SdCF - Antología de Relatos de Ciencia Ficción

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Varios autores SdCF - Antología de relatos 2017 Edición para lectores de libros electrónicos y dispositivos móviles.


SdCF - Antología de relatos 2017 © 2017 Daniel Frini por SERÁ NUESTRA SUERTE MUDAR DE TIRANOS © 2017 Roberto Rosaleny Aguado por ESQUELAS © 2017 Daniel Frini por VIVIREMOS PARA SIEMPRE © 2017 Anselmo Vega Junquera por EL MENSAJE © 2017 José Luis Díaz Marcos por 20/07/69 y MARTY © 2017 José Carlos Cuevas Albadalejo por HORIZONTE FRACTAL © 2017 Jacinto Muñoz Vivas por UNA CONCLUSIÓN EVIDENTE © 2017 Ricardo Cortés Pape por DIARIO DE MARTE, POR AARÓN G., MECÁNICO Y EVENTUAL ROTULADOR DE ASTRONAVES © 2017 Francisco José Súñer Iglesias por LOS MIÉRCOLES, MERCADO

Publicados en 2017 en la web Sitio de Ciencia-Ficción: https://www.ciencia-ficcion.com

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Introducción e nuevo, puntual a la cita anual de la recopilación de los relatos aparecidos durante el año en el Sitio de Ciencia-

D Ficción, tengo el gusto de presentar los que he ido seleccionando durante 2017.

En SERÁ NUESTRA SUERTE MUDAR DE TIRANOS, Daniel Frini, repasa la historia argentina desde sus inicios hasta un futuro no muy lejano y nos recuerda que nunca glorias pasadas preservan de miserias futuras. Roberto Rosaleny Aguado nos relata los misteriosos anuncios de las muertes de los protagonistas de ESTELAS, todo parece indicar que se trata de una broma de mal gusto, excepto porque el bromista no parece existir. Daniel Frini nos plantea una peculiar visión de la inmortalidad en VIVIREMOS PARA SIEMPRE En EL MENSAJE, Anselmo Vega Junquera cuenta como el contacto con una inteligencia extraterrestre puede ser tan apasionante como frustante y aburrido. 20/07/69, de José Luis Díaz Marcos es un emotivo homenaje a la figura de Neil Armstrong… ¿o no? Repite con MARTY, una historia de arqueólogos estupefactos y pronósticos deconcertantes Puede que crear y destruir universos sea fácil, al menos si se dispone de las herramientas adecuadas. José Carlos Cuevas Albadalejo propone en HORIZONTE FRACTAL algún que otro interesante método. En UNA CONCLUSIÓN EVIDENTE, Jacinto Muñoz nos recuerda que no solo es la justicia, el ardor o la rabia las que deben mover nuestras acciones y orientar nuestras decisiones. Aunque solo sean unas gotas, la inteligencia nunca debe ser despreciada. Ricardo Cortés Pape nos describe en DIARIO DE MARTE, POR AARÓN G., MECÁNICO Y EVENTUAL ROTULADOR DE ASTRONAVES lo desquiciada que podría llegar a ser la colonización de Marte. F. J. Súñer (su muy seguro servidor) proyecta a unos años vista como será hacer la compra, si es que aún existen los centros comerciales, para los beneficiarios de la «renta básica» y las tarjetas de asistencia social. Francisco José Súñer Iglesias, 27 de diciembre de 2017


SERÁ NUESTRA SUERTE MUDAR DE TIRANOS por Daniel Frini

D

on Justo José Núñez, escribano del Cabildo, lee la proclama preparada de manera especial para la ocasión.

—Señores —dice— henos aquí reunidos para resolver esta encrucijada crucial para el Virreinato. Os aconsejo mesura y serenidad en las discusiones. Os conmino a todos a expresar vuestras opiniones libremente, y os recuerdo la conveniencia de no llevar adelante mudanzas catastróficas de la autoridad establecida —y agrega la fórmula de rigor—. Ya estáis congregados. Hablad con total libertad.

Todos los presentes, más de trescientas personas, levantan la voz a la vez; y el escribano Núñez debe extremar sus esfuerzos para poner algo de orden. Entre el griterío se destaca el obispo asturiano Benito de Lué y Riega. —¡...no solamente no hay por qué hacer novedad con el Virrey, sino que aun cuando no quedase parte alguna de la España que no estuviese subyugada al francés, los españoles que se encuentran en las Américas deberían tomar y asumir el mando de éstas colonias y cedérselo a los hijos del país cuando ya no quede un solo español en él! Don Juan José Castelli debe replicar al obispo. Ha sido designado por los revolucionarios como «el genial orador destinado a alucinar a los concurrentes», para fundamentar su posición. Pero la solemnidad de Lué y la importancia del momento lo intimidan. Argerich y de Vedia, lo toman por sus brazos y lo exhortan a que hable. Castelli, nerviosos, expone. —Desde que...— comienza, titubeante—...el señor Infante Don Antonio Pascual de Borbón salió de Madrid obligado por los franceses, ha caducado el gobierno soberano de España —y continúa, ahora con soltura—. Con la disolución de la Junta Central mayor razón hay para considerar que su autoridad ha expirado, y la instauración del Supremo Gobierno de Regencia es apócrifa, y su poder es, por lo tanto, ilegítimo. Los derechos de la soberanía han revertido al pueblo de Buenos Aires... —¡Aunque quedare un solo vocal en la Junta de Sevilla —interrumpe Lué entre los abucheos de los revolucionarios —, y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir a él como a la Soberanía! * * * Paulina iba a conocer la Capital de la República, Ella y sus padres habían sido seleccionados por el Consejo pro Igualdad de Oportunidades para los Ciudadanos de los Territorios del Interior y participaría en los festejos del veinticinco de mayo. «¡Trescientos años!» había dicho mamá, y ella no entendía. ¿Cómo comprender la enormidad de un tres seguido de dos ceros cuando se tienen sólo cinco años? «¡Vas a ver qué linda es Nueva Buenos Aires!», decía mamá, y los cinco años no permitían entender una metrópoli con más de dos millones de ciudadanos de primera. El Tren de Carga de Operarios los recogió en la Estación de Trasbordo de Nogalito. Al subir al vagón, el baño de descontaminación le hizo arder los ojos. «Enseguida pasa», dijo papá; y ella le creyó a regañadientes, porque los enormes guardias de Control Ciudadano parecían estar allí no solo para que le molestase el gas del baño, si no para que Paulina se aterrorizase hasta casi llorar. «Son buenos», dijo mamá. «Están para cuidarnos», dijo papá; pero a ella no se le escapó el destello de miedo en la mirada de los dos. El viaje duró más de veinte horas y fue tranquilo, aunque los asientos de madera eran incómodos. Primero bajaron a San Miguel, donde se unieron a un convoy de más de ochenta vagones y enfilaron hacia el sur, luego bordearon la Zona Restringida de Termas de Rihondo; al pasar por Santiago les opacaron todas las ventanillas y los sujetaron a los asientos, porque estaba prohibido mirar la ciudad militarizada; cruzaron Nueva Andalucía, y en la Zona de Control de Villamaría fueron sometidos a un exhaustivo cateo. Pasaron por los límites de las Zonas restringidas de Belvil y Carcarañá. Transitaron de noche por las afueras de Granrrosario. Desde allí se veía en el horizonte, hacia el norte, una fosforescencia de color violeta. Paulina se quedó absorta mirándola. —La Zona Prohibida de Santafé —dijo el papá. La niña giró la cabeza para mirar a sus padres y se extrañó al sorprenderlos persignándose casi a escondidas. Con las primeras luces de la mañana entraron a Nueva Buenos Aires, bordeando el Paranacito. Bajaron del Tren de Carga y los guardias los subieron a empujones a un Carro de Visita, con el que los llevaron, de isla en isla, hasta unas pocas cuadras de la Plaza de la Refundación, donde estaba todo preparado para el acto central de los festejos. Los formaron en pelotones de unas treinta personas, un grupo detrás del otro integrando una columna. Un Guardia Dorado, que a Paulina se le antojó gigante, ordenó el avance. Mientras caminaba de la mano de papá logró ver retazos de los edificios que bordeaban la avenida entre las piernas de los adultos que entorpecían su visión; hasta que, a pocos metros de la Plaza, papá la subió a sus hombros. La niña lanzó una exclamación de asombro cuando pudo ver el espectáculo que se le presentaba. Había visto algunos videx de la Capital, pero nunca imaginó tanto color y tanta gente junta. Abrió bien grandes los ojos y la boca, emocionada, al ver la inmensa bandera tricolor allá, bien arriba en el mástil frente al Palacio del Gobierno Central, desde cuyos balcones hablarían, más adelante, los miembros del Excelente Triunvirato. —¿Viste qué linda bandera? —dijo papá. —Como la que pintaste en la escuela —dijo mamá. —¿Qué significan los colores? —preguntó Paulina.


—La franja vertical de la derecha, que es de color ce... —dijo la madre con tono interrogatorio. —¡Celeste! —dijo la niña. —¡Si! Representa el color de los Humedales de la Patria, los más grandes del mundo. La franja central, esa que tiene cuatro círculos verdes, que es de color blan... —¡Blanco! —¡Bien! Esa representa el color del eterno manto de nubes, durante el día. Y la franja vertical de la derecha, que es de color ne... —¡Negro! —¡Muy bien! Ese es el color de las nubes durante la noche ¿no te parece? —Si mamita, pero ¿antes teníamos otra bandera, no? —¡Uh, sí! antes de la Invasión, incluso antes de la Guerra Civil. Era linda, también, pero las franjas estaban acostadas, no de pié como en ésta. Porque ahora, como dice el General Triunviro Supremo, estamos de pié ¿no es así? —Sí, mami. —Y no nos doblegamos ante el enemigo de la República ¿no? —Sí, mami. —Y, además, la bandera vieja tenía un sol en el centro. —¿Un qué? —En lugar de los círculos, había un sol. Como ese que vimos hace poco en los videx ¿Te acordás? —¡Ah, sí! Ese que, dice la maestra, nos da la claridad que hay bajo las nubes durante el día... —Exactamente. —¿Y qué eran los círculos verdes? —Representan la riqueza de los cultivos de soja en los cuatro Territorios Nacionales —respondió papá—. Un círculo por cada territorio. Hablaban casi en voz alta para poder entenderse por sobre el volumen de las marchas militares que llenaban el aire de la plaza. Paulina no sabía las letras, pero las tarareaba a todas: «Batalla de Tandil», «Marcha de los Zapadores Nocturnos», «El último vuelo del zeppelín Duhalde», y las más viejas, de la época de la Guerra Civil, como la triste «Barricadas de Luján», que a Paulina le producía algo extraño dentro del pecho. —Es angustia inducida por música —decía mamá. A ella también le caía, lentamente, una lágrima. * * * — ...y el pueblo de Buenos Aires —prosigue Castelli— puede ejercer libremente sus derechos de soberanía para decidir la instalación de un nuevo gobierno, no existiendo la España en la persona del Señor don Fernando Séptimo. Luego, magistralmente, expone su tesis. —Si el derecho de conquista pertenece, por origen, al país conquistador, justo sería que la España comenzase por darle la razón al reverendo obispo, abandonando la resistencia que hace a los franceses y sometiéndose, por los mismos principios con que se pretende que los americanos se sometan a España —arrecian los aplausos y los vivas de los criollos—. La vara debe ser la misma para todos. Los españoles de España han perdido su tierra. Los españoles de América tratamos de salvar la nuestra. Los de España que se entiendan allá como puedan y que no se preocupen, los americanos sabemos lo que queremos y adónde vamos. Por lo tanto propongo que se vote: que se elija otra autoridad distinta a la del virrey; que dependerá de la metrópoli si ésta se salva de los franceses, o será independiente de ella si España queda subyugada. —¡Asombra —grita el obispo Lué— que hombres nacidos en una colonia se crean con derecho a tratar asuntos privativos de los que han nacido en España! ¡Están excluidos por razón de conquista y por las Bulas con que los Papas han declarado que las Indias son propiedad exclusiva de los españoles! El Fiscal de la Real Audiencia, doctor Don Manuel Genaro Villota, más sereno, le contesta a Castelli. —Usted no puede ser ajeno a las circunstancias de apuro en que se hizo el nombramiento del Gobierno de Regencia, y cualquier defecto que se pueda notar en su designación lo subsana el reconocimiento posterior que podrán hacer los pueblos súbditos de la Corona. Buenos Aires no tiene derecho alguno a decidir por sí sola sobre la legitimidad del Gobierno en España y mucho menos a elegirse un gobierno soberano, que sería lo mismo que romper la unidad de la Nación y establecer en ella tantas soberanías como pueblos. * * *


