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2 Reportaje Aunque EPM afirma que ya cumplió con buena parte de las acciones para reparar los efectos de la contingencia de Hidroituango ocurrida en 2018, varias comunidades de la ribera del Cauca aseguran que el proceso ha sido lento, que muchas personas han sido marginadas y que ha sido insuficiente el apoyo para atender las

Lo que el río se llevó y EPM no ha devuelto Manuela Echavarría Cuartas manuela.echavarria1@udea.edu.co

Para nosotros es un desplazamiento, para ellos es otra cosa”, dice Jaime Torres Jaramillo, uno de los habitantes de Puerto Valdivia que, el 12 de mayo de 2021, salió a marchar por las calles del corregimiento para exigirle a EPM, responsable de la construcción del Proyecto Hidroeléctrico Ituango, la reparación y recuperación de los bienes materiales y de los efectos sociales que dejó el desbordamiento del río Cauca por la contingencia de las obras hace tres años. En abril de 2018, un taponamiento en un túnel para desviar el río Cauca y varias afectaciones posteriores en el proyecto generaron una creciente súbita, que llegó a las comunidades de Valdivia, Tarazá, Cáceres, Caucasia y Nechí, el 12 de mayo de ese año. Según EPM, 85 familias quedaron damnificadas y 162 sufrieron daños en sus viviendas o infraestructuras productivas. En Valdivia la creciente destruyó 74 viviendas. Torres es el presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Cachirimé, donde 23 viviendas quedaron en pérdida total. En el Plan de Acción Espe-

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cífico (PAE), hoja de ruta de EPM para la reparación y recuperación de los territorios afectados por la contingencia y que tiene su plazo final el 31 de diciembre del 2022, se contempla que las familias que perdieron su casa totalmente recibirían otras nuevas y a las que resultaron afectadas parcialmente se les daría un apoyo económico para hacer las reparaciones de infraestructura, muebles y enseres. Aunque el 28 de enero de este año EPM aseguró que el 99 % de las familias afectadas había aceptado las ofertas de acuerdo con el tipo de afectaciones, Torres asegura que eso no ha pasado en Cachirimé. “En ningún momento se les ha reconocido que fue afectación por parte de Hidroituango y EPM, por lo cual no han recibido ayudas de ninguna índole”, dice. El líder agrega que las familias tuvieron que desplazarse a otros municipios o veredas porque las viviendas son inhabitables. Esa es una de las principales razones por las que se unió a la manifestación. Pero no es la única.

Según el registro de damnificados de EPM, 2255 familias de Valdivia y Puerto Valdivia tuvieron que desalojar sus casas y otras 3005 fueron evacuadas de otros municipios del área de influencia del proyecto, como Briceño, Tarazá y Cáceres. De acuerdo con los datos que la empresa le entregó a De la Urbe el pasado 23 de julio, 2225 familias ya regresaron a Valdivia y Puerto Valdivia y otras 30 están pendientes de retornar. Por su parte, Isabel Cristina Correa Tamayo, directora de Gestión del Territorio de Hidroituango, aseguró en una entrevista para este medio en enero de 2021 que el 100 % de los afectados de los otros tres municipios ya habían retornado. *** “Exigimos la construcción del centro de salud de Puerto Valdivia”, se leía en la camiseta de varias personas que marcharon el 12 de mayo. Jeison Ladeo Espinosa, abogado y líder del corregimiento, comenta que, antes de la contingencia, el centro de salud que resultó destruido atendía más de 10 mil personas con servicio

Fotografías: Manuela Echavarria Cuartas

alteraciones en sus costumbres y medios de subsistencia.


3 de urgencias las 24 horas del día, tomas de muestras de sangre, sala de partos, farmacia, control de crecimiento y desarrollo, entre otros servicios. Mientras se construye ese espacio, EPM dispuso una ambulancia, mediante un contrato con la Cruz Roja Seccional Antioquia, para las urgencias y el traslado de pacientes del corregimiento hasta el caso urbano del municipio. Pero van tres años y la obra aún no empieza. “Dijeron que lo iban a comenzar a construir en junio del año pasado, luego en una reunión con el procurador dijeron que lo comenzarían a construir en marzo de este año. Ya van tres meses, no han pegado un ladrillo y le están diciendo a la gente que es la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) la que tiene que dar el permiso”, cuenta Ladeo. Según dijo en enero Isabel Correa, en noviembre de 2020 quedaron definidos los diseños para la construcción en un predio de la vereda La América, en el sector Remolinos. Actualmente, EPM dice que sigue esperando la autorización de la ANLA para iniciar las obras. En ese mismo lugar, la empresa va a construir un centro comunitario y va a reconstruir la sede de primaria de la Institución Educativa Marco A. Rojo, que el río arrasó y que dejó sin colegio a 1300 estudiantes. Como consecuencia del desplazamiento, los estudiantes tanto de primaria como de secundaria fueron reubicados en distintas zonas rurales y urbanas de Valdivia. Según Fredy Jaime Pérez, docente de Ciencias Sociales y de Educación Ambiental de la institución, las primeras clases después de la contingencia las tuvieron que dar en un sector de Sevilla, una zona rural del municipio que no contaban con las condiciones adecuadas. “No había divisiones de los salones, sino que nosotros los dividimos con costales. Había mucha interferencia, pero nosotros con las ganas de mantener los procesos de formación empezamos a trabajar en esos espacios”, dice. También tuvieron dificultades con el transporte de los estudiantes, lo que hizo que los niveles de desescolarización aumentaran. Pérez afirma que la deserción superó el 50 %. Recuerda que había salones con apenas cinco o seis estudiantes. Después, se ubicaron en las instalaciones de la Institución Educativa Valdivia, donde tenían deficiencias en servicios básicos como el agua y la luz. Hasta que, entre finales de 2018 y principios de 2019, los estudiantes regresaron al corregimiento. Actualmente, primaria y secundaria funcionan en la sede que no se llevó el río. “Rincón matemático”, se lee en una de las paredes deterioradas de la sede primaria, sin embargo, no hay números sino maleza. Sumado a esto, la presión actual que hay por la pandemia y la alternancia académica dificulta todavía más el regreso de las clases. Pérez dice que no hay garantías y que no se ven las inversiones gubernamentales para solucionar las necesidades sanitarias. En la sede que ocupan hoy, por ejemplo, no hay un servicio eficiente de lavamanos y agua, pese a la cercanía con un proyecto que pretende generar energía, justamente, por la riqueza hídrica de la región. *** En el momento de la contingencia, Ladeo era comerciante de materiales de playa y uno de los líderes del gremio arenero de Puerto Valdivia. Para él los problemas del proyecto no se remontan únicamente a la creciente de hace tres años. La economía de las familias barequeras y areneras que subsistían de los recursos naturales del río se afectó considerablemente, pues con la construcción de Hidroituango, el aluvión –los sedimentos arrastrados por la corriente– se queda en la represa. “Otro problema es el aumento del caudal. Más o menos unos tres meses lo tenemos con el mismo nivel, algo que naturalmente nunca ocurría porque nosotros aquí siempre manteníamos uno o dos días y otra vez el río rebajaba, sacaba un material y al otro día volvía a crecer porque era natural. Ahora que el río está manipulado allá arriba, en el momento que ellos quieren le arrojan cualquier cantidad de agua”, dice Samir Díaz, integrante del grupo de areneros de La Playa. Díaz cuenta que 20 días antes de la manifestación del 12 de mayo el caudal bajó y destapó una sección grande de playa. Sin embargo, recogieron en total solo 21 metros cúbicos de material, el equivalente a lo que ellos llaman dos dobletroques –14 metros cúbicos– y una sencilla –siete metros cúbicos–. Asegura que años antes, en la misma porción de tierra, recogían entre 40 y 50 dobletroques. Por eso la producción y venta de estos recursos no alcanza ni para abastecer el territorio, como pasa con el material para revocar que, según Ladeo, empezaron a traer de Santa Fe de Antioquia o del río Tarazá. Así mismo, dice Díaz, ya no les alcanza el material para suministrar ni el 50 % de lo que se comercializa en la cabecera urbana de Valdivia ni, como lo hacían antes, para distribuir en ferreterías de municipios como Yarumal. Después de la contingencia, EPM aseguró que durante dos años respondería por las pérdidas de esa

actividad económica y que luego podrían retomar su trabajo. Pero no todos fueron compensados. Según datos de la empresa, 1084 reclamaciones fueron aceptadas de un total de 1857 solicitudes relacionadas con diferentes actividades. Por esas 773 negaciones, Isabel Correa dice que la empresa hizo una depuración de información para definir quiénes iban a recibir los apoyos porque hubo personas que se inscribieron sin ser afectadas. Pero una líder de la comunidad, quien prefirió no dar su nombre para este informe, dijo que hay cientos de personas que no fueron reparadas pese a que toda su vida vivieron del río, ejerciendo incluso actividades ancestrales como el barequeo. De un momento para otro, EPM les pidió documentos con los que no cuentan para demostrar aquello en lo que trabajaban. “No es así como nos deben reparar porque están reconociendo unos daños como si la gente les estuviera trabajando unos días y les dan unos incentivos de seis, siete u ocho millones de pesos, pero eso no nos va a reactivar una economía”, dice Carlos Baena, integrante de la Asociación de Mineros de Valdivia. Esta organización trabaja de la mano de la Asociación de Pescadores, Barequeros y Agricultores de Valdivia y Tarazá. Baena es minero y pescador artesanal, y desde la contingencia su economía empeoró. Dice que antes tenía a sus cuatro hijos estudiando en el municipio, pero ya no puede costearlo: “Como uno vive de los recursos naturales, cuando estos se pierden, se pierden los sueños de nuestros hijos también”. Ante la pregunta sobre las socializaciones de los avances del PAE, Baena dice que no sabe nada porque EPM se ha negado a incluir miembros del Movimiento Ríos Vivos en esos procesos. Su organización es una de las quince que integran ese colectivo. “Nos hablan de unas reclamaciones y una reparación integral al medioambiente, pero nunca se ha dado una reunión abierta con EPM ni hemos podido poner nuestra opinión dentro del manejo que se le va a dar al daño ambiental en Valdivia”, afirma. Pero según datos de la empresa, la línea social del PAE tiene un avance del 80 % en temas relacionados con el retorno, el reconocimiento por las afectaciones y las actividades económicas, y el afianzamiento de las relaciones con las comunidades. En su conjunto, la ruta llevaba un cumplimiento del 60 % hasta el 31 de diciembre del 2020. Las inversiones, de acuerdo con EPM, superaban los 211 mil millones de pesos hasta mayo de este año. Otros líderes entrevistados para este informe dicen que sí han asistido a reuniones y socializaciones con EPM, pero que no sienten que sus reclamos sean escuchados y manifiestan que no le han comunicado todos los avances a la comunidad. Uno de los puntos sobre los que los habitantes de Puerto Valdivia reclaman falta de transparencia en la información tiene que ver con los resultados de varios estudios y análisis contratados por EPM con diferentes entidades. Desde julio de 2019, EPM dice tener once alianzas con instituciones como la Universidad Nacional: “Los estudios buscan establecer las afectaciones causadas a los ecosistemas por el cierre de compuertas, resultados que darán paso a la formulación e implementación de un plan de restauración adaptativo, que se implementará en tres fases”, dice EPM.

Sin embargo, los líderes dicen no conocer las conclusiones. “En febrero del 2020 nos dijeron que nos iban a entregar los resultados del estudio que le hizo la Universidad Nacional al río Cauca, y lo que me contestaron cuando se los solicité a comienzos de este año es que ellos no podían entregarlo porque era un material de ellos”, dice Ladeo. El compromiso de entregar este estudio, agrega, ocurrió en una reunión en el campamento Tacuí Cuní, ubicado en el Valle de Toledo. Samir Díaz coincide con Ladeo: “Nos dijeron que no nos podían dar esos resultados porque eso se convertiría en una demanda más adelante para EPM”. Al respecto, la directora de Gestión del Territorio de Hidroituango asegura que sí han organizado diferentes espacios para comunicar los avances y que estos han sido compartidos también en boletines, volantes, chats y con el grupo de voceros de la región. Agregó que este año avanza la primera fase de la restauración ecológica. Entre tanto, para el componente social, EPM tiene nueve convenios vigentes y uno de esos es sobre el fortalecimiento comunitario con Desmarginalizar S.A.S, una empresa cuya tarea principal es generar diálogos entre las dos partes para solucionar problemas sociopolíticos. EPM dice que este convenio cuenta con 89 líderes contratados a través de esa empresa y sus funciones son mantener conexión entre ellos y las comunidades afectadas. El problema es que para algunos líderes esta no es una representación legítima. “Ellos tratan de ingresar a las comunidades por medio de Desmarginalizar, pero esas personas solo suministran ciertas informaciones y tampoco les ha preocupado buscar soluciones”, dice Edison Correa, integrante de la Junta de Acción Comunal de Cachirimé, sobre las socializaciones de EPM. Para él las decisiones deberían tomarse con firmas de todas las comunidades y no teniendo en cuenta solo a algunos líderes. Diana Gutiérrez, lideresa del sector La Arrocera, fue contratada por Desmarginalizar desde junio del 2018, pero, según dice, la despidieron en junio del 2020. “Cuando empecé a apoyar a la comunidad, me llamaron y me dijeron: ‘no tienes más empleo porque estás con la comunidad o estás a favor de EPM’”. *** En los últimos tres años, las comunidades afectadas se reúnen cada 12 de mayo para conmemorar el día en que el “Patrón Mono”, nombre que le dieron los indígenas nativos del Valle de Toledo al río Cauca, arrasó con una parte de Puerto Valdivia. En esas marchas le exigen a EPM la recuperación y rehabilitación que le corresponde, aunque los líderes reconocen que muchas de las afectaciones no están contempladas en el PAE. Para este informe De la Urbe le pidió en varias ocasiones un nuevo espacio a EPM para actualizar la información que recibió en la entrevista de enero y obtener respuestas puntuales a las quejas de la comunidad, pero la empresa dijo que no era posible agendarla y se limitó a responder con un documento que incluye algunos datos actualizados. Mientras tanto, la vida de las familias afectadas transcurre entre las añoranzas de la vida antes de Hidroituango y la esperanza de recuperar algo de lo que, aseguran, el proyecto les arrebató.

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia


4 Editorial

Volvamos a ser plurales

Laboratorio De la Urbe Dirección Periódico De la Urbe Juan David Ortiz Franco Coordinación General del Laboratorio Juan David Alzate Morales Dirección Digital Ximena Forero Arango Dirección Radio Alejandro González Ochoa Dirección Televisión Alejandro Muñoz Cano Auxiliares Carolina Londoño Quiceno, Caterine Jaramillo Gonzáles, James Naranjo Hernández, Mateo Ruiz Galvis, Sara Mesa Pérez, Valentina Arango Correa Diseño, Diagramación e Infografía Santiago Cano Castaño Asistencia Editorial Eliana Castro Gaviria Corrección de Estilo Alejandra Montes Escobar Impresión: La Patria Circulación: 1500 ejemplares Comité editorial Patricia Nieto, Heiner Castañeda Bustamante, Raúl Osorio Vargas, Gonzalo Medina Pérez, Ana Cristina Restrepo Jiménez Universidad de Antioquia Rector John Jairo Arboleda Céspedes Decano Facultad de Comunicaciones Edwin Carvajal Córdoba Jefe Departamento de Comunicación Social Juan David Rodas Patiño Coordinador Pregrado en Periodismo Juan David Londoño Isaza Comité de Carrera Periodismo Juan David Londoño Isaza, María Teresa Muriel Ríos, Alejandro Muñoz Cano, Raúl Osorio Vargas, Heiner Castañeda Bustamante, Juan David Alzate Morales, Jaime Peralta Agudelo, Diana Ramírez Hoyos, Maritza Trujillo Rodríguez, Melissa Salazar Calle, Julio César Caicedo Cano Calle 67 N° 53-108, Ciudad Universitaria, bloque 10-126 (segundo piso) 10-12 LAB Tel: (57-4) 219 5912 delaurbeprensa@udea.edu.co delaurbe.udea.edu.co Medellín, Colombia

Capítulo Antioquia

ISSN 16572556 Número 101 Agosto de 2021

Fotografía de portada: Daniel Romero

No. 101 Medellín, Agosto de 2021

D

etengámonos un momento para leer este nombre con la lentitud que lo amerite: Universidad de Antioquia. Quedémonos ahí, en esa U y en esas primeras sílabas que nos remiten a la palabra universo. Universitas, de donde viene el término universidad, es ‘el conjunto de todas las cosas’. Esto es la UdeA para quienes la habitamos. La emoción de pasar el examen de admisión, las madrugadas a clase de seis, los paros, la vida que comienza a adquirir un nuevo significado social y político con las discusiones en clase, los tintos en Barrientos... Las imágenes que configuran el espíritu de la Universidad, del cual hacemos parte. Desde el 15 de marzo de 2020, con pandemia a bordo, nuestra vida universitaria se ha estado readaptando. A pesar de todos los obstáculos que representó volcar las aulas de clases a las reuniones en Meet o Zoom, intentamos darles continuidad a los procesos formativos desde distintos frentes. De ese esfuerzo también hemos aprendido. A contrarreloj, fueron mejorando los canales virtuales, el uso de herramientas digitales, el empleo de metodologías alternativas y la consideración de nuevos modelos educativos, como la multimodalidad que ahora es la alternativa más clara para pensar en el regreso a las aulas. Sin embargo, por más que fluimos en las clases y los foros virtuales, extrañamos la experiencia de pasar y quedarnos en el campus. Es en la interacción con el espacio físico que logramos afianzar nuestra relación con el otro, porque solo en este es posible la cercanía de la voz y la mirada que realmente ve. En su libro El enjambre, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han detalló lo siguiente: cuando estamos en una videollamada con alguien, ese otro nos ve en su pantalla y su mirada se proyecta. Si quisiéramos sentir que el otro nos mira sería necesario que lo hiciera mirando directamente a la cámara, pero así dejaría de vernos a nosotros. Estos tiempos de soledad y distancia han ratificado nuestra necesidad de estar en contacto real con los otros. Por eso, a finales del año anterior, cuando en el país empezó la reactivación económica, y aún más en enero de este año, cuando los planes de retorno de los colegios y las instituciones públicas iban en marcha, a los universitarios nos surgió una pregunta: ¿y para cuándo la UdeA? Durante el primer semestre de 2021, esa pregunta se repitió sin tener una respuesta clara. En De la Urbe reconocemos la multiplicidad de posturas y los matices que tienen los argumentos sobre el retorno. Entendemos que esas decisiones las guían consideraciones no solo epidemiológicas, sino también políticas y económicas que obedecen a las particularidades de la Universidad. Lo cierto es que el personal docente y administrativo de las universidades fue priorizado en la etapa tres de vacunación y ante ello surgen las preguntas de si esta priorización tuvo el propósito de garantizar un retorno gradual a las aulas, y así el derecho a la educación de miles de personas en condiciones de calidad, o fue simplemente un privilegio otorgado a un sector de la población. La falta de claridad en aspectos como estos nos llevan a plantear otro frente del debate. Como laboratorio de periodismo de la Facultad de Comunicaciones y Filología y como medio de comunicación queremos reflexionar sobre el diálogo y la información alrededor de la reapertura. En un foro el 9 de junio con los rectores del G8, que agrupa a ocho de las principales universidades del Valle de Aburrá, el rector John Jairo Arboleda dijo que en ese momento la Universidad avanzaba en protocolos para el retorno del personal administrativo, en autorizaciones de ingreso al campus a algunas personas para actividades concretas y que, a partir de agosto, empezarían otras acciones para avanzar en la presencialidad. Una semana después, el 17 de junio, el rector reiteró esos planes en una reunión a la que fueron citados los profesores. Se refirió a las comisiones dedicadas a evaluar la evolución de la pandemia y las condiciones para una reapertura, a los avances en el plan de vacunación y a las fases de un eventual retorno a la presencialidad. No hubo, como es comprensible, precisiones sobre las fechas, pues ello dependía, dijo el rector, de los niveles de contagio y de restricciones de carácter nacional.

