Daniel Frini
El Diluvio Universal y otros efectos especiales
Título: El Diluvio Universal y otros efectos especiales Autor: Daniel Frini Primera Edición: julio de 2016 Tirada: 100 ejemplares © de los textos: Daniel Frini © de esta edición: Eppursimuove Ediciones (en formación) Imagen de carátula: Papel origami. Veleros en el agua azul de Ifong (Licencia de contenido de 123RF.com - Imagen libre de derechos) Imagen de solapa: Maximiliano Frini Arte de tapa: Eduardo Pagliano Diseño y maquetación: Eduardo Pagliano Corrector: Mikka Kivisen Edición:Eppursimuove Ediciones (en formación) Impresión: La Imprenta Digital SRL. Frini, Daniel Eduardo El diluvio universal y otros efectos especiales / Daniel Eduardo Frini. - 1a ed. - Villa Ballester : Daniel Eduardo Frini, 2016. 104 p. ; 21 x 15 cm. ISBN 978-987-42-0703-6 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos Fantásticos. I. Título. CDD A863
Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, ni incorporado a un sistema informático, ni transmitido en cualquier forma o cualquier medio, sea mecánico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares en copyright. ISBN 978-987-42-0703-6 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina.
Para Adriana, que es mi todo. A Maxy y Alito, por enseñarme a ser íntegro. Los amo. A Griselda, por su lucha. A Tita, mi vieja y a Onil, mi viejo. Sólo Dios sabe cuánto los quiero.
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Cuatro días de paz Soy cadáver. Las fiebres me enfermaron y tuve mucho miedo. Por fin, acabaron conmigo. Hace cuatro días que he muerto. Fui querido, y morí en compañía de mis hermanas, mi familia y algunos amigos. Como siempre ocurre, al que parte se le demuestra cariño de una manera curiosa: a través de los ritos funerarios. Mis hermanas cerraron mis ojos y me besaron, lavaron y ungieron con perfumes y aceites, ataron mis manos y pies, me vendaron, pusieron mirra y aloe entre las vendas, y cubrieron mi cara con un sudario. Una procesión me llevó hasta el sepulcro en una estera de mimbre que ofició de féretro. Algunos rasgaron su ropa en señal de duelo, y se dijeron hermosas plegarias y palabras de lamentación. Me colocaron boca arriba en un nicho blanqueado con cal, en la misma cueva donde descansan mis ancestros; y la entrada fue taponada con una roca enorme. Así supe que me amaron. En la oscuridad y el silencio, perdí el miedo. Me sentí en calma y en paz. Recordé toda mi vida desde la primera infancia, y reviví cada momento con todo detalle. Me invadió un sentimiento muy parecido a la felicidad. Sin embargo, hoy por la mañana llegó de su viaje un amigo muy querido que no pudo acompañarme en mis últimos días. Consoló a mis hermanas, lloró por mí, se paró frente al sepulcro, oró, mandó que corrieran la piedra de la entrada y a pesar del olor a muerte que yo emanaba, ordenó: —Lázaro, ¡levántate! Qué lástima. Estaba tan bien acá y tener que levantarme porque a éste se le ocurre hacer milagros justamente ahora, y conmigo. ◀ 7
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La medicina es una ciencia exacta Desde hacía tiempo, en los clasificados barriales se presentaba como Tupaq Qhawana. Decía ser jampiri del pueblo kolla, venido del Tawantinsuyö y de los ayllus altoandinos, inspirado por Tayta Inti y Mama Killa. Pregonaba que era capaz de traer y amarrar al ser querido, hacer florecer un negocio, leer las hojas de coca esparciéndolas sobre un haguayo y adivinar el humo del cigarro. Revelaba que era depositario de los willka unanchakuna legados por Manco Kápac, el Intichuri; que hacía videncia pendular y curaba daños, hechizos y maleficios. Se declaraba conocedor del kausay —que le fuera revelado por Wiraqocha y Pachakamaq—; heredero de la cosmovisión de los kollas, sólo entendible en runa-šimi y sin traducción posible en kastilla-šimi. Aclaraba, por si hiciese falta, que los materiales estaban incluidos en el precio de todos sus trabajos. Su consultorio era una habitación de paredes descascaradas, alquilada a una familia boliviana, a pocas cuadras del centro de Laferrere. En la puerta había atado con alambre una plaqueta de bronce, en la que se leía: Tupaq Qhawana Jampiri Inka - Curandero Atendía con un disfraz que se parecía más a la vestimenta de un arapahoe de las praderas norteamericanas que a la de un willka incaico. Recibía a sus pacientes con el saludo ritual: —Ama quella, ama suwa, ama llulla, ama hap’a. Al que ellos respondían con una mezcla confusa de oraciones cristianas: 8
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—… y con tu espíritu. —… por mi gran culpa. —… sin pecado conseguida. En realidad, había abandonado en tercer año la Licenciatura en Astrofísica, que cursaba en la Universidad Nacional de La Plata. Cierta vez oyó de alguien que curaba con numerología, y decidió ir más allá, aplicando una mezcla extraña de yachay quichua y análisis matemático. Armó, de apuro, una cosmogonía en la que, por ejemplo, Coco Mama decidía sobre la salud y la enfermedad mediante el planteo de ecuaciones en derivadas parciales; para lo cual, la diosa establecía funciones entre variables independientes —el amor del Aniceto, la culebrilla de la menor de los Pérez, los sabañones del Tape Mansilla— y sus derivadas. Decía que el Teorema de Cauchy-Kovalesvskaya aseguraba la existencia y unicidad de soluciones al mal de ojo, aunque pudiera ocurrir que la función incógnita o alguna de sus derivadas no fuera analítica, y en tal caso se explicaría por qué habiendo previsto que don Macario Maldonado recuperaría el caballo que perdió en un truco, el pobre viejo terminara entregando su jubilación para que no lo metan en cana. En otros casos manifestaba que Supay, el diablo, era experto en el análisis complejo de funciones holomorfas, y traía a colación el curioso comportamiento de éstas cerca de las singularidades esenciales —dónde dejó los dientes postizos el Payo Segovia; qué pasó con el abuelo de la señora del mecánico, que fue a comprar cigarrillos en el año cincuenta y ocho, y nunca volvió— descrito por Weierstrass y Casorati, que da origen a las meromorfas, y de cómo es imposible encontrar una respuesta en el campo de los
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números reales cuando se anula la función denominador. Cierta vez recurrió a su método con Ña Ángela, que estaba peleada con su aparejado y no podía ella sola con su problema. Estaba convencida que de pura envidia le habían hecho una saladura; y fue a ver a Tupaq Qhawana para que le haga una limpia. Previos ritos de purificación, el jampiri le dijo: —El mal es una abstracción, Ña Ángela, como los números: uno ve una manzana al lado de otra e inmediatamente asocia «dos»; aunque el número dos no aparezca por ningún lado. Y siendo así, nos podemos valer de los recursos de la matemática para entender al mal. Por ejemplo, la Pachamama me muestra que usted tiene problemas de hígado; y llego a eso partiendo de un khipu kolla, que representa una ecuación binómica indeterminada de tercer grado a la que podemos aplicar la integral segunda de Riemann-Stieltjes, por ser una serie infinita recursiva, sujeta al cálculo de variaciones de Lagrange; y puedo decirle que el resultado es uno solo: su marido. Me lo dice Amaru, va a tener que aplicarle determinantes. Tome esta chuspa, y vaya dándosela de a poquito, todas las mañanas, con un vasito de caña. El marido de Ña Ángela sufrió una apoplejía apenas una semana después. La carátula de la causa penal dice: «Sosa, Anselmo Carlos s/ejercicio ilegal de las matemáticas». ◀
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Del libro de recetas de Herodes Antipas Una tarde calurosa de principios de junio, Herodes Antipas, su esposa Herodías y el prefecto romano Valerio Grato, conversaban amigablemente en los jardines del palacio real de Séforis. —¡Me encantan los niños! —decía Herodes—. Mi padre, «El Grande», Hashem lo tenga a su lado, me enseñó a prepararlos en horno de barro y con guarnición de arvejas. ¡Son una delicia, mire! Yo le pongo un mejunje que preparo con sal, aceite de oliva, un poquito de albahaca y laurel. Y lo acompaño con un buen vino oscuro de los montes de Yahad. Ahora, eso sí, para que sean tiernitos, deben tener menos de dos años. Más grandes, no sé, como que la carne se pone muy fibrosa. —Le recomiendo —acotaba Herodías— que pruebe la cabeza de esenio. Hace un tiempo hicimos una, hervida en aguas de melisa y eneldo frescos; y la servimos con zanahorias, puerros y cebollas; perfumada con cardamomo y regaliz, y acompañada con una salsa mezcla de tomillo, orégano y salvia. ¿Cómo se llamaba este ermitaño, esposo mío? —Juan. —¡Eso! Juan. El bautista. Como sea, un manjar. Estos esenios ayunan tanto, que la carne, bien magra, ayuda de manera magnífica en mi dieta. ◀
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El aprendiz La tarde era por demás calurosa. A lomo de burro, Dan-Istet se dirigía a aprender su oficio de escriba en la Casa de la Vida, en el viejo templo de Toht, en las afueras del oasis de Waht-Smenkht; a diez días de marcha de Uaset, la grandiosa capital del Egipto del junco y de la abeja. Como todos los días, cuando Ra empezaba su marcha hacia la noche, Dan-Istet llegaba con su cuenco, lleno de tinta de mirra, y una hoja nueva de papiro. Lo recibía el humo dulzón de las flores de nenúfar y mandrágora que los hery-aj encendían temprano, para allanar el camino hacia la sabiduría de los dioses a los que concurrían a la escuela. Como todos los días, lo recibió Shepsut, el Gran Artesano de la Casa de la Vida: —¡Por Horus, toro omnipotente que aparece en la gloria de la ciudad de Men-Nefer! Dan-Istet, pequeño escarabajo de la tierra negra del Nilo. ¡Otra vez llegas tarde! ¡Ve adentro, de inmediato, a esperar a tu nebef! Como todos los días, Dan-Istet entró a su sala, se sentó cruzando las piernas en el duro suelo, dispuso el cuenco a su derecha y desplegó el papiro sobre sus rodillas; a la espera de la llegada de Raperure, Escriba de los Rollos de Papiros Sagrados en la Casa de la Vida, y Fekety en el templo de Toht. Como todos los días, seguido de varios hery-anj, Raperure entró al recinto. Miró fijamente a Dan-Istet, entre las volutas de humo y en la penumbra reinante; y dijo: —Otra vez, pequeña pulga molesta en el gato de Sejmet, he rechazado tus deberes por defectos de forma. ¡No aprendes más! Escribirás diez veces la regla de la escuela. 12
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Y se retiró, con los otros, dejando solo al alumno. Como todos los días, Dan-Istet contuvo el enojo. Con la visión empañada por las lágrimas, tomó su pluma, la mojó en la tinta y comenzó a dibujar en el papiro, los pictogramas tan conocidos de la regla: «Antes de ibis o bastón, siempre va buitre». «Los diálogos empiezan con serpiente». «Las palabras agudas llevan codorniz en la última sílaba». «Toda oración finaliza con dátil y seguido... ». ◀
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Romance de la huida de Sodoma. Y apuntes acerca del aumento del costo de la vida Sodoma se quemaba en Fuego Santo. Lot huía, junto a su familia, hacia la villa de Zoar. Los enviados del Señor le habían advertido: «Escapa por tu vida. No mires atrás. No te detengas». El calor del fuego abrasaba las espaldas del grupo, que corría cubriéndose de las esquirlas incandescentes; que producían, aquí y allá, nuevos focos entre los arbustos. —¡Lot, hijo de Harán, hijo de Taré! —gritó, con enfado, Yrit, mujer de Lot, tapándose el rostro para protegerse del humo. —Cagamos —susurró Lot. Y dirigiéndose a Ahumai, su hija menor, agregó—. Cuando tu madre me llama por mi nombre completo… —¡Lot, hijo de Harán…! —insistió Yrit. —¡Ya te escuché! —contestó Lot—. ¡Qué querés! —¡Andá más despacio! —¡Ah, claro! ¡La señora no puede correr porque, para huir, se puso los stilettos de piel de antílope! —¡Pará, te digo! —¡Los ángeles del Señor me dijeron…! —¡Ángeles del Señor! ¡Voces en tu cabeza, son, zanguango! ¡Esquizofrénico! ¡Eso es lo que sos! —¡Los dos apuestos forasteros que vinieron a casa…! —¡Claro que eran apuestos! ¡Eran guerreros del norte, donde todos son altos y de cabellos dorados! ¡Dos potros eran! —¡Ellos me dijeron que debíamos abandonar la ciudad! —¡Porque si no, nos violaban a todos y hasta por las orejas, tarado! ¡Y, para embarrarla más, vos querías entregar las 14
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nenas a cambio de que no le hicieran nada a los dos guachitos lindos! ¡Tarado al cuadrado, sos! —¡Olvidándote que somos vírgenes…! —dijo Ahumai. —¡Vírgenes! ¡En Sodoma! —interrumpió Husa, la hija mayor—. ¿Te das cuenta, papá? ¡Vírgenes en Sodoma! ¡Dos pelotudas éramos! ¡Orgía perpetua y nosotras, las hijas de Lot, con el deber paterno de permanecer vírgenes! ¡Se nos cagaron de risa, papá! —¡No es momento! ¡Por Jehová, sigan corriendo! —las aguijoneó Lot. —¡Pará, que no te puedo seguir! —reiteró su mujer. —¡Vamos, no se detengan! ¡Nenas, corran! ¡Mamá, dale, dale! ¡Querida…! —¡Querida, las pelotas del patriarca! —contestó Yrit. —¡Con el tío Abraham no te metas, que es un hombre santo…! —¡… que está acostado en una reposera a orillas del Nilo, con dos concubinas en bolas, que lo abanican, mientras nosotros perdemos hasta los calzones en este quilombo! ¡Teníamos todo en Ur de los caldeos! ¡A vos solo se te ocurre mudarte acá, al culo del mundo! —Mamá, por favor, ayudame… —La chirusa de mi nuera tiene razón —respondió Seera, madre de Lot—. Primero, nos fuimos de Caldea. Ahora, nos vamos de Sodoma ¡Había conseguido novio acá, idiota! —¿Quién? —El verdulero. —¿Qué verdulero? —El cretense Talos… —¡Mamá! ¡Es como treinta años más joven que vos!
