa ha sido precisamente la discusión: el debate entre borrar y resignificar, entre el olvido y la memoria, entre la reivindicación de las víctimas y la exaltación de las prácticas mafiosas.
EL MÓNACO
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sentido ver la herencia del narcotráfico, no solo desde una mirada punitiva, sino como producto de una construcción social en la que todos estamos inscritos. Para ello habría que entender entonces que el narcotráfico no es un asunto que atañe exclusivamente a los traficantes de drogas. Nos implica a todos porque “en cuanto representación cultural no se construyó a sí mismo ni lo hizo a partir de una autoconsciencia. Es decir, no hay una intencionalidad estética por parte del traficante de drogas de construir una narcocultura”, explica Correa. Así, en medio de las ideas sobre cómo asumir la herencia del narcotráfico, el edificio Mónaco ha sido central en el discurso del alcalde Gutiérrez en contra de las huellas de ese fenómeno en la ciudad. Discurso que se ha traducido también en reclamos a las figuras públicas que visitan esos lugares y a las asociaciones entre Medellín y la droga en notas de prensa, en canciones y hasta en las series de televisión que reconstruyen —a su modo— parte de esa historia. Sin embargo, a finales de octubre, al presentar el concurso con el que serán seleccionados los diseños del parque que reemplazará al Mónaco, Gutiérrez dijo que “la implosión no significa borrar la historia; no se puede olvidar el daño que se gestó desde este símbolo de la ilegalidad”. Y esa ha sido precisamente la discusión: el debate entre borrar y resignificar, entre el olvido y la memoria, entre la reivindicación de las víctimas y la exaltación de las prácticas mafiosas. Para esta edición en De la Urbe nos preguntamos por esa herencia cultural de lo narco, vista no como una característica vergonzante propia de Medellín, sino como un discurso arraigado en nuestra forma de vernos, de ver a los otros y a la ciudad que habitamos. Partimos de preguntarnos qué tanto nuestra arquitectura, la música que escuchamos, las prácticas religiosas, las formas de vestirnos, el arte, el lenguaje y hasta el deporte están ligados a unas huellas del narcotráfico. Hablar de ello implica reconocer los velos morales. La nuestra es todavía una historia marcada por los dolores recientes de la violencia que aún hoy, aunque con diferentes matices, seguimos padeciendo. Por ello nos preguntamos qué tanto somos, en conjunto, una ciudad víctima: Medellín como sujeto colectivo, aunque de ninguna manera unificando el dolor y menos las responsabilidades de quienes lo han generado. No se trata de negar nuestras cicatrices. La apuesta, a fin de cuentas, es reconocernos y así poner la mirada en la construcción de los nuevos discursos para aportar al esfuerzo cotidiano de resistir a la violencia. Encontrarnos en nuestra forma de habitar y habitarnos también es un ejercicio de memoria.
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Los montañeros de
Carrara
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ntre Medellín y los Alpes Apuanos, el lugar de donde se extrae el mármol de Carrara, hay 9184 kilómetros. En esa distancia cabría unas 255.000 veces al edificio Mónaco, una de las edificaciones más representativas de la historia del narcotráfico en Medellín y que, además, tiene decoradas con ese material algunas de las columnas de las habitaciones y las paredes de los parqueaderos. Ubicado en uno de los sectores más exclusivos de la ciudad, Santa María de los Ángeles, en El Poblado, a tres cuadras del Club Campestre, el Mónaco fue la residencia de la familia de Pablo Escobar antes de que se desatara el enfrentamiento entre el cartel de Medellín y Los Pepes en 1988. Se dice que en 1986, Escobar pisó por primera vez el Mónaco acompañado por diseñadores de interiores, decoradores y curadores de arte, entonces la carrera entre capos también era por el refinamiento. Así lo describe Alonso Salazar en su libro La parábola de Pablo: “Victoria se entusiasmó con la construcción del edificio Mónaco […] que sería para uso exclusivo de su familia y tendría a la entrada una obra del conocido escultor antioqueño Rodrigo Arenas. Resaltaba lo de la escultura, porque el arte, como parte de esa cosa que llaman estilo, se había convertido para ellos en un medio de afianzar un ascenso social”. Para ese momento, Fidel Castaño ya era conocido en algunos círculos como el Señor de Montecasino en referencia a esa mansión imponente que le servía de guarida tanto a él como a sus hermanos desde los ochenta. A Castaño, cuenta Salazar, los capos le rendían pleitesía por sus gustos y excentricidades, pero también por sus conocimientos en arte y pintura. Silenciosamente, capos, sicarios y cualquiera que se lucraba con el negocio del narcotráfico comenzaron a salir de sus casas, la mayoría en sectores populares, para instalarse en los barrios en donde vivía la élite de la ciudad. Los narcos contrataron arquitectos, diseñadores, ingenieros y negociantes de arte para acondicionar sus hogares entre una clase social que los rechazaba, mientras en silencio, algunos, negociaban con ellos. Para gente como Escobar y su familia, sin embargo, la necesidad empezó a ser otra: “Querían diferenciarse de los traquetos ordinarios que, en la mayoría de los casos, combinaban sin gracia mármoles, columnas dóricas, abundantes espejos, griferías de oro, bordes dorados, cuadros de atardeceres anaranjados y aves de vuelo, y casas de muñecas desproporcionadas que superaban en tamaño a las viviendas de los campesinos”, añade Salazar. Y ahí estuvo el mármol, especialmente el de Carrara en la Toscana de Italia, material históricamente vinculado a la nobleza o a las élites, cuya extracción vigilaba Miguel Ángel, en el Renacimiento, para hacer sus esculturas. Aunque los narcos no iban personalmente a las marmolerías para supervisar a los trabajadores o la piedra con la que construirían las cocinas, baños y adornos de sus mansiones, el simbolismo de nobleza persistía en ellos.
Santos, telenovelas y los colores de la mamá
Natalia* es diseñadora de interiores y trabajó en la decoración de los apartamentos de varios narcotraficantes entre finales de los años ochenta y principios de los noventa. A principios de la década del 2000, después de que su esposo pagara cerca de doce años de cárcel por ser piloto del narcotráfico, decidió dedicarse a otras áreas del diseño. Según explica, “ellos [los narcotraficantes] pedían lo que veían en las novelas y películas mexicanas, y uno trataba de agregarle un poco del diseño que estaba de moda en la época. Mientras nosotros tratábamos de añadir cosas más urbanas y de las tendencias del diseño, ellos traían las cosas con las que se habían criado, las imágenes de los santos, los colores con los que decoraba la mamá, todo esto buscando la exageración. Nos pedían rococó, pero al llenar todo de tanta extravagancia sin ningún tipo de moderación caía en un chiste, se volvía mañé”.
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Mármol de Carrara
Daniel Osorio Posada - Elisa Castrillón Palacio daniel.osorio1@udea.edu.co - elisa.castrillon@udea.edu.co
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A propósito de esos estilos, que comenzaron a hacerse visibles gracias a las grandes sumas de dinero que movió el narcotráfico en la ciudad, Luis Fernando González, arquitecto, investigador y profesor de la Universidad Nacional, explica que no hay una “estética narco” en la arquitectura. “El estilo no lo inventaron los narcos, fue una mezcla. Había un estilo que se quería imitar y una estética popular que se quería exaltar. Al juntarse, esto se vuelve una caricatura”, explica. La estética posmoderna de fachadas flotantes, sumada a una corriente neoclásica de balaustres, capiteles, y a lo kitsch, construyeron lo que hoy vemos en las telenovelas y series de narcos. Las casas, apartamentos y fincas se convirtieron en una demostración del poder de cada uno de sus dueños. Era común ver detalles en oro y mármol, mucho mármol. De este estilo es icónica la bañera en forma de concha en la mansión Montecasino, la obsesión de los narcos por adquirir esculturas del maestro Fernando Botero y su gusto por las pinturas con temática caballista. Según Natalia lo más difícil era diseñar los baños: “Es el lugar de la casa en donde debe haber un poco más de sobriedad en el diseño y los colores, pero ellos pedían que se mostraran cosas en todos los lugares de las casas”. Beatriz Jaramillo es arquitecta y fue decana de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Santo Tomás, para ella al buscar extravagancia en los inmuebles por una cuestión visual “la estética narco terminó siendo una deformación total de las reglas estéticas”. Esta era más bien una mezcla de todas las ideas que se planteaban entre los arquitectos, los narcos y sus familiares, pero no había una idea congruente en el diseño.
Los narcos contrataron arquitectos, diseñadores, ingenieros y negociantes de arte para acondicionar sus hogares entre una clase social que los rechazaba.
¿Un legado?
Juan David Gómez, arquitecto y excurador urbano, explica que la ciudad “vive una burbuja inmobiliaria desde la época del narcotráfico”. Debido a las grandes sumas de dinero que se movieron entre los setenta y los ochenta, los traficantes comenzaron a pagar precios exorbitantes por algunas propiedades, especialmente en El Poblado. La preferencia por ese sector, explica Jaramillo, se debe a que no estaba urbanizado y permitía la construcción de grandes edificios. Los propietarios de las fincas de entonces aprovecharon para pedir más dinero por sus propiedades, los inmuebles tomaron un valor que no merecían y de esta manera los narcos justificaron los dineros
ilegales producto del tráfico de droga. Gómez explica que la práctica de lavar dinero con la industria inmobiliaria se hace evidente hoy por la cantidad de apartamentos sin vender o arrendar en este sector. Sumado a la dificultad de encontrar inquilinos; por las características de los inmuebles construidos durante la época del narcotráfico, los apartamentos no se acomodan a las necesidades actuales de los ciudadanos. “Es muy difícil saber qué tanto dinero entró o cuántas personas se beneficiaron de todo el movimiento inmobiliario que surgió a finales de los ochenta, pero que hubo gente que se benefició y hubo plata que trataron de lavar por medio de esta industria es algo innegable”, dice el arquitecto González. Juan David Gómez y Beatriz Jaramillo explican que, además, el narcotráfico permeó las decisiones políticas ligadas a la planeación urbanística de la ciudad. Para Jaramillo, El Poblado “se quedó sin urbanizar”. Sin embargo, Gómez comenta que para la época en que el narcotráfico estaba tomando una fuerte incidencia en Medellín “ni las instituciones se planteaban preguntas porque la situación era muy crítica”. A esa narcoarquitectura habría que entenderla entonces en dos frentes: uno que se relaciona directamente con la necesidad de ostentación producto de los grandes flujos de dinero y otro que la explica como una forma de justificar dineros ilegales y que sigue siendo una práctica frecuente en la ciudad. El edificio Mónaco, con su mármol de Carrara, va a ser demolido en diciembre. Se supone que en el lugar donde está ubicado se levantará un parque en memoria de las víctimas del crimen organizado. Bien dice el arquitecto holandés Rem Koolhaas: “Un edificio tiene dos vidas. La que imagina su creador y la vida que tiene. Y no siempre son iguales”. *Por petición de la fuente, su nombre fue cambiado para este texto.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
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# MedellinDream
EL
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Daniela Sánchez Romero daniela.sanchezr@udea.edu.co
La plata y el poder del narcotráfico modificaron en muchos casos la forma en la que las personas creaban, producían, comercializaban y consumían la música.
(y de toda Medellín)
“
Hoy
enredé a tu balcón un lazo verde esperanza, con la esperanza de verlo prendido a tu pelo mañana en la plaza”
La cinta verde de los Teen Agers, con Gustavo “El Loko” Quintero, no paraba de sonar en Medellín. Era diciembre de 1961 y la canción hacía parte de la primera edición de los 14 cañonazos bailables que lanzó la casa disquera Discos Fuentes. La bonanza fonográfica que se había creado en la ciudad a partir de 1950 empezaba a dar sus frutos. Entre las décadas del sesenta y el setenta, Discos Fuentes impulsaba sonidos cumbieros con artistas como Gabriel Romero, Alfredo Gutiérrez y la Sonora Dinamita. Codiscos lanzaba El disco del año con orquestas tropicales como Los Graduados y Los Hermanos Martelo. Sonolux grababa a Helenita Vargas, Alci Acosta y Julio Jaramillo; y Discos Victoria a Daniel Santos y Olimpo Cárdenas. La cumbia, el porro, la gaita, el vallenato, el paseo, el merengue, la salsa, la música tropical, el tango, la carranga, la guasca y el despecho; todos llegaron a lomo de mula o en el ferrocarril y convirtieron a Medellín en el puerto seco de la música. Para 1980, ya un par de generaciones coincidían con un aguardiente y cantaban “nunca, pero nunca me abandones cariñito”. Entre tanto en Medellín se consolidaba un nuevo poder y la industria de la música no se quedó al margen de los efectos del tráfico de drogas y de los ríos de dinero que corrían por la ciudad. Las letras de las canciones, los eventos masivos y la programación en las emisoras se vieron envueltos en ese cruce más o menos difuso entre el talento de los artistas y las posibilidades que ofrecía un negocio en auge.
De la portada del disco musical 14 Cañonazos Bailables Vol. 36, año 1996, Discos Fuentes.
Golpe con golpe, yo pago
No. 93 Medellín, noviembre de 2018
Que la plata la recibía el artista y no la disquera; que la plata la recibía el programador, pero no la emisora; que la cargaban en los instrumentos o que la materializaban en las canciones. La plata y el poder del narcotráfico modificaron en muchos casos la forma en la que las personas creaban, producían, comercializaban y consumían la música. Según Javier Castaño Vera, quien fue director del departamento de video de Discos Fuentes a finales de los ochenta, “los artistas venían y rumbeaban en propuestas personalizadas. El traqueto o mafioso de turno contrataba a Darío Gómez para que se fuera a cantar dos o tres canciones, entre ellas Nadie es eterno en el mundo, la cantaba treinta o cuarenta veces, y luego Darío venía con la tula llena de billetes”. Los conciertos privados en las fincas de los narcos era solo una de las formas en que un artista se involucraba con dineros del narcotráfico. Castaño afirma que los mismos traquetos y narcos les daban la plata a algunos para impulsar sus carreras. “Les decían: ‘Vaya, dígale a la disquera que usted le paga para que lo grabe’ y ellos traían la plata, lo grabábamos y sacábamos cincuenta mil copias. La gente las compraba o las regalaba, eso no importaba”.
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Otra manifestación de ese cruce entre música y narcotráfico fue la que dio origen en Colombia a la payola: los artistas les pagaban a los directores o programadores de radio para que, cada cierto tiempo, pusieran sus canciones. La payola no solo involucraba dinero, también se pagaba con carros, viajes, casas y hasta conciertos en que los artistas hacían publicidad a las emisoras. “Muchos artistas llevaban la payola que les patrocinaban los traquetos que decían: ‘Dale dos milloncitos de pesos a este director’”, expresa Castaño. Entre la rumba y el baile de la música tropical, el vallenato se abría paso en la programación de las emisoras de Medellín. Este género musical contaba las historias de los juglares, de los viajes que emprendían ganaderos y agricultores, y del amor que nacía en los caseríos de la costa Caribe. Según Carlos Alberto Acosta, productor y programador de varias emisoras durante los años ochenta y noventa, “el vallenato es una música muy local. El vallenato no les gusta a los mexicanos ni a los gringos porque es difícil de bailar, porque es más de letra”. Es por eso que, según Acosta, los cantantes y exponentes del vallenato necesitaban “ganar unos dineros adicionales”. Esos dineros se materializaban en las llamadas “menciones” que se hacían de “fulanito” y “peranito” durante las canciones. “El traqueto pagaba por esas menciones en el estudio, entonces ellos llegaban a cualquiera de estas disqueras importantes, especialmente a Fuentes y Codiscos, grababan todo el tema y al final estaban las menciones. Eran dos o tres: el disquero ponía una para él, el grabador ponía la otra y las restantes eran para los que las habían
“Vivíamos con una mezcla de ingenuidad con valentía, de rabia con tristeza y aparte con felicidad porque nos parchaba muchísimo tener que estar tocando y tener que estar ensayando, y sabíamos que todo era una mierda, pero que nosotros estábamos haciendo canciones y eso era como un salvamento”.
Escena de la película Rodrigo D. No futuro
comprado. Hay que tener en cuenta que las menciones eran muy comunes en el vallenato, eran dadas por los juglares que contaban las historias de pueblo en pueblo”, explica Javier Castaño.