Pero tampoco existió hasta ahora un espacio similar con otros estamentos ni algún mecanismo para anunciar la evolución de esas decisiones. La discusión continuó en los órganos directivos y las conclusiones trascendieron estos espacios solo en forma de rumor o por la decisión individual de las directivas de algunas unidades académicas de transmitir a sus profesores y a sus estudiantes lo que ocurrió en otros escenarios. En el primer semestre de 2021, la UdeA tenía poco más de 38.000 estudiantes matriculados. Sumemos a los profesores, los contratistas, el personal administrativo y a las personas que antes de la pandemia habitaban la Universidad sin otro vínculo que el de asumirla propia por tratarse de una institución pública: ¿cuántas de esas personas tuvieron acceso a información clara sobre el retorno? La Universidad tardó en comunicar su intención y sus acciones para regresar y, en todo caso, durante meses excluyó de la conversación a buena parte de la comunidad a la que se debe. El 1 de agosto la administración anunció el comienzo de la fase uno para el retorno gradual a la Universidad, que consiste en el acceso a espacios del Sistema de Bibliotecas y a escenarios que requieren estudiantes que hacen parte de grupos artísticos y deportivos. Esto se complementa con las excepciones contempladas en la fase cero, en la cual ya tenían ingreso personas vinculadas a actividades de investigación, prácticas avanzadas, asistencia en salud y actividades de mantenimiento. La noticia, ahora sí, se difundió ampliamente por las redes de la institución, se comunicó en correos masivos y en una nota publicada en el portal web de la Universidad. El vicerrector general Elmer de Jesús Gaviria dijo que la decisión estaba animada por la petición de profesores y estudiantes de volver a hacer del campus un espacio de encuentro. Tres días después, con aún mayor despliegue, la Universidad anunció una propuesta de multimodalidad que consiste en que cada unidad académica opte para el semestre académico 2021-2 por alternativas que van desde la presencialidad y los cursos intensivos, hasta la virtualidad y las clases mediadas por las TIC. Esta vez, entonces, hubo anuncios, publicaciones y correos, pero sigue pendiente la construcción de un diálogo activo para el retorno. ¿Cómo va a ser ese rehabitar la Universidad y cómo asumir las responsabilidades colectivas que permitan mantener abiertas las puertas de los espacios universitarios? Finalmente, el centro de este debate es la vida. Y la vida es el cuerpo y la salud, pero también es la alegría de llegar al lugar que amamos. Pongamos en sintonía esas dos formas de vivir y construyamos colectivamente la corresponsabilidad que implica el retorno. Preguntas y propuestas diversas que surgen desde todos los estamentos universitarios deben encontrar un lugar para ser escuchadas, sobre todo si hablamos de la UdeA, donde el debate es una de sus principales potencias. Y para esto no solo es necesario una estrategia de comunicación efectiva y accesible, sino también una apuesta por un diálogo abierto, concertado, planificado y plural. Volver a la Universidad demanda entonces compromisos mutuos y una conversación activa entre todos los estamentos, teniendo en cuenta las particularidades y complejidades de cada uno y los espacios autónomos que estos mismos han conformado y que incluyen las asambleas y los claustros. En ese sentido, la participación es importante en dos aspectos. El primero, para escuchar las preocupaciones y las aspiraciones de otros actores para así imaginar el escenario de retorno. El segundo, para contar con las voluntades de estos actores y llegar a acuerdos para que la reapertura sea exitosa. Partimos de que es necesaria una comunicación e interlocución continua para llegar a unos acuerdos que, si bien estarán en constante transformación, serán de ayuda para dirimir diferentes visiones de Universidad, eso que también implica volver a habitarla. “Sé plural como el universo”, dice la frase de Fernando Pessoa que está suspendida en una de las columnas del bloque administrativo. El retorno compete a toda la comunidad universitaria y, en ese sentido, debe atender a la pluralidad y al diálogo concertado. Que en nuestro universo, que es el Alma Máter, encuentren lugar todas las voces.


Opinión

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Somos más que un instrumento

Sara Mesa Pérez sara.mesap@udea.edu.co

L

os músicos otra vez servimos de comodín. Por eso el concierto del 5 de mayo no le estorbó a nadie. Ese día alrededor de 150 músicos conformaron una orquesta improvisada y se reunieron en el parque de la Resistencia. Los dirigía la estudiante de Música, Susana Boreal. El video que se hizo viral rodó a principios de mayo entre chats académicos y familiares como ejemplo de protesta: después de varias jornadas de violencia, el concierto y su directora representaban la forma “correcta” de manifestarse. El nombre de Susana Boreal es Susana Gómez Castaño, tiene 27 años y es estudiante de Música con énfasis en Dirección Orquestal en la Universidad de Antioquia. Después de ese día varios medios de comunicación romantizaron la acción de los músicos y volcaron la atención del movimiento social sobre una única figura. El 6 de mayo, la Agencia EFE publicó una nota titulada “El arte suaviza el rostro de las protestas en Colombia y propone reflexión”. El 7 de mayo, Noticias Caracol se refirió al concierto como una protesta “realmente social”. Gómez, ya convertida en celebridad, fue portada de la edición de julio de la Revista Credencial: “¿Cómo es la generación de la paisa que se viralizó como símbolo de la protesta pacífica?”, decía la revista. Esta lógica enaltecedora fue la misma de varias instituciones del Estado que aprovecharon su figura para promover sus propias apuestas e interpretaciones sobre las protestas. “Hoy la música nos une para hacerle un homenaje a la paz. Decenas de músicos del área metropolitana tocaron por primera vez, unidos en un mensaje, para rechazar la violencia durante el #ParoNacional5M”, escribió la Alcaldía de Medellín en una publicación en Facebook el mismo 5 de mayo.

Cinco días después, el Proceso Social de Garantías presentó un informe que contabilizaba 1081 agresiones contra manifestantes durante el paro nacional en Antioquia. ¿Los músicos que se reunieron ese día querían hacerle un homenaje a la paz?, ¿rechazaban la violencia en el paro? No. O por lo menos no fue ese el motivo de la convocatoria. La intención del concierto era que los músicos académicos volviéramos a habitar la ciudad con nuestros instrumentos y participáramos de la movilización como conjunto. Un intento por reunir un gremio fragmentado y con poca participación en los espacios de protesta. El nombre de la convocatoria para ese día fue: “La música es un mensaje poderoso”. ¿Pero cuál era el mensaje? Sectores de los medios, la institucionalidad, el movimiento social y la ciudadanía se valieron de esa falta de claridad para darles sus propias interpretaciones y utilizarlo para beneficiar sus intereses. Toda esta situación expuso una problemática que viene desde movilizaciones anteriores: los músicos académicos no hemos tenido una función más allá de la amenización y el acompañamiento de las protestas. Como gremio hemos sido excluidos –o nosotros mismos nos hemos excluido– de los escenarios de deliberación del movimiento social y se han ignorado nuestras exigencias particulares. Hemos participado de acciones de manera aislada y sin asumir su trasfondo político. Al estar en un lugar cómodo que nos endiosa como si fuéramos una brújula moral, nos integramos fácilmente a los juegos políticos de otros. No incomodamos porque seguimos siendo fichas, no jugadores. Condicionar nuestro arte como una apuesta únicamente estética y no política es

lo que permite que se nos instrumentalice. A pesar de los esfuerzos por conformar espacios de construcción colectiva como las asambleas populares de músicos del Valle de Aburrá que se organizan desde junio de este año, los espacios de representación están cooptados por individualidades.

Al estar en un lugar cómodo que nos endiosa como si fuéramos una brújula moral, los músicos nos integramos fácilmente a los juegos políticos de otros. Los músicos debemos sobrevivir con poco presupuesto estatal y en condiciones laborales precarias que empeoraron con la pandemia. Ante eso tenemos pendiente desligarnos de la tradición que ubica la música académica al lado de los gobiernos y rechazar las acciones que hacen que las protestas tengan más tintes de premios Grammy que de movimiento social. Mientras se nos siga utilizando como ejecutores de instrumentos y como medio para llegar a los fines de otros no ganaremos nada. Citando a Cepeda Samudio: “Hemos sido criados como instrumentos pero estamos vivos; somos humanos; el odio no nos ha secado la piel”.

Un fracaso redondo

Edgar Quintero Herrera edgar.quinteroh@udea.edu.co

E

l Gobierno del presidente Iván Duque suele pasar muy rápido de la grandilocuencia a la frivolidad. En febrero de 2019, el presidente advirtió que el fin del Gobierno de Nicolás Maduro era inminente. Luego, comparó un acto proselitista de apoyo al líder opositor venezolano Juan Guaidó, realizado en la frontera, con la caída del Muro de Berlín. El fallido presagio y la comparación desmesurada fueron consecuencia de la política exterior hiperideologizada del Gobierno colombiano frente a Venezuela. Una política exterior basada en la denuncia de la deriva autoritaria del régimen chavista, la formación de alianzas regionales para ejercer presión política sobre el Gobierno de Nicolás Maduro, como el Grupo de Lima, y el apoyo irrestricto a las facciones más radicales de la oposición venezolana. En paralelo, el Gobierno de Iván Duque ha intentado construir para Colombia la imagen de ser un bastión de los valores democráticos y liberales de la región: una base central para que la diáspora venezolana, beneficiada con una política migratoria tolerante y garantista, recupere su libertad. Sin embargo, la errática respuesta del Gobierno a las movilizaciones sociales más grandes de la historia reciente del país desdibujaron esa imagen y socavaron la posición internacional de Colombia. El Gobierno de Iván Duque no ha terminado de digerir las múltiples voces de alerta de la comunidad internacional sobre la violación a los derechos humanos durante las protestas. Desde la Unión Europea hasta el Gobierno demócrata de los Estados Unidos. El último episodio de su desafío a los cuestionamientos internacionales fue la respuesta a las observaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El presidente caricaturizó las 41 recomendaciones de la CIDH como una invitación a tolerar el crimen y el vandalismo. Duque criticó con dureza dos recomendaciones centrales del organismo internacional: evitar la criminalización de los bloqueos como forma de protesta y aumentar el carácter civil de la Policía Nacional. La airada respuesta presidencial fue precedida por una

serie de dilaciones injustificadas que retrasaron el permiso del Gobierno para la visita de la CIDH y por el despliegue de una estrategia de comunicación, dirigida hacia el exterior, que ubicaba a las protestas masivas en contra de su Gobierno como parte de un complot para desestabilizar a la democracia colombiana.

La tesis del Gobierno sobre las protestas no ha tenido los efectos esperados por los altos estrategas de comunicación de la Casa de Nariño. El amplio cubrimiento de la prensa internacional y los informes de prestigiosas organizaciones defensoras de los derechos humanos, como Human Rights Watch, han mantenido al Gobierno en una incómoda posición defensiva. En una reciente sesión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la vicepresidenta y canciller Marta Lucía Ramírez afirmó que los hechos de vandalismo registrados durante las protestas son parte de “un proceso de destrucción sistemática, organizada, planeada, financiada para deteriorar las condiciones sociales, políticas y económicas de nuestro país”.

La declaración de la jefe de la diplomacia colombiana fue la respuesta a los cuestionamientos de múltiples delegaciones por las muertes ocasionadas durante las protestas y los excesos de las fuerzas de seguridad. La tesis del Gobierno sobre las protestas no ha tenido los efectos esperados por los altos estrategas de comunicación de la Casa de Nariño. El amplio cubrimiento de la prensa internacional y los informes de prestigiosas organizaciones defensoras de los derechos humanos, como Human Rights Watch, han mantenido al Gobierno en una incómoda posición defensiva. La cuestionada reacción del Gobierno coincide, además, con una amplia preocupación por el deterioro de los derechos políticos y las libertades públicas en la región, dramáticamente retratado en los recientes acontecimientos de Nicaragua y Cuba. El contraste es muy significativo. En 2020, el Gobierno de Iván Duque fue el principal aliado de la CIDH para realizar una visita a Venezuela, rechazada por las autoridades de este país. Hoy el Gobierno obstaculiza el trabajo de la CIDH en Colombia y banaliza sus recomendaciones. El resultado: un Gobierno ensimismado y con un margen estrecho para influir en la estabilización política de la región. El peor efecto de la deteriorada posición internacional de Colombia es la incapacidad del Gobierno para influir sobre el nuevo tablero político de Venezuela, abocado a un nuevo calendario de elecciones. La estabilidad política de Venezuela es un asunto de seguridad nacional para el Estado colombiano. La enorme frontera que compartimos está a merced de un régimen autoritario permisivo con los grupos armados que controlan la potente economía ilegal de la región. La errática respuesta del Gobierno frente a las denuncias sobre la violación de los derechos humanos durante las protestas ha deteriorado el halo de libertad y democracia construido para impulsar la transición democrática en Venezuela. Un fracaso redondo de la política exterior colombiana.

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia


6 Crónica

Foto: Carolina Londoño.

Carolo,

“¿qué va a pasar cuando vos nos faltés?”

Carolina Londoño Quiceno carolina.londonoq@udea.edu.co

C

arolo se quita la camisa amarilla de manga larga, que deja ver su pecho de piel floja, y se pone una ruana tejida de colores tierra. De una silla en la que tiene varios sombreros, coge una boina gris y se la prueba. No muy satisfecho –quién sabe con qué aspecto quería estar en su propia casa– se la quita y toma un fedora café, viejo, sudado en la parte de la frente. –¿Cuántos años tiene ese sombrero, Carolo? –Hermana, más de cuarenta años. Hasta para películas me lo han pedido prestado, hermana. Enciende el bareto que había armado antes, llama a su perro Bareto y, con bareto en mano y Bareto adelante, caminamos hasta el cultivo de marihuana que tiene en su finca en El Retiro. Ahí pasea entre las hileras de matas, las acaricia, revisa su estado. –Tomame una foto así… Con esta otra, hermana… Así… Con una mano coge una de las ramas y se la acerca a la nariz. Baja el rostro de costado para que el sombrero tape sus ojos. Sujeta el bareto entre los labios. Le muestro la foto después de tomarla. –Vos sí sos muy posudo, Carolo. Salimos del cultivo de regreso a la casa. Me habla de sus padres. Ambos murieron este año. Carolo fundó la revista El Pellizco en 1994. En la edición de abril y mayo de 2021 hay dos fotos bajo el título: Flores, legado de mi madre. En la primera se ve un girasol y en la segunda Carolo aparece en medio del jardín. “Ella quería sembrar unas semillas para que florecieran en

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primavera. Mi mamá murió sin ver cómo germinaban y crecían sus semillas. Esta semana florecieron. Y yo las disfruto como el último regalo de mi bella madre”, dice el texto que las acompaña. Carolo se detiene a observar una carreta sembrada. Con sus ojos señala un pedazo de tierra vacío. –Aquí mi mamá sembró las últimas semillas, hermana, de girasol, tres. Solo creció una. Hermana, sin mis papás a mí solo me quedan El Pellizco y Ancón.

No pisés la hierba, fumátela

Ancón. Paz, amor, libertad. Ancón. Los setenta, el rock, la marihuana, los hongos, el LSD. Ancón. Que no quiero vivir más en esta Medellín castrada y goda. Ancón. El padre Fernando nos excomulga. Que tres padrenuestros, dos avemarías y una traba bien profunda nos salven. Ancón. No faltan las camisas de flores, cuadros y bolas, unos zapatos plataformudos, las botas de vaquero, las sandalias, los bluyines y los flecos. Las melenas, los collares, las manillas, las aretas. Me pongo los tenis rotos y sin medias. Ancón. Las guitarras de Santana y de Hendrix se meten en los cuerpos y los vuelven posesos. Ancón. Bienvenido Woodstock a este pueblito rezandero entre las montañas. ¿Cuál Ancón? ¡El Festival de Ancón, hermano! Los tres días de música, amor y ¡No pisés la hierba, fumátela! 18, 19, 20 de junio de 1971. Carolo –por cierto, se llama Gonzalo Caro, aunque dificilmente respondería a ese nombre– cuenta la misma historia siempre. En un viaje de ácido lisérgico que se pegó estando en una pla-

ya de San Andrés, cuando tenía 24 años, se le apareció la visión divina: un ejército de ángeles que tocaban clarines, y después, cada vez más claro, vio a unos jóvenes bailando, escuchó la música, vio el escenario. Regresó a Medellín con la idea de montar el festival.