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—¡Y a vos qué carajo te importa! —Dejemos esto para después ¡Ahora, corran por sus vidas! —insistió Lot. —A todo esto —dijo Yrit—, ¿dónde están los forasteros? —Mamá —respondió Husa, la hija mayor— ¿oíste el precepto hindú que dice «A coger que se acaba el mundo»? —Lo tengo oído… —Bueno —continuó Husa—. Fijate allá atrás. Se está acabando el mundo, así que le deben estar dando tupido a la matraca. —O sea, nena —dedujo Yrit, girando su torso mientras miraba y señalaba hacia Sodoma—, que los papitos están meta traca-traca en medio de ese infier… —¿Qué decías, vieja? —preguntó Husa. —¿Mamá? —dijo Ahumai. —¿Querida? —inquirió Lot, al momento que razonó qué había pasado—. ¡Yrit! ¡No debías mirar atrás! —¡Mamá! —gritaron al unísono Husa y Ahumai. —¿Y ahora qué hizo la tarambana esa? —preguntó Seera, mientras Lot y sus hijas reculaban, mirando al piso, hasta donde estaba la mujer de Lot. —¿Qué es esto? —preguntó él. —Una estatua, papá —dijo Husa, con fastidio. —¿Y qué hace una estatua acá? —insistió Lot. —¿Y dónde está mamá? —interrogó Ahumai. —La estatua ¡es! mamá —respondió Husa. —¡No! —dijo Lot, desesperado. —¡Mamá! —dijo Ahumai, con la voz cortada. —¿Qué pasó? —demandó Seera. Lot acariciaba el rostro de su esposa. El viento del sur desprendía pequeños granos de la figura. 16
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—¿Qué pasó? —insistió Seera. —¡Yrit se trasformó en estatua! —contestó Lot. —Bueno… Nunca se movió mucho que digamos…— acotó Seera. —¡Qué decís mamá! —le reprochó su hijo. —Y, en la casa se la pasaba dándole a la sin güeso con las amigas, mientras yo friega que te friega ¡En la puta vida levantó un plato! Y en la cama, hijo, era como si estuvieras con un cacho de madera… —¡Mamá! —la cortó Lot, arqueando sus cejas mientras sañalaba a sus hijas que lloraban arrodilladas, mirando a la estatua. —¡Tenía razón la finada! ¡Sos un tarado! ¡No parecés hijo mío! ¡Dormíamos cinco, más ocho cabras, más dos perros y un gato en una habitación de tres por tres! ¿Te crees que soy boluda y no los oíamos cuando hacían la porquería? —¡Mamá! —insistió Lot, llevándose el dedo índice a los labios en señal de silencio. Su rostro cambió a una mueca interrogativa y pasó la lengua por su dedo—. ¿Sal? —¿Qué decís, zopenco? —¡Que Yrit se trasformó en una... estatua… de... sal…! —dijo Lot, mientras comprobaba, pasando su lengua por el brazo desnudo de la estatua. —¿De sal? —dijeron las tres mujeres, a la vez que se apresuraron a verificar por ellas mismas. —¿Qué carajo… ? —estalló Husa. —¡Mamá, no te vayas! —rogó Ahumai. —No… sal… Yrit… ¿qué?... —dudó Lot. —¿Sal? —preguntó Seera—. ¿Café no había? O arroz. O fideos. Sal ya tenemos un poco; pero café no se consigue por ningún lado ¡Y hay que ver el precio del arroz!… —¡Mamá! —la recriminó Lot. 17
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—Hay que ser prácticos —dijo Seera—. Lot, sacate la túnica y hacé una bolsa. Chicas, agarren a su madre, muélanla bien finita y la guardan ¡Vamos, rápido! ¡Peero! Hijo: ¿cuánto pesaba tu mujer? —No sé… ¿sesenta kilos? —¡Un pelotudo, sos! —¿Y ahora qué hice? —¡Mil veces te dije que dejaras a la esquelética esta y te casaras con la gorda Ezer, que ahora debe estar pesando unos ciento cincuenta kilos! ¡Ahora tendríamos sal para pagarnos como diez meses de alquiler en Zoar, salame! —¡Mamá! ¡Estás hablando de mi esposa recién fallecida! ¡Tené un poco de respeto! —¡Estoy hablando de un puñado de sal! ¡Porque eso es lo que es: un puñado! ¡Y si no se apuran, se la va a llevar el viento! Años después (cuando ya vivían en la cueva de la montaña; y, de la relación incestuosa entre Lot y sus hijas, habían nacido Moab, hijo de Husa y futuro padre de los moabitas; y Ben-Ammi, hijo de Ahumai y futuro padre de los amonitas), el anciano estaba durmiendo su borrachera. La menor de sus hijas daba de mamar a su bebé, y un guiso humeante, con carne de cabra, se cocinaba en la hoguera. Husa revolvía el caldero. Quitó el cucharón y lo llevó a sus labios para probar la comida —Hum. Está bueno, pero desabrido —miró a su hermana y preguntó—. ¿Quedó algún condimento? —Nop —respondió Ahumai—. Orégano no se consigue y mamá se nos acabó hará unos diez días. ◀
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Ella nos enseñó a descubrir mundos mágicos Las clases con la señorita Tita eran pura poesía. Pensá que teníamos, no sé, seis años; o siete alguno que repetía; no más grandes que eso; y la mayoría con un julepe bárbaro porque recién dejábamos nuestras casas para entrar a ese otro mundo, el de los niños de impecable blanco, como decía la directora. No había Jardín de Infantes ni aclimatación con nuestras viejas. No señor. Primeros días de marzo, olvidate de la infancia, chau mamá, y adentro, a clases. Pero con ella, ¡qué delicia! Tenía el don de hacerte sentir en el patio de tu casa, jugando con tus amigos. Cierta vez nos pidió que llevásemos plastilinas de colores. Ese día la señorita Tita entró al aula, y nos dijo: —Hoy vamos a fabricar pájaros. Nos dio algunas indicaciones y, con las manitos sucias después del recreo largo, empezamos a moldear bolitas chiquitas y grandes que juntábamos, unas con otras, remedando algo parecido a un ave. Y entonces, cómo decirte, se hizo el milagro. Ella empezó a pasearse entre los bancos, diciendo, mientras acariciaba nuestras cabecitas: —Qué bien, María. —Te felicito, Rubén. —Muy lindo, Mario. Y después de esa caricia, en nuestras manos, esas estatuitas deformes de plastilina se trasformaron, lentamente, en aquello que habíamos imaginado. Y empezaron a volar. Aparecieron gorriones hermosos, golondrinas fantásticas, y loritos barranqueros, y benteveos, chingolitos, calandrias, 19
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cardenales, canarios, tordos. Algunos, que habían visto dibujos y fotos en algún manual, se le animaron a los flamencos y a las cigüeñas, y a un pelícano, a gaviotas, garzas, petreles. Y dos o tres que tenían una imaginación fabulosa, amasaron unos pájaros extrañísimos que recuerdo —la memoria, vos sabés, te juega malas pasadas— como parecidos a quetzales, guacamayos y aves del paraíso. Casi al mismo tiempo, las paredes del aula se desvanecieron y nos encontramos sentados en un prado, al pie de la sierra; bajo un cielo luminoso y cristalino; y con nuestros pájaros volando y piando, graznando, trinando, silbando; o como quieras que se llame al canto de cada especie. Y nosotros, embelesados, reíamos y gritábamos mientras saltábamos y corríamos de acá para allá, siguiendo sus vuelos con nuestras caritas llenas de vida, en medio de un festival de colores y plumas. Y la Miriam que gritaba porque el cóndor que había fabricado el Cholito le hacía vuelos rasantes; porque todos sabían que el Cholito gustaba de la Miriam. Y la gorda Alicia se quedaba quietita, con ojos de pánico, porque le tenía miedo a las palomas que le pedían esas semillitas de girasol, que ella llevaba siempre en un bolsillo. Y el José carreteaba intentando despegar mientras agitaba sus bracitos imitando el vuelo de un albatros que había inventado. Y la Estela daba manotazos para agarrar su picaflor. Y la Susi sacaba miguitas de pan de adentro de su cartuchera para tirárselas a un hornerito que la miraba desconfiado. Y el Juancho, cómo no, buscaba piedritas —que, por suerte, no encontró— para poder usar con su gomera; desesperado ante tanto pájaro suelto y él sin municiones.
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Yo miré a la señorita Tita: estaba radiante. Y te juro que vi al sol reflejado en una lágrima, que se me antoja de amor, sobre su mejilla. Claro que el alboroto que hicimos debe haber sido grande, porque una milésima antes de que se abriera la puerta del aula, los pájaros se detuvieron en el aire. Volvieron las paredes, y el pizarrón, y los bancos, y el piso; se esfumó el cielo y apareció el techo de siempre, viejo y descascarado, con su lamparita solitaria colgando como un triste solcito casi apagado. Recortada en el marco de la puerta, apareció la silueta de la directora. Adivinamos su gesto adusto de siempre; y se nos vino encima el consabido discurso: que la escuela es un templo del saber, que no se puede permitir tanto ruido, que ¡estos niños!, que el respeto por los demás, que para hablar están los recreos, y dale que te dale. Mientras nos retaba, miré al piso: había pedazos informes de plastilina desparramados, aplastados, como si hubiesen caído desde gran altura. La señorita Tita, ajena al discurso y a sabiendas de su semilla plantada, sonreía. ◀
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Teoría de la extinción de las especies Era la hora en que el sol está en lo más alto de su camino, cuando Jafet entró a la tienda. —Padre. —¿Si, Jafet? —Tenemos un problema. —¿Cual, mi primogénito? —Resulta que… —¡Viejo! —interrumpió Cam, que había entrado cinco pasos después que su hermano. —¿Qué querés? ¿No vés que estoy hablando con Jafet? —¿Quién carajo hizo estos planos? —dijo Cam, ignorando a su padre. —¡Más respeto, que me fueron entregados por Yahvéh Elohim! —Entonces, el boludo sos vos, viejo… —¡Blasfemo! —el padre se abalanzó, chancleta en mano, para surtir a su hijo. Entonces, interrumpió Jafet: —Espera, padre. Aunque impetuoso, Cam tiene razón. Creo que hay un problema. —¿Cuál? —¿Qué te dijo, precisamente, Yahvéh Elohim, respecto a las medidas? —A ver… Acá está. Dijo: «Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud, de cincuenta codos su anchura, y de treinta codos su altura.» —¿Y los codos tomados en qué sistema? ¿Babilonio o asirio? —¡Codos son codos acá y en Egipto! 22
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Cam terció diciendo: —Y me querés decir, viejo, ¿cómo metemos a todos los bichos ahí dentro? —Pero… —Así es, padre. No entran todos —acotó Jafet. —No puede ser… —Si, padre, ya lo comprobamos. —Pero… ¿Y qué hacemos? —Preguntale a Yahvéh Elohim. —¡No me contesta! ¡Me dijo que no lo llamara más y que me arreglase como pueda! —Y… vos ya lo molestaste bastante. Y por cada tontera. A quién se le ocurre preguntarle si poníamos cable… En ese momento, entró Naama a la tienda: —¿Qué pasa acá? —Madre… —comenzó a decir Jafet, pero Cam lo interrumpió. —Vieja: están mal las medidas. —¿Cómo? ¿Seguro? —Sí, madre —insistió Jafet—. Justamente, estábamos diciéndole a nuestro padre… Pero entonces, Naama estalló: —¿Ves que sos un tarado? Te dije, te dije: «¿Estás seguro?». «Sí» me contestaste. ¿Ves que no se te puede confiar nada? Le pido una onza de pan, y el señor va y me trae dos mignones. Le digo que me compre una pieza de tela de lino, y el quetejedi me trae algodón, que se le van los colores a la segunda lavada ¿Qué vas a hacer, ahora? —Y no sé. Yo… —No te preocupes, padre… —ensayó Jafet, intentando
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poner optimismo, pero Naama estaba fuera de si: —¡Y quiere construir tamaño artefacto, cuando lo más cerca que estuvo del agua fue la vez que quiso bañarse! Cam insistió: —No, si es lo que yo digo. A nado los vamos a tener que llevar a todos… —¿De qué están hablando? —dijo Sem, el menor de los hermanos mientras entraba a la tienda. Naama continuó, furiosa: —¡Tu padre! ¡El elegido! ¡El justo! ¡Dos años poniendo todos nuestros ahorros en este cascajo de madera! Ni salidas a visitar parientes, y mucho menos vacaciones en las montañas Urartu ¿Y para qué? ¡Para que el buen hombre le erre en las medidas! ¡Y le echa la culpa a Yahvéh Elohim! —¡Yo no le echo la culpa…! —se defendió el padre. Pero Naama siguió: —¿No pensaste en los vecinos? Estoy cansada de oírlos: «Ahí va el loco del barquito», «¿Así que va a llover mucho, don?», «¿Y por qué, mejor, no inventa el paraguas?». Y vos vas, y le dás de comer a esa manga de chismosos que se nos ríen en la cara. Ya los escucho: «¿No le queda algún camarote para alquilar?» «¿Y un gomón? ¿Por qué mejor no sube al hipopótamo a un gomón?» «¿No quiere llevar a mi suegra que es una arpía…» —¿Y cuál es el problema? —dijo Sem, tan pragmático como siempre. —¿Cómo? —dijo Naama. —¿Cómo? —dijo Cam. —¿Cómo? —dijo Jafet. —¿Cómo? —dijo el padre. —Desháganse de algunos bichos… Si bien a Naama no se le pasó por alto que el «desháganse» era una clara referencia al «háganlo ustedes, que yo miro», tan 24
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clásico en Sem, inmediatamente vio la ventaja de la propuesta. Y decidió defenderla, como una manera de salvar algo del inminente escarnio al que la someterían las chusmas del barrio. —¡Jamás! —dijo el padre. —Callate, viejo —dijo Cam. —Podría ser… —dijo Jafet. Esa misma noche, en la carpa y a la luz de una débil vela de sebo, mientras afuera Sem bailaba al compás de una música machacona que hacía con sus crótalos; la familia confeccionaba la lista, ante la temible mirada de Naama. —¿Triceratops? —preguntó el padre. —No. Dijimos que ningún bicho de más de doscientos cincuenta mil talentos de peso —dijo Jafet. —¿Y el elefante, entonces? —Ese zafa justito… —¿Sirenas? —preguntó nuevamente. —Claro —dijo Naama—, el señor quiere mirarle las tetas… —Es un bicho de agua —dijo Cam—, que se arreglen solas. —¿Unicornios? ¿Centauros? ¿Pegasos? —Ya pusimos caballos, y son parecidos. —¿Yetis? —Se van a morir de calor. —¿Ñandúes? —¿Y esos? —Más o menos como el avestruz. —¿Y cuál es cuál? —No sé… —Dejalos a los dos. —¿Dragones? 25
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—Nos van a quemar el barco. —¿Esfinges? —¿Para qué queremos leones con alas? —¿Mamuts? —No entran los cuernos. Y además ya lo tenemos al elefante. —¿Megaterio? —Ya está el otro perezoso que es más chico… Y así continuaron toda la noche. Un mes después, empezó a subir el agua y el arca se alejó. En cubierta, sin mirar atrás, Noé sonreía. Yahvéh Elohim se regocijó con él. Los animales que quedaron en el islote en que se transformaron las tierras de la familia, miraban sin entender. Algunos lloraban. ◀
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Relato de lo acontecido en Mantua, junto a un vado del río Mincio, en los primeros días de julio de 452. León el Grande, Pontifex Maximus, va al encuentro vestido con toda la gala y magnificencia de la que es capaz. A un paso, lo sigue el cónsul Avenius y, detrás de él, los prefectos Trigecio y Aluano. León sostiene, firme en su mano derecha, el cayado de pastor de la cristiandad, todo de oro con incrustaciones de las más extrañas gemas. Le dijeron que la pompa de Roma asusta a los bárbaros, que Atila es supersticioso, que tiene un enorme respeto por las personas que llevan nombres de animales y que, si bien no le importan los romanos, sí lo aterroriza la cólera de su dios crucificado. Pero el Papa sabe que el rey de los hunos no siente respeto por ningún nombre, y tampoco tiene el menor interés en el dios romano. A Atila solo le importa poner de rodillas a la ciudad arrogante. En cambio, a León le tiene sin cuidado lo que el bárbaro le pueda hacer a la Ciudad Eterna —para él, sus verdaderos enemigos están en Oriente, se llaman Nestorio y Eutiques, y se empeñan en discrepar con los dogmas y en tergiversar la doctrina de Pedro, que habla a través de la voz del Papa. Por esa razón le exigió al emperador Valentiniano que los elimine de la Creación en lugar de pedirle que estacione a las legiones en las afueras de Roma, para defenderla de las hordas del Norte—. Sabe, también, que Valentiniano es quien debiera estar allí en su lugar; en vez de haber huido a esconderse tras las murallas de Rávena para escapar del saqueo; y que, si él tiene éxito, será la primera vez que el poder espiritual de la Iglesia se imponga donde falló la autoridad temporal del Emperador de Occidente. Atila, Tanjou de todos los pueblos del Norte y del Este, Martillo del Mundo, está montado en su caballo. Lleva el torso 27
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desnudo y lleno de tatuajes color azul oscuro, el cabello largo y suelto, unos aros grandes, de oro, y unos brazaletes de plata que ciñen sus bíceps. Está erguido sobre su montura, con su espada —quitada a un general romano; y que, le gusta hacer creer, es la espada de Dios, y prometida para vencer en todas las batallas— desenvainada y cruzada sobre la grupa del animal. Siente curiosidad por conocer al representante en la Tierra del dios de los romanos. Su Mirada es adusta y terrible. Detrás de él, están los ocho elegidos y Chanat, su general. Avanza para exigir los territorios que hace unos años pertenecieron a Alarico; y reclamar a Honoria, hermana de Valentiniano, que le fuera prometida en matrimonio, que es otra manera de reclamar el Imperio. A su pueblo le cuesta moverse de un lugar a otro arrastrando tamaña cantidad de carros llenos de tesoros. A veces, se pregunta: «¿Para qué más?»; pero la sed de Gloria lo domina. A León le dijeron que ese, que puede hacer que Roma se extinga, es muy educado, habla gótico, varias lenguas de los pueblos del norte, griego y, por supuesto, latín. Entonces, habla con corrección académica: —¿Qué acelga, morocho? Atila contesta, también en latín, aunque con acento de Panonia: —¿Cómo andamio, cuervo? —¿Todo viento? ¿qué contursi? —Masomeno. ¿Y botella? —Bien, che. No pasa naranja. Decime: ¿Así que andás con ganas de zamparte Roma? —Ajá. —¿Y se podría saber el porqué? —Mayormente, porque la Honoria quiere que me case con ella. Hasta una carta me mandó. Me ruega que la salve, porque 28