Un momento después, un Guía Dorado le habló al grupo donde estaban los tres. —Ciudadanos de Segunda de los Territorios del Interior, bienvenidos a la Histórica Plaza de la Refundación, escenario de las más grandes gestas nacionales del último siglo —dijo—. Ustedes han sido seleccionados por el Gobierno del Excelente Triunvirato, dentro del Plan Nacional de Erradicación de la Ignorancia y como premio a sus Esfuerzos de Trabajo Voluntario Obligatorio, y tendrán el honor de participar en los actos programados para celebrar los trescientos años de la Patria. Hablaba con una voz muy profunda y grave, con una vibración baja que se calaba hasta los huesos. Paulina se tapó los oídos, pero igual la escuchaba muy claro. —Hoy, ciudadanos, asistirán a los festejos —continuó hablando el Guía, mientras unos auxiliares repartían banderitas y pancartas prolijamente impresas con mensajes de apoyo al gobierno—. A continuación, escucharemos el mensaje de nuestros líderes y luego, por la tarde, viajaremos en chóper a visitar las ruinas de Vieja Buenos Aires, la Fosa Común de los Héroes, en el Cementerio de Plaza de Mayo, y el Museo del Cabildo. Por la noche embarcarán para volver a sus respectivos hogares y continuar trabajando por el honor de servir y contribuir a alcanzar los destinos de grandeza de la República. Paulina se mantuvo en silencio viendo cómo sus padres asentían, muy serios, al escuchar al guía, que hizo una pausa y prosiguió. —Ustedes son privilegiados al haber sido elegidos para asistir al discurso de los miembros del Excelente Triunvirato. Todo el país los estará mirando, así que deberán estar alegres y sonrientes, y agitar constantemente los elementos que les estamos entregando. Cada grupo tiene asignado un guía. Cuando éste levante su mano derecha, todos gritarán bien fuerte «¡Viva el Triunvirato!»; y cuando levante su mano izquierda, con voz potente aclamarán «¡Ahora sabemos de qué se trata!» —y con un tono perentorio, interrogó al grupo— ¡ ¿Entendido? ! —¡Sí, señor! —respondieron todos, incluso Paulina, llena de una euforia inexplicable. Los hicieron entrar a la Plaza, de manera ordenada. Paulina y sus padres fueron ubicados al lado del monumento al Mariscal Kuzniecky, salvador de la Patria. * * * El Fiscal Villota abre una brecha en la argumentación de Castelli, que no acierta una respuesta. Pero ésta aparece en la mente lógica de Juan José Paso. —Dice muy bien el señor Fiscal que debe consultarse la voluntad de los demás pueblos del Virreinato; pero piénsese bien frente a los peligros a los que se ve expuesta esta capital. Ni es prudente ni conviene el retardo que implica el plan que propone. Buenos Aires necesita con mucha urgencia estar a cubierto de los peligros que la amenazan: el poder de la Francia y el triste estado de la Península. Debe ser la inmediata la formación de la junta de gobierno provisoria a nombre del señor don Fernando Séptimo y proceder sin demora a invitar a los demás pueblos del Virreinato a que envíen sus representantes a la formación del gobierno permanente. Villota es impotente para destruir el alegato de Paso, pero interviene otra vez, con voz entrecortada, para echar en cara a los rebeldes su desapego a la metrópoli. —Es muy doloroso que en ocasión de la mayor amargura de España, trate Buenos Aires de afligirla con una novedad de esta clase y oscurecer las glorias adquiridas por este virreinato por una estúpida equivocación de conceptos. Interviene el General Ruiz Huidobro, el oficial presente de mayor graduación, para fijar su postura. —Cierto es que no podemos abandonar a nuestro augusto y amado monarca el señor don Fernando Séptimo en tan mala hora. Debemos sostener a su Virrey en esta leal colonia y aguardar que la buenaventuranza de Nuestro Señor Jesucristo ayude a Su Majestad. * * * Todos continuaron agitando sus banderitas y aproximadamente una hora después se abrieron las puertas del balcón del Palacio de Gobierno y por ellas aparecieron los integrantes del Excelente Triunvirato. Los guardias comenzaron a levantar alternativamente sus brazos derechos e izquierdos y los vítores recrudecieron. Por los altoparlantes se escucharon los primeros compases del Himno de Guerra, y todos se quedaron muy quietos. El extraordinario tenor Félix de la Riviera, orgullo de la Patria, cantó las estrofas y toda la plaza hizo los coros del estribillo.

«Triunvirato Glorioso y Excelente guíanos en los días de guerra. El pueblo te ofrece su vida y su tierra. Mándanos a morir en el Frente.». Después, comenzó el discurso. —Pueblo de mi Patria —dijo el General Triunviro Supremo,. —Pueblo de mi Patria —dijo el Abogado Triunviro. —Pueblo de mi Patria —dijo el Arquitecto Triunviro.


—Hoy es un día de fiesta. —Hoy es un día de fiesta. —Hoy es un día de fiesta. —Festejamos trescientos años de Patria y cuatro de libertad... —Festejamos trescientos años de Patria y cuatro de libertad... —Festejamos trescientos años de Patria y cuatro de libertad... —...después de dos décadas de dominación enemiga. —...después de dos décadas de dominación enemiga. —...después de dos décadas de dominación enemiga. El discurso duró más de cinco horas, pero Paulina se durmió enseguida en brazos de su padre y se despertó al final, cuando los altoparlantes atronaron el aire con el «Cumpleaños Feliz», que todos cantaron de buena gana. Así concluyeron los Actos Oficiales del Tricentenario. Ordenadamente, los Guías retiraron a los ciudadanos de la Plaza. Les ofrecieron un refrigerio frugal y los subieron, muy apretados a un chóper. La niña estaba muy emocionada. Todo era nuevo, todo ocurría por primera vez. Rápidamente se elevaron y ganaron velocidad. Sobrevolaron las islas y el Campo de Batalla Tigre Dos, luego el río oscuro. Pasaron sobre los restos oxidados de los acorazados «Carrió» y «Fortabat», encallados en las playas de Sansidro, y aterrizaron en el Puesto de Control Núñez, en un viejo y derruido estadio de fútbol. Allí los subieron a otro Carro de Visita, con el que recorrieron los despojos de la ciudad vieja por un camino abierto entre los escombros que los llevó en línea recta hasta el Cráter Obelisco. Bajaron, los organizaron nuevamente en pelotones y los Guías los llevaron por una senda sobreelevada hasta la Plaza de Mayo. —¿Ves esos carteles? —dijo papá— Dicen que está prohibido tocar todo lo que esté fuera de la senda, porque puede ser venenoso o radioactivo. ¿Está claro, mi amor? —Sí, papi. Visitaron las ruinas de Rosada, que —lo comprobó Paulina— no eran más altas que ella. —¿Esto lo destruyeron las bombas invasoras, papi? —No, mi cielo. Esto pasó durante la Guerra Civil. Oraron frente a la Fosa Común. Dejaron una gota de sangre y un papelito con sus deseos, tal como aconsejaba la creencia popular, en el Santuario del Soldado Vílchez, Héroe de la Resistencia; y escupieron sobre la tumba del Odiado General McCormick. —Este señor mató muchos argentinos —dijo mamá. —Pero los Guardias Dorados lo tomaron prisionero cuando huía con su amante, el Mayor Zenobio, y los diez lingotes de oro que el enemigo había dejado en las cajas del Tesoro. Fue juzgado y fusilado en el momento, y enterrado al lado del Soldado Héroe, para que nosotros podamos contrastar el Amor y el Odio a la Patria —dijo papá. Luego fueron hasta el Cabildo, una construcción de duraplástico, emplazada donde, según se suponía, había estado el original. Los hicieron entrar a un anfiteatro gigante junto a más de dos mil personas, donde verían una representación de las jornadas de mayo de mil ochocientos diez. —¿Quiénes son esos señores, papi? —Los protagonistas de la Gesta de Mayo, mi vida. Los Guías los ubicaron, les ordenaron guardar silencio, las luces se apagaron y se iluminó el escenario. * * * Los debates, interrumpidos por improperios, vivas y aplausos se prolongan; y ya es casi mediodía. Las voces se elevan en grupos aislados que deben ser llamados a silencio constantemente. Don Antonio Berutti, jefe de las milicias de la Legión Infernal, irrumpe en la sala a los gritos. —Señores del Cabildo: esto ya pasa de juguete. No se burlen de nosotros con sandeces. Si hasta ahora hemos procedido con prudencia, ha sido para evitar desastres y derramamientos de sangre. El pueblo está armado en los cuarteles y el vecindario espera la voz para venir aquí. ¿Quieren ustedes verlo? Toquen la campana del Cabildo y el pueblo estará aquí para satisfacción de este Ayuntamiento. Y si falta el badajo de la campana, nosotros mandaremos tocar a generala y que se abran los cuarteles, y la ciudad sufrirá lo que se ha procurado evitar ¡Sí o no! Pronto, señores, decidlo ahora mismo, porque no estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños ¡Pero si volvemos con las armas en la mano no responderemos de nada! La votación se inicia en un completo caos. Se obliga a hacer públicos los votos y se coacciona con largas cadenas de insultos y vítores según los sufragios sean a favor o en contra de una u otra postura. Muchos se retiran,