¿Porqué Ancón?

Carolo conocía Ancón Sur, un barrio en La Estrella que tenía un vallecito atravesado por el río. Ese terreno, conocido como el parque de Ancón, lo había comprado el municipio de Medellín años atrás. Era perfecto para lo que él se imaginaba. Afortunados todos los mechudos hippies que contaron con la suerte de que el alcalde de la época, Álvaro Villegas Moreno, no era un hiperpuritano entre los conservadores y dio la autorización. También apoyó abiertamente al festival y estuvo presente en la inauguración. Después lo presionaron tanto desde la Iglesia y los medios que tuvo que renunciar. “El señor alcalde autorizó a los millares de hippies que nos invadieron como una arrolladora avenida de fango putrefacto para que abofetearan con manos sucias el rostro de la ciudad… Muchas gracias, señor alcalde, por la humillación”, dijo el padre Fernando Gómez en su programa radial La Hora Católica, el 20 de junio. La mala prensa fue la mejor publicidad que pudo tener Ancón. Leonardo Nieto, fundador del restaurante Salón Versalles, donó 5 mil pesos para el festival. Carolo consiguió más de 10 mil prestados y otras ayudas: que am-


plificadores, que instrumentos, que la lona para la tarima... De resto, todo era cuestión de fe. Carolo tenía un local en el centro llamado La Caverna de Carolo que, al entrar, olía a incienso y a marihuana, y allí llegaban los hippies a comprar ropa, medallones, afiches y discos de vinilo. Desde allá se organizó todo. Tres días. Un kiosco donde se vendieron las boletas. El precio: 13.20 pesos. Once amigos. Un peso para cada uno, 12 en total, más 10 % de impuesto. El río donde la gente se bañó. Un puente por el que se llegaba a la tarima y que el último día se cayó. Llovió seguido. Pantano hubo todo el tiempo. Gente, mucha gente, que entraba y salía, que iba un rato, o un día, o se quedaba acampando y que llegó también desde otras partes del país y de Latinoamérica. Se habla de unos 200 mil cuerpos. Todos ellos pisaron Ancón. Nadie tiene la cifra exacta. Hubo bandas de rock de Medellín, Bogotá y Cali. Grupos que se formaron en el mismo festival, poniéndose un nombre a la loca e improvisando en la tarima. El alcohol lo decomisaron en la entrada. La marihuana se vendió por montones.

Como Woodstock, pero sin película

Una vida entera pasa en cincuenta años. Mueren ideales, otros nacen, como la moda, que va y viene. El cuerpo cambia tremendamente, si todavía vive. Hay que buscar en los ojos alguna señal del rostro que alguna vez fue joven. Los objetos que quedan se venden en los anticuarios. Sabemos que solo podemos rasguñar el pasado. Llegará un punto en el que habremos perdido casi todo, porque la mente olvida, los objetos no hablan y en el papel las palabras se borran. De Ancón quedan fotos, recortes de prensa y algunas grabaciones. La Biblioteca Pública Piloto tiene unas fotografías de Horacio Gil. También hay un libro, El Festival de Ancón: un quiebre histórico, que treinta años después del festival recopiló testimonios y notas de prensa. Como autores aparecen el periodista Carlos Bueno y Carolo. Pero la memoria de los archivos tiene límites. Unas cintas, que grabó la Metro Goldwyn Mayer, Carolo las decomisó cuando escuchó que los gringos andaban diciendo que ellos habían montado el festival para hacer una película a lo Woodstock. Esos rollos se los llevó a Canadá y allá se los pasó a su hermano Rodrigo, que quedó de convertirlos a formato betamax, pero Rodrigo murió sin decir a qué laboratorio los llevó. Un libro que estaba haciendo Manuel Vicente Peña, amigo de Carolo, con material que él le había pasado, fue quemado por el mismo editor en un ataque de locura. También enloqueció Guillermo Díez, uno de los dueños de Codiscos, que tenía grabaciones del festival. Tenemos la película completa de Woodstock, pero no la de Ancón. Lo que conserva Carolo lo tiene en una caja vieja y azul. Parece más dos pedazos de cartón con papeles en medio. Ha rodado por varias manos porque la presta a quien se la pida. En ella hay, sobre todo, artículos de 1971 y de cada efeméride del festival. También hay fotografías. De una serie de más de 200 fotos, solo están de la 161 a la 191. Lo demás lo conserva digitalizado en su computador. Estos archivos son apenas fragmentos de lo que fue Ancón. Hay una memoria más viva, la que queda en las personas, que existe por unas décadas hasta que desaparece de los cuerpos que respiran, lloran y ríen, y es devorada por documentos que por sí solos no cuentan su historia.

Foto: Archivo Carolo

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cruzaron el puente y, cuando anocheció, armaron la carpa. Se durmieron después de haber hecho una fogata, arrullados por la música de una radio. En esa carpa estuvieron hasta el lunes. Se aguantaron los tres días de pantano, de orinar detrás de un morro, de no cambiarse de ropa, de comer enlatados. Eso era lo de menos. Jorge saltaba de un viaje de marihuana a uno de LSD. La lluvia resplandecía. Estaba en comunión con el mundo, la música y la naturaleza. El día que visité a Jorge en su casa en El Retiro tenía una camiseta de Pink Floyd, la muñeca izquierda llena de manillas, un converse naranjado y el otro azul. Mantiene el pelo largo y el bigote, pero ya blancos. Sobresalen sus pómulos y aún es flaco. Conserva el mismo gesto tranquilo en los ojos, solo que con una aureola blanca en el iris. Tiene 72 años. Lleva 44 siendo artista plástico. Es profesor jubilado. De los nueve amigos que fueron, solo él y otro siguen vivos. Luis Alberto Barrera, Mario Hinestroza, Carlos Hinestroza, Carlos Enrique Ramírez, Roberto Aristizábal, Ricardo Llano y Juan Alberto Gaviria ya murieron. *** A las dos de la mañana del segundo día un muchacho llegó a las carpas donde estaban los músicos

y gritó: “¡Que se alisten los de Terrón de Sueños que siguen ellos!”. Johnny Richard, que había ido a Ancón como colaborador de la banda, alistó su Gibson acústica, una guitarra de centro amarillo y en los contornos ennegrecida. Días antes había hablado con Carolo. Yo vengo como guitarrista marcante de Terrón de Sueños, pero quisiera cantar”, le dijo. “Te voy a poner como solista y cantás con ellos, hermano”, le respondió Carolo. En la publicidad oficial apareció su nombre: “Johnny Richard. Triunfador latino en el Festival de Manchester (Inglaterra)”. Esa madrugada tocaron hasta las cinco de la mañana. Eran siete integrantes, pero se turnaron para aguantar las tres horas. Antes de subir al escenario, Johnny Richard se tomó un roncito para calmar los nervios. Cuando llegó su turno como solista, cantó dos veces Satisfaction de los Rolling Stones y un tema suyo, El ascensor: “Sube el ascensor (tata-rata), toca tu motor (tata-rata), sigue acelerando (tata-rata), la velocidad (tata-rata), sigo subiendo, sigo bajando, sigo cantando [...] en el ascensor”. Johnny Richard dejó de llamarse así en 1983, cuando se retiró de la música y retomó su nombre de pila: Bernardo Echavarría Berrío. Se dedicó a su carrera

Yo sí estuve en Ancón

En una de las paredes de su casa repleta de obras de arte, suyas y de otros, Jorge Ortiz tiene un tablero de corcho donde hay varias fotos a blanco y negro de cuando era joven. En una de ellas está de frente, congelados su rostro y su melena larga, negra, cortada en capas desde arriba, con la mirada serena y el bigote crecido. Este es el Jorge que hace más de cincuenta años comenzó a fumar marihuana con sus amigos del barrio Conquistadores y se fue a Estados Unidos en 1968 mandado por su papá a ver si así se le calmaba la rebeldía. Tuvo una boleta para ir al Festival de Woodstock en 1969, pero no pudo asistir. Por eso se emocionó tanto cuando en 1971, otra vez en Medellín, supo de Ancón. No sabía cuántas veces había repetido la película de Woodstock. En el teatro América, en el Tropicana, donde la estuvieran pasando. Un día antes de que empezara el festival, porque la idea era acampar, salió del barrio a mediodía con ocho amigos. Se fueron caminando. Que la distancia fuera larga no importaba, Jorge tenía su buen bareto e iba luciendo una bermuda que había mandado a hacer con la bandera de Estados Unidos. Cuando llegó a La Estrella vio un gentío que subía desde la autopista hacia el lugar del concierto. Jorge estaba feliz de caminar al lado de esas otras personas que no conocía, pero que sonreían y cantaban. Se sentía parte de eso. Un amigo suyo compró las boletas,

Foto: Archivo Carolo

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia


8 Crónica

*** “¿Usted me ayuda en cositas allá también?”, le preguntó Carolo a Juancho López, después de invitarlo a cantar en el festival. Juancho había sido miembro de Los Yetis, que en ese momento estaban separados. Aceptó y tres días antes fue a La Caverna de Carolo a reclamar un camibuso con el logo del festival. Durante esos tres días Juancho llegó a las nueve de la mañana y se fue a las cinco de la tarde. Merodeaba por todo el valle, por los morritos, y recogía a quienes les había dado la pálida por la traba o los ácidos. Los llevaba a la carpa de la Cruz Roja que quedaba

detrás de la tarima. “Vea, aquí hay otro perdido”. Nunca cantó. Siempre cargó la armónica con la que iba a presentarse, una Hohner roja de una cuarta de largo que le quedaba grande al bolsillo de su pantalón. “¿Usted no va a cantar? ¿Lo presento?”, le preguntaba el presentador de turno. “Deje así, de pronto mañana”, le respondía Juancho. Juancho ahora tiene 74 años. Le gusta coleccionar armónicas. En una caja guarda las que ha comprado en sus viajes, en tiendas de música o en remates. Conserva la Hohner. La pintura roja está pelada y deja ver parches de acero amarillento debajo. –Si todavía la tengo es porque con ella estuve en Ancón.

Un festival llamado Carolo

–Pero, hermana, ¿vos por qué te vas a hablar con cualquier güevón que no estuvo en Ancón? No, hermana, yo fui el ideólogo, hermana, el organizador. La voz ronca de Carolo me reclama del otro lado del teléfono. El día anterior, lunes, fui a El Retiro a hablar con Jorge, pero no pude comunicarme con Carolo, que vive cerca, en la vereda Pantanillo. –Cuando llegue al pueblo me llama, hermana. Ahora hablamos, chaíto pues. Es martes 29 de junio. Vuelvo a El Retiro en la tarde. Cojo un taxi que en menos de diez minutos me deja en la portada de la finca de Carolo. Me abre Stiven, un pelado que le colabora a él y a su hermano Julián transportándolos en moto y haciendo arreglos en la finca.

Carolo joven. Archivo Carolo.

No. 101 Medellín, Agosto de 2021

Foto: Archivo Carolo

como pintor y dejó a un lado los días en los que dormía en aeropuertos y discotecas. Bernardo vive en Bello. En casa tiene la carátula de un disco suyo de 1971. Está en una tarima con pose triunfal. Apoya una guitarra en el piso y la toma por el diapasón. Tiene un pantalón rojo bota campana, una camiseta negra sin mangas con una flor blanca en el centro, el cabello largo recogido hacia atrás con una cola y un sombrero de alas hacia abajo. Es la ropa que usó en Ancón. “Yo me volví un pintor serio”, dice Bernardo a sus 72 años. Es difícil reconocer en él a Johnny Richard. Ahora lleva una camisa polo azul dentro del pantalón. La correa sostiene una pequeña barriga. Tiene el pelo corto. No toma alcohol. Todos los días se levanta a las 5:00 de la mañana y se acuesta a las 10:00 de la noche.

–Detrás de la casa hay una cabañita, entre que ahí está. Afuera resalta un anuncio: Carolo Producciones, una placa que tenía en su caverna en el centro. La puerta está abierta y lo llamo. En una pared está enmarcado el afiche del Festival de Ancón de 1971, y otros cuadros con fotos y menciones. Carolo, el que fue considerado el hippie más hippie de Medellín y que ahora tiene 73 años, sale de la otra pieza con su cuerpo pequeño. Saluda y me ofrece algo de tomar. En su mano tiene una botellita que llenó con vino. Se apoya sobre un escritorio y, sin ninguna pregunta, comienza a hablar. –Ancón lo hice yo solo, hermana. Yo reconozco que tuve la ayuda de unas amigas y unos amigos, pero nadie tenía ninguna responsabilidad. Nadie era jefe de seguridad, ni de comunicaciones, todo era Carolo. Las palabras salen rasgadas de esa garganta que lleva más de cincuenta años recibiendo el humo de la bareta. –El único socio que tuve fue Humberto Caballero, él me ayudó a conseguir los grupos. Veo el afiche de la pared y en una esquinita, abajo, leo ambos nombres: “ C A R O L O - C A B A L L E R O ”. Humberto ya murió. –Por eso, hermana, a todo el que me necesita yo le hablo o le presto sin condiciones el material. Lo mío es de todos, hermana. Yo he ido a cuarenta países invitado porque hice Ancón. Carolo va a la otra habitación, donde está su cama, y trae un pedazo de madera viejo que tiene pegado un volante del festival, el que repartían en las calles. El papel está desgastado. Las letras rojas apenas se alcanzan a ver, pero pueden adivinarse el logo y los nombres de las bandas: Gran Sociedad del Estado, Terrón de Sueños, La Banda del Marciano... Y abajo, en un papel pegado, también corroído y escrito a mano se lee: “Es cuestión de fe y nos unimos con música para lograr la paz. Carolo”. –Cuando yo hice Ancón, duré once días sin dormir. A mí me dicen que yo lo que sé hacer es pensar, escribir y hacer plata. Hermana, es que yo tengo un poder de manejo del público. Les digo “hermanitos, tal y tal”, y no se me mueve la gente. Carolo vuelve a la pieza y trae tres ejemplares del libro de testimonios y crónicas sobre Ancón. Con sus manos arrugadas me muestra la primera página

de cada uno. Todas tienen pegadas una hoja de marihuana. –Hermana, este libro se hizo por los treinta años. Tiene cuatro ediciones legalizadas y una pirateada. Yo mismo la piratié, es que eso lo estaban vendiendo muy caro y yo tengo derecho porque lo que está ahí es mío. Se sienta en una mesa y comienza a rascar marihuana. –Hermana, es que Ancón no fue un evento, fue un cambio de generación. Por eso es que no se ha podido volver a repetir, porque no es cuando a un empresario le dé la gana. Coge un cuero y con el índice y el pulgar lo va rellenando. –Pero para el próximo año sí voy a hacer un Ancón dos. –¿Vos creés que Ancón se va a olvidar? –Hermana, antes ahora es que está tomando fuerza. Todavía hay gente ignorante que quiere demeritar a Ancón. Pero los frutos de lo que yo hice se van a ver luego. Por ahí me dijeron en Eafit, esa universidad de burgueses, “usted en 30 años va a ser un referente para la juventud latinoamericana, como para nosotros lo fue el Che Guevera”. –¿Y cómo te hace sentir eso? –Lástima que no me va a tocar disfrutármelo. Acerca el cuero a sus labios para sellarlo con sus dedos gordos. –Carolo, ¿vos contrataste a Horacio Gil para que tomara las fotos, las que están en la Biblioteca Pública Piloto? –Yo lo contraté, pero esas fotos son mías. Todo el que estuvo en Ancón fue porque yo lo contraté o le di el permiso. Es que hermana, vea, la Piloto cogió esas fotos y dice que no se pueden utilizar sin permiso. No, hermana, esas fotos son mías y lo mío es público. Coge la candela y enciende el bareto. –Eso sí me emputa, hermana. Ancón es el hijo que yo tengo, el hijo que yo parí, hermana, lo engendré. –¿Entonces qué va a pasar cuando vos nos faltés? –Hermana por eso yo lo tengo que dejar todo muy bien organizado. Jesucristo no está vivo ahora, pero dejó a sus apóstoles y tiene curas y eso, hermana. –Por ahí leí en un artículo que vos habías hecho milagros. –Ahí andan unos proponiéndole al papa mi beatificación, hermana, lo que pasa es que se me adelantaron la hermana Laura y el padre Marianito.


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Adiós,

hermano Carolina Londoño Quiceno carolina.londonoq@udea.edu.co

Foto: Carolina Londoño.