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el hermano quiere casarla con un carcamán. Y un anillo de ella, también me mandó. Mirá —dice Atila, levantando el anular de la mano izquierda. —Ah —observa el Papa—. Pero si la Honoria no está en Roma. Se fue con el hermano a la Galia. —¡Naaa! —Se. —¡Notepuócreé! —Se. —¡Pero si me dijo que me esperaba allá! —dice Atila, señalando al sur. —Pero se fue con el hermano para allá —dice León, señalando al norte. —¡Entonces voy igual y me llevo todo lo que tenga valor! ¡Oro, plata, piedras preciosas! —Piedras, ladrillos, botellas, ánforas pinchadas, pilas de madera para leña… —¿Eh? —Que no queda nada de valor en Roma. Hace unos años un paisano tuyo, Alarico, se llevó todo. —¡Los tomaré a todos como esclavos! —¿Y se puede saber a quién le vas a vender tullidos, desnutridos y viejos desdentados? —Pero… —Cualquiera que tenga capacidad para trabajar, hace rato que se fue de la ciudad. Andan por la Galia, Lusitania, Alejandría o Constantinopla. En Roma no queda ninguno que sirva. —¡No jodas! —En serio. Está vacía. —¡Ja! ¡Al menos, llevaré a mis hombres para que disfruten de las mujeres! ¡Los lupanares de Roma son famosos desde el Mar del Oeste hasta los confines de Asia! —Eso era antes. 29
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—¿Cómo antes? —Se. Antes todo era una joda. Pero te hablo de antes, antes. De la época de mis tatarabuelos. Desde que llegó éste —dijo el Papa, levantando su cayado para que se viese la cruz— se puso jodida la cosa. Ahora todos son santos, y el ultimo quilombo cerró hace como cien años. —¡Nuuuuuu! ¡Pero entonces…! ¡Es un embole! —Satamente. —¡Naaa! ¡Si mandé mis espías y me dijeron que es una ciudad fantástica! —Fantasma. Una ciudad fantasma. —¡Mirá vó! —Se. —¡Pero me imaginaba otra cosa! —Vos sos un tipo culto ¿no? —Algo. —¿Oíste hablar del cielo y el infierno que tenemos nosotros los cristianos? —Clá. Y está el purgatorio, también —acota el huno, para demostrar su erudicción. —Casualmente, tamos conversando sobre eso, pero no viene al caso. Ahora, pensá en el infierno. ¿Quiénes van allá? Asesinos, violentos, malvados, tahúres, ladrones y —León hace una pausa para generar suspenso—… promiscuas, prostitutas, mujeres livianas, mujeres infieles, ninfómanas. Ahora, pensá en el cielo. ¿Quiénes van allá? Santas y vírgenes. Y decime: ¿dónde hay sexo, orgías, vino, hidromiel y partusas? ¿En el cielo o en el infierno? —Calculo que en el infierno. —Ahí tenés. —Ahí tenés ¿qué? —Roma es el cielo. —¿Ah? 30
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—¡La pelota que sos lerdo! Roma es la sede de ¿quién? Del sucesor de Pedro, que vengo a ser yo. O sea que yo soy ¿quién? El representante de Jesucristo en la Tierra. Y yo tengo las llaves de ¿qué? Del cielo, claro. Yo vivo en Roma, por lo tanto ¡Los que están ahí van a ir todos al cielo! ¿Entendés? —¡Ahora caigo! O sea, ¿nada de putas? —Nada. —¿Nada de orgías? —Nada. —¿Nada de sexo? —Nada. —¿Nada de bacanales? —Nada de nada. —¡Dejate de joder! —¿Te das cuenta de la cruz que me toca cargar? —¡Te compadezco! —Es, lo que se dice, un sacerdocio. —¿Y dónde queda el infierno? —pregunta Atila. —Por allá —dice el Papa, señalando el Noreste, de manera vaga. Atila hace una larga pausa, mirando sin pestañear a León, a quien un sudor frío le perla la frente. En ese momento exacto se juega el destino del Imperio de Occidente y la superioridad de la Iglesia sobre los poderes terrenos. Atila tira las riendas de su caballo, que gira sobre sus patas. Se dirige a sus hombres y les dice —Vamos. Roma se ha salvado. ◀
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Los siete trabajos de Hércules García La hija del vasco Arreche era todo para Hércules. Pero para el vasco, García era, a todas luces, inferior a su pequeña y no la merecía. Cuando por fin se dio la combinación exacta entre ganas y miedo del novio y condescendencia del vasco, el galán pudo pedir la mano de Teresa. Arreche lo escuchó callado y dijo: —Vea, García, va a tener que demostrarme que puede mantener a mi hija. Trabajará para mí durante un tiempo, y si me satisface su labor, después hablamos de casamiento. Hércules accedió esperanzado. Debió matar a los doce chanchos del tano Bonifacini, a puros besos de lengua; aflojarle las ruedas al sulky del polaco Pyrik, que lo corrió a escopetazos; poner tinta china al agua bendita de la Iglesia del padre Juan; silbar el tango «Mi noche triste» medio tono más alto, mientras el vasco le apretaba, levemente, los testículos con una morsa; domar a la suegra del chileno Segovia, que ya había enterrado siete maridos; cobrar cinco pesos de entrada en la mesa catorce, para poder votar en las elecciones del año noventa y tres; y, finalmente, fotografiar en bolas a la intocable rusa Vielisky. La rusa lo sorprendió; pero en lugar de denunciarlo, lo invitó a pasar. García jamás regresó a lo de Arreche. Teresa quedó para vestir santos; y el vasco con una hija solterona y amargada, y sin las fotos de la rusa, que tanto ansiaba. ◀
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Entrevista con el dragón —Y usté me lo dice a mí, señorita periodista —dijo el dragón, resignado—. Hace seiscientos treinta y dos años que cuido princesas, pero nunca me tocó una como ésta. Uno se preparó para trabajar acá. No le voy a decir que, de joven, fuese mi vocación. Me hubiera gustado asolar Northumbria o las costas de Carelia, como aún suelen hacer mis primos; pero uno viene de una familia de cierta cultura, señorita periodista. Hubo ancestros míos cuidando princesas chinas en la dinastía Han, por poner un caso. Mi padre mismo custodió, en Tolosa, a Tindigota, la hija de Alarico; y a la Santa Berta, hija de Cariberto de París. Yo he cuidado a Ana, la Hermana de Basilio el Matabúlgaros; a Emma, hija de Richard de Normandía; a Isabel, Hermana de Casimiro el Grande. ¡Hasta me contrató Hakam, califa de Córdoba, para cuidar a su hija Fátima! Estudié Teología en Cracovia con el Santo Cancio, Magisterio en Cambridge con Scotus, Medicina en Padua con Pietro d’Abano, Derecho en Bolonia con Guarnerio, Trivium y Quadrivium en París; y aquí me tiene, cuidando a esta mocosa maleducada, atrevida, obscena, zopenca y descarada. —No es fácil mi trabajo, señorita periodista —dijo el dragón, didáctico—. No se trata solo de custodiar la castidad de una doncella. Hay que educarla en la prudencia, el trabajo, la honradez y el silencio; mostrarle las bondades de una vida cristiana, los buenos modales y el buen trato. Se requiere transmitirle cultura, que reconozca sus privilegios y haga uso correcto de ellos, enseñarle a cuidar y educar a quienes serán sus hijos, administrar el hogar y mandar sobre los criados y sirvientes con responsabilidad y prudencia. Ilustrarlas en el arte de la escritura, la lectura, el dominio de idiomas, la ciencia y prepararlas para tañer de manera aceptable un rabel o una zanfonía. Se debe instruirlas en el manejo 33
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de la rueca, en la costura y el hilado, en las tareas del huerto y el cuidado del ganado. Luego, para ejercer su trabajo de custodio, uno debe dominar todas las escuelas de esgrima, el combate sin armas, saber enfrentarse a un caballero y conocer los puntos débiles de su armadura, superar la defensa de un broquel y la amenaza de una spada longa, conocer las técnicas de defensa de una plaza fuerte y, claro, ejercitarse constantemente en esto de echar fuego por las fauces. Además, un torreón como éste no se mantiene solo: es necesario conocer las técnicas de albañilería y plomería; reparar roturas de paredes y techos, combatir la humedad, mantenerlo calefaccionado y habitable; y todo eso sin contar con sirviente alguno. Con esta voluble, indecente, deslenguada y palurda: por otra parte, debí aprender a maquillarla, acicalarle el pelo y bajar al mercado a comprarle vestidos y zapatos hasta tres veces por semana. ¡Habráse visto! —¡Ah, señorita periodista! ¡Absolutamente caprichosa, consentida, grosera y malhablada! —dijo el dragón, enojado—Mire que con algunas he renegado bastante. Gailtergrima, hija de Gaimar de Salerno, era tosca y ordinaria; y necesité quince años para que se convirtiese en algo parecido a una dama, señorita periodista. Pero con ésta, ¡válgame Dios! No sé si es que uno ya está grande y ha pasado tres cuartos de su vida en climas inhóspitos, donde la soledad de esos parajes olvidados se hace insoportable; entonces, la paciencia mengua; pero esta insolente, jactanciosa, malcriada y desconsiderada; le juro, me saca escamas verdes. Antes, era normal que viniesen cuatro o cinco caballeros por año para liberar a la dama de turno. Los viajes eran largos, los caminos inexistentes y los salteadores gobernaban los páramos. Pero acá, estamos a un par de leguas de la ciudad, el Camino Real 34
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se ve desde esa ventana y no se recuerda la última vez que nevó en esta sierra. Sin embargo, señorita periodista, hace como dos años que nadie viene a esta Torre. ¡No hay quién se preocupe por venir a salvar a esta desvergonzada, descortés, arrogante y desatenta! Y estoy seguro de que, si no fuese por los escándalos de la corte, usté tampoco se hubiese apersonado por acá. —Entre nos, señorita periodista —dijo el dragón, confidente—, no se podía esperar otra cosa. Esta veleidosa, descocada, impúdica, desobediente e impertinente; es digna hija de su madre. No se entiende, señorita periodista, cómo un joven tan educado como el ahora rey puede haberse enamorado de una suripanta que fue corista en los burdeles de Brüssel. Se dice que su padre, el viejo rey, pagó una deuda de juego llevándola a Palacio y entregándole a su hijo en matrimonio. Se cuenta, también, que esta insumisa, rebelde, díscola y petulante no es hija del Rey, si no del dueño de una Casa de Juegos de Katowice. Y a uno no es que le importe, pero esta presumida, desaprensiva, caradura y sinvergüenza no se parece en nada a Su Alteza. Usté debe saber más sobre eso, señorita periodista. Yo digo lo que leí en las revistas. Porque yo no tengo contacto con nadie de la Corte. Acá llega un carruaje con escolta de soldados, bajan a la doncella, me la entregan junto con una carta de puño y letra del Señor, con su sello, donde se hace constar que la ponen a mi custodia hasta la aparición de un Caballero que la rescate. Puedo mostrarle, en mi archivo privado, todas las misivas que guardo de quienes me han confiado a sus hijas o hermanas. En ellas —es norma ancestral— se detalla qué características debe satisfacer aquel que quiera liberar a la prisionera: qué debo ver en ellos, cómo debo enfrentarlos o en qué punto debo dejarme ganar en el combate. Algunas de estas cartas acotan consideraciones más específicas: nacionalidad, religión o apariencia del pretendiente. Incluso, Rodrigo Díaz el Campeador escribió, y cito de memoria: 35
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«Confíese mi hija María sólo al Caballero Ramón Berenger, Conde de Barcelona». En cambio, mire usté esta carta del Rey. ¿Ve?: «Entregue mi hija al primero que aparezca». No se acota que deba ser un caballero, ni noble, ni nada. Ni siquiera debo luchar en su nombre. La última vez que vino alguien a preguntar por ella fue un cartero, que le trajo un Sirope de Rosas comprado, por correo, en la ciudad de Gabrovo. Intenté que se llevara a la princesa, pero él se negó; y llegó a batirse en encarnizado combate conmigo. Era muy valiente. Una pena haberlo matado. —Esta desfachatada, procaz, indecorosa y chabacana; señorita periodista —dijo el dragón, enumerativo—, ignora las más elementales normas de etiqueta. Le voy a contar una infidencia: Ha sido la única de las más de doscientas que he custodiado que me ha sacado de las casillas. Cierta vez estuvimos estudiando, durante dos meses, Protocolo y Comportamiento en la Mesa; y repasando las cien reglas del Menanger de París: mantener la boca cerrada mientras se mastica, tomar la ración más pequeña de la fuente; mantener el meñique limpio y seco si se va a usar para condimentar la comida, no limpiarse las manos en el mantel, no usar los cubiertos para higiene personal, limpiarse la boca antes de beber, y así las demás. Por fin, cierto día le tomé el examen de rigor. Me vi sorprendido por unos resultados razonables; hasta que, mientras estaba sentada a la mesa repasando la Regla Sesenta y Dos, inclinó su cuerpo hacia la derecha, levantó su pierna izquierda y dejó escapar una sonorísima flatulencia que movió hasta los pesados cortinados del Gran Salón. No pude contenerme. Me paré sobre mis dos patas traseras, abrí mis alas hasta que estuvieron extendidas de pared a pared, saqué pecho y sentí el fuego subiendo desde mis entrañas. El cabello tardó más de diez meses en crecerle. ◀
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Vengo hasta ustedes desde un Dios muy lejano El rey sajón que ofrece al rey noruego Los siete pies de tierra y que ejecuta, Antes que el sol decline, la promesa El Pasado, Jorge Luis Borges El oro de los tigres, 1972 Inconmensurables señores: me presento ante esta asamblea para reclamar justicia y llamar a vuestra indulgencia, exponiéndoles mi caso. Vengo solo, sin mediadores ni protectores, porque entiendo que sabrán ser ecuánimes y creo, de manera segura, estar asistido por la verdad. Soy Raúl Ordóñez. Mis antepasados nacieron en la Hispania. Uno de ellos, el iniciador de la estirpe, se llamó Ordoño, y todos sus descendientes —mi padre, el padre de mi padre y así hasta llegar hasta él— nos llamamos sus hijos; pero por mis venas corre sangre de otra raza, además de la ibérica: también vengo de los mapuches que habitaron el sur de la América, aún antes de que los barcos españoles llegaran con empeño de conquista. Por eso mi piel es cobriza; mi cabello renegrido y grueso; mi rostro es redondo, con pómulos altos y mentón fuerte y tengo ojos pequeños y negros. Nací en Caleufú, departamento de Rancúl, a un costado de la Ruta 4 en la provincia de La Pampa, en una época que se me antoja perteneciente al futuro; si bien no sé en qué tiempo estoy viviendo y, ni siquiera, si el concepto «tiempo» es válido aquí. Durante toda mi niñez cultivé la tierra de mis señores; y tuve una pobre educación, apenas la necesaria para aprender a leer y escribir, y para ser un hombre temeroso de mi Dios nazareno. Sin embargo, en algún momento de mi juventud fui 37
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reclutado junto a otros veinte, por un grupo de científicos que trabajaban en un proyecto muy importante, en apariencia, y secreto. Durante varios años fuimos entrenados en diversas artes, para servir como recolectores de datos y comisionados en distintos destinos. Nos llamaron los Enviados, y nos convencieron de que éramos soldados de la Tecnología, héroes, y que seríamos honrados por las generaciones futuras como Aquellos que Abrieron el Camino. Nunca lo mencionaron, pero estaba claro que no esperaban que volviésemos. Acepté mi destino, quizá, por las palabras que usaron, o por el ambiente de entusiasmo militar que precedió a una epopeya que se adivinaba trascendente; o porque me sabía cobarde y quise convencerme, así, de que no lo era. Por artes de encantamiento me tocó en suerte ser enviado al Puente de Stamford, en la mañana del veinticinco de septiembre del año mil sesenta y seis, a la batalla en que Harald Harald Sigurdsson, conocido como Hadrada y último rey vikingo de Noruega, obtuvo del rey sajón sus siete pies de tierra inglesa. Estuve allí, a su lado, cuando en plena furia guerrera y con su estandarte Landeythan ondeando junto a él, recibió la flecha que le atravesó la garganta y acabó con su vida. Cuando los sajones del rey Godwinson contraatacaron, uno de ellos se precipitó sobre mí con rabia violenta. Por puro y simple acto reflejo, busqué alrededor algo para protegerme y mi mano encontró una espada abandonada con la que intenté cubrirme. La fortuna quiso que mi atacante, en su carrera impetuosa y vehemente, resbalase en las vísceras de un muerto y cayese sobre la espada que yo sostenía, muriendo a mi lado mientras pronunciaba una maldición que no entendí. El sudor o, tal vez, la sangre me nubló la vista. Un instante después, una lanza entró en mi pecho, matándome y sin que aún hubiese soltado la espada. Fue así que, sin quererlo, honré la tradición vikinga como un einherjar, un muerto heróico, y fui llevado al Valhalla por las Valquirias. 38
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Allí, día tras días y en las llanuras de Asgard, nos enfrentamos en sangrientos combates, que todos parecen disfrutar, en espera de la última batalla al final de los tiempos. Por las noches somos curados de nuestras heridas para repetir la lucha al día siguiente. En el caldero mágico siempre está listo el estofado de jabalí y se celebran extraordinarios banquetes acompañados con embriagante hidromiel. Sin embargo, no estoy cómodo allí. No soporto los repugnantes modales de los guerreros, sus habituales demostraciones escatológicas y las palabrotas. Suelen caerse desvanecidos por las borracheras y tratan a las valquirias como a vulgares prostitutas, toqueteándolas y sometiéndolas a sus más bajos deseos, a la vista de todos y festejados por todos. Pero lo que realmente me aterroriza es estar obligado a participar en las diarias batallas. Ya lo dije: soy total, absoluta y convencidamente cobarde. Siento un pánico atroz cada vez que veo avanzar a un temible y enorme guerrero, con su rostro desencajado, y drogado por los alcaloides de la muscaria o el cornezuelo. Lo normal es que yo caiga, con terribles heridas, en la primera embestida. Y esto, según parece, durará por la eternidad. Para todos aquí, esto en el paraíso; pero no para mí. Les he planteado mi caso y por eso recurro a ustedes con humildad. Poderoso Odín, jefe de todos los dioses y señor de la sabiduría; temible Thor, dueño del trueno; sereno Freyr, amo de la naturaleza; Tyr, señor de la guerra; Heimdall, dios de la luz; Baldr, el más bello y amado de los dioses; Frigg, esposa de Odín; Sif, la de los largos cabellos rubios: No soy digno del honor dispensado a los más grandes guerreros vikingos. Acepto mi muerte, pero les pido, les ruego a todos ustedes, por favor, relévenme de este privilegio, permítanme abandonar el Valhalla y marchar a mi cielo cristiano. ◀ 39
