De la Urbe Urabá 5

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2 Reportaje

La iglesia de la vieja Bellavista fue el escenario de la masacre del 2 de mayo de 2002. Al costado de su puerta principal, está la placa en honor a las víctimas.

Bojayá, una tragedia

contada y cantada

Texto y fotografía: Bertha Durango Benítez Estudiante de Comunicación Social - Periodismo bertha.durango@udea.edu.co

H

an pasado quince años desde aquella mañana en la que el Frente 58 de las Farc lanzó un cilindro bomba sobre el techo de la iglesia de Bellavista, en Bojayá (Chocó), y acabó con la vida de 79 personas y dejó heridas a otras 200. Durante mucho tiempo, aquella población atrateña había vivido en el anonimato. Pero ese 2 de mayo de 2002, los titulares de los noticieros nacionales le contaron al país y al mundo que allá, a más de 350 kilómetros longitudinales de Bogotá, había una población envuelta en llamas, cenizas y ríos de sangre. Y esas víctimas del abandono estatal y del conflicto armado que, día tras día, cobraba cientos de muertes, en un sector al que muchos ni siquiera hoy saben ubicar en el mapa, fueron visibles para el país. Con el paso del tiempo, los sobrevivientes y familiares de quienes fallecieron en esa masacre sintieron la necesidad de ser escuchados. El país y el mundo tenían que saber lo que en su pueblo había ocurrido. Algunos optaron por narrar lo sucedido a través de cantos, considerando que solo así podrían denunciar lo que había pasado sin poner sus vidas en peligro. Domingo Chalá tiene más de 70 años. Ha vivido toda su vida en Bojayá. No sabe leer ni escribir, pero en su memoria

No. 05 Junio de 2017

Eran las seis de la mañana, compadre, cuando sucedió un caso muy grave: sonó un fusil, sonó una AK, sonó una metralla, respondieron los paras, se pasaron a Bojayá y allá fue la cosa seria, se fue tejiendo el plomeo y la gente asustada. … Yo no lo puedo creer ni tampoco imaginar, que eso allá en Bojayá haya podido pasar. Lo ocurrido en Bojayá, Noel Palacios.

lleva intactas más de diez composiciones vallenatas. Entre ellas, El dos de mayo, canción que narra la masacre de Bojayá, la misma cuyas letras nacieron mientras recogía los muertos de la iglesia, tres días después de la explosión del cilindro bomba que acabó con la vida de sus vecinos y amigos. Domingo, entonces, canta: La Farc con la Autodefensa y ellos dos estaban peleando: la Farc lanzó una pipeta y cayó dentro de la iglesia. Lo que hicieron con mi pueblo, por Dios, no tiene sentido, matar tantos inocentes sin haber ningún motivo. Recuerdo que el dos de mayo, fecha que no olvido yo, pasó un caso en Bellavista, el mundo entero conmovió, cuando yo dentré a la iglesia y vi la gente destrozada, se me apretó el corazón, mientras mis ojos lloraban. Noel Palacios, en cambio, vive en Bogotá. Tenía diecisiete años cuando el miedo, las balas y el estruendo de las bombas invadieron su pueblo, acabando todo a su paso. Tras haber sobrevivido a la masacre, se desplazó a Vigía del

Fuerte. Varios días después, en la ducha, donde surgen las grandes ideas, le salieron las primeras letras de una champeta que, posteriormente, le permitió a muchas personas, no solo en Colombia sino en el mundo, conocer Lo ocurrido en Bojayá. “¿Cómo hago para dar a conocer al mundo lo que pasó? Si voy a un medio de comunicación no me van a dar la oportunidad y si me la dan, pues mi vida corre peligro”, pensaba Noel antes de que surgiera la letra de su canción. “Lo que yo quise con esta canción fue cantar o narrar lo que había sucedido el día de la masacre para que eso no quedara en el olvido”, dice. Máxima Asprilla, por su parte, había sido cantaora de alabaos tradicionales toda su vida. Pero después de estos hechos, se reunió con Luz Marina Cañola y otras veinte mujeres para conformar el grupo Cantaoras de Pogue. Estas mujeres se han dedicado a reconstruir la memoria de su pueblo y a sanar su dolor a través de sus lamentos, de sus lereos, de sus voces. Cantándole a la muerte para no morir ¿Cómo se puede explicar el hecho de que las personas, aun en situaciones difíciles, sientan la necesidad de cantar? Clara María Solórzano, musicoterapeuta y experta en medicina psicosomática, con más de 20 años de experiencia, lo explica: “Cantar es una necesidad humana, así como la necesidad de un abrazo. Aun en situaciones adversas, esa necesidad de expresarse a través del canto está latente. La música es muy positiva, le brinda a la persona una herramienta de expresión y comunicación”.


3 Y esa necesidad es, además, una respuesta al dolor. Una forma de sanar y de hacer duelo. Según Solórzano, una forma de hacer terapia. “Cuando una persona comunica lo que está viviendo, acelera el proceso [de duelo]. La idea es que la gente pueda compartir esta carga emocional para que disminuya”, explica. En 2012, cuando se conmemoró el décimo aniversario de la tragedia en Bojayá, las Cantaoras de Pogue entonaron un canto en el que, además de hacer un recorrido por los hechos de ese fatídico 2 de mayo, le pedían a los periodistas no olvidar la masacre: Un décimo aniversario y esto quedó pa’ la historia, díganle a los de la prensa que no borren la memoria…, que se acabe la violencia en el río e Bojayá, que se acabe la violencia, no vuelvan más por acá. A través de la música, los sobrevivientes a la masacre de Bojayá han podido alejar el dolor y atenuar los recuerdos. Han batallado contra el silencio denunciado, contando y cantando la historia muchas veces para que esos actos no se repitan. Noel Palacios, en la fría y ruidosa capital colombiana, con las manos cruzadas para controlar el frío, afirma que de no haber sido por sus cantos, quizás hubiera terminado enloqueciéndose. “Esa canción me ayudó, de alguna forma, a liberarme, a desahogarme. Por medio de esa canción, yo pude hacer un duelo; si yo no hubiera hecho esa canción, tendría mucho rencor, mucho dolor. En este momento, yo ya no siento eso”. Máxima siente lo mismo que Noel. Dice que gracias a la música ha podido liberarse del rencor para seguir avanzando en la búsqueda del perdón. “Empezamos a hacer letras para que el mundo conociera la tragedia y también para que el Gobierno nacional se diera cuenta de que Bojayá era un municipio muy olvidado y a raíz de eso fue que murió tanta gente”, dice. Alejandro Tobón Restrepo, magíster en Estudios Culturales, músico de profesión y doctor en historia de América Latina, explica el papel de la música y, especialmente, el de los alabaos para narrar la historia: “El hombre construyó la música como una herramienta para decir lo que piensa, cree y construye a lo largo de la historia”. Y añade que cada cultura escoge los elementos a través de los cuales se expresa musicalmente “y cuando los escoge, estos empiezan a trascender en el tiempo”. Porque la música permite, a través de un ritmo, la recordación de las palabras.

Bojayá, la imagen de unos niños y una frase en mayúsculas que dice: “Quien cuida y guarda la memoria, cuida y guarda la vida”. La iglesia, pintada de blanco y mostaza, generalmente permanece cerrada. En las paredes de su interior, hay tres fotos del reportero gráfico Jesús Abad Colorado que muestran el dolor tres días después de la masacre. Es imposible estar allí y no sentir cómo se agita el corazón. Al lado de la puerta de la iglesia, hay una placa donde puede leerse el sentir y el compromiso del pueblo con sus muertos y con la vida misma: “Cuando viajamos por nuestro río, cuando caminamos por nuestro pueblo, cuando nos congregamos en este templo y recordamos el 2 de mayo de 2002, entonamos un canto de esperanza para que estos hechos no se repitan y podamos danzar con la alegría de vivir en mundo sin violencia. En memoria de nuestros hermanos martirizados en este templo”.

“Esa canción me ayudó, de alguna forma, a liberarme, a desahogarme. Por medio de esa canción, yo pude hacer un duelo; si yo no hubiera hecho esa canción, tendría mucho rencor, mucho dolor. En este momento, yo ya no siento eso”.

Hoy son cantos de paz El 26 de septiembre de 2016, las voces de Luz Marina, de Máxima y de otras ocho cantaoras retumbaron en el Centro de Convenciones de Cartagena. Allí, las Farc y el Gobierno firmaban el Acuerdo de Paz que habían pactado en La Habana semanas antes. Su lamento, convertido en canto, les recordaba a los victimarios las épocas crudas de la guerra en el Chocó, cuando sus habitantes no podían ir tranquilos a ningún lado. Ante las miradas expectantes de los asistentes, esas diez mujeres vestidas de blanco y negro, en representación de las víctimas del conflicto, usaron su voz como un instrumento de perdón a sus victimarios. Para estas cantaoras, cualquier hecho que contribuya a la paz es motivo de un nuevo alabao. Es por eso que luego del acuerdo, del triunfo del NO en la refrendación de la negociación y de que el presidente Juan Manuel Santos recibiera el Premio Nobel de Paz, buscaron las palabras exactas para manifestar su apoyo a la construcción de una paz estable en Colombia. Pero no solo le han manifestado su apoyo al primer mandatario en sus intenciones de lograr una salida negociada al conflicto. Sus cantos también le cuestionan una solución a la situación que enfrentan por otros grupos armados que, tras la salida de las Farc, ganan espacio en su territorio. Allí en Cartagena, frente a la mirada del mundo, cantaron: Oiga, señor presidente, hágasenos para acá, y con esos otros grupos, díganos qué va a pasar. Estribillo extremo, extremo, nosotras queremos paz y por esas alabanzas es que hemos venido acá. Hasta siempre Bojayá Las casas y las calles del viejo Bojayá solo viven en el recuerdo de los sobrevivientes de la masacre. Desde la orilla del río Atrato, un camino de cemento cubierto por maleza conduce a la iglesia. Al lado izquierdo, se observa una casa de madera alzada sobre zancos o estacas que apenas se sostiene. Sobre ésta, hay una pancarta con el mapa de

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


4 Opinión Editorial Comité editorial: Patricia Nieto, Ana Cristina Restrepo Jiménez, Heiner Castañeda Bustamante, Raúl Osorio Vargas, Gonzalo Medina Pérez Dirección: César Alzate Vargas Dirección edición regional: Juan David Ortiz Franco Asistencia editorial edición regional: Wilmar Vera Zapata y Eliana Castro Gaviria Equipo de redacción: Bertha Durango, Alejandra Machado, Enrique Mena, Dayana Asprilla, Daniela Torres, Karen Bejarano, Sebastián Puerta, Sebastián Campo, Aura María Estrada, Liseth Zúñiga, Lina María Arias, Karen Vinasco, Gladys Seña, Edwuin Solar, Yarley Cuesta, Liseth Zúñiga Corrección de estilo: Alba Rocío Rojas León Diseño gráfico: Sara Ortega Ramírez Impresión: La Patria, Manizales Circulación: 2.500 ejemplares Sistema Informativo De la Urbe Coordinación general y de Radio: Alejandro González Ochoa Coordinación Televisión: Alejandro Muñoz Coordinación Digital: Walter Arias Coordinación Especiales y regiones: Juan David Ortiz Franco Corresponsal en Urabá: Juan Arturo Gómez Tobón Calle 67 N° 53-108, Ciudad Universitaria, of. 12-122 Tel: (57-4) 219 5912 delaurbe.udea.edu.co delau.prensa@gmail.com facebook.com/sistemadelaurbe twitter.com/delaurbe Medellín, Colombia Acorde a los postulados sobre derecho a la información y libertad de expresión consagrados en la Constitución Política y las leyes de Colombia, las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia ni al Sistema Informativo De la Urbe. Universidad de Antioquia Mauricio Alviar Ramírez, Rector Edwin Carvajal Córdoba, Decano Facultad de Comunicaciones Juan David Rodas Patiño, Jefe Departamento de Comunicación Social

Capítulo Antioquia

ISSN 16572556 Número 05 Junio de 2017

Fotografía de portada: Alejandra Machado

No. 05 Junio de 2017

¿Para qué hacer periodismo en la región?

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n la foto de portada de este periódico se ve a un hombre sentado sobre una vieja banca de madera. No presta atención a la cámara. Su mirada no refleja un sentimiento en particular. Descansa, tal vez espera. A su espalda, una casa abandonada. La devora la maleza. Hay una puerta vieja, roída. A un costado, sobreviven unas cuantas letras escritas con aerosol: “Vote UP”. La casa es la antigua sede de la Unión Patriótica (UP) en San José de Apartadó. Esa fue la sigla de la esperanza para cientos de campesinos de ese corregimiento que, durante años, vieron pasar la guerra frente a sus rostros y, a finales de los ochenta, encontraron en ese movimiento político una alternativa para construir su propio futuro a fuerza de votos e ideas. En esa sigla coincidían las posturas de varias corrientes de izquierda. Algunas de ellas apostaban por dejar las armas y lograr un espacio en la política electoral, otras más hallaban un mecanismo de participación que hasta entonces les había sido esquivo. Entre los habitantes de San José calaron esas ideas. Por eso, los tildaron de guerrilleros, los criminalizaron, los persiguieron, los exterminaron. Sus montañas y sus caminos se convirtieron en un territorio en disputa. Paramilitares, guerrilleros y fuerzas del Estado empezaron una guerra a muerte que tuvo en la mitad, siempre, a la población civil. Los campesinos fueron blanco de todos los bandos. No se alcanza a ver en la foto, pero a la izquierda del lugar donde descansa el campesino se levantó la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. Una vieja casa de dos pisos fue el resguardo de un grupo de pobladores del corregimiento que, cansados de poner los muertos, decidió cortar cualquier contacto con los actores armados.

La estigmatización se agudizó. También la persecución contra esos campesinos que creaban una “república independiente”, como dijeron alguna vez las mismas autoridades que nunca habían puesto un pie en ese territorio, porque la presencia del Estado allí fue —sigue siendo— apenas un fantasma vestido de camuflado. Hoy, las lógicas del conflicto en San José han cambiado: otras siglas, otros actores, otros intereses. Mientras tanto, las condiciones que permitieron que el conflicto encontrara allí un terreno fértil parecen inalteradas. Eso y los antecedentes de una comunidad señalada, perseguida y victimizada, abre más espacio a la desconfianza que a la esperanza. Y entonces, ¿por qué contar esas historias?, ¿no es revivir el dolor?, ¿no es quedarse en el pasado? No. De la Urbe llega a su quinta y última edición regional en Urabá con muchas más preguntas que certezas, pero con la seguridad de que hacer periodismo es una decisión ética y política. Implica, pues, contar la guerra y la paz, contar el deporte y la cultura, contar el orgullo de una región, contar sus esperanzas y potencialidades, pero no puede voltear la mirada frente a los problemas porque, quizá, la mejor forma de enfrentar los miedos es nombrarlos. De la Urbe cierra sus páginas impresas en Urabá porque se acerca el fin de un ciclo académico. Los estudiantes de Comunicación Social – Periodismo que escribieron las historias de estas cinco ediciones terminan sus estudios y el periódico sigue su rumbo en Medellín —como lo hace desde 1999— y en otras regiones. Nos vamos, sí, pero con la esperanza de que lo construido en las clases y en estas páginas haya sido un aporte al pensamiento crítico. Para que surjan más voces, más miradas, más opiniones. Sobre todo, para que las preguntas no se detengan.