El “sucio plan”
Los ritmos bailables y comerciales tenían toda la atención de la radio, las disqueras y los promotores, y no se concebía un género que no cumpliera con estas condiciones. El rock llegó para irrumpir con esos estereotipos musicales que se gestaban en la ciudad. Por eso, para Mónica Moreno, vocalista y baterista de la banda de punk I.R.A., los ochenta representaron un reto tanto a nivel personal como a nivel musical. “El interés de promover la música ha estado más por los lados de la música bailable y por un tema cultural y de consumo. Los roqueros aquí lo que hemos sido es unos valientes porque hemos sido una resistencia fuerte”, comenta Moreno. La violencia que azotaba a la ciudad y tocaba las puertas y ventanas de los jóvenes de Medellín, no impidió que I.R.A. hiciera contracultura con un el fuerte riff de una guitarra, un dobleteo de un bajo y un bombo, y una voz rasgada que en 1989 gritaba “sus ideas no nos gustan, no son más que unos gusanos”. “Esto era una zona de guerra —afirma Mónica— con cero opciones para los jóvenes y más para los que tenían alguna idea diferente. Nosotros íbamos haciendo como una vida paralela. Como ‘esto se volvió mierda’ nosotros no tenemos sino esta guitarra, este micrófono y este garaje, encerrémonos allá, metámonos a tocar”. Rodrigo D. No futuro, la película que Víctor Gaviria grabó entre 1986 y 1988, retrata la vida de esos jóvenes que encontraron en el rock un refugio ante una sociedad violenta que se les atravesaba todos los días en las calles del barrio. “Vivíamos con una mezcla de ingenuidad con valentía, de
rabia con tristeza y aparte con felicidad porque nos parchaba muchísimo tener que estar tocando y tener que estar ensayando, y sabíamos que todo era una mierda, pero que nosotros estábamos haciendo canciones y eso era como un salvamento”, comenta Moreno. Una rebeldía que había impulsado a Carlos Acosta a abrir en Envigado, justo en el municipio donde Pablo Escobar consolidó buena parte de su poder, dos bares de rock que permitieran un espacio de reunión para los jóvenes de la época. El primero, New York New York, lo abrió en 1987 y Pablo Escobar lo mandó a cerrar porque “a él no le gustaba el rock, ni que la gente fumara marihuana, ni consumiera vicio en la calle. A él le gustaba ensuciar todo el mundo, menos Envigado”, comenta Acosta. El segundo, New Order, abrió sus puertas en 1989 y debido a la presión de la presencia de las pandillas y los combos se vio obligado a cerrar puertas. Carlos cuenta que “éramos un bar de amigos que nos gustaba el techno, el new wave y el rock en español. Un día un tipo se paró, se acercó a la barra y dijo ‘whisky pa’ todos’. Y whisky pa’ todos, que era la única botellita que teníamos y que nunca se tocaba, se fue inmediatamente. Las ventas de nosotros se dispararon porque empezaron a llegar los mafiosos. Entonces el lugar se calentó y eran personajes agresivos y nuestra clientela de toda la vida se fue. Y quedamos nosotros con semejantes personajes, entonces ahí fue cuando dijimos chao”.
Mi gente
Pese a la muerte de Pablo Escobar, en 1993, la ciudad siguió viviendo bajo las balas y la zozobra, primero por la guerra entre milicias y paramilitares —muchas veces con apoyo del Estado—, y luego por los enfrentamientos entre
combos afines a uno u otro bando de las estructuras que heredaron el negocio del narcotráfico. Entre tanto el reguetón, un género puertoriqueño, empezó a abrirse paso en Medellín en el 2002. “El género se filtró por las comunas y llegó con un lenguaje muy propio para la época. Por esos días la ciudad estaba carente de un género y finalmente se vuelve popular porque entró por los barrios populares. Entonces ahí, los pelaos se vieron reflejados en su cotidianidad y en su vida con las líricas del reguetón”, explica Juan Felipe Velásquez, más conocido como DJ Felo, locutor y disc jockey de la emisora de reguetón La Z Urbana. Felo explica que el género los sedujo porque en los barrios todavía había “mucha de la mentalidad narco que se manejó en los noventa”. Pero luego el reguetón se tomó la ciudad sin ninguna distinción social. No es necesario estar en un barrio popular para escuchar a los jóvenes cantar a todo pulmón esas letras: “Escápate conmigo donde nadie nos vea, no importa que tu novio sea un gonorrea. Por ti, tú sabes que saco la pistola, dile que siga su camino y que no te joda”. Escápate conmigo fue la canción que, en 2013, lanzó al estrellato a Wolfine, un joven de la ciudad que, explica Felo, “viene de un barrio popular y con un historial complejo dentro de lo social”. Como Wolfine, Golpe a Golpe, Yelsid, y estrellas internacionales del calibre de Maluma y J Balvin convirtieron a la ciudad en la capital mundial del reguetón. Fue precisamente J Balvin quien el 14 de agosto hizo una publicación en Instagram en la que invitaba a otros cantantes de reguetón a “hacer música” y dejar de lado “la actitud de maleantes y narcos”. “Nací en el año 1985 en Medellín Colombia, donde tuvo auge el narcotráfico, de lo cual NO ME SIENTO ORGULLOSO [...] como exponente del género quiero expresar que esta actitud fue la que dañó por generaciones mi país y afectó la cultura mundial con el mismo vicio. [...] vinimos es a poner a la gente a bailar y a hacerlos felices”, decía también su mensaje. Una postura que contrasta con varios casos en que artistas internacionales han retomado en sus letras o en sus apariciones públicas la historia de Medellín con el narcotráfico. En 2017, el rapero Wiz Khalifa, en una visita a la ciudad, hizo un “narcotour” por algunos lugares emblemáticos del narcotráfico y publicó en sus redes fotos junto a la tumba de Escobar y en el edificio Mónaco. “Todos los que vengan a nuestra ciudad tienen que respetar a miles de víctimas que murieron o que perdieron a sus familias por la guerra contra el narcotráfico, esto lo tenemos que rechazar entre todos”, dijo el alcalde Federico Gutiérrez en una entrevista para El Colombiano. El rapero se disculpó después en sus redes sociales. En mayo pasado, Víctor Manuelle y Farruko lanzaron su canción Amarte duro en la que mencionan a Escobar y a la cocaína de la ciudad: “Esto que yo siento es puro como la coca ‘e Medallo, y no soy Pablo, pero tú sabe’ lo que te hablo”. Unos días después, y ante la exigencia de unas disculpas a la ciudad por parte del alcalde Federico Gutiérrez, Víctor Manuelle publicó una carta en la que escribió: “La música, al igual que cualquier arte, permite al artista jugar metafóricamente con cualquier idea aunque no la apoyes. Sería como pensar que cada actor colombiano o de Medellín que ha participado en series de narcotráfico que se graban en Colombia no ama a su país o que apoya el narcotráfico y que hay que vetarlos. Aun así, con el respeto y la humildad que me inculcaron, acepto que lo que hice en la canción no es agradable, y aunque no llevara mala intención, me equivoqué y pido disculpas a usted y a todos los colombianos que pudieran sentirse ofendidos”. Para Fernando Pabón, director de la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia y extrombonista del Combo de las Estrellas, el reguetón es una música que no se debe excluir, prohibir ni marginalizar. Con sus alumnos practica la comprensión y el análisis del género. “La idea es comprender la situación sin moralizar”, comenta. Agrega que el propósito de la música “es contar una historia de una situación a través del mundo sonoro de lo que ha ocurrido en los entornos, es una forma de llevar el mensaje”. Y cita al escritor uruguayo Eduardo Galeano: “El pañuelo no provocó las lágrimas, el pañuelo las seca. La música no ha provocado esto. Escuchar música de despecho puede que me recuerde a mis padres o el lugar donde nací, pero una canción no me lleva a cometer violencia intrafamiliar por imaginar que mi mujer es una tirana. Son dos cosas distintas”. Dos cosas distintas porque la música no hace al traqueto, aunque el traqueto pueda hacer música —o pagar por ella—.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
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Amaury Núñez González amaury.nunez@udea.edu.co
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na fotografía ilustra el lugar que el narcotráfico ocupó en el fútbol. En una cancha de un barrio popular, Pablo Escobar, el capo del cartel de Medellín, sostiene un balón durante la inauguración de un torneo. Alrededor hay unos veinte jóvenes de dos equipos, listos para empezar el partido. La mitad, a la izquierda de Escobar, luce camisetas que promocionan un concierto de la Fania All Stars. Para Escobar las canchas de fútbol fueron el lugar para promocionarse y ejercer control territorial en la ciudad durante el auge del narcotráfico en la década de los ochenta, en medio de su incursión en la política. El cartel llegó a los barrios marginados a llenar los bolsillos de la gente a cambio de su lealtad, construyó viviendas, repartió plata, compró negocios que regaló a su paso y armó combos; también iluminó canchas y organizó torneos de fútbol. El narcotráfico no habría fecundado en la sociedad de no ser porque encontró en la dirigencia política y económica la venia a sus actividades ilegales, y en los sectores populares lealtad, ganada a punta de ofrecer alguna posibilidad de realización personal y comunitaria.
escenario es cuando el narcotráfico empieza a encontrar un campo abonado, y presenta toda una propuesta regional y nacional”, señala Medina. Así fue como los jóvenes futbolistas encontraron en la cancha de su barrio una vocación para gambetear la pobreza en medio de sus privaciones. “La visión moderna del deporte propicia y construye un tipo de ciudadanía, porque en términos modernos es un sucedáneo de la guerra, una versión cualificada, elaborada, civilizada de ella, con unas normas para que quienes lo practican no se hagan daño”, dice Medina. Ricardo “Chicho” Pérez, mediocentro campeón de la Copa Libertadores con Nacional, seleccionado por Francisco Maturana para jugar la Copa América de 1987 y el Mundial de Italia 90, dice que por fortuna encontró el salvavidas del fútbol y se aferró a él como su única opción. “Escobar hizo canchas, patrocinó equipos y jugadores. Si vos estás mal alimentado y llega alguien que te dice: ‘Te voy a alimentar, pero jugás en mi equipo’, y te llena la nevera, o le dice a un padre: ‘Le voy a dar el estudio a sus hijos’, es muy difícil juzgarlo, porque así se podía ir tranquilo a entrenar”, recuerda Chicho. “Ese era un medio muy difícil. Yo seguí el proceso de un jugador que juega en el equipo de la cuadra, después en el del barrio, después en el de la ciudad. En esa época se ganaba muy poco y había que agradecer cualquier oportunidad. Y pensaba: ‘Hoy me dan la comida mi papá y mi mamá, después se las daré yo’. Pero usaba la plata que el club me daba de transporte para cubrir necesidades de mi casa”, dice Chicho.
“¿A dónde llega un individuo a cooptar jóvenes? A las canchas que se vuelven escenarios de su poder. Ellos iban y el Estado no. Iban a las grandes canchas de donde salieron los grandes héroes que se encontraron en los barrios y después en la Selección Colombia”.
Fútbol y ficción
Dice el periodista Martín Caparrós que el fútbol es el gran creador de ficciones de hoy. Con este se intenta construir una idea de patria, de pertenencia, de solidaridad humana. Antonio Gramsci, el famoso heterodoxo del marxismo, decía que el fútbol es la lealtad humana ejercida al aire libre. No es posible encontrar una ficción más recurrente que esa entre jugadores e hinchadas: las pasiones más pueriles y hasta la violencia que se engendra en la celebración o en la derrota, en el grito tribal del gol o de la falta sin sanción. El periodista Gonzalo Medina ha investigado como pocos la historia del fútbol antioqueño. Para él la presencia del Estado promoviendo este deporte ha sido muy marginal, entre otras cosas, porque al fútbol, hacia la década de los setenta, lo impulsó el sector privado. “Cuando se da el auge del narcotráfico con sus derivaciones se refleja un problema en el modelo socioeconómico, cultural y político de Antioquia. Escobar se convierte en un gestor de ‘política pública’ hacia la juventud. En ese
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Urbanismo excluyente
Medellín se distinguió por ser la capital industrial de Colombia hasta la década de los ochenta cuando la crisis de la deuda y la emergencia del modelo aperturista golpearon a la industria textil. Entre 1940 y 1970 la ciudad pasó de 348 mil habitantes a un millón doscientos mil, una tasa de crecimiento por encima del promedio nacional. Llegaron masas de población expulsadas de sus lugares de origen por la violencia bipartidista y atraídas por una ciudad que registraba cifras cercanas al pleno empleo hacia los años cincuenta. Pero la ca-
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pacidad de absorber con puestos de trabajo tanta demanda fue sobrepasada. De ese modo buena parte de la población cayó en la informalidad urbana y económica. Pese a las cerca de cuarenta mil viviendas construidas a mediados del siglo XX, esa generación de campesinos que se urbanizó, según el arquitecto e investigador Luis Fernando González, tuvo vivienda, mas no ciudad. “Esas mismas comunidades tenían que hacer sus viviendas, vías, accesos, infraestructuras. El Estado ni siquiera ayudaba a completar la vivienda. La ciudad construyó culturas urbanas, subculturas marginales y periferizadas, no incluidas. Ese es el caldo de cultivo que encuentran los jefes narcotraficantes con todo el escenario adecuado”, dice González. En ese contexto es que empiezan a construirse los espacios recreativos, porque las infraestructuras comunitarias en gran parte fueron autogestionadas. Así se construyeron canchas como La Maracaná o la de La Floresta, donde emergieron figuras como Luis Alfonso Marroquín, o de donde cuenta historias Pacho Maturana. Allí fue donde la juventud encontró espacios de sociabilidad, y se combinaron dinámicas legales e ilegales: recreación, juego, drogas, licor y negocios. “¿A dónde llega un individuo a cooptar jóvenes? A las canchas que se vuelven escenarios de su poder. Ellos iban y el Estado no. Iban a las grandes canchas de donde salieron los grandes héroes que se encontraron en los barrios y después en la Selección Colombia”, señala González.
Los capos del fútbol profesional
Esa relación no se mantuvo exclusivamente con los torneos de barrio. Los giros de la mafia al fútbol profesional remplazaron, en muchos casos, las rifas de carros y los préstamos bancarios con que se sostenían los clubes. En septiembre de 1983, Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, denunció la infiltración del narcotráfico en el fútbol colombiano. Al año siguiente fue asesinado por órdenes de Pablo Escobar. En Los goles de la cocaína (2017) libro de la periodista Marta Soto, están expuestas las relaciones establecidas entre mafia y fútbol profesional desde los ochenta. El América de Cali fue señalado a principios de los ochenta por lavado de activos del cartel de Cali, y clasificado por el Departamento de Justicia de Estados Unidos como una de las compañías ligadas a los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela. El Deportivo Independiente Medellín tuvo entre sus accionistas a Manuel Zuluaga, alias “Cuchilla” o “Pasarela”, lugarteniente de Pablo Escobar y jefe del ala militar del cartel de Medellín. “Pasarela” también figuró como accionista de Envigado, club que, luego de pertenecer a Gustavo Upegui y su familia, recién salió de la llamada Lista Clinton. José Tamayo Gallego fue el dueño del 83% de las acciones del Medellín y su presidente desde 1998 hasta 2005. Recibió un préstamo de Pablo Escobar por cuatrocientos mil dólares y fue condenado por lavado de activos y enriquecimiento ilícito.
A Millonarios también llegó el narcomecenazgo. En julio de 1983, tras el paso de Gilberto Rodríguez Orejuela por el club, este le cedió su negocio a Gonzalo Rodríguez Gacha, alias “El Mexicano”. Al club le alcanzó para traer a Colombia a jugadores como el arquero Alberto Vivalda y el defensa central José Van Tuyne, provenientes del Racing de Argentina, y a Carlos “El Zurdo” López y Mario Vanemerak. Su hinchada celebró en 1987 el campeonato con un invicto de veintidós fechas. El presidente y dueño del Atlético Nacional, Hernán Botero Moreno, quien llegó a tener el 67% del club, fue extraditado a Estados Unidos condenado por el blanqueo de cincuenta y siete millones de dólares de la mafia a finales de los ochenta. Pagó más de diecisiete años de cárcel. Octavio Piedrahita, quien controló el club en esa década, fue señalado de depositar en bancos norteamericanos diez millones de dólares producto de la venta de droga en suelo estadounidense. El narcotraficante Phanor Arizabaleta, miembro del cartel de Cali, inyectó dinero al Santa Fe entre 1987 y 1989. Ese último año ese club fue campeón del torneo colombiano. Durante esos años pasaron por sus filas futbolistas como Hugo Ernesto Gottardi, José Luis Carpene y Radamel García, el padre de Falcao. El técnico del Deportivo Cali entre 1976 y 1979, el ilustre Carlos Salvador Bilardo, visitó en una cárcel norteamericana a Gonzalo Rodríguez Orejuela. Según Soto, Bilardo intentó mediar en la disputa mafiosa que sostenían los Rodríguez Orejuela y Pablo Escobar. Se llegó a decir que el sueldo del técnico argentino era pagado con dineros del capo del cartel de Cali.