E

l domingo 25 de julio de 2021 murió Carolo. El hippie, el marihuanero, el rockero, el viejo joven. El joven viejo, mejor. El periodista, el organizador de cualquier evento, la cabeza del Festival de Ancón. Adiós, hermano. Fueron dos días concretando el encuentro con Carolo. Dos días de llamadas perdidas de lado y lado, de monólogos suyos sobre todo lo que había hecho en junio por los 50 años del Festival de Ancón, y del reclamo constante de por qué yo había ido a El Retiro a hablar con otra persona que no era él. Cuando llegué a su casa ese martes y lo vi por primera vez, cualquier rastro de prevención que pude haber tenido desapareció. Estaba emocionado. Llamó a Stiven para que prendiera el computador. “Hermano, busque los archivos de Ancón para mostrárselos y se los manda. Artículos, fotos, todo”, dijo. Stiven, un pelado alto, cuajo y tatuado hasta el cuello, hizo lo que la voz ronca de Carolo le indicó. A pesar de ser pausada, la voz de Carolo se imponía. Al hablar, dejaba frases a la mitad o un recuerdo era el inicio de otro. No era que estuviera olvidando. Más bien tenía tanto que decir que su relato se iba convirtiendo en un mapa amplísimo al que le faltaban señas para descifrarlo. Era difícil seguirle el ritmo. Habló de países, personas, músicos, famosos, amigos, familia, políticos, de su carrera política, de cuando estuvo en la cárcel, de sus festivales de la mascota, de El Pellizco, de su talento para organizar eventos, del puesto que le ofreció la Unión Europea para ir a África y a Medio Oriente a trabajar temas de paz y de que el mismo Santos lo iba a nombrar como parte de la Comisión de Paz para ir a La Habana. Habló de Ancón, por supuesto. Todas las imágenes se superponían. Entendí que eso era Carolo, un complejo amalgama de su propia vida. Ese día me mostró los tesoros que tenía en su armario: una camiseta que era de Bob Marley, otra de

Mick Jagger, otra de Rod Stewart. En el armario también estaban cosas que había guardado durante toda su vida. –Yo soy muy amplio y he regalado mucha cosa, pero, vea, con cada maletín de esos se podría escribir un libro, hermana. Y en esas bolsas están empacadas las camisetas originales de Ancón. Hermana, las otras cosas que tengo de Ancón, fotos, recortes de periódico, están en una caja que tiene un amigo mío, Wilmar Vera –me contó. Eran las cuatro de la tarde cuando Carolo dijo que saliéramos a caminar. Quería mostrarme su cultivo y el resto de la finca. Ese fue el momento en que se cambió de ropa. –Carolo, ¿y vos no pensás escribir una autobiografía? Harta cosa tenés pa’ contar –le pregunté después de ver las fotos y de escuchar otras historias. –Claro, hermana. Eso está entre mis planes, tengo que cuadrar primero unas cosas de El Pellizco. Tengo mucho por hacer, hermana. También quiero devolverme a vivir a Medellín, para estar más cerquita de todo. Hermana, o irme para otra parte, pero no sé a dónde.

Había llegado donde Carolo preguntándome qué va pasando con la memoria que no tiene otro lugar que nuestros cuerpos tan frágiles, tan perecederos. Pero él me convenció de que todavía había tiempo. Tiempo para organizarse, tiempo para escribir, tiempo para seguir hablando de Ancón, tiempo hasta para repetirlo. –Antes de Ancón en Medellín no existía la libertad de culto, de credo, de opinión, todo eso, hermana. Esa es la magia de Ancón, y por eso te digo que moriré defendiéndolo. Cuando nos despedimos me dijo: “Vení, yo te regalo una cosita, de esas que yo vendía en la caverna”. Buscó en el armario y sacó una cruz de metal que en el centro tenía el símbolo de la paz y el amor. Me la entregó. Yo, que tan empeliculada había estado con Ancón, le agradecí profundamente y prometí regresar para entregarle el periódico. Carolo ya no está aquí para contarnos las historias de Ancón, ni para organizar lo que dejó en punta. Estamos nosotros, que lo recordamos. No nos queda sino esperar su beatificación y rezar junto a sus fieles: San Carolo, Caroleto, que me prenda este bareto.

las fotos y busco las gafas carey de lentes verdes que usaba Albeiro, mi padre, un muchacho con ínfulas de jipi. Busco su rostro enjuto y afilado, acompañado de Carolina, una jovencita que ni había terminado el bachillerato y estaba por graduarse de esposa, ama de casa y futura madre ese mismo año. Busco especialmente un abultado abdomen, símbolo de preñez de un puñado de meses. Ancón significó para Medellín y Colombia un cambio de mentalidad, un llamado de atención. Los jóvenes –y algunos adultos curiosos que salieron del clóset musical y rebelde– se unieron alrededor del amor y la paz. No se sabe a ciencia cierta cuántos fueron los asistentes: los más optimistas calculan 200 mil, los más negacionistas menos de 10 mil. Lo cierto es que esa sociedad que los señaló y estigmatizó tuvo que tragarse sus palabras porque no hubo muertos, los desórdenes no abundaron y los daños a la propiedad privada no pasaron de basuras y un puente de madera roto por culpa de la aglomeración. En el mal llamado Woodstock colombiano se supo de la fuerza que tienen los jóvenes cuando les ofrecen espacios para su participación y goce.

Hoy Ancón es un borroso recuerdo entre los septuagenarios asistentes, además del nombre de una subestación de energía. Los que señalaron sus desmanes, los adultos de la época, descansan en paz, por fin, lejos de la bulla, las greñas despeinadas, los puchos de mariguana, las barbas hirsutas o los senos al aire. Los niños y jóvenes de esa época hoy somos, algunos, padres de familia y disfrutamos de los cambios de comportamiento que se perfilaron con la revolución musical de los 70. El cuerpo dejó de ser propiedad de los adultos y la Iglesia. Despuntaron nuevas actitudes y exploraciones que cambiaron la forma de relacionarnos entre los sexos y la sociedad. Ancón fue el inicio de una revolución sexual y social, cuyos frutos se perciben todavía. Por eso, cuando veo fotos de ese momento, trato de buscar a mis padres. Y no para reprocharles o estigmatizarlos sino para comprobar que ellos fueron partícipes de un momento histórico que, como hoy, representaba a una generación que deseaba un mundo mejor para ellos y sus descendientes. No ha sido un camino fácil, pero hace medio siglo comenzaron a recorrerlo y esa llama no se agota, por más que se arrugue el rostro, encanezca el pelo, se dispare la presión o se abulte la panza.

Foto: Archivo Carolo.

Cuando veo fotos de Ancón trato de buscar a mis padres Wilmar Vera Zapata periodistawilmarvera1971@gmail.com

Ni como músico ni como hippie ni como colaborador de una banda, Wilmar Vera estuvo en el Festival de Ancón como feto y es una de las personas a las que Carolo confió el archivo del festival. En su casa conserva una caja con recortes y con las fotos que acompañan estas páginas.

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ada vez que veo fotos de Ancón, ese festival de rock y amor de 1971, busco entre las imágenes a mis padres. Supe que ellos me llevaron a ese encuentro musical y que estuve allí con esos jipis y mariguaneros, con esos “endemoniados” y degenerados, no como asistente gritón sino como feto. En efecto, con varios meses de embarazo y algo de temor, mi madre acompañó a mi padre al momento más importante para la juventud de los años 70 en el país. Ninguno de los dos lo sabía, por supuesto. Miro

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia


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El negocio de las copas menstruales que pone en riesgo la salud de las mujeres Yesenia Palacio yesenia.palacio@udea.edu.co

Ilustración: Valentina Arango Correa

Lo que para muchas mujeres prometía ser una opción más có-

moda y ecológica durante sus días de sangrado menstrual, en algunos casos se ha convertido en un grave problema de salud. La comercialización de copas menstruales en Colombia no tiene regulación y algunas tiendas aprovechan el desconocimiento en medio del boom para vender copas piratas.

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a preocupación por el impacto medioambiental que generan los residuos de un solo uso y la exploración de nuevos productos para la menstruación contribuyeron a la popularización de la copa menstrual. Aunque está lejos de tener la misma presencia en el mercado que las toallas higiénicas o los tampones, la ausencia de registro sanitario para esta ha permitido la comercialización de algunas que representan un problema de salud para las mujeres. En la Encuesta Pulso Social de junio de 2021, por primera vez el Dane incluyó preguntas sobre el acceso a productos de gestión menstrual. El estudio encontró que, en las 23 ciudades principales, por lo menos 107.291 mujeres y niñas usan la copa menstrual, es decir, el 2.5 % de las encuestadas. En Colombia, la venta de este producto se da principalmente por vía electrónica según la investigación E-commerce, regulación y vigilancia en comerciantes y distribuidores de copa menstrual en Colombia, publicada en 2018 por la Universidad Militar Nueva Granada. Aunque algunas empresas extranjeras y con experiencia tienen sus propios canales de venta, la tendencia es la promoción de distribuidoras independientes que las comercializan por medio de redes sociales como Facebook e Instagram. Según un estudio piloto realizado con mujeres y niñas de bajos recursos en Zimbabue, África, en promedio se necesitan tres ciclos menstruales para que mujeres que nunca han usado la copa puedan obtener una curva de aprendizaje de introducción,

No. 101 Medellín, Agosto de 2021

vaciamiento y limpieza. En su mayoría, las tiendas ofrecen asesorías y acompañamiento para el uso de las copas y este es uno de los motivos por los cuales las consumidoras prefieren estos medios electrónicos a comprar en lugares físicos. Sin embargo, al analizar a fondo algunos de estos emprendimientos se nota una diferencia importante entre precios. Mientras en algunas tiendas una copa menstrual cuesta entre 70 mil y 90 mil pesos, en otras se promocionan ofertas de dos copas desde 40 mil pesos, junto con productos adicionales de limpieza.

¿De qué está hecha la copa menstrual?

La copa menstrual es un dispositivo médico diseñado para estar en el canal vaginal durante un tiempo máximo de ocho horas. Puede ser fabricada de silicona grado médico o elastómero termoplástico (también conocido como TPE), materiales que son flexibles, biocompatibles e hipoalergénicos. El problema radica en las copas cuyo material es desconocido. En páginas de comercio electrónico como AliExpress, Alibaba, Amazon o Mercado Libre, por ejemplo, es posible encontrar copas menstruales a precios extremadamente bajos. Algunas van desde cinco mil pesos, acompañadas de un vaso esterilizador y una bolsa de tela para guardar los productos; pero lo más sorprendente es encontrar algunas vendidas al por mayor desde 1500 pesos, que luego son revendidas a precios mucho más altos. El bajo costo de algunas de estas se debe a que están fabricadas de materiales distintos a los recomendados.


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Se pueden encontrar copas producidas en plástico con ftalatos, un material que genera alergias, irritaciones y es más propenso a ser foco de infección; en distintos tipos de siliconas no aptas, como la silicona en grado alimenticio, el mismo material con el que se fabrican moldes de cocina; o en grado quirúrgico, que si bien es apto para ser introducido en el cuerpo –con este mismo se fabrican catéteres y nebulizadores–, no es idóneo para estar por tiempos prolongados adentro de la vagina. Esto sin contar con otras sustancias o toxinas que puedan traer algunas copas de bajo costo que en casi ningún caso vienen acompañadas con información sobre su fabricación y sus compuestos. A la escasa información previa que hay sobre los materiales, la compañía que las fabrica y otros asuntos como el tamaño se suma el tabú que persiste a la hora de hablar de la menstruación. Estos factores han propiciado un mercado inseguro.

¿Podría afectar mi salud?

“La primera vez que supe de la copa menstrual fue por un sticker en un baño de la universidad”, cuenta Juddy Morales, estudiante de Ingeniería de Sistemas de la Corporación Unificada Nacional de Educación Superior. Ella investigó sobre su uso y sus posibilidades, pero no la convenció. En 2020 vio una publicación de la actriz Lina Tejeiro promocionando una y se animó a probarla. “Consulté la que ella mostraba, pero era supercostosa. Luego empezaron a llegarme promociones en Instagram y Facebook, yo pensaba que todas eran iguales”. A sus 29 años compró su primera copa en una página de Instagram y admite que no revisó nada que le asegurara la calidad de ese producto. Cuando comenzó a utilizarla, en junio de 2020, ingresó a un grupo de usuarias de la copa menstrual en Facebook y descubrió que la suya no era segura, era una copia de otra marca certificada. Mientras la suya llegó en una caja, con una bolsa de tela y sin ningún tipo de información; la original viene en una caja totalmente diferente, además incluye la información sobre sus materiales y uso. “Ahí me di cuenta de que la había embarrado”. A pesar de las advertencias, siguió usándola. “Me comenzaron a dar infecciones. Le escribí a la vendedora y me dijo que debía tener más cuidado al manipularla y lavarme las manos”. Acudió a servicios ginecológicos, le recetaron antibióticos por un mes y fue más meticulosa al momento de utilizarla, pero la infección persistió. La dejó luego de seis meses y decidió comprar una diferente, así superó la enfermedad. Algo similar le ocurrió a la publicista Leyla Ocampo, de 30 años. Consiguió su primera copa en 2016 y pagó 35 mil pesos en una boutique en el centro de Armenia. “Cuando la usaba en mis días de sangrado me ocasionaba dolores insoportables, como si tuviera cólicos todo el tiempo y me dolía más cuando me sentaba”. Durante cuatro meses intentó adaptarse a ella, pero finalmente se rindió. Tiempo después se asesoró con una vendedora de varias marcas certificadas y compró una fabricada en TPE, con distintos sellos de calidad y con la cual no ha tenido ningún problema. Paula Andrea Ceballos es, desde hace tres años, asesora de copas menstruales. Las conoció buscando una solución al trastorno disfórico premenstrual que sufre desde hace aproximadamente diez años y que le ocasionaba cólicos, migrañas, fatiga y depresión. Dice que la copa alivió el 80 % de sus síntomas, pero antes también fue víctima de una copa que afectó su salud. Era de un material demasiado blando y de una talla muy grande para ella, le incomodaba. “Cuando empecé a usar la copa certificada, gracias a una asesoría adecuada, me di cuenta de la importancia de comprar una con la suficiente información y asesoría responsable. Eso me motivó a convertirme en asesora”. Desde esa experiencia, tomó cursos con las marcas que distribuye, compartió conocimientos con pedagogas menstruales de México y ha investigado empíricamente las vivencias de distintas mujeres. En su cuenta de Instagram, @amomicopita, Ceballos recopila testimonios de mujeres con advertencias sobre la copa que van desde molestias por el largo del palo de agarre, laceraciones con los bordes, hasta copas que se rompen dentro del canal vaginal “como si fuera cartón”. A toda esta sintomatología hay que agregarle secuelas psicológicas como la ansiedad o la frustración de las usuarias al creer que hay algo malo en ellas y no en el producto.

El algoritmo de las redes muestra publicidades de promociones a precios muy bajos. En los destacados de las cuentas se resaltan testimonios de usuarias y tutoriales de uso, pero las certificaciones e información de la composición del material no existe o no tiene la visibilidad que debería, según la Ley 1480 de 2011 que establece principios para la protección de consumidores y para garantizar salud, seguridad y calidad.

¿Cómo sé qué mi copa es segura?

Una de las estrategias que usan algunas tiendas para dar una sensación de seguridad sobre sus productos es decir que son aprobados por el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos de Colombia (Invima) o incluso por la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA). Sin embargo, detrás de esa afirmación hay inexactitudes y desinformación. Es necesario explicar que las copas menstruales no tienen registro sanitario, el Invima no las certifica ni estudia, lo cual permite que cualquier copa menstrual, segura o no, pueda ser comercializada. “La regulación del tema ha sido difícil y lenta, la institución ha dejado al aire este asunto por desconocimiento y falta de voluntad”, expresa Laura Benavides, politóloga y vocera del colectivo Derechos Menstruales Colombia, organización de la sociedad civil que se dedica a promover derechos relacionados con la menstruación y que tiene en su agenda campañas que previenen el uso de copas menstruales piratas –llamadas así porque son copias de marcas registradas– o que afectan el derecho de la salud de las mujeres. Además el Invima registró por primera vez una copa menstrual, en 1992, bajo el nombre de “copa blanda recolectora de flujo menstrual”, con una vigencia de 20 años; en ese momento era estudiada por esa entidad como un dispositivo médico. Sin embargo, en 2005 se expidió el Decreto 4725 el cual cambió el régimen de registros sanitarios de dispositivos médicos y la copa quedó por fuera de su definición.

“Lo preocupante de todo esto es que no existe una certificación a nivel nacional, no puedo darle la tranquilidad a una mujer de que su copa es segura”, cuenta Sandra Escobar, ginecóloga y usuaria de la copa menstrual. Entre tanto, la Comunidad Andina de Naciones, de la cual Colombia hace parte, reguló los productos menstruales con la Decisión 706 de 2008, pero este fallo tampoco contempla la existencia de otros productos que no sean absorbentes, como tampones o toallas higiénicas. Lo que hace el Invima entonces es expedir un certificado de no obligatoriedad de su Dirección de Cosméticos, Aseo, Plaguicidas y Productos de Higiene Doméstica, en el cual explican que la entidad no tiene competencia para aprobar o no esa clase de productos. A pesar de esto, muchas tiendas muestran este documento como una certificación de calidad de sus productos, cuando justo indica todo lo contrario. “Aquí hay varias lecturas. Pero primero está el desconocimiento de la entidad de lo que es la copa menstrual y de lo que puede implicar para la salud y la menstruación de las mujeres”, señala Benavides. Por otro lado, la idea de que solo las marcas registradas por la FDA son seguras también es inexacta: la FDA tampoco aprueba ni testea copas menstruales. En Estados Unidos la copa es considerada un dispositivo médico clase II, y solo los dispositivos superiores a clase III pasan por pruebas clínicas exhaustivas. En el caso de las copas, la realización de estas pruebas es voluntaria, una decisión de cada marca. Desde 2014, solo necesita notificación previa a la comercialización, es decir, no pasan por ensayos clínicos para ser vendidas. Y cabe resaltar que esa entidad solo se responsabiliza de los productos comercializados en su territorio. Esta aclaración es importante, ya que muchas empresas que venden el producto pirata en páginas de comercio electrónico como AliExpress o Alibaba usan las certificaciones de la FDA o de RoHS –una directriz adoptada por la Unión Europea que estudia la existencia de sustancias peligrosas en aparatos eléctricos y electrónicos–, para demostrar que

son seguras. Esos documentos suelen ser alterados y no representan en cualquier caso una verificación de calidad. “Lo preocupante de todo esto es que no existe una certificación a nivel nacional, no puedo darle la tranquilidad a una mujer de que su copa es segura”, cuenta Sandra Escobar, ginecóloga y usuaria de la copa menstrual. Ella ha asesorado a mujeres que llegan a su consultorio porque quieren iniciar este proceso y dice que una de las preguntas más frecuentes es sobre cómo escoger una copa correcta y confiable. Cree que lo complejo de elegir es uno de los motivos por los que las mujeres desisten de su uso. Pero otra es la posición de Sarah Cadavid, diseñadora industrial y creadora del diseño de la Beppy Cup, una de las primeras copas menstruales que permite tener relaciones sexuales con penetración con ella puesta. Para la creación de esta copa Cadavid estudió el uso y la composición de distintas existentes en el mercado. Para ella, lo fundamental está en el reconocimiento del material, pues existe la idea de que toda copa que tenga un diseño convencional es insegura. “Hay marcas genéricas que no necesariamente son piratas o malas, sino que son moldes genéricos, moldes que son de uso abierto y que cualquier persona puede utilizar en cualquier parte del mundo”. Si bien esto puede restarles confiabilidad a las empresas, no es ilegal ni inseguro. En lo que coinciden Benavides y Cadavid es que una guía para garantizar la compra segura de copas son las certificaciones que expide la Organización Internacional de Estandarización (ISO), más específicamente la ISO 13485, la norma reconocida internacionalmente para sistemas de gestión de la calidad en la industria de dispositivos médicos.