temerosos de lo que pudiera pasar. A favor del Virrey se pronuncian sesenta y cuatro votos, y ciento sesenta y dos en contra. Es medianoche. El coronel Don Cornelio de Saavedra se pone de pié en un salto y desenvainando su sable grita. —¡Criollos traidores! ¡Los míos, a degüello! El primero en morir es Belgrano. Los seguidores de Saavedra y leales a Cisneros se encargan en el momento de Azcuénaga, Alberti y Matheu. El mismo Berutti degüella a Castelli. * * * —Querido ¿no deberían ir ganando los revolucionarios? —preguntó mamá. —Entiendo que sí, pero no conozco la historia completa. Quizá después... * * * — ¡No otra vez! ¡no otra vez! —grita el Técnico de Teatro en Jefe. —¡Señor! —dijo un Técnico de Segunda, sentado frente a los controles— ¡Los microcircuitos de memoria pregrabada están sufriendo una liberación espontánea! —¡Ya lo sé, idiota! —responde el jefe—. ¡Intente bajar la frecuencia simbiótica! —¡Sí, Señor! —y confirma, al cabo de unos segundos— ¡No responden, Señor! —¡Pruebe con las Gammaondas! —¡Sobresalto Jota muy elevado, Señor! —¡Carajo! ¡Al revés, entonces! ¡Suba la Inducción de Sueño! —¡Respuesta cero uno en cien! ¡Muy baja, Señor! —¡Carajo! ¡Carajo! ¡Carajo! ¡Prepare un Betaimpulso! —¿Señor? —¡Un Betaimpulso, imbécil! —Destruiremos las mentes de todos los andros, Señor... —¡Ya lo sé! ¡ ¿Qué quiere? ! ¡ ¿Que otra vez se vuelvan locos y maten dos mil espectadores más? ! —No puedo hacerme responsable... —¡Apriete ese comando ya! * * * Un zumbido agudísimo creció por sobre las voces de los protagonistas hasta hacerse insoportable. Paulina estaba a punto de gritar cuando un flash muy intenso la encegueció. Un minuto después, cuando recuperó la visión, se encontró con un espectáculo extraño: los actores, en el escenario, estaban todos como muertos. Algunos en los sillones, otros sobre la mesa que presidía la escena, y la mayoría directamente en el piso. Saavedra avanzó unos pasos moviendo su sable de un lado a otro y luego cayó del escenario —a Paulina le recordó los pollitos con los que ella solía jugar en su pueblo, arrancándoles la cabeza y viendo cómo caminaban hasta caer muertos—. Un brazo aquí, una pierna allá, se movían de manera espasmódica. Paulina, sin entender, miró primero a su mamá y luego a papá. Ambos estaban desparramados en sus asientos. Mami muy quieta y de papá sólo subía y bajaba su dedo índice de la mano derecha que, de todas maneras, pronto se quedó quieto también. Paulina nunca volvió a Nogalito. Fue criada en un Centro de Reeducación en Dolavon, cerca de Gaiman en el Territorio Sur; y a los quince años la destinaron a servir de compañía a las Tropas de Defensa de Fronteras. Vivió toda su vida en cuarteles, desde la Puna hasta Tierra del Fuego, y en los territorios de Ultramar. Alguien le contó, muchos años después, que aquel día en el Cabildo de Vieja Buenos Aires, el Betaimpulso afectó a unos cincuenta veteranos de guerra que estaban presentes en la sala, entre ellos mamá y papá, cuyos cerebros dañados en batalla habían sido reparados con microcircuitos de memoria pregrabada. A pesar de la muerte de sus padres, Paulina recordaría aquel viaje toda su vida y con mucha nostalgia. Nunca más volvió a Nueva Buenos Aires. Nunca formó pareja. No tuvo hijos. Tuvo una larga y solitaria vida. Murió, muy viejita, ya entrado el siglo veintitrés, poco antes de que la Patria cumpliese cuatrocientos años.


Š Daniel Frini, 27 de enero de 2017


ESQUELAS por Roberto Rosaleny Aguado illiam Higgs ojeaba distraído el periódico matutino, sin prestarle demasiada atención, mientras engullía los

W últimos bocados de su desayuno. Como cada día antes de acudir al trabajo, en una oficina de seguros, se había

detenido en el bar de su amigo Daniel. Al disponer de poco tiempo nunca optaba por sentarse en una mesa. Prefería la barra donde Daniel le guardaba, junto con la consumición, un ejemplar de su diario favorito. De pronto en la página 32 encontró una figura que retuvo su mirada. Un rectángulo negro, que ocupaba la mitad de la hoja, delimitado por bordes de tinta negra y gruesa, albergaba una cruz, igual de negra y gruesa, y la siguiente leyenda: «William Higgs, nacido el veintitrés de Marzo de mil novecientos sesenta y fallecido el pasado martes quince de febrero de dos mil diez. Su familia y amigos agradecen las sinceras muestras de condolencia por tan inestimable pérdida. DEP». Sorbió el resto de su zumo de naranja. Volvió a leer la esquela. Repitió la operación. Su rostro adquirió un aire de duda. Buscaba un detalle que le sacara de su perplejidad. Un signo que evidenciara la simple coincidencia. No lo encontró. Confirmó la fecha en la primera página. Era de ese mismo día. Comparó los caracteres de las letras con otras de hojas que eligió al azar y se convenció de que la que contenía la esquela pertenecía a ese mismo diario. No parecía estar insertada de forma manual. Transcurrieron algunos minutos mientras realizó otras comprobaciones. Con disimulo intentó averiguar si alguien le observaba. No encontró ningún sospechoso. Ninguna réplica a sus miradas inquisidoras. Todo el mundo parecía muy lejano. Con la mente absorta, dejó unas monedas como pago de la cuenta e hizo ademán de marcharse. El orondo camarero y propietario del local le devolvió el cambio. Este le trataba con la familiaridad que le prestaban tres de años de puntuales desayunos. —¿Qué te ocurre hoy Willy parece que hayas visto un fantasma?

El agente de seguros, se detuvo un momento. Aquellas palabras parecían demasiado adecuadas. Excesivamente idóneas podría decirse. —Nada, nada Daniel, se presenta un día complicado —contestó enigmático. Por unos segundos dudó si debía interrogar a su amigo. Su pregunta parecía contener una doble intención, aunque parecía formulada de la manera más inocente. «Daniel entre sus múltiples defectos no tiene el de conspirador. Es un tipo demasiado sencillo. Y una broma suya no pasaría de echar sal en un café. Ni siquiera lo veo como cooperador» conjeturó. Finalmente y con la seguridad que allí no encontraría ningún indicio que le pudiera dar alguna luz, decidió continuar su marcha y salió del establecimiento. Ya en la calle, no cesaba de pensar en el incidente. Camino de su trabajo iba eliminando posibles perpetradores de aquella broma macabra. Le asaltó una idea que le pareció genial. Digna de su inteligencia infravalorada por todos. La puso en práctica de inmediato. Entró en la primera tienda donde vendían periódicos. Escogió un ejemplar de entre medias del montón que se apilaba junto a otros diarios y revistas. Con las manos nerviosas buscó el número de la página. Allí se mostraba la misma necrológica. «El idiota que ha urdido esta farsa no ha reparado en medios». Pensó. «Le habrá costado un buen pico ocupar tanto espacio en el periódico de mayor tirada de la ciudad». Continuó su trayecto, a paso lento, hasta la oficina donde se ocupaba de gestionar siniestros. En su interior sentía una mezcla de inquietud y curiosidad. Algo le estaba diciendo que su vida anodina y rutinaria llegaba a su fin. Convencido de que el tétrico anuncio respondía a una especie de juego, trató de construir un sistema lógico para llegar al fondo del mismo. Aplicando criterios coherentes y razonables llegaría pronto hasta el autor o autores sin necesidad siquiera de interrogar a nadie. Por primera vez en mucho tiempo acudía a la oficina rebosante de ánimo. En su ordenador confeccionó una lista exhaustiva de amigos, conocidos, clientes y familiares. Incluyó cuantas personas le vinieron a la memoria con los cuales recordaba haber tenido alguna relación por tenue que fuera. Buscaba la forma de ser metódico en extremo. Junto a cada nombre fue abriendo campos con comentarios. Posible motivo, carácter del personaje y hasta el lapso temporal transcurrido desde el último contacto mantenido. Durante varias jornadas, y dado que por ninguna otra vía afloraba información relevante del tema que le ocupaba, fue desarrollando un monstruoso e intrincado puzzle. Su particular rompecabezas adquirió un tamaño enorme hasta el punto que le fue imposible dominarlo. A cada momento se le ocurría un nuevo concepto para clasificar o una nueva persona en quien no había reparado. Ya no se trataba que una pieza no encajara, más bien no pertenecía ninguna al mismo juego que su contigua. Ni las conexiones entre las personas guardaban relación con los motivos, ni éstos tenían sentido con el resto de factores empleados. Descorazonado, guardaba cada tarde el archivo con un nombre ficticio. Aquellos días su rendimiento laboral fue una oda al absentismo. * * * Los insidiosos tonos que Sally McDermott había grabado en su móvil resonaron una y otra vez hasta que la obligaron a salir apresuradamente de la ducha. Trató de mantener el equilibrio mientras secaba, nerviosa, con una toalla algunas partes de su cuerpo, logrando alcanzar el teléfono que por la noche había dejado en la habitación de al lado. Aunque para sus adentros maldecía aquella llamada que parecía anunciar un día aciago, intentó aparentar amabilidad al descolgar. Al otro lado la inconfundible voz de su amiga Rebeca. Parecía divertida. —Por favor, ¿hablo con Sally la muerta? —fueron sus primeras palabras un tanto ahogadas por un hilillo risa nerviosa. Las condiciones en las que Sally se veía reflejada en el espejo de su dormitorio, aguantando el teléfono entre su