Balance y herencia
Al permitir la exaltación de sentimientos de pertenencia e identidad el fútbol fue una actividad económica que los narcotraficantes supieron aprovechar. Por eso, a la vez que fue un medio que despertó la esperanza de miles de jugadores de barriada para superar la pobreza, fue instrumentalizado por los narcos. Para Gonzalo Medina el paso del narcotráfico por el fútbol profesional se debe evaluar desde distintos frentes. “¿Quién se puede sentir con autoridad moral para criticar al narcotráfico en el fútbol? Siempre que van a hablar de los estragos del narcotráfico se dirigen al fútbol. Que compraron jugadores costosísimos, que derrocharon, que torneos, que mercado... ¿y en la política qué? ¿Y en la cultura qué? ¿Y en la iglesia qué?”, dice Medina. Y así fue como entró la plata, en forma de estímulos y premios, de financiación directa a los clubes y también a los jugadores. “Había una solvencia que hacía pensar que el patrocinio que nos daban era bueno. A uno le ofrecían
premios individuales si ganaba partidos. Y uno sabía que la colaboración no venía del bolsillo del entrenador”, dice el Chicho Pérez. Una lectura objetiva permitiría concluir que el dinero que los narcotraficantes inyectaron al fútbol colombiano permitió un salto en su calidad, pero a un costo muy alto. Para Luis Fernando González lo que ha ocurrido es que hay un falso moralismo que no hace ver esos fenómenos como parte de la realidad social. Y lo llama Federiquismo. “Los controles territoriales tienen una base social. No se trata solo de los sicarios, se trata de la base social de donde surgen todos los controles, los individuos, las redes, las estructuras, las afinidades y los valores. Las políticas recientes repliegan, pero no remplazan. Actúan, le quitan un elemento importante, pero no llegan a la raíz de los procesos. Hoy ocurre algo parecido a lo de los noventa, pero con menos reflectores”, sentencia el investigador. Esta mirada coincide con la de Medina para quien “negar la historia del narcotráfico no es reivindicar a Medellín” y critica la actitud de quienes piensan que “negarles a los niños de hoy la historia del narcotráfico es una contribución pedagógica”. Las canchas fueron a aquella juventud lo que las viviendas de autoconstrucción fueron para sus padres. Esas que se construyeron en lotes baldíos invadidos bajo instrucciones de Escobar. Con el declive económico sufrido por la Medellín de los setenta, el deterioro de la industria textil y un urbanismo excluyente ejercido por el poder político, el atajo narcotraficante sedujo a una generación ávida del progreso que le era negado. Entre esa juventud el narcotráfico le ganó al Estado por W. La historia es conocida y, a veces, también se repite.
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La herencia narco
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El Titi era un hombre charlatán y prepotente, de gran talla y mal gusto”, se lee en la página sobre un traqueto en ascenso. “Usaba ropas de finas marcas, más por su precio que porque conociera el estilo y las tendencias que representaban y en algunas ocasiones llegó a usar hasta cuatro lociones al mismo tiempo”, punto seguido. En las 243 páginas restantes del libro, una edición barata de Sin tetas no hay paraíso, Gustavo Bolívar narra una de las epopeyas mafiosas más famosas de Colombia cuya adaptación en televisión ha sido emitida en cerca de sesenta países y su secuela, Sin senos sí hay paraíso, obtuvo el premio a serie/novela favorita en los premios TVyNovelas 2018 en Colombia. La fórmula de la historia salta a la vista: exceso, silicona, sexo y bala. De los cuatro, el exceso es el que irradia el carácter de la narcoestética: esa manera de estar y concebir el mundo moldeada por los colombianos a partir de los años ochenta y que es la expresión de un fenómeno cultural impulsado por la receta mágica del narcotráfico para inflar billeteras y cuerpos en tiempo récord. Entender la narcoestética sugiere hacer una concesión a la historia de Colombia: todos llevamos un narquito dentro. Esa es, precisamente, una de las herencias que el narcotráfico dejó en la sociedad desigual, corrupta y sobreviviente que somos. Ostentar el poder económico en el cuerpo, los objetos y los lujos es una libertad estética otorgada por esa herencia a partir del arraigado deseo de saltar la brecha entre ricos y pobres. Agobiada por la desigualdad social, Colombia parió una alianza social extravagante en el narcotráfico. Esa maternidad infame generó una ruptura. “La relación entre tiempo y dinero, y entre trabajo y dinero se rompió”, comenta Carolina Sanín, escritora colombiana y columnista de Vice y la revista Arcadia. “En un momento dado eso tiene que tener un peso muy grande en nuestra psique del que no somos conscientes”, agrega. De ahí que la instalación mental del narcotráfico en nuestra sociedad sea una especie de conciencia nacional diluida hasta la médula por el deslumbramiento que generan el dinero y el poder.
Ilustración: Karen Parrado Beltrán
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Karen Parrado Beltrán piedemosca@gmail.com / @piedemosca
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9 El prefi jo sobre la mu jer
“Yo quiero lo mismo que cualquier otra que se aprecie un poquito: un carro, cariño, que me saquen a lucir los domingos. Yo quiero ser hembra, que se tropiecen cuando voy por la acera. Un yate, cartera y quiero más, quiero más…”. La canción, que fue la banda sonora de la novela Las muñecas de la mafia estrenada por Caracol Televisión en 2009, desnuda uno de los pilares más arraigados del prefijo narco: la mujer fatal dispuesta a sacarle jugo a su cuerpo en el perverso juego de seducción y muerte que envuelve el sueño de ser “la mujer” de un narco. “Para pensar la narcoestética uno debe tener claro que la estructura de las clases sociales funciona muy bien en Colombia”, explica Carlos Mario Cano, politólogo y docente del pregrado de Diseño de Vestuario de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. “En esa lógica es necesario entender que lo que se conoce como narcoestética está basado en el exceso y el deslumbramiento, cautivar al otro porque eso define la posición social”, añade. El deslumbramiento del que habla Cano es perceptible no solo en los narcos y sus evidentes gustos extravagantes, sino en la calle, en las personas que están en alguna zona rosa de una ciudad colombiana cualquier viernes en la noche; en los maniquíes de El Hueco y, también, en las vitrinas de los centros comerciales más puppies de la ciudad. La narcoestética es el fenotipo de nuestra estética.
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El pequeño vestier ofrece una privacidad ridícula, suficiente para desvestirse y empacarse en el par de tubos de jean que tonifican las piernas inmediatamente se ajustan y alcanzan las caderas. “Mami, ¿cómo le quedó? Ese es muy lindo”, dice el vendedor del otro lado de la tela que titubea en su función de cubrir la humanidad de su cliente. “Sí ve, ese se le ve muy bien”, comenta cuando la cortina se abre. El efecto es notable: piernas estilizadas, caderas marcadas y trasero levantado, justo el efecto que prometía la etiqueta de un jean de ese estilo en un gran almacén de El Hueco: “¿Sí lo estás viendo? Jean ‘levantacola’. Tu sueño una realidad. Ya eres una mujer sexy, coqueta, moderna y única”. En el centro de Medellín los maniquíes femeninos exóticamente curvilíneos y las prendas de realce y control de la figura exhiben el ideal estético de la voluptuosidad, un patrón que aparece en el juicio colombiano cuando se trata del encanto de las mujeres y de la ropa que usan. “Es clarísimo que la narcoestética nació, en algún punto de la historia, de la conexión de lo latino con este ejercicio del narcotráfico”, comenta Gabriel Alvarado, director hasta 2017 de Moda para el Mundo, una feria de moda, diseño y confección de Medellín que reúne a las marcas mayoristas locales desde hace trece años. Lo “narco” sacó del clóset el furor por la piel y las curvas en una sociedad que se destapó para otorgarle al cuerpo un estatus simbólico de poder y ascenso social, luego “llegó el tema de las cirugías plásticas y con ellas la pasión que teníamos por la piel siendo latinos, el tema de la mujer voluptuosa. Todo eso es una receta que desembocó, igual que en Brasil, en el jean levantacola”, agrega Alvarado. La narcoestética puede considerarse uno de los “productos” de exportación más fuertes de Colombia: música, moda, series de televisión, etc. Por ejemplo, los jeans levantacola son reconocidos como “el jean colombiano en mercados como Estados Unidos, México, Canadá y Chile. Empresas chinas lo comercializan como colombian jean, aprovechando el buen reconocimiento del producto”, señala un informe de 2018 sobre el subsector de jeanswear realizado por ProColombia. El mismo informe señala que Colombia es el primer exportador de jeans de Suramérica y que Antioquia es el primero en el país. En 2017, el departamento exportó el 72,9% de los jeans colombianos —seguido por el Valle del Cauca (14,2%) y Bogotá (9,7%)—: es el rey del mercado. Su reina es el jean levantacola, una prenda confeccionada en algodón y elastano, con una franja de comprensión hecha en powernet, el mismo material de las fajas y la ropa de control, y famosa por una innovación revolucionaria: tres pinzas encima de cada bolsillo trasero que hacen el realce de la cola o push up como nombran algunas marcas extranjeras y las nacionales más refinadas al mismo efecto. “La narcoestética es algo que, antropológicamente hablando, no podemos negar”, reitera Alvarado. El exdirector de Moda para el Mundo advierte que se trata de un rasgo identitario del que la moda es el mejor reflejo, “sin filtros de bondad o maldad. Creemos que este reflejo está latinizando al mundo, y eso no corresponde solamente a Colombia sino que corresponde a un movimiento global”, concluye.
“En esa lógica es necesario entender que lo que se conoce como narcoestética está basado en el exceso y el deslumbramiento, cautivar al otro porque eso define la posición social”.
Que las mujeres elijan el equilibrio o el exceso tendrá siempre una reacción social que las ubicará en un círculo de coronas: algunas de ellas puestas sobre sus cabezas en reinados, otras puestas sobre su reputación en la calle. Ambas devienen en un adorno sobre su condición humana y sobre lo que se espera de ellas; un premio o un repudio. En un país propenso a acoger ideas sobre lo bello y lo feo tan radicalmente, la narcoestética configura un espacio convergente tanto para la belleza de la cultura élite como de la cultura popular: un punto de fuga. Esta convergencia de la narcoestética adquiere matices cuando se trata de encontrar otros referentes de mujer. En Medellín, por ejemplo, el concurso Mujeres Jóvenes Talento es una de las iniciativas que reconoce públicamente a las mujeres sin acudir a la valoración de su cuerpo; en este se premia a las mujeres entre catorce y veintiocho años que se destaquen como emprendedoras, líderes, deportistas, artistas, científicas e innovadoras. La intención finalmente consiste en extirpar el prefijo narco de culto y dependencia del cuerpo asignado a la mujer y, así, entablar una nueva conversación pública y abierta sobre las incidencias activas de las mujeres en su contexto. “Creo que es una reflexión importante para la sociedad en términos de que las mujeres seguimos trabajando por el empoderamiento, por la autonomía, por trabajar en torno a lograr nuestras metas más allá de los estereotipos de género y de lo que se espera de nosotras”, advierte Albeny Sepúlveda, líder del proyecto Reconocimiento y Potenciación de las Mujeres de la Secretaría de las Mujeres de Medellín, entidad encargada de la organización del concurso. A la voz de Albeny sobre esa lucha por quebrar el estereotipo que fijó, entre otras cosas, el narcotráfico, se une la de Judith Botero: “Lo único que nos puede hacer libres es que no necesitemos a nadie que nos identifique, que seamos por nosotras mismas, que la belleza sea relativa y que todas podamos ser bellas”.
La impuni da d nar coe stet iza da
“La narcoestética tiene que ver también con la posesión de la mujer y esa necesidad de ser poseída. Es muy común en la cultura patriarcal que la mujer sea identificada por el hombre y si es un hombre rico, mucho más”, reflexiona al respecto Judith Botero, antropóloga e integrante de la Red Colombiana de Mujeres por los Derechos Sexuales y Reproductivos. En su visión, la persecución del prefijo “narco” en la estética de las mujeres desemboca en una frustración vital con su cuerpo, su belleza y con su realización en el mundo porque, al final, “siempre faltará algo”. Lo narco fantasea con el cuerpo femenino, lo idolatra hasta el punto de engullirlo. Si el poder es la fantasía de una narcocultura, la mujer es la fantasía de la narcoestética. Las mujeres, señala Botero, “acabamos siendo, en una sociedad como esta, trofeos de los hombres”. A ellas se les impone la belleza como otro valor de cambio, un reducto de oferta y demanda donde sus carnes son sobrevaloradas por el brote del dinero fácil y por “valores que están dentro de la cultura patriarcal y capitalista”, subraya Botero. Ser bella y deseada es uno de los mantras de la narcoestética sobre la mujer, quizá tanto como de los reinados de belleza. Héctor Ruiz, asesor de imagen y preparador de reinas del Concurso Nacional de Belleza, señala que “antes la mujer se arreglaba y seleccionaba su vestier para lucir muy bien y verse linda. Hoy la mujer quiere es, única y exclusivamente, conquistar; se exhibe para vender y compra el mejor postor. Es un mercado”. Ruiz considera que la narcoestética es la ruptura del equilibrio y la armonía en la estética femenina, en su concepto la disolución de esta pareja de cualidades desata el exceso, mientras que la conjunción de las mismas en una mujer resulta en un plano de sofisticación elogiable. “Es que los escotes son bellísimos, las minifaldas son bellísimas, las prendas ajustadas son lindas, sin llegar nunca al extremo”, comenta Ruiz. Tras décadas de trabajar con el Reinado Nacional de Belleza como diseñador y preparador, y de asesorar candidatas, modelos, ejecutivas, cantantes y mujeres de todas las edades en su consultorio, Ruiz asegura que la narcoestética, más que una herencia del narcotráfico, resulta una decadencia de valores sociales y familiares: “Algo de esa herencia puede haber quedado pero yo hoy le hago un llamado más a la familia. La familia ha descuidado la imagen de sus hijas, más que de sus hijos”, expresa.
Omar Peñaloza guarda entre sus tesoros de colección una factura de la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE). En ella se le acredita como el dueño de “1125 bienes muebles y enseres” liquidados por haber estado vinculados al narcotráfico. En su caso, esos bienes son la ropa y zapatos de marcas europeas que pertenecieron a Elizabeth Montoya de Sarria, más conocida como La Monita Retrechera dentro del jetset narco de los años noventa. “Ella se hace famosa es por su relación con [Ernesto] Samper y por el Proceso 8000; es decir, eso también es parte de lo que genera este boom sobre la ropa, adicionalmente que era hermosa”, destaca Peñaloza. El millar de prendas excéntricas de las que se hizo dueño le costó cerca de cinco millones y medio de pesos, un precio que engloba el lujo deteriorado de una era ostentosa pero que, también, permite avistar mejor la profundidad con que la narcoestética nos atraviesa ya no como un injerto violento sino como una sustancia constitutiva, incluso como un objeto de colección “fascinante con solo verlo”. En esa fascinación radica la impunidad de la narcoestética: nos deslumbra, nos seduce y nos conquista. “Nosotros nos negamos a decir que tenemos una cultura narcotizada, pero este país es un país de narcoestética, aquí a nosotros nos gusta ostentar y usar marcas, así sean ‘chiviadas’”, señala Peñaloza. Después de treinta años del gran deslumbramiento que le provocó el narcotráfico a Colombia, parece que la huella de ese periodo histórico tiene derecho, cada tanto, a los vanidosos quince minutos de fama de Andy Warhol. “Todo narco tiene quince minutos de impunidad”, sentencia el profesor Carlos Mario Cano. Pero, sobre todo, “todo narco tiene quince minutos de impunidad estética”, añade. Lo espléndido de ser narco es que otorga la potestad de hacer con la estética corporal y el entorno lo que se quiera puesto que, esencialmente, se tiene el dinero para hacerlo. El narco push up funciona no solo para levantar nalgas y tetas con silicona o jeans levantacola, sino para enaltecer un gusto popular que logró infiltrarse en la estética arribista y elitista colombiana. La narcoestética no es tanto una cuestión de buen o mal gusto, es un nervio que nos atraviesa y que nos llena de pulsaciones cada que enfrentamos la herencia incómoda que nos dejó un pariente lejano que no apreciamos pero al cual le tenemos una sofocante envidia. “Lo que pasa, hermano, es que esos hijueputas —decía El Titi refiriéndose a los políticos honestos, a los funcionarios de la embajada estadounidense, a los curas que no construían iglesias con su dinero, a los militares incorruptibles, a los ciudadanos indignados, a todos nosotros— se mueren de envidia porque podemos levantar la vieja más linda, podemos montarnos en el carro que se nos dé la gana y podemos comprarle la cabeza al que queramos. Como ellos no pueden hacer lo mismo…”. Cierro el libro. Ahí está la explicación.
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Los visajes del
parlache Alejandro Valencia Carmona alejandro.valencia1@udea.edu.co
El lenguaje es, tal vez, la verdadera patria. Es a lo que todos llegamos. Nosotros nos emparentamos, nos podemos entender porque tenemos expresiones similares”, dice Gílmer Mesa, filósofo y escritor, “un intelectual de Aranjuez” según una reseña de su libro, pero sería, más bien, una nea, una nea intelectual; un man que se parcha con los socios a beber en las esquinas y a vivir la vida de la calle. En 2015, Mesa ganó con su libro La cuadra el Concurso Nacional de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín. Es una obra en la que narra la vida en Aranjuez a finales de los ochenta en medio de la violencia. Recientemente, la novela salió publicada bajo el sello editorial Penguin Random House, y es una de las pocas que ha tenido la fortuna de estar agotada en las librerías de Medellín. Una novela de la que el mismo autor piensa que es agresividad, pasión, ternura y muerte.