Lo que responden las tiendas

Cabe aclarar que no todas las tiendas venden copas menstruales inseguras; aun así, es más común de lo que se quisiera. No basta con guiarse por sus precios para dudar de su calidad, pues algunas venden a precios iguales o superiores al de marcas reconocidas para no levantar sospechas. Durante esta investigación De la Urbe encontró que las personas que preguntan o cuestionan la calidad de los productos suelen ser bloqueadas. Cuando las usuarias reclaman por alguna infección u otro problema de salud, el argumento más común es la falta de higiene al manipular la copa, como le respondió su primera asesora a Juddy Morales. Al preguntarle directamente a una de esas tiendas si contaba con algún certificado ISO, la respuesta fue que “eso se lo daban no más a los bancos”. La ginecóloga Catalina Acuña aclara que, a pesar de estos casos, las copas certificadas son productos más seguros que otros con más tiempo en el mercado. “La preocupación por la copa es porque es algo nuevo, pero llevamos años sin preocuparnos de eso que nos estamos poniendo en el cuerpo. Muchos estudios han demostrado mayor probabilidad de los tampones y toallas higiénicas de ocasionar el síndrome de shock tóxico –una infección causada por toxinas bacterianas que puede generar desde fiebres altas hasta, en casos muy raros, ser mortal–. Ese es un problema real, pero las industrias no nos lo quieren mostrar”. Laura Benavides atribuye la amplitud del comercio de copas piratas al desconocimiento y al tabú sobre la menstruación. “Solo hasta la década de los 60 se empezó a investigar la implicación del uso de tampones y toallas en el cuerpo. ¿Cuánto tardaremos para que todas puedan acceder a copas menstruales seguras?”.

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia

Ilustración: Sarah Valle Molano.

El estudio encontró que, en las 23 ciudades principales, por lo menos 107.291 mujeres y niñas usan la copa menstrual, es decir, el 2.5 % de las encuestadas.


12 Especial

El paro en Estefanía Aguirre Giraldo estefania.aguirre@udea.edu.co

S

e escuchan detonaciones, pero no hay tropel. Aunque el sonido causa uno que otro espasmo en los transeúntes, esta tarde de mediados de junio no hay alarmas ni gritos. Es la calma que antecede a las jornadas de protestas. Mientras algunos integrantes de la Línea Aburrá ensayan con paciencia las papas bombas que usarán en los enfrentamientos del día siguiente, los niños siguen lanzándose por las rampas, las parejas conversan en las mesas y los vendedores ambulantes recorren el que ahora es llamado parque de la Resistencia. Adentro del parque, en lo que antes era una zona de comidas rápidas y ya son carpas, colchones y ollas, un grupo de jóvenes apenas despierta. Estuvieron toda la noche en vela cuidando la zona, de robos, infiltrados y emboscadas. A Guasón –alto, flaco y ojeroso– le tocó trasnochar. Lo llaman así porque ese fue el disfraz que usó en una de las marchas del paro y también por cierto espíritu de saltimbanqui. Hoy, sin embargo, no tiene ese ánimo. Da vueltas por el parque atento a cualquier situación sospechosa: gente tomando fotos, camionetas que se parquean en los costados o motos que pasan lento. Llegó al campamento el 29 de abril: Todo lo que ha pasado en mi vida es porque ha llegado. Yo estaba trabajando en aseo y sostenimiento en Copacabana. Cuando salí de trabajar, vi que atravesaron una

No. 101 Medellín, Agosto de 2021

mula, le chuzaron las llantas y los capuchos empezaron a caminar de pa’trás. Un parcero me gritó “únase a la lucha” y yo dije “voy pa’llá”. Llevaba puesto el uniforme de la empresa y en su casa lo esperaban, pero nada de eso le impidió obedecer la orden del capucho. Al contrario, la camisa le sirvió para cubrirse la cara. Esa noche incendiaron el peaje de Niquía. Ese calor, esa llama, esa candela me prendió el corazón. El corazón me latía fuerte y era por orgullo colombiano. Y dije: “no más, no más, estamos cansados, vamos es a meternos por lo de nosotros” y ahí fue que me metí a la primera línea. El Guasón tiene 26 años y vive en la ladera nororiental de Medellín. Su infancia y adolescencia las pasó jugando en la calle con sus amigos y sus primos. A los 13 empezó a fumar marihuana y después a consumir otras drogas que compraba con la plata que le daba su camello en el combo del barrio. Aclara que nunca se enredó sino que nació y creció entre pandillas. Toda la vida me crie arriba, incluso en los tiempos más duros. Mi familia era el combo, mis tíos y mis primos están metidos ahí; mi tío era el que mandaba. Él me sacaba pa’ todos lados, yo mantenía con él. Nací pa’ esto, pa’ estar en medio de la guerra. La guerra me persigue.

Era 2009, ese año Medellín duplicó sus homicidios con respecto al año anterior. Según datos de Medicina Legal, la ciudad pasó de 1066 asesinatos en 2008 a 2186 en 2009. Guasón repartía su tiempo entre el colegio, el combo y el parche. En el morral mantenía un diccionario, los cuadernos, lapiceros, el libro de artística y el fierro, por si llegaba a pasar algo. Más de una vez tuvo razón. Uno de 14 años y tener que quitar el seguro, cargar y pararse al frente y disparar, eso es no tener elección, eso es estar entre la espada y la pared. No es: “¿Usted por qué se metió?”. No, a usted le van a dar, es su destino. Sálvese porque le van a pegar. Ahí es cuando o usted es un conejo o usted es un tigre, papi. Yo resulté siendo un tigre. Cuando supo que iba a ser papá, a los 17 años, habló con su tío y se alejó del combo. Hasta dejó de ir al estadio y de seguir al Nacional en mula. Aprendió a arreglar celulares. Pero meses antes de que su hija naciera la guerra lo volvió a alcanzar. Su papá, camionero, le pidió que lo ayudara a llevar un viaje a Tolemaida. Allá lo dejó en una base militar y firmó un permiso para que lo enlistaran porque todavía era menor de edad. Me fue como a un culo. Salí de una guerra para entrar a otra. Nosotros éramos un batallón de apoyo y me tocaron varios hostigamientos. Lo más berraco es que uno no puede disparar hasta que no le den la orden. Uno desde niño


13 y los números son más preocupantes en las mujeres: entre febrero y abril de 2021 había 702.000 hombres desempleados y 875.000 mujeres. Entre tanto, según un estudio de percepción elaborado en mayo por la Universidad del Rosario, El Tiempo y la firma Cifras y Conceptos, el 84 % de los jóvenes consultados, entre 18 y 32 años, se sentía representado por el paro nacional. Las conversaciones en el campamento delatan cansancio, incertidumbre, pero también rebeldía y hermandad. Es como si este refugio fuera todo: una familia, una causa, la promesa de un futuro distinto. A las cinco de la tarde, después de todo un día sin comer, Guasón consigue un sánduche. En los casi dos meses que lleva en el campamento, nunca les ha faltado comida. Instalaron una olla que calientan a fuego de leña y que se llena con las donaciones que reciben, sea de comida o de dinero. Le ofrece a su novia, pero ella solo quiere que él coma. Se conocieron en una de las marchas del paro. Yo quería estar al frente, en el tropel, pero me daba susto estar sola, y cuando conocí al Guasón me fui adelante con él. Mientras él hacía parte de los escudos, se defendía o atacaba, yo devolvía los gases. Solecito, como pidió ser llamada, tiene 20 años, es estudiante de fotografía y participaba en las manifestaciones tomando fotos. A mediados de mayo sufrió una crisis de depresión: la violencia que veía en las marchas y tropeles la afectó mental y físicamente. Según Indepaz, en los dos primeros meses del paro murieron 74 personas mientras el Ministerio de Defensa de Colombia habla de 24 muertes relacionadas con la protesta. Solecito dejó de comer y se encerró en la casa de sus abuelos, también por petición de su mamá. Después de

Aburrá y que está integrado únicamente por mujeres. M24 surgió cuando varias jóvenes se quedaron resistiendo en un tropel junto a la Línea Aburrá. No se conocían entre ellas, pero ese día unieron fuerzas y crearon su línea. Aunque a veces teme por su vida, Solecito dice que no tiene una razón que la ate a vivir. Yo no tengo hijos, estoy operada para no tener, no tengo responsabilidades con nadie ni con nada. A veces creo que si uno tiene que morir en el combate va a valer toda la pena. A las seis de la tarde, el campamento se agita por la presencia de un vendedor de dulces. Algunos pelados se van detrás de él, los gritos y los chiflidos suenan de todas partes. Empiezan los rumores. Se dice que el vendedor de dulces robó en el parque hace algunos días y ya le habían avisado que no podía volver. Minutos después, en medio de gritos, lo traen golpeado. Algunos muchachos dicen que se lo lleven a los celadores del sector para que se lo entreguen a la policía. Otros quieren pegarle más y quitarle toda la ropa. El altercado termina con el tipo cascado, desnudo y entregado a los guardias. “Si me lo hubieran dejado a mí, le habría pegado más duro”, dice el Guasón. Entre junio y julio surgieron críticas contra la Línea Aburrá por este tipo de comportamientos. Una denuncia anónima publicada en redes sociales habla de violencia y amenazas hacia personas de otros colectivos o a los visitantes del parque: “Agreden a las personas con cuchillos, palos, machetes, pólvora y hasta el momento hay muchas personas amenazadas. Manifiestan que si no están a favor de sus leyes se deben ir”. Recientemente, circuló un video en el que se les veía enseñarles a varios niños cómo sostener escudos y lanzar botellas. También hay acusaciones por atacar

ntre Fotografía: Yojan Valencia

Fotografía: Valentina Arango Correa ha escuchado las balas cerca, pero se puede defender, allá no. Uno piensa: “¿Sí voy a salir vivo? Voy a disparar, voy a desobedecer porque me van a matar”. Hasta que llegaba la orden de responder, y ahí uno sí respiraba. Sus compañeros lo empezaron a respetar porque disparaba apoyando su brazo en la cadera, como dicta el manual del barrio. Pero Guasón no cumplió el tiempo completo del servicio militar. Al séptimo mes le concedieron una salida de unos días y decidió no regresar. Volvió a Medellín, validó el bachillerato en 2013 y después pagó la libreta militar. Desde entonces trabajó como barbero y técnico de celulares. Quisiera dedicarse al deporte. Hace años conoció las artes marciales mixtas, pero no ha tenido ni los recursos económicos ni el tiempo para practicar. Todavía conserva la fe de poder dedicarse algún día a lo que le apasiona. Es lunes, el día más tranquilo de la Línea Aburrá, según sus integrantes. A medida que pasan las horas, más jóvenes llegan a la Resistencia. Saludan a los que están en el campamento, preguntan en qué pueden ayudar, conversan sobre las próximas marchas o simplemente se parchan y prenden un bareto. No tienen más de 30 años. Durante la pandemia la tasa de desempleo juvenil en Colombia pasó de un 18.7 % a un 23.10 %,

unos días se volvió a sentir mal, pero esta vez por no estar luchando en las calles con sus compañeros. Me sentía todo mal en la casa porque no estaba ayudando a los pelados. Era inservible, no podía hacer nada, entonces le dije a mi mamá que no era capaz de quedarme quieta. Ella sabía que eso era verdad, entonces me apoyó e incluso me llevó a las marchas. No conoce el hambre ni la falta de techo. Pero tiene que intercalar trabajo y estudio para poder pagar sus gastos: un semestre cursa la carrera de fotografía en un instituto en el centro de Medellín y en otro labora en un restaurante de comida italiana. Para poder asistir a las marchas y acompañar a los pelados en el campamento renunció al restaurante. Todavía no sabe cómo va a pagar el próximo semestre. La lucha también es por el estudio. La gente dice que sí hay estudio, pero con el Icetex vas a estudiar unos años y el resto de la vida vas a trabajar para pagar esa deuda, y ni siquiera en un trabajo en el que te paguen lo suficiente por el esfuerzo que hiciste para estudiar. En las marchas recoge y pasa piedras y baña a los gaseados con leche o agua con bicarbonato. No se queda hasta muy tarde en el campamento para evitar emboscadas, y también porque no se siente cómoda durmiendo con desconocidos. Hace parte de la Línea M24, uno de los grupos que conforman la Línea

y amenazar a un grupo feminista que acompañaba una de las protestas cuando las mujeres les reclamaron a los líderes por sus comportamientos machistas. Yo eso sí lo he escuchado y a una compañera mía un man se la llevó por ahí y la empezó a criticar, a decirle que por qué una mujer estaba en estas cosas, que las mujeres no servían para esto. Aunque hayan crecido en ambientes diferentes, Solecito y Guasón tienen ciertos eventos en su vida que los unen. En 1999, por ejemplo, un tío de ella desapareció. Lo bajaron del bus en el que viajaba a Cartagena y lo hicieron pasar como un “falso positivo”. El tío de Guasón, el duro del barrio, también desapareció después de ser capturado por la policía. Los dos están convencidos de que las ganas de luchar y transformar su país son mucho más importantes que ciertos comportamientos de la Línea. Hablan de reformar la Policía, exigen una vida digna y están dispuestos a pelear por esta aunque no alcancen a ver esos cambios. Cuando llega la noche Guasón dice: Siempre hay una primera línea en una historia, y siempre los de la primera línea son los que caen primero. Pero no crean que porque sabemos que vamos a caer tenemos miedo, al contrario, nos estamos poniendo como ejemplo para que haya un despertar.

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia


14 Especial

“A mis muchachos los están matando” Fotografías: Valentina Arango Correa

Simón Zapata Alzate simon.zapataa@udea.edu.co

El Día de la Madre los pedazos de torta rodaban por todo el campamento de la Resistencia. Era el día de la Mona, una de las mamás de la primera línea en Medellín. Todos la conocen, la saludan, la abrazan. Ella los cuida, está pendiente de que coman. Los defiende. Se mete en los enfrentamientos, da puños, patadas y los saca si se los van a llevar. Esta es su historia.

–M

ona, quedate quieta. Mirá cómo tenés ese pie de aporreado –le dije. –No puedo, no soy capaz de quedarme quieta –me respondió mientras transmitía en vivo con su celular y caminaba de un lado a otro con un pie descalzo, morado. A la Mona la conocí la mañana del 28 de junio de 2021, después de haber pasado toda la noche en el acto de celebración por los dos meses de paro nacional en el campamento del parque de la Resistencia. Llevaba una camiseta sin mangas de un equipo de baloncesto de la NBA y una sudadera Adidas negra que tenía pegada en la pierna izquierda un sticker de la Línea Aburrá. Había acabado de llegar de Punto Cero, donde los manifestantes bloquearon las vías desde las cinco de la mañana. Me contó que tenía un pie vendado porque le habían acabado de meter un “paintbolazo” y, para rematar, se lastimó intentando sacar de los enfrentamientos a uno de “sus” muchachos que estaba herido. La Mona es mona de pelo tinturado y raíces color castaño. Es delgada, joven, 35 años, mamá. Lleva dos manillas en el pie derecho encima de la gaza que cubre su herida. Está rapada en el lado izquierdo de la cabeza y se quiere tatuar una “molocha” justo en ese punto. Le faltan dos dientes y tiene tatuada la sigla ACAB (all cops are bastards) en el brazo izquierdo. A las cuatro y media de la tarde, cuando empezaron los enfrentamientos entre jóvenes de la primera línea y el Esmad, primero en el cruce de la calle Barranquilla con la avenida Ferrocarril, luego en una de las porterías de la Universidad de Antioquia, debajo de la estación del metro, y al final de la tarde en Moravia, la Mona empezó a grabar con su celular, descalza, lastimada. Cuando yo le pedí que se quedara quieta, me dijo algo más: “No puedo. A mis muchachos los están matando”. ***

No. 101 Medellín, Agosto de 2021

Según la oenegé Temblores, desde el 28 de abril hasta el 28 de junio se registraron 4687 casos de violencia policial durante el paro nacional. En Medellín, uno de los puntos clave de las protestas y los enfrentamientos con la fuerza pública es el parque de los Deseos, ahora llamado parque de la Resistencia. El 21 de mayo, se instaló allí un campamento para jóvenes de la primera línea, quienes se organizaron para resistir las agresiones policiales. Ese campamento fue el primer paso para la conformación de la Línea Aburrá, la unión de todas las primeras líneas del Valle de Aburrá, fundada el 18 de junio. La Mona es líder de una de esas primeras líneas, llamada Primera Línea Subversiva. Son 48 integrantes. En los enfrentamientos de la noche del 28 de junio, siete personas de esa línea fueron reportadas como desaparecidas, aunque fueron ubicadas al día siguiente: dos perdieron un ojo y una mujer denunció abuso sexual por parte de un agente del Esmad. La Mona nació en Venezuela y su familia se mudó a Colombia cuando ella tenía tres años. Su madre vive en Sabaneta y su padre en Chile. Ella residía en Perú con su hijo de ocho años. Es mochilera desde los 17 y llevaba seis años sin venir a Colombia. Ha viajado por todo Suramérica haciendo malabares y trabajando con artesanías de alambre e hilo. El 26 de abril empezó “a tirar mula” desde Lima y llegó a Medellín el 29. Participó de las protestas chilenas de 2019 y cuando vio que estallaron las de Colombia en contra de la reforma tributaria pensó: “Si uno resiste en otro lugar por el país que no es de uno, ¿cómo no vamos a apoyar el de nosotros?”. Pasó los primeros cuatro días en la casa de su madre “uribista”. La echaron. Al principio asistía a las marchas y se metía en el “pogo”, pero no participa más. “A los sancochos siempre venía, me quedaba muy aparte con mi libro, me parchaba mucho a leer y no sé,

me enrolé, me enrolé enrolada”. En los primeros días de mayo montó un campamento con dos muchachas en Moravia. “No teníamos carpa, vivíamos en cartones. Luego nos donaron el colchón y después de ese colchón nos dieron una carpita con palos y empezamos a llamar gente para que nos ayudara”. A finales de mayo, decidieron trasladar el campamento al parque de la Resistencia. “La mayoría de chicos que estamos acá, estamos sin casa y sin nada”.