mandíbula y el hombro derecho y frotando la toalla contra su piel para no dejar un charco de agua y jabón en el parqué, no la ayudaban a estar de su mejor humor. Rebeca era desde mucho tiempo atrás su gran amiga, pese a su carácter disparatado y su espíritu caprichoso. —Espero que tu llamada inoportuna tenga una buena razón. Tu nueva payasada matutina tiene poca gracia la verdad —sentenció con enojo mal disimulado. —¡Qué no, qué no! Es verdad, jajá jajá. Si madrugaras un poco estarías mejor informada, sobre todo de algo que tanto te concierne. —Aunque intentaba apaciguarla, Rebeca no cesaba en su risita idiota. —Bueno, te doy diez segundos para que salgan tres palabras coherentes de tu bocaza. Luego colgaré —Intentó amenazarla—. Uno, dos... —Escúchame, es muy curioso. No me interrumpas durante un minuto, te lo ruego. Sally soltó un largo suspiro de aprobación. Rebeca continuó su atropellada historia. —Ya sabes que si no leo los periódicos pronto cada día no me siento realizada. —Si, no hay cotilleo que se te escape. —Déjame continuar —su tono de voz ya era normal—. Pues nada, que esta misma mañana he visto tu esquela. Al principio pensé que debía de ser alguien que se llama igual, pero no, eres tú, no hay duda. Y si no llega a ser porque anoche estuvimos juntas me hubiera llevado un susto de muerte. La impaciencia de Sally dejó paso a un creciente interés. —Esa es buena, ¿y cómo estás tan segura que se refiere a mí? —Porque indica tu nombre completo, fecha de nacimiento, profesión, y un montón de datos más. Pero espera a lo mejor, la han insertado tu ex y tus hermanos, según anuncia la propia esquela a su pié. Pensaba que Jim detestaba a tu familia. ¿Por qué se habrán unido para gastarte semejante broma? Sally que a su pesar había dejado a su amiga terminar la charla, consideró mejor continuarla en otro lugar. —¿Tendrás media hora para tomar café y ver juntas ese periódico? —Claro, ya sabes, el lugar de siempre a las once. Allí nos vemos. —Ah, por cierto, has muerto de «accidente de tráfico» —volvió la risita y colgaron. * * * Sally se alegró de que su amiga ya estuviera en la cafetería donde habían concertado la cita. No le apetecía esperar. Era un lugar muy animado, bullicioso, ideal para cualquiera que quisiera pasar desapercibido. Diseñado con cierto gusto, todo el recinto recreaba ambientes de los años 50 y 60, basados en películas famosas. En las paredes lucían fotogramas de antiguas estrellas del cine. Por allí transitaban a lo largo del día, abogados, ejecutivos y propietarios de los negocios de la zona, más los viandantes que se recreaban con los llamativos rótulos, y especialmente, el atuendo que vestían las camareras. Estaba situado casi equidistante entre la peluquería que había heredado Rebeca y la biblioteca en la que Sally clasificaba y ordenaba montañas de libros. —No dispongo de mucho tiempo —dijo a modo de saludo mientras se sentaba—. ¿Podremos hablar aquí sin que nos molesten? Lo digo porque con ese escote no tardará mucho en acercarse algún moscón. Rebeca fingió no escuchar las últimas palabras. Llevaba un vestido azul ajustado, escondía sus ojos tras unas gafas de sol de marca, y dejaba la huella de sus labios en el cigarrillo y en la taza del té que tomaba. Con su melena rubia, un bronceado perfecto y un ligero maquillaje, resultaba de un atractivo ostentoso. Sally pensó que tanto tiempo dedicada a su aspecto físico hacía dudar en que parte del salón de belleza ocupaba la jornada, si como cliente o dueña. —Aquí lo tienes. —Con un gesto casi violento acercó el periódico doblado a los ojos de Sally. Ésta con bastante más delicadeza, lo tomó con su mano izquierda, empujando hacia atrás con suavidad la mano de su amiga. —Por más que lo veo, no deja de sorprenderme. Sin duda la esquela se refiere a ti. Deberías estar contenta, para llevar dos días siendo un cadáver conservas un aspecto radiante. —La peluquera presumía de tener un sentido del humor cáustico, aunque a nadie se le escapaba que Dios no la había dotado de talento para ello. —La verdad es que es sorprendente —murmuró Sally dejando caer el diario sobre la mesa. Por un instante tuvo la intuición de que se enfrentaba a algo misterioso, mucho más extraño que una broma de mal gusto o la apuesta de algún pretendiente despechado. —¿Piensas quién y con qué motivo quiere llamar mi atención? —Creo que debes buscar el motivo y éste te llevará hasta su autor —por una vez, Rebeca habló con un sentido común impropio de ella—. Sin duda los que cita la esquela no tendrán nada que ver. Sería demasiado pueril por su parte. —Apagó su tercer cigarrillo, orgullosa de su apreciación. En la base del cenicero se apreciaba la cara de James Dean ennegrecida por la ceniza. —Lo confirmaré, por supuesto, pero estoy contigo. Nadie deja su firma cuando gasta bromas de mal gusto. Tal vez nos estemos precipitando y alguien intenta darme un mensaje en clave. He leído que hay gente que se comunica a


través de anuncios. No sé, es muy enigmático todo esto. Me pregunto si alguien está intentando decirme algo y ha elegido un canal diferente. ¿Y si hubiera un código oculto en la esquela y me corresponde desentrañarlo? De entrada no descarto ninguna posibilidad —dijo un tanto abstraída. —¿Has pensado que podrían haberte reclutado en una especie de sociedad secreta o algo por el estilo, sin que lo sepas? —pese a las risitas, la nueva posibilidad que apuntaba Rebeca causó mayor inquietud en Sally. —¿Qué quieres decir? —Ya sabes —Rebeca disfrutaba dando rienda suelta a su imaginación—. Imagina que alguien te ha encargado, digamos, una especie de misión, o te ha incluido en una lista en la que vas a jugar un papel decisivo. Podría ser que esta conversación ya forme parte de esa supuesta trama. —Apagó el último cigarrillo. Ahora el rostro de James Dean carecía de ojos, dos capas espesas de ceniza, por azar, formaban unas siniestras cuencas, convirtiendo al galán en ser espectral. «¡Funesto presagio!» Pensó Sally. A pesar de que la idea parecía fantasiosa, más digna de una novela de misterio que de una historia real, Sally sintió como en su interior crecía la angustia. Intentó apartar esas inquietudes sin conseguirlo del todo. —Espero que no sea tan complicado. Soy una persona demasiado normal para que me ocurran hechos tan peculiares. —Ella misma intentaba tranquilizarse sin conseguirlo del todo. —Bien, a la tarde te llamaré y me cuentas que has sabido —concluyó Rebeca—. He consumido diez minutos más de los permitidos para el café. ¡La jefa me va a echar! —diciendo esto se levantó con gesto sensual. Se sentía la bella heroína de una novela gótica; con su astucia sin igual descifraría un horroroso misterio para salvar a su amiga, víctima de un secreto terrorífico. —De acuerdo lo haré. Me quedaré unos minutos para meditar el tema y tomaré algunas notas —sacó una libreta que siempre llevaba en el bolso—. Ordenaré mis ideas. Era una excusa de la bibliotecaria; quería evitar el rubor de salir junto a Rebeca y ser el blanco de una pléyade de miradas masculinas. * * * Higgs perdió la paciencia. Llevaba más de media hora intentando hablar por teléfono con alguien del periódico que publicó su esquela. Su interlocutora siempre era una máquina repetitiva que emitía palabras amables con voz metálica. Furioso, colgó con un gesto de rabia. No consiguió que le atendieran. Tendría que personarse en la redacción que estaba en las afueras de la ciudad. Se excusó en el trabajo para tomar la tarde libre. Durante el trayecto con su vehículo iba planeando un pequeño discurso que fuera a la vez sarcástico y eficaz. No pensaba salir de allí sin una explicación convincente. —No puedo titubear. Me dejaría en una posición de debilidad y no me tomarán en serio. Si no encuentro la palabra adecuada la sustituiré por otra, pero nunca un silencio prolongado. Ni un pequeño tartamudeo. Eso no me lo puedo permitir. Continuó con sus ensayos mentales hasta que encontró un discurso que le parecía brillante. Sólo tenía que retenerlo y largarlo, en el momento oportuno, con las pausas correctas y sin atropellarse. Cuando andaba por el tercer ensayo, vislumbró el edificio al que se dirigía. Situado dentro de un polígono industrial que gozaba de buen acceso y fácil aparcamiento, se distinguía del resto por haberse construido en época mucho más reciente. La puerta de entrada era giratoria, de las que William no recordaba haber visto en muchos años. Sin saber porqué se sintió un poco ridículo al cruzarla. De inmediato advirtió un pequeño mostrador detrás del cual se percibía un individuo, de uniforme, sentado. El visitante intentó no sonreír. Al guarda le habían proporcionado un taburete diminuto y a duras penas asomaba media cara por el mostrador. Higgs se detuvo frente a él a la espera de que el pseudo-pigmeo se dignara atenderle. No parecía por la labor. Su media cabeza visible se inclinaba para observar la pequeña pantalla del móvil que manipulaba. «O está jugando, o leyendo un mensaje de la última mujer que ha conocido por un chat» Pensó. Como la situación empezaba a ser algo violenta y Mediacabeza no desistía en su tarea, optó por hacerse notar. —Necesito hablar con la persona encargada de la publicidad de este periódico por favor. Es un asunto importante —dijo con gravedad. El guarda, por fin, escapó del mundo virtual y levantando la vista, contestó. —Lo siento, los anuncios se contratan por teléfono, no atendemos personalmente y el pago se realiza a través de tarjeta de crédito. —Bien, pero mi intención no es insertar ningún anuncio. El motivo de mi visita, le repito, es un asunto de máxima urgencia por no decir de la máxima gravedad. Le ruego avise a quien corresponda. Preferiría no tener que utilizar métodos más expeditivos. —Higgs consideró que el uniforme denotaba el rango más bajo en la jerarquía de aquella editorial y eso le capacitaba para mostrarse desagradable llegado el caso. Alguna vez le tocaba mandar y debía aprovechar la ocasión. El tono amenazador surtió el efecto deseado. Apenas dos minutos después de la llamada del lacayo, apareció un robusto joven con trazas de chupatintas. William de forma concisa, le hizo partícipe de la curiosa esquela, acreditando su historia con un ejemplar que había traído consigo.