Suicidios:

un fenómeno grave e invisible Edwuin Solar Escalante Estudiante de Comunicación Social – Periodismo edwuin.solar@udea.edu.co

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egún un informe emitido en 2015 por la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año se suicidan alrededor de 800.000 personas en el mundo; lo que convierte al suicidio en la segunda causa principal de muerte en personas con edades entre quince y veintinueve años. Apenas el año pasado, esta fue la cuarta causa de muertes violentas en Colombia, registrando un índice nacional de 5,22 suicidios por cada 100.000 habitantes mayores de cinco años. Cuando el fenómeno se desborda, los profesionales en salud pública lo categorizan como una “epidemia social”. Además, los intentos de muerte autoinflingida son veinte veces más frecuentes que los decesos (por violencia o fallecimiento natural). Anualmente, la OMS registra alrededor de novecientos mil intentos de suicidio en el mundo. Frente a eso, Colombia encara un devastador panorama, tanto que el Ministerio de Salud, en su Plan Decenal de Salud Pública 2012-2021, categorizó el suicidio como un tema de vigilancia prioritaria. Sin embargo, en departamentos como Antioquia —que en 2014 tuvo el mayor índice nacional de suicidio, con 37 casos— el registro y seguimiento a dicho fenómeno ha resultado ineficaz. En Urabá, por ejemplo, dicho registro es casi nulo, además de inasequible. Pero no lo es por falta de casos, sino porque para que la Fiscalía categorice el fallecimiento como un suicidio propiamente dicho, es necesario que este

haya sido notificado como tal por el Instituto de Medicina Legal, que a su vez es informado oficialmente por la Policía Nacional cuando se presentan esos casos. Pero que haya un debido proceso —por muy engorroso que sea— no es el problema. El meollo del asunto radica en que, al consultar los índices y la caracterización de cada caso, Medicina Legal solo dispone de una desactualizada base de datos de la región. Sus cifras, además, no coinciden, por ejemplo, con los más de veinte casos que registró el periódico La Chiva de Urabá el año pasado en la zona. Por otra parte, en lo que respecta a las otras instituciones que abordan el problema, la información oficial es escandalosamente nula. En alcaldías como la de Carepa, la autoridad sanitaria no solo no da cuenta del seguimiento al fenómeno, sino que la Secretaría de Salud y de Gobierno le delega esa tarea a la Policía local. Esa autoridad, a su vez, dice no estar en la facultad de asumir esa labor, porque “no es un ítem calificable” dentro de la institución, según palabras del subintendente José Silverio Saldaña Galvis, coordinador logístico de la estación de policía de Carepa. Para rematar, la Fiscalía de Apartadó señala que no maneja un registro computarizado de suicidios en la región, y que para obtener cifras precisas habría que revisar caso por caso en su vasto archivo físico; cosa que esa institución dice no estar en capacidad de hacer. Así las cosas, es casi imposible determinar a ciencia cierta la magnitud del fenómeno del suicidio en Urabá. Y sin caracterizar de manera integral lo que los expertos entienden como un fenómeno multifactorial, es prácticamente inútil implementar cualquier estrategia de prevención pues, aunque llena las páginas de los periódicos, los registros oficiales siguen en blanco o sin sistematizar. Técnicamente, el problema no existe.

Medicina Legal solo dispone de una desactualizada base de datos de la región. Sus cifras, además, no coinciden, por ejemplo, con los más de veinte casos que registró el periódico La Chiva de Urabá el año pasado en la zona.


Opinión

El precio del futuro de Urabá

Le cumplieron a Yuberjen

Sebastián Puerta Ortiz Estudiante de Comunicación Social – Periodismo sppuerta@gmail.com

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omo urabaense me siento preocupado por el futuro de mi región. Los ojos del país, en una gran medida, están puestos en este territorio. Claro: tres puertos, las Autopistas para la Prosperidad, una “ciudad del futuro” y el nuevo aeropuerto de Necoclí hacen que el territorio que antes era considerado como uno de los epicentros del conflicto armado en Colombia, sea hoy visto como lo denominó alguna vez el exgobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur: “La mejor esquina de América”. Al parecer, se avecina un futuro prometedor. Cambios estructurales que atraerán inversionistas nacionales y extranjeros. Afluencia de turistas que querrán conocer las playas de Turbo, Necoclí, San Juan y Arboletes (y que seguro también quieran embarrarse en el volcán). Tal vez, más apoyo por parte del Gobierno nacional para consolidar la nueva cara comercial de la zona. Todo eso está bien, pero aún hay algo no me deja dormir tranquilo: ¿quién realmente se verá beneficiado de tales proyectos?, ¿los urabaenses sí nos estamos preparando de la manera adecuada para aspirar a cargos importantes en esos nuevos sectores?, ¿vendrán personas de otros lugares a administrar los dineros que traerá el “progreso” a la región?, ¿qué tan grande se hará la brecha entre ricos y pobres después de esas obras?

No vale la pena tanta infraestructura si, para lo único que contarán con los habitantes de la región, será para usarlos como mano de obra barata y no calificada. Tampoco quiero pensar que la “ciudad del futuro”, ese nuevo desarrollo habitacional que se construirá en Necoclí, sea como el gran gallinero cercado que describe Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, aquel donde vivían los dueños de la empresa bananera, alejados de Macondo y, aun estando en la misma tierra, en un mundo distinto, sin interacción alguna con la gente “del común”. Con miedo y desconocimiento mutuo. Está claro que históricamente el país tiene una gran deuda con Urabá. Pero, quizás, todos hemos entendido mal las cosas, porque la tierra urabaense siempre ha sido codiciada. La deuda es con sus habitantes, con los que aguantaron la violencia y el despojo y hoy quieren ver a sus hijos y nietos vivir mejor, con garantías y esperanza de que esas historias no se repitan nunca más. Educar y construir esos cambios junto a la gente es lo primero que deberían pensar quienes lideran estos proyectos. ¿Para qué tanto cemento y varillas si nosotros los urabaenses no le vamos a sacar provecho a lo que se viene cuesta arriba, a ese futuro promisorio que nos presentan? Es momento de que la comunidad de Urabá no trague entero, de que nos cuestionemos y que no pase como con los peajes instalados en la vía Panamericana, que despertamos cuando el monstruo ya estaba lamiéndonos los pies. Bienvenido el progreso a Urabá pero no quiero ver a la región convertida en una Buenaventura en el Caribe.

No vale la pena tanta infraestructura si, para lo único que contarán con los habitantes de la región, será para usarlos como mano de obra barata y no calificada.

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Aún no ha se ha cumplido el primer año desde que Yuberjen Martínez ganó la medalla de plata en los Olímpicos de Río y la ministra de Vivienda le anunciara que el Gobierno Nacional le regalaría la casa con la que tanto soñó y trabajó en la competencia. Muchos fueron escépticos ante la promesa, sin embargo y contra todo pronóstico, el pasado 5 de junio en Chigorodó, la mamá del boxeador, con ministra y alcalde a bordo, cortó la cinta como símbolo de la inauguración de Villa Neila, la nueva casa de la familia Martínez Rivas. Aunque en otras ocasiones las promesas para los deportistas se han quedado solo en discursos, esta vez le cumplieron a Yuberjen.

Bienestar universitario, ¿derecho o privilegio?

En la U. de A. seccional Urabá, la lógica del bienestar parece estar invertida: la universidad dispone una buseta para transportar hasta Apartadó a los estudiantes que fueron trasladados de la sede Jesús Mora, de Turbo, por las inundaciones constantes que impedían el desarrollo de las clases. Sin embargo, la buseta nunca viaja con el cupo completo y, aun así, bajan a todo estudiante que no esté en ese convenio, pese a que tenga que hacer el mismo recorrido. Dicen los encargados que así son los procesos, que el protocolo, que la formalidad. Pues eso de que las secretarias y el personal administrativo sí pueda viajar en esa misma buseta, mientras los estudiantes piratean hasta de noche, parece que no pasa por los protocolos ni por la formalidad.

Es como tenerla, pero muerta

¿De qué le sirve a Carepa, el municipio modelo de Urabá, ser uno de los cuatro con el agua más potable del país en 2016 (según el Índice de Riesgo de Riesgo de la Calidad del Agua) si el servicio de acueducto es suspendido casi dos terceras partes del día en pleno casco urbano? ¡Hasta los domingos sin agua! Así las cosas, mejor no tener agua muy potable, pero tenerla las 24 horas del día.

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6 Informe

¿Por qué San José de Apartadó sigue siendo la ruta de los guerreros?

Las Autodefensas Gaitanistas, rebautizadas como Clan del Golfo por el Gobierno, están ocupando un territotorio que, por muchos años, fue un fortín del Quinto Frente de las Farc.

En el casco urbano del corregimiento están las bases del Ejército y la Policía. En la actualidad, los uniformados permanecen entre la población civil.

territorio. Entre esos colonos, había un grupo de auto-

Texto y fotografía: Alejandra Machado defensas, campesinos sin formación militar que velaban por la seguridad. El Quinto Frente de las Farc nació de Estudiante de Comunicación Social – Periodismo ese grupo de campesinos armados y terminó siendo un alejandra225588@gmail.com

¿Qué va a pasar con el paramilitarismo en San José? Ellos dijeron que van a ocupar los terrenos que ustedes dejen”, le cuestionaba un campesino a alias Patiño, guerrillero del Quinto Frente de las Farc, quien, meses antes del plebiscito que terminó rechazando el Acuerdo de Paz de La Habana, había reunido a cientos de pobladores de San José de Apartadó para explicarles lo negociado entre el Gobierno y dicha guerrilla. Pero esa no fue la única preocupación de los campesinos, también le preguntaron a ‘Patiño’ quién cumpliría las funciones de las Farc en ese territorio: “Cuando ustedes se vayan, ¿quién nos va a cuidar y a resolver los problemas internos con esos personajes difíciles?”, insistían. El guerrillero les aseguró que, con la puesta en marcha del Acuerdo, el Gobierno intensificaría los operativos en contra de las bandas criminales y reforzaría la presencia institucional en la zona. Una presencia que ha sido insuficiente desde que la gente de San José tiene memoria. Desde su fundación, San José fue un caserío con una marcada tendencia política de izquierda que facilitó la expansión de las Farc en ese territorio y terminó por involucrar a los civiles en el conflicto armado. Alberto López, activista del Partido Comunista, fue quien lideró, entre finales de los 60 y principios de los 70, el primer asentamiento de unas diecisiete familias en ese

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“Frente madre” del que, años después, nacieron los Frentes 18, 34, 35, 36, 37, 47, 57 y 58, que se expandieron por Antioquia, Córdoba y Chocó. Por medio de su “quehacer” político, las Farc lograron consolidar en San José sus bases sociales y, cuando nació la Unión Patriótica, tuvo un apoyo importante en el corregimiento. “La gente de allá estaba alineada con los principios de la Unión Patriótica. Con San José, nosotros asegurábamos tres concejales. Pero la UP siempre fue estigmatizada porque nació de las Farc y San José era punto de referencia guerrillera”, explica Jorge Restrepo, exmilitante de la UP. En este territorio, las Farc establecían las reglas del juego. Eran “la institucionalidad dentro de un territorio que no tiene institucionalidad”, así lo explica un campesino del sector. Para él, sin la presencia de la guerrilla el corregimiento hubiese sido “un descontrol”. Felipe Otagrí, otro líder campesino de San José, recuerda cómo la guerrilla “ejercía controles de convivencia y desarrollo comunitario, hacía limpieza de caminos, integraciones con deportes, fiestas y arreglaba las escuelas ante el abandono del Estado. Muchas diferencias interpersonales las resolvían las Farc porque eran los presentes de carne y hueso en el territorio”. Antes de 1990, el Ejército Nacional no había logrado diezmar considerablemente el accionar de la guerrilla en el territorio. De hecho, en medio de la confrontación entre Ejército y Farc, la guerrilla contó con el respaldo de gran parte del campesinado. La desconfianza hacia la Fuerza Pública era y es una constante porque, según los campesinos, su actitud hacia la población civil siempre fue “agresiva y victimizante”.

A finales de los 80, con la llegada de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) a la región, la violencia aumentó y este corregimiento se convirtió en un campo de batalla donde los civiles eran señalados por los grupos armados como colaboradores del bando enemigo. Y ese control territorial que ejercían las Farc fue el mismo que dio paso a la estigmatización, las muertes selectivas y las masacres; todo ello como parte de un plan de exterminio en contra de la UP, la guerrilla y sus “auxiliadores”. Pero también enmarcado en mantener la “soberanía” de las Farc. En 1997, un grupo de campesinos, cansados de los señalamientos y de estar en medio de enfrentamientos, decidió declararse neutral ante el conflicto armado que vivía la zona. Se encerraron en una casa de dos plantas en el centro del casco urbano y pidieron a los actores armados no involucrarlos en la guerra. Sin embargo, esa postura no fue respetada y, desde entonces, el conflicto ha cobrado la vida de 336 miembros de la Comunidad de Paz, que hoy está ubicada en San Josecito, a cinco minutos del casco urbano del corregimiento. En medio de la confrontación generada por la entrada de los paramilitares, la guerrilla también asesinó a pobladores del corregimiento que, supuestamente, les daban información a sus enemigos. De acuerdo con los registros de la Fiscalía General de la Nación, entre 1996 y 2005 los actores armados dejaron 343 hechos victimizantes en San José. De estos casos, 107 fueron presuntamente de la autoría de las Farc. Al Ejército, se le atribuyen 42 casos y otros 25 cometidos en connivencia con los paramilitares; 169 más fueron, aparentemente, cometidos por las Autodefensas.