Ilustración: Maria Camila Cardona
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Mientras sostiene un cigarrillo en su mano derecha, una candela en la izquierda y está sentado en una silla negra de oficina frente al estudio de su casa continúa explicando: “El lenguaje es una maravilla, es una cosa viva. Nosotros aquí le hemos encontrado la vuelta a unas palabras increíbles, hay palabras que son unos arcaísmos que nosotros los vamos utilizando y funcionan bien, nos inventamos otras que son maravillosas y eso, de alguna manera, delimita la realidad”. Su voz es grave y ronca, una voz que se emociona al recordar, por ejemplo, los años en los que en Medellín se pasó de decir llave o socio a parce: “Un buen día empezaron a decir parce y el parce es muy loco. Después, discutiéndolo por ahí con unos manes en una borrachera nos hemos puesto a pensar que debe ser del partner del inglés mal hablado”. Pero esta no es la única expresión prestada del inglés: “Uno dice: ‘Ve, unos gallos pa’l carro’, o ‘esa muchacha está muy engallada’, pero uno no le veía la relación a la palabra gallo con ponerse cosas hasta que entiende que es el gadget gringo”. Quien sea de Medellín y no haya dicho en su vida parche, parce, chimba o gonorrea está negando a la mismísima madre. A finales de los noventa, Luz Stella Castañeda, doctora en Filología Hispánica y profesora en la Universidad de Antioquia, y José Ignacio Henao, magíster en Sociología de la Educación y en Lingüística, empezaron a estudiar ese lenguaje coloquial que desde los setenta tenían ciertos grupos de jóvenes que vagaban por Medellín, escuchaban tango y cuyo argot, en los ochenta, se fue mezclando con el lenguaje del narcotráfico y la violencia. De toda esa combinación, explica Castañeda, surgió el parlache: una variedad dialectal que se desarrolló como una de las respuestas que los grupos sociales excluidos dan a los sectores de la sociedad que los margina. “El parlache, al ser una variedad argótica, se forma por diferentes razones. Una de ellas es el encubrimiento de información: al llegar el narcotráfico era necesario utilizar un lenguaje que fuera comprendido solamente por integrantes del grupo interesados en determinadas cosas”, continúa Castañeda, autora además del famoso Diccionario del parlache, publicado en 2006. Pero el parlache no es solo críptico, es pegajoso, gracioso, parchado. Para Gílmer Mesa aunque el narcotráfico fue uno de los nichos del parlache la diversidad de sus palabras tiene que ver más con la manera como se vive en las calles y las relaciones que se dan entre las personas de manera muy espontánea: “Hay un lenguaje que le debemos a lo valijas que somos y a lo callejeros que hemos sido”.
negocio. “Cuando se va a matar a alguien se dice que le van a comprar el tiquete y de esa manera ellos tratan de obstruir la evidencia que posteriormente van a presentar las autoridades en un juicio y al mismo tiempo ocultar las actividades que están realizando”. El propio Julián tiene las suyas: “Además del carrito en mi tiempo estaba el caspero que es el que maneja la moto; cuando yo manejaba la moto, los de atrás eran los chulos”. Si bien el narcotráfico implicó un cambio en la manera como nos referimos a personas, lugares, acciones o cosas, la profesora Castañeda sostiene que en la historia de la formación del parlache hay varias hipótesis y no todas están relacionadas con el hampa. Entre esas hipótesis destaca a los jóvenes como los creadores de nuevos significados para las palabras o la invención de las mismas; y el sentido de identidad social y cultural que genera el uso de ciertas palabras que solo conoce un pequeño grupo y que es motivado por el grado de exclusión al que está sometido. Castañeda explica que nace principalmente en los estratos bajos debido a una necesidad de nombrar: “Cuando el lenguaje cotidiano que hablan los sectores populares no alcanza a expresar los nuevos aspectos de la realidad se crean términos y expresiones o se amplía el campo semántico de algunas palabras comunes de la lengua para que puedan dar cuenta de las nuevas realidades, de los nuevos referentes”. A Julián lo conocen en el colegio al que va por ser el más liendra. Con su acento saluda a sus compañeros y profesores y ríe cuando se lo gozan por su forma de hablar. Dice que cuando sale de su comuna siente presión por ser como es: “Cuando yo voy a otros lados la gente me recibe mal porque soy muy directo y uso malas palabras. Por ejemplo, mi novia es así toda cachesuda; una princesa. Cuando estoy con ella tengo que actuar diferente, pero cuando las personas nos ven juntos se quedan como: ‘hey, ¿estos dos sí son algo, parce? Ese man todo ñero y ella toda princesa’. En general, en todos los ambientes uno sí siente que todo es diferente”.
Quien sea de Medellín y no haya dicho en su vida parche, parce, chimba o gonorrea está negando a la mismísima madre.
La herencia del malevaje “Yo digo muchas groserías, pero soy un parchado. A todo el mundo le hablo igual; todos me conocen y saben cómo soy”, dice Julián* sentado en una silla con sus piernas estiradas, muy relajado. Lleva sus manos a la cabeza mientras habla. Luce el siete: el pelo más largo arriba y atrás, rapado a los lados. Se acaricia las colas que le cubren la nuca. Tiene diecinueve años, nació en el Valle del Cauca, pero desde los nueve años vive en la Comuna 13 de Medellín. Su voz es fuerte pero tranquila, con esa entonación propia de un personaje de una película de Víctor Gaviria. No tiene reparos en decir que ingresó a una banda criminal a los catorce años, pero se tuvo que esconder cuando le encargaron matar a un amigo suyo: “Me gustó todo lo que vi. El manejo de plata, de vicio… ¡Me llené de una euforia tan chimba! Y es que uno cuando lo tiene todo también pierde el miedo”. Comenzó robando y pidiendo vacunas en las tiendas, siendo el carrito, es decir, transportando armas y drogas: “Y eso se siente una chimba porque usted se vuelve una necesidad, y ante el vacío que yo sentía, pues, yo ahí estaba melo”. Nelson Matta, periodista judicial de El Colombiano, ha conocido de primera mano a través de su trabajo periodístico la manera como las bandas encriptan las palabras o les dan otros significados para eludir a las autoridades. “Aquí, por ejemplo, se utilizan palabras particulares para referirse a medios de transporte: el velero es un carro, el gusano es el metro o un tren; para referirse al armamento las palas son los fusiles, los revólveres son el cortauñas y las piñas son las granadas”, cuenta. En cuanto a la jerarquía dentro de las bandas Matta explica que un apá es un superior, el abuelo alguien muy veterano en el oficio, el hijo termina siendo el coordinador de ese apá y el cachorro es el que está empezando apenas en el
El parlache, además de construir esa realidad, nos une como sociedad porque aunque en algunos momentos estas expresiones pueden parecer incómodas, el hecho de que nos entendamos a través de ellas nos conecta culturalmente.
Los alcances del parlache Al finalizar la novena etapa del Tour de Francia 2017 el ciclista antioqueño Rigoberto Urán le dio clases de parlache a un periodista del Canal Caracol. Le explicó que una nea era un gamín y le dijo que le daba una jueputa alegría haber ganado la etapa reina del Tour. Una semana antes se había hecho viral su respuesta después de ser cuestionado por la caída de otro competidor. La frase: “Yo qué voy a saber, güevón” fue estampada en las camisetas que comercializa su marca Go Rigo Go! Juanes fue uno de los primeros artistas en aprovechar el parlache: P.A.R.C.E. fue el nombre de su quinto álbum lanzado en 2010. Ya antes el parlache había empezado a nutrir la literatura antioqueña contemporánea y el cine en obras como Rosario Tijeras de Jorge Franco, La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo o La vendedora de rosas de Víctor Gaviria. En el teatro, Robinson Posada, más conocido como El Parcero del Popular #8, ha trabajado en procesos de narración y cuentería desde 1996. Su personaje, como Gílmer Mesa, narra el barrio, la calle, la esquina: “El parlache en el barrio alcanzó una connotación muy fuerte porque quien crea y transforma este argot popular es la gente de estratos bajos, los menos favorecidos. Y cuando ellos decidieron crear su propio lenguaje todo el mundo empezó a hablar parlache por el ritmo, por la jerga, por la entonación, por el sabor que tenían esas palabras. Y los chicos en las esquinas empezaron, sin saberlo, a crear esta forma dialectal”, reflexiona Posada. El diseño del personaje desde su estética hasta su manera de expresarse está basado en la vida de Medellín a finales de los ochenta y principios de los noventa con toda la historia del malevaje, el sicariato y las problemáticas sociales de la ciudad. Posada cuenta que desarrolló un trabajo semántico, lingüístico, antropológico y sociológico para que ese personaje pudiera hablar desde el humor y la narrativa, pero contando esas otras realidades que afectan a los habitantes de la ciudad.
La aceptación del parlache no ha sido algo fortuito o que se haya hecho de la noche a la mañana, muchas palabras y conceptos que hoy están en boca de casi cualquier persona en Medellín sin importar su estrato socioeconómico y su nivel de formación, en otras zonas del país e incluso el exterior han pasado por un proceso de normalización desde lo conversacional hasta esa exposición en expresiones artísticas o culturales. Como dice la profesora Castañeda “la lengua y las variedades lingüísticas están en constante movimiento. En la medida en que se vayan dando cambios sociales y culturales se van dando los cambios en la lengua y las variedades lingüísticas”. En ese sentido, el parlache, además de construir esa realidad, nos une como sociedad porque aunque en algunos momentos estas expresiones pueden parecer incómodas, el hecho de que nos entendamos a través de ellas nos conecta culturalmente.
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Caterine Jaramillo - Damaris Cuervo caterine.jaramillog@udea.edu.co - damariscuervo95@gmail.com
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Fotografía: Damaris Cuervo
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las cuatro y treinta de la tarde de un día de principios de septiembre, una limusina color azul oscuro recorre el kilómetro que separa la parroquia Jesús Nazareno del Museo Cementerio San Pedro. Lleva el cuerpo de un hombre de veintinueve años quien no va a visitar la tumba de Jorge Isaacs ni la de Fidel Cano ni a dar un tour por el mausoleo de la familia Muñoz Mosquera que resguarda los restos de cuatro célebres sicarios. Ese joven, asesinado a cuchilladas en una calle de Santo Domingo Savio, no va a recorrer el museo sino a ser parte de la exposición. Antes de salir hacia el lugar donde se inhumará el cuerpo, el conductor, Fredy Arcila, un hombre alto, robusto, de poco cabello, cuyas ojeras suponen los treinta y cuatro años que lleva manejando carros funerarios, se acerca a uno de los muchachos que hace parte del cortejo y le dice: —Cuando lleguemos al semáforo paramos para que no nos hagan fotomulta. —Hey, es que no es lo que vos digás, si no lo que digamos nosotros —le responde uno de los acompañantes. Cuando los jóvenes de las motos lo autorizan la limusina inicia su recorrido y encabeza el desfile. “Uno tiene que aprender a manejar la situación porque esos pillos son los jefes de uno en el momento. Hay que hacer lo que ellos digan, si le
toca a uno pararse en la cabeza se para en la cabeza. A veces hay que dar una vuelta por el barrio en el que vivía el difunto. Otras veces hacen parar el carro, sacan el cuerpo del ataúd, le ponen música, se traban, tiran pólvora y hacen tiros al aire”. Fredy explica que lo más adecuado en esos momentos es obedecer y esperar a que el sepelio termine para regresar tranquilo a casa. En medio de los pitos de las motos, los carros y los golpes que familiares y amigos le dan a las puertas y el techo del coche fúnebre, Fredy avanza hasta la entrada del cementerio. Allí, quienes fueron cercanos al joven descargan el ataúd para llevarlo en hombros hasta la tumba. Se desencadenan llantos, gritos y uno de sus parceros entona una canción de hip hop que suena en una grabadora. Aunque no en todos los funerales hay pitos y música, Alonso Correa, gerente de mercadeo de la funeraria San Vicente, considera que de alguna manera los hechos desencadenados por el narcotráfico en Medellín marcaron un antes y un después en estos actos, que solían ser solemnes y donde se guardaba respeto por la cromática del luto y la indumentaria con que se acudía a un funeral. “Mi mamá parecía que se disfrazaba. Iba a la velación, luego a la iglesia. Si era un día frío llevaba un abrigo negro, se ponía una mantilla en la cara, se maquillaba suave, usaba un
13 vestido más o menos largo, medias negras de vela, tacones no muy altos, y si estaba lloviendo llevaba la sombrilla de color neutro… era totalmente diferente”, recuerda Correa. Después de los ochenta, explica el gerente, parte de esa simbología desapareció y se dio paso a colores diferentes al negro y a formas de vestir menos protocolarias: “Los muchachos aparecieron con tenis, bermudas, gorras y consumiendo drogas”. En los cortejos fúnebres y en el cementerio se hizo común el uso de la música, bien fuera con mariachis o con una grabadora en mano se empezaron a escuchar canciones para recordar al fallecido. Para algunos estudiosos, como el antropólogo Jean Paul Sarrazín, estos cambios culturales en torno a la religión y sus prácticas se encadenaron a un proceso de desinstitucionalización católico que se venía experimentando desde 1960 en toda América Latina. La iglesia comenzó a perder feligreses porque postulados como “no matarás”, “no robarás” y “no mentirás” no calaban del todo en la población, en particular para aquellos que estaban relacionados con el narcotráfico. Sin embargo, esto no alejó a los narcos de las prácticas religiosas. De la misma manera en que rechazaron unos postulados aceptaron otros. “Uno de los aspectos que sí caló fue el del pensamiento mágico, es decir, tanto a Dios como a los santos se les atribuye poderes sobrenaturales, entonces se empezó a recurrir a ellos para pedir cualquier cosa, desde rezar a San Pedro para que llueva, hasta pedirle protección a María Auxiliadora en el momento de matar a alguien”, afirma Sarrazín. Alonso Correa cree que el hecho de que por lo general la vida del narcotraficante termine de manera dramática contribuyó a que nuevas ideas, haceres, decires y sentires se incorporaran en el ritualizar de la muerte, formas que incluso los fanáticos del deporte introdujeron en sus propias prácticas:
“Cuando el fallecido era hincha del Nacional y había sido enterrado días antes de un partido de su equipo, ganara o perdiera, los parceros grababan el partido y se iban al otro día a la tumba a fumar marihuana, a tomar aguardiente y le ponían la grabación. Cuando había goles le daban golpes a la tumba gritando ‘gool, gool del verde, parcero’”. Estas expresiones son una de las tantas huellas dejadas por la muestra del poder y la exacerbación de los gustos del narcotráfico. El gran flujo de dinero permitió materializar deseos que no se hubiesen podido dar de otras formas. Como lo escribió Omar Rincón “la narcocultura permitió a las sociedades de sobrevivencia avistar el sueño de la modernidad vía lo paralegal”. Esta realidad, explica el sociólogo Didier Correa, no fue solo un asunto exclusivo de ciertos sectores sociales. “Anteriormente los entierros eran sencillos, rápidos y muy humildes, básicamente por falta de dinero. Las familias pobres enterraban a sus muertos como podían, con lo que había. Lo que permitió el sicariato y el narcotráfico fue que las familias tuvieran dinero para hacer el entierro más solemne, que no por ser populacho, estrambótico o estridente deja de ser solemne. Desde el punto de vista burgués, tal vez lo sea, pero no es necesariamente así”, comenta. Pero la violencia de la que fue víctima la ciudad y que incluso muchas veces persiguió a los muertos y a sus familias hasta los cementerios o salas de velaciones, no solo generó estridencia y ostentación, en su momento hubo que prescindir, por seguridad, de estos rituales funerarios que eran considerados esenciales antes de despedir al fallecido. Isabel Arango, directora general en la Unidad de Duelo de la Funeraria San Vicente, comenta que en los años noventa la familia de quien era asesinado quedaba doblemente amenazada, entonces tenían que hacer funerales en la noche, con pocos acompañantes y sin hacer ningún tipo de anuncio. Recuerda Fredy que uno de sus compañeros “en el tiempo de Pablo, cuando esto estaba minado de sicarios” tuvo que transportar a un hombre, cuyos enemigos intentaron asesinarlo dos veces después de muerto. Primero le dispararon en el barrio Enciso, luego mientras
lo estaban velando en su casa. Finalmente, un poco más abajo del barrio Boston, en el transcurso hacia el cementerio San Pedro, el carro fúnebre fue baleado. En aquella ocasión, los familiares del difunto no fueron afectados físicamente, como sí sucedió cuando asesinaron a Frank Gutiérrez, quien luego de trabajar con Pablo Escobar se convirtió en uno de sus enemigos. Fredy tuvo que ir al levantamiento del cuerpo, como lo hacían las funerarias anteriormente. El conductor recuerda que “Frank estaba en la Clínica El Rosario por un atentado que le habían hecho. Luego entraron unos hombres disfrazados de policías a la clínica, fusilaron al vigilante de la entrada, subieron a la habitación y ahí lo asesinaron. Después de la velación, comenzaron a matar a todas las personas que acompañaron a Frank. De modo que cuando acababa cada velación o cada entierro, asesinaban a dos personas más. Fue una guerra tremenda, en la que Pablo dio la orden de matar a toda esa gente. Nosotros estuvimos volteando todos los días, en ese tiempo no enterrábamos sino pura mafia”. Didier Correa explica que, aunque se tenga la conciencia para identificar que estas actividades no son propias y originarias de esa idea que habla de una “cultura narco”, las perspectivas impuestas en la sociedad hacen que ciertas prácticas se relacionen directamente a acciones ilegales. Por lo anterior, Sarrazín prefiere utilizar la palabra sincretismo para referenciar la unión de distintos factores institucionales y popu-
lares que dan paso a unas prácticas y creencias particulares, ya que hablar de cultura otorga rasgos únicos a un grupo específico. De este modo, encasillar todo ritual fúnebre en donde se utilicen fuegos pirotécnicos, pólvora, música a todo volumen en expresiones de una “cultura narco” sería arriesgado y seguramente prejuicioso. “No es que haya una narcocultura absoluta en Medellín, así como en Alemania no todos son nazis”, comenta Didier Correa. A mediados de septiembre, alrededor de las dos de la tarde, en la misma sala de velación donde fue despedido el joven asesinado a cuchilladas en las calles de Santo Domingo Savio, una familia despedía a un abuelo que murió de forma natural. Su velación fue tranquila y poco concurrida, pero acompañada de rancheras.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
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EL FAMOSO SECRETO: arte, narcotráfico y recuerdo
Karen Parrado Beltrán - Paulina Mesa piedemosca@gmail.com - paulina.mesal@udea.edu.co
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l secreto
El secreto es famoso. Casi tanto como el “Hasta aquí los deportes... ¡país de mierda!” que se le salió a César Augusto Londoño el 13 de agosto de 1999 en el noticiero CM& de la noche. O la frase sorpresa que se haría célebre en la Estrategia del caracol: “Ahí tienen su hijueputa casa pintada”. Casi con la misma sorpresa miramos hoy las obras de arte que el Estado colombiano subasta luego de décadas enteras de tenerlas abandonadas en bodegas o bóvedas por haber pertenecido a los narcos. Pero esa sorpresa es más o menos vieja. En septiembre de 2002, la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) tenía en su inventario 757 cuadros decomisados a narcotraficantes. A finales de ese año, en un informe titulado “El ‘Louvre’ de la mafia”, la revista Semana señaló que entre estos cuadros se hallaba “un Pedro Nel Gómez, dos Manzur y un Caballero que hasta ahora había permanecido totalmente desconocido”. Para esa fecha los bienes incautados llegaban a treinta y ocho mil entre inmuebles, vehículos, joyas, enseres y obras de arte. Once años después, en octubre de 2013, las obras de arte de los narcos volvieron a ser noticia cuando la DNE, ahora Fondo para la Rehabilitación, Inversión Social y Lucha contra el Crimen Organizado (FRISCO), organizó un “bodegazo” para subastar algunas de estas. En esa época, Clara Saldarriaga, la funcionaria encargada de la subasta, le dijo a la BBC Mundo que entre los mafiosos “indudablemente había poco conocimiento de lo que son las obras de arte, entonces se engañaban muy fácilmente. Igual con las joyas. Encontramos también uno que otro vidriecito verde que pensaban que eran esmeraldas”. La funcionaria añadió entonces que la fortaleza de los narcotraficantes estaba representada “en los bienes inmuebles” que “estaban por todo el país”. Que los narcotraficantes colombianos de los años ochenta y noventa decoraban sus casas y fincas con obras de arte, algunas
Los narcotraficantes veían en el arte un mecanismo para lavar dinero y, al mismo tiempo, una manera de resaltar su extravagancia.