—Entiendo su inquietud ante una situación tan peculiar. —dijo el recién aparecido—. Y no dudo que usted sea quien dice ser. También estoy seguro que habrá realizado cuantas averiguaciones sean necesarias para comprobar que no se trata de un error o una confusión. Pero siento comunicarle que en poco o nada podemos ayudarle. Como ya me consta le han informado, cualquier anuncio de la clase que sea, se contrata por vía telefónica o a través de nuestra página en Internet. Higgs intentaba no desencadenar un ataque de furia. Insistió sin perder el tono cordial. —En cualquier caso tendrán una ficha, unos datos mínimos de quienes paguen anuncios. Por escasa que sea la información que me proporcione me resultará muy útil. Aunque sea un simple nombre. El chupatintas concluyó. —No siempre es como usted dice. Sólo en los algunos casos tomamos datos, pero entenderá que no podemos facilitar ese tipo de información. Las leyes son muy estrictas en la protección de datos personales. Por último, si me permite una opinión, pienso que es evidente que se trata de una broma. Quizás no debería concederle demasiada importancia. Antes o después el gamberro aparecerá. Comprendiendo que iba a resultar imposible encontrar alguna luz en aquella redacción, Higgs le tendió la mano consumiendo la última cortesía que le quedaba. —¡Nada entre dos platos! Inmejorable ocasión para repetirme la frase que utilizo tan a menudo en estas memorables fechas —murmuró malhumorado. * * * Sally McDermott aprovechaba el silencio de la biblioteca para recapitular los acontecimientos de los últimos días. Una semana después del anuncio de su falsa muerte seguía en el mismo punto. Había buscado todas las maneras de encontrar alguna pista sin éxito. Habló con familiares, amigos y conocidos intentando dar con un error, un detalle que la llevara en el camino correcto en su investigación. A veces recurría a las amenazas ante sus más íntimos. Terminó por convencerse de que nadie, al menos que ella creyera, estaba implicado en la publicación de su esquela, y lo más irritante, un suceso tan poco habitual no despertaba el interés a quienes se lo confió, con la excepción de Rebeca. Por momentos Sally dudaba si era posible que todo el mundo hubiera perdido la razón. La sospecha inicial de que la necrológica contenía un sentido oculto la empujó a examinarla con detalle. Intentó encontrar una señal leyendo las palabras en orden inverso, saltando sílabas e incluso traduciéndola a otras lenguas. Hasta sustituyó las letras por números a la espera de encontrar un guarismo significativo. Pero de haber una clave estaba demasiado bien encriptada. Nadie la idearía tan compleja que fuera indescifrable. Segura de que había tomado la dirección equivocada optó por cambiar el rumbo de sus pesquisas. Pensó en buscar alguna historia similar. Debían de existir precedentes, tal vez no idénticos, pero si parecidos. En los momentos que el trabajo se lo permitía, se dedicó a leer libros que mencionaran sucesos extraños. La tarea resultaba difícil porque no sabía con exactitud lo que buscaba. Acaparó un buen número de títulos. Desde los que relataban leyendas urbanas hasta los que narraban fenómenos inexplicados. Al principio la intuición la llevó a estudiar conexiones ocultas. Comprendió que en la sociedad existían multitud de redes entrelazadas y desconocidas. Cadenas con oraciones y consignas, comunicaciones a través de noticias aparentes, amenazas y convocatorias publicitadas de tal manera que sólo los destinatarios podían entenderlas. Un auténtico inframundo subyacente en la sociedad; apasionante y terrible a la vez. La ilustración que Sally adquirió sobre sectas, juegos estrambóticos y otras singularidades más o menos curiosas le cambiaron la forma de ver el mundo. Aquel transeúnte con quién se cruzaba cada día o la señora que esperaba todas las mañanas el metro en la misma parada, podían estar viviendo sucesos anómalos sin que nadie lo percibiera. Protagonizando historias propias de la ficción y no de la realidad. Ella misma vivía ahora un guión complicado del que era consciente en parte, o eso creía. Pero no encontró ningún paralelismo que pudiera asimilar con la vivencia que la mortificaba. * * * Decepcionada, se adentró en la lectura de temas más fantásticos. Si la respuesta no estaba en la vida real, nada se perdía conociendo otras opciones poco académicas. Se tenía por persona racional y con espíritu crítico. En otro tiempo se hubiera avergonzado de prestar atención a las para-ciencias. Comenzó a leer «El libro de los condenados», de Charles Fort. El autor describía, con prolijidad de datos, una serie de hechos a cual más curioso. Noches con varias lunas, lluvias de animales, apariciones y desapariciones inexplicables. Un compendio demoledor contra el sentido común. De ser ciertos la mitad de los contenidos, sólo cabía el asombro. Al terminar aquella taxonomía de lo inexplicable se sintió más interesada por el ocultismo. Buscó otros libros con similar temática. Jamás había prestado atención a la enorme cantidad de textos sobre asuntos esotéricos que atesoraba la biblioteca. Continuó su búsqueda por otros títulos no menos inquietantes. Cada frase, que le llamaba especialmente la atención la copiaba en su ordenador con la esperanza que podía darle la luz necesaria. Cuando terminaba el horario de apertura al público, Sally continuaba su lectura perdiendo la noción del tiempo. La soledad, aliada con la temática siniestra, derivaba, en ocasiones, en pensamientos opresivos. Incluso la arquitectura de la biblioteca ayudaba crear un ambiente lúgubre. Varias horas más tarde, agotada, regresaba a su domicilio llevando siempre consigo algún libro de la temática en la que se estaba iniciando. * * * Fueron transcurriendo así los días. El desánimo se iba adueñando del espíritu de Sally, conforme adquiría conciencia de la ingente tarea que había emprendido. Y no tanto por no encontrar coincidencias significativas con su experiencia, sino porque los autores se limitaban a exponer hechos sin aportar explicaciones, al menos plausibles. La mayoría contaba acontecimientos, supuestamente inauditos, enfatizando en la verosimilitud de los mismos, sin


incluir hipótesis racionales que los explicaran. Otros, más atrevidos, se mostraban partidarios de tesis extravagantes e irracionales, cuando no ridículas. Recurrían a extraterrestres, complots de oligarquías secretas y poderosas o experimentos gubernamentales. Aunque muchos de ellos estaban separados en el tiempo por varios decenios nunca encontraba avances en las denominadas Ciencias Ocultas. La buena erudición de la bibliotecaria le permitió comprender que los casos insólitos respondían a las modas culturales de las sociedades y las inquietudes que sufrían. En el siglo XIX los espiritistas abundaban y los médiums transitaban con facilidad entre el más allá y el más acá. En el período de entreguerras los videntes prevalecían, profetizando y adivinando cualquier hecho, sobre todo los que ya se habían producido. Al fin de la Segunda Guerra Mundial inmensos ejércitos de platillos volantes procedentes de planetas con nombres típicos de ciencia-ficción y repletos de marcianos cabezones desarrollaban una actividad tan frenética como estéril por la Tierra. En los inicios de la década del año dos mil, las inteligencias artificiales darían buena cuenta de los humanos aplicándoles justa penitencia por sus múltiples pecados. La noche en la que se cumplían cuatro semanas de la llamada matutina de su amiga Rebeca, Sally se quedó dormida en el sofá. Exhausta y algo deprimida le venció el sueño durante la lectura de «El retorno de los brujos», obra cumbre de lo paranormal. La música repetitiva de su teléfono móvil la devolvió a la realidad. Tras unos breves segundos para orientarse consultó el reloj. Eran las seis y media de la madrugada, casi la hora de ponerse en pié. El móvil no cesaba de insistir. Sin dudar de quién se trataba, ni siquiera miró en la pequeña pantalla el número. La voz de Rebeca se mostraba agitada. —Antes de contarte la gran noticia quiero saber si has avanzada algo desde nuestra última conversación. —No, la verdad es que estoy cada vez más confundida en este laberinto. Por utilizar un lenguaje policíaco te diré que estoy siguiendo varias líneas de investigación, pero resultan todas ellas frustrantes. Ni una pista remota. Eso sí, ahora soy una autoridad en ocultismo, ovnis, parapsicología y demás zarandajas. Y pronto me versaré en esoterismo oriental y chamanismo. Apasionante como podrás observar. —Concluyó irónica. —Deberías confiar más en mí. —La interrumpió su interlocutora—. Tengo el hilo definitivo. Lo que nos llevará, sin duda al ovillo, es decir, al fondo del misterio. —Rebeca gustaba utilizar varias palabras para reiterar lo que era evidente. Se sentía culta por emplear sinónimos sin orden. —No dramatices ahora con frases innecesarias y dime adonde has llegado o quieres llegar —dijo impaciente Sally. —De acuerdo iré al grano. Es tan sencillo que tiene hasta su gracia. Allá voy. Pero te advierto que te vas quedar sin respiración. Es impactante. Meditando tuve una idea. Hay que aplicar el sentido común. Si hay una muerte, lo normal sería que después hubiera un funeral. —Rebeca dosificaba sus palabras para llenar de mayor dramatismo el relato. —Continua, tiene sentido lo que dices. —Me puse manos a la obra. Tomando la personalidad de una pariente lejana algo despistada, he ido llamando a todas las parroquias y congregaciones por riguroso orden de listín telefónico. Y ahora viene lo bueno. El viernes a las ocho de la tarde en la iglesia de St Michel se oficia tu funeral, confirmado por el propio párroco. Creo que no podemos faltar a esa ceremonia ¿no crees? Esperó unos segundos para comprobar la reacción que esas palabras habían provocado en su amiga. Sally se avergonzó de no haber sido ella quien tuviera la idea. Llevaba una eternidad de horas dedicadas a lecturas a cual más extravagante sin conseguir otra cosa que aumentar su confusión. Y sin embargo, la alocada de Rebeca le estaba proporcionando el hilo conductor de una forma sencilla e ingeniosa. La vanidad le impidió reconocer su derrota intelectual. Tenía que poner una mínima objeción para que el triunfo de su amiga no fuera completo. —Por supuesto acudiremos puntuales a esa Iglesia, ¿pero no crees que parece demasiado fácil? Me temo que no sea más que otra pieza en este rompecabezas. Hasta puede que el enigma se agudice. Sus palabras no disminuyeron el entusiasmo de la peluquera. Rebeca había encontrado un aliciente extraordinario fuera de su vida frívola. Y cuantos más problemas fueran surgiendo, mayor iba a ser el interés que emplearía. —Estoy segura que vamos en el buen camino. Y si es una pieza suelta, la encajaremos en el sitio que corresponda. Una última cosa, ¿marca el protocolo llevar duelo en el funeral de una misma? —Y lanzando esta punzada de humor grueso colgó sin esperar respuesta. * * * El malhumor había llevado a William a denegar el pago de todos los partes de accidente que llegaban a sus manos. Estaba enfadado consigo mismo y repercutía a la humanidad entera su impotencia. A cualquier siniestro le encontraba una buena razón para declararlo fraudulento. Si se trataba de una lumbalgia, el dolor no se podía cuantificar, si había un accidente de tráfico, el conductor era un imprudente y cuando acaecía un percance de carácter doméstico, los perjudicados pretendían estafar a la aseguradora. «Estoy ahorrando enormes sumas a la compañía. Me deben gratitud eterna». Pensaba. Pero la razón más plausible de su eficacia económica se hallaba más cerca del ahorro que le suponía remitir una circular estándar denegatoria, que los aburridos y costosos trámites necesarios para completar un expediente y proceder al pago. Con su actitud conseguía un importante tiempo extra para dedicarlo a sus tribulaciones. A veces retomaba el ya gigantesco puzzle que acumulaba en su procesador de textos para cerrarlo al poco tiempo enfadado por su incapacidad para desenmarañarlo. —¡Nada entre dos platos! —exclamaba para sus adentros colérico.


En su oficina apenas hablaba. La comunicación con sus compañeros disminuyó hasta ser casi nula. La única conclusión cierta que le golpeaba el espíritu hasta martirizarlo, estribaba en que nadie, en apariencia, le había mencionada jamás el tema. ¿Sería posible que ningún conocido hubiera leído la esquela? Una y otra vez acudía a su mente la misma pregunta. La probabilidad era mínima. Si bien su círculo no era demasiado extenso, una noticia así antes o después hubiera tenido un retorno. Sin embargo, el mutismo a su alrededor era absoluto. Y ello apuntaba a una opción preocupante. ¿Estaría todo su entorno implicado en un macro-complot contra él? Estuvo tentado de acudir a la policía, pero pronto desechó la idea. Circulaban demasiados lunáticos por el mundo para que le prestaran la mínima atención. Y ante la falta de mejor hipótesis le achacarían a él mismo la autoría de la esquela. Su carácter receloso no le permitía hacer partícipe a nadie de la inquietud que sentía. Podría tratarse del autor o de algún cooperador y ponerlo sobre aviso. Sólo a él le correspondía el derecho y la obligación de aclarar el enigmático tema. En el devenir de sus pensamientos llegaba a ideas contradictorias. A veces creía mejor dejar que los acontecimientos transcurrieran por sí solos a la espera de algún suceso espontáneo y revelador. Otras, no se veía con fuerzas para albergar tanta paciencia. Precisaba de un resultado de inmediato. Utilizaba métodos eficaces de rastreo. Buscó en las listas del ayuntamiento todas las defunciones del último mes sin saber con certeza qué esperaba encontrar. Hizo lo mismo respecto de los funerales celebrados en las iglesias y tanatorios. Incluso desde las bases de datos de que disponía por su compañía de seguros y otras a las pudo acceder gracias a su profesión, examinó cientos de accidentes ocurridos recientemente. El resultado de todas las búsquedas resultó negativo. Al salir cada tarde deambulaba largas horas por las calles. Sumido en mil y una conjeturas se desesperaba ante tanto fracaso. Elegía las callejuelas más solitarias para no distraerse con la visión del gentío y los sonidos de los automóviles. Solía ordenar los pensamientos en forma de monólogos. «Podría buscar la ayuda de profesionales. Un detective privado por ejemplo. Pero conozco su modus operandi. Por un asunto tan difícil, y sin ninguna pista de entrada, me cobrarían una cantidad demasiado costosa. Y mi maltrecha cuenta corriente no soportaría ese saqueo. Mejor desechar esa opción, de momento». Si al menos fuera crédulo, acudiría a un clarividente o algo así. Uno de esos individuos que en los programas de televisión con tocar un objeto o prenda de ropa descubren el pasado. ¡Bah! vulgares estafadores, es impropio de mí que ni siquiera me planteé esa posibilidad.. Tal era el grado de concentración en sus pensamientos que no advirtió la presencia de un extraño que se había fijado en él. El desconocido, tras observar por unos instantes a Higgs, aceleró el paso hasta situarse a su lado. Con un gesto rápido extendió el brazo hasta alcanzar el hombro de William y detenerle, llamándole en voz alta por su nombre de pila. Higgs giró el cuello. Durante un segundo dudó. A su lado tenía un hombre de su misma edad, vestido con ropas anticuadas pero elegantes y gesto simpático. Destacaban en él unas pequeñas gafas de concha con cristales circulares. —¡Foster! ¡Edward Foster! —exclamó Higgs con sincera alegría. Se trataba de un antiguo compañero de instituto. Sin llegar a ser grandes amigos siempre hubo entre ellos mucha simpatía. Edward Foster mostraba ya en la educación secundaría unas dotes intelectuales superlativas. En matemáticas era un genio. Los profesores coincidían en que su porvenir era brillante. —Chico, ¡cuántos años! ¿doce quizás? preguntó Higgs. —Algunos más, me temo —respondió Foster sonriendo. Caminaron juntos charlando animadamente sin preocuparse de la hora. Edward, interrogado por su amigo, le iba relatando los avatares de su vida desde que terminaron los estudios medios. —Al terminar la carrera de ciencias físicas, envié un proyecto a Estados Unidos. A los yanquis les gustó mi idea y me concedieron una beca de investigación. He pasado ocho años trabajando en la universidad de Chicago en la teoría de las supercuerdas. Ya sabes, intentamos conjugar la relatividad con la mecánica cuántica. Como los americanos pagan bastante bien me he permitido tomarme un par de años sabáticos. Llevo seis meses aquí. Ahora doy conferencias y sigo trabajando en el desarrollo de la teoría unificada. Higgs seguía con franco interés el relato de su amigo. Admiraba el talento de los demás. Una fina lluvia les estaba empapando por completo aunque parecían ajenos a ella. De repente Higgs, se detuvo. Sin saber porqué y sin darse tiempo para meditarlo, tuvo la necesidad de emplazar al profesor para un diálogo más extenso. Sus palabras brotaron espontáneas. —Edward, estos días me veo inmerso en una historia desconcertante. Tanto que no la he confiado a ninguna persona de mi entorno. Me tiene intrigado pese a ser absurda. Para ser sincero te diré que llevo muchos días en una encrucijada sin salida que me está afectando demasiado. —William no pudo establecer la causa de la confesión que con tanto sigilo había guardado hasta ese momento. A su amigo le pareció captar cierto aire de súplica en la petición. —Me encantan los misterios Willy. Será un placer escucharte. Y si te sirvo de alguna ayuda, por pequeña que sea, me sentiré bien. El próximo viernes tengo la mañana libre. Aquí tienes mis señas en la universidad, te espero a partir de las diez — sacó del bolsillo interior de la chaqueta una pequeña tarjeta de visita y se la entregó a Higgs. * * * Media hora antes de la fijada para el funeral, llegó Sally a la iglesia de St. Michel. Era un edificio de principios del siglo XX restaurado recientemente. De inmediato encontró a su amiga. No pudo evitar una ligera sonrisa al


comprobar el atuendo de Rebeca. Siempre dispuesta a vivir en todo su esplendor el melodrama, vestía de luto riguroso. Todas las prendas eran de color negro. Usaba una pamela enorme, guantes de cuero, medias y un vestido estrecho. Este era tan corto como provocativo. Ni en los momentos más solemnes olvidaba su coquetería. Con una ligera inclinación de la cabeza le ordenó entrar en el templo. —Mejor permanecer apartadas por el momento. Intenta acoplar el tono de voz a las circunstancias —le dijo con severidad. Rebeca asintió dócil. Vivía el papel con dignidad absoluta. El interior del recinto era imponente. Sally llevaba tanto tiempo sin asistir a ceremonias religiosas que no supo precisar si la atmósfera que respiraba obedecía al incienso, la humedad, o a ciertos fluidos desaconsejables que emanaban de los residentes en los féretros. Vacío aún, el silencio era majestuoso. Por todas partes pinturas e imágenes del arcángel San Miguel. La bóveda estaba decorada con frescos que rememoraban las batallas entre el Cielo y el Infierno. Desde la perspectiva del visitante se veía tan alta que bien podría ser un fotograma de los habitantes celestiales. El arquitecto no aprendió la lección de la torre de Babel. Sally advirtió una escultura de madera al pié del púlpito. Blandía una espada de fuego en la mano derecha y en el antebrazo izquierdo llevaba un escudo circular que brillaba hasta en la semioscuridad reinante. Durante unos momentos la bibliotecaria olvidó el particular motivo por el que se hallaba en la iglesia. Pensaba que de ser verdad todo el credo católico el tal San Miguel debía ocupar una plaza importante en la jerarquía divina. Vencedor sobre Lucifer nada más y nada menos; eso no debería estar al alcance del cualquiera. Además ostentaba al parecer un rango militar. ¡Mejor prestarle devoción que ganarse su enemistad! Sus meditaciones se vieron interrumpidas por el eco de pisadas. Un ligero calambre de nerviosismo la sacudió. Parecía llegado el momento. Al fin se adivinaba la luz que pondría fin al misterio. Sally quería apartar con otros pensamientos una idea que le estaba causando desasosiego. ¿Qué ocurriría si realmente fuera ella la ocupante del ataúd que estaba a punto de entrar en la Iglesia? ¿Podría verse allí, inerme? «Sería como la escena de una película surrealista. Imposible, esas cosas no ocurren en la realidad». Pensó, mientras deseaba con todas sus fuerzas que de una maldita vez empezara el funeral. A cada momento le costaba más controlar los nervios. —Atenta. Faltan cinco minutos y comienza a entrar gente —murmuró. —No voy a perder detalle. Descuida —En Rebeca también se adivinaba la tensión. Con mucha parsimonia, o así lo aparentaban, fueron entrando los asistentes. Los primeros rostros que pudieron reconocer concordaban con el evento. Algunos semblantes estaban serios, la mayoría afligidos. Se fueron sentando poco a poco guardando el orden establecido. Los llantos más sentidos y los suspiros profundos provenían de los bancos situados frente al altar. Los que escogieron las partes finales para acomodarse denotaban bastante menos pesar, aunque se mantuvieron formales en todo momento. Las amigas, posicionadas de pié, en un lateral del templo, intercambiaron miradas significativas. —No reconozco a nadie ¿Algún conocido? —inquirió Sally. —No, estoy igual que tú. Algo no encaja. —¿Qué hacemos? —A Sally le asaltó la sospecha que su amiga llevada por la exaltación había recreado parte de la historia. Intentó no enfurecerse. —No te preocupes, el funeral todavía no ha dado comienzo. Y creo que faltan unos minutos, observa, el cura aún no ha subido al altar. Déjalo de mi cuenta. No bien hubo terminado la frase, avanzó resuelta hacia el último banco. El martilleo de sus tacones agigantado por la resonancia de la cúpula, estimuló la curiosidad de los congregados. Una multitud de miradas buscaban a quién quebrantaba un acto tan sagrado. Sally intentó disimular su rubor fijando su atención en el interior de una hornacina. Allí estaba expuesta lo que parecía una reliquia. La causante del alboroto actuaba con naturalidad y abordó a un joven cuchicheándole al oído. Cuando parecía volver la normalidad entre el público la mirada de Sally buscó a Rebeca. Había terminado la breve charla y ahora estaba repasando el libro parroquial que se mostraba a la entrada. Al término del corto peregrinaje regresó junto a Sally. —Vámonos, necesito aclarar mis ideas; al parecer ha sido una falsa alarma. Ya en el exterior Sally la interrogó sobre el incidente. —Cuéntame, ¿qué ha ocurrido? —Bueno supongo que ya lo imaginas. Es evidente, cristalino, claro, que alguien juega con nosotras —el desconcierto de Rebeca era tan grandioso como su pamela—. El funeral era de otra persona. He revisado los últimos quince días en el registro de la parroquia y tu nombre no figura. Tampoco en la próxima semana apareces en el libro. Sin embargo, te aseguro que por teléfono me confirmaron tus datos. Necesito volver a llamar para averiguar con quién hablé. Es imposible que no recuerde nuestra conversación de ayer. —Déjalo, el asunto es cada vez más complejo. Vámonos necesito reordenar mis ideas.