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Dirán, con temor, nuestro nombre en los fogones Drop me miró, y supe lo que pensaba. Desde niños nos entendimos con la mirada. La bella Targ estaba bañándose en el arroyo que está a dos tiros de piedra de los Árboles donde pernocta el clan. Estaba hermosa con sus brazos peludos y sus pechos caídos. La ataqué con una piedra. La llevamos hasta el Gran Árbol Viejo. Mientras esperamos que despertase, se desató una tormenta. Como es tabú tocar mujer dormida, nos refugiamos bajo La Piedra. Un rayo tremendo impactó directamente en la cabeza de Targ. Fue hermoso y nos gustó. Tanto, que después atacamos a Zrup, hijo de Fluj. Lo empujé y, una vez en el suelo, Drop puso las manos en su cuello. Zrup dijo: —¿Uhgg pllu kkhhugg? —¿Que dijo, Grog? —me preguntó Drop, que no entiende el lenguaje del clan de La Caverna. —¿Qué hacen, muchachos? —traduje. —¡Ghh kkugghh sshgguhh! —dijo Zrup. —¿Y ahora qué dice? —me interrogó Drop. —Nada. Ahora se está ahogando porque le apretás el cuello —contesté. Entonces, Zrup se marchó junto al Gran Espíritu. Luego matamos a Ull, la de cabellos amarillos; al viejo Grp, a la bruja Jjgh y a Zop, domador del Gran Tigre; a Yog, a Xtog, a la gorda Hgg, al pelado Dyp, a Xorg, a Kxarg y al rengo Dpog. Todo eso en un sol y una luna; y por pura diversión. Seremos recordados: los primeros asesinos seriales de esta incipiente humanidad. ◀
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Escuchado en las playas cercanas a la desembocadura del Escamandro, o cómo se decidió de qué manera engañar a los troyanos Pelegón, podador de ligustrinas, hijo de Arctino, se arrastró con sigilo sobre la arena. Había sido enviado por Héctor, príncipe de Ilión, hijo de Príamo, para espiar a los aqueos y averiguar qué truco intentarían para superar a las defensas troyanas. Alcanzó la cima de un pequeño médano, desde el que tenía una buena vista del fogón en el que estaban reunidos varios de sus enemigos. A cobijo de la noche y fuera de la campana de luz que emitía el fuego, esto fue lo que oyó: —¡Lo tengo! —dijo el fócida Esténelo, cazador de zorrinos, hijo de Epeo; cuyas preferencias por las fiestas orgiásticas eran bien conocidas—, hagamos una gran torta, nos metemos dentro, y salimos de golpe, todos en sunga, tal como hicimos en el aniversario del natalicio del etoliano Eurímaco, tomador de ginebra, hijo de Yálmeno; que cuando fue a soplar las velas, le salieron veintidós vírgenes de Afrodita. Recuerdo que… —Está bien, está bien —terció Odiseo, rey de Ítaca, hijo de Laertes—, la idea es buena, pero en una torta no entramos todos. —Sos un animal —acotó el beocio Peneleo, domador de avestruces, hijo de Toante. —Sos un caballo —dijo el cretense Meríones, corredor de conejas, hijo de Filóctetes. —¡Eso! ¡Hagamos un caballo! —opinó Euríalo, cantor de cumbias, hijo de Trasímedes; entusiasmado, mientras volcaba su copa de vino sobre la cara del ecaliano Macaón, pescador de mojarras, hijo de Anticlo; que dormía su borrachera. —¿Y por qué no una torre? ¡O un alfil! —se entusiasmó el lacedemonio Meges, tomador de viagra, hijo de Menesteo. —¡Porque el ajedrez no se inventó todavía! contestó el 41
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orcómeno Tersandro, barredor de veredas, hijo de Macaón —, ¡otro animal! —Otro caballo —habló nuevamente Meríones —, ¿lo ven? Un caballo. Tenemos que hacer un caballo. —¿No sería más fácil hacer una flor? —acotó el elidiano Eurípilo, comedor de galletitas, hijo de Padre Desconocido—. Nos envolvemos en grandes pétalos rosados; y, cual flor de cestrum nocturnum, la abrimos al caer la noche, y entonces… —Callate, puto —ordenó el melibeo Equión, soplador de nucas, hijo de Polípetes. —¿Y de qué tamaño sería el caballo que proponés? — interrogó el rodaciano Anfidamante, inflador de globos, hijo de Toante; dirigiéndose a Meríones. —Y, no sé —dijo éste—. Debería ser para unos cuarenta guerreros. —Capacidad: cuarenta guerreros sentados — acotó el simeano Idomeneo, fumador de cannabis, hijo de Eumelo. —¿Cómo? —preguntó Euríalo. —¿De qué habla? —interrogó Meríones. —No le hagan caso. Alucina. Dice que el oráculo le muestra cosas —contestó el pilota Demofonte, saltador de tapiales con gallinas ajenas, hijo de Ciarripo—. Déjenlo. —Va a parecer una carroza de carnaval —intercedió Meges. —¿Una qué de qué? —preguntó el filacteano Ifidamante, escupidor de guanacos, hijo de Podalirio. —Desde que se junta con Idomeneo, también dice que ve cosas extrañas —explicó Demofonte —. Sigamos. —Si tiene hijitos adentro —interrumpió Eurípilo —, no sería un caballo, sería una yegua. —¡Hablás de nuevo y te mando a limpiar a lengüetazos la estatua de Apolo! ¡Puto! —amenazó, ahora, Equión —¿Apolo es puto? —dijo, asombrado, Macaón, 42
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despertándose del sueño de su borrachera y saboreando una gota de vino que resbalaba hacia su boca— ¿Y quién apagó la luz? —Nadie, salame —dijo el filaceo Cianipo, juntador de cartones, hijo de Neoptólemo; mientras le pegaba un coscorrón en la cabeza a Macaón—, te dormiste a media tarde, con el sol en plena jeta. —Soñé que estaba dentro de un caballo —comentó el borracho. —¡Santísimo Baco! —dijo Odiseo— ¡Es un mensaje de los dioses! —No jodas, Odi —interrumpió el éspora Agapenor, limpiador de parabrisas en los semáforos, hijo de Teucro; que era consejero de Odiseo, y por tanto con derecho a tratarlo haciendo uso de ciertas libertades —, éste tiene un pedo bárbaro… —¡No, no! —contestó Odiseo—, ¡los dioses se manifiestan de maneras extrañas! ¡Será un caballo! —Puede ser una torta con forma de caballo —volvió al ataque Esténelo—. Y adentro nos metemos nosotros y cuarenta vírgenes de Artemisa… —¡Terminala! —dijo Peneleo. —Por ahí, con veinte alcanza… —¡Basta! —dijeron todos al unísono. —A mí me parece que una flor no estaría mal…— empezó nuevamente Eurípilo En ese momento, el espía Pelegón sintió la punta de una lanza en su espalda. Los métodos de tortura aqueos solían tener desenlaces extraños. Cuando finalmente la treta del caballo dio el resultado esperado, Pelegón fue uno de los primeros en bajar por la escalerilla de sogas. París lo mató dentro de los aposentos reales mientras intentaba llevar a la cama a la bella Helena. ◀
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Etemenanki —¡Acá, che! —gritó el Tuki. —¿Dónde estás, chamigo? —dijo el paraguayo. La voz parecía venir desde abajo—. ¿En qué piso? —¿Cómo puedo saber qué piso es? Uno o dos más arriba, detrás de unas bolsas de cemento. El edificio en construcción era altísimo; y más de una vez habían desayunado, bien temprano en la mañana, antes de empezar el trabajo, en medio de la bruma de las nubes que mantenían en sombras las casas de la ciudad, mucho más abajo. Todos los días el Tuki traía un termo con café, que no se vaciaba nunca. El paraguayo tenía listo, en todo momento, su mate; bien caliente en invierno y tereré en los tórridos veranos del desierto. —Mba'éichapa che ra'a. Va a ser un lindo día el de hoy. —Sí —contestó el Tuki —, siempre y cuando no venga el alemán. —Andá a saber dónde anda. Debe estar con los italianos viendo cómo arman las vigas. —O con los japoneses que están instalando los ascensores. —Mirá si va a subir tantas escaleras como nosotros ¿no, chamigo? —¡Ja!, por ahí las sube. Siempre anda apurado el señor capataz —ironizó el Tuki. —¡Aufgepasst, sudacas de porrrquerrría! —imitó el paraguayo. —¡Callate, boludo! Por ahí anda cerca. En ese momento escucharon el sonido, apenas audible, 44
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que venía desde arriba, muy arriba. Ambos lo reconocieron de inmediato. Era un alarido, un «¡Aaaaaaa!» continuo, muy agudo, que crecía en intensidad. Ambos se acercaron al borde, sin pared, de la construcción y levantaron la vista, buscando. —Viene de lejos, chamigo. —Ajá. El grito, a un volumen cada vez más alto, se aproximaba. —Ahí tá —dijo el paraguayo. —¿Dónde? —preguntó el Tuki. Apenas terminó la pregunta, lo vió. El hombre pasó a un par de metros, como una exhalación, moviendo sus brazos de manera desenfrenada, los ojos desorbitados, la cara roja, la tela de su thawb agitada por el viento; y continuó la caída. El sonido se alejaba, ahora en un tono más grave. Ambos lo siguieron con la vista, hasta que se perdió en las nubes bajas. —Doppler —acotó el Tuki. —¿Quién, chamigo? —preguntó el paraguayo. —Efecto doppler. El sonido es más agudo cuando se acerca, y más grave cuando se aleja. —Mirá usté. Se aprende con vos, chamigo. —Hoy empezamos temprano con las caídas —dijo el Tuki. —Árabe, parecía —dijo el paraguayo. —O hindú. —El último de ayer parecía africano, apenas con un taparrabos. —Yo conté veinte, ayer. —Treinta y uno, yo. —Te apuesto que el próximo es un chino. —¿Cuándo nos caeremos nosotros? 45
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—¡La boca se te haga a un lao! —Mirá chamigo, acá vos ves mil, diez mil personas trabajando. Y yo no entiendo lo que habla ni la mitá. Te saludan en inglés o en ucraniano; te gritan en francés, en ruso o en cantonés; te piden algo en portugués, en farsí, en bengalí, en coreano, en sueco o en polaco. Pero al alarido sí que lo entendemos todos. —Dale, paragua, vamos a trabajar antes de que nos agarre el alemán y nos descuente la hora. —Tenés razón, chamigo. Empezaba, así, un día más, una jornada de trabajo corriente en la inmensa, altísima, infinita Torre de Babel. ◀
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El nombrador Ocurrió en el principio. Quiso Yahvé que Adán entendiese la necesidad de contar con una compañera, haciéndole ver que cada animal tenía una. Para ello lo mandó a nombrar a los animales; y que así los conociera león y leona, lobo y loba, oso y osa. Dice el Génesis: «Adán puso nombre a todo ganado, y a las aves del cielo, y a todo animal del campo». Pero Adán vio muy pronto que no era suficiente nombrarlos «caballo», «buey», «elefante», «paloma». Entendió que era necesario encontrar un sistema jerárquico para clasificarlos en especies, géneros, subórdenes, órdenes, familias, sub clases, clases, subtipos, tipos y reinos; decidir entre monofiletismo y parafiletismo. Se hizo imprescindible diferenciar entre procariotas y eucariotas, autótrofos o heterótrofos; reconocer equinodermos, vertebrados, urocordados y cefalocordados; deuteróstomos y protóstomos; platelmintos, nemátodos, anélidos, artrópodos y moluscos; celomados, pseudocelomados y acelomados; ectodermo, endodermo y mesodermo, diblásticos y triblásticos, cefalización, metámeros y proglótides, poliquetos, oligoquetos e hirudineos, agnatostomados y gnatostomados. Fue necesario estudiar la simetría bilateral, esférica, pentámera y radiada, o la ausencia total de ella; la segmentación, la gastrulación y la organogénesis; el grado de semejanza bioquímica, y las comparaciones morfológicas o estructurales. Aparecieron, además, problemas para ubicar a algunos organismos; tales como la elysia chlorotica, o las hormigas formicinae y myrmicinae; o la filogenia de la attini. Y, además, ¿dónde ubicar a los virus? Por otra parte, estaba 47
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claro que el mensaje de Yahvé tenía que ver con que Adán y su compañera poblasen la Tierra; pero, ¿cómo se entiende, entonces, la reproducción asexuada de las bacterias, sin que exista meiosis, formación de gametos o fecundación? ¿Qué de la plasmatomía y el enquistamiento? ¿Y la gemación, la esporulación, la fragmentación, la conjugación, la automixis o la regeneración? ¿Y dónde ubicar al anthia o al pez halcón, por ejemplo, capaces de cambiar de sexo?... Yahvé movió negativamente su cabeza y le dijo a Adán: —Dejá, nomás, deja. Tomá, acá te hice a Eva. Yo me encargo de esto de nombrar a los animales. Ustedes dos vayan a jugar al Paraíso; y no me jodan, al menos, por dos eones. ◀
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Noticias de la Sagrada Ciudad de Elelín Uno A la sombra de un árbol al que los nativos llaman úten, tan parecido al algarrobo que crece en los valles cercanos al mar Mediterráneo; está tendido el cordobés Francisco de César, capitán del reino de España por voluntad de Carlos Habsburgo. Intenta reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña, mezcla de selva y desierto, imaginada por el diablo; y que tantos y tan buenos soldados se ha llevado. Apenas hace algo más de un año llegaron a esta parte de la tierra que Martinus Hylacomilus ha llamado América, con la expedición de Sebastiano Caboto; y construyeron, bajo su mando, el fuerte de Sancti Spiritu; en el lugar donde el río que el capitán general ha llamado Caracará desemboca en aquel otro que los nativos llaman Paraná. Cinco meses atrás, Francisco partió en expedición; y ahora está de regreso con menos de la mitad de los hombres que lo acompañaron, y lo reciben los dos torreones y las casas en ruinas, los almacenes saqueados y quemados, la empalizada caída y los bergantines desfondados y hundidos a medias, a poca distancia de las barrancas que zozobran en el río barroso. De los habitantes de la novísima colonia española han quedado sólo unas pobres osamentas, apenas cubiertas con restos podridos de ropa. Imposible saber de quiénes se trata. No hay noticias de los indios yañás que tanto ayudaron al nuevo poblado hasta hace unos meses. En la ensoñación que deja el calor y la enfermedad, el capitán recuerda. 49
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Dos Son machaconas las noticias que han llegado a los españoles acerca de una fabulosa ciudad; toda de oro, plata y piedras preciosas; que está hacia el poniente. Desde las historias del grumete Francisco Fernández, que vivió con los charrúas después que éstos matasen al almirante Juan Díaz, hace unos diez años; hasta los muy variados relatos de las muchas naciones indias — yaros, corondas, bartenes, mbeguás, timbúes— con las que se ha tenido contacto. Todos hablan de un rey blanco, de una sierra de plata, de mujeres cautivas, de las grandes riquezas que poseen los habitantes de ese país legendario, y de la excelencia de las tierras regidas por esta ciudad, capaces de cinco cosechas por año y de alimentar rebaños de ganado que se pierden en el horizonte. Ni Caboto ni César son tontos. Saben de ciudades legendarias y de nativos mentirosos; pero también saben del Cusco de Pizarro o el Tenochtitlán de Cortéz; y se desvelan con conquistar su propio imperio en las Américas. El capitán general le encomienda encontrar la ciudad mítica para gloria de Nuestro Señor Jesucristo y del rey Don Carlos Primero de España. Francisco de César reúne catorce hombres debidamente pertrechados y montados, dos guías indios para que oficien de lenguaraces, cinco arcabuces, dos pasavolantes y una lombarda; medio quintal de pólvora, diez cahíces de trigo, un quintal de bizcochos y una buena provisión de vino y tasajo. Suben por el Caracará, en jornadas agobiantes, hasta donde éste nace; en la unión de los ríos Chocancharaua y Ctalamochita; y guiados por los habitantes de esos parajes, continúan bordeando este último. Algunos nativos les dicen que la ciudad está al norte, otros le señalan el sur. Malogran días y provisiones en enredos inconducentes, pero siempre vuelven al cauce que los salva de perderse de manera definitiva. 50
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El río los lleva hasta las montañas, después de haber recorrido más de doscientas leguas en idas y vueltas por ese laberinto sin paredes, casi tanto como ir desde la bella Lisboa hasta Barcelona. Atraviesan bañados y llanuras calcinadas, soportan lluvias bíblicas, soles a pique y vientos de arena pura que desafilan espadas; hasta que al cruzar una cañada estrecha se ven rodeados por infieles con aspecto feroz, que los desafían al grito de «¡Kom-chingôn!», que el lenguaraz traduce como «¡muerte a los invasores!». Francisco sabe que puede acabar con ellos en un instante, pero que eso no serviría de nada a su empresa. Decide, pues, capitular. Desmonta de su caballo, arroja sus armas y con las manos en alto se arrodilla delante de ellos. Da resultado. Después, los indios le dirán que se llaman henîa, que viven en cavernas; y le hablarán del cerro Cha-ampa-ki, el más alto, aquel que tiene agua-en-la-cabeza, y desde cuya cumbre puede verse, hacia donde se pone el sol, la ciudad buscada, en la que gobierna el rey blanco Lin-Lin. En la mañana, los españoles empiezan la caminata hacia la montaña que está, casi azul, a lo lejos. Les lleva diez días llegar a su pie y tres más ascenderla, atravesando un espeso manto de nubes que muy pronto queda debajo de ellos. Encuentran, arriba, la laguna anunciada, pero las nubes no dejan ver el inmenso valle del otro lado, al pie del cerro. Deben hacer noche en la cima. El día siguiente, Viernes Santo, sin una nube en el cielo, el sol sale a sus espaldas. A esa primera hora, el valle anhelado está todavía a oscuras en la sombra de la sierra; y los españoles esperan con ansias que se ilumine de a poco. Luego, los primeros rayos que sortean la montaña alumbran la maravilla. Tres A lo lejos, brillan las cúpulas de las torres y los techos de las casas, todos de oro y plata. Divisan edificios suntuosos de piedra labrada 51
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y templos magníficos. Ven calles brillantes, un inmenso rodeo de ganado que incluye altas ovejas del Perú; y sembradíos que parecen de cebada, centeno y trigo; que se pierden más allá del horizonte, hasta donde no podría llegar un hombre a caballo en varias jornadas. Contemplan las altas murallas y los profundos fosos, los revellines amurallados, las avanzadas fortificadas que protegen el único camino de acceso y el puente levadizo que precede a la entrada, por la que bien pudiera pasar una carabela con todo su velamen desplegado. Nada que hubieran visto antes iguala la opulencia y majestuosidad que se les presenta, que empequeñece cualquier prodigio inca, cualquier maravilla azteca. Antes de bajar el cerro y emprender el camino a la ciudad, se saben ricos y llenos de gloria, honra y nombradía. Les lleva otros cinco días acercarse a las murallas. En el camino, se encuentran con habitantes de la comarca, y pasan entre ellos como si no fuesen vistos. Todos son altos, blancos, de ojos claros; y barbados los hombres. Nadie puede distinguir su idioma, ni aún los indios que acompañan a los españoles. Ven ollas, cuchillos y hasta rejas de arado de oro. De oro son, también, los asientos en los que las bellísimas mujeres tejen espléndidas ropas de lana, más fina que la mismísima seda de Sipán. Todos visten faldellines y camisetas, y cubren sus hombros con una manta. Están engalanados con plumas de hermosos colores y colgantes y pulseras de metales preciosos con insertos de turmalinas, zafiros, rubíes, lapislázuli, ágatas y turquesas. Cada uno de ellos parece un rey. Los españoles no ven armas de mayor tamaño que un puñal y saborean, entonces, la riqueza fácil. Más por curiosidad que por codicia, levantan del suelo dos o tres piedras de oro, del tamaño de una nuez y alguna verde como esmeralda. Deciden acampar esa noche y atravesar la inmensa puerta, con gran pompa, en las primeras horas del otro día. Satisfechos y sabiéndose seguros, se quedan dormidos. El profundo sueño no 52
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respeta ni los turnos de vela. Cuatro El capitán Francisco de César recuerda perfectamente todos y cada uno de los detalles del sueño. Recuerda la visión de la última llama del fuego que los calentó esa noche antes de cerrar los ojos. Recuerda, con sorpresa, la suavidad del recado que le sirvió de almohada, y el hombre que le habló, y cuyas palabras entendió, aunque no las conociera. Era muy, muy viejo y casi transparente. Le dijo: «Te fue dado, Francisco, conocer la maravilla; pero no te es permitido pisar sus calles. La ciudad será siempre invisible para los que no la habitan y puede que los hombres la atraviesen sin darse cuenta. En ella no hay enfermedad ni dolor; no existen pesares ni tristezas. Hoy la ciudad será una, mañana otra, y serán dos, y serán tres; pero tu gente, los que te seguirán y los que vendrán después de tu gente no podrán, siquiera, imaginarla. La ciudad irá al sur, al norte, a los confines donde mora el sol o se quedará en este valle; siempre protegiendo a los suyos de la malicia, el terror, la codicia y la muerte. No volverás a soñarla». Cinco Alto el sol, y como saliendo de una resaca, los españoles abren los ojos; y ya no hay nada. Ni torres, ni edificios, ni templos, ni foso, ni muralla, ni ganado, ni campos labrados. No hay gentes, ni oro, ni plata. Desconcertados, caminan diez y veinte veces por donde debieran estar las calles con adoquines dorados y donde ayer estaban trabajando las hermosas mujeres de ojos claros. Solo encuentran pequeños montes aislados de talas, molles y espinillos. No pueden creerlo y demoran el retorno esperando que la ciudad 53
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vuelva. Saben a ciencia cierta que estuvo allí, porque lo atestiguan los guijarros de oro y las esmeraldas que levantaran del riquísimo suelo, que ahora les ofrece sólo piedras de granito y caliza. Ya no hay riqueza ni gloria para ninguno de ellos. Desalentados, tres días más tarde emprenden el regreso a Sancti Spiritu. Seis El capitán Francisco de César está tendido bajo un úten, intentando reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña. Apenas pueda, él y los seis hombres que volvieron, irán camino al Perú y contarán la historia de la fantástica ciudad. Vendrán miles a buscarla, desde el Cusco al estrecho que Magallanes atravesó hace pocos años, y desde el mar Atlántico hasta la Capitanía de Chile, pero la ciudad ya no estará; y los buscadores volverán a sus tierras; derrotados, los de mayor ventura; los de menor, quedarán para siempre en los valles y ríos innombrados. El capitán, aunque no sepa cómo lo sabe, morirá en esta tierra a la orilla izquierda del río Cauca, cerca de la mar Caribe. No le importa. Es más, lo anhela; porque él sí la vio y tiene el secreto deseo de morir, y que le permitan, por fin, entrar a la muy querida ciudad de Elelín. ◀
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Acacio, bibliotecario, inventor de la nada (El décimo signo) El silencio domina la tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del Éufrates, en un día del año que siglos más tarde será conocido como setecientos cuarenta después del natalicio de Jesús el Cristo. Acacio es un hombre inteligente y ávido lector de los antiguos textos griegos y árabes que enriquecen la biblioteca a su cargo, lo que le ha conferido un merecido prestigio de hombre sabio y santo. Pasó los últimos meses abstraído en una idea apasionante, sugerida por los libros, que lo sobresalta y emociona. Hace semanas que duerme poco y nada, descuida las oraciones, apenas come y se muestra distraído y ausente. No fue hasta esta mañana que compartió su razonamiento con los otros diez monjes, mientras comían unos mendrugos de pan ácimo, y agitó la atmósfera tranquila y centenaria de los claustros ganados a la roca. La respuesta, tal como lo esperaba, ha sido de duda, en el mejor de los casos, y de escándalo en la mayoría. Sólo el abad se mantuvo callado y meditando las palabras del bibliotecario. Ahora, en el tiempo quieto que sigue al mediodía, Acacio decide que una buena manera de ordenar sus pensamientos es ponerlos por escrito. Está en su kalbbia y, por el ventanuco abierto en la piedra, mira sin ver el horizonte árido, más allá del río. En un gesto mecánico, limpia con su mano el palimpsesto sobre el que va a trabajar. Hunde el kálamos en el recipiente con tinta —hecha por el hermano especiero con leño de espino, nuez de agalla, piedra negra, miel, vino y vitriolo azul—, escurre el sobrante y lo dirige 55
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a la superficie. Detiene su mano en el aire durante un segundo, vacilando, y finalmente escribe: «¿Porqué, mi Señor y Dios, me es dado hacerme esta pregunta? ¿Es el Gran Enemigo quien me incita a pecar, haciéndome dudar de Tu Sabiduría? ¿Me he dejado ganar por la soberbia? Si has querido que algunos conocimientos permanezcan vedados a los hombres, ¿porqué encuentro que mi reflexión no es equivocada? He conocido el ingenio sutilísimo que poseen los sabios de la India, con el que superan a los demás pueblos en aritmética y geometría, el mismo que heredaron los infieles muslimes: un valioso método de calcular, que sobrepasa toda imaginación, de manera tal que parece cosa de magos o demonios; y que manifiestan mediante nueve signos, con los que pueden indicar cualquier grado de magnitud, desde Tu Unicidad hasta la cantidad total de días de la Eternidad». Un carraspeo lo detiene. Acacio gira la cabeza y se encuentra con la figura diminuta y encorvada del abad que se recorta en la puerta baja de la kalbbia. —Bendiciones, hermano bibliotecario. —Bendiciones, hermano abad Acacio baja la cabeza en señal de sumisión y, aunque sabe por qué su superior está allí, pregunta con cortesía: —¿A qué debo el honor de tu visita? —Seré franco y directo, hermano. El Señor me ha dado la gracia inmerecida de una inteligencia que me permite apreciar el trabajo de hombres eruditos, como es el caso de los hombres del Panyab o de Bendosabora; o el tuyo propio, querido hermano. Me gratifico y sorprendo con la grandeza de Dios, que ha negado Su 56
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Persona a los infieles, y sin embargo los ha iluminado para que, con nueve trazos convenientemente ubicados, resuelvan lo que ha sido un esfuerzo extraordinario para los latinos y nuestros padres griegos. Y está bien que así sea: nueve lunas necesita la madre para traer un niño a la vida, Parménides dice que el nueve es el número de las cosas absolutas; Porfirio dice, en sus Enneádes: «he tenido la alegría de hallar el producto del número perfecto, por el nueve»; nueve son las órdenes de los angeles, hay nueve clases de demonios y nueve piedras preciosas; nueve puertas permitían el acceso al kodesh ha-kodashim del Templo de Jerusalén; tres mundos hay —cielo, tierra e infierno— y en cada uno de ellos hay una tríada; por ello el nueve es el número que cierra el tercer ciclo a partir de la unidad, y con ello, la creación. Pero no entiendo, querido hermano, tu empecinamiento en decir que a los sabios que nos precedieron se les ha pasado algo por alto… —Hermano abad, en mis meditaciones me he encontrado con cierta anomalía, que es la raíz de mi desasosiego: los Padres latinos enseñan que el Hijo de Dios volvió de entre los muertos al tercer día, y así lo aceptamos. Es nuestra fe que entregó su alma a la Misericordia del Hacedor el día viernes, que contamos como el primero; transcurrió el sábado, que es el segundo día, y resucitó para la Gloria del Padre y nuestra salvación eterna, el domingo, que contamos como el tercero. Sin embargo, tal forma de contar los días jamás me resultó clara; y he dado con otra, que no hallo errónea: Jesús el Cristo murió a la hora nona del viernes; y las horas transcurridas hasta la cuarta vigilia del domingo, cuando María de Magdala descubre el sepulcro vacío, hacen un día y fracción, apenas; y no tres días como nos han enseñado nuestros Padres y profesamos en nuestro Símbolo de Fe, cuando decimos «Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Ahora, por favor, acompáñame a hacer el mismo 57
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razonamiento, contando al revés: partiendo de la última vigilia del domingo hasta la última vigilia del sábado, contamos un día; pero la cantidad de horas desde la última vigilia del sábado a la hora nona del viernes, no hacen un día. Esto quiere decir —y esta es la clave de mi agonía— que hubo un tiempo en que no hubo días. Los nueve signos de la India no contemplan este dilema. ¿Es necesario un signo nuevo? —Ni los hindúes, ni los muslimes mencionan nada acerca de este acertijo. —Es verdad. Y sólo en Ptolomeo, en el sexto tomo de su Hè Megalè Syntaxis, he encontrado un símbolo, al final de una cantidad, para indicar un centenar; y no puedo saber si él llegó a la misma conclusión a la que he arribado, pues nada aclara sobre el tema. Y si así fuera, su notación no ha sido utilizada otra vez. —Pero Acacio, hermano; si tal signo existiese, debería ser un signo ideado por el maligno y contrario a la Voluntad del Señor. —Eso me inquieta, hermano abad. Tal signo representa la ausencia de cantidad. Cuando deseo adicionar a cualquier cifra la ausencia de cantidad, el resultado es la misma cifra. En cambio, cuando intento usar la tabla de Pitágoras para hacer el producto, agregando a ella el signo de la ausencia; transformo cualquier cantidad en nada. Aun cuando repetí innumerables veces éste procedimiento no encuentro equivocación en mi razonamiento… —¿Te das cuenta, hermano, de lo que propones? De existir tal signo, Acacio, sería arquetipo de la ausencia y paradigma de la nada. Tendríamos a mano el Poder del Señor para destruir mundos mediante un simple signo. —Lo he visto. Y me asusta este descubrimiento. Ruego por que la Sabiduría de Dios me guíe y me indique el camino. ¿Qué debo hacer? ¿Dar a conocer mi descubrimiento a los sabios para que ellos también conozcan Su Poder y nos acerquemos a Él? 58
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¿Debo ocultar lo que me ha sido permitido vislumbrar? El Abad respeta la erudicción de Acacio y lo admira; y no puede más que asombrarse de la lógica del razonamiento del santo. Él ha recorrido todo el Oriente defendiendo la doctrina de Eutiques, en disputas cristológicas desde Nicea hasta Antioquía. Es un hombre capaz y sabe reconocer el inmenso poder que ha descubierto Acacio en el décimo signo. Y esto lo asusta más que los daimones, diábolos y espíritus impuros a los que ha vencido; más que los demonios Asmodai, Choronzon o Jaldabaoth. Acacio, que aún no ha soltado el kálamos, baja su cabeza y cierra los ojos. El abad, veterano de mil batallas contra el Indigno, se mueve rápido. Toma el instrumento de caña de la mano del monje y lo clava, con todas sus fuerzas, en la garganta del bibliotecario que no alcanza, siquiera, a sorprenderse. Minutos después, Acacio muere. El Abad sabe que el peligro persiste: él mismo ha visto el fruto del Árbol del Conocimiento que le fue prohibido al Padre Adán y desea olvidar, con toda la fuerza de su viejo corazón, pero entiende que no podrá hacerlo. Sabe, también, que en el futuro podría ser engañado por el Oscuro y persuadido a revelar el misterio. Entonces, toma el recipiente de tinta y bebe el contenido de un trago. Se acuesta en el suelo caliente del pequeño cuarto. Reza en voz inaudible pidiendo perdón. El calor de la tarde que se alarga hacia la noche lo adormece. Recuerda la melodía de una vieja canción que le cantaba su madre; y, aunque se empeña, no consigue recordar la letra. Luego, los venenos de la tinta apagan todo para él también. ◀
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Tratado acerca de cómo levantar minas (o explicación sobre la superabundancia de los Pérez) —Una palabra. —Dale, decímela, no seas así. —Decís la palabra y las turras se mean por vos. —¿Denserio? —Posta. —Jatejoder. —Es un secreto que se trasmite de padre a hijo. A mí me la enseñó mi papá cuando cumplí los nueve. Es por eso que los Pérez somos muchos. No necesitamos levantar minas. Yo veo una mina que me gusta, me le acerco y le digo la palabra al oído, y ya está. —No te creo —Quemimporta. —Si vos ya tenés trece y todavía no tuviste novia… —Porque no se la dije a ninguna. Hay que tener cuidado y elegir bien, porque no hay vuelta atrás. Si le decís la palabra a una mina, es para siempre y no te la sacás más de arriba. Y no es cuestión de andar juntando mujeres. —¿A si? Tonce, ¿por qué tu tío Pedro es soltero? —Porque es sordomudo, boludo ¿Y cómo querés que diga la palabra? —Y las mujeres de tu familia ¿la saben? —Sos nabo, ¿eh? ¡Claro que mi vieja la sabe! ¡Se la dijo mi viejo! —No hablo de tu vieja. Hablo de tu hermana, o tus primas… —No deberían. Pero capaz que las mujeres más viejas ya le hablaron de eso. No sé. —Sigo sin creerte. —Ya te dije. No me importa si me creés o no. 60
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—No seas guacho. Decímela. —¿Tas en pedo? ¿Vos te creés que tengo ganas de que vos te enamores de mí? —¿Funciona, también, con los hombres? —¡Si, pelotudo! —Entonces, ¿el Anselmo Pérez…? —¡Claro! ¡Se la dijo al Carlos y ahí los tenés a los dos! —¡Mirá vo! Dale, escribímela. —No. —¿Por qué? —Porque es un secreto de los Pérez. Ya te dije. —Ufa, boludo. Vos querés todas las minas para vos. —Pueser. —No me la querés decir porque es mentira. —Pensá lo que quieras. —Mirá si te morís mañana y no se la dijiste nunca a nadie. —Ta pensado, eso. No hay problemas. Dice mi viejo que es como las hormigas: una cuestión de escala. No importa lo que me pase a mí. ¿Por qué te crees que los Pérez somos muchos? ◀
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Los hechos en el caso de mi brazo izquierdo No sé por qué lo hizo. Yo estaba muy cansado después de un día difícil. Llegue a casa; puse en el equipo de música, a medio volumen, la versión de Rachmaninoff de la Marcha Turca de Mozart, me serví un vaso con dos medidas de whisky y dos cubitos de hielo, me quité el saco y la corbata, desabroché el primer botón de mi camisa, me deshice de mis zapatos y me recosté en el sillón de la sala, como hago todos los días. Y como me pasa todos los días, un sorbo después me dormí. Supongo que al llegar de su trabajo, ella me encontró con el brazo izquierdo bajo el cuerpo —vieja costumbre mía— y, a sabiendas de que en esa posición le quito la circulación y, después, estoy más de media hora refregando un brazo medio muerto; decidió aplicar sus escasos conocimientos sobre mesmerismo (obtenidos, con certificado, en algún portal de mala muerte en la web), e hipnotizarlo, como si mi brazo fuera el Señor Valdemar. Hace tres meses que mi brazo piensa por sí solo. Entre otras cosas, le pega coscorrones a los pelados cuando viajo en subte, le toca el trasero (casi digo culo) a las damas, roba billeteras de los bolsillos y monedas de los sombreros de los indigentes y me rasca, ostentoso, en la zona inguinal cuando hago la cola en el banco. Ya no sé cómo pedir disculpas. Lo peor es que no me animo a despertarlo, no vaya a ser que degenere instantáneamente en una masa casi líquida de odiosa y repugnante descomposición. ◀ 62
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El viejo bosque de Teutoburg Mí vida nunca ha sido fácil. Padre abandonó la casa cuando yo tenía unos cuatro años y nunca más supe de él. Madre solía decir que había sido un valiente soldado y que, cumpliendo su deber, murió en una de las tantas guerras del rey; pero yo estuve convencida, siempre, de que padre fue un borrachín pendenciero, que dejó a madre por alguna mujer más joven y acabó sus días en alguna pelea insignificante, en una taberna olvidada. Madre, después, se dedicó a recibir hombres en una habitación sucia de nuestra casa, a cambio de algún pobre mendrugo con el que alimentar a sus ocho hijos. Me fui de esa casa a los doce años. En mi juventud fui varias veces golpeada y violada. Con razón, me acusaron de ladrona y me encarcelaron. Me expulsaron de Bückeburg, Hameln y Lippstadt por ejercicio de la prostitución, y de Detmold, cuando el bürgermeister decidió deshacerse de los pordioseros. A los dieciocho años conocí a un campesino de la comarca de Warendorf, un buen hombre, con el que me casé, con la aprobación —y el derecho de pernada— del friedensrichter de Teige. No fueron buenos años. Vino la peste y debimos abandonar las tierras de cultivo de Weserbergland, cercanas al río Leine. Con mi hombre nos mudamos a los inmensos bosques de Teutoburger, pertenecientes al Señor de Münster, que murió sin dejar descendencia apenas dos años más tarde. En nuestra casa del bosque engendramos tres hijos que murieron sin haber superado, ninguno de ellos, los dos años. Luego murió mi esposo, en la profundidad del bosque, quizá atacado por lobos. De él sólo encontré algunos huesos y parte de su ropa de cuero. Desde entonces, hace ya tanto tiempo que he perdido la noción, he vivido sola aquí. Nunca he sido hermosa, pero el frío, la humedad 63
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y las inclemencias me quitaron los restos de belleza que pudieran haberme quedado. No recuerdo época en los que cazadores y leñadores que se aventuran en el bosque no se burlasen de mí, azuzasen a sus perros en mi contra o tirasen piedras a la pobre casa. Varias veces los maldije, y me hice huraña a fuerza de intentar protegerme. Con el tiempo, me rodeó un aura siniestra y, de tanto en tanto, el viento trajo noticias acerca del miedo que yo infundía en los otros. He pasado mucha hambre, muchas veces. He perdido los dientes y casi a diario me sangran las encías; estoy siempre fatigada y me he consumido hasta ser sólo una sombra. El bosque siempre me proveyó leña para mantenerme caliente, aún en los peores inviernos; pero no siempre me dio comida. Le encanta torturarme llevándome al borde de la inanición y después me entrega un conejo, un pato o una codorniz; para luego sumergirme, otra vez, en el dolor que me punza aquí en el estómago, y obligarme a comer bayas y raíces. Rara vez me regala una pieza más grande (quizá un venado, un jabalí, una corzuela o hasta un lobo). En ocasiones me obligó a matar a uno de mis perros, pero nunca, en los años que llevo bajo estos árboles, me había dado dos presas a la vez: un macho y una hembra, jóvenes aunque de tamaño pequeño, algo huesudos. Llegaron hasta cerca de la casa, angustiados y llorando, con el temor casi palpable en sus miradas, sus ropas raídas, tomados de la mano y temblando. Les ofrecí refugio, descanso, y los emborraché con honiglikör, que aprendí a destilar con miel silvestre. Degollé primero al varón, porque resultaba más fácil mantener a la niña viva y con miedo —ella era la más débil—. Al niño lo guisé con patatas silvestres y sirvió de alimento por varios días para mí, mis perros y para su hermana. Luego la maté a ella y la cociné en el horno que mi esposo hiciera con rocas. Antes de esto, la niña suplicaba y llegó a amenazarme diciendo que su hermano había dejado un rastro 64
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de migas de pan, que vendrían por ellos y que traerían soldados. Pobrecita. El bosque y yo somos uno. Él se encarga de protegerme y, aunque fuera cierto lo del rastro, éste desapareció tragado por los árboles. La niña estaba sabrosa. El varón no tanto. Ahora pasaré hambre durante un tiempo, pero el viejo bosque de Teutoburg, al final, me dará de comer otra vez. ◀
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Blues para una princesa triste (¿que tendrá la princesa?) Cuando Bella se casó con Lord Bestia imaginó otra vida. No entendía cómo aquel hermoso hombre en que se transformó el monstruo después del beso, podía ser tan asqueroso. No eran sólo los calzoncillos y las medias hediondas tirados por toda la casa, ni la puerta del baño abierta (y el tremendo olor a descomposición que inundaba el Palacio todas las mañanas y para el cual no había tea encendida capaz de neutralizarlo), ni verlo en la puerta del comedor, desnudo y haciendo el elefantito justo cuando ella había preparado una cena romántica, ni los diez hijos —todos, niños y niñas, tan asquerosos como el padre—. Lo que más la indignaba eran las reuniones con los amigotes: el cazador de Caperucita, el Ogro de Pulgarcito, Barbazul y el enano Rumpelstikin. Bella llegó a odiar los campeonatos de eructos, los concursos de pedos sonoros, los torneos de meadas desde la Torre Norte, que más de una vez le arruinaran las sábanas colgadas a secar en la soga, y las insoportables risotadas que la despertaban así se fuera a dormir al Ala Oeste. Con los años, pasó de Bella, a ser Interesante primero, Simpática luego, más tarde Flaca Arrugada y, finalmente, Cosa. —¡Che, cosa, traenos otra jarra de vino! —decía Barbazul. —¿Por qué no me puedo limpiar la boca con la cortina? ¿Ah? —preguntaba el Ogro, mientras Rumpelstikin ora le levantaba el vestido, ora le apretaba un pecho: —¡Zoraida! ¡La de las tetas cáidas!— decía a los gritos, y todos reían a carcajadas. Ya ni siquiera Príncipe Valiente la visitaba, como supo ocurrir en una época, cada vez que Bestia y sus amigos salían de 66
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cacería. Tampoco contestaba sus palomas mensajeras. Recordaba, como si hubiese ocurrido hace instantes, su último intercambio de palabras, en el Mercado: —Salí, fea —dijo Valiente, y se alejó en su corcel seguido de su guardia personal, mientras a ella se le caían las papas de la bolsa de las compras. Cierto día se decidió y abandonó a su marido. Armó su morral y se dirigió al bosque. Consiguió un conchabo; por cama, comida y unas pocas coronas para sus gastos personales, en la casa de los Siete Enanos —alguien debe limpiarla y hacer la comida, ahora que se fue Blancanieves—. Sabe que, por lo bajo, se burlan de ella; pero, al menos, son más decentes y aunque sea por simple piedad, le hicieron caso y ahora levantan la tabla del inodoro cuando van a orinar. ◀
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El factor Noé Es de noche. Los ojos engañan y es difícil medir las distancias bajo la lluvia espesa que cae, sin amainar, desde hace tantos días. Jafet, empapado, aguza la vista hasta el dolor en la amura de estribor del Arca, que en un momento planea en el aire y al siguiente golpea de manera violenta en los valles que las olas inventan entre una y otra. Jafet, con su mano derecha, abierta y extendida sobre sus ojos, los protege de los estiletes que son las gotas alargadas y rápidas. Su mano izquierda, los nudillos blancos de tensión y frío, se toma de la borda. Cuando una ráfaga de viento acuesta las gotas que caen, cree ver algo que, de manera inmediata, desaparece. El cansancio confunde los sentidos, y la cortina de agua cubre el escenario frente a la nave. Jafet se esfuerza por sobre lo imaginable para concentrarse más, porque intuye que hay algo adelante. No se equivoca. El Arca avanza y el monstruo aparece, inmenso, quieto, blanco si fuera posible, en la oscuridad. Jafet abre los ojos con terror, se gira y grita: —¡A-á! ¡Am! Se da cuenta que el frío entumeció los músculos de su cara. Se pega tres cachetadas y lo intenta otra vez: —¡Papá! ¡Cam! Nadie responde. Los llama nuevamente, gritando hasta casi desgarrarse la garganta. —¡Qué querés! —responde Cam —¡Vira a Babor! —¿Ah? —¡Vira a Babor! ¡Ya! —¿Lo qué? 68
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En la pequeña cabina, Cam mira a su padre, que masculla algo, tirado en el piso, con su túnica manchada de vino y vómito, sosteniendo una jarra de barro, rota, en su mano. —Viejo —pregunta, casi en un susurro apenas audible sobre el atronador ruido que viene de afuera. Noé no responde. —Viejo —insiste Cam. —¿Hum? —murmulla el anciano. —¿Qué es «babor»? —No sé —dice Noé, y de manera repentina se despierta su interés. —¡Vira a babor! —se escucha, casi lejana, la voz de Jafet que viene de afuera. —Debe sé una ciudá. No la conozco —continua el padre, y los ojos se le iluminan —¡Pero sí miacuerdo de Sodoma! ¡A la pelotita! ¡Esa era una ciudad! Miacuerdo que la primera vé fui con mi papá y el nono Matusalén ¡Cómo se divertimo! —¡Caaam! —vuelve a gritar Jafet, a punto de la afonía. —¿Queeeé? —responde Cam. —¡Vira a Babor! ¡Yaaa! —¿Qué es «babor»? ¿Qué es «vira»? —…contábamo cuento verde, le prendíamo fuego a lo techo de las casas… —rememora Noé, ajeno al desastre próximo. —¡Girá a la izquierda! —responde Jafet. —¡Ah! —dice Cam. Y pregunta —. ¿Cómo hago? —¡Da vueltas el timón en sentido horario! —¿Ah? —¡En sentido horario! —¿Ah? —¡A la derecha! —¿Cuál derecha? —¡La mano con la que escribís! 69
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—…le decíamo cosa guasa a las chicas… —sigue Noé. —¡Jafet! —grita Cam —. ¡No sé escribir! —¡La mano con la que…comés! —grita Jafet. —¡Haberlo dicho! —contesta Cam y hace una pequeña pausa—. ¡Jafet! —grita otra vez. —¡Qué! —¿Qué es «timón»? —La rueda, esa—grita Jafet, llorando —, de madera que tiene todos como mangos de sartenes… —…se pinchábamo lo culo con lo tenedore… — recuerda el anciano, sin levantarse del piso. —¡Jafet! —grita Cam. —¡Por el Altísimo! ¿Qué? —Acá no hay ninguna rueda de madera… —¿Cómo? —Que acá no hay ninguna rueda… —¿Qué pasa acá? —grita Sem, mientras sube por la escotilla que da a la cubierta inferior. —¡Sem! ¡Por favor! —grita Jafet desde afuera —¡Girá el timón a la derecha! —¿Cuál es el problema?—interroga Sem. —¡Al frente! ¡Un iceberg! —grita Jafet. —¿Un qué? —preguntan Cam y Sem al unísono. —…corríamo a la vieja, en calzoncillo… —continúa Noé. —¡Un iceberg! —insiste Jafet, desde la proa. —¿Qué es eso? —dice Cam. —¿Ais…qué? —pregunta Sem. —¡Una montaña de hielo! ¡En medio del agua! —¿Y por qué no decís «una montaña de hielo» de entrada? —dice Sem, enojado. —¿Qué es «hielo»? —interroga Cam. 70
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—¡Viren a babor! ¡Ya! —¿Qué cosa, adónde? —interroga Sem a su hermano Cam, en voz baja —…le pintamo el burro de verde al vigilante… —sigue Noé. —Que giremos para allá —contesta Cam, señalando su derecha. —¿Y con qué giramos? —Dice Jafet que con una rueda de madera llena de sartenes. —¡Jafet! —grita Sem. —¡Qué! —No hay timón. —¿Cómo que no hay timón? —Yavhé no dijo nada, nunca, de un timón… Jafet va a decir algo, pero una pequeña vibración lo sobresalta, vuelve la mirada al frente y allí lo ve ocupando todo el espacio, cubriendo mar y cielo, inmune a la lluvia, gigante, imponente, asesino y viajando hacia ellos a una velocidad increíble. —Ya es tarde —murmuró para sí, resignado. —…le afanamo la carpa al ruso Cainán, cuando estaba con una mina. Y el ruso quedó en bola, en medio del campamento, meta subir y bajar… ¡Ji! —se sonríe Noé. El impacto apenas hace ruido, entre el golpeteo continuo de las gotas. El agua entra por la inmensa brecha y el Arca empieza a hundirse. Todos callan al darse cuenta de la terrible tragedia que tienen por delante, excepto Noé, que dice: —…se subíamo a las palmeras y le surtíamo dátiles con la gomera a lo viejo… 71
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Sobre la cubierta del Arca, un burro, un perro, un gato y un gallo ensayan una mala versión del himno Nearer, my God to Thee, en algo parecido al arameo. Los tres hijos bajan a la cubierta inferior donde Naara, su madre, está recostada en su litera e intenta reponerse del continuo mareo. Ella, al ver la confusión en el rostro de los jóvenes, comprende todo y, con una entereza envidiable, toma un cuero de oveja, una pluma y tinta de calamar y anota:
«Bitácora de navegación. Día cuarenta desde el comienzo del Diluvio. La que manda en esta Nave, Naama, escribe esto para las generaciones futuras, si es que estas llegan a existir: la cagamos.»
El Arca se hunde sin remedio. La última voz humana que se oye es la de Noé: —…se tirábamo pedos… — Desaparece la cubierta, luego la borda y la casilla de mando. Más tarde, asoman de las aguas sólo los cuellos de la pareja de jirafas; después, nada más que sus hocicos tratando de aspirar la última bocanada de aire. Luego nada. El Ángel del Señor recorre la zona del desastre, ajeno a la lluvia que aún no ha dejado de caer. Aguza la vista y ve una pareja de pequeñas cucarachas flotando entre la espuma de las olas. Se sonríe y dice para sí y para la Corte Celestial: —Heredarán la Tierra un día de estos. ◀
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Di end is comin Los dados dan volteretas en el aire. Se muerde los nudillos viendo cómo el primero cae sobre la pana verde y rebota hacia adelante y ligeramente a la derecha. El segundo dado parece clavarse y se diría que pega un respingo hacia atrás. Unas vueltas más y se detienen casi a la vez. Él y el otro miran la mesa con aprehensión. Un dado muestra un tres; el otro, un dos. —¡Ah! —grita el que arrojó los dados, mientras se golpea la frente. —¡Ja! —se sonríe el otro, mientras se echa hacia atrás y se arrellana en su sillón. El primer misil impactó a unos tres kilómetros al norte de Makka Al-Mukarrama; el noveno día del mes de du-l-hiyya, el último día de la hajj, cuando unos dos millones y medio de peregrinos se despedían de la Kaaba. El segundo misil cayó muy cerca del Hakótel Hama'araví, obliteró Yerushaláyim y mató a más de quinientas mil personas. —Me toca a mí —dice el otro. Recoge los dados y los mete en el cubilete. Agita, mientras cierra los ojos. Parece rezar. En un movimiento brusco, gira el vaso y lo deja caer, boca abajo, sobre la mesa. Lo levanta lentamente. Un dado indica un cinco; el otro, un uno. —¡Sí! —grita el que arrojó, ahora, los dados. —¡No! —grita el primero. El tercer misil destruyó New York, el cuarto impactó en Berlin. 73
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En tres días, las cuatro quintas partes de la humanidad habían muerto. Doce días después, la nube radioactiva había cubierto la totalidad del planeta. —Un cuatro, un cuatro… —ruega el primero, mientras prepara el tiro. —Me parece que, como siempre, te gano —dice el otro. Los dados vuelan y caen. Un dos. Un tres. —¡No puede ser! —grita el que tiró. —¡Sí! ¡Otra vez! ¡Tomá! ¡Gané!—grita el otro. Veinte días más tarde, el inmenso mecanismo enviado por el G-7 y por cuyo control se desató la guerra; sin nadie que gobierne su entrada en órbita, impactó en el sol y liberó su carga. La explosión de Supernova fue, prácticamente, inmediata. —¿Jugamos otro?—dice El Caído—. Ya te gané tres seguidos. —Dale —dice Dios—. Esto no puede quedar así. —Te cedo el honor. —Bueno —contesta Dios, mientras agita el cubilete. Una eternidad después, arroja los dados y dice: —¡Hágase la luz! ◀
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Razones y causas —visibles y ocultas— que llevaron a mi cliente, de manera inevitable, a pegarle un hachazo en la cabeza a su abuelito. Señoría: mi cliente es inocente. No es un asesino e intento demostrarlo: mató a su abuelito en defensa propia. El fiscal mostró las pruebas que implican a mi defendido en ese crimen, y reconocemos la veracidad de todas ellas. Agrego que ha devanado correctamente el hilo que las vincula y nos ahorra la demostración de buena parte de la historia. Pero hay otras evidencias que cambian el sentido de los hechos. Señoría, la relación entre mi defendido y su abuelo siempre fue amorosa y tierna. Don Cosme compró los juguetes que marcaron su infancia con tinta indeleble; y, entre ellos, destacan los álbumes de figuritas que le regalara en varias oportunidades. Mi cliente recuerda de manera muy especial a uno de ellos. Los presentes saben de la frustración que los embargaba al no conseguir «la difícil», que llenaría el último espacio vacío del álbum y daría acceso a la ansiada número cinco, para los caballeros, o a la barbie en el caso de las damas. Mi defendido lo experimentó allá en los setenta, cuando su abuelo le regalara el álbum «Maravillas Naturales». Durante meses, Don Cosme le traía, a diario, cinco paquetes de figuritas que el imputado abría, expectante. Los espacios se fueron llenando hasta que pocos quedaron vacíos. Mi cliente recuerda la congoja que lo abrazaba en las últimas semanas, cuando raleaban las figuritas nuevas. Recuerda la cara de sufrimiento del viejo al ver la frustración del nieto, y cómo el anciano cambiaba las 75
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repetidas con otros niños y en su nombre, con pingües ganancias aprovechando la edad y experiencia del abuelo. Sin embargo, la figurita número veintitrés, «Ocelote o Gato Onza (leopardus pardalis)», era inhallable; lo que produjo en mi defendido un estado de depresión profunda que repercutió en el viejo, llevándolo a uno de los hechos más extraños de la niñez de mi cliente: el día que el abuelo, encapuchado y con un treinta y ocho en la mano, encaró al Pardo Ordóñez (que iba al mismo grado que mi defendido, pero era dos años mayor) y le robó «la difícil». Mi cliente recuerda la cara de felicidad del abuelo cuando él, plasticola en mano, completó «Maravillas Naturales». No tiene presente si canjearon el álbum por la pelota, y, en tal caso, qué se hizo de ella. Pasado el tiempo, y de manera fortuita, mi defendido encontró un álbum de fotos en el que había una imagen de la familia (numerosa como solían serlo las del campo). En una noche nostalgiosa, junto a su madre, recordaron los nombres e historias de quienes aparecían en la instantánea. La fotografía, en blanco y negro, databa de unos cuarenta años y mostraba unas cincuenta personas. Estaban la bisabuela Amanda, que murió de fiebre, el tío Rolando (tío abuelo de mi defendido) al que aplastó el tractor; Carmencita, que estaba loca, se fue una noche y nunca más encontraron; Benito, que tenía ocho años cuando se lo comieron los perros; o Manolo, cuñado del abuelo Roque (de su primer matrimonio), que se ahorcó en la cárcel; Sabino que en ese momento vivía en España; y su propia madre, a los seis años, en brazos de su abuelo. En aquella oportunidad la progenitora de mi cliente mostró ciertos titubeos y, habiendo reconocido a alguien, más adelante volvía atrás y decía, por ejemplo, «No, ese no era el Abelardo. Me parece que es este otro». De manera natural, mi cliente tomó 76
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un marcador rojo y comenzó a marcar con una equis los rostros seguros de aquellos que ya no estaban. Al final de la cuenta y la revisión, sobrevivía una docena de personas. Mi cliente guardó la fotografía. En los años siguientes, y casi sin darse cuenta, mi cliente se encontró tachando con una equis roja a los que iban muriendo: la tía Carlota (tía de su madre, se entiende), el Negro López, peón que había acompañado a su familia y murió con más de cien años en un asilo del sur; y hasta su propia madre, que murió de cáncer. Poco antes de los hechos que nos ocupan, la única testa que quedaba sin tachar era la de su abuelo. Cuando mi cliente visitó a Don Cosme, el día de su muerte; lo encontró en su galponcito del fondo, como era habitual, reparando una vieja silla. Luego de los consabidos saludos y preguntas sobre el devenir de las respectivas vidas, el anciano mandó a su nieto a la cocina, a poner la pava para el mate; lo que mi cliente hizo. Mientras esperaba que el agua se calentase, recorrió la habitación con su mirada, distraído, y le llamó la atención la imagen en la puerta de la heladera: era una foto grupal de él y sus compañeros de séptimo grado de la escuela. Todas y cada una de las caras, excepto la suya, estaban tachadas con una equis roja: la Colorada Zapata, que murió en un accidente de tránsito (¿no fue atropellada por un conductor que se fugó?), el Cholo Prieto, que tomó vino hecho con metílico; el Pajarito Peluffo, que se ahogó en el lago, aunque sabía nadar perfectamente; la Gorda Perdomo, el Chiquito Cepeda, el Zapito Vélez; hasta la Señorita Palmira, a la que encontraron muerta después de salir a regar el jardín, en camisón, una madrugada de agosto. La revelación lo golpeó como un mazazo: ¡El abuelo coleccionaba equis sobre las caras, los había matado a todos y él era «la difícil»! Anonadado, volvió al tallercito donde Don Cosme lo esperaba, cuchilla en mano, con 77
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la misma cara de felicidad de cuando él pegó el «Ocelote o gato Onza». Sin pensarlo, dirigió su mano hacia atrás, que encontró el hacha apoyada en la pared. El resto es conocido. Presento, Señoría, la próxima prueba: la fotografía familiar que guarda mi cliente; donde usted verá que absolutamente todas las caras, incluida la de Don Cosme, están tachadas, como en un álbum completo. Por favor, explíqueme usted, Señoría, porqué en lugar de una pelota número cinco, el señor fiscal pretende premiar a mi cliente con prisión perpetua. ◀
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Fritz (Un cuento de hadas) ¿Conocen La Cumbrecita? Está bien, ¿por qué iban a conocerla? Es una villa turística —y cito la página web; que, por cierto, muestra unas hermosas fotografías— ubicada en el Valle de Calamuchita, en la vertiente oriental de las Sierras Grandes y a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Está enclavada entre los cerros, en un pequeño valle con forma de anfiteatro que le confiere un clima especial. Está ubicada a unos cuarenta kilómetros de Villa General Belgrano (Sí, sí: la misma de la Oktoberfest). Es un pueblo en el que no se permite la circulación de vehículos, no hay bancos y se respira paz a pulmones llenos. Fue poblada por alemanes llegados después de la Guerra, que le dieron un sesgo centroeuropeo a todas las construcciones. Una villa de los Alpes austríacos en plenas sierras de Córdoba. Allá por fines de los setenta y principios de los ochenta compitió seriamente en mi escala de valores por ser mi lugar en el mundo. Solía pensar que, después de mi muerte y de que me cremaran, me gustaría que el viento llevase mis cenizas para esa tierra que amaba. Hoy ya no. Ahora es demasiado «turística». No es que reniegue de eso que, al fin y al cabo, es una grata manera de ganarse la vida; pero a mí me gustaba aquella de hace más de treinta años, más ignota, más silvestre, más a mi medida. Acostumbrábamos a pasar allí algunos días de los veranos, en carpa y en plan de mochileros, de este lado del Río del Medio, a metros del puente de madera, entre espinillos y piedras del tamaño de un camión, sin ningún servicio a la vista; pero inmensamente felices. Ahora, en ese lugar hay una oficina de informes y una gran 79
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playa de estacionamiento, donde dejar los autos antes de entrar caminando al poblado. Siempre fue un placer andar por esos añejos bosques de pinos donde era muy probable que no entrase nadie, salvo animales, desde hacía una década. Solíamos ir a caballo hasta el Vallecito del Abedul o hasta el Peñón del Águila e, incluso, nos topamos con un campo nudista camino de las Casas Viejas; en plenos años de fuego, aún antes de la Guerra, cuando solo por decir «culo» en público podías dormir una o dos noches a la sombra. Hay una excursión que yo disfrutaba especialmente: después de cruzar el puente, se sube a pie por la calle principal, pasando frente a Edelweiss y a la cabaña de Am Hang, hasta la Plaza del Ajedrez. En lugar de continuar por el camino (a izquierda o derecha) se sigue al frente, cruzando el bosque, pasando por el pie del pequeño cerro donde está la Capilla, hasta cerca de la Olla del arroyo Almbach. Desde allí, tomando a la izquierda, corriente arriba, por una vereda de unos cincuenta centímetros de ancho, la montaña a un lado y del otro un barranco de más de diez metros, con el arroyo cristalino al fondo, se llega al pie de la Cascada Grande, después de una hora y media de caminata. La primera vez que hice ese recorrido fue en un día gris y muy fresco de mediados de otoño, con las nubes bajas, casi una niebla, y la humedad condensándose en las ramas de los pinos. Cerca del final del camino encontré una fina llovizna (a mitades iguales caída desde las nubes y proveniente del golpe del agua contra las piedras de la base de la cascada) que mojaba y resaltaba toda la vegetación del pequeño paisaje, incluso los grandes helechos que acariciaban mi cara al pasar. Las cumbres de las altas paredes de piedra se perdían en las nubes, lo que hacía que pareciesen infinitamente altas. Debo haberme quedado sentado en las piedras, con los pies en el agua fría, más de una hora, acunado 80
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por el sonido sordo del agua. Pero no fue esa vez cuando vi lo que quiero contarles. Toda esta larga introducción es para situarlos en la geografía donde, unos tres o cuatro años más tarde, otro día también de otoño y bien temprano por la mañana (me habían dicho que era el mejor momento para ver las mismas paredes que enmarcan la Cascada, pero ahora doradas con ese primer sol algo lánguido que suele darse en abril), encontré a Fritz. Debo decirles que este no era —o es, no lo sé— el nombre real; el que, por otra parte, nunca supe. Las cosas ocurrieron de la siguiente manera: a lo largo de la cornisa en que se convierten los últimos cien o doscientos metros de camino, hay innumerables manantiales que salen de la montaña, cruzan la vereda por la que se va caminando y resbalan hasta el cauce de agua, allá abajo. Los hay pequeños, casi gotas, y los hay más copiosos. Algunos son más constantes y otros aparecen y desaparecen según les venga en gana. Uno en particular, mediano, entorpece levemente el paso entre dos piedras, por lo que se debe andar con algo más de cuidado para no resbalar en el verdín que cubre el camino. Estaba cruzando esa vertiente y mirando al suelo para no errar la pisada, mientras me aferraba a alguna rama; cuando algo pasó, casi un fantasma, frente a mis ojos. Crucé y, más afirmado, giré para ver qué me había molestado. No vi nada. Avancé unos diez metros y algo me rozó la mejilla. Esta vez sí. Lo descubrí un poco más arriba de mis ojos, a no más de un metro de distancia, flotando sobre el precipicio. La forma más sencilla de hacerme entender, es decir que vi un hada. Algo del estilo de la Campanita de Peter Pan, pero de unos treinta centímetros de alto. Sus alas desplegadas medían más o menos tanto como su altura y estaban ajadas, amarillentas y rotas (lo vi más tarde) pero las agitaba vigorosamente para 81
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mantenerse en el aire. No era un gnomo puesto que tenía alas. No era un ángel porque su tamaño era de más o menos un sexto del que imagino deben tener (la de una persona normal, si nos atenemos a las convenciones, y nos olvidamos que en la Bizancio del siglo XV discutían sobre su tamaño y cuántos entraban en la cabeza de un alfiler). No era, según he consultado en tantos libros desde entonces, ni un elfo, ni un troll, ni un duende, y tampoco un querubín. Siempre supuse que las hadas eran de género femenino. Podían ser pequeñas o grandes, tener o no tener alas, ser buenas o malas; pero mujeres. Incluso lo son en las fotografías —trucadas o no— que tomara Sir Arthur Wright en Cottingley. Ahora bien, lo extraño es que éste hada era un hombre. ¿Cómo lo llamarían ustedes? ¿Hada macho? ¿Hado? A falta de mayores datos, e influenciado por el ambiente germánico que me rodeaba, lo llamé Fritz. Su cabeza era grande, desproporcionada para su cuerpo y pelada, con sólo algunos mechones canosos y descuidados sobre las orejas sucias. No tenía ninguna prenda que cubriese su torso, era panzón y su pecho tenía manchas de pelo blanco que asemejaban islotes. Su única prenda era un pantalón de una lona que supongo marrón, muy vieja y muy sucia, con las rodillas rotas, las botamangas desflecadas y una más larga que la otra, sin botones en la bragueta, y sostenido en la cintura por una soga atada al frente por un nudo común. Sus brazos no hubieran podido rodear su talle y eran flácidos, sus manos eran grandes aunque de dedos cortos y gruesos, con uñas negras y partidas, que llevaban años sin ser cortadas. Tenía barba y bigote ralos (algo así como alguien que no se afeita desde hace una semana); labios gruesos y pálidos, con lunares oscuros; nariz chata y roja, cejas 82
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muy pobladas y ojos grises y apagados que lo hacían muy viejo. Después me llegó su olor: una mezcla repulsiva de alcohol, transpiración y suciedad de un siglo sin un baño. En la mano izquierda tenía una lata abollada de cerveza Löwenbräu, celeste y con su leoncito rampante, blanco sobre fondo azul, vacía. Emitía unos chillidos apagados y continuos que se parecían más a un silbido inconexo que a un lenguaje; y me apuntaba, insistentemente, con la lata de cerveza, extendiendo y contrayendo su brazo en un movimiento que primero me pareció provocador, pero luego entendí: —¿Querés otra? —le dije, y me respondió con lo único que en esa y todas las veces que nos vimos después se pareció a un fonema con significado, emitido por él de manera consciente, y que yo entendí como un «si»: Un estruendoso, grave y prolongado eructo. Dándose por comprendido, desapareció entre los árboles en un segundo. En un instante estaba allí, al siguiente no estaba más; y sólo se agitaron dos o tres hojas de un helecho detrás del cual se fue volando. Desanduve el camino hasta la proveeduría del Rancho Grande, donde compré dos latas de Heineken, la última Löwenbräu que quedaba y un porrón de Budweiser. Volví a la cascada, pero no lo encontré. Dejé las cervezas ocultas debajo de una mata de frutillas silvestres, en la suposición de que estaba observándome, y para evitar que las viese algún transeúnte durante el día. Volví a nuestra carpa, y no dije nada. A la mañana siguiente, emprendí, de nuevo, el camino a la Cascada, llevando otra provisión, por las dudas. En la mata de frutillas encontré las latas vacías, pero la botella intacta. Bajé los últimos metros hasta la olla que formaba la cascada; 83
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y allí lo vi, acostado boca arriba sobre una piedra seca, las alas extendidas y las manos cruzadas sobre el estómago. Me acerqué despacio y escuché, otra vez, su chillido apagado, que esta vez era su ronquido. Quizá algún ruido o tal vez algún sexto sentido lo despertó y se incorporó asustado. Primero me reconoció, y luego vio las latas que llevaba. Se acostó nuevamente y otra vez cerró sus ojos. Parecía estar en paz. —¿Estás bien? —le pregunté. Un breve eructo, conciso, fue su «si». Luego se quedó en silencio. —Día fresco ¿no? —insistí, tratando de iniciar algún tipo de charla. Nuevo eructo de su parte. En las horas siguientes, le pregunté su nombre, de dónde era, cómo había llegado hasta allí y un sinfín de interrogantes. Nunca pude enterarme de nada; y no es porque no me respondiese, sino porque nunca pude entenderle. Incluso, traté de hacer las preguntas de manera tal que pudiese responderme con su «si», pero no avanzamos mucho. Doy un ejemplo: le preguntaba «¿naciste en un bosque?», con la idea de que se quedase callado (un «no») o eructase (un «si»), pero parece que cuestiones de ese tipo removían algún viejo recuerdo, y comenzaba a chillar y volar, alborotado, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Al cabo de los días, dejé de interesarme por tales cuestiones, le llevaba su cerveza y nos quedábamos sentados quietos, cada uno sumido en sus pensamientos durante una hora o dos. Algunas veces por un excursionista que llegaba, o bien por considerar que el tiempo «de visita» estaba cumplido, levantaba vuelo y se esfumaba tras aquel fresno, la rosa mosqueta o las piedras del costado del camino. La bebida quedaba siempre bajo la mata de frutillas, y entendí que no le gustaba beber de botellas. Creí, falsamente, que no podría abrirlas por lo cual alguna vez las destapé yo, y las cerré suavemente para que no escapase el gas, pero ni así. 84
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¿Quién era? Nunca lo supe. ¿Por qué hombre? Tampoco. Supongo que las hadas, aun siendo personajes de fábulas y cuentos que viven muchos años, deben reproducirse de alguna manera y no me parece extraño que lo hagan de la manera tradicional. ¿Por qué su aspecto y su afición a la cerveza? Con los años elaboré una teoría: Creo que es posible que Fritz fuera una víctima más de la Segunda Guerra; que fuese separado de su familia, que ellos estén ahora muertos y que su bosque haya desaparecido. Creo probable que en los últimos días, a punto de caer Alemania, los aliados o los rusos bombardearan sus árboles y él haya logrado escapar hasta llegar a la ciudad, esconderse, muerto de miedo con tanto ruido a muerte, en las cajas o maletas de algún soldado nazi que preparó más escrupulosamente su huida hacia estas tierras. Entonces, Fritz resultaría un polizón involuntario que, una vez arribado a las sierras de Córdoba (que, se sabe, nunca fueron invadidas por hadas), se habría encontrado solo, incapaz de entender dónde estaba y de hablar, ni siquiera, un poquito de alemán o español, condenado a vivir en un bosque extraño; que fue primero de molles, sauces y espinillos; y luego se fue poblando de abetos, pinos, robles, nogales y castaños; escapando de cuises y zorrinos, protegiéndose de la nieve en alguna vizcachera, y salvándose con su vuelo del ataque de los pumas. Lo imaginé lleno de melancolía por un hogar y una familia desaparecidos bajo el horror de las bombas. Traté de entender la soledad y el miedo, que luego se transformó en tedio y más tarde en hastío. Las noches largas de frio del invierno deben haber completado el proceso, llevándolo a la bebida. De manera inocente, lo consideré mi secreto y no lo comenté con nadie. Pero cierta vez, el viejo Hans, desde su eterna mesa del Bar Suizo, me vio pasar camino a la Cascada con mi 85
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cargamento de cervezas. Se sonrió y me guiño un ojo. No sé si todos estaban complotados o solo algunos conocían a Fritz. Nunca, en tantos años, nadie en el pueblo me dio otra señal; y a veces pienso que el viejo Hans se dirigió a alguien que en ese momento puede haber pasado detrás de mí. Ese verano nos vimos con Fritz todos los días. Al siguiente, lo vi cuando faltaban cuatro días para irme. Creo que recién entonces me reconoció y permitió que me le acercase. El siguiente año lo vi a diario, pero apareció una señal nueva y alarmante: un carraspeo esporádico que una o dos veces se transformó en tos. Me fui sin despedirme de él, cuando papá vino a buscarme porque la abuela estaba enferma. Nunca más lo vi. Las vacaciones próximas ya no lo encontré. Le llevé cerveza durante tres o cuatro días, pero las latas aparecieron intactas. Busqué señales en las rocas o en los troncos, pero no vi nada. Nunca me animé a preguntar por él a nadie del pueblo, temeroso de romper algún hechizo. Sin embargo, estoy escribiendo esto para acallar algún viejo fantasma de culpa por imaginarlo solo en los bosques que rodean a la cascada, pero tengo la secreta certeza de que ahora voy a romper este papel y quemarlo, antes de que lleguen mis hijos de la escuela. ◀
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Y caerá el muro de la ciudad —Crux Sancti Patris Benedicti, Crux Sacra sit mihi lux, non draco sit mihi dux, ¡vade retro Satanas!... El sacerdote, alto y desgarbado, se preparó, con esta oración, para comenzar el ritual, mientras besaba la medalla de San Benito, y alistaba el crucifijo, el agua y el aspersor, la sal, la estola violeta y la imagen de la Virgen; acomodándolos prolijamente en el mueble, a los pies de la cama donde estaba tendido el poseído. —Per signum Sanctae Crucis… —dijo mientras se plantaba frente al atormentado, que lo miraba con odio y rojo de furia. Tomó el copón con agua, y mientras echaba en él la sal, la bendijo —…ut fias aqua exorcizata ad effugandam omnem potestatem inimici… El endemoniado gritaba, con voz cavernosa, en algún idioma olvidado hacía milenios. El sacerdote, introdujo el aspersor en el agua bendita, y mojando al otro comenzó: —Abjuro te, spiritus nequissime, per Deum omnipotentem… Él, el único y oculto sacerdote de toda la Archidioecesis Bonaerensis autorizado para exorcizar demonios, ya entrado en sus cincuenta años; solitario, hosco y huraño, con más de un cuarto de siglo enfrentándose, cara a cara, con el enemigo, estaba otra vez en batalla. Y dentro del hombre poseído, nosotros. El ritual fue largo, muy largo. No nos importó, teníamos tiempo —…ut descedas ab hoc plasmate Dei… Estudiamos a fondo los viejos libros, desde el Statua del año quinientos, pasando por el Malleus de Sprenger y Kramer, por el 87
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Flagellum de Girolamo Menghi, el Exorcistarum de Brognolus, la Summa Daemoniaca, todos los catecismos; hasta llegar al Rituale Romanum de mil novecientos noventa y nueve. Después de más de dos mil años, por fin, encontramos la forma de derrotarlo: por un lado, el sacerdote estaba solo, y nos enfrentamos a él de a uno por vez; por otro, mientras él continuaba con sus letanías, hora tras hora y día tras día, el que estaba en el turno de enfrentarlo repetía, paciente y para sí, la tabla del nueve, en cualquier idioma que se le viniese en gana. —Exorcizo te, omnis spiritus immunde, in nomine Dei, Patris omnipotentis… —Nou per sis, cinquanta-quatre. —Tu autem effugare, diabole; appropinquabit enim judicium Dei. —Naw gwaith saith, chwe deg tri Aguantó solo diez días y murió. Lo hicimos. La Ciudad de La Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre no tiene a nadie que la proteja de nosotros. Llevará tiempo formar un reemplazo para el sacerdote. Mientras tanto, nosotros seguimos entrando en el cuerpo de los porteños. Nuestro nombre es Legión. ◀
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Der rattenfänger En junio de mil doscientos ochenta y cuatro, Hameln estaba infestada de ratas. Los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de ellas, aún después de haber recurrido a los más afamados alquimistas de la comarca. Cierto día, se hizo presente un músico extraordinario pero misterioso, que decía venir de la vecina Hadessen. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio. Desesperados, los habitantes aceptaron. El Virtuoso estaba acompañado por un séquito de diez sirvientes y pajes, que montaron su enorme órgano tubular y lo dispusieron en la Plaza Mayor, cinco chantrés, cuarenta integrantes del coro; y, claro está, seis diáconos y un deán. El Músico se sentó al frente del instrumento y durante dos días, de continuo, entonaron motettos, discantos, conductos, gymels, faux-bordones, duplos y triplos, rondellós, hoquetos, responsorios, canons, ave verum corpus, imitaciones y fugas, tropos y secuencias. Costó mucho, pero al final de la segunda jornada, la plaga había dejado Hameln rumbo al río Wesser. El Cazador de ratas exigió el pago, pero los habitantes de Hameln no pudieron reunir la fortuna acordada. Con parsimonia, el músico ordenó a su cohorte que se alistasen nuevamente. Otra vez se sentó frente a su órgano, suspiró y descargó sus manos sobre las teclas. El tritono prohibido «Mi contra Fa», el diabulus in música, atronó el aire. Chantrés, coro, diáconos y dean se trasvistieron en trouvés y juglares cazurros, ministriles, goliardos, minneängers, saltimbanquis, equilibristas, meretrices y bailarinas. De sus viejas carretas sacaron sus instrumentos: rabés, fídulas, 89
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cornamusas, zanfoñas, arpas, cémbalos, laúdes, cornetas, chirimías, sacabuches, añafiles, trombettas, flautas de pico, alboques, traveseras, bombardas, dulzaínas, caramillos, cromornos, bajones, darbukas, tamboretes, panderos, carrillones, olifantes, buccinas, crótalos, vihuelas, orlos, cornettos y pífanos; la mayoría de ellos, instrumentos censurados por la Santa Madre Iglesia. Durante otros cinco días entonaron baladas madrigales, virelays, frottolas —villanellas, villottas, strambottos y barzellettas— y caccias, cançós, sirventés, laudas, cántigas y canciones del alba, lays, canciones de mal casada y canciones del trabajo, pastorellas, estampiés, tençós y hasta jarchas y moaxacas. Bailaron basse danse, salterello, danse macabre, branle y tresque, carolas, y tantas otras danzas prohibidas desde las olvidadas bacanales del pasado. Bebieron vino, cerveza, hipocrás, claré, hidromiel, sidra y perada expropiados de las casas de la ciudad. Se emborracharon hasta caer y escandalizaron a todos con sus gritos, sus obscenidades y exhibiciones orgiásticas. Al fin de la séptima jornada, cansados de tanto vicio y vulgaridad, alarmados por tanta ostentación demoníaca, los buenos vecinos de Hameln se sentron a negociar con los varegos del rey noruego Magnus el sexto; y les vendieron, como esclavos, ciento treinta de sus niños. Cuando le hubieron pagado, el Músico ordenó a los suyos que desmontasen el gran órgano, guardasen los instrumentos y se preparasen para partir. Dejaron la ciudad de Hameln el veintiséis de junio, día de los santos Juan y Pablo. Acamparon en Emmerthal, después de un día de marcha. Dos de los sirvientes del Músico se adelantaron, con una gran carreta, hasta Ottenstein y se detuvieron a unas trescientas 90
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yardas de distancia da las puertas de la ciudad. Allí liberaron el cargamento de ratas. En julio de mil doscientos ochenta y cuatro, Ottenstein estaba infestada y los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de los roedores. Cierto día se hizo presente un músico extraordinario, pero misterioso, que decía venir de la vecina Hameln. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio. ◀
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Twister Mil años hace que la cruz de ocho brazos y el águila bicéfala decoran el arquitrabe de la Puerta Xylokerkos; y en este día, el segundo antes de los idus de abril del año santo de mil doscientos cuatro, vigilan a las tropas de Enrico Dandolo, Dux de Venecia, que están estacionadas sobre la llanura que rodea la via Egnatia y se relamen imaginando el inminente saqueo de la Ciudad que es Morada de Todo lo Bueno, Ojo de Todos los Pueblos, Guardiana de las Iglesias, Líder de la Fe, Guía de la Ortodoxia, Querida en las Oraciones y Maravilla ajena a este Mundo. La Cuarta Cruzada está a las puertas de Constantinopla. Dentro de las murallas, en el nártex de la iglesia del Venerable Monasterio de Andreou en te Krisei, y a tan corta distancia de los invasores que la hediondez de las hordas latinas apesta el aire; están Zaoutzes Petraliphas, presvýteros y parakoimomenos del Emperador y Vatatzes Isaakios, archiepískopos y koubikoularios de Su Santidad; ambos rojos de ira, disputando un capítulo más de la larguísima batalla dialéctica, sin poder ni querer dar respuesta a un dilema mayúsculo. ¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler? Arriba, los integrantes de la Corte Celestial, obligados por el texto de Mateo, se ligan o desligan según los designios de los dos Hombres Santos que, allá abajo, intercambian improperios que duelen más que puñaladas. —¡Tal vez fueran necesarios tantos ángeles como granos de arena hay en las playas de todos los mares, mi estimado hermano, 92
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hijo de una gran perra! —dice Zaoutzes y cien mil millones de ángeles —que es una manera de decir innumerables— se apiñan, sudorosos, en la bruñida superficie metálica. —¡La cantidad de estrellas que Nuestro Dios puso en el cielo es mil veces menor que el número posible, dilecto amigo, hijo de un burro y una rata! —y un millón de millones de ángeles —que es una manera de decir incontables— se contorsionan, adoloridos. —Ya me cansé de tantos calambres —dice, en un hilo de voz, Gabriel Arcángel, Mensajero de Dios, Guardián del Edén, Señor de la Misericordia, la Muerte y la Venganza—. Esto no da para más. Como puede, saca su mano derecha de entre un impresionante manojo de cuerpos descalabrados, agita su dedo índice y le ordena a Balduino de Flandes, comandante de los cruzados: —¡Ataquen! Abajo, las hordas de occidente se lanzan contra las murallas y las superan. Constantinopla cae. Una hora después, Zaoutzes y Vatatzes mueren atravesados por sendas espadas, sin haberse percatado de nada. La discusión termina. Arriba, un suspiro de alivio recorre la multitud de la Corte Celestial. De a poco, el Gran Nudo se desarma y cada uno de los ángeles —golpeados, amoratados, rotas las alas— dejan la cabeza del alfiler y se dirigen, estirándose, a cumplir con sus tareas. —¡Uf! 93
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—Ya era hora… —Otro siglo así, y me quedo sin espalda. —¡Ay! Uno estira los brazos, otro se sacude. En la superficie brillante, quedan algunas manchas de sangre y muchas plumas de todos colores. Justo en el centro, unos quinientos o mil ángeles —que también es una manera de decir infinito— permanecen envueltos en un revoltijo. Tardarán una eternidad en desanudarse. ◀
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Ap. 6:1 Entonces, el Cordero abrió el primero de los sellos del Libro y vi al primer jinete. Llevaba un arco y una corona, y le fue dado el poder de vencer a sus enemigos. Su nombre era Victoria. El Cordero abrió el segundo de los sellos del Libro; y vi al segundo jinete. Llevaba una espada muy grande y le fue dado el poder para quitar la paz de la tierra y hacer que los hombres se maten unos a otros. Su nombre era Guerra. El Cordero abrió el tercero de los sellos del Libro; y vi al tercer jinete. Llevaba una balanza en su mano. Su nombre era Hambre. El Cordero abrió el cuarto de los sellos del Libro; y vi al cuarto jinete. Lo seguía todo el infierno y le fue dado el poder sobre la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras. Su nombre era Muerte. Vi, también, que Victoria iba montado en un burro petizón, de pelaje tordillo blanco, de cabeza grande y orejas caídas. Con el trote lento, la corona de Victoria estaba ladeada, y el arco a su espalda subía y bajaba, como un elástico, al ritmo de la marcha. Y vi que Guerra jineteaba un caballito de madera, de color rojo, con rueditas, como aquel que me regalaron mis padres para navidad, cuando yo tenía seis años. Guerra se impulsaba, trabajosamente, con sus pies; renegando en el terreno pedregoso. Arrastraba su espada, que dejaba un surco enorme en la tierra. Y vi que Hambre montaba un matungo negro; viejo, muy viejo, afiebrado, con cicatrices de heridas antiguas y costras sanguinolentas de heridas nuevas en el lomo, las patas y la cabeza. Hambre llevaba la balanza colgada a un costado de la montura,
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llena de polvo y con vestigios de telarañas. Y vi que Muerte cabalgaba un viejo caballo de calesita —reliquia arrancada de alguna plaza— de fibra de vidrio, pintado con laca amarilla descascarada. Los de la primera fila de la legión del infierno que lo seguía, se sonreían. Los últimos lloraban en franca carcajada. Y oí que Victoria decía «Ya nadie nos respeta…» Y oí que Guerra decía «Nadie cree en nosotros…» Y oí que Hambre decía «Estamos muy viejos para estos trotes…» Y oí que Muerte decía «Estos de atrás, la verdá que me rompen soberanamente las pelotas…» ◀
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Éramos un millón de animalitos ciegos Para Maxi Entraron a mi hogar destruyendo todo. El primero en morir fue papá, al tratar de impedir que tomaran a mi madre; pero el más grande de los salvajes; el que, a todas luces, era el jefe del grupo, le asestó un tremendo golpe con su garrote, que deshizo su cabeza. Mi hermano mayor me tomó entre sus brazos y quiso sacarme de la Gran Sala, alejándonos de Casa. No supe de dónde vino el ataque. Se le doblaron las piernas y caímos. Cuando vi sus ojos vidriosos escudriñando el vacío, comprendí que estaba muerto. Grité con todas mis fuerzas, en una mezcla de impotencia y locura. Ese fue mi último acto consciente. Nunca más volví a ver a mi familia. Los salvajes me encerraron en una caja pequeña, en completa oscuridad. Me alimentaban una vez por día y nunca me dejaron salir. El olor y la pesadez del aire eran insoportables. No sé cuánto duró esa agonía. Perdía el conocimiento de continuo. En mis escasos momentos de lucidez notaba a veces una negrura total y otras, hilos tenues de luz que iluminaban mis manos sangrantes e infectadas, como lo estaba el resto de mi cuerpo. El movimiento bamboleante me mostraba que íbamos andando, hacia un destino que desconocía. En el delirio de la fiebre, oía desgarradores gemidos y hasta lo que, supuse, eran palabras que decían mis compañeros de marcha y agonía. No reconocí sus lenguajes. Cierto día, el bullicio del exterior se hizo atronador. En 97
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algún momento abrieron la puerta de mi caja y dos salvajes me sacaron, arrastrándome, de ella. La claridad cegadora inundó mis ojos. Cuando, después de un tiempo, pude adaptar mi vista a la luz, comprendí que me encontraba en una jaula. Con gran esfuerzo, me puse en cuclillas y pude apreciar la inmensidad de la trágica escena. Estábamos en una habitación muy grande, más grande que cualquiera que hubiese visto antes. A ambos lados de un pasillo estaban dispuestas las jaulas, similares a aquella en la que ahora me encontraba, algunas más grandes, otras menores. Unas encima de las otras. En su interior, infinidad de seres de los que habitaron mi tierra. Desde los grandiosos Caballos-con-Trompa, hasta los hermosos Seres-que-Surcan-los-Cielos. Mi jaula ocupaba uno de los lugares más altos, apenas por debajo de una ventana circular. Poniéndome en puntas de pie, con esfuerzo, a través de ella podía ver un paisaje desolado: una gran extensión de arena, con algunos arbustos esparcidos aquí y allá; una llanura chata, apenas cortada por una montaña solitaria, a lo lejos, detrás del horizonte. En la jaula vecina habían colocado a una hembra de mi raza, a la que jamás había visto antes. La cubría de vergüenza su desnudez obligada, y aunque la supuse hermosa, su rostro con sangre seca, sus ojos rojos de llanto y su cuerpo tan maltratado, quizá como el mío; me empujaron a la pena y a la necesidad de consolarla. Le hablé con suavidad, pero ni siquiera me miró. Perdí la cuenta del tiempo que pasamos allí. No había ningún tipo de separación entre las jaulas de arriba y las de abajo, de modo que el excremento y el orín de las superiores caían, de una a otra, hasta llegar al piso. Muchos de los cautivos que estaban en las jaulas inferiores murieron. Cada día, una vez, los salvajes entraban a la Gran Habitación y retiraban los 98
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muertos, ponían a prisioneros recién llegados en otras jaulas y nos daban escaso alimento. Nos castigaban sin motivo. Creo que mi compañera enloqueció. Lloraba y llamaba, toda hora, a un hijo que no estaba. Por fin, una mañana en que vi el cielo oscurecido por las nubes, se abrió la puerta de la Gran Habitación y entraron todos los salvajes. A su cabeza, uno de ellos, de pelo blanco y cara surcada por arrugas viejas, y al que nunca habíamos visto; alzó su mano. Se hizo el silencio y con voz atronadora habló con palabras que no entendí, pero que aún escucho en mis oídos como a una maldición, como el motivo y razón de la muerte de mi mundo. Él dijo: —¡Animales!, mi nombre es Noé. Afuera se desató la tormenta. Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches. ◀
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ÍNDICE Cuatro días de paz La medicina es una ciencia exacta Del libro de recetas de Herodes Antipas El aprendiz Romance de la huída de Sodoma. Y apuntes acerca del aumento del costo de la vida Ella nos enseñó a descubrir mundos mágicos Teoría de la extinción de las especies Relato de lo acontecido en Mantua, junto a un vado del río Mincio, en los primeros días de julio de 452 Los siete trabajos de Hércules García Entrevista con el dragón Vengo hasta ustedes desde un Dios muy lejano Dirán, con temor, nuestro nombre en los fogones Escuchado en las playas cercanas a la desembocadura del Escamandro, o cómo se decidió de qué manera engañar a los troyanos Etemenanki El nombrador Noticias de la Sagrada Ciudad de Elelín Acacio, bibliotecario, inventor de la nada (El décimo signo) Tratado acerca de cómo levantar minas (o explicación acerca de la superabundancia de los Pérez)
7 8 11 12 14 19 22 27 32 33 37 40 41 44 47 49 55 60 101
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Los hechos en el caso de mi brazo izquierdo El viejo bosque de Teutoburg Blues para una princesa triste (¿qué tendrá la princesa?) El factor Noé Di end is comin Razones y causas —visibles y ocultas— que llevaron a mi cliente, de manera inevitable, a pegarle un hachazo el la cabeza a su abuelito Fritz (un cuento de hadas) Y caerá el muro de la ciudad Der rattenfägen Twister Ap. 6:1 Éramos un millón de animalitos ciegos
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El Diluvio Universal y otros efectos especiales de Daniel Frini Se terminรณ de imprimir en Florida, Pcia. de Buenos Aires, el 15 de junio de 2016 en los talleres gรกficos de La Imprenta Digital SRL