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veces con la suerte de que esas obras podrían ser originales de Fernando Botero, Luis Caballero, Alejandro Obregón y hasta de Peter Paul Rubens, es uno de los secretos más famosos y mal guardados de Colombia. A ese gusto de los narcotraficantes por refinar sus espacios y su vida social con objetos culturales antojados, normalmente por las “familias ricas”, como los cuadros de pintores reconocidos o consagrados y las esculturas de sinuosa monumentalidad, se le tilda de arte narco. Esa fascinación también engloba una serie de prácticas que implican la comercialización de arte con fines decorativos y especulativos debido al dinero del narcotráfico. Los narcotraficantes veían en el arte un mecanismo para lavar dinero y, al mismo tiempo, una manera de resaltar su extravagancia. Se trataba de una simbiosis entre compradores ansiosos con dinero, y galerías y artistas dispuestos a complacerlos. Carlos Uribe, artista e historiador, considera que el narcotráfico incidió “directamente en la capacidad económica de ciertas franjas sociales en ascendencia, pues todos los que hacían parte del corpus de la cadena del narcotráfico y algunas familias que tenían poder económico, político o social, se aprovecharon de esa inyección de dineros ilegales”. Ese dinero narco dejó una impronta en el arte colombiano que, además de simpatizar con la extravagancia, afectó directamente el incipiente mercado del arte local de los años ochenta. Para María del Rosario Escobar, directora del Museo de Antioquia, la herencia del narcotráfico fue “el debilitamiento del campo de la comercialización del arte en Medellín, porque esas grandes cantidades de dinero inflaron la compra de obras”. Carlos Uribe se refiere a esa misma herencia cuando interpreta el auge de compra y venta de obras de arte como la expresión de una bonanza repentina. “La gente al tener más poder económico puede comprar lo que sea. Puede comprarse todas las tiendas de un centro comercial, todos los lugares de exhibición de autos, las cosas más estrafalarias y, entre esas, está el arte”.
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Cuando el arte entra a ser parte de los bienes de la mafia adquiere un nuevo potencial, si se quiere, más llamativo, “una doble función pues es el activo económico que más se valoriza y que, de alguna manera, sirvió de doble fachada para lavar dinero. Era como una danza de los millones, todos los mafiosos querían tener Caballeros, Graus, Negrets, Obregones”, agrega el artista.
El gesto
El gesto de la mano se extiende en el tercio derecho del cuadro. Su dedo índice apunta hacia el horizonte en un cielo azulísimo y la familia en el cuadro le sigue con una mirada bondadosa. En 1913, el artista antioqueño, Francisco Antonio Cano, pintó Horizontes, uno de los cuadros más emblemáticos del arte colombiano. Ese gesto, el de la mano del personaje masculino de Cano en el cuadro, es el mismo con el que Pablo Escobar aparece en una fotografía, montado en un jeep con una botella de refresco en la mano, señalando hacia el horizonte de un paisaje campestre. En 2010, Carlos Uribe pintó a Pablo Escobar con ese gesto. Hizo una reproducción a gran escala de la fotografía en un muro del Colombo Americano y le agregó unas letras enormes con estilo western norteamericano: New Horizons. “Fue algo natural, nunca pensé en algo sarcástico o morboso, simplemente era un nuevo horizonte, una nueva versión, era un paso a seguir y creí que el Colombo lo iba a tomar de buena forma”, comenta Uribe. La obra fue borrada tres días después de su inauguración por los organizadores de la convocatoria y esto alteró la arena movediza que cubre la imagen de Pablo Escobar y del narcotráfico, es decir, expuso la doble moral y las ganas de borrar una memoria latente. Más allá del acto de censura que desató la obra, el gesto de Escobar es un guiño a la memoria de una ciudad a la que aún le cuesta recordarse. “La mitad de la sociedad de Medellín tiene a Pablo Escobar como un ídolo y la otra mitad lo tiene como un demonio. O el 70 % y el 30 %, o el 90 % y el 10 %... Es un asunto de apetencias y de expectativas de la gente sobre esa memoria”, apunta Uribe. El gesto de Cano, en 1913, y el del Uribe, en 2010, denotaron un espíritu dueño de una época. En el caso de Uribe ese espíritu es el narcotráfico, por eso su arte ya no tiene el vínculo decorativo con el que suele relacionarse a las obras de arte de los años ochenta y noventa con los narcos, sino que configura una nueva expresión, un ícono para la memoria. “Son las sociedades las que se encargan de estigmatizar a los íconos”, dice Uribe, y, claro, si ese ícono es uno de los personajes más famosos del hampa nacional, como Pablo Escobar, entonces la memoria se hace incómoda, hasta traumática. Para la directora del Museo de Antioquia lo más problemático de la relación entre el arte y narcotráfico es que este es un fenómeno que no se ha clausurado y que permanece soterrado en la actualidad. “Somos una sociedad traumatizada de muchas formas. Las heridas están abiertas, son tan dolorosas y tan personales que cuando el arte toca esa herida puede molestar mucho. Pero como sociedad tenemos que entender que ese hecho nos traumatizó y que eso nos enfrenta y nos pone en orillas distintas”, afirma.
Esa herida es la que tiene mayor sentido para Carlos Uribe cuando piensa en el papel del arte frente al narcotráfico: “Tiene que ser consecuente con la memoria, no resistente, sino resimbolizante. Pero teniendo en cuenta que la memoria es uno de los constructos individuales y colectivos que le dan sentido a la historia”, explica el artista.
La huella
Cuando a una ciudad le ha impactado tan profundamente un fenómeno con la omnipresencia de sus redes, la espuma de su dinero, la ligereza de su ética, el esplendor de su poder… la huella que deja es casi un cráter. Inevitable esquivarlo. Cada tanto, el arte encuentra eco en ese cráter y los artistas se proponen encararlo para dialogar con este e, incluso, para desgranarse junto con todo y a todos los que implica. Para muchos de los artistas que presenciaron el auge del narcotráfico en los años setenta y ochenta, la huella directa fue un encierro impuesto por la amenaza y la hostilidad. Carlos Uribe recuerda que la presencia del narcotráfico apagó a toda una generación de artistas que ya no encontraba espacios de creación, parches y fiestas pues estos también habían sido amenazados por las dinámicas narco. Sin escenarios de creación libres y con la ansiedad mafiosa por un arte tradicional de pintores clásicos, el narcotráfico postergó la vanguardia y las expresiones artísticas no tradicionales del arte local por varias décadas. La representación del narcotráfico y de Pablo Escobar se ha convertido en “un mito identitario” señala Sol Astrid Giraldo, magíster en Historia del Arte de la Universidad de Antioquia, “la cosa es aceptarlo o rechazarlo; hay gente que se ve ahí en el negocio de las camisetas, los libros, pero también existen personas que dicen que hay que borrarlo todo; aun así, se ha venido presentando una posición más interesante que es resignificar, porque eso ya no se puede borrar”, agrega. El narcotráfico en Medellín permeó todas las esferas sociales, tanto que esta influencia se ha tornado en una especie de verdad inconfesable. Para María del Rosario el narcotráfico ha tocado a casi todas las familias por eso “hay un tema de vergüenza en esta historia, inconfesable, imagínate que un día un padre empieza a llegar con mucha plata a la casa y ese dinero trae confort, es decir, el Niño Dios es el mejor, los paseos son los mejores, no hay dolor… pero de pronto un día eso da una vuelta y ese papá está en la calle asesinado y se cae ese castillo, ¿cómo sanar eso? Ahí es donde se comienza a explorar desde el arte la resiliencia, de mostrar cómo sobreviví y cómo puedo sanar públicamente”, explica la directora del Museo de Antioquia. Ante las recientes declaraciones del alcalde Federico Gutiérrez y su proyecto de demoler una
de las huellas más palpables del narcotráfico, el edificio Mónaco o lo que queda de este, Carlos Uribe considera que aunque para muchas personas el edificio debería ser intervenido, el mejor indicativo de la decadencia del narcotráfico es dejar el edificio en ruinas porque “la ruina es el símbolo más fuerte frente a esa época”. Basta caminar la ciudad para encontrar que la imagen del narcotráfico y de Pablo Escobar, su máximo ícono, se adhieren también al presente y no solo al pasado. Desde el arte se puede explorar otra forma de mirar a Pablo Escobar, Sol Astrid cree que “no se trata de monumentalizarlo pero tampoco podemos decir que eso no existe”, pues se trata de reflexionar los íconos como producto de una sociedad y “no pensar en ellos como monstruos”.
El cuadro
Cuando una familia colombiana se sienta a la mesa la ampara, generalmente, un cuadro de La última cena de Leonardo; la originalidad de ese cuadro importa poco. Justo ahí, en el espacio familiar donde se comparten alimentos y conversaciones, también se comparten secretos de familia casi como un bocado de silencio. Comprar cuadros con toda la intención de apresar su originalidad y colgarlos en sus mansiones era una de las formas preferidas por los narcos para exhibir sus millones de dólares resguardados de la ley y protegidos por un pretencioso estilo. Sentarse hoy a ver ese papel que tuvo el arte y a entender su significado en la familia disfuncional que es Colombia implica un ejercicio de consciencia que no intente diluir lo que un personaje o un acontecimiento histórico dejó en nuestra historia, sino que emprenda una labor de resignificación y resimbolización de algo que fue, es y no se puede borrar.
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A mi papá lo mataron cuando yo tenía tres años. Cada vez que mis hermanos y yo queremos salir del país tenemos que cargar con su acta de defunción para justificar su ausencia. En más de una ocasión hemos tenido problemas con nuestra salida de Colombia. Una vez nos separaron a mi hermano y a mí de nuestra mamá sin darnos una razón; a ella la retuvieron en un cuarto mientras nosotros esperamos afuera durante media hora. Tanto ella como nosotros no parábamos de llorar y nunca supimos qué pasó. En otra ocasión yo viajaba sola a México, aún era menor de edad y llevaba el acta; estando en el aeropuerto de ese país me retuvieron y me hicieron muchas preguntas sobre mi vida y, en especial, sobre mi papá: ¿quién era?, ¿por qué lo habían matado? Además, me revisaron la maleta y le hicieron pruebas antiexplosivos. El problema no es que mi papá esté muerto, el problema es el apellido que compartimos por pura casualidad él, Pablo y yo: Escobar.
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Según Forebears, un sitio en internet que recopila información desde 2012 sobre apellidos en el mundo, Escobar es uno de los 50 apellidos más comunes en Colombia: lo comparten 160.286 personas.
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n Medellín a todos nos ha tocado el narcotráfico: por ser víctimas directas, por haber recibido algún beneficio o simplemente por el miedo que persiste y se transforma. La memoria colectiva de la ciudad está entretejida por unos relatos que muestran cómo la cultura de lo narco se ha inmiscuido en nuestra vida cotidiana. Si bien no podemos hablar de una ciudad en la que todos somos víctimas por igual (esto sería desconocer a quienes sufrieron de manera directa el fenómeno y también a quienes lo generaron), todos sí, de una u otra forma, hemos enfrentado lo que representa vivir en una ciudad tan estigmatizada como violenta. De esto dan cuenta las historias que escuchamos día a día en nuestras casas, los salones de clase, las cafeterías o en las filas de los supermercados, y que se continúan alimentando con la producción y reproducción de contenidos comerciales que mantienen viva la imagen de los narcos de antes, mientras no se detienen mucho en los de ahora. Estos son cinco relatos de nosotros y nuestros familiares, de amigos, conocidos y hasta de algún desconocido que reflejan que aún nos cuesta desprendernos de las marcas del narcotráfico. Junto a estas historias también está la resistencia porque muchos decidieron no hacer costumbre la cultura de la violencia y de la muerte. El centro de este trabajo periodístico se detiene en las víctimas. En aquellos que han sido el corazón de la resistencia y quienes tienen que permanecer en el centro de la memoria.
Siempre he pensado que mi mamá se preocupa más de lo que debería, pero todas las mamás son paranoicas con sus hijos, parece que es una condición paralela a la maternidad, como las estrías. Una de las veces que fui a visitarla a su casa en La Ceja me advirtió con preocupación sobre los peligros que, según ella, corro por vivir y estudiar en Medellín. “Ay, mijo, cuídese mucho por allá. Mire cómo están robando a la gente, mire cómo los matan por robarles el celular o la platica”. Yo le respondí diciéndole que estos son otros tiempos, que la ciudad que ella conoció cuando todavía trabajaba ya es muy diferente. “Yo lo digo, mijo, porque en mi tiempo era muy peligroso, cuando yo salía a trabajar a otros pueblos y me montaba en esos Rápido Ochoa o Coonorte siempre le decía al señor que manejaba que tuviera cuidado con la policía, de pronto un carro de esos estallaba y pagábamos por ellos. Los conductores se desviaban por otras rutas tratando de evitar las patrullas, yo me iba pendiente de que hubiera una distancia segura entre esos carros y el bus”. A lo mejor la Medellín de ahora sí es diferente, pero las huellas del narcotráfico en la ciudad aún se sienten, sobre todo porque la población civil, como ella y como yo, siempre estuvo en el medio. Supongo que es difícil para mi mamá pensar que su hijo puede estar seguro cuando sale a la universidad, lejos de ella y en la misma ciudad donde nació el miedo que aún la acompaña.
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Según el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1980 y 2014 hubo en Medellín 221 masacres que dejaron 1175 personas asesinadas. íg u
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Narcos, la serie de Netflix, fue la segunda más vista en todo el mundo durante el 2017 y la primera en Colombia. El juego Narcos: Guerra de Carteles tiene 5 millones de descargas en la tienda de aplicaciones de Android.
Mi primo de diez años y su amiguito de ocho estaban jugando en el celular con la cara tan pegada a la pantalla que no me vieron llegar. Sabía que jugaban porque lo único que escuché fueron los sonidos de las balas. No me gustó la expresión que les vi, no estaba seguro de si era emoción por matar o tensión porque los mataran en el juego. No sabía quién iba ganando, pero el menorcito dijo: “Huy, qué cuca ser así como Pablo Escobar, dar bala, no tener que estudiar y tener mucha plata, mucha, mucha plata”. Mi primito no lo estaba escuchando, seguía concentrado, moviendo los dedos rápido, matando gente en el celular.
Todos sí, de una u otra forma, hemos enfrentado lo que representa vivir en una ciudad tan estigmatizada como violenta.
Mi papá vivió...
Mi primo de diez años...
A dos voces: la Medellín que resiste con tambores
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Estaba en Itagüí
Ese momento de confusión de la ciudad, ese contraste tan violento, nos puso a nosotros como creadores culturales a pensar qué podíamos hacer”, explica Luis Fernando “El Gordo” García, fundador de Barrio Comparsa. “Esto se pensó como un espacio sensible donde los jóvenes, la comunidad, los líderes y gestores pudiéramos recrear de una forma armoniosa la vida y la valoración de los derechos humanos y culturales”. En 1991, año en el que nació el proyecto Barrio Comparsa, Medellín era la ciudad más violenta del mundo. Hubo 6809 asesinatos, una tasa de 395.47 homicidios por cada cien mil habitantes. Las personas se escondían de las balas en sus casas, las calles eran habitadas por el miedo. El espacio público —la cancha, la sombra debajo del árbol, las aceras— le había sido arrebatado a la gente. Había toques de queda y fronteras invisibles (como las que aún existen). “Había un irrespeto absoluto por la vida de la comunidad, los lujos y las cosas de oro eran los valores supremos del narcoparamilitarismo en Colombia. La vida valía un carajo y en muchos sectores sigue siendo así. La cultura narco no es solo darle al dinero un valor supremo, se trata de un irrespeto absoluto por la vida”, agrega Gonzalo Giraldo Restrepo, comunicador y formulador de la investigación y metodología de Barrio Comparsa. Entonces, entre el 4 y el 11 de marzo de 1991, esos muchachos que recién empezaban a construir un proyecto cultural junto a cincuenta y seis organizaciones de la zona nororiental, salieron a divertirse a las calles y a protestar en contra de los toques de queda que no per-
B A R RI O C O M PA RSA
Según “Las cifras del mal”, un recuento de datos sobre el narcotráfico publicado por la revista Semana en 2013, 550 policías fueron asesinados por Pablo Escobar y el cartel de Medellín.
Mi papá vivió en Santo Domingo y desde pequeño conoció a tres hermanos a los que llamaban Los Calavera. Él estudiaba con el mayor. Eran vecinos, nada más. Con el tiempo aquellos hermanos se volvieron matones. El primero fue Juancho, el menor, que tenía dieciséis años. Juancho mató al papá de Lisandro, un policía gordo y grande que trabajaba en el centro y al que le tenían miedo por su puntería. Lo mató para cobrarlo. En ese tiempo un “tombo” valía dos millones. En el barrio no solo mataron a Los Calavera: Los Gurres, Los Carepipí y muchos más se metieron en eso. Se les veía con moto nueva y comprando electrodomésticos a sus mamás. Mi papá cree que casi todos ellos están ya muertos. No le gusta mucho hablar de esos tiempos, nos dice que siempre hay que ser serios, reservados e inmediatamente alejarse de cosas que parezcan sospechosas: “Uno no sabe quién es quién”. mitían estar fuera después de las seis de la tarde. Con zancos, títeres, tambores y colores salieron a luchar contra la soledad y el miedo. En un primer momento la gente decía que El Gordo se había enloquecido, que cómo se le ocurría ponerse a jugar en medio de la guerra, pero no tardaron en acompañarlos los comerciantes, los buseros, las madres comunitarias y los habitantes de estos barrios. Gonzalo y Fernando han sido testigos de una ciudad que ha sido víctima y victimaria, que ha muerto, pero que también ha matado. Gonzalo lo explica de esta manera: “Las víctimas son personas desechas, desintegradas, dan cuenta de un tejido social roto y acabado. Y los victimarios han estado aterrorizados, un muchacho que coge un revólver es porque está muerto del susto. Los sicarios les ofrecen dinero y poder, pero Barrio Comparsa les ofrece confianza en la vida y en sí mismos, armonía, amor y abrazos. No hay plata que pueda pagar eso”. Disfrazados de micos, iguanas, el sol y la luna, Barrio Comparsa logró hacerle frente a una violencia que cada vez rompía más el tejido social. Hizo que muchos jóvenes dejaran a un lado sus armas y se montaran en zancos para bailar y cantar a la vida. Su bandera sigue siendo la reivindicación de la esquina del barrio como centro cultural y como escenario para la libertad de expresión. El Gordo García es consciente de que Barrio Comparsa, como muchas otras iniciativas que surgieron entonces para resistir, no lograron acabar con la violencia, pero se siente satisfecho al caminar por las calles y saber que hace treinta años marchó por allí mismo con veinte peludos y logró, al menos por un momento, opacar el sonido de las balas con tambores.
Estaba en Itagüí llevando un examen médico cuando me crucé con un tipo que me dijo: “Siéntese conmigo y actúe normal [...] Yo creo que a usted lo estoy confundiendo con un hijueputa que me hizo un atentado en una moto [...] Yo fui uno de los duros de Pablo Escobar, hágame caso”. Yo no sabía qué hacer, si correr, pegarle o quedarme ahí; no le creía nada, pero la impotencia no me dejó pensar. Solo recordar a personajes como Jhon Jairo Velásquez, Popeye, no ayuda a estar tan tranquilo. El tipo me pidió mi celular y que le mostrara mis contactos. Mientras hacía eso yo trataba de explicarle que era un estudiante de Periodismo de la UdeA y no la persona que él buscaba, pero no me escuchó: “Voy a dar una vuelta, no me mire y actúe normal que lo están vigilando”. Se fue con mi celular. Me parece increíble que puedan seguir intimidando a las personas con la figura de Pablo Escobar.
Popeye, el jefe de los sicarios de Escobar, asegura haber coordinado cerca de 3000 asesinatos. Pagó una condena de 23 años de cárcel y salió en 2014. Creó un canal en YouTube y vendió entrevistas a medios internacionales. Luego de 4 años en libertad fue capturado de nuevo por cargos de concierto para delinquir agravado y extorsión agravada.
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l decreto 1844 de 2018, anunciado por Iván Duque en campaña para perseguir la dosis personal, es la norma más reciente en relación con el porte y consumo de sustancias psicoactivas en Colombia. Sin embargo, para llegar a ese punto el país ha transitado un largo camino de avances y retrocesos en la legislación sobre el tema.
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1986
31 de enero
La Ley 30 de 1986 reglamentó el Estatuto Nacional de Estupefacientes que, entre otras disposiciones aún vigentes, estableció que el porte y consumo de drogas serían una contravención castigada con penas de arresto y multas que podrían incrementar por eventuales reincidencias en las conductas.
1994
5 de mayo La sentencia C-221 de la Corte Constitucional declaró inexequibles los artículos 51 y 87 de la Ley 30 de 1986 y bajo el argumento del libre desarrollo de la personalidad despenalizó el porte de la dosis mínima (máximo 22 gramos para el caso de la marihuana y 1 gramo para la cocaína y sus derivados).
2002
19 de julio
La Ley 745 catalogó como “contravención penal” el consumo de “estupefacientes o sustancias que produzcan dependencia” y sancionó estas actuaciones con multas entre los dos y ocho salarios mínimos o la privación de la libertad en caso de incumplir con el pago de dichas multas.
2016
9 de marzo
Un fallo de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia estableció lo que se conoce como la “dosis de aprovisionamiento”. Así, el portador de una sustancia estupefaciente en cantidad superior a la dosis personal, que no tenga fines de fabricación, comercialización o tráfico, no puede ser procesado como delincuente, siempre y cuando su único propósito sea el consumo derivado de la enfermedad o adicción.
2016
2003
21 de enero
2012
31 de julio La Corte Constitucional y el Congreso salie-
ron al paso de la prohibición que se había declarado en 2009 y, a través de la Ley 1566, se estableció que el porte de la dosis personal de sustancias psicoactivas como la marihuana o la cocaína no podría ser penalizable, por lo que, en adelante, los portadores y consumidores no debían ser tratados como delincuentes sino como enfermos y no podrían ser detenidos por las autoridades de policía.
6La Leyde1787,julio reglamentada por el Decreto 613 del 10 de
abril de 2017, abrió paso al uso médico y científico en Colombia del cannabis y sus derivados. Además, estableció sus tipos y modalidades de licencias, requisitos para su obtención, cupos, seguimiento a las licencias, obligaciones y prohibiciones de los licenciatarios.
2018 1 de octubre
Mediante la Ley 796 el Gobierno de Álvaro Uribe convocó a un referendo que, entre otras iniciativas, buscaba volver a penalizar la dosis mínima. Sin embargo, la propuesta nunca llegó a los ciudadanos, pues fue declarada inexequible por la Corte Constitucional mediante la sentencia C-551 de 2003.
2009
21 de diciembre
El Gobierno de Uribe promulgó el acto legislativo número 02, que reformó el artículo 49 de la Constitución con el cual se prohibió el porte y consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas y se estableció el tratamiento pedagógico, profiláctico o terapéutico para los adictos con su consentimiento informado previo.
Cumpliendo con una de las promesas de campaña del presidente Iván Duque, los ministros del Interior, Justicia y Defensa firmaron el Decreto 1844 mediante el cual se autoriza a la policía para confiscar y destruir la droga que porte cualquier ciudadano en la calle en cantidades iguales o inferiores a la dosis personal.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
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Editorial
El revés de las
Laboratorio De la Urbe Dirección Periódico De la Urbe: Juan David Ortiz Franco Coordinación General del Laboratorio: Juan David Alzate Morales Coordinación Digital: Alejandro Uribe Zapata Coordinación Radio: Alejandro González Ochoa Coordinación Televisión: Alejandro Muñoz Cano Auxiliares: Elisa Castrillón Palacio, Karen Parrado Beltrán, Santiago Rodríguez Álvarez, Alejandro Valencia Carmona, Daniela Sánchez Romero, Karen Sánchez Palacio Diseño, diagramación e infografía: Sara Ortega Ramírez Asistencia editorial: Eliana Castro Gaviria Corrección de estilo: Alejandra Montes Escobar Impresión: La Patria Circulación: 10.000 ejemplares Comité editorial Patricia Nieto, Heiner Castañeda Bustamante, Raúl Osorio Vargas, Gonzalo Medina Pérez, Ana Cristina Restrepo Jiménez Universidad de Antioquia Rector: John Jairo Arboleda Céspedes Decano Facultad de Comunicaciones: Edwin Carvajal Córdoba Jefe Departamento de Comunicación Social: Juan David Rodas Patiño Coordinador Pregrado en Periodismo: Juan David Londoño Isaza Comité de Carrera Periodismo: Juan David Londoño Isaza, María Teresa Muriel Ríos, Alejandro Muñoz Cano, Ximena Forero Arango, Raúl Osorio Vargas, Heiner Castañeda Bustamante, Juan David Alzate Morales, Luisa María Valencia Álvarez Calle 67 N° 53-108, Ciudad Universitaria, bloque 10-126 (segundo piso) 10-12 LAB Tel: (57-4) 219 5912 delaurbeprensa@udea.edu.co delaurbe.udea.edu.co Medellín, Colombia
Capítulo Antioquia
ISSN 16572556 Número 93 Noviembre de 2018
Fotografía de portada: Santiago Rodríguez Álvarez
No. 93 Medellín, noviembre de 2018
L
a primera escena es la promesa: el 22 de agosto, en la Casa de Nariño, apenas un par de semanas después de posesionarse, el presidente Iván Duque recibe al alcalde Federico Gutiérrez. Le asegura que “muy pronto” liderará un consejo de seguridad en Medellín y recorrerán juntos las calles de la ciudad. La segunda escena: el presidente y el alcalde caminan por el Barrio Antioquia en lo que presentan como un megaoperativo contra las “plazas de vicio” de esa zona. Abrazan y saludan a la gente que se les acerca. Luego, palustre en mano, pegan un par de adobes para sellar la entrada de una casa que servía como expendio de drogas. Dijo Duque en la rueda de prensa posterior que “prácticamente” la olla quedó desarticulada. El presidente anunció otros “paseos de olla”. Sí, así lo dijo. Anticipó que con otros alcaldes recorrerá las ciudades para hacer operativos similares para lograr que así “la sociedad rechace la droga”. En sus palabras: “No queremos que nuestros niños en Colombia estén en las calles teniendo cerca este veneno”. A pesar del operativo con presidente a bordo, al día siguiente el “veneno” del Barrio Antioquia se seguía vendiendo con la misma normalidad de siempre en un sector que fue declarado zona de tolerancia en la década del cincuenta y luego se transformó en el más grande expendio de drogas de Medellín. El periódico Q’hubo visitó la zona y publicó en su portada del 19 de octubre un titular tan obvio como necesario: “Duque se fue y la droga se quedó”. La obviedad radica en que la droga se quedará en ese barrio o se moverá a cualquier otro siempre que persista la demanda que no va a desaparecer con políticas represivas y, por supuesto, tampoco se reducirá porque un presidente se vaya de safari por las plazas del país. Más allá del escándalo que la idea pueda generar tenemos una profunda relación histórica con las sustancias alteradoras de la conciencia. Para no ir muy lejos, en 2017 la firma Euromonitor presentó un informe en el que explica que los colombianos destinan en promedio cerca de 262 dólares anuales a bebidas alcohólicas. Y a propósito de la preocupación de Duque por los niños y los jóvenes, a mediados de 2018, otro estudio desarrollado por la corporación Nuevos Rumbos, dedicada a la investigación y prevención del consumo de drogas, concluyó que la edad promedio de inicio en el consumo de alcohol en el país es doce años. Además, pese a que la mayoría de los padres dice no consentir que sus hijos tomen alcohol, el 38% de los encuestados afirmaron que lo consumen en compañía de sus padres u otros familiares. Pero las cifras arrojan más conclusiones. Para 2013, de acuerdo con el Ministerio de Salud cerca de 2.4 millones de personas en Colombia —35 % del total de los consumidores— tenían un consumo de alcohol de riesgo o perjudicial, idea que engloba, según esa entidad, consecuencias sobre la convivencia, el bienestar de las familias y la seguridad ciudadana, entre otros factores. Entre tanto, según la Oficina de la Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, de 247 millones de personas que usaron sustancias psicoactivas en 2017 en todo el mundo, solo veintinueve millones se consideraron usuarios problemáticos.
drogas
¿Entonces por qué la diferencia en el tratamiento de ambas sustancias? Porque la discusión sobre las drogas en Colombia ha tenido un profundo asiento moral. Eso explica que el sustento del Decreto 1844 del primero de octubre de 2018, promesa de campaña de Duque que faculta a la policía para incautar la dosis personal de drogas, haya estado acompañado mucho más de arengas que de información real sobre la problemática del consumo de sustancias estupefacientes. Explica que la ministra de Justicia, Gloria María Borrero, dijera que los consumidores de drogas podrían acudir al testimonio de sus padres para demostrar su condición de adictos para evitar una multa. Explica las burlas a sus palabras con las cartas que circularon en internet de padres declarando marihuaneros a sus hijos adultos. Explica las notas de prensa contando como un brownie de marihuana terminó con un adicto irrecuperable y como un Alka-Seltzer en un vaso de agua es equiparable a lo que causan las drogas en el cerebro. Explica, en fin, la improvisación y el claro retroceso que vive Colombia en materia de política de drogas. De ahí también la contradicción con la postura que tenía el presidente hace apenas algunos meses. Mientras lanzaba frases sobre la importancia de proteger a los niños y a las familias de las drogas retiraba de manera silenciosa un proyecto de ley, que él mismo impulsó como senador, que daba un “enfoque de salud pública al consumo de drogas” y reconocía la dosis mínima y de aprovisionamiento. La iniciativa se tramitaba en el Congreso mientras Duque insistía en su discurso de candidato: “Quiero ser su presidente para prohibir la dosis personal”. En Colombia las drogas han sido sinónimo de violencia. El tráfico internacional desató una guerra que puso contra las cuerdas al Estado. La cocaína ha sido el principal combustible del conflicto armado. Las mafias, que se han reinventado pese a la persecución, sustentan con las plazas de vicio su control territorial en las ciudades. Por tanto, no se trata de desconocer el problema que representa el narcotráfico y el consumo de sustancias psicoactivas, sino de interpretar el problema como un fenómeno que requiere liderazgo en la discusión internacional, y más información y menos prejuicios en lo doméstico. Ese es el propósito de esta edición: confrontar nuestros juicios morales, comprender la trayectoria de las políticas de drogas en Colombia y compararlas con experiencias internacionales, reconocer que la ausencia de información aumenta los efectos negativos derivados del consumo y que existen mercados alternativos que logran —aun con los riesgos que implica— hacerle el quite a la persecución de las mafias y del Estado. Creemos que en lugar de arengas necesitamos elementos para tomar mejores decisiones.
No se trata de desconocer el problema que representa el narcotráfico y el consumo de sustancias psicoactivas, sino de interpretar el problema como un fenómeno que requiere liderazgo en la discusión internacional, y más información y menos prejuicios en lo doméstico.
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LEGAL
Uruguay
Contexto Primer país en legalizar la venta y cultivo de cannabis en todo su territorio. Año de legalización 2013. Ley de legalización Ley 19.172 del 10 de diciembre de 2013.
Propósito de la legalización Regular los precios para combatir el mercado ilegal y promover el autoabastecimiento por medio del cultivo controlado. Formas de consumo Recreativo, medicinal y fines científicos. Regulación del consumo Para el consumo recreativo se pueden cultivar seis plantas y cosechar máximo 480 gramos al año. Para el medicinal, los consumidores deben pertenecer a clubes cannábicos y no sobrepasar el consumo de 40 gramos mensuales y 480 gramos anuales. Para fines científicos, el Estado abastece 17 farmacias en todo Uruguay. Particularidades De acuerdo con cifras del Instituto para la Regulación y el Control del Cannabis del Gobierno uruguayo, al 21 de octubre de 2018 había 29.386 compradores, 6.863 cultivadores y 109 clubes de membresía.
GAL E L w Ne
Canadá
Contexto Luego de noventa años de prohibición el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, cumplió una de sus promesas y firmó la ley que legaliza el uso recreativo del cannabis. Año de legalización 2018. Ley de legalización Ley C-45 del 17 de octubre de 2018. Propósito de la legalización Sacar a los traficantes del mercado manteniendo los precios bajos establecidos legalmente en cada provincia.
IZADO L A N E P S E D
Formas de consumo Recreativo y medicinal. Regulación del consumo Las personas desde los dieciocho años pueden comprar, cultivar y consumir cantidades limitadas de marihuana. En lugares públicos, solo se puede portar hasta treinta gramos. En los hogares se permite cultivar hasta cuatro plantas. Para la venta es necesaria una licencia especial y de no tenerla se penaliza hasta con catorce años de cárcel. Particularidades El Gobierno también tendrá beneficios económicos. Espera obtener recursos de un mercado de 5.700 millones de dólares canadienses y estima una recaudación de impuestos por el cannabis que puede ser hasta de 400 millones de dólares.
China
Portugal Contexto Desde 1974, luego de la Guerra de los Claveles, aumentó el acceso a sustancias ilícitas y adictivas. Esto derivó en la creación de una estrategia nacional para despenalizar la posesión de toda sustancia estupefaciente. Año de despenalización 2000. Ley de despenalización Ley 30 del 29 de noviembre de 2000. Propósito de la despenalización Abordar el asunto de las drogas como un tema de salud pública y la dependencia como un trastorno de salud que no debe ser castigado sino tratado por parte de “comités de disuasión”. Formas de consumo Recreativo, medicinal y fines científicos.
Contexto Desde 1979 se tipificaron como delitos la producción, la venta y el transporte de drogas, situación que se vio reforzada por la creación, en 1990, de la Comisión Estatal para el Control de las Drogas. Siete años más tarde se endurecieron los castigos. Conductas sancionadas Contrabando, tráfico, venta, transporte, producción, encubrimiento y cultivo de drogas. Tipo de sanción Se tiene en cuenta la cantidad de droga decomisada. En los casos de narcotráfico se aplican sanciones económicas y penales que van desde la confiscación de bienes hasta la pena de muerte en los casos de máxima gravedad, incluso si se trata de extranjeros.
Regulación del consumo Es permitido llevar una cantidad de droga inferior a la dosis contemplada para 10 días de consumo personal: 1 gramo de heroína, de éxtasis, o de anfetamina; 2 gramos de cocaína o 25 gramos de cannabis. Particularidades Los consumidores que son interceptados con cantidades consideradas de uso personal son citados ante los llamados “comités de disuasión”, conformados por psicólogos, abogados y profesionales sociales para tratar el tema. En caso de reincidir, se les recomienda iniciar un tratamiento. Desde la despenalización el consumo ha variado poco, pero las muertes por sobredosis se han reducido en cerca de un 80 %.
Fotografía: Santiago Rodríguez Álvarez
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Un paso
atrás en la política de drogas
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l primero de octubre, el Gobierno nacional empezó la implementación del Decreto 1844 de 2018 —promesa de campaña del presidente Iván Duque— que autoriza a la policía para confiscar cualquier cantidad de droga, aun cuando no supere la dosis personal, que sea encontrada a los ciudadanos que estén en las calles. De acuerdo con cifras del Ministerio de Defensa, hasta la tercera semana de octubre el decreto se aplicó a 19.846 ciudadanos, el mismo número de procedimientos policiales, y se han incautado, asegura ese Ministerio, alrededor de diecisiete toneladas de sustancias alucinógenas. En contraste, desde el anuncio del decreto y antes de su firma se abrió un debate sobre su constitucionalidad, pero además sobre su eficacia para reducir el consumo de drogas. Un sondeo realizado por la Corporación Acción Técnica Social, entre 1903 consumidores arrojó que el 97,1 % de ellos no ha dejado de consumir desde la entrada en vigencia de la norma. Aunque el 37,7 % aseguró que ha optado por no consumir drogas en espacios públicos, el sondeo también indica que el 59,3 % de las personas consultadas dio dinero a agentes de policía para evitar las sanciones económicas que contempla la norma. Según el presidente Duque, el decreto tiene el objetivo de evitar que las drogas sigan “destruyendo hogares”, que el microtráfico se siga apoderando del espacio público y amplíe su mercado, que los cultivos ilícitos sigan creciendo y destruyendo el medio ambiente, y que los carteles de la droga acaben con la institucionalidad del Estado. La postura contraria lo califica como una medida regresiva en el proceso que estaba llevando Colombia frente al problema de las drogas, entre otras cosas, porque algunos de sus críticos aseguran que entiende el consumo como un asunto punitivo y no de salud pública. Las críticas aumentaron en los últimos días con la decisión de Canadá que el diecisiete de octubre legalizó el consumo de marihuana con fines recreativos, con lo que se convirtió en el primer país del G20 en dar este paso. Este es un recuento de la regulación sobre drogas en cuatro países del mundo.
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El hombre, delgado y con la mirada cautelosa, pendiente de todo lo que ocurre a su alrededor, nos pregunta qué necesitamos. —Parce, dame una tostada —le dice uno de nosotros—. Nos mira de
Un hombre, de no más de treinta años, sostiene en su mano derecha un fajo grueso de billetes y mantiene la izquierda libre para sacar las dosis de una pequeña riñonera negra atada a su cintura. —Hola, ¿tiene gramo de seis? No responde nada, pero tiene una mirada tranquila y una sonrisa amigable. No hay tensión en la escena ni miradas de curiosos ni la presión por la posible llegada de las autoridades. Guardamos la droga y la devuelta y hay tiempo hasta para un “Dios los bendiga” por parte del jíbaro. La serenidad es la característica del tráfico al interior de la universidad.
—Siéntense allá —dice y señala una silla de plástico amarilla ubicada sobre la misma acera. Toca varias veces un timbre y de un segundo piso le responde una voz joven a la que él le grita: “Pasame una tostada”. Unos minutos después, que parecen eternos, nos entrega una bolsita hermética transparente.
La tostada de Lovaina
El precio de una dosis de cocaína en el “aeropuerto” va desde seis mil hasta diez mil pesos.
arriba abajo, su actitud nos intimida, nos hiela las manos.
Lugar: Lovaina Precio de la dosis: $2000 Presencia de cocaína (pureza): Media, entre el 50 y el 75 % Adulterantes y suplantadores: Presencia alta de anestésicos locales (lidocaína, procaína, benzocaína, etc.). Presencia media de levamisol (antiparásitos para animales, prohibido para humanos).
—Guárdelo usted, mi amor —Elige a quién entregársela. En Lovaina, el precio de un gramo de perico comienza en dos mil pesos y a ese, el más barato, se le conoce con el nombre de tostada.
Lugar: Barrio Antioquia Precio de la dosis: $10000 Presencia de cocaína (pureza): Media, entre el 50 y el 75 % Adulterantes y suplantadores: Presencia alta de anestésicos locales como (lidocaína, procaína y benzocaína, etc.). Presencia media de levamisol (antiparásitos para animales, prohibido para humanos). Baja presencia de glucosa.
El punto del Barrio Antioquia
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penas dejamos atrás los muros cubiertos de flores del Museo Cementerio San Pedro, el camino a Lovaina pierde rápidamente el color. Ahora, mientras nos adentramos cuatro cuadras arriba por la calle 68, vemos fachadas deterioradas, calles y aceras irregulares, basuras acumuladas, talleres de mecánica, algunos borrachos y habitantes de calle. Un giro abrupto a la derecha nos conduce a nuestro destino.
El gramo de la UdeA
Lugar: UdeA Precio de la dosis: $6000 Presencia de cocaína (pureza): Nula, entre el 0 y el 25 % Adulterantes y suplantadores: Presencia alta de anestésicos locales (lidocaína, procaína, benzocaina, etc.). Presencia alta de levamisol (antiparásitos para animales, prohibido para humanos). Glucosa y sustancias desconocidas para dar volumen.
A
medida que nos acercamos al “aeropuerto”, el lugar que comprende la pista de atletismo alrededor de la cancha de fútbol, el olor a marihuana se hace más intenso. La “plaza” se reduce a un pupitre escolar con la madera roída y las partes de metal oxidadas.
E
l Barrio Antioquia se hizo a su fama por allá en la década del cincuenta cuando fue declarado zona de tolerancia; más tarde, en los ochenta, la zona se convirtió en punto clave para la distribución de la droga que se consume en Medellín. De uno de los sectores con mayor cantidad de expendios de estupefacientes en la ciudad cualquiera esperaría cierta estética oscura, subrepticia, tensionante. En este caso, la sorpresa fue la tranquilidad de las escenas. Entramos por la carrera 65 y nos encontramos con la vida de un barrio tradicional de Medellín: restaurantes, casas de familia, pequeños puestos de comidas rápidas, parejas, ancianos, niños… Sin embargo, casi en cada cuadra se puede encontrar un expendio de droga con el movimiento usual de un negocio clandestino: hay códigos, campaneros que alertan sobre los movimientos inusuales y lugares que
concentran las transacciones que cualquier persona puede hacer con solo detenerse en el lugar adecuado, no importa si va caminando, en una moto, una bicicleta o si quiere que lo atiendan en la ventana de un carro. Bajamos un poco el vidrio y se aproxima un joven de gorra, camiseta muy por debajo de la cintura y una pantaloneta que le cubre las rodillas. —¿De qué perico tienes? —Hay punto de cinco, de diez y balde de sabores. Le pedimos el de diez. Se voltea e ingresa a la casa que está a sus espaldas donde un grupo de jóvenes observa nuestro diálogo. El tipo regresa muy pronto. La transacción es rápida. En el Barrio Antioquia el precio de un gramo de perico empieza en cinco mil pesos y, según su calidad, se le conoce, entre otros, con los nombres de punto, escama o carita feliz.
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Usted sabe qué se está
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metiendo
Redacción De la Urbe delaurbeprensa@udea.edu.co
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i usted quiere saber qué contiene cualquier producto alimenticio que compra empacado en una tienda o en un supermercado basta con darle la vuelta y leer la letra menuda en la que aparecen los ingredientes y una tabla nutricional que indica la manera en que estos inciden en una dieta promedio. Algo muy distinto ocurre con las drogas. Más allá del nombre de la sustancia, poco o nada sabe un consumidor sobre lo que realmente contiene un producto que adquiere en un mercado clandestino, perseguido y, casi siempre, controlado por las mafias.
La llamada “guerra contra las drogas” ha estado muy lejos de reducir el mercado de estas sustancias. A finales de octubre, el Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas (IDPC), que reúne a más de 170 oenegés, Así, el consumo se da en calificó como un fracaso la manera la mayoría de los casos sin como la ONU ha promovido que sus información sobre riesgos y países miembros enfrenten las proefectos, ni tampoco sobre la blemáticas derivadas del tráfico y cadena (usualmente violenta) que el consumo. antecede la comercialización. En Según ese organismo, en la De la Urbe hicimos nuestro propio última década las muertes ejercicio basados en iniciativas que relacionadas con el uso de drogas han aumentado un promueven un consumo informa145 %, y solo en 2016, do para reducir riesgos. 275 millones de persoConseguimos tres dosis de perico nas consumieron droen tres plazas distintas de Medellín gas por lo menos en y sometimos esas muestras a análiuna oportunidad, sis de laboratorio. Esto fue lo que 31 % más que en nos encontramos: 2011.
PRU EBAS Análisis de Scott identifica la presencia de cocaína
Cromatografía de capa fina - TLC identifica adulterantes y suplantadores
Presencia de cocaína 0 a 25 % nula 25 a 50 % baja 50 a 75 % media 75 a 100 % alta
Presencia de adulterantes o suplantadores Bajo Medio Alto No. 93 Medellín, noviembre de 2018
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Tarazá
En 2018 las autoridades fumigaron cerca de siete mil hectáreas de coca, lo que llevó a que cerca de cuatrocientos campesinos comprometidos con la sustitución manual se declararan en paro.
Los municipios de la región se han convertido en un territorio en disputa entre el ELN, Los Caparrapos y las AGC, los cuales se pelean el control de los cultivos y de las rutas de distribución.
En Antioquia, la región del Bajo Cauca es la que acumula el mayor número de cultivos de coca y es por tanto donde se concentran buena parte de los esfuerzos en materia de sustitución y erradicación de cultivos ilícitos. Un artículo publicado por La Silla Vacía a finales de septiembre señala que para el cierre de 2017, el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) había sustituido trescientas hectáreas de coca en Tarazá. Otro artículo publicado a principios de octubre indica que en ese municipio se encuentra el 35% de los cultivos del departamento de Antioquia. Los municipios de la región se han convertido en un territorio en disputa entre el ELN, Los Caparrapos y las AGC, los cuales se pelean el control de los cultivos y de las rutas de distribución. A mediados de septiembre, 269 familias se desplazaron hacia la zona urbana del coPara finales de 2016, el rregimiento La Caucana debido a los enfrentamientos entre Los Caparrapos y las AGC en 95 % de los pobladores zona rural del municipio. Ese hecho se suma rurales de Briceño vivía de al asesinato del presidente de la JAC de la vela economía cocalera. reda La Envidia y del presidente de la JAC de la vereda El Triunfo. Ambos lideraban procesos de sustitución de cultivos ilícitos en la región. Según la Fundación Sumapaz, veintinueve defensores de derechos humanos han sido asesinados en Antioquia en lo que va de 2018. Doce de ellos en el Bajo Cauca.
Debido al crecimiento de cultivos ilícitos en estas zonas el gobernador Luis Pérez lanzó el programa Antioquia Libre de Coca, que promueve la fumigación con drones y helicópteros.
Anorí Este municipio del Nordeste antioqueño es el límite de esta subregión con el Norte del departamento y el Bajo Cauca, zonas que concentran el mayor número de hectáreas de cultivos de uso ilícito en Antioquia. Anorí particularmente ha cobrado importancia en las rutas de distribución porque, siguiendo el cañón del río Porce, se conecta con el Valle de Aburrá. Con la firma del acuerdo de paz entre las Farc y el Gobierno nacional se eligió la vereda La Plancha, de este municipio, como sede de uno de los cinco Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR). Allí, los miembros del Frente 36 de las Farc adelantan su tránsito a la vida civil. En la zona, varios grupos ilegales controlan los cultivos y las rutas de distribución de la coca, entre ellas las disidencias del mismo Frente 36. El Informe 04 sobre el proceso de sustitución de cultivos de la Fundación Ideas para la Paz señala que entre 2017 y 2018 el PNIS censó 1456 hectáreas de coca en Anorí. Debido al crecimiento de cultivos ilícitos en esas zonas, el gobernador Luis Pérez lanzó el programa Antioquia Libre de Coca, que promueve la fumigación con drones y helicópteros. Esto a pesar de que para el 31 de marzo de 2018, 62.182 familias habían firmado acuerdos de sustitución en cuarenta y tres municipios del país.
Briceño De acuerdo con cálculos de funcionarios de entidades oficiales presentes en el municipio, para finales de 2016, el 95 % de los pobladores rurales de Briceño vivía de la economía cocalera. Sin embargo, después de la firma de los acuerdos de paz se convirtió en el primer municipio de Antioquia en firmar un “Acuerdo colectivo para la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos” en el marco del PNIS. El acuerdo inicialmente se estableció con familias de once veredas, pero terminó acogiendo a veinticuatro. A ello se le suma que la vereda Orejón fue elegida para el plan piloto de desminado humanitario. Según la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (DAICMA) en diciembre de 2016, al finalizar ese proceso, se declararon 19.849 metros cuadrados libres de sospecha de minas. A pesar de que el municipio se convirtió en el laboratorio de la implementación de varios puntos de los acuerdos, las disputas por el negocio de la coca han hecho que persista la violencia. A finales de septiembre fue asesinado Julián Areiza, promotor de deportes de la vereda Chirí, quien hacía parte del plan de sustitución de cultivos ilícitos y era familiar de un líder del movimiento Ríos Vivos. Desde principios de 2017 la comunidad denunció la presencia de las AGC en la zona, que se suman a la presencia de las disidencias del Frente 36 de las Farc, en cabeza de alias Cabuyo.
Buena parte de los invernaderos de marihuana se encuentran en los municipios de Toribío, Corinto y Miranda, en límites con el departamento del Tolima.
El norte del Cauca Ituango Ituango ha sido uno de los municipios más golpeados por el conflicto armado en Antioquia. Con una población que supera por poco los veinte mil habitantes los datos oficiales indican que hay cerca de dieciséis mil víctimas registradas en esa localidad. Este municipio cuenta con grandes extensiones de cultivos de uso ilícito, por lo que ha sido un lugar de importancia para la implementación del PNIS. Sin embargo, para septiembre de 2018, en el marco del programa Antioquia Libre de Drogas las autoridades habían fumigado cerca de siete mil hectáreas de coca en lo que iba de 2018. Esa situación llevó a que cerca de cuatrocientos campesinos comprometidos con la sustitución manual se declararan en paro. En el territorio los habitantes han denunciado la presencia del Clan del Golfo, que busca el control de la coca que antes era manejada por las Farc. Además, operan Los Caparrapos y las disidencias de los frentes 18 y 36. En un informe de 2017, la Coordinación Colombia Europa Estados Unidos denunció que durante ese año tres exguerrilleros fueron asesinados cerca al ETCR ubicado en la vereda Santa Lucía. Además, la comunidad ha manifestado el aumento de reclutamiento forzado de menores por parte de los grupos armados. Debido a los enfrentamientos entre los grupos que se disputan la coca en la zona, a finales de septiembre algunas familias tuvieron que desplazarse a otras veredas de Ituango.
A diferencia de lo que sucede con los cultivos de coca, en el país no se ha desarrollado una estrategia que permita medir con exactitud la extensión de los cultivos de marihuana. Sin embargo, según el Informe de Monitoreo de Territorios Afectados por Cultivos Ilícitos de UNODC para diciembre de 2016 la Policía nacional había reportado noventa y cinco hectáreas sembradas de marihuana detectadas con sobrevuelos. De ellas, sesenta y nueve se encontraban en el departamento del Cauca. El mismo informe explica que entre 2005 y 2016 en dieciocho departamentos del país se adelantaban procesos de erradicación manual y de ellos el 12% se concentraba en ese departamento. A principios de noviembre, los cultivos de tipo invernadero se convirtieron en la razón de una polémica propuesta del fiscal general Néstor Humberto Martínez. Debido a que en estos espacios la luz led potencia hasta tres veces el crecimiento de las matas de marihuana, Martínez sugirió hacer cortes de energía eléctrica en las zonas donde se han identificado este tipo de cultivos. Buena parte de esos invernaderos se encuentran en los municipios de Toribío, Corinto y Miranda, en límites con el departamento del Tolima. Allí se produce la marihuana tipo cripy, una de las más potentes y por tanto más apetecidas en los mercados internacionales. Esa zona del norte del Cauca fue uno de los fortines históricos de las Farc y su población quedó bajo el fuego cruzado de la guerrilla y el ejército durante las décadas de 1990 y el 2000. En la actualidad, en ese departamento hay presencia del ELN, de disidencias de las Farc y de otros grupos ligados al negocio del narcotráfico.
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¿De dónde
Karen Sánchez Palacio - Elisa Castrillón Palacio - Juan David Tamayo Mejía karen.sanchez@udea.edu.co - elisa.castrillon@udea.edu.co - juand.tamayo@udea.edu.co
viene la droga
que se vende en Medellín?
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egún el Observatorio de Drogas de Colombia del Ministerio de Justicia, en 2017 se decomisaron en Antioquia cerca de setenta y cinco toneladas de cocaína y marihuana, destinadas en gran parte al consumo interno. En el Valle de Aburrá la distribución de la droga ocurre en las casi quinientas plazas de vicio, tanto fijas como móviles, que existen en la región, explica el general (r) José Gerardo Acevedo, subdirector de Seguridad y Convivencia del Área Metropolitana. Nelson Matta es periodista de El Colombiano y ha investigado desde hace años el accionar de las bandas criminales en Medellín. Asegura que los derivados de la coca que se comercializan en el Valle de Aburrá se producen en Antioquia: “La cocaína, el perico y el bazuco que se consumen en Medellín se producen en el Nordeste y en el Bajo Cauca, principalmente en Tarazá, Anorí, Briceño e Ituango”. Matta agrega que las disidencias del Frente 36 de las Farc, Los Caparrapos y las AGC —también conocidas como el Clan del Golfo— son las organizaciones que controlan la producción, y están asociadas para su distribución con las estructuras delincuenciales de Medellín y los municipios cercanos. Según datos del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), la región central del país, que comprende las subregiones de Catatumbo, Bajo Cauca y Magdalena Medio, es la segunda con mayor número de hectáreas sembradas de coca. Para 2017 eran 52.960 hectáreas, 31% más en relación con el año 2016. Por otro lado, buena parte de la marihuana que se vende en expendios clandestinos, tanto regular como cripy, llega del departamento del Cauca. Principalmente de municipios como Toribío, Miranda y Corinto donde están presentes las disidencias del Frente 6 de las Farc en asocio con grupos locales como la banda de Los Caucanos. Esas organizaciones aseguran producción y transporte hasta cierta parte del recorrido al Valle de Aburrá donde pasa a manos de las mafias locales. De acuerdo con el coronel Juan Carlos Rodríguez, subcomandante de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, al llegar a la ciudad, la droga es controlada y distribuida por diez Organizaciones Delincuenciales Integradas al Narcotráfico, 189 bandas y ochenta y nueve subgrupos, distribuidos en los cinco corregimientos y en quince de las dieciséis comunas de Medellín.
Al llegar a la ciudad, la droga es controlada y distribuida por 10 Organizaciones Delincuenciales Integradas al Narcotráfico, 189 bandas y 89 subgrupos.
Fotografía: Juan David Ortiz Franco
No. 93 Medellín, noviembre de 2018
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seguí el contacto de Edwin* a quien le escribí por WhatsApp. Luego de varios mensajes me respondió: —Parce, no tengo papel [LSD o análogos] por el momento, estoy esperando a que me llegue aproximadamente en un mes. DMT sí tengo, pero ¿qué tanto conoces de la sustancia? —me preguntó. —Sé que es un sintético de la ayahuasca, que causa un efecto alucinógeno similar, pero más corto —le respondí extrañado por la pregunta, que nunca oiría en una plaza. —El DMT es por miligramos, una dosis oscila entre 25-35 miligramos. Yo te puedo vender esa dosis en treinta mil —me respondió. Además, me explicó cómo se debía consumir, y me dijo que no la vende mucho porque “a la gente le da miedo”. Tampoco es él quien la produce, Edwin conoció al productor en un foro en línea, en el cual se autodenominaba El Capi, ahí estableció una comunicación virtual y desde entonces le compra, aunque nunca lo ha visto en persona. Edwin afirma que trabaja solo y que no vive de vender drogas, “simplemente pido bastantes papeles y los revendo”, dice. No obstante, también ha hecho negocios con drogas de plaza, como cuando consiguió papeles a $4500 cada uno, justo después del operativo policial realizado en el Bronx, en Bogotá. Pero por la mala la calidad y procedencia prefiere los que trae del extranjero comprados en la deep web. Fue la única fuente con la que hablé solamente por chat y en cierto punto dejó de responderme. La última pregunta fue: “¿No te da miedo de la Policía o de la Oficina?”, pero ni siquiera cuando intenté cerrar la compra de una dosis de DMT volvió a escribir. Quizá el silencio sea más elocuente que la respuesta.
Para abastecerse Marcos utiliza la deep web. Según explica, esta es una plaza virtual donde cualquier persona de cualquier parte del mundo puede vender y no hay forma de regular quién lo hace. “Aunque los carteles de narcotráfico la utilicen es mucho más útil para los productores pequeños, porque los carteles ya tienen mucha gente en esquinas ejerciendo un control territorial. En cambio, el productor pequeño, el químico, no tiene plazas, no tiene trabajadores que estén ocupando un lugar”, afirma. En la deep web se compra con criptomonedas, especialmente bitcoins, pues estas no están fiscalizadas por entidades bancarias estatales. Además, se compra al por mayor porque es más rentable y se evita hacer varios envíos, la parte débil de la cadena, comenta Marcos. “Lo que yo he hecho para minimizar riesgos y que todo salga más barato es que pido una cantidad grande, pero que no sea muy absurda. Lo que no me puedo consumir, se lo vendo a conocidos”. El mercado negro es como un árbol. “Hay organizaciones muy grandes que abastecen una cantidad de gente muy grande, hay personas que solo abastecen a un público muy preciso y hay otras que se autoabastecen. A veces se cruzan y otras no, todo depende de la droga y el mercado que tenga”, explica Marcos. Hay mercados más tranquilos que permiten hacerle más fácil el quite a las mafias. “Cuando el mercado es más pequeño es porque sencillamente no hay tanta demanda, no hay tanta gente organizada produciéndolo, entonces no hay una mafia. Como pasa con el del DMT, hay muy pocas personas que consumen DMT en comparación con la cocaína”, dice Marcos. En el caso de la cocaína, cuya demanda mundial ha aumentado un 30 % entre 2011 y 2016 según el Informe Mundial sobre las Drogas 2017 presentado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), se requiere de una organización y una cadena de producción que va más allá de un químico, que conozca Álvarez Rodríguez los pasos de la producción. : Santiago a fí ra g to Fo Preguntando por alguien que vendiera DMT o LSD de manera independiente, con-
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Cuando se vende droga, ser precavido puede significar no ir a la cárcel o evitar una retaliación violenta. El homicidio del tatuador Juan David Rendón Betancur, en el occidente de la ciudad, evidencia el peligro de ser un deeler por fuera de las mafias del narcotráfico. Según informó El Colombiano, en el artículo “Oficina de sicarios dejó su huella en Laureles”, este joven de 27 años fue asesinado el 29 de mayo por un grupo que controlaba el expendio de drogas en ese sector. La nota relata como los sicarios fingieron ser clientes que querían comprar éxtasis y 2CB. Cuando Rendón llego al lugar de encuentro, la banda lo capturó, extorsionó y posteriormente lo asesinó. ¿Por qué? Porque alguien estaba comerciando droga sin su permiso. El cuerpo fue encontrado con 34 heridas causadas con un destornillador. Las alternativas para evitar dinámicas ilegales al comprar drogas son pocas. Para el coronel Rodríguez es poco posible que existan mercados alternos a las mafias. “Todo el narcotráfico es una mafia, es decir, está directamente ligado”. Marcos opina diferente y dice que todo depende de la droga y las dinámicas propias de la producción y comercialización. En el caso de la marihuana aunque el autocultivo es permitido en un contexto urbano puede ser complejo pues muchas personas no tienen ni los conocimientos, ni las condiciones materiales para autocultivar, lo que se mezcla con el estigma que carga esta planta, explica Adrián Restrepo. El profesor agrega que la situación es más compleja para las drogas que necesitan procesos sintéticos o químicos de alguna clase como el LSD, el éxtasis, el DMT o la cocaína, ya que requieren de una producción que implica todo un proceso de laboratorio. En la conversación, Marcos me reiteró que “hay sustancias que se mueven mucho entre esa línea, pueden estar legales e ilegales al mismo tiempo”. Habla, por ejemplo, de la ketamina cuya producción es mayoritariamente farmacéutica, pero su comercio en el mercado negro es ilegal. Pero más allá de la legalidad están las cadenas de producción vinculadas a las mafias. Para Marcos, es casi imposible encontrar un gramo de cocaína que en algún punto no haya tenido que ver con alguna parte de esta cadena: cultivo, procesamiento, transporte y comercialización. Es importante entender que en Colombia “el consumo no es legal, sino que está despenalizado”, afirma Adrián Restrepo. Por eso Diego, Edwin y Marcos como consumidores no son penalizados, pero al tratar de abastecerse comprando a conocidos o en la deep web, donde pueden estar negociando con carteles o con químicos independientes como El Capi, sus actividades son tan ilegales como las de cualquier jíbaro aunque no sean dealers que vivan de vender sustancias ilícitas, aunque busquen calidad en lo que consumen, aunque no sean una mafia, aunque traten de evitar la sangre detrás de las drogas. *Los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las personas involucradas.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
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#MedellínDream
¿sin
Drogas
?
mafias Santiago Rodríguez Álvarez santiago.rodrigueza@udea.edu.co
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Parce, yo empecé yendo a la plaza. En la Sebastiana yo compraba pangolitos de quinientos. Después me pasé al Burro que quedaba al frente, en los billares de la Magnolia, pero ya compraba cripys a cuatro luquitas”, me contó Diego* mientras nos tomábamos una cerveza en su casa. Como la mayoría de los consumidores, cuando empezó a fumar marihuana, a los quince años, compraba en cualquier esquina de los barrios donde vivía. Alto, de cabello largo, contextura delgada y veinticuatro años, es estudiante universitario y trabaja en la empresa de su familia. Vive con su hermano y en su casa mantiene varios frascos de vidrio de diferentes tamaños que a través del cristal dejan ver en el interior las flores del cannabis conocidas como moños. En los últimos ocho años, Diego también ha llegado a consumir recreativamente LSD, tusi (2CB), hongos y otras drogas; actualmente solo fuma hierba o weed como él le dice. “Yo aprendí a ir a una plaza a comprar, pero con el tiempo fui conociendo a gente que, por su interés, tenía muchos conocimientos sobre el cannabis. Por ellos me empecé a dar cuenta de que la weed que venden en esas plazas es, primero, de mala calidad, porque para que llegue desde el Cauca tienen que hacer unos procesos que dañan la calidad de los moños; segundo, hay una red criminal detrás para que eso llegue ahí, entonces pasan muchísimas cosas”, afirma Diego. La marihuana que se comercializa en las calles de Medellín efectivamente proviene del departamento del Cauca y del sur del país, según afirma el coronel Juan Carlos Rodríguez, subcomandante de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá. Este comercio está controlado por “diez Organizaciones Delincuenciales Integradas al Narcotráfico (Odín)”, nombre dado por la Fiscalía y la Policía a las estructuras criminales que controlan este negocio. “Estas, a su vez, buscan controlar grupos o bandas delincuenciales y con ellas hacer todo el trámite que tiene que ver con el microtráfico”, dice el coronel Rodríguez. Estas organizaciones aseguran con su aparato armado la distribución y los lugares donde se venden las drogas ilegales, especialmente marihuana y cocaína. De acuerdo con los registros de la Policía Nacional entre el primero de enero y el 31 de agosto de 2018 (antes de la implementación del decreto presidencial que permite el decomiso de la dosis mínima) se realizaron en Medellín 396 incautaciones de marihuana y 278 de cocaína. Sin embargo, ninguno de los moños que Diego guarda en frascos proviene del Cauca y tampoco ha pasado por ma-
No. 93 Medellín, noviembre de 2018
nos de organizaciones delincuenciales. Él se los compra a unos conocidos: dos hermanos que siembran orgánicamente en una finca en las afueras de la ciudad y quienes tienen clientes fijos, como Diego. Cada vez que Diego les compra se junta con otros amigos y se llevan una o dos libras para abaratar costos y minimizar riesgos. A su vez, él les vende a otras personas cercanas parte de lo que compra. “Aunque yo no lo veo como vender, es más como hacerles el favor porque yo soy el que conoce a la gente, el que va por ella. Yo no lo hago para ganar plata, no me interesa, lo que hago es fumar gratis”, dice. Si bien esta red de distribución entre amigos y conocidos es ilegal y se le podría catalogar como narcotráfico, tiene muchas diferencias con las dinámicas de control territorial y represión violenta de los combos del Valle de Aburrá. Una palabra es clave: mafia. Según la RAE la segunda definición de mafia es: “Cualquier organización clandestina de criminales”; y la tercera: “Grupo organizado que trata de defender sus intereses sin demasiados escrúpulos”. Por eso una organización criminal que ejerce un monopolio armado sobre el narcotráfico es básicamente una mafia de las drogas. En cambio, una red de abastecimiento entre conocidos difícilmente podría defender sus intereses por lo menos de un operativo policial. Pero en el marco de la guerra contra las drogas, explica Adrián Restrepo, profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, investigador y autor de varios artículos sobre la política de drogas en Colombia, la mayoría de los operativos policiales se realizan en contra del consumidor, recreativo o no, que porta su dosis personal o de aprovisionamiento. Esto enfrenta al consumidor que desea abastecerse no solo con las tensiones propias de las dinámicas ilegales de los combos, sino con las tensiones del accionar de la Policía. El profesor Restrepo afirma que estas tensiones se mantienen porque la línea entre lo legal e ilegal en materia de drogas es difusa en el país. “En Colombia tenemos una serie de contradicciones porque, internacionalmente y desde el Estado colombiano, el régimen sigue siendo de prohibición de las drogas y guerra contra ellas. Entonces, se abre una ventanita, como cuando la Corte Constitucional, mediante la Sentencia C-221 de 1994, despenalizó el consumo
Fotografía: Santiago Rodríguez Álvarez
y estableció las llamadas dosis mínimas, pero cae en contradicción con otras normas que penalizan el resto de la cadena, tanto en producción como en comercialización”, comenta. El decreto contra la dosis mínima firmado por el presidente Duque, y que empezó a regir el primero de octubre, ejemplifica esta contradicción.
*** Quince días después de hablar con Diego me reuní en la Universidad de Antioquia con Marcos*. También de veinticuatro años, pelo mono, vestido con unos jeans y una camisa tipo polo. Lo contacté después de comentarle a Diego que quería hablar con alguien que vendiera fuera de las plazas y de las grandes redes de narcotráfico, esas personas a las que usualmente se les conoce como dealers, un anglicismo que contrasta con el nombre popular jíbaro. Más que un dealer Marcos es un consumidor de drogas experto. “Yo he probado muchas sustancias diferentes: de laboratorio (producción farmacéutica) y hechas clandestinamente. La lista es un poco larga, hay muchas que solo las he probado una vez, pero las que he consumido regularmente son marihuana, LSD, hongos psilocibios, en ocasiones ketamina. También he probado la cocaína, pero mi sistema nervioso es muy sensible a los estimulantes”, cuenta. Después de terminar un pregrado en Estados Unidos volvió Medellín y actualmente trabaja con una empresa “americana”. En lo que respecta al comercio de drogas, mientras estudiaba en el extranjero cultivó y vendió marihuana. En Colombia también ha cultivado y, en ocasiones, ha vendido otras drogas.