Según la oenegé Temblores, desde el 28 de abril hasta el 28 de junio se registraron 4687 casos de violencia policial durante el paro nacional. En el campamento tiene varias labores de cuidado. La Mona, por ejemplo, anota los números de las cédulas de los manifestantes antes de salir a marchar. Como es mamá, muchos le piden la bendición antes de salir al “pogo”. Está convencida de que “Dios es el único que nos cuida a nosotros en estos momentos”. Mientras conversamos, la tarde del 29 de junio, algunos se cruzan por nuestro lado y ella les pregunta: “¿Comiste?” “¿No comiste?” “¿Te sentís bien?” “¿No te sentís bien?”. Entre risas y más saludos me dice después que estamos en la sala de su casa: “El patio es la arena, la cocina de carbón acá atrás y las duchas; todo lo tenemos acá”. Un día se sentó con uno de los pelados y le pidió que le escribiera algo. “Se quedó mirándome y me dijo:


15 ‘Mona, ¿le digo una cosa? Yo no sé ni leer ni escribir’”. Ese día empezó a preguntar y se dio cuenta de que más de uno tampoco sabe. Crearon un grupo de estudio y tienen a una profesora. Les han donado libros, cartillas, un tablero, montaron una biblioteca popular y hasta pusieron un horario, “como si fuera el colegio”: los sábados a las diez de la mañana estudian. “Estos son pelados de muy bajos recursos que no han tenido la oportunidad y que les ha tocado salir a reciclar desde pequeñitos, que escasamente saben firmar. Somos muy juiciosos con ellos porque no podemos concentrarnos solamente en salir a tirar piedra y ya. Estamos es para apoyarlos. Lo que buscamos es generar consciencia y sentido de comunidad”. Por el campamento van y vienen estudiantes, profesionales, habitantes de calle, hombres, mujeres y niños. Los hijos de los manifestantes y los hijos de los trabajadores de los alrededores. Mientras hablábamos, se acercó un niño de unos cinco años jugando con un celular. La Mona le preguntó: “¿Qué le pasó, mi amor? ¿Gaseado? ¿Ya comió?”. Luego le pidió a su pareja que le buscara un muslito de pollo y le dijo al niño: “Tiene que empezar a leer, a dibujar, todo el tiempo pegado de ese celular no se puede”. A su pareja lo conoció en el campamento y dice que tienen a todo el mundo “de pa’ atrás”, porque ambos son “barra brava”. Ella es de La Banda Pirata, del Atlético Nacional, porque son los que “viajamos en mula y estamos en todo el mundo”, y él es de la Rexixtenxia Norte, del Deportivo Independiente Medellín. Ahora están tratando de unir a las barras. Ella está recibiendo las donaciones que llegan del Medellín con la camiseta del Nacional, y él, al contrario. Quieren apaciguar los ánimos porque “a pesar de que el fútbol no importa acá y el balón está manchado en estos momentos, hay gente que se enloquece y no puede ver la camiseta del otro equipo porque empieza a atacar”. La Mona también ha asumido un papel de liderazgo y organización con las donaciones. Todos los días llegan y por eso comida nunca les falta. Una vez les llegaron sánduches con vidrios, y otro día se robaron la cena y solo les tocó un pan con chocolate. “Yo me puse a llorar y desde entonces las donaciones que nos dan a nosotros solo las manejo yo y las mantengo aparte”. Ahora están recogiendo dinero para irse a “poguear” a Bogotá, conseguir los implementos de APH y dotar a todas las personas de cascos, gafas, caretas y escudos. A Juan José, su hijo, no lo abraza hace varios días. Se quedó con su abuela, pero hacen videollamadas a diario. Él fue el primero que la llamó “Mamá capucha”. Alguna vez la visitó en el campamento y “hasta parchó con los capuchos”. Lo extraña, pero sabe que es mejor que no estén juntos. “Es por seguridad de él, porque nosotros ya estamos tan pintados…”. *** Primero salieron en Bogotá, luego en Cali y en Pasto. Algunas llevan capuchas o cascos blancos, gafas, chalecos azules, caretas y un bolso con todos los implementos de protección. Decenas de madres de todo el país se organizaron en escuadrones con sus propios escudos para salir a cuidar a los manifestantes. Su principal objetivo: que no se los lleven. Si bien en Medellín no tienen escudos y no están organizadas,

algunas visitan constantemente el campamento y no se pierden marcha. “Nosotras vamos a la par con los niños”, dice la Mona. Andrea Urrego y Fernanda Tobón están acompañando a los manifestantes del campamento de la Resistencia desde el 1 y el 17 de mayo, respectivamente. Ambas son mamás y ambas trabajan en sus emprendimientos. Andrea llegó por curiosidad a traer donaciones y se encontró con una asamblea de la primera línea. Quedó sorprendida por “todo lo que ellos comentaban, con ideales que yo he tenido toda mi vida: la lucha por una vida digna, el estudio y la salud”. Fernanda llegó por una convocatoria de redes sociales y le tocó un tropel. Ni Andrea ni Fernanda viven allí, como lo hace la Mona, pero van todos los días. Revisan que los pelados sí estén cocinando, estén comiendo, estén bien de salud. “Si tienen fiebre, les traemos cobijas, sleeping, desde por la mañana hasta por la noche”, me cuenta Andrea, la madrugada del 28 de junio. Alrededor suenan papas bombas y la gente está gritando y celebrando que ya son dos meses de paro. Su labor en las marchas consiste en ser “auxiliares voluntarias”, que están en cuarta línea junto con el personal de misión médica y APH. “Les brindamos apoyo a ellos cuando salen gaseados”. Si sienten que es necesario se meten a la primera línea y entregan agua, vinagre, leche; y para evitar que se los lleven. Hay varias mamás que van al campamento, pero ellas dos, junto con Camila, que es otra mamá que llegó tiempo después de nuestra conversación, y Amparo, una señora mayor que las demás, son las más comprometidas.

“Hemos dejado nuestra vida a un lado por seguir en la guerra, en la lucha, con ellos en el acompañamiento. Los amamos como si fueran nuestra familia de sangre”, dice Andrea. Incluso, se han llevado a vivir a sus casas a muchachos que no tienen hogar. Andrea y doña Amparo tienen de a uno y Fernanda tiene tres. *** La diferencia entre ellas y la Mona es la “acción directa”. La Mona se encapucha y está siempre en primera línea y lo suyo son las “molochas”. No le gustan los escudos porque le “estorban a la hora de tener que agarrar a alguien para ayudarlo a salir”. La Mona hace de centinela todas las noches hasta las seis o las siete de la mañana. “No soy capaz de dormir teniendo a mis pelados por ahí”, dice. Duerme dos o tres horas y se levanta a cocinar. “Nosotros no nos movemos de acá porque en el día estamos sin capucha entonces la gente nos conoce y ya hemos tenido mucho ‘sijinudo’. No podemos ni siquiera agarrar un taxi, salir de acá. Yo no me puedo mover una cuadra sola”. Cuando estábamos por terminar la conversación el 29 de junio, vimos tres camionetas extrañas en Carabobo. La mirada de la Mona se extravió y empezó a moverse con incomodidad. Volví a verla como el día anterior cuando el parque se convirtió en un campo de batalla. De pronto me dijo: “Ayer lloré mucho porque el piso de la Resistencia era sangre por todos lados, bajé al baño y esas escalas de ahí para abajo chorreaban sangre, y abajo había muchos heridos tirados en el sótano unos encima de otros”. Me contó que el 2 de junio, en Caldas, le tiró una “molocha” a un policía. Después la agarraron y se la llevaron a “una finca que prestan pa’ guardar la gente”. Le partieron dos dientes, tres costillas y el celular. “Fueron días de hambre, de puro gas, de puro golpe, de nada de comida”. A los cuatro días la dejaron salir sin más y se recuperó con “pura terapia respiratoria […] sales de rehidratación y desinflamatorios”.

“Hemos dejado nuestra vida a un lado por seguir en la guerra, en la lucha, con ellos en el acompañamiento. Los amamos como si fueran nuestra familia de sangre”. La última vez que la visité, la tarde del 7 de julio, se acababa de despertar. La vi más cansada, más débil, paranoica. Estaba comiendo leche en polvo con azúcar mientras organizaba su ropa y la de su pareja para trasladarse a otro campamento en Moravia. Se van porque hay disputas y desacuerdos con algunos miembros del campamento de la Resistencia. La Mona quiere volverse a ir, volver a coger carretera. Esa es su vida. Hace días en una de las videollamadas Juan José le dijo: “Mamá, ya no te amo porque matas gente”. Está resignada: tal vez no lo vuelva a ver en mucho tiempo. “A mí me toca es llenarme de fuerza pa’ seguir luchando y pa’ que el niño alguna vez entienda por qué hice lo que hice”.

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia


16 Análisis

Fotografías: Julio César Caicedo Cano

Un año y cinco meses después del cierre, la Universidad de Antioquia sigue sin abrir sus puertas pese a que la mayoría de sectores del país ya lo hicieron. Los planes de reapertura de la administración no calman la ansiedad de los estudiantes por volver. Esto en medio de un contexto social caldeado que tuvo a Carabobo Norte como epicentro de la confrontación entre la primera línea y la policía durante el paro nacional, en la que además terminaron interviniendo bandas delincuenciales.

El regreso a la U de Antes Julio César Caicedo Cano julio.caicedo@udea.edu.co

GRAN APERTURA DE LA UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA. Estás cordialmente invitad@”, decía una publicación de Memes UdeA, una página de Instagram. En la tarjeta había un Piolín que se columpiaba en su jaula y en la descripción decía: “Si vamos más de 1000 nos tomamos foto en la fuente”. El martes 22 de junio cerca de 100 estudiantes aceptaron la cordial invitación y se reunieron en la entrada de la calle Barranquilla. Al mediodía, después de pintar carteles y bloquear intermitentemente la calle, la pequeña multitud forzó la reja que cedió sin mayor resistencia a los golpes de los estudiantes, quienes no entraban a la U desde el 15 de marzo del 2020, cuando sus puertas se cerraron debido a la pandemia. Al entrar, algunos estudiantes se reunieron en los bajos del bloque 9 para improvisar una asamblea y decidir el futuro de la “toma”, mientras un pelado montaba una chaza para vender las famosas empanadas de “frito gay”. Otros se esparcieron por el campus para ver si el paisaje era el mismo que recordaban y que muchos otros recorrieron por primera vez. Aunque no llegaron las mil personas, no faltaron las fotos en la fuente. Esa apertura momentánea de la Universidad se dio luego de que la asamblea multiestamentaria del 16 de junio exigiera la reapertura de los espacios comunes de la Universidad. En la noche los estudiantes desalojaron el campus, pues se presentaron disturbios en los alrededores. Nueve días después, la Universidad volvió a abrirse. Esta vez un grupo de jóvenes del movimiento Campesinos, Obreros y Estudiantes (COE) entraron a la Universidad, pero esta vez para quedarse. A diferencia de la toma anterior, esta no fue iniciativa de estudiantes, sino que fue llamada una “toma popular” encabezada por jóvenes de otras universidades e integrantes de la primera línea. Montaron un campamento en el

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bloque 9, en el que permanecieron más de un mes, hasta que el 30 de julio salieron del campus los últimos manifestantes. Esa irrupción implicó trasladar a última hora la sede de los exámenes de admisión que se iban a realizar en la Ciudad Universitaria a principios de julio.

grupos artísticos y deportivos representativos de la Universidad. Sin embargo, un sector de los estudiantes considera que estas medidas son “pañitos de agua tibia” e incluso hablan de una nueva “toma” con actividades académicas y culturales.

¿Y por qué todo abre menos la U? El rector responde que la Universidad no se maneja con el mismo criterio que un bar o un centro comercial: “En la medida en que la situación epidemiológica y las regulaciones que emanan de los centros del Gobierno lo permitan, vamos a abrir esos espacios”.

“El día de hoy el estudiantado se volvió a reagrupar. Se toma la U como símbolo de resistencia y ante la política de tener aún a las universidades en cuarentena cuando hay una apertura económica de todos los sectores”, afirmó Vanessa*, estudiante de último semestre de uno de los pregrados de la UdeA, quien hizo parte de la primera toma. “Los y las estudiantes seguimos trabajando en casa y recibiendo educación virtual, cuando hemos visto que ha caído la calidad educativa y la deserción estudiantil está por los cielos”, agregó la estudiante. Laura Cano Loaiza está en segundo semestre de Periodismo y es una de los cerca de 5000 primíparos que no conocen el campus, al menos como estudiantes matriculados. Para Laura, la U fue virtual desde su inducción en julio del año pasado, y si conoce a algunos de sus compañeros es por iniciativa propia: “Es una experiencia que se siente muy a medias. Todo el mundo habla de la U con tanto amor que uno se siente dejado al ver que no puede experimentar todo eso”. Pero la molestia con las clases virtuales no solo se da en el Alma Máter. En diciembre de 2020, la inmobiliaria WeWork en asocio con Brightspot Strategy, una empresa consultora en educación, realizó una encuesta a más de 400 estudiantes estadounidenses con el fin de evaluar su experiencia en la virtualidad. Según sus hallazgos, la satisfacción general de los estudiantes disminuyó un 27 % en otoño de 2020, en comparación con la primavera del mismo año (al inicio de la pande-

La primera semana de agosto la administración retomó el control del campus y comenzó a implementar lo que denominó la “fase uno” del retorno gradual, en la que reactivará el acceso a servicios y espacios del Sistema de Bibliotecas y las actividades de

Mamados de la virtualidad


17 mia de la covid-19). Los que siguen las clases exclusivamente virtuales mostraron la mitad de satisfacción que los que siguen la modalidad presencial (35 % frente al 69 %).

¿Por qué todo abre menos la U?

Las protestas del paro nacional reactivaron el movimiento estudiantil y otras expresiones políticas y organizativas que ahora demandan espacios para realizar sus actividades. Esto también ha hecho que los estudiantes se sientan con mayor capacidad para exigir la reapertura. “La Universidad está concebida desde su visión y su misión como un eje de transformación social. En este contexto, que no solo es de pandemia sino también de levantamiento popular, es preciso que asuma un papel independientemente de cuál sea. El espacio físico de la Universidad debe abrir las puertas para que se desarrollen estas gestas y estos cambios de transformación social”, afirma David Álvarez, estudiante de Historia y activista de la Federación Universitaria Nacional. Para él hay un claro interés político al mantener cerradas las universidades públicas. ¿Y entonces por qué todo abre menos la U? Ante esta pregunta, el rector responde que la Universidad no se maneja con el mismo criterio que un bar o un centro comercial: “En la medida en que la situación epidemiológica y las regulaciones que emanan de los centros del Gobierno lo permitan, vamos a abrir esos espacios”, afirmó en un diálogo virtual con profesores el 17 de junio. Allí también negó que la decisión correspondiera a intereses políticos. La postura de la administración se ampara en la Resolución 777 del Ministerio de Salud de Colombia que a principios de junio definió los criterios para la reapertura económica y social en el país. Según ese documento, no se pueden desarrollar eventos de más de 50 personas en los municipios que tienen una ocupación UCI mayor al 85 %. En esos casos el transporte público solo podría tener un 70% de aforo y no podría haber público en los estadios. Sin embargo, en Medellín, que llegó a tener una ocupación del 99 % en el tercer pico de la pandemia, para julio ya había partidos con hinchada y hace varios meses el transporte público tiene aforos muy superiores a ese límite. Por su parte, la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia (Asoprudea) se ha mostrado en la misma línea de la administración y se desmarcó de la postura mayoritaria de la asamblea multiestamentaria, al considerar que abrir Ciudad Universitaria sería irresponsable. “Esto es extremadamente anómalo y tensionante, pero como Universidad decir: ‘Abramos, arranquemos de nuevo que nos echamos gel en las manos y el trapito en la boca y no ha pasado nada’... no, no consideramos que sea una opción en este momento”, afirma Juan Esteban Pérez, presidente de Asoprudea. Para él, la reapertura de la economía fue un error del Gobierno que no se puede usar como pretexto. No todos los profesores comparten esa posición, como es el caso de David Bautista, docente de cátedra y químico farmacéutico con experiencia en inmunoterapia y desarrollo de vacunas: “El Plan Nacional de Vacunación va lo suficientemente avanzado y ya pasó la etapa tres en la que se vacunaron profesores y personal de apoyo. No hay excusa para no regresar suponiendo que además ya están vacunados los estudiantes que tienen comorbilidades, junto con sus padres y abuelos”.

Para Bautista ninguna universidad pública debería continuar cerrada en agosto, pues en teoría profesores y administrativos ya tendrían las dos dosis o un mes con la primera, lo que les daría buena protección: “Estoy en contra de que colegas míos rechacen el regreso aun estando vacunados, porque por eso fue que nos priorizaron”.

“El Plan Nacional de Vacunación va lo suficientemente avanzado y ya pasó la etapa tres en la que se vacunaron profesores y personal de apoyo. No hay excusa para no regresar suponiendo que además ya están vacunados los estudiantes que tienen comorbilidades, junto con sus padres y abuelos”. Entre tanto, los empleados agrupados en Sintraunicol consideran que la reapertura se debe dar cuando al menos el 80 % del personal docente y administrativo esté vacunado. Según datos de ese sindicato, para el 7 de julio el porcentaje se acercaba al 55 %. “Aunque la Universidad es el espacio propicio para la discusión, el debate y el análisis de los diferentes problemas sociales de nuestro país, el espacio de la U puede ser aprovechado y abusado por algunos oportunistas y violentos que sabotean la protesta social”, afirmó ese sindicato por medio de su Secretaría de Comunicaciones.

Hay que volver, ¿pero cómo?

Yéssica Giraldo, epidemióloga e investigadora de la Universidad CES, afirmó, a finales de junio, que con el tercer pico de la pandemia la situación en Medellín y Antioquia es crítica. Acerca de mantener cerradas las universidades, Giraldo le dijo a La Vuelta y a De la Urbe que “tendría sentido esperar si las estrategias gubernamentales y de las autoridades de salud pública fueran coherentes y congruentes con la situación epidemiológica. Con la reapertura total y la ausencia de medidas y políticas de salud pública, cualquier sector que se ponga a esperar depende de que la pandemia se autocontrole, que espontáneamente baje. Eso no tiene sentido”. Según Giraldo, hay evidencia científica que señala a los espacios educativos como fuentes importantes de transmisión, dada la socialización en esos entornos. Sin embargo, no descarta una reapertura: “No se puede decir de manera generalizada abrir, no abrir, o cerrar todos los espacios, sino hacer un análisis detallado y muy especificado del riesgo. Pienso que la Universidad de Antioquia podría mirar la reapertura de algunas actividades que se puedan realizar al aire libre. Se sabe que las actividades en espacios abiertos y con muy buena ventilación, control de los aforos y distanciamiento, combinado con estrategias de alternancia podrían dar buenos resultados”. De acuerdo con un estudio liderado por Hannah Lu, profesora del Departamento de Ingeniería de la Universidad de Stanford, publicado en enero en la revista Computer Methods in Biomechanics and Biomedical Engineering, las universidades suponen un riesgo real de desarrollar una incidencia extrema de la covid. Un total de 14 de las 30 universidades estudiadas mostraron “un pico de casos en las dos primeras semanas de clase”. La investigación sugiere que los brotes universitarios no están relacionados con la dinámica nacional del virus. Por otro lado, Elena Losina, investigadora de la Universidad de Harvard, en un estudio publicado en Annals of Internal Medicine, afirmó que las facultades

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18 Análisis pueden convertirse en focos de contagio debido al estrecho contacto de los estudiantes. Sin embargo, los análisis de Harvard y Stanford concluyen que el control de la pandemia es posible con medidas como distanciamiento, tapabocas, pruebas rutinarias y suspensión temporal de las clases presenciales en caso de brotes. “¿Cómo hacemos para controlar la tomada de tinto?”, es una de las preguntas que se hace el profesor Juan Esteban Pérez. Y es que uno de los factores a tener en cuenta ante un escenario de reapertura son las dinámicas propias de una universidad donde nadie se queda quieto. El control en aspectos como aforos, rutas y horarios que se da en otras universidades no es igual en la UdeA ya que, según Marcela Ochoa, directora de Bienestar Universitario, al interior del Alma Máter hay posiciones políticas que rechazan el control de ingreso.

¿Piloto para el aeropuerto?

Instituciones de educación superior como el CES, la UPB y Eafit les dieron a sus estudiantes la posibilidad de matricular clases presenciales o semipresenciales. La Universidad Industrial de Santander, la institución pública más grande de ese departamento, regresó a actividades académicas presenciales el 12 de julio. Sin embargo, en Medellín, otras instituciones de educación superior públicas, como la Universidad Nacional y el Politécnico Jaime Isaza Cadavid, todavía no dan ese paso. Desde el segundo semestre del 2020 la administración de la UdeA trabaja en un plan de reapertura que se ha venido aplazando debido a las circunstancias de la pandemia. En cuanto a Bienestar Universitario, se enfocaría en los deportistas representativos y los grupos artísticos institucionales. En relación con los espacios culturales, en una primera etapa se contemplan las visitas guiadas, la apertura del Museo Universitario en la segunda y, finalmente, los teatros y auditorios. La reapertura del Sistema de Bibliotecas también se realizaría en tres fases: la primera para préstamo de material y consulta en la sala patrimonial con previa reserva, la segunda para estudio individual con un aforo de 40 usuarios y una tercera en la que el aforo subiría a 140 personas. La implementación de estas fases comenzó a principios del mes de agosto, con el anuncio de reactivación gradual de algunos servicios de la biblioteca, los grupos representativos, las ceremonias de grado y las actividades presenciales en posgrados.

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El rector John Jairo Arboleda no ha asistido a ninguna de las dos asambleas multiestamentarias que han convocado los estudiantes para dialogar al respecto, ni hubo interlocución entre la administración y los promotores del campamento que exigían la reapertura. Entretanto, las asambleas de diferentes facultades han coincidido en la exigencia de reabrir la Universidad.

Respecto al regreso a clases presenciales de pregrado, la Vicerrectoría de Docencia lidera una propuesta de “multimodalidad” que se llevará a cabo en la fase dos, en la que cada unidad académica definirá cuáles de sus cursos pueden ser presenciales, semipresenciales o virtuales. El regreso será gradual y se llevará a cabo el próximo semestre lectivo, que comenzaría en el mes de octubre en la mayoría de unidades académicas. “Hay que tratar de generar un equilibrio que nos permita mantener unas condiciones de vida lo más sanas posibles desde el punto de vista de la salud mental, pero que también nos permita mantener la salud física. Por eso la propuesta que hemos venido haciendo es un retorno gradual”, afirmó Ochoa. Ante el plan de la administración, en varias asambleas el estamento estudiantil ha cuestionado que los espacios donde se toman las decisiones son a puerta cerrada, no son amplios y no tienen representación estudiantil. El rector John Jairo Arboleda no ha asistido a ninguna de las dos asambleas multiestamentarias que han convocado los estudiantes para dialogar al respecto, ni hubo interlocución entre la administración y los promotores del campamento que exigían la reapertura. Entretanto, las asambleas de diferentes facultades han coincidido en la exigencia de reabrir la Universidad. “La administración está en la obligación de hablar con los estudiantes, pero si tú me planteas un proceso de negociación, si estamos hablando de la apertura de la Universidad, esa responsabilidad no es negociable”, afirma Ochoa, aclarando que esa posición no representa al Comité Rectoral del que hace parte. Con el paso de los días, el pico más agresivo de la pandemia cede. Profesores y personal administrativo completan sus esquemas de vacunación de acuerdo con su priorización y ese proceso llega cada vez a personas más jóvenes. Entre tanto, todos los estamentos de la Universidad coinciden en que el retorno debe ser gradual y con los protocolos necesarios, pero la principal diferencia está en el cuándo, ya que para muchos estudiantes y algunos profesores la reapertura es urgente, mientras que la administración avanza en planes que, pese a conducir a un retorno por lo menos parcial, no parecen resolver la inquietud sobre por qué mantener las puertas cerradas mientras muchos otros sectores, algunos que implican incluso mayores riesgos, retomaron hace meses la normalidad. *El nombre fue cambiado por solicitud de la fuente.


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En 2012 empezaron las obras del tranvía de Ayacucho, un medio de transporte que, según los cálculos de la época, beneficiaría a cerca de 360 mil personas del centro oriente de Medellín. Sin embargo, el proyecto también afectó 170 viviendas del barrio San Luis, en la Comuna 9, Buenos Aires. Por lo menos 25 familias continúan en el sector a pesar de haber recibido la orden de desalojar y están a la espera de una expropiación.

Fotografías: Daniel Romero

“Buscar consuelo por allá muy lejos, lejos de Valeria Ortiz Tabares valeria.ortiz1@udea.edu.co

S

San Luis”

Naren Reyes González naren.reyes@udea.edu.co

Valeria Suárez Montoya valeria.suarez@udea.edu.co

an Luis es un barrio de calles empinadas y casas alineadas como escaleras, una arriba de la otra. Está ubicado en el centro oriente de Medellín, entre las calles 49 y 50D, cerca del centro comercial La Central, de la Unidad Deportiva Miraflores y en medio de las estaciones Loyola y Alejandro Echavarría del tranvía de Ayacucho. A primera vista parece un lugar deshabitado, con algunos techos caídos, muros agrietados y banderas de Colombia polvorientas. Hay varios carteles en ventanas, postes y balcones con frases como “Somos víctimas del desarrollo”. En una pequeña barrera de cemento negra está escrito con letras grandes: “El Metro nos robó”. Casi al final de la colina, en una casa de tres pisos, nos estaban esperando unas diez personas. Todas sentadas en un muro, hablaban entre ellas, reían y hacían chistes, como si se conocieran de toda la vida. Hacía frío, el viento silbaba fuerte y unas gotas empezaron a caer. Nos arrinconamos en forma de círculo para escuchar a Juana Cardona, la lideresa comunitaria que lleva la vocería: “Si vamos a ser parte de este trabajo, queremos tener la seguridad de que habrá un resultado, porque nosotros ya estamos un poco usados por muchas universidades y personas externas. Hemos dedicado tiempo y no ha habido retorno”. Esa tarde recorrimos la manzana que va de la carrera 17C a la 17. Observamos las casas abandonadas, los vidrios rotos y la humedad. Cuando se soltó la lluvia, nos refugiamos en la vivienda de la familia Toro y allí conversamos con parte de la comunidad.

Verónica Tangarife Agudelo veronica.tangarife1@udea.edu.co

Recordaron algunas de las fiestas decembrinas, las reuniones y los paseos de hace años. Así, poco a poco, fuimos entendiendo la situación de un barrio a punto de desaparecer.

“Si vamos a ser parte de este trabajo, queremos tener la seguridad de que habrá un resultado, porque nosotros ya estamos un poco usados por muchas universidades y personas externas. Hemos dedicado tiempo y no ha habido retorno”.

Gloria Sepúlveda, una de las vecinas, nos dijo: “Acá todos teníamos nuestra casa, fuera grande o pequeña, bonita o no; teníamos nuestra casa y en un sector donde ni siquiera necesitábamos transporte para bajar al centro”. Gloria se ofreció a retratar en palabras el San Luis que conoció, vivió y aún queda. Nos despedimos y regresamos diez días después.

Sara Maya Sampedro sara.maya1@udea.edu.co

Fabián Uribe Betancur fabian.uribe@udea.edu.co

“Un día pasó el tranvía de Ayacucho”

Gloria nos recibió al frente de la entrada de su casa en un primer piso. “Mi esposo no está, yo acabo de llegar de donde mi papá y no tengo llaves”, dijo. Tenía puesto un vestido celeste de florecitas verdes azuladas, unas alpargatas azul índigo y un bolso color hueso. Nos invitó a sentarnos en unas escaleras de concreto que conducen a un segundo y tercer piso que componen un pequeño edificio. Ella, de metro y medio de estatura, cabello castaño al hombro y ojos pequeños, cruzó una pierna encima de la otra y empezó a cantarnos: Voy a contarles una historia bien contada lo que ha pasado aquí en el barrio de San Luis. Un día pasó el tranvía de Ayacucho con la mentira de que quedábamos muy bien. En 1970, Manuel Tiberio Toro, Margarita Puerta y sus 13 hijos e hijas fueron la primera familia en asentarse en aquellas mangas de una franja de Buenos Aires. Don Manuel era zapatero, trabajaba en Laureles y con ayuda de sus hijos construyó una casa para su familia sacando arena y piedras de la quebrada Santa Elena. De una pequeña vivienda los Toro pasaron a tener una propiedad de tres pisos, en la que actualmente viven seis hermanos y una nieta de la familia. La familia del esposo de Gloria, Julián Ocampo Ospina, fue la segunda en llegar al barrio. A principios de los años 70, Ignacio Ocampo Molina compró un terreno y construyó un hogar para su esposa y sus nueve

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hijos. Venían de La Floresta y en San Luis montaron una fábrica de gelatina de pata, que todavía funciona y es administrada por Julián. Gloria y su esposo están juntos desde hace 33 años. Ella salió de Ituango con sus hermanos menores y su papá en 1983, cuando su madre, María Elvia Tapias, murió de cáncer. Vivieron en Manrique y Los Cerros, y luego, en 1989, consiguieron un pequeño apartamento en San Luis. “El barrio estaba así, igual, pero no estaban esas escalas. Y por donde pasa el tranvía había casas que les compró el Metro a los dueños”. Aunque la familia de Gloria solo estuvo seis meses allí, ese tiempo fue suficiente para que conociera a Julián.

Pocos nos han robado como lo hizo el Metro de Medellín; pocos adivinan que con el tranvía a mi barrio tumbó; y con mil engaños y haciéndonos daño al Isvimed nos entregó. Más y más familias construyeron sus casas en San Luis. Cada tanto se reunían en fiestas, compartían en sancochos, conversaban y se ayudaban entre vecinos. Un par de décadas después, en 2004 exactamente, apareció la promesa de movilidad que les cambió la vida: el tranvía de Ayacucho. Ese megaproyecto hace parte del Plan Maestro 2006-2030 del Metro de Medellín que incluyó 26 corredores de transporte. Entre ellos, el tranvía y sus dos metrocables integrados (Miraflores - Trece de Noviembre y Oriente - Villa Sierra). “Cuando nos dijeron que iba a pasar por acá fue la novedad porque iba a poner el barrio más bonito. Estábamos felices, pero todo fue como flor de un día”, dice Gloria. Para 2011 el tranvía de Ayacucho obtuvo el aval del Concejo de Medellín y en 2012 empezó la construcción de la vía por donde iba a pasar la máquina blanca que contribuiría a cuidar al medioambiente y que beneficiaría alrededor de 360 mil personas de la zona centro oriental de Medellín, en un trayecto total de 4.2 km, desde la estación San Antonio hasta la estación Oriente, en Alejandro Echavarría. La obra tuvo un costo que superó los 300 millones de dólares. “¡Bum!”, “¡Crash!”, sonaba, vibraba y temblaba en las casas cercanas a la vía durante la construcción en la que usaron ANFO, un explosivo de alta potencia, que ocasionó, según afirman los vecinos, que algunos hogares fueran afectados, varios vidrios se rompieran y las paredes se resquebrajaran. Despejar, destruir, dinamitar, construir, expandir, despojar, desplazar, olvidar… Son los verbos que usa la comunidad para explicar lo que pasó en San Luis.

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Mi barrio, mi bello barrio, el Metro me lo tumbó… lo llenan de maquinaria para poder construir, lo llenan de maquinaria para poder construir. Antes de que empezaran las detonaciones, Gloria se fue para Manrique a cuidar a su padre, que había sufrido un derrame cerebral y necesitaba atención constante. Tenía la intención de llevarlo a su casa, pero Julián le dijo que esperaran: “Que cuadren todo eso para que su papá no venga a tragar polvo acá. Vaya y cuida a su papá y viene entre semana o cada que pueda”. Gloria apenas se enteraba de lo que sucedía por su esposo, pero cada vez que regresaba sentía “el dolor de ver uno cuánto se demora en construir un hogar y llegar una máquina de esas y en cinco minutos ¡tenga!”. El Metro de Medellín se hizo responsable de los perjuicios en algunas viviendas. “Cuando estaban terminando las explosiones pasaron por cada casa preguntando por los daños y a todas las que tenían deterioros les cambiaron las baldosas”, cuenta Melany Cervantes, habitante de la Unidad Residencial Loyola, muy cerca de San Luis. Sin embargo, otros hogares como la casa de Juana Cardona, líder comunitaria y quien vivió allí por 25 años, no recibieron la misma ayuda. En un principio el Metro les dijo a los residentes que les pagaría un arriendo por seis meses en otro lugar, mientras sus casas eran reparadas. “Nos habían dicho que si nos íbamos a ir y si teníamos dos camas, como era por poquito tiempo, que nos lleváramos solo una. Entonces nosotros dejamos las cosas ahí”, cuenta Juana, que abandonó el barrio en 2014. Pasaron los seis meses. Luego, uno, dos, tres y cuatro años: continuaron con el arriendo temporal y no pudieron volver. Las casas de las personas que aceptaron ese acuerdo inicial fueron enmalladas, porque según un estudio de la Universidad Nacional, contratado por el Metro, la reparación de los daños era inviable técnica y económicamente por problemas graves en el suelo donde fueron construidas. Eso obligó a que viviendas que no estaban incluidas en la expropiación vía administrativa o enajenación voluntaria que contemplaba el proyecto fueran demolidas. De esa forma, en 2018 el caso pasó a manos del Instituto Social de Vivienda y Hábitat de Medellín (Isvimed), la entidad de la administración municipal competente para acordar el desalojo con los propietarios de las casas declaradas en alto riesgo. El 31 de

marzo de 2016 se inauguró oficialmente el tranvía de Ayacucho. Para ese entonces en San Luis había 176 casas con notificación de demolición y 75 con notificación de reparación. Según el Informe de gestión 2017-2018 del Isvimed, esa entidad hizo visitas técnicas a 178 viviendas con el fin de analizar la situación y hacer los respectivos avalúos. Por otra parte, cuando los casos pasaron a esta entidad, las personas dejaron de recibir el aporte para su arriendo porque no estaba contemplado en el contrato del traslado entre el Metro y el Isvimed. Por lo tanto, debieron realizar una acción de tutela que les ha permitido continuar con el arriendo temporal hasta que se enajenen voluntariamente o se les notifique la expropiación. La oferta de compra de las viviendas fue elaborada con base en un avalúo de La Lonja. Se les ofreció un valor promedio entre 600 mil y 800 mil pesos por metro cuadrado, en un sector en el que, según un avalúo particular pagado por algunas personas de la comunidad a la Corporación Nacional de Lonjas de Propiedad Raíz (Coralonjas), el valor era de tres millones de pesos en promedio por metro cuadrado. Varias familias aceptaron la oferta y San Luis se fue quedando solo.

La magia ya se ha perdido, mis vecinos ya no están. Mi barrio ya es del Estado, quién lo pudiera creer… Mi barrio ya es del Estado, quién lo pudiera creer. Llorar para qué, también me tengo que ir a buscar un consuelo por allá muy lejos, lejos de San Luis. A buscar un consuelo por allá muy lejos, lejos de San Luis. Aunque la casa de doña Gloria y Julián no sufrió daños, ellos sí se vieron afectados al ver cómo el barrio en el que han vivido casi toda su vida se caía a pedacitos. Gloria nos miraba, a veces con resignación y otras veces con furia, como tratando de pedir ayuda: aproximadamente 25 familias que no aceptaron irse siguen luchando por sus viviendas sin ser escuchadas. “Doña Juana ha recorrido todo, la Defensoría del Pueblo, la Personería, la Contraloría… pero nada”. Impulsados por la lideresa convocaron a manifestaciones, llenaron el barrio de carteles y murales para manifestar su inconformidad y declarar que no aceptarían nada menos que lo que consideraban justo. San Luis fue declarado de utilidad pública en 2016 y así terminaron las esperanzas de que la comunidad regresara y permaneciera allí. En agosto de 2018, las


21 27 familias que aún quedaban se amarraron a las rejas de sus casas para protestar por el inminente desalojo. Actualmente, varias personas como los Toro, doña Gloria, Julián y Juana esperan como última instancia la expropiación, con el fin de recibir una mejor compensación por sus casas. Además, una indemnización que deberán ganar en una demanda que planean interponer luego de ser expropiados.

Ayer nos sacaron del barrio y ya nunca volveré aunque aquí dejo mi rancho y mis recuerdos también. Mi Diosito que es tan bueno nos tendrá que iluminar por lo que hicimos y hagamos;por lo que hicimos y haremos, si es por nuestra dignidad. Después de conversar por casi dos horas y sin que Julián apareciera con las llaves, Gloria nos dijo: “Los invito allí a tomar fresquito, ya que no los pude mandar a entrar”. Sonrió y agregó: “Cuando vuelvan, les tendré de las gelatinas que hace mi esposo”. Hasta principios de julio de 2021, cerca de 25 familias seguían a la espera de una solución concreta. El 15 y 16 de junio recibieron la visita del Isvimed, acompañado con la Personería y la inmobiliaria Avalbienes para realizar un nuevo avalúo de las viviendas. Les darían respuesta en aproximadamente 15 días hábiles y los habitantes tendrían hasta un mes para aceptar o no una nueva oferta antes de ser notificados de la expropiación.

¿Qué responden el Metro y el Isvimed? De la Urbe consultó al Metro de Medellín sobre el proceso que esa empresa adelantó con los habitantes del barrio San Luis por las afectaciones de las obras del tranvía de Ayacucho. Antonio José Caro, profesional de la Gerencia de Planeación, y Ana Carolina Cadavid, encargada del área de Gestión Legal del Metro manifestaron que en 2008 empezaron conversaciones y acercamientos, y que antes de iniciar las obras la empresa adquirió entre 20 y 30 viviendas del sector. Sin embargo, en 2015 recibieron las primeras quejas de personas que dijeron tener afectaciones en la estructura de sus casas. De acuerdo con el Metro, no es cierto, como dice la comunidad de San Luis, que las fallas en el terreno fueran consecuencia de las obras, pues desde 2008 el Departamento Administrativo de Gestión del Riesgo de Desastres tiene informes que demuestran afectaciones en la zona. Además, según la empresa, un análisis posterior demostró que la zona ya era inestable. “En el estudio de la Universidad Nacional contratado por el Metro encontramos que el tema de vulnerabilidad de riesgo que tienen estas viviendas no tiene una relación directa con las explosiones o con la forma de trabajo que se dio en el proyecto. El mismo estudio muestra que las condiciones de estabilidad que se tenían en el sector eran muy débiles, en parte por los suelos antrópicos, y que en la construcción bajaron. El mismo sistema protegió de alguna manera a este barrio. Desde el año 2015 estas casas no han tenido hechos lamentables y han ocurrido cuatro sismos”, dijo Caro. El Metro también aseguró que durante todo el proceso ha tenido una relación directa con la comunidad y que les han explicado a los vecinos todos los aspectos que expuso el estudio de la Universidad Nacional. Sin embargo, la comunidad de San Luis afirma que ese estudio no concluyó que sus viviendas estuvieran ubicadas en un terreno de alto riesgo y que la información suministrada por el Metro no ha sido clara. Aunque De la Urbe solicitó al Metro el estudio de la Universidad Nacional, la empresa se negó a entregarlo con el argumento de que esa información se encuentra bajo reserva por hacer parte de un proceso judicial. Frente a la orden de demolición, los avalúos y los pagos por las viviendas declaradas en alto riesgo, los funcionarios de la empresa afirmaron que el tema es competencia del Isvimed: “Cuando se maneja un tema de adquisición es directamente entre la entidad municipal y el propietario. Nosotros no sabemos quién hizo los avalúos, cuánto dio el avalúo, el número de cuotas, ni el proceso de expropiación”. Por su parte, el Isvimed respondió a un cuestionario remitido por De la Urbe en el que se limitó a reiterar que el barrio fue declarado de utilidad pública y, sin profundizar en los detalles, la entidad aseguró que el municipio de Medellín estará a cargo del proyecto que se desarrollará en el lugar. Agregó que esas personas continuarán recibiendo el pago de un arriendo temporal hasta tanto se haga el pago por la adquisición de sus viviendas.

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Ausencias de Daniel Romero daniel.romero@udea.edu.co

San Luis Las hermanas Luchy y Omaira Toro

aún viven en la casa que su padre construyó en 1970 sacando piedras y arena de la quebrada Santa Elena. Las hermanas se niegan a abandonarla y a aceptar la oferta que les hace el Isvimed.

“Esta foto es muy significativa. Era diciembre de 2005 y ese día los niños ganaron un campeonato de fútbol y varios de ellos celebraron la primera comunión. Se hizo una celebración doble, hubo rumba toda la que quiera”, dice Luchy Toro.

Fotografías: Daniel Romero y familias de San Luis

Maribel Fierro dejó en 2014 la casa en la que creció. Su padre, José Farid Fierro, fue uno de los primeros integrantes de la Junta de Acción Comunal de San Luis y ayudó a construir el barrio. Hoy Maribel vive con su madre, María Cristina Mesa, en un pequeño apartamento cuyo arriendo paga el Metro. Luego de siete años continúan esperando un pago justo por su propiedad.

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“Mi casa está allá arriba, y no puedo ir a verla ni tomarle fotos desde que pusieron la reja. Fue de las primeras del barrio, mi papá la hizo. En la foto, mi hermana Luisa Fernanda, la niña de la familia, está al frente de la casa. Ella tenía ocho años y la foto es de 1996”, dice Maribel Fierro.


23 Unos se fueron y otros están por irse. Crecieron y vivieron por años en un barrio que hoy es más anécdota que posibilidades. En lo que queda de San Luis permanecen sus memorias más preciadas: la casa que construyeron con sus manos, los sancochos, las caminatas, las primeras comuniones, los torneos de fútbol. Los vecinos de toda la vida. Todavía no entienden por qué los desalojan. ¿Qué es lo que van a construir ahí? ¿Un parque, un barrio nuevo? Siguen a la espera de una orden de desalojo, de un pago, de un trasteo. Cuatro vecinos comparten sus fotografías de las pérdidas y el despojo que el tranvía de Ayacucho significa para ellos. Berlarmina Cardona llegó a SanLuis con su hija Juana Cardona. Nacida y criada en Abejorral, nunca dejó la costumbre de cuidar la tierra y sacarle frutos. En el tercer piso de su casa tenía un galpón de pollos y de gallinas ponedoras y una huerta casera. Ahora vive con Juana y su yerno en una casa en arriendo que paga el Metro. Es un primer piso con un patio al cual el sol solo entra al mediodía. Dice que ya ninguna mata le pelecha.

“No he podido desempacar. Yo tenía dos habitaciones, mi sala, mi baño solo para mí. Hoy solo tengo esta pieza. Primero nos dijeron que eran solo seis meses, y ya han pasado casi siete años. No tengo dónde poner mis cosas ¿Para qué desempaco? A los meses de celebrar mis 82 años salimos del barrio, en el 2014, ese fue el último cumpleaños que celebré en mi casa”, dice Berlarmina Cardona.

Fotografías: Daniel Romero

Ignacio y Julián Ocampo, padre e hijo, llegaron al barrio en los ochenta. Al lado de Tiberio Toro fueron de los primeros pobladores de San Luis. La casa que Julián se niega a dejar también fue construida con las arenas y piedras que la quebrada traía de la montaña. A pesar de sus problemas de salud, en compañía de su esposa Gloria, continúa luchando por lo que queda de su barrio.

“Estos son Julián y su perro Benitín. En 1988 las cosas pintaban bien para la fábrica de gelatina y el barrio prosperaba. Desde que esta tortura del tranvía comenzó Julián está muy deprimido. No sale de la casa, solo llega hasta la puerta a ver la desolación que dejaron. Una vez, tarde en la noche, salí a buscarlo y lo encontré en la vía del tranvía caminando solo y me dijo: ‘Ese tranvía desgraciado nos sacó. Yo no me quiero ir de mi barrio, donde he sido feliz, donde están mis recuerdos’”, dice Gloria Sepúlveda.

Facultad de Comunicaciones y Filología Universidad de Antioquia


24 Contraportada La capucha es rostro colectivo de la resistencia feminista, elemento estético y político, encuentro, sororidad. Fue la primera y quizá sea la última vez que fabriqué y usé una. Este relato no es más que la experiencia de reconocerme como militante de un movimiento. Valentina Arango Correa valentina.arangoc@udea.edu.co Fotografía: @fulana.malafama

La mujer encapuchada no muestra su rostro no por miedo a ser reconocida, sino por no representar un ser individual: su rostro es tu rostro, tu rostro es mi rostro. Es la manifestación de todas y cada una de nosotras quienes tanto física como ideológicamente vivimos en un territorio de resistencia. Fragmento de un comunicado del colectivo Capuchas Rojas, Chile (2019)

E

scabullirse entre la multitud. Alejarse de los rostros cercanos. Agachar la cabeza y organizarse el cabello. Ponerse la capucha. Taparse, respirar. Desprenderse del tapabocas. Hacerlo rápido. Pasar desapercibida. Salir. Ahogarse por el humo de las bengalas. ¡Achís! Avanzar. Pedir permiso. “Hermana, gracias por marchar a mi lado”. La capucha es poder. No hubo miedo. Las mujeres que se movilizaban a mi lado en vez de mirarnos con temor o desconfianza, lo hacían con respeto y complicidad, quizá, reconociendo la valentía de cubrirnos para no ser señaladas, para gritar libres aún ocultas. A través del huequito en cada ojo trataba de mirar los detalles que, entre el sudor y la algarabía, pintaban una ola violeta en Medellín. Una de mis amigas se ubicó al frente mío, a menos de dos metros de distancia, me tomó fotografías sin reconocerme y sentí un poco de tensión. El 24 de noviembre de 2020, la tarde antes del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer nos encontramos en una reunión para preparar la movilización. Mi amiga Pato y yo compramos unas lentejuelas con flores de colores: negro, azul, rosado, fucsia, morado y amarillo; en un centro comercial de El Hueco lleno de adornos y estampados para ropa. Estábamos emocionadas. Por primera vez iba a ponerme una capucha. Incluso, había averiguado las implicaciones legales de portar una, de rayar una pared, de sacar la digna rabia. Tenía otra invitación ese mismo día en un hotel, rodeada de mujeres lideresas de Antioquia. Pero desistí y preferí ser parte del rostro colectivo. “Yo daría todo por mi lucha, menos la vida”. Eso fue lo que pensé después de escuchar, esa tarde, a Marta Restrepo, una feminista de vieja data de la ciudad, junto con otras lideresas. Mientras que ellas hablaban sobre ser feminista en este lugar, otras pintaban una vulva gigante, carteles y banderas. Aunque pensaba ir sola, invité a Pato y aceptó sin dudarlo. Juntas tratamos de coser una tela violeta de 20 por 40 centímetros con una máquina rosada manual que nos costó 10 mil pesos. Coser y escuchar. La capucha también es un elemento que protesta, cada una le otorga una identidad política desde sus vivencias más allá de lo estético. Plumas, piedras de un collar antiguo, retazos de telas brillantes y de encaje. María, nuestra guía en la creación de las capuchas, me dio la idea de ponerle a la mía un dije de Cristo crucificado al revés en medio de la cabeza. Cuando terminé, otras mujeres admiraron lo linda que quedó. Al final de la tarde hicimos un brindis con vasitos desechables dorados, decorados con cinta morada y llenos de champaña rosada. Cantamos juntas: “¡Abajo el patriarcado que va a caer, que va a caer! ¡Arriba

No. 101 Medellín, Agosto de 2021

el feminismo que va a vencer, que va a vencer!”. Algunas nos abrazamos. Le puse una pepita de murano violeta en medio de los ojitos a una pequeña perrita beagle de otra compañera y me fui a casa después de darle un abrazo a María. Ella dijo que nos acuerpaba, como forma de respaldo y defensa, cuando fuésemos a rayar al día siguiente, durante la marcha del 25 de noviembre. Aunque el aerosol morado que queríamos no lo conseguimos. Pañoleta verde. Buzo cuellotortuga negro para ocultar un tatuaje. Maquillaje con línea de agua violeta. Un poco de mirella. Listo. Dormí poco la noche anterior. Trataba de controlar la ansiedad. Pensaba en la responsabilidad de usar un elemento político tan diciente como la capucha y en hacerlo con el respeto de aquellas que tienen más experiencia o legitimidad. La calle como espacio de lucha siempre está en disputa y si bien estoy acostumbrada a ocuparla con mi cámara persiguiendo momentos, esta vez era diferente. Nunca estás sola en una marcha feminista. Salí. Antes de bajarme del metro, en la estación San Antonio, me encontré con una mujer de Sincelejo que marchaba por primera vez en Medellín y no sabía el camino. Juntas recorrimos la avenida La Playa y nos despedimos al llegar al Teatro Pablo Tobón Uribe. Vi a más mujeres que el 28 de septiembre, Día de la Acción Global por el Acceso al Aborto Legal y Seguro. Alegría. Algunas mujeres pintaban carteles, otras cantaban, otras preparaban la performance antes de salir y otras, curiosas, miraban expectantes por lo que pudiera ocurrir. Primera pinta. El temor de que me reconocieran. Fue en una acera, cruzando El Palo con La Playa. El color azul platinado del aerosol con el que escribí “25N” resaltaba poco entre los fucsias, rojos, verdes y violetas que anunciaban en paredes y calles la caída del patriarcado o la lucha feminista como una consigna de vida o una amenaza al establecimiento. Aborto legal ya. Estado violador. El feminismo va a vencer. Dibujos de vulvas en esculturas. Llegando a la avenida Oriental, un hombre adulto le gritó algo a una compañera y todas corrimos a ver qué sucedía. El acoso. Fue la primera de tres veces durante esa tarde en la que un hombre se enfrentó a una turba feminista. Sin temor alguno. La sensación de superioridad en ellos era tan tangible como el pacto patriarcal social que encubre las violencias contra nosotras. A María, mientras rayaba un local cerrado, el dueño de otro negocio la tomó del brazo y la empujó. Las mujeres encapuchadas, que planearon desde un mes y medio antes una performance en la marcha, corrían con palos de escoba pintados de verde y morado para atacar al acosador. Yo temía. Hubo un mo-

mento en que corrieron tantas que abandonaron el carrito de supermercado en el que portaban los materiales, Pato y yo nos apropiamos de él y lo manejamos por un rato. Otras mujeres encapuchadas intentaron incendiar un objeto de señalización de una obra en construcción en medio de la avenida Oriental, frente al Comando de Policía, pero gastaron toda la gasolina y nada ardió. Avanzamos. Yo llevaba dos semanas indagando sobre la historia de Luz Leidy Vanegas, desaparecida desde el 1 de enero de 2020. Ella es un símbolo de todas las mujeres desaparecidas en Medellín: por los plantones en su nombre; la creación de una mesa de seguimiento a su caso; la recompensa tardía de 20 millones de pesos, que ahora son 100 millones; un tuit y un pronunciamiento del alcalde; un debate de control político en el Concejo; una alerta de la Gobernación de Antioquia; varias tendencias en Twitter; cientos de carteles con su foto; el apoyo, después de insistir, del movimiento político de mujeres Estamos Listas; un mural con su retrato y el #BuscarlasHastaEncontrarlas en el puente de San Juan con la avenida Ferrocarril. Todavía la seguimos buscando. De ahí que la rabia y el dolor despertaron en mí la fuerza necesaria para salir a la calle, tomar un palo cuando era necesario y perseguir a esos hombres que tocaron, que agredieron o que acosaron a nuestras compañeras. Llegando al parque de San Antonio levanté la foto de Luz Leidy. Allí, un grupo de mujeres que me rodeaba comenzó a cantar: “¿Y Luz Leidy dónde está?”. Yesenia Rivera, su hija, no estaba presente durante las arengas; cuando finalizó la movilización, le conté la anécdota y sonrió. La rabia es una causa justa, sentirla también fue una realidad negada para nosotras. Quitarme la capucha, sin duda, fue más fácil que ponérmela. Anocheció y hacía frío. Me vestí con mi buzo que dice en letra cursiva: La revolución será feminista o no será. Y detrás de unos bambú en el parque de las Luces, de la forma más rápida posible, descubrimos nuestros rostros. Respirar. Ponerse el tapabocas. El ambiente era festivo, ya la rabia había detonado, continuaron las arengas y las canciones. Bailamos en círculo. Liberamos la energía que nos quedaba, sudamos unas cervezas y unos cuantos vinos. Rematamos con un licor barato que hacen en un garaje: cocteles de whisky Williams con agua saborizada de maracuyá. Cantamos más. Voces ásperas y forzadas. Cansancio. Nadie se va a enterar. Llegar a casa. El feminismo es una reflexión constante, es militancia, es filosofía, es movimiento, es acción, es libertad. No recuerdo mi vida antes del feminismo, no quiero recordar al feminismo antes de la capucha.


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