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La sinfonía de la muerte

Maudy Rico Klasse 8C

Camille sintió la puerta de la entrada de su casa cerrarse, eso significaba una cosa: su hermano había llegado, el chico siempre llegaba a casa a medianoche debido a su trabajo como cantinero. Camille miró su celular para confirmar la hora, apenas eran las 7 de la noche, la chica suspiró sabiendo que su noche estaría llena de molestias e incomodidades.

Cuando Francisco llegaba a esa hora quería decir que había llevado a sus “amigos” a casa para sus dichosos juegos de azar, el hermano de la chica no era vicioso, pero tenía cierta atracción por las apuestas, sobre todo aquellas que eran arriesgadas.

Algunos pensarían que Francisco al ser cantinero llevaría una vida de pesares al escuchar los lamentos de sus clientes y las razones por las que estaban en un establecimiento de mala muerte un viernes en la noche. No era el caso, Francisco se pasaba las 24 horas del día con una sonrisa de suficiencia, les hacía creer a todos que si había dejado la Universidad era porque él quería y no porque era un fracasado.

Camille no podía parar de culpar a la vida por darle un hermano como Francisco, ellos dos eran muy diferentes, pero era imposible negar que eran dos caras de una misma moneda, con la misma sangre corriendo por sus venas y los mismos padres.

La chica ni siquiera se molestó en bajar a saludar a su hermano, hacía mucho tiempo desde que le había dicho siquiera “buenos días”. Puso el seguro en la puerta de su cuarto para que ni su hermano ni sus compañeros Ilustración: Mariana Pérez Gabino K8C

borrachos fueran a su cuarto a molestarla. Ella siguió con lo que estaba haciendo, se puso su violín al hombro y empezó a tocar la novena sinfonía de Beethoven.

—¡Deja de tocar esa basura! —el grito de su hermano atrás de la puerta sobresaltó a Camille, de repente Francisco comenzó a tocar la puerta del cuarto de Camille con una rabia y fuerzas increíbles.

Sin soltar su violín Camille abrió la puerta de su habitación algo sorprendida, usualmente cuando Camille tocaba su hermano se quedaba en su habitación sin molestarla.

—No puedo dejar de tocar porque

mañana tengo un concierto—apenas abrió la puerta Camille le gritó esas palabras— así que si no quieres seguirme escuchando practicar lárgate de esta casa de la cual debiste irte hace mucho.

—Escúchame—Francisco acercó su cara a la de Camille de forma intimidatoria— Estoy allá abajo a punto de ganar el mejor juego de mi vida, de modo que si no me puedo concentrar perderé ¿No quieres ser millonaria?

—Si algún día me vuelvo millonaria será por merito propio, hermanito —le dijo esas palabras para luego cerrarle la puerta en la cara y disponerse a tocar.

La práctica de la siguiente media hora estuvo invadida por la sonrisa de suficiencia de su hermano, cada vez que trataba de concentrarse el muchacho venía a su mente y se apretaba los dientes en señal de impotencia.

No fue hasta que su hermano volvió a tocar la puerta, esta vez de forma más calmada y respetuosa que Camille se decidió a guardar de una vez por todas su violín y abrir la puerta con calma.

—Necesito que vengas conmigo —su voz era ronca y triste, algo acababa de pasar.

—¿A dónde? —pregunto Camille confundida.

Francisco no respondió, se dirigió hacia las escaleras y le hizo una seña para que la siguiera. Camille muerta de la curiosidad fue con él.

Resultó que Francisco quería llevar a Camille a la azotea de su casa, ambos subían seguido a la azotea cuando eran niños, pero con el pasar de los años ese espacio quedó reducido al olvido.

Era un sitio ameno, cuando niña Camille lo recordaba con cariño, pero en ese momento estaba lleno de polvo y plantas que la madre de ella había sembrado en ese espacio.

Camille se preguntó con asombro como era que los dejaban subir allí cuando niños, las barandas eran de madera y a decir verdad no se veían para nada seguras, aunque la caída no era tan alta, tan solo era de tres pisos.