Sally no dudó un momento que la llamada de su amiga era cierta, así como el diálogo que le relató. ¿Pero quién podría ir tan por delante de ellas? ¿Quién se anticipaba a cualquier movimiento para mantener y acrecentar el misterio? Durante largo tiempo permanecieron de pié, junto a la iglesia sin cruzar palabra. Al fin Sally rompió el silencio. —El difunto, ¿era hombre o mujer? — preguntó desconcertada y sin prestar atención a la respuesta. —El difunto era un varón. Un hombre de mediana edad. William Higgs se llamaba. * * * Lo que dio comienzo como un juego para Rebeca devino en una forma de vida. Su desahogada posición económica le permitía desatender su negocio cuanto tiempo quisiera. Sin ser conscientes, la esquela las había unido como nunca. Sólo se separaban el tiempo mínimo para atender las obligaciones más imprescindibles. El resto las ocupaba siempre el mismo tema. Dos días después del funeral, se hallaban en el apartamento de Sally. Tomaron una cena ligera y ambas se entregaron a conversar animadamente sobre cuestiones cotidianas como preámbulo al tema que les iba a llevar la mayor parte de la noche. Sally entró en la materia. —Hemos descartado a cualquier conocido, cercano y lejano. Eso nos llevaría a pensar, como tu bien dijiste al iniciar esta pesadilla, que tal vez me querían dar, digamos un mensaje, pero si tal fuera, creo que ha transcurrido demasiado tiempo para que su autor no se mostrara o dejara una pista para seguir. —Si, y no olvides que tampoco hay paralelismo conocido. Si lo hubiera, ya habríamos dado con él. Es un hecho novedoso, sin comparación posible —dijo Rebeca. —Entonces, ¿hemos fracasado por completo? —No, pero creo llegado el momento de buscar ayuda. —Cuando me lo dices, estoy segura que ya has encontrado a la persona idónea. Dime en quién has pensado — Sally, a veces, sentía que las palabras que dirigía a su amiga iban impregnadas del tono de reproche propio de una hermana mayor. —Buena intuición tienes. Me conoces demasiado. Efectivamente tengo un amigo que nos puede ayudar. No sé el motivo pero algo me dice que es nuestro hombre. —¿Y no nos tomará por un par de chifladas aburridas? —inquirió. —De ninguna manera. Es un científico, un sabio, un académico, pero sencillo y accesible —a Rebeca no se le ocurrieron más sinónimos. —No sabía de tu nueva faceta tan intelectual. Dime algo más, necesito ubicarlo. Por un instante Sally pensó la curiosa pareja que haría Rebeca con un empollón de ese calibre. —Sé lo que piensas, no tengo, ni he tenido nada con él. Me lo presentaron hace un par de meses y hemos charlado en varias ocasiones, sin más. Ese tío no dejaría de hablar de electrones ni yendo a cenar con él desnuda. Pero quizás tenga la clave. Y vamos a averiguarlo. ¿Mañana te puedes tomar la tarde libre? —La pregunta era capciosa y la respuesta, obvia. * * * Conforme se acercaba la hora de la cita con Foster, William Higgs acrecentaba su temor de haberse precipitado en confiarle su secreto. Después de todo, eran antiguos compañeros de clase, si, pero dos perfectos desconocidos en la actualidad. Estuvo tentado de desistir excusándose con cualquier pretexto vago. ¿Qué iba a pensar una mente tan analítica de una historia tan ridícula? Podría ocurrir que se mostrara despectivo o, lo que sería peor, le diera unas palmaditas de ánimo en la espalda con sonrisa burlona. Triunfó, finalmente, la necesidad de ayuda, aunque solo sirviese para ser escuchado. Se habían citado en los jardines de la entrada principal de la universidad.. Como se había adelantado unos minutos, Higgs fue paseando entre aquel ambiente joven y estudiantil. Recordó con cierta nostalgia tiempos pasados cuando aún tenía ilusiones en la vida. Mientras observaba el incesante tránsito de estudiantes cargados de mochilas y apuntes, vio aparecer la figura de su amigo Foster. Este le saludó efusivamente con un abrazo que parecía sincero. —Bueno aquí me tienes dispuesto a ayudarte si ello está en mi mano. —La expresión de Foster era tan natural que Higgs desechó las dudas, y ya sin temor, le comenzó a revelar lo que durante el camino hacia la universidad le avergonzaba. Higgs prefirió pasear para disimular su nerviosismo. Consiguió expresar su relato con voz calmada y lenguaje firme, incidiendo una y otra vez, en sus múltiples intentos fallidos por encontrar alguna luz. Se alegró por no balbucear en toda su exposición, eso podría incitar a Foster a pensar en alguna patología mental. —¿Has escuchado alguna vez una historia tan inverosímil? — preguntó a modo de conclusión. Su amigo le escuchaba con interés y atención, interrumpiendo sólo para preguntar ciertos detalles. Luego asentía con reiterados movimientos de la cabeza en sentido de aprobación. —Bien, desde luego estamos ante algo cuanto menos asombroso y creo que has hecho justo lo que deberías, si


bien los resultados no han sido satisfactorios. —Foster eran tan empollón como educado. —Si, pero tu perspectiva es mucho más amplia que la mía —a William no se le escapaba que durante su charla, el profesor estaba atando cabos, y quizás, formándose una opinión. —Convendrás conmigo William que has perdido las esperanzas de encontrar una respuesta digamos, mundana a esta cuestión. Es decir, crees ya que se trata del algo más trascendente o irreal. Y no creo equivocarme, porque veo que has dado todos los pasos que debería dar una persona racional. —Nunca he creído en lo que no pueda ver y tocar. También sé que, por tu propia formación, eres una persona escéptica. Pero, dentro de mi ignorancia, he escuchado que existen abstracciones matemáticas o teorías que superan la imaginación más desbordante. Y tú eres una autoridad en esos campos. —Higgs intencionadamente hizo saber al profesor que conocía su fama mundial. —Mira, claro que tengo una opinión, y te la desvelaré en cuanto te puntualice primero alguna cosa. Pero debes saber que mi criterio es tan subjetivo como pudiera ser el de un místico, un párroco o un filósofo. Una versión sin más, a la que no debes ni puedes prestar más atención, ni siquiera dar más credibilidad. No hablo por falsa modestia, sino porque es tan poco verificable como las que te darían esos que te acabo de nombrar y te añado que sería incapaz de pronunciarla en público. Incluso la negaría ante mis colegas académicos. —Foster hizo una pausa. —Continúa por favor —era el momento cumbre y Higgs no quería romper el hilo de la charla. —Demos por hecho, y ya es aventurar, que no hay nadie, ningún ser humano que por un motivo que se nos escapa, haya anunciado tu falsa muerte. Asumamos también que no se ha producido una coincidencia macabra que tendría una posibilidad entre varios billones de producirse. Entonces nos queda una opción más maravillosa y romántica, al menos, hasta que aparezca otra más prosaica —el gesto de Foster era ahora de cierta gravedad. —Hasta el momento te sigo, ¿Cuál es esa opción? —William casi contenía la respiración, no quería perder una sola sílaba. —Pienso que estamos ante lo que yo llamaría una reverberación cuántica. ¿Has oído hablar de la teoría de los muchos mundos? —era una pregunta retórica, pese a lo cual Higgs contestó. —Sinceramente no. —Casi lo prefiero dado que necesito darte una explicación somera. Tanto tú como yo, la universidad, la ciudad y el mundo estero esta compuesto de átomos, como ya supusieron los antiguos griegos. El tema está que hoy sabemos que esas partículas minúsculas responden, o mejor dicho, no tienen sentido sino es asociadas a una onda, la cual por increíble que parezca, está distribuida por todo el universo y sólo adopta una realidad al interactuar con otras cosas. Este el punto clave. —Edward clavó la mirada en su compañero intentando descubrir el impacto que sus palabras le generaban. —Logro seguirte. Esto es una obra de ciencia-ficción. Debo ser una versión moderna y cutre el Dr. Spock —ironizó con aire triste William. —Bueno pues hay una versión de esta teoría que pregona que en realidad la onda no se materializa en un solo lugar sino que adquiere múltiples opciones en otros sitios, mundos o como queramos llamarlos, estaríamos entonces en un multiverso, el conjunto probabilístico de todos los universos posibles. Se atribuye a un tal Everett y los físicos la llamamos la teoría de los muchos mundos. Y ahora viene mi aportación personal, aunque no tengamos evidencia creo que en algunos casos esos universos pueden cruzarse de alguna forma. —Edward sin querer se estaba entusiasmando con lo que ya parecía una conferencia para un auditorio de un solo miembro. —¿Me estás diciendo que estoy, o estamos viviendo otras vidas igual que estas? —La misma pregunta inquietó a Higgs. —Si, pero no serían idénticas, en cada lugar se dan unas opciones. Y si como yo creo, hay conexiones desconocidas entre esos universos, puede reflejarse aquí un hecho de allí. —¿Me estás diciendo que he muerto a cien millones de años luz y han publicado aquí mi esquela? Cuesta de creer, es escalofriante. —William tragó saliva. —No. ¡Has muerto aquí! En ésta época, en otro plano de realidad. Pero ten en cuenta lo más importante, ese hecho necesita una réplica, según creo haber podido demostrar en mis últimos trabajos —Foster estaba ya desbordante de entusiasmo, hasta su chaqueta marrón oscuro con refuerzos en los codos parecía más alegre vista en este punto de la conversación. —¿Una réplica? ¿Habrá otro día una nueva esquela mía? —preguntó abrumado Higgs. —Por dios William, no estás entendiendo nada. Quiero decir que en ese otro universo probable, un Paúl, un John, o que sé yo... una Sally, tan viva como lo estás tu ahora, se habrá encontrado con su esquela y estará tan perpleja como tú. Incluso puede que me esté consultando sobre el mismo fenómeno, dado que millones y millones de esos universos son iguales con ligerísimas diferencias. Pero si en el conjunto del Todo un suceso se «transfiere» de un plano a otro, lo que ocurrirá es que un suceso equivalente en el segundo plano se verá «desplazado» y «transferido» al primero. Por decirlo claramente, se «intercambiarán». Eso es lo que predicen mis ecuaciones. * * *


—William Higgs no sabría decir desde cuando estaba sonando por todo el recinto universitario el «Gaudeamus igitur». FIN

© Roberto Rosaleny Aguado, 8 de febrero de 2017


VIVIREMOS PARA SIEMPRE por Daniel Frini Juro por Apolo el Médico y Esculapio y por Hygeia y Panacea y por todos los dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido hasta donde tenga poder y discernimiento (...) Llevaré adelante ese régimen, el cual de será en beneficio de los enfermos y les apartará del perjuicio y el terror. Hipócrates, siglo II DC.

Uno l 10 de octubre de 2006, a las 12:54, hora local, el Doctor H. Nyls Valentin (por supuesto, la «H» indica su

E condición de nacido humano y según el método tradicional) descubrió el secreto de la inmortalidad.

Así lo registra la placa principal del monumento dedicado a su memoria en el Volkspark Friedrichshain, en Berlín, Alemania; y lo corroboran las crónicas de la época, las enciclopedias y las publicaciones de divulgación científica que se han preservado. Su nombre bautizó ciudades, escuelas, parques y, por supuesto, hospitales. Se lo considera un prócer de la Medicina y es conocido el culto popular alrededor de su figura, que lo elevó a la categoría de Santo Sanador, seguido por muchos de aquellos que curaron sus males usando sus remedios. Como se puede sospechar, aseverar que H. Nyls Valentin descubrió la inmortalidad es pretensioso, y difiere bastante de lo que ocurrió en realidad. Por una parte, H. Nyls Valentin nunca fue doctor en medicina —sólo recibió el título honorífico poco antes de morir—; por otra, se ha podido reconstruir otra versión más creíble: ese día en particular, el médico clínico Nyls Valentin estaba en su hora de almuerzo, distrayéndose en la lectura de una crítica al libro del biogerontólogo H. Aubrey de Grey The Mitochondrial Free Radical Theory of Aging tomada de la publicación Recherche Médicale de la Facultad de Medicina de Montpellier, que atacaba la senescencia negligible ingenierizada propuesta por de Grey. En el artículo se hacía una descripción de los telómeros presentes en cada cromosoma y su papel en el proceso replicativo de las células, el control sobre la velocidad de división celular y el acortamiento de los telómeros en las sucesivas divisiones. Valentin entendía sólo la mitad de lo detallado en el artículo. Era un médico menos que mediocre, acostumbrado a recetar tres o cuatro remedios que, según su visión, cubrían el espectro de dolencias de sus pacientes. Sin embargo, ambicionaba la consideración de sus pares. Escribió al Recherche Médicale observando que no se mencionaba la cantidad de divisiones admitidas antes de que la célula colapse. Esa carta —nunca respondida por el Recherche — llegó de manera fortuita al doctor H. Grigory Zavrilov, de la Compagnie Médicale Laroche; quien, a partir de su lectura entrevió una línea de trabajo, y fue desde la carta de Valentin hasta los escritos de H. Jay Olshansky —otro biogerontólogo de la misma escuela de de Grey—; y con su grupo de investigación, idearon una manera de hacer infinita la cantidad de divisiones posibles, utilizando técnicas de mutagénesis dirigida de oligonucleótidos. Tras unos veinticinco años de investigación, desarrollo y pruebas de laboratorio, en marzo de 2031, se registró en un grupo de ratones del Laboratorio 6 de Laroche, una sobrevida promedio del quinientos por ciento, respecto a la vida media natural. A partir de allí, se probó la mutagénesis en humanos. (Valga la digresión; este es, también, el origen de la leyenda del ratón de Laroche, escapado del Laboratorio 6, que aún sigue vivo en el sistema cloacal de París.). El primer resultado prometedor, se observó en un grupo de ancianos del Hôpital Pitié Salpêtrière, en el boulevard de l ´Hôpital, en París; con remisiones cancerígenas importantes. Diez años después los avances habían sido impresionantes y las terapias estaban instaladas y reconocidas. Algunas coyunturas políticas del gobierno francés de turno, ajenas a los desarrollos de Laroche, necesitaron resaltar la figura del esfuerzo individual por sobre el trabajo en grupo, y entonces resucitaron la figura de H. Nyls Valentin, anciano y olvidado, quien recibió el reconocimiento por su trabajo revolucionario. Sin embargo, Valentín jamás entendió por qué se lo agasajaba, debido a su Alzheimer, que las terapias originadas en su carta al Recherche Médicale hubiesen curado sin problemas. En esas circunstancias era la persona ideal para considerar como padre del descubrimiento, incluso para los directivos de Laroche, que así limitaban las pretensiones de cualquier otro investigador de la Compañía, de acreditarse los méritos de la nueva tecnología. H. Nyls Valentin murió el 12 de junio de 2043. Este fue el comienzo de la Tecnología de la Inmortalidad. Dentro de Laroche se trabajó en otros aspectos relacionados con el conjunto de modificaciones que aparecen en los seres vivos como consecuencia de la acción del tiempo. Se desarrollaron terapias de aumento de copias del genoma, de restitución de tejidos y reparación molecular. Se abrieron varios caminos de estudio, algunos de las cuales, a posteriori, se convirtieron en ramas de la ciencia médica por derecho propio, entre ellos, la clonación inducida o la manipulación genética alfa que derivaron en la aparición de los genotipos M y C. Por fin, se logró controlar y mantener en stand by la muerte celular mediante un control en los genes inhibidores de los cromosomas uno y cuatro; con lo cual se estaba en condiciones de hacer virtualmente inmortal, desde el punto de vista fisiológico, a cualquier ser vivo. En ese entonces, la humanidad sumaba unos nueve mil millones de individuos, todos del genotipo H.


Dos El General Doctor M. Walter Xaubet (por supuesto, la «M» indica su condición de humano modificado genéticamente) tenía doscientos cincuenta y tres años cuando accedió a la Presidencia del Directorio de la Compagnie Médicale Laroche, en el año 2285; y, por lo tanto, se convirtió en presidente de la humanidad. Su llegada al más alto cargo de gobierno dio por terminada la era absolutista del poder médico, y desató la Crisis Final y La Guerra. La historia dice que, al contrario de lo que podría esperarse, durante la época de los desarrollos de la Tecnología de la Inmortalidad no hubo nadie que quisiese sacar provecho para sí, aún cuando todos quienes participaban en estos trabajos eran concientes de sus implicancias. En un principio, las intenciones de la Compañía eran moral y éticamente correctas, y no estaban teñidas de codicia y ambición. El ambiente de trabajo en los Laboratorios era de un optimismo esperanzador y se creía posible llegar, con las nuevas curas, a toda la población del mundo. Sin embargo, la presión de los gobiernos de los países centrales para tener la exclusividad sobre estas tecnologías fue muy grande, y no repararon en medios para hacerse con ellas: de esa época data el atentado en el que murieron los Doctores H. Sign Shalasian y H. Thomas Walright, Presidente y Vice del Directorio de Laroche, cuya autoría siempre se atribuyó al gobierno chino. En esos primeros años, Laroche jugó muy bien sus cartas y soportó esas presiones con, según la cita textual de las actas de la empresa del 12 de noviembre de 2042, «el pleno convencimiento que poner la inmortalidad en manos de un solo gobierno para que la utilice discrecionalmente, no es el propósito ni el interés de los que conformamos Laroche; quienes tenemos la seguridad del peligro que este manejo unilateral lleva implícito». Pero, la política corporativa de Laroche fue cambiando y hacia principios del 2063 se planteó, de manera directa, la venta de la Tecnología de la Inmortalidad al mejor postor. Las ofertas, impresionantes, convencieron hasta los integrantes más reticentes del Directorio de la Compañía del poder que tenían en sus manos, y terminaron preguntándose por qué venderlo en lugar de ejercerlo. Esa fue la semilla de la línea política que dio origen a la Medicinocracia. El primer Gobierno Médico surgió en 2075. La Tecnología de la Inmortalidad no fue acompañada de los necesarios cambios psicológicos, sociales y morales que permitiesen una adecuación a las nuevas expectativas de vida de la población. La filosofía y la fe entraron en crisis. Incluso, la falta de respuestas ante los planteos de los fieles hizo que dos de las más grandes religiones del mundo desaparecieran. Las consecuencias económicas y políticas fueron, igualmente, dramáticas y controvertidas; y originaron fuertes debates que se trasladaron, tal cual veremos, al seno mismo de la Compañía. La brecha abismal entre ricos y pobres; y generó inmensos problemas, nunca resueltos del todo. La alimentación de una población que crecía a ritmos alarmantes en países pobres, falta de trabajo para masas inmensas —se calcula que la desocupación alcanzó el sesenta y cinco por ciento, en todo el mundo, en 2099—; criminalidad creciente y un estado de abulia y resignación general, muy distinto de los deseos de quienes desarrollaron la tecnología, y ahora gobernaban el mundo. A principios del siglo XXII se recurrió al terrorismo de estado para mantener cierto orden en la población; lo que dio comienzo a la Era Absolutista del Poder Médico y a una estructura militar dentro de la propia Compañía para llevar adelante funciones de policía. El Doctor H. Walter Xaubet trabajó desde joven en Laroche, y destacó como investigador en la Manipulación Genética Alfa —MGA—, llegando a experimentar la corrección genética enzimática de ADN en su propio cuerpo convirtiéndose en uno de los primeros humanos modificados genéticamente, cambiando su genotipo de «H» a «M» y expandiendo sus capacidades mentales a niveles nunca alcanzados por ningún humano. Alrededor de 2092, cuando se establecieron de manera definitiva los genotipos, pasó a llamarse Doctor M. Walter Xaubet. En 2115 fue incorporado a las filas militares con el grado de Coronel Doctor, con el cual se hizo cargo de la Campaña de Limpieza del África Oriental. Siempre se mostró orgulloso de que en «Su Campaña», como la llamaba, se hubiesen eliminado setenta y cinco millones de genotipos H. En 2136 fue nombrado General Doctor. También dio importantes pasos en la Clonación Inducida —CI, consistente en inducir en células tomadas de un donante las modificaciones necesarias para lograr ciertos propósitos (por ejemplo: mayor fuerza física) e implantarla en el receptor, sea éste humano o artificial—. En 2089 nacieron los primeros doscientos ochenta y tres clones, sobre trescientos cincuenta implantados; inaugurando el genotipo C. En 2149, la población del mundo era de cincuenta y cinco mil millones de personas del genotipo «H», catorce millones del genotipo «M» y trescientos veintiséis millones del genotipo «C».

Tres En la reunión de Directorio del 20 de mayo de 2289 el Doctor C. Charles Wolfsteller (por supuesto, la «C» indica su condición de humano nacido clon) se opuso abiertamente a las directivas absolutistas del General Doctor M. Walter Xaubet, se levantó de la mesa y, junto a sus allegados, abandonó la Compagnie Médicale Laroche y se dirigió a los Laboratorios Beta; en el lado uruguayo de la desembocadura del Chuí. Desde la época del Primer Gobierno Médico se generaron, dentro del Directorio de la Laroche, dos posiciones antagónicas: la facción mayoritaria, que siempre detentó el poder, es conocida como «Absolutista» y estuvo, desde la década del 2090, dirigida por individuos del genotipo M. A los opositores se los llamó «Betas» y, casi siempre,


estuvieron encabezados por genotipos «C». Vistos a nuestra luz, con ecuanimidad y según nuestra ética, en algunos puntos la posición de los Absolutistas era preferible a la de los Beta, pero en otros era exactamente al contrario. Los enfrentamientos, inicialmente circunscriptos a la mesa del directorio, fueron llevados muchas veces a terreno llano, y en el episodio mencionado del 20 de mayo de 2289 se desencadenó la división irreconciliable entre ambos grupos que, finalmente, desembocó en el enfrentamiento bélico que hoy conocemos como La Guerra. No se sabe, de manera exacta, qué desencadenó el conflicto —por aquel entonces, las reuniones de Directorio eran secretas—, pero se supone que estaban relacionadas con la moción de esterilización obligatoria de los genotipos «H». Sí se sabe que ni Absolutistas ni Betas se oponían a tal proyecto, pero parecen haber diferido en sus alcances e implementación. Se sabe hoy que los «Beta» construyeron varios laboratorios, duplicando las instalaciones de la Laroche en distintas partes del mundo, en previsión de esta división que finalmente ocurrió. Es muy probable que al menos unas quince de estas instalaciones hayan sido destruidas por los Absolutistas, aunque se piensa que nunca dieron con el laboratorio del Chuí. Tampoco está claro a quién atribuirle la fabricación del Virus, un nanomotor cuántico autorreplicante, con una carga radioactiva capaz de actuar sobre la apoptosis de la célula; o bien acelerándola, con lo cual el organismo infectado moría en cuestión de horas; o bien salteándola, con lo cual la célula entraba en un estado de mutación sumamente veloz. El Virus se liberó en las primeras horas de la