7 Ser campesino en medio de la guerra En San José de Apartadó, el conflicto condicionó a los campesinos que han tenido que convivir con los grupos armados e incluso establecer relaciones con ellos bien sea por simpatía, por miedo o por costumbre. Esto, a la luz de especialistas en temas de conflicto armado y derechos humanos, como Ariel Ávila y Pablo Angarita, es una forma de adaptarse a las condiciones del territorio, por lo que en este contexto no cabe el término de “campesino ilegal”, que en ocasiones han tratado de acuñarle a esa población. “Una cosa es una conducta ilegal y otra es poner una marca de ilegal. No por eso merecen ser estigmatizados y excluidos de la sociedad. El Estado debería tenderles la mano y brindarles ofertas para construir con ellos la legalidad”, explica Angarita. Esto, pues los campesinos que simpatizan con los ideales de las Farc lo hacen, en parte, por la funcionalidad que tuvo este grupo armado en la zona y por el reconocimiento del mismo como una “institución” con más credibilidad que muchas de las instituciones del Estado. También, porque pese a su condición de ilegalidad, las Farc, a diferencia del Gobierno, estuvieron siempre presentes en el territorio. Pero en los últimos meses, el panorama ha cambiado. Tras la salida de las Farc hacia las zonas de desarme, el Clan del Golfo —nombre que le da el Gobierno a las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia— pretende copar el territorio y “suplir” las funciones que tenía la guerrilla. Posiblemente porque esa favorabilidad que tuvo la guerrilla en el territorio facilitó su expansión en la zona. Fredy Vidal, presidente de la Junta de Acción Comunal de San José, asegura que los ‘paras’ están utilizando “estrategias para que nosotros sigamos metidos en una guerra que no queremos. ‘Enamorando’ al campesino, diciéndoles que ahora ellos les pueden comprar la droga y que se acostumbren a vivir con ellos”. Para el alcalde de Apartadó, Eliécer Arteaga, la presencia de esta organización en el territorio “es un riesgo que no podemos permitir”. Por lo que insiste en que el mayor reto del Estado es impedir que los campesinos se dejen atraer otra vez por grupos armados. “Con desmovilizar a los hombres armados no se soluciona nada, sino con la presencia del Estado y no solo con Ejército y Policía. Hay que mirar cuál es la inversión que vamos a hacer: estas veredas tienen de atraso los mismos años que tenemos nosotros de guerra en Colombia”, dice Arteaga. ¿Qué tiene ese territorio para ser tan disputado? Para el comandante de la Policía de Urabá, Luis Soler, el interés de los grupos armados en San José se centra en

mantener las rutas del narcotráfico. “Como lo hicieron las Farc en su momento, hoy el Clan del Golfo pretende hacerlo. O, seguramente, hay intereses para que, por el contrario, no entre el Clan del Golfo. Porque no se nos olvide que esa zona es históricamente de las Farc”, dice el coronel. Soler argumenta que Urabá no tiene grandes cultivos de hoja de coca como sí los tienen Córdoba y Bolívar. “Sí han sembrado; pero, más que eso, son rutas de control para salir hacia el mar”, explica. Y añade que San José es un territorio con una ubicación estratégica que conecta a Urabá con Córdoba y tiene salida al Golfo de Urabá por el río Mulatos. El territorio del departamento de Córdoba que conecta con San José es Saiza, corregimiento de Tierralta, a ocho horas de camino por una trocha que no es muy conocida. Esa población es atravesada por el río Verde que, según los campesinos del sector, es navegable en la parte alta y es el lugar donde “los comandantes de los Frentes 5, 34 y 58 han tenido sus fincas”. Ese río se convierte en el río Sinú que desemboca en el mar Caribe. “La comunidad sabe. Siempre han estado ahí y se ha entendido que hay campamentos estratégicos”, dice un líder campesino de San José de Apartadó. Pero Saiza no es la única ruta estratégica que conecta con San José. Al norte, limita con el corregimiento de Nueva Antioquia, en Turbo, por la vereda Rodoxalí. En esta última, según el Informe de Riesgo N.° 022-15 de la Defensoría del Pueblo, emitido el 5 de noviembre de 2015, el Clan del Golfo habría construido 48 viviendas y una vía carreteable hasta Turbo. Todo ello da cuenta de que, desde hace décadas, esa región ha estado en el centro de los intereses de las organizaciones armadas que han hecho presencia allí. Pero también en la actualidad, los campesinos, en medio de las disputas que eso genera, han tenido que someterse a las lógicas de la guerra. San José de Apartadó, Saiza y Nueva Antioquia tienen en común una historia atravesada por la disputa territorial entre guerrillas y paramilitares. Hoy, lo que en un tiempo fueron territorios que controlaban las Farc, son copados por otra organización que también quiere imponer sus propias reglas.

En 1997, un grupo de campesinos, cansados de los señalamientos y de estar en medio de enfrentamientos, decidió declararse neutral ante el conflicto armado que vivía la zona. Se encerraron en una casa de dos plantas en el centro del casco urbano y pidieron a los actores armados no involucrarlos en la guerra.

La Comunidad de Paz de San José de Apartadó reúne a un grupo de campesinos del corregimiento que decidió declararse neutral ante todos los actores armados presentes en su territorio.

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8 Análisis

Así es hacer

periodismo en Urabá Yarley Cuesta Moreno Estudiante de Comunicación Social - Periodismo stefay03@gmail.com Liseth Zúñiga Batista Estudiante de Comunicación Social - Periodismo liseth2193@gmail.com Fotografías: Enrique Mena Moreno

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l 3 de mayo, desde 1993, se celebra el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Según la Unesco, una oportunidad para evaluar la situación del ejercicio de informar en el mundo, celebrar los principios fundamentales del periodismo, defender los medios de comunicación de los atentados contra su independencia y rendir homenaje a quienes han perdido la vida en el cumplimiento de su deber. Sin embargo, de acuerdo con el reporte entregado por la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), en Colombia el panorama no es alentador. En lo que va de 2017 han sido reportadas 128 agresiones a periodistas y medios de comunicación, que han tenido como blanco a 155 reporteros. Antioquia es uno de los casos más críticos. Desde finales de los 70 han sido asesinados veinte periodistas. En los últimos cinco años fueron asesinados Luis Eduardo Gómez (2011), acribillado en una céntrica calle de Arboletes; Luis Carlos Cervantes (2014), en medio de un complejo caso que incluyó su actividad periodística y sus vínculos con cuestionados sectores políticos; y Edinson Molina (2015), quien no solo era la voz más crítica de Puerto Berrío, también era abogado y había interpuesto más de 70 denuncias contra la administración municipal por corrupción. Además de los asesinatos selectivos, la autocensura afecta a todo el departamento y son escasos los espacios comunicativos para los periodistas que se dedican a la investigación y a la denuncia. Esto resulta especialmente evidente en las regiones del Urabá y del Bajo Cauca. Autocensura e intimidación “El periodismo aquí todavía se ejerce con miedo, ese temor es el que te lleva a la autocensura porque el Estado no te protege ni te acompaña a meterte a ciertas zonas. Es más, las mismas autoridades se encargan de meter la mano y tratar de presionarte para manipular tu trabajo porque no les conviene lo que se debe contar”, asegura Raúl Pérez, reportero de Teleantioquia Noticias en la región desde hace 10 años. Y agrega que “todos los sectores políticos, sociales, económicos y culturales quieren manipular la información e intervenir en el oficio”. Por su parte, el comunicador social – periodista egresado de la Universidad de Antioquia, Jairo Banquet, director del periódico La Chiva de Urabá y de la emisora comunitaria Antena Estéreo, afirma que “los periodistas nos hemos acomodado, hemos aprendido a vivir con la censura y con la autocensura, hemos aprendido a saber qué tocamos y qué no tocamos: como dice por ahí el dicho, el mico sabe en qué palo trepa”. Sus palabras no están muy desconectas de su situación personal, pues el mismo Banquet fue condenado por el delito de concierto para delinquir agravado por su vinculación como “promotor y coordinador” en el proyecto político “Urabá Grande, Unido y en Paz”, que fue orquestado a principios del 2000 por Freddy Rendón Herrera, alias El Alemán, comandante del bloque Elmer Cárdenas de los paramilitares. Paola Padierna, quien trabaja para la estrategia radial Aló EPM, dice que “el gremio informativo de Urabá no tiene garantías. Tú solito te atienes a las consecuencias. En Urabá, los periodistas no tienen una entidad que los represente, que los proteja, no estamos asociados, no tenemos una corporación, no nos hemos unido, no tenemos una orientación legal, está cada quien por su lado y luchando contra la censura”.

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Limitaciones a la libertad de prensa, reporteros que deben vender publicidad para sobrevivir y un contexto marcado por la violencia hacen parte del panorama del periodismo en la región.


9 Padierna, comunicadora social - periodista, egresada de la Universidad Pontificia Bolivariana, trabajó durante tres años en Antena Estéreo y en La Chiva de Urabá, y asegura que hay temas de la agenda noticiosa, como los relacionados con bandas criminales, que no pueden ser abordados por la prensa: “En Urabá se pueden tocar ciertos temas del conflicto armado, pero más desde la comunidad. Para los periodistas es como meterse en camisa de once varas, es pisar blandito. Temas como la restitución de tierras y la ley de víctimas son difíciles de manejar y representan no solo un peligro para el medio sino para la fuente, por eso uno se abstiene de contar esas historias”. Y es que al analizar la prensa de Urabá (radio, periódicos, televisión y medios digitales), la agenda de noticias se reduce a las reseñas de problemas de orden público a modo de anécdota, el anuncio de logros de las administraciones públicas o la puja entre diferentes sectores políticos. En la mayoría de los casos, el tratamiento es superficial y adjetivado. Juanita León, escritora y periodista, directora del portal web La Silla Vacía expone en el manual La relación del periodista y su fuente que: “La mayoría de periodistas dicen que se dedicaron a este oficio para ‘darle voz a los que no la tienen’, para ‘ayudar a comprender el mundo’ o ‘para denunciar las injusticias’, sin embargo, si un extraterrestre aterrizara en Colombia y leyera los diarios, las revistas, viera la televisión y escuchara la radio, pensaría que la función de los periodistas es prácticamente la contraria: hablan los presidentes y los expresidentes, los famosos cuentan sus chismes y sus vidas, los empresarios reportan sus utilidades, los funcionarios se ufanan de sus éxitos. Los periodistas moderan una conversación donde definitivamente los poderosos hablan más y más fuerte que los desposeídos, los hombres muchísimo más que las mujeres, y los negros ni siquiera obtienen la palabra. ¿Tiene todo colombiano el mismo derecho a ver su realidad reflejada en los medios?”. El periodismo, la política y el conflicto En Urabá y en otras regiones del país, diferentes sectores han aprendido a convivir con el conflicto. Ello ha creado, en ocasiones, una posición de resignación y sumisión ante las acciones de los bandos enfrentados. Caso específico fue el paro armado de las denominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia entre el 31 de marzo y el primero de abril de 2016. En ese periodo, las amenazas lograron detener la dinámica comercial, laboral y educativa de la región. Parte del periodismo de la zona también se paralizó y guardó silencio ante las amenazas. “En el ejercicio del periodismo yo digo cosas que otros no se atreven a decir, eso genera mucho rechazo, mucha dificultad, porque la gente es amañada a decir las cosas bonitas”, explica Wílmar Jaramillo, un pereirano de nacimiento, comunicador social - periodista egresado de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá, quien llegó a Urabá Urabá a mediados de la década del 90, uno de los periodos más crudos del conflicto. “El delito ha permeado todos los sectores de la sociedad —continúa—, pero eso no es excusa para que no hagamos bien el ejercicio del periodismo. Es muy importante para la región que la Universidad de Antioquia haya traído a la Facultad de Comunicaciones, porque muchos de los que se llaman periodistas hoy en día, fueron curtidos en las emisoras comerciales y vendiendo cuñas. He visto a periodistas salir del noticiero para ir a cobrarle al funcionario de quien habló o le pasó la publicidad”. Jaramillo dirige el periódico El Pregonero del Darién. Banquet, el director de La Chiva de Urabá, reconoce que la política condiciona el periodismo en la región, pero también que existen prácticas corruptas por parte de algunos periodistas: “Aquí hay gente que ejerce la labor extorsionando a los alcaldes, entonces, si el alcalde no les da la pauta hablan mal de él. Hay otra que tiene medios de comunicación para negociar sus empresas diferentes a las del periodismo o para que les den cargos. Hay unas personas muy casadas con su ideología, muy comprometidas con un partido o una organización política, más con lo partidista que con lo periodístico”. Una de las causas más conocidas de esta situación es la ‘puerta giratoria’ que hay entre el periodismo y las comunicaciones, especialmente en las regiones. En un periodo de tiempo muy corto, una persona que ejercía el periodismo, puede resultar en los equipos de comunicaciones de las administraciones municipales o de grandes empresas. Luego, regresar al periodismo y más tarde, de nuevo, a las comunicaciones. Así se crean relaciones que pueden ir en contra de la independencia.

“La política y el periodismo no se pueden juntar; o eres lo uno o lo otro, si no le haces daño a la sociedad”, dice Vicente Córdoba, reconocido periodista y locutor de la región, quien dirige Radio Noticias del Litoral, en Turbo. A él le ha tocado ser comunicador en algunas alcaldías y volver a ser reportero, según dice, “por la situación económica o por dificultades con algunos medios”. Y esas dificultades económicas, tienen que ver, especialmente, con la pauta; el recurso al que acuden algunos líderes políticos para presionar a la prensa. Si un periodista no se doblega a sus intereses, no hay recursos para publicidad en su medio. “Se ha llegado al colmo de tener que mendigarle a dueños de locales comerciales para que pauten, como si ellos nos hicieran un favor”, explica Córdoba. Agrega que “en la región y el país los medios están manejados por empresarios y no por periodistas o comunicadores, algo que desanima al reportero, al que quiere hacer parte de los medios”. Con ese panorama, los criterios de manual periodístico como el rigor, la independencia o el equilibrio cojean en la práctica. Mientras tanto, muchos reporteros se ven forzados a ceder ante las presiones y renunciar a ejercer un periodismo libre a cambio de atender sus necesidades del día a día.

“los periodistas nos hemos acomodado, hemos aprendido a vivir con la censura y con la autocensura, hemos aprendido a saber qué tocamos y qué no tocamos: como dice por ahí el dicho, el mico sabe en qué palo trepa”.

Además de los medios surgidos en la región como La Chiva y El Heraldo de Urabá, en Urabá circulan periódicos de Medellín y del departamento de Córdoba.

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10 Reportaje

Maderas del Darién: edén e infierno

Maderas del Darién fue una de las empresas más grandes en Urabá desde la década del 60 y hasta principios del 2000. Según denuncias, devastó la selva chocoana y promovió el fortalecimiento del paramilitarismo en la región.

Maderas del Darién por su impacto sobre el medio ambienEnrique Mena Moreno te. Dice el texto que “los cativales han sido explotados al Estudiante de Comunicación Social – Periodismo máximo, atentando no solamente con la revocabilidad del farit.mena@udea.edu.co recurso forestal, sino que han alterado considerablemente la dinámica del sistema cambiando los patrones de drenaje Dayana Asprilla Urrutia de las aguas, los períodos de inundación, las características Estudiante de Comunicación Social – Periodismo de los suelos, las aguas y la estructura del bosque; bajo esta dayanasprilla@gmail.com

Fotografía: Enrique Mena Moreno

Uno pasa por donde quedaba Maderas del Darién y dan ganas de llorar. Ver cómo era eso antes y, ¿cómo está ahora?, pura montaña”, dice Jairo Ramírez Sánchez, un chocoano de 56 años que durante doce trabajó para esta empresa. Maderas del Darién S. A. fue una filial de la compañía Tríplex Pizano que explotó gran parte de la espesa selva chocoana. Sus operaciones se dieron en la ribera derecha del río León, que hoy se conoce como Puerto Girón, y el casco urbano del municipio de Apartadó. A buena parte de sus 350 trabajadores, durante años de operación les tocó arrastrar en remolcadores grandes cargas de troncos de cativo hasta el Golfo de Urabá. Allí los cargamentos eran embarcados y llevados hasta Barranquilla, donde se procesaba la madera en bruto y se convertía en tríplex. Hombres y mujeres se adentraban días, semanas e incluso meses en las selvas chocoanas para la extracción de la madera. En un principio, Alaín Ramírez, en compañía de Antonio Palacios, conocido como “Antoñón“, y muchos jornaleros más, debieron cortar árboles gigantes con hachas y machetes. “Nos tocaba en el monte”, coinciden muchos testimonios de quienes trabajaron en los brazos de los ríos León y Atrato, en poblaciones como Cacarica, Jiguamiandó, Domingodó, Riosucio, Perancho, Murindó, Mancilla, Guamal, La Honda, Las Balsas y en gran parte la selva del Darién, donde también funcionaban los frentes de trabajo. Para la década del 70, los trabajadores ya contaban con la motosierra Home Lite 1100, una máquina pesada, pero que facilitaba el trabajo. Los sierristas cortaban los árboles que eran transportados hasta el golfo mediante canales artificiales que creó la empresa. En ese entonces, el río León tenía más de cinco metros de profundidad; hoy, solo queda sedimentación. También, en Puerto Caribe se instaló una máquina de contrachapado con la cual se podía hacer un primer proceso a la madera maciza antes de enviarla a Barranquilla. Ese proceso duró poco porque la máquina se dañó, fue llevada a reparación y nunca más volvió a la zona.

óptica, el catival está destinado a desaparecer”. Ambrosio Valencia, pensionado de Maderas del Darién, señala que “una de las fallas más grandes que tuvo la empresa era que tumbaba los árboles, pero no les daba por reforestar. Vinieron a reforestar años después, en el 2005… Si la empresa hubiera empezado a reforestar en los 70 o en los 80, hoy no hubiera crisis de madera. La empresa casi siempre dejaba un palo que le decían ‘portagrano’, que era el que tiraba la semilla, intocable; pero reforestar como tal, no”. En Puerto Caribe, estaba la planta principal de la empresa, una aldea de calles largas cubiertas con aserrín y casas hechas en madera, divididas por la mitad y montadas en pilotes. Cada lado de la casa tenía tres habitaciones y ahí vivía una familia que gozaba de todo: escuela, clínica, sistema de agua y energía propia, canchas de fútbol, billares, proveedoras, y hasta un burdel, el popular “Kativo”. Los trabajadores no tenían que pagar luz ni agua, y les vendían la comida a un precio más económico que en el comercio de Turbo o Apartadó. “Yo todo el tiempo viví en Puerto Caribe, donde quedaba el campamento— dice Manuela Beltrán, una mujer de 55 años—. Como las casas no cabían en la empresa, hubo un administrador que regaló otras tantas en Puerto Cacó”.

Los paramilitares, para demostrar su dominio en la zona, asesinaron a cinco trabajadores y, según manifiestan exempleados, empezaron a quemar los campos para presionar a la empresa y luego cobrar “vacunas” a cambio de permitir la salida de la madera.

El manejo ambiental y las denuncias En 2005, el Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales publicó un informe donde la defensora del Pueblo Comunitaria de Cacarica, el director del Parque Natural Nacional Los Katíos y las asesoras de derechos humanos de la Procuraduría General de la Nación denuncian a la empresa

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Un caño, no tan hondo, separaba a Puerto Caribe de Cacó. Cuentan que las personas que vivían en Cacó se subían a la champa (una pequeña embarcación), y remando pasaban a Puerto Caribe; en temporada seca, lo podían hacer caminando. “En Puerto Caribe, había proveedora y la comida la daban los 15 y los 30, el gas, la carne, todo. Cuando yo vivía allá, lo único que no daban era las legumbres… Uno traía su mercado en la champa”, recuerda Rosa Moreno, quien vivió cinco años en Maderas del Darién, sin sentir preocupación alguna por el sustento de sus dos hijas. “Ahora la vida es muy dura”, dice una y otra vez, sentada en la puerta de su casa en el barrio Obrero de Turbo. Su marido compró la casa con el sueldo y las primas de la empresa, más un préstamo bancario.


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En la actualidad, persisten numerosas explotaciones de madera en las selvas chocoanas. Mucha de esa madera es transportada a Turbo y, desde allí, al centro del país.

Cuando una mujer estaba a punto de dar a luz, y el parto se complicaba, la empresa contrataba a una panga para que fuera trasladada a Turbo o Apartadó. Igualmente, cuando una persona fallecía, la llevaban hasta donde la familia quería enterrarla: Nueva Colonia, Río Grande, Turbo, Apartadó, Carepa o Chigorodó. A fin de mes, los jefes entraban pangas a Puerto Caribe escoltadas por el Ejército para pagarles a los trabajadores y, si estaban en el monte, hasta allá iban. El 1 de julio de 1976 a los gerentes les dio miedo llegar por la selva y las caudalosas aguas chocoanas a pagar tanto dinero: el salario y las primas. Temían por el orden público; así que contrataron un helicóptero para entregar el producido del mes y las bonificaciones. Pero la situación cambió. Jairo Ramírez formaba parte del sindicato Sintramadarién. Recuerda que la empresa quería hacer un despido masivo a finales de 1991 porque, según decían, ya no había lugares para seguir explotando la madera. El sindicato fue en 1992 hasta Codechocó, en Quibdó, a indagar cuáles eran los permisos de explotación maderera que le cedieron a la empresa y se dieron cuenta de que se le había otorgado un permiso de aprovechamiento forestal para Guamal, Murindó y Riosucio, con una extensión de 5.869 hectáreas, por un periodo de diez años. También, una comisión fue a Medellín y a Bogotá para reclamar por el despido masivo que se avecinaba. Ramírez recuerda que la lucha por los derechos de los trabajadores le costó la vida a Melkin Palma, integrante del sindicato, quien fue asesinado cuando iba en la vía entre Nueva Colonia y Apartadó. Según la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, Maderas del Darién es la responsable de la explotación de 232.012,21 m3 de madera, en las zonas de Río Sucio y Darién, además del riesgo de desaparecer especies como el cativo. Con el soporte de imágenes de satélite LANDSAT TM e imágenes de radar ENTERA, se estima que de las casi 350.000 hectáreas de cativales de las cuencas del río Atrato y León, en 1987 quedaban unas 90.000; es decir, una tasa de deforestación estimada en 8.200 hectáreas al año, según datos de 1997. También, señalan la existencia de 60 mil hectáreas en alto grado de intervención por parte de la empresa. ‘La piedra en el zapato’ para la empresa fue la Ley 70 que les concedió a las comunidades negras las tierras que habían ocupado por años. Entonces, para poder hacer explotación maderera en estas zonas, Maderas del Darién debía negociar con los líderes y pagar por la madera sacada del territorio. Fue así como la empresa inició la contratación por medio de cooperativas para ahorrar costos, recursos humanos y posibles demandas. El temido despido masivo llegó en 1994. Mientras tanto, los problemas de seguridad para los intereses de Maderas del Darién se agudizaron: “Allá había una cantidad de vigilantes; pero decían que esos ‘vigilanticos’ no servían para nada. Eran celadores que trajeron de Barranquilla“, recuerda Manuela Beltrán.

Los paramilitares, para demostrar su dominio en la zona, asesinaron a cinco trabajadores y, según manifiestan exempleados, empezaron a quemar los campos para presionar a la empresa y luego cobrar “vacunas” a cambio de permitir la salida de la madera. De acuerdo con versiones entregadas por Fredy Rendón Herrera, alias El Alemán, Maderas del Darién y Tríplex Pizano pagaban voluntariamente un impuesto del cinco por ciento sobre maderas finas y tres por ciento sobre maderas ordinarias. En 2010, Verdad Abierta publicó unas declaraciones de Dairon Mendoza Caraballo, exintegrante del Bloque Élmer Cárdenas de los paramilitares. Mendoza, conocido con los alias de Rogelio, el Águila o Cocacolo, afirmó que “la empresa Maderas del Darién buscó a la comandancia del bloque Élmer Cárdenas para dar sus aportes”. Según ese portal, “en su relato sostuvo que, desde 1997, esta empresa de explotación maderera se comprometió a dar 20 millones de pesos mensuales para el sostenimiento del Élmer Cárdenas que, para esa época, comenzaba a delinquir en una vasta región del río Atrato medio chocoano, coincidencialmente donde Maderas del Darién adelantaba su tarea de extracción de madera. Para el año 2006, presuntamente pagaron 30 millones de pesos”.

paramilitares, así como tampoco la posible presencia de fosas comunes en antiguos campamentos de la firma maderera, sobre todo en los sitios conocidos como La Balsa, San José de La Balsa y La Coquera. El cierre y la hermandad “Yo me salí por la violencia —dice Ambrosio Valencia—. Yo era el jefe operativo de Maderas del Darién, me tocaba hablar con Raimundo y todo el mundo; pero llegó un momento en que no pude más. A mí me tocaba hablar con paras, con guerrilla, con todos esos grupos”. Ambrosio cuenta que le tocaba dormir con los zapatos puestos por el miedo de que entrara la guerrilla o los paramilitares. Además, los grupos al margen de la ley asesinaron trabajadores y quemaron más de quince pangas. La empresa culminó sus actividades a mediados de 2002. Pero quienes convivieron, trabajaron y le dedicaron gran parte de sus vidas a Maderas del Darién, siguen estando unidos por su pasado. Donde se muere un pensionado, allí está “la gente de Madera”, como una familia. Ahí han estado para darles el último adiós a Pacho Mosquera, Manuel Mena, Octavio Duque, Antonio Palacios, Francisco Nagles, Emir Secas, Eliseo Mena, Ufracio Cuesta, Jorge Diomedes, y el notorio ‘Mosquerita’, todos compañeros de trabajo. “Yo me pongo a ve’ cuando hay un entierro de un madereño, ¡Dios bendito! La gente cómo acompaña, acude, eso me motiva; aquí está uno y cuando se ve con su gente, esa zalamería”, relata Ambrosio, quien empezó a trabajar en 1974 y le dedicó veintiséis años de su vida a Maderas del Darién. Lo dice sentado en un lujoso mueble de teca, por el que no tuvo que pagar ni un peso: el árbol fue cultivado en su finca, aserrado en su empresa y el mueble fabricado en su propia ebanistería. Maderas del Darién explotó durante más de 50 años la espesa selva chocoana; lo que fue un río caudaloso, estratégico para la movilidad de los pobladores, solo queda en la mente de quienes lo navegaron. Según el Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales, debido a las acciones de la empresa, el cativo se encuentra en vía de extinción. Y las denuncias por promoción del paramilitarismo siguen rondando la historia de esa compañía. Entretanto, los trabajadores recuerdan la época de bonanza. Uno de los pensionados dice, en medio de risas: “Algunos hasta se lavaban la cara con leche porque como todo era regalado…”.

La Comisión Intereclesial de Justicia y Paz también ha advertido que hasta el momento no se ha investigado a fondo la relación de la empresa Maderas del Darién y los grupos paramilitares, así como tampoco la posible presencia de fosas comunes en antiguos campamentos de la firma maderera.

La misma publicación, citando las declaraciones de “El Alemán”, se refiere a una supuesta participación de la empresa en la masacre de la cuenca de Cacarica en 1997. El exjefe paramilitar sostuvo que, en esa incursión armada, se utilizaron las frecuencias de comunicación de Maderas del Darién y, luego, se convirtieron en “grandes aportantes”. La Comisión Intereclesial de Justicia y Paz también ha advertido que hasta el momento no se ha investigado a fondo la relación de la empresa Maderas del Darién y los grupos

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12 Personaje

Henry Pulgarín recorrió el mundo en aviones de grandes aerolíneas. Ahora es el piloto de fumigación más experimentado de Urabá. Surca a diario los cielos de la región.

Texto y fotografía: Daniela Torres Pérez Estudiante de Comunicación Social – Periodismo daniela.torresp@udea.edu.co

Algún día me vas a ver volando un avión”, le decía Henry Pulgarín a Carmen, su madre, a sus ocho años de edad. Si algo tenía claro era que, por el resto de su vida, quería pilotear una de las aeronaves que observaba desde su casa, en Turbo. Después de terminar el bachillerato, el muchacho seguía con la idea loca de recorrer el mundo desde una cabina de avión. A pesar de no tener el dinero necesario para iniciar sus estudios, con el apoyo de sus padres y de Edwin, su hermano mayor, decidió presentarse a la Fuerza Aérea Colombiana (FAC). “Le decía a mi hermano: ‘¿Pero cómo me voy a presentar si no hay de dónde?’, y él me respondía: ‘Preséntese que yo me vine para Estados Unidos para que usted pueda estudiar. Yo estoy trabajando acá y le voy a mandar la plata’”. Henry se preparó y llegó a la FAC en los años 90. De entrada, se sintió como mosca en leche. Todos los aspirantes eran hijos de personas importantes, menos él. “Yo le

sueños de al decía a mis papás: ‘Allá todos son hijos de fulano, del coronel, y yo soy hijo de nadie’. Mi papá me decía: ‘Usted pasa’. Y lo hice, ocupé el primer puesto. Fue una bendición muy grande y ahí arranqué”, recuerda. Escogió una de las carreras más caras del país, una que puede llegar a costar más de cien millones de pesos y que resulta casi imposible de pagar para una familia promedio del Urabá antioqueño. Por eso, mientras estudiaba, Henry trabajaba en un local del Sanandresito del centro de Medellín, del cual hoy es dueño: “El dueño del almacén empezó a ayudarme mucho, me daba el tiempo que necesitaba para estudiar. El local era de él y, con el tiempo, se lo fui pagando”.

En un avión como este los pilotos de fumigación recorren las plantaciones en Urabá.

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‘El Cap Con el dinero que ganaba empezó a pagar las horas de vuelo que requería para poder obtener su licencia. Iba pagando una a una, pero llegó un momento en el que no podía seguir costeándolas. En esa ocasión, contó con el apoyo de un mayor de la Fuerza Aérea: “El hombre me decía: ‘Usted es muy buen estudiante, sus notas son muy altas; venga, yo le voy a pasar diez horas de vuelo’ y cada momentico era así conmigo, hasta que logré terminar”. Del suelo a las nubes Al graduarse como piloto comercial de aviación, empezó a trabajar en ACES. En esa ya desaparecida aerolínea


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pi’,

lto vuelo colombiana, estuvo al mando de aviones como el DHC6 Twin Otter que durante años sirvió a las rutas entre Medellín y Urabá. “Trabajé allí hasta que me trasladaron para Cali. Mi sueldo era de 750 mil pesos y no me alcanzaba porque los pilotos allá vivían en una zona high live. Nada más el arriendo en esa época costaba 400 mil pesos; entonces, desistí”. Henry se presentó a SEARCA, la empresa de Servicios Aéreos de Capurganá, donde piloteó de nuevo un DHC6 Twin Otter, ahora transportando mercancías. Allí solo duró un par de meses. Al quedarse sin trabajo, en 1995, recibió de algunos amigos la propuesta de presentarse a Avianca. Según ellos, logró una buena oferta de trabajo, pero decidió aceptar otro ofrecimiento en una empresa de Santa Marta. “Ahí tuve un accidente terrible, casi me mato —recuerda Pulgarín—. Estaba probando un avión, dije que iba solo a probarlo y cuando fui a salir, me di cuenta de que habían dejado el sistema de emergencia cerrado. El avión se me fue, se quedó sin potencia, el mando se me bloqueó y ahí no pude hacer nada. El avión hizo lo que quiso, pegó primero en un plano [ala], después en el otro y me sacó de la cabina”. En el accidente sufrió una fractura craneoencefálica. El impacto al salir de la cabina lo dejó en un estado crítico. “Duré en Medellín como quince días, que me moría, que no me moría. Mi familia es cristiana, de la Iglesia Pentecostal y todo mundo mantenía orando por mí. A los seis meses, me recuperé, y yo pensaba: ‘Dios mío, cómo hago para volver a volar ahora con el trauma que tuve’”. Sentarse a comandar un avión después del accidente fue traumático; por primera vez tuvo miedo de volar. El instructor de la Aerocivil, que estaba supervisando su recuperación, le dijo algo que, años más tarde, todavía guarda en su mente: “Usted va a pasar por donde cayó y va a olvidar eso para siempre”. Eso hizo. Se llenó de coraje y elevó de nuevo un avión. Sus manos sudaban desde que entró a la cabina hasta que se bajó. Tuvo solo dos días para recuperarse. En el primero, la sensación de pánico hizo que se mareara de principio a fin. No hacía más que repetirle al capitán encargado que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, aunque por dentro pedía a gritos bajarse lo más pronto posible. Después de las pruebas, pudo comprobar que estaba listo y preparado para seguir sobrevolando. Nuevos horizontes Cuando ya estaba recuperado, Henry se presentó de nuevo en la empresa para la que trabajaba, pero su jefe lo recibió diciéndole: “¡Ay, capitán! Yo creo que usted no puede seguir volando”. La desilusión que sintió al escuchar esas palabras no duró mucho, pues recibió una llamada, esta vez internacional, que no dudó en atender.

Urabá posee 33 pilotos de fumigación, 23 aviones agrícolas y tres entidades encargadas de la fumigación aérea: Caisa, Calima y Fumigaray.

“Me habló un señor Carlos Motta, y me dijo: ‘Yo soy el dueño de Copa Airlines Panamá’”. Emocionado, pero a la vez extrañado, Henry continuó escuchando: “‘Me dieron una referencia suya muy buena, quiero que venga a Panamá y trabaje conmigo’”. De una, le dije: ‘Vea, yo tuve un accidente’, y él me respondió: ‘Ya supe de su accidente. Véngase que yo lo recupero acá’”. Al terminar la conversación, el capitán se dirigió a una oficina en Medellín, donde le entregaron el tiquete con destino a Panamá. Viajó a presentarse a Copa Airlines, una de las compañías más reconocidas en el mundo y una de las más grandes en Latinoamérica. Aún recuerda que lo recibieron como a un rey. Los directivos le sugirieron que se tomara un mes para hacer los respectivos trámites en Colombia y, además, le informaron que, de aceptar el empleo, se ganaría seis mil dólares mensuales. Una suma de dinero que para ese momento, año 2003, equivalía a más de 17 millones de pesos colombianos. Un compatriota suyo, ganándose un salario mínimo laboral de ese año, tardaría 46 meses en recoger esa suma de dinero. “Me fui a volar con esa gente. Yo nunca me imaginé que un señor de esos tan poderoso, que mueve el mundo, se tomara el tiempo de llamarme. Le pregunté qué quién le había dado mi referencia y me dijo que fue Henry Moore, primo de él, un señor para el que volé un tiempo”. El capitán duró en la compañía solo tres años. Aunque vivía en una mansión, ganaba mejor que en Colombia y todo estaba a su disposición, no pudo con el peso de la ausencia de los dos hijos que había dejado en Medellín. Un día, estando en Panamá, lo llamaron de Banacol, la empresa encargada de comercializar y distribuir la producción de banano de Urabá en el exterior, compañía que trabajaba en unión con Fumigaray, una de las empresas de fumigación con más años en la región.

Lo necesitaban porque habían adquirido un avión Turbo Thrush, un aeroplano que funciona con turbina, lo que lo convierte en un aparato más eficiente y potente en comparación con los Air Tractor, que funcionan con motores radiales y que, hasta entonces, eran los utilizados para la labor de aspersión en las fincas bananeras. Henry les comunicó que solo trabajaría con la empresa si le pagaban lo que él pedía y accedieron después de tres días. Renunció por vía telefónica a Copa Airlines, mientras disfrutaba de unas vacaciones, y así fue como regresó a su región natal. Henry llega diariamente a su trabajo a las 5:00 de la mañana. Lo primero que hace es revisar los reportes que los demás pilotos de la compañía dejaron el día anterior en los libros de vuelo. Después de eso, les realiza una prueba de alcoholemia a sus compañeros y, más tarde, al terminar el protocolo, se dirige a su avión y emprende el camino al cielo. El trabajo de aspersión se hace a partir del GPS de los aviones, una computadora que muestra la ruta en la que se encuentra cada lote. Cada que se acerca al lugar donde debe soltar el líquido, el sistema le indica que tiene que abrir el bypass, la palanca que sirve para liberarlo. La fumigación de un lote se realiza cada ocho días, aunque el ciclo a veces se recorta a cinco, dependiendo de las condiciones del clima. Banacol es dueño de 7.800 hectáreas de banano, por lo que el trabajo de los pilotos es constante. En un día, se aplican seis mil galones del producto que se necesite en las zonas determinadas; así que, diariamente, los cinco aviones de la compañía realizan esa actividad en unas 1.800 o 2.000 hectáreas. Henry lleva once años repitiendo la misma operación: es uno de los mejores instructores de vuelo de Urabá y el único de la empresa para la cual trabaja en su HK 4474. Viste overol verde militar, botas y casco de seguridad. Ya no vuela por muchas horas y hacia lugares lejanos como en las líneas comerciales; ahora ‘El Capi’ vuela por el cielo que soñó conquistar.

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14 Religión

Shalom,

Urabá

A miles de kilómetros de Israel, un grupo de antiguos cristianos halló respuestas a sus dudas teológicas y personales en la fe milenaria de Abraham. Hoy, sueñan con ser parte de su pueblo.

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Sebastián Puerta Estudiante de Comunicación Social – Periodismo sppuerta@gmail.com Sebastián Campo Estudiante de Comunicación Social – Periodismo elias.campo@udea.edu.co Fotografía: Sebastián Puerta Ilustración: Sara Ortega Ramírez

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icen que en el barrio Pueblo Nuevo, de Apartadó, se reúnen cada miércoles unas personas que usan un “sombrerito particular” al que llaman “kipá”. La gente murmura que son hombres y mujeres que han adoptado “algunas palabras extranjeras” y hasta rezan en una lengua que nadie comprende. Cuentan que los hombres se dejan crecer la barba y las mujeres usan un turbante que les cubre sus cabellos. “No podríamos llamarnos judíos porque haríamos una usurpación —dice Fredy Agudelo (Efraim Ben Abraham, en hebreo)—, pero sí somos unas personas encaminadas en un proceso de conversión al Judaísmo auténtico, bajo el marco legal, normal y natural. Como lo haría cualquier persona en aras a la conversión judía”. Agudelo es el líder y fundador de una comunidad urabaense que está en tránsito de ser reconocida como “Pueblo de Dios”, el mismo pueblo de Abraham, Moisés y Jesús; es uno de esos hombres a los que en Pueblo Nuevo ven caminar con un “sombrerito” negro. En la congregación, le dan el nombre de Moré, que en la cultura hebrea, dice él, significa “Maestro”. “En esta religión, hay un rango llamado Moré, que es el maestro que enseña. Yo, personalmente, he pedido a la comunidad que no me denomine así porque no lo soy. Soy una persona que está liderando un proceso y mi aspiración, obviamente, es ir a una Yeshivá (Centro de estudios de la Torá, libro sagrado de los judíos) en Israel y formarme como rabino”, dice Agudelo. Comienzos Esta historia inicia en 2012 con los cuestionamientos y la falta de respuestas que tenía Agudelo en torno a sus creencias cristianas. “La mayoría de los que aquí estamos éramos cristianos practicantes, de las diferentes iglesias reconocidas de Urabá. Personalmente, estudiando la Biblia, me topé con una cantidad de dudas a las que no les encontraba respuestas en la fe que practicaba”. Dejó de asistir a la iglesia en la que se congregaba y se dedicó a averiguar las respuestas desde su casa, acompañado de su familia: “Estando en ese proceso, nos encontramos con un estilo de vida que creímos que era nuevo y que empezamos a adaptar. Pero nuestra exploración nos llevó a entender que ese proceso ya tenía nombre y era el Judaísmo. Entonces, apareció otra familia que tenía las mismas dudas y entre todos seguimos buscando esas respuestas. No hacemos proselitismo, pero al que va llegando le explicamos. Aquí muchos han llegado, algunos

se han ido, la mayoría se han quedado porque encuentran el estilo de vida que buscan”. Aunque desde 2012 iniciaron las indagaciones con lo que respecta a la religión judía, no fue sino hasta 2015 que hallaron lo que realmente necesitaban. “Al empezar a comprender el Judaísmo, nos topamos con un estilo de vida que, realmente, no era judío; quienes nos abrieron las puertas eran algunas comunidades que son ramas del Cristianismo y que le dan un visto bueno al Judaísmo. Al ahondar más en nuestras búsquedas, nos hemos encontrado con un Judaísmo auténtico en el que nos hemos acomodado de una forma muy especial”, señala. En esta etapa, han tenido la posibilidad de tener clases, vía Skype, con el rabino venezolano Boaz Fariñas, de la comunidad Derej Torah, ubicada en el barrio Prado Centro de Medellín. Fariñas los orienta sobre la reglamentación hebrea y les sirve de enlace para la compra de alimentos como la carne que debe tener ciertas características para que puedan consumirla: “La comunidad me contactó por Internet en el año 2016 y, desde ese momento, empecé a ayudarles. Llevo diez años ayudando a comunidades en el proceso de conversión en Colombia y en otros países, y una gran parte han llegado a ser judíos”, dice Boaz al ser consultado. ¿Quiénes son? La comunidad está compuesta por treinta personas, aproximadamente; varias familias completas y algunos que han llegado de manera individual. Muchos fueron animados por esas dudas espirituales que no encontraban respuestas en su creencias originales cristianas. “Fui Dj por más de diez años y un amigo, que ha sido como mi hermano de crianza, iba a la discoteca donde yo trabajaba, pedía dos cervezas, una para él y otra para mí, y empezaba a hablarme sobre la Torá. Yo no le prestaba atención, pero fue tanta la insistencia de él que empecé a estudiar solo para tener argumentos, para que ya me dejara quieto”, cuenta Dainer Cabrera sobre su iniciación en los caminos judíos. “Me fui ‘encarretando’ hasta que llegué a un punto en el que no me hallaba y me preguntaba: ‘Si yo no me siento bien aquí, ¿dónde me siento bien?’. Empecé a investigar, entré a la comunidad y seguí estudiando; pero ahora con otras personas quienes sentían esa misma necesidad de respuestas que yo. Ya llevo tres años”. Igual le ocurrió a Elcy Guerrero, una nueva conversa. “Yo fui cristiana, líder de iglesia, profesora; pero me cuestionaba mucho lo de que el sábado ‘guardarás el séptimo


15 día’. Empecé a llenarme de muchas dudas. ¿Qué tenía que ver el día de reposo con el domingo? Yo le enseñaba a los niños; pero tenía muchas preguntas que el pastor de la iglesia no me las aclaraba. Entonces, como familia, empezamos a reunirnos con otros quienes también tenían cuestionamientos y así iniciamos (en la comunidad judía)”, comenta. “Mi nombre hebreo es Yafa —dice Elcy—, y aquí llevó cuatro años. Anteriormente¨, fui de la religión tradicional; luego, estuve en el Evangelio veintidós años; y llegué al Judaísmo por inquietudes. Nunca pensé que me iba a desenvolver en esta religión”. La vida judía Los judíos llaman a su lugar de culto sinagoga y ésta suele ser muy diferente a los tradicionales templos cristianos. La comunidad cuenta con una casa que pagan entre todos los miembros y que se utiliza únicamente para fines de estudio y oración. La casa consta de dos plantas: en el segundo piso, está el centro de estudios, en donde se reúnen a hablar de la Torá y otros temas que tienen que ver con la cultura judía; en el primer piso, se encuentra la sinagoga. En el marco de la puerta de entrada está la Mezuzá, una pequeña caja rectangular que lleva en su interior un pergamino escrito en hebreo y que guarda versículos de la Torá. Antes de entrar, todos los miembros de la comunidad la tocan y hacen una pequeña reverencia. El espacio del primer piso, aproximadamente diez metros cuadrados, está dividido por un separador de vidrio de un metro 70 centímetros de altura. Al momento de orar, los hombres deben estar aislados de las mujeres para evitar el contacto visual. Al fondo, en la parte izquierda del separador, se ubica un armario de color negro sobre una pequeña tarima del mismo ancho. En el armario está guardado el libro sagrado de los judíos, la Torá, escrito en rollo y no en hojas encuadernadas como el libro sagrado cristiano o musulmán. Frente al armario, a unos dos metros, hay una tarima cuadrada de unos quince centímetros de altura. Quien se sube a esta tarima, es la persona que dirige la oración comunitaria, en idioma hebreo y cantada. A la derecha del clóset, se puede observar una silla que, según los integrantes de la comunidad, no se puede mover de ahí en honor a uno de sus profetas. Alrededor hay unas diez sillas y cuatro púlpitos de poca altura para que algunos de los miembros puedan leer las oraciones con más comodidad.

El miércoles es el día cuando se reúnen hombres y mujeres. Como en las reuniones en las que las personas de ambos géneros están separadas, deben ponerse el kipá, pues “no se puede entrar al sitio en donde se habla de Hashem con la cabeza descubierta”, explica Dainer. La kipá, que suele ser de color negro, apenas recubre el centro de la cabeza. Cuando llega una persona nueva, uno de los miembros de la comunidad es elegido para ayudar a la purificación. El elegido toma un recipiente, lo llena de agua, le pide a la persona que ponga sus manos con las palmas hacia abajo, ubica el recipiente encima de éstas y deja caer el líquido. Luego, le pide que gire las palmas hacia arriba y derrama un poco más de agua; después, con las manos de nuevo hacia abajo. Y se repite el proceso. “Esto se hace para purificar las manos de las energías negativas que producen los malos pensamientos”, explica uno de los congregados. El miércoles también es el día en el que tienen una clase con el rabino Boaz Fariñas, vía Skype. El tema de la clase varía. Hoy, por ejemplo, hablan sobre la comida: qué pueden comer, qué no, dónde pueden comprar, dónde no, etc. Los judíos, por ejemplo, no compran carne en cualquier lugar ni de cualquier marca, pues ésta debe pasar por un proceso en el que un rabino la verifica y purifica. La comunidad de Apartadó la pide a domicilio a Medellín donde existen dos comunidades hebreas: una, tradicional con raíces europeas e israelíes; y otra, de conversos, en Bello, que buscan el reconocimiento de las autoridades religiosas en Israel. La cantidad del alimento depende de cada familia. Esa alimentación es denominada kasher y, en algunos productos tradicionales como yogures, atunes, galletas o cereales, se ve el logo de “Kasher VKB parve”, con letras hebreas. Aunque es embrionaria, la comunidad de Pueblo Nuevo espera crecer y ser reconocida a nivel judaico como la primera establecida en Urabá. Si bien no serán los primeros judíos en la región, pues por zonas costeras desde la época de la Colonia algunos “hijos de Abraham” se colaban a estas tierras católicas, sí serán la base de una nueva fe que encontró en Apartadó un lugar para rezarle al D* ─en la tradición hebrea, su nombre es tan sagrado que no se puede ni escribir─ de un pueblo nómada que ha sufrido persecución y que se ha expandido por el mundo entero con su cultura, fe y tradiciones. “En un futuro, queremos tener una sinagoga auténtica”, repite Agudelo, una especie de Moisés tropical que lidera el denominado “Pueblo de D*” urabaense.

“Estando en ese proceso, nos encontramos con un estilo de vida que creímos que era nuevo y que empezamos a adaptar. Pero nuestra exploración nos llevó a entender que ese proceso ya tenía nombre y era el Judaísmo”.

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16 Relato

Los inquilinos de

“La Colonia”

En estos cambuches vive parte de la población en situación de calle de Apartadó.

Texto y fotografía: Karen Katherine Vinasco Jiménez Estudiante de Comunicación Social – Periodismo karen.vinasco@udea.edu.co

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on las siete de la mañana y no puedo evitar la ansiedad. Tengo mucho calor, las manos me sudan, camino por toda la casa y divago en voz alta. ‘¿Qué voy a decir?, ¿cómo me voy a vestir?, ¿qué voy a hacer para que me dejen entrar?’. Nada está claro, excepto que quiero ponerme en esos zapatos desechados, rotos, agrietados, impares, bañados en capas de polvo, sudor, pantano y orina. Deseo, con vehemencia, comprender la realidad de ese “inframundo”, como suelen llamarlo quienes lo habitan. Decido ingresar, por unas cuantas horas, al mundo del habitante de calle. Miro con detenimiento el reloj sobre la mesa y tomo, de manera casi mecánica, un leggins blancuzco, unos zapatos viejos remendados, una camisilla curtida y una gorra negra. Salgo de mi casa con el atuendo de lo que, creo, es un “indigente”. — ¡Deberías llevar también un buzo! Mirá que va a llover y maluco salir de allá todas empantanadas… Además, vos sabés cómo es la gente —le digo a Marcela, mi amiga, quien, interesada en el plan, decidió acompañarme. Indigentes con paraguas no es algo común, pienso, pero debo cuidar mi salud. Partimos hacia el puente central de Apartadó. Bajo esta estructura reside un puñado de habitantes de calle (“en condición de”, dirían los conocedores del tema), hombres para quienes las autoridades de la localidad no tienen destinado ningún tipo de recursos ni un departamento de atención. Es más, aunque a diario miles de apartadoseños los vemos deambular, técnicamente “no existen” en la zona. Marcela y yo bajamos con cautela, aunque llenas de curiosidad, la loma de desechos, pantano, cartón, revistas viejas y escombros acumulados, al tiempo que esquivamos las miradas de quienes, desde el puente, nos juzgan. Por debajo, con el paso de los carros, lentamente se desmorona una lluvia de polvo fino. Bienvenidos a La Colonia En medio de la antigua morgue y un viejo billar sin nombre, de donde sale música popular de antaño y los ancianos dejan pasar la vida a punta de tinto, pielrojas y licor, está ubicado el puente central de Apartadó.

No. 05 Junio de 2017

“Todas las trabas son distintas, no importa cuántas veces las hayas probado, nada es igual. Dependiendo de tu estado de ánimo, la experiencia y el viaje es otro. El basuco, por ejemplo, me aliviana la carga, me tranquiliza”. Dos bordes secos y amarillentos abrazan el paso de un río contaminado y sin vida. A la izquierda, unas cinco carpas de costal deshilachado se enredan en las estacas de un almendro. A la derecha, justo debajo del puente, y a la orilla del turbio riachuelo, un tubo de PVC de 900 pulgadas traspasa de lado a lado la vía y camufla unos cuantos chiros húmedos. En este punto, el puente forma un techo sólido de asfalto. En sus cimientos, pedazos de vidrio, varillas oxidadas, troncos, bases de bicicletas, colchones desmigados, plásticos, zapatos, láminas obsoletas, llantas, encendedores, canastos, sombreros, papeles, cedés, cambuches de icopor, olletas, colillas de cigarro, bolsas de perico, cogollitos de marihuana, cuarticos de pitillos, paticas de basuco, botellas de sacol; rostros viejos, mentes dispersas, sonrisas genuinas, manos acartonadas, estómagos vacíos, momentos de lucidez, golpes curados con el frío, miradas agobiadas, tetillas al aire, miedos sembrados, sueños mutilados y rechazos constantes malviven entre la carencia económica y la solidaridad. Sus habitantes Recostado en un colchón de paja, empolvado y negro, está Hermer, un moreno de unos veintinueve años y 1.87 de estatura. En su mano derecha, agrietada, pálida y pesada, sostiene una pequeña pipa metálica; mientras con los dedos de la izquierda, juguetea sutilmente sobre su abdomen. “El More”, como lo llaman en La Colonia, —nombre que sus propios habitantes le dan a ese lugar— es un filósofo fugaz que, como los grandes genios, emana ideas

brillantes al instante y después, de la nada, empieza a desvariar con la misma facilidad del que encuentra una brújula solo para confirmar que está perdido. Encorvado, con la mirada perdida, recorre sin aliento cada rincón del lugar como si el mero hecho de existir lo inquietara o no supiera entender qué está mirando ni qué hace ahí. “Me voy a pegar una ‘pipiada’”, susurra con lentitud y, con la lengua a rastras, arma el basuco. Un reloj sobre el barandal de uno de los cambuches marca el paso inmóvil del tiempo, mientras un tic-tac monótono, como el fluir del río, compite con el ruido de los choferes desesperados que, encima, buscan cruzar rápido el semáforo. Un hombre de tez blanca, bajito, embutido en una bata blanca, gorra y con una pronunciada cicatriz en el pómulo derecho, aparece en escena ofreciendo unos chicharrones. “¡Disculpen… Hola, negra! ¿No se acuerda de mí?”, le dice enérgicamente a mi amiga. A lo que Marcela responde con efusividad: “¡Claro, cuando yo trabajaba en el Inpec!, ¿no?”. El aludido asiente con la cabeza el extraño encuentro y le añade una mirada pícara, casi cómplice. Como perro por su casa, el hombre extraño, algo imponente, se sienta en una piedra y, sin preámbulos, dispara la pregunta: “¿Ustedes qué están haciendo acá?”. “¡Hey, Mugroso!, tráete un chicharroncito y te creo”, interrumpe desde su cambuche Luis Carlos, un chico de veintitrés años y figura atlética. El Mugroso va hasta su pequeño chuzo y trae una bolsa trasparente llena de chicharrones de mecato. Luis Carlos, mientras tanto, se levanta de las cajas de cartón, se amarra el yin con una cabuya amarilla repleta de nudos y empieza a darse un baño en la regadera provisional extraída de la tubería que alimenta el agua potable de Apartadó. “¡Chicas, no le presten tanta atención al Mugroso, que él está molestando! Él fue mi compañero de celda, yo lo conozco muy bien”, replica Jorge Londoño, tras ver cómo nos acechaba el Mugroso. Londoño es un hombre bien vestido, de 62 años, con rostro sombrío y mirada nostálgica, que nos escucha desde la pared. Mientras los hombres conversan y dicen que la sociedad los denigra y los rechaza, yo, teniéndolos al frente y compartiendo chicharroncitos que pasan de mano en mano, pienso que no son personas violentas; pero recurren a la agresión cuando se sienten discriminados, señalados y aborrecidos. Excluidos. Nuestra realidad, la “normal”, les


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resulta un caos del cual, constantemente, desean huir por medio del consumo de basuco. Llave y cadena que los libera por minutos, pero que los obliga a buscar esa salida de forma permanente, como una pesadilla que no se acaba ni despiertos ni dormidos. Hermer enciende una boquilla y absorbe el primer humo de la pipa. Se detiene. Y para no desperdiciar nada, inhala el vapor extra de la calcinada sustancia. Aprieta los dientes con fuerza y exhala, al fin, como sacando su alma desganada envuelta en un último suspiro. “¿Qué sientes, Hermer?”, preguntamos ansiosas, después de tres plones. “Todas las trabas son distintas, no importa cuántas veces las hayas probado, nada es igual. Dependiendo de tu estado de ánimo, la experiencia y el viaje es otro. El basuco, por ejemplo, me aliviana la carga, me tranquiliza. Yo siempre, antes de trabarme, pienso en las sensaciones que deseo sentir y en las cosas que deseo ver; luego, fumo sin consideración y vuelo, vuelo alto, lo hago posible. Es que es sencillo: la droga no es el problema, el problema está en el control y el basuco no conoce de controles. Reemplaza lo vital: los padres, los amores, la plenitud…”, dice con la voz y la mirada ya extraviadas. Acto seguido, con gesto brusco, nos señala la pipa y agrega: “Entre más consumo, más quiero…”. “Puedo durar más de cinco días sin comer, ¿ustedes se imaginan? ¡Cinco días! A punta de coca…, de felicidad. Es que miren ustedes, este chiquero para mí es como un pequeño Hawái o Las Vegas…, es una colonia. Al que no tenga, se le da y todos nos compartimos las cosas. Tenemos deporte, leemos la Biblia, bailamos; no nos falta absolutamente nada, por eso yo no me arrepiento. Y yo acá estoy tranquilo, la gente de afuera en cambio me daña el corazón, me daña la mente”, agrega Hermer sonriente, mientras se

mira a sí mismo con el detalle de quien se ve por primera vez.

Los habitantes del lugar, hastiados de su sobriedad fingida, intranquilos por el intermitente sonido del reloj de pasta, ansiosos por la tardanza de los “gomelos” que regularmente bajan “a rotarla”, deben salir, como de costumbre, a rebuscarse los 7.000 pesos diarios de la dosis.

Anochece en La Colonia Empieza a hacerse tarde para los que no pertenecemos al mundo de “los de abajo” y la dinámica del “infierno”, antes desconocida, cambia con inusitada velocidad. Los habitantes del lugar, hastiados de su sobriedad fingida, intranquilos por el intermitente sonido del reloj de pasta, ansiosos por la tardanza de los “gomelos” que regularmente bajan “a rotarla”, deben salir, como de costumbre, a rebuscarse los 7.000 pesos diarios de la dosis. Es hora de conseguir el gramito de dicha manufacturada que hasta a los de arriba, a los “respetables”, enloquece. En un ambiente casi familiar, con un apretón de manos acompañado de sutiles sonrisas, nos despedimos. Los habitantes de La Colonia, cansados de la larga visita y afanados por irse —ellos también— a buscar dinero y comida, empiezan a salir a granel. —¡Yo las dejo! —, exclama uno. —¡Fue un placer! —, dice otro. De frasecita en frasecita, se van yendo hasta que quedamos solo Jorge, Marcela y yo. Jorge decide tomar una siesta. Mi amiga y yo subimos a oscuras y sin dificultad la loma de desechos. Sacudimos nuestras prendas, ahora polvorientas. Nos marchamos.

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18 Crónica

A las puertas de la cárcel

Cada ocho días se dan cita casi mil mujeres en la cárcel de El Reposo para visitar a sus seres queridos, recluidos en la prisión más grande de la región.

Texto y fotografía: Gladys Seña Solano Estudiante de Comunicación Social – Periodismo gladys.sena@udea.edu.co

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a fría brisa mañanera de ese domingo acompañaba a las cuatro mujeres que esperaban a que se abriera la puerta. Un vigilante muy alto les impedía la entrada. Aquel uniforme azul oscuro les recordaba el lugar en donde estaban y la cámara blanca en el techo de una pequeña carpa, les indicaba que estaban, cómo no, siendo observadas. Al frente de las busetas del transporte público, se bajaban, regularmente, una o dos mujeres. Así, poco a poco, una pequeña multitud aguardaba la entrada de la cárcel de Apartadó, en el corregimiento de El Reposo. Esperaban el clásico y sonoro ‘tras-tras’ que indica la apertura de la gran puerta azul. A las 6:00 de la mañana, el portalón se abrió por fin, y un par de dragoneantes —uno de hombros anchos, tez clara y 1.60 de altura y otro, un poco más alto y de piel morena— aparecieron en escena. Ambos se dirigieron a las mujeres y, el de estatura más baja, pidió los documentos de identidad y los números del turno asignado. No hubo saludos, solo rutina de lado y lado. Una a una, las visitantes del primer grupo empezaron a ingresar. Sin embargo, muchas tuvieron que esperar a que llegara su hora. A la espera del encuentro Automóviles y motocicletas empezaron a parquearse a la orilla de la carretera. Mujeres de diferentes estratos socioeconómicos seguían llegando al lugar. El dolor de tener un familiar recluido en una cárcel no distingue ni clases ni edades. Algunas cambiaban los empaques de alimentos por bolsas transparentes, pues al momento de las requisas es más fácil advertir el contenido. “Para que no las devuelvan”, explicó una de las visitantes. Llegaban de Turbo, Necoclí y de otros municipios de Urabá, o incluso, como Cristina, desde Medellín. Esperaban atentas a que se abriera nuevamente la puerta, mientras cargaban sus mochilas con comida y útiles de aseo. “Todo esto lo empaca uno con amor”, comentó doña Carmen, quien venía desde Turbo y a sus sesenta años soportaba esos agites para visitar a su nieto, Aníbal*. “Él es mi mundo, mi todo”, dijo la mujer. Llevaba tres meses sin verlo, luego de que el muchacho enfermó por beber chicha artesanal dentro del penal y tuvo que ser trasladado a la cárcel Bellavista para su tratamiento en Medellín. Por eso se sentía feliz de visitarlo otra vez, ese domin-

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go; estaba a solo metros de donde él estaba. Pero no había podido ingresar porque no tenía cita asignada. En la fila, todos pasan a ser “conocidos”, aunque nunca se hayan visto. Carmen se encontró con Cristina quien, por un acuerdo entre los reclusos que ambas iban a visitar, estaba en la misma lista de visitas de Aníbal. Ese documento lo renuevan los internos cada tres meses e incluye los nombres de todas las personas autorizadas por ellos mismos para ingresar a la cárcel. Cristina iba a visitar a un interno que fue su compañero de clases cuando estaba en el colegio. “Eso fue hace aproximadamente veintitrés años; ahora que lo voy a ver, después de tanto tiempo, estoy nerviosa”, añadió. Como si fuera poco, además del susto propio de su primera visita carcelaria, no aparecía en la lista de citas que tienen los guardias y que se conforma durante la semana a partir de las solicitudes que hacen los familiares por internet. Aunque ambas, Carmen y Cristina, aparecían en la lista de visitas, sin cita tendrían que esperar hasta las 10:30 para saber si podrían entrar. Cada treinta minutos la puerta se abría con su sonido particular, como de desgarre sin dolor. El mismo par de guardias seguía revisando la lista y permitiendo o rechazando la entrada de las mujeres. A dos de ellas las devolvieron porque su cita era a las 6:00 de la mañana y llegaron con una hora de retraso. Cristina, inquieta, empezó a buscar un celular con minutos para hablar con el recluso a quien visitaría. Sin embargo, al frente, en dos carpas, solo ofrecían bolsas trasparentes, gaseosas, mecato, bolsas de agua a 2.500 pesos y alquilaban ropa y sandalias para aquellas mujeres que no tenían las prendas que exige la guardia para la visita. No, minutos no vendían. Tres jóvenes, entre dieciocho y veintitrés años, aguardaban a que se abriera otra vez la puerta. Se dirigían al Patio Dos y se las veía contentas. Como si estuvieran en una competencia, conversaban sobre las cualidades de cada patio. Una exclamó: “Allá pasan muy bueno, hay rumbita, uno baila y toma chicha”. Discutieron con otras mujeres sobre los patios donde están sus familiares, y cada una insistió en que el suyo era “el mejor”. Seguramente no sabían que esa cárcel, construida para 296 reclusos, hoy alberga a poco menos de mil y que tiene un porcentaje de hacinamiento del 236 por ciento, uno de los más altos del país. Ya eran las 8:00 de la mañana y hubo cambio de guardia. Otros dos dragoneantes con el mismo uniforme azul del Inpec salieron a cumplir con el mismo procedimiento que sus compañeros del turno anterior: pedir a las mujeres el número de sus turnos y confirmar que coincidieran con el nombre en el listado. Carmen los observaba y se quejaba de todos los trámites que debe hacer para ver a su nieto, de la humillación que sufre cuando le revisan hasta la comida: “La revuelven con

un palillo y también preguntan: ¿Por qué trae ese poco de comida?’. Si ellos no la preparan, ¿para qué preguntan? Es que aquí no sufren ellos, sufre uno que le tienen que revisar todo, que lo humillen por todo”. Dolor familiar Ese día, 949 mujeres tenían cita, por lo que un teniente salió a las 9:00 de la mañana a revisar cuántas estaban aún esperando. Más de cuarenta personas. Algunas de ellas estaban al otro lado de la carretera, al frente de la cárcel. Empacaban gaseosas en bolsas, pues las botellas no están permitidas dentro de la cárcel. Según el guardia, algunos reclusos aprovechan esos recipientes para hacer chicha artesanal, que está prohibida por el reglamento penitenciario. Por eso, solo se permite el ingreso de envases pequeños de menos de 400 mililitros. Carmen, cansada, temía que ese domingo tuviera que volver a su casa sin regalarle un poco de calor familiar y de comida casera a su nieto. “Tenga misericordia de esta vieja”, le gritó al guardia desde afuera, extendiendo los brazos. “No se preocupe, madre, que acá tenemos misericordia”, respondió con sorna el uniformado, levantando un poco la mirada hacia ella, pero sin alcanzar a verla. Así transcurrió media hora más hasta que, finalmente, a las 10:00 de la mañana, Carmen y Cristina pudieron entrar. Un funcionario, de rango superior al de los guardias que custodiaban la puerta, escuchó sus pesares y les solucionó su ingreso, no sin antes haberse asegurado de conseguir una “colaboración” monetaria por parte los reclusos que iban a recibir la visita. El sol continuaba su recorrido silencioso por el cielo y, poco a poco, la fila fue disminuyendo. Era casi mediodía. Varias de las mujeres que no lograron entrar alzaron sus pertenencias y esperaron una buseta para volver, derrotadas, a sus casas. Algunas se fueron con las lágrimas a punto de desbordarse porque, a pesar de explicar la demora que les impidió cumplir su turno, los problemas con la comida, los retrasos del transporte, nada conmovió a los guardianes. La puerta se cerró, las listas fueron guardadas. Las horas de espera no sirvieron. Las busetas paraban y los ayudantes anunciaban sus destinos: “¡Turbo, Turbo!”, “¡Chigorodó, con puesto!”. Las últimas mujeres se subieron al transporte público, como lo han hecho durante varios años, acostumbradas a la rutina. A los pocos minutos, un dragoneante volvió a salir por la puerta azul, esta vez acompañado con otros de sus compañeros. El tumulto había desparecido. Con paciencia, recogieron la basura que quedó tirada afuera. *Nombre cambiado para proteger la seguridad del interno.


Oficios

Gildardo Franco, Texto y fotografía: Sebastián Puerta Ortiz Estudiante de Comunicación Social – Periodismo sppuerta@gmail.com

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el último barbero clásico

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on las 8:00 a.m. y Gildardo Franco, escoba en mano, limpia el negocio que hace siete años comparte con Lucelly López. Sabe que los clientes no madrugan, así que se toma su tiempo para ubicar sus tijeras y desempolvar, con un trapito seco, sus peinillas y su máquina de afeitar. Luego, con un atomizador lleno de un líquido desinfectante higieniza su silla blanca, aquella que lo ha acompañado por más de treinta años. La silla pesa alrededor de cincuenta kilos. Es giratoria y reclinable. En la parte inferior, tiene un soporte metálico para apoyar los pies, que se adapta al tamaño de los clientes. Es una lástima que, debido al espacio, Gildardo ya no puede reclinarla como lo hacía antes para cortar la barba de sus clientes, con comodidad. Sin embargo, no deja de hacer su trabajo con la misma disciplina que el primer día. Barbero empírico Aprendió el oficio en la barbería de don Leonardo, por allá en los años 70. “Mientras yo esperaba el turno para que él me motilara, le ponía cuidado a ver cómo trabajaba, cómo metía la peinilla y cómo cortaba”. Después, practicaba lo aprendido con sus hermanos en su casa en el barrio Pueblo Nuevo. Franco tiene una voz grave y potente, combinada con su acento paisa montañero y su poca expresividad; por eso, una de las primeras impresiones que suele dar es la de un hombre rudo, de carácter. Su nariz es grande, atravesada por una cicatriz cerca del ojo derecho producto de la extirpación de un lunar, hace ya tres años. Tiene el bigote corto, pero arreglado, al igual que su cabello; luce bien peinado y bien vestido —camisa de manga corta y pantalones clásicos, zapatos embetunados—. Por su contextura gruesa y sus manos fuertes, cualquiera intuye que las tijeras no han sido su única herramienta de trabajo. Con la experiencia de casa, pasó a motilar a sus compañeros en la finca donde trabajaba. “En ese entonces, cobraba cinco pesos y ya cuando me tiré al comercio, cobraba diez. Eso valía una peluqueada. No diez mil, sino una monedita de diez pesos”, recuerda. Y siguió con las uñas. “En Pueblo Nuevo, imagínese, era un rancho de paja cercado con cartón; ahí vivía y ahí motilaba a los tíos míos, a mis hermanos o a algún cliente conocido. Luego, me pasé para una casa que era de propiedad del “Ronco” Jaramillo, en Apartadó, por donde está Camacol. Allá viví siete años y no tenía local, solo las tijeras, la cuchilla entre los dedos y cualquier asiento para los clientes”. En los 80, se arriesgó a montar su negocio en el centro del municipio. Alquiló un pequeño cuarto donde estuvo cuatro meses, hasta que un día pasó por una ventana que le abría un futuro interesante. “Vi a cuatro barberos trabajando en fila y, entre ellos, a un viejo compañero de andanzas, Amado Lezcano, con quien me tocó cargar material en el río Apartadó. A él le compré el puesto con todos los implementos, la silla y la herramienta. El negocio era de un señor Vergara”. Han pasado cerca de tres décadas desde entonces: “En ese momento, no había máquinas. Tiempo después fue que salió una “mazorca”, marca Osterizer, que tenía ventilador y bobina y que la usaba mucho el Ejército. Ellos fueron los primeros que sacaron esas máquinas y eran caritas; entonces, nosotros voleábamos era tijera. Cuatro tipos así en orden voleando tijera, barbera y máquina de mano”, comenta con su voz firme, algo nostálgica. Gildardo se lamenta de haber regalado o botado aquellos implementos de antaño y está convencido de que su silla barbera tiene algo especial: “No sé de dónde es, pero oímos la historia de que fue sacada del mar. Mírela y verá. Tiene los pasamanos picados, y el aluminio como si hubiera estado en sal”.

Gildardo no se sabe el nombre de la mayoría de sus clientes, pero sí recuerda con claridad el corte de cabelllo que se hace cada uno de ellos.

A sus 68 años, Gildardo es el único barbero clásico que queda en Apartadó. Ha trabajado con esta misma silla durante tres décadas.

A las 9:30 a.m. llega el primer cliente del día, un viejo a quien atiende hace más de veinte años. Se saludan y no se preguntan nada más. El barbero le realiza el mismo corte de siempre: le rebaja con máquina por los lados y atrás de la cabeza; luego, con la tijera, corta por la parte superior, lo pule con la cuchilla, le recorta la barba, lo limpia. El hombre le paga, se despide y se va. Si alguien le pregunta a Gildardo por el nombre de la persona a quien atendió, no lo sabrá; pero si le consultan por el corte que se hizo, lo llamará “clásico” y lo describirá con lujo de detalles. Ha visto morir a todos sus colegas. El último fue Amado Lezcano, amigo, la persona que le vendió la silla y con quien compartió negocio hasta el día de su muerte. Juntos mantuvieron por años “El barbero”, el último

Ha visto morir a todos sus colegas. El último fue Amado Lezcano, amigo, la persona que le vendió la silla y con quien compartió negocio hasta el día de su muerte.

negocio que tuvo ese clima elegante y respetable de barbería clásica en el pueblo. Últimos años “Los barberos clásicos se están acabando por naturaleza porque ya las enfermedades se los llevaron y otros, están muy viejos. No estoy sino yo y éramos cinco: ¡Jesús Sánchez, Jesús María Vergara, José Leonidas Díaz Díaz, Amado Lezcano y yo!”, exclama con orgullo al recordar a sus amigos. En 2010, se mudó a la peluquería “Los dos”, el lugar que comparte con Lucelly, una experimentada peluquera. “A Gildardo, lo conozco hace siete años. Es un señor serio, correcto, luchador, trabajador, emprendedor. Yo le tengo mucha confianza y ha sido muy buena la experiencia de trabajar con él”, dice la mujer. A sus 68 años, el último barbero clásico dice que ve la vida con tranquilidad: “Espero que Dios me dé la oportunidad de seguir trabajando en lo que me gusta. Ya conmigo se acaba este oficio: a ninguno de mis siete hijos les gustó el cuento, todos trabajan en cosas distintas”. Sabe que el día que muera o no pueda trabajar más, desaparecerá una parte importante de la historia de Apartadó. Una historia contada entre tijeras y barberas.

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20 Perfil

En la casa taller del municipio de Turbo, la expresión brota de cada rincón. El artista y propietario del lugar relata cómo cumplió su sueño de plasmar, a través de obras de arte, el amor por una región que siente suya.

“Yo no vendo cuadros, yo comparto sentimientos”: Juan de la Cruz Martínez Texto y fotografía: Lina María Arias Hernández Estudiante de Comunicación Social – Periodismo lina.ariash@udea.edu.co

J

uan de la Cruz Martínez llega todos los días a su casa taller a las nueve de la mañana. Mientras abre la reja, los ojos de dos guerreros alados lo observan como si vigilaran el lugar desde la pared azul del exterior. Al abrir, se observan una mesa de madera a un costado y, en las paredes, aproximadamente 40 cuadros. El piso tiene puntos de colores como si de una paleta gigante se tratara. Este no es un espacio cualquiera: es un pequeño museo de arte en pleno corazón de Urabá. Mira su bodega, un cuarto del tamaño de un baño de restaurante, para examinar lo que le hace falta y le encarga el cuidado de la casa a algún vecino. Se dirige al sector Oriyana, más exactamente al local Pinturas de Urabá y compra un tarro pequeño de pintura blanca. Es lo único que necesita para el día. Al volver, se dirige al pequeño cuarto donde guarda pinturas, lienzos y sueños. Saca de ahí una tabla rectangular de un metro x 60 centímetros, toma de la bodega un tarro vacío y vierte la mitad del color blanco, más unas gotas de azul y rojo. Luego, revuelve con agua para conseguir un color celeste que utilizará como base para su nueva obra. El nacimiento de un artista Juan de la Cruz Martínez nació en el municipio de Riosucio, Chocó. Llegó al barrio Obrero, en Turbo, a los siete años. “Siento un gran amor por estas tierras y eso me ha

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ayudado mucho a proyectarme”, dice. Para él, todo ser humano tiene la capacidad de apropiarse del lugar a donde va. A los doce años, descubrió su talento en el dibujo y un gran desprecio por el sistema educativo. Era mal estudiante por la frustración que le daba estar quieto en un aula escuchando a alguien al frente, trabajando a veces sin pasión. Sin embargo, sus cuadernos se iban llenando de imágenes de helicópteros, personas disparando y mucha destrucción. “Por tanta presión, me retiré del colegio. A mí me gustaba el arte, aunque no supiera qué era un pincel, ya tenía la inclinación. Pienso que yo no escogí el arte, el arte me escogió a mí”, declara. Paradójicamente, al retirarse del colegio también lo hizo de la pintura, pues ya no contaba con los recursos para comprar lienzos, pinturas y pinceles. Tampoco con el lápiz y el papel que usaba para dibujar. Pero así comenzó una búsqueda diferente por el conocimiento, al encontrar a una mujer que le enseñó a valorar lo que sentía pero no sabía cómo definir y, menos aún, expresar: era una antropóloga que no pintaba, pero sabía sobre arte. Si bien ella no pudo saciar su sed de aprendizaje, le enseñó a creer, en especial a creer en sí mismo. La antropóloga le presentó a José Morales, un docente del colegio Francisco Valderrama, quien por un tiempo fue su maestro. A través de Morales, Juan conoció a un pintor afamado llamado Marlon Vargas, un hombre exigente y de conocimientos extensos, algo que él, como sediento, absorbió con ánimo desesperado. “Yo me levantaba a las cuatro de la mañana y me acostaba a las dos de la madrugada. En la obsesión, te olvidas de comer y dormir porque te concentras en aprender. Incluso, iba cada fin de semana a ver a Marlon


21 pintar, le barría el taller y le limpiaba los pinceles; él llegó a echarme o a llamarme ‘esclavo’. Yo ignoraba todo eso porque solo me importaba aprender”, cuenta. Era tan exigente su tutor que en clase seleccionaba alumnos para decirles que no volvieran. Juan se ríe. Aún le parece increíble que de veinticinco personas solo se hubiesen graduado tres, y le sorprende todavía más que dentro de esos estuviera él. “En el proceso dejé de existir, dejé prejuicios, orgullo, dejé todo de lado para entender y aprender”. Su gran experiencia y mayor aprendizaje ocurrió en la finalización de la formación. “Cuando le mostrabas a Marlon un trabajo que terminabas después de meses o años, con tus sentimientos y empeño a flor de piel, él nos decía: ‘Muchachos, vamos afuera y cojan el bisturí, ¿la obra les gusta?’. Todos respondíamos que sí. ‘Entonces, rásguenla’. Hubo gente que lloró y no fue capaz. Solo tres rompimos la obra que habíamos, con esfuerzo, creado. Esto me sirvió muchísimo porque aprendí a valorar lo que hago; aunque me paguen mil millones por una obra sigue siendo mía. Entendí que si tú te aferras a un cuadro, nunca lo venderás”. “El patio de mi casa” La casa taller nació después de terminar su periodo de formación y de trabajar en la Casa de la Cultura del municipio por tres años. Un amigo le brindó su local para que Juan de la Cruz lograra darle vida a ese sueño. No le gustaba la idea de tener un jefe ni le llamaba la atención solo vender cuadros. Por eso, este museo —así lo considera él— tiene las puertas abiertas para los jóvenes que ven en el arte una pasión. “La idea es transmitir conocimientos y que esos estudiantes, a su vez, transmitan los saberes a las generaciones futuras”, comenta. En todas sus obras, Turbo está presente: sus calles, sus mujeres y sus paisajes. Su primera obra se llamó El patio de mi casa, un nombre cotidiano para reflejar los manglares y el mar con los que creció. En ese patio, están su niñez, las muchas tardes en que se sumergió en el mar a ver los manglares o jugó con sus amigos y demás niños del barrio Gaitán a coger el “rechazo” de las embarcaciones plataneras que partían al exterior. Para Juan de la Cruz, las pinturas del mar tienen un mensaje. Cualquier espectador en una exposición de arte de cualquier ciudad vería en el azul de las aguas un lugar que jamás ha visto y quizá jamás pisará, a un pescador en medio del mar con un ramaje en la orilla. En el horizonte, el reflejo de luz brillante que para cualquiera es el sol. Si mira con detenimiento, en cambio, encontrará “mi corazón y la luz que todos piensan que es el sol: es la eterna presencia de Dios, por eso refleja blanco y no amarillo”, explica Juan de la Cruz. Sus pinturas más difíciles de plasmar son de ámbito social. Su voz se quiebra y sus ojos se humedecen como la arena del mar al recordar que hace unos años pintó una obra que ni siquiera él pudo conservar, pues se vio obligado a rasgarla. Era la fotografía hecha cuadro de un niño con el abdomen hinchado por el hambre, acompañado por un recipiente lleno de moho y telarañas; una imagen sin vida. Era tan doloroso lo que se reflejaba en el cuadro que intentó regalarlo muchas veces, pero nadie quiso conservarlo. Del cuadro, solo quedó el título: La misericordia de Dios. “Vamos a pintar” Después de dos aplicaciones de color celeste, el piso tiene manchas nuevas. El artista recoge la tabla seca y la pone sobre el caballete. Saca de la bodega su caja de herramientas transparente donde guarda lápices de diferentes números y puntas, un arcoíris de crayolas de todos los to-

nos y varios sacapuntas. Sostiene una hoja de papel y comienza a trazar, a mano alzada, unas líneas que tomarán forma, poco a poco, como si la mano tuviera vida propia. Se dirige al lienzo y con el mismo lápiz plasma exactamente lo que hizo en la hoja unos segundos antes. Por ahora, hay líneas que imitan montañas, lagos y mesetas. Dibuja, por último, una casa pequeña, humilde. Se levanta, vuelve a la bodega y saca una paleta para pintura acrílica. Para Juan de la Cruz, estas pinturas son una obra de arte personal, por eso no las desecha. Son como las arrugas de un rostro, huella eterna de experiencias vividas y de las imágenes plasmadas; miles de colores y formas que tienen consigo la esencia de otros cuadros; una semilla. Juan de la Cruz corre una mesa, pone la paleta, un atomizador y unos pinceles en un recipiente con agua. Moja los colores para que no sequen rápido. Combina el azul, el fucsia y el blanco con el pincel número nueve. Llena el lienzo de manchas blancas entrelazadas con colores azules y rosados. Toma el atomizador y moja el cuadro para mantener la pintura fresca. Entre ideas y pensamientos, empieza una danza creativa entre la obra y el pintor. Una conversación sin palabras, solo con pincelazos y colores. ¿Un negro pintor? Juan de la Cruz tiene 35 años. Es un hombre alto, de ojos oscuros como su piel, manos callosas y grandes —embadurnadas de pintura, casi siempre—, una sonrisa amplia que ofrece a cualquier persona en la calle y una vestimenta sencilla: camiseta estilo Polo, yines y tenis deportivos. Esa sencillez lo acompaña adonde quiera que va, en especial a las grandes ciudades en donde expone su arte a personas poderosas, algunas ostentosas. Ni siquiera el racismo ha hecho que este artista desista de mostrar su talento. Sus obras son parte de grandes museos en Medellín y Bogotá, y es el único negro entre muchos artistas reconocidos en el ámbito cultural. “Me miraban con desprecio o eran groseros cuando saludaba; yo solamente sonreía. Cuando estuve en el Museo de Arte Moderno, en El Poblado, expuse obras de mujeres negras. Las señoras estiradas miraban sorprendidas la belleza de las mujeres plasmadas en mis cuadros, preguntaban si esas negras eran de verdad. A una le escuché decir: ‘¡Esas manos son benditas, amor, compremos un cuadro de estos; esas mujeres son hermosas!’. Su acompañante la miró con enojo y le dijo que no iba a poner ‘eso’ en su casa. ‘¿’Eso’ para qué? Si no hay dónde ponerlo’. Ella me miró y me dijo que lo convencería. Casi siempre pasa. Uno quiere comprar, pero su pareja no le deja. Dicen que volverán, pero esas personas no vuelven”. Juan no se lamenta de esas situaciones, pues los cuadros que pinta están destinados para alguien; tarde o temprano llegarán a quien pertenecen. Su sueño más profundo es el de crear una escuela de arte donde sus alumnos salgan certificados, pues los semilleros que ha creado hasta el momento no ofrecen títulos profesionales. Juan termina primero el cielo, pues es la base del cuadro. Moja de nuevo el pincel y, de repente, el cuadro tiene los tonos verdes que dan forma a una montaña; después aparece un lago, el azul cristalino se combina con el reflejo de la montaña. Un amarillo combinado con verde da forma a la meseta en la que está ubicada la casa y, en menos de diez minutos, una cordillera está terminada. Finalmente, comienza a pintar la casa, con árboles, cercas y ovejas alrededor. La obra está terminada: aquella tabla azul se convirtió en una casa en mitad de unas montañas. Después de secarse, la pintura ocupará un lugar al lado del resto de cuadros que esperan, con paciencia, en la pared y en el suelo del taller, a que aparezcan sus propietarios.

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22 Testimonio

“Yo digo que fui la partera más famosa del mundo”

Las manos de Eusebia Cuello ayudaron a nacer a más de seis mil niños en Necoclí. Estos son algunos de los recuerdos de la mujer que recibió para la vida a muchos habitantes de su pueblo. Texto y fotografía: Aura María Estrada Galeano Estudiante de Comunicación Social – Periodismo aura.estrada@udea.edu.co

Yo conozco una mujer, / tiene las manos de seda, / si la quieres conocer, / es Eusebia, la partera”. Así como la copla está en los ritmos del bullerengue, la vida de Eusebia Cuello Rodríguez es un legado en la historia de Necoclí. Nacida el 13 agosto de 1918, en el corregimiento de El Totumo y bautizada en Turbo, la hija de Rafael Cuello y Ana Dolores Rodríguez jamás imaginó que en sus manos estaría la labor de recibir desde las entrañas a muchos de los habitantes de su pueblo. Eusebia es una caja de recuerdos ambulante, encerrada en un cuerpo ya flácido y con la mirada inmersa en una oscuridad permanente que ya no le permite contemplar a quienes trajo a luz. Apoyada en un bastón, con una memoria que nunca la desampara, dice que, antes de ser comadrona, vendió panes, galletas y levadura de totuma. “Tenía 14 años y mi papá me mandó para El Totumo a comprar un pollo. Encontré a la señora Nicolasa en trabajo de parto y estaba solita. ‘Mija, no te vayas’, me dijo, y el parto fue ahí mismo en el suelo. Pujaba y pujaba, y nada hasta que se le vio la cabecita al bebé”, recuerda Eusebia sobre ese primer alumbramiento, un día caluroso de 1947. “Ella me dijo: ‘Mija, coge este trapito, yo pujo y tú le vas haciendo con mañita, con mañita…’. Hasta que saqué al niño. Lo cogí, me ensucié toda y me puse a darle besos. Yo hasta me acuerdo, lloraba de alegría; ver nacer a un niño es lo más lindo de la vida”, exclama. Como fue su primera vez, y ni siquiera sabía cómo hacía un bebé para ingresar allá, a la barriga de su mamá, Nicolasa le enseñó que debía extraer el cordón umbilical y que la placenta no se podía sacar inmediatamente porque la madre podría sufrir una hemorragia. Incluso, comenta, algunas madres suelen comer dos cucharadas de azúcar para prevenir que el cuerpo pierda sangre. “Apenas se comen la azúcar, uno tiempla el cordón y con masajes sale lo que sobra de placenta. Eso sí me dio susto. Cuando yo vi esa molleja tan grande, roja, me asusté. La mujer no puede hablar al botar la placenta porque es malo, se puede venir en sangre y a muchas les ha dado hemorragia”, explica Eusebia. En esa época, no había centros de salud en la región, por lo que casi cualquier persona que haya nacido allí y en la actualidad sea mayor de 50 años, vino a este mundo

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gracias a las manos prodigiosas de alguna partera. Tal vez, muchos de ellos, gracias a las de Eusebia: “¿Cuánto me pagaban? No, lo que me dieran; unos eran agradecidos, me daban una gallina, 200 pesos… Yo digo que fui la partera más famosa del mundo”. Alcohol, tijeras y unas manos benditas Eusebia cuenta que para atender a los recién nacidos y a sus madres usaba tijeras, alcohol y cordones de hilo, que eran echados en agua caliente para desinfectarlos. “Las mujeres en esos tiempos no parían en cama. Ellas, cuando ya estaban con los dolores, cogían un pedazo de palo, lo ponían en toda la mitad del cuarto y, paradas ahí, ponían unos sacos de fiques y empezaban a hacer fuerza”. Cree que Dios le dio la suerte de que ninguna mujer se le muriera en un parto: “Aunque quisieron achacarme una: un señor antioqueño que vino con una señora y tres niños. En ese tiempo, hacía un verano fuerte en Necoclí y ella se iba a lavar ropa a una piedra en una finca. Se metía hasta la altura del pecho a lavar, estando embarazada, todos los días. Eso le hacía daño”, recuerda. Un día, el esposo de la mujer llegó buscándola porque había iniciado trabajos de parto. Eusebia salió de su casa, se puso su pañoleta y tomó los utensilios para su tarea. Llegaron a la finca y debió esperar toda la noche a que la parturienta entrara en dolores. “Cuando lo llaman a uno, es porque ya se va a cortar ombligo. Ya me dolía la nalga de estar ahí sentada, y esa mujer sin parir. Llegó el día, no se levantó, no se volteó. Ella no quería que la tocaran. Cuando vino el médico, le dijo que el parto estaba complicado, estaba cerrado… Ella se murió con su hijo adentro”. Eusebia fue tan organizada y metódica durante sus años como partera, que anotó cada parto en un cuaderno de contabilidad, con el nombre de la madre, del niño, y la fecha de nacimiento, a modo de registro civil. En sus páginas amarillentas y deterioradas, en letra pegada y muy delicada, aparecen más de seis mil nacimientos. Muchas de esas personas que ayudó a venir al mundo hoy la saludan cuando se la encuentran en la calle. “Llegó un momento en que no me dejaban dormir, yo no descansaba. A cada rato me iban llamando a la casa a atender partos y con el tiempo fui dejando mis labores”, dice. Eusebia Cuello, la matrona de Necoclí, está segura de que sus manos han estado bendecidas, al igual que la vida de los niños que recibió. Está agradecida con la vida y con la gente de su pueblo por el amor que siempre le han mostrado. Ese cariño que se expresa en la letra de aquel bullerengue compuesto

Eusebia Cuello conserva un cuaderno en el que están registrados los nombres y las fechas de nacimiento de todas las personas que ayudó a llegar al mundo.

en su honor por Rosmery Torres, ese que habla de sus manos de seda y que recuerda cómo Eusebia “siente con el alma cuando un niño va a llegar”. Tiene 99 años y para ella está muy claro que no solo fue la madre de siete hijos, sino de todo su pueblo.


En lente

Los niños de La Lucila traen el sombrero y la pollera, mientras Happy, con el tambor, forma la tarde bullerenguera.

23

Con el tiempo, algunas cosas van cambiando su esencia. El viejo tancón es ahora solo un punto de referencia.

Karen Bejarano Estudiante de Comunicación Social – Periodismo karenbeja@gmail.com

D

escubrir, impresionar, asombrar y fascinar son sinónimos de sorprender. La marca territorio Turbo, déjate sorprender pretende mostrarle al turbeño lo que él ya ha visto y no ha contemplado. Lo que vuelve punto negro, lo normalizado, lo típico, lo común. No hay intención de esconder lo menos lindo, porque tampoco tiene el propósito de decir que todo está bien. Turbo, déjate sorprender busca capturar en fotografías la cotidianidad del municipio más grande de Urabá y el mejor ubicado geográficamente. En cada pedazo de papel fotográfico se encontrará una particularidad cultural de Turbo, un paisaje cotidiano, una sonrisa negra, un pescador en su hacer, una cadera al son del bullerengue. Este proyecto es la exploración de una alternativa que le apunta al cambio social, trabajando primero en la alimentación del sentido de pertenencia, y en el conocimiento y entendimiento de las percepciones e imaginarios que los habitantes tienen sobre su territorio. Verse permite reconocerse y reconocerse permite resignificarse. Esta galería fotográfica es parte de un recorrido por situaciones típicas de Turbo, registradas en diecinueve imágenes a blanco y negro que reposan en una exposición itinerante* compuesta por marcos hechos de palos de playa, los mismos que el mar se encarga de abandonar en la costa turbeña tras su abrazo con el río Atrato. *La exposición es el resultado del trabajo de grado La marca de destino como herramienta de transformación social. Turbo, déjate sorprender: del reconocimiento a la resignificación, desarrollado por Karen en el pregrado de Comunicación Social – Periodismo de la Universidad de Antioquia seccional Urabá.

Sobre un pedazo de tela, con un hilo y una aguja, lo que el alma dictamina el indígena dibuja.

En la casa de Eustiquia Amaranto hay un comedor popular, si quieres un chorizo, Bertilda lo echa a fritar.

Cada cabeza es un mundo, infinito y diferente. El Chino siempre dispone de un arte pa´ cada cliente.

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24 Última

Dicen los conocedores que hay en Turbo muchas casas donde se crían negritos con resortes en las patas.

Proyecto Turbo, déjate sorprender. Fotografía: Karen Bejarano

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