—¿Recuerdas…los buenos momentos que pasábamos aquí cuando niños? —Francisco la miró desde el otro lado, las manos en los bolsillos y la mirada perdida.

—Algunos buenos y otros no tanto —respondió Camille frunciendo el ceño— pero… ¿Por qué estamos aquí? ¿No tienes a tus amigos allá abajo esperándote?

—Ellos ya se han ido —la informó Francisco— pero yo he perdido.

Camille prefirió quedarse callada y mirar a su hermano desde una distancia prudente, con el paso del tiempo había aprendido que el era reacio al contacto con las personas y que tampoco era muy fan de ser atosigado con preguntas.

—Lo siento, Camille —una lágrima se deslizó por la mejilla de Francisco— esta noche he apostado la casa. De cierta forma era de esperarse, Francisco vivía en un círculo vicioso de apuestas y riesgos.

—¡¿Te volviste loco?! —Camille trató de mantener la calma, pero esas fueron las primeras palabras que salieron de sus labios— Esta casa no es solo tuya, también mamá y yo vivimos en ella ¿Quieres que terminemos en la calle?

—Era mucho dinero, tenía una visión de qué hacer con él. Incluso me habían dicho que con quien iba a apostar era muy malo en ese juego —Francisco tomó aire con calma y lo sacó lentamente— en serio necesito tu ayuda, no sé qué hacer. La persona con la que aposté es muy poderosa, tiene gente que verificara que se cumpla el trato.

—¡Nos acabas de arruinar la vida! —gritó.

Camille sintió como todo su mundo se venía abajo, la casa que sus padres habían comprado con años

de esfuerzo de repente ya no era su hogar. La rabia acumulada hacia Francisco durante años estaba saliendo a relucir en ese preciso momento.

—No te atrevas a culparme de todas tus desgracias —rápidamente las lágrimas y el teatro del chico arrepentido se cayó, la cara de Francisco era de indignación y rabia— ¿No decías que si te hacías millonaria seria por tu cuenta? Sirve para lago, Camille. O doy la casa o pago 400 millones de pesos, consíguelos tu.

—¿Por qué debería yo de hacer eso? Este es tu problema, Francisco.

Al escuchar esas palabras Francisco retrocedió acercándose cada vez más al borde de la azotea, hasta que se apoyó en una las barandas de madera.

—Se convirtió en problema de todos aquí en el momento que aposté la casa —la expresión del chico era una conocida, el esperaba que le solucionara sus problemas.

—Un problema que tu causaste y que espero que resuelvas —la voz de la chica era cortante, su mirada fría como el hielo, estaba enojada.

—Deja de ser tan cínica —las palabras de Francisco destilaban veneno, le dio una patada la baranda como muestra de su rabia— sabes que si yo me voy al infierno…ustedes….

Pero el muchacho jamás terminó esa oración, y Camille jamás supo que quería decir. La parte de la baranda de madera en la cual Francisco estaba recostado se desprendió del piso en cuestión de segundos luego de aquella patada por parte del hermano de la chica, Francisco se fue con ella al abismo. Pero Camille llegó a ver su expresión antes de caer con ella, sus ojos cafés reflejando la sorpresa, sus labios abiertos formando una mueca, su cuerpo fue empujado por la gravedad y el chico no pudo hacer nada, tan solo cayo. Yéndose para siempre del mundo de los vivos.

Camille se abrazó a si misma en un estado de completa confusión, tenía frío, pero no por el clima de la noche, su corazón de cierta forma se había congelado a tal punto de que la muerte de Francisco

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no le causaba ninguna emoción. El terror había sido pasajero y la tristeza nunca había habitado en ella, lo único que quedaba en la chica era un estado de permanente confusión ante el escenario que acababa de presenciar.

Camille se acercó hasta el borde lentamente, hasta que contempló el cuerpo inerte de su hermano, apenas lo vio alzo la vista, no fue capaz de verlo otro segundo, pero si se quedó viendo el cielo, aquel cielo inclemente sin una sola estrella visible bajo el cual su hermano había caído.

— Te quiero Francisquito.

Ilustración: Mariana Pérez Gabino K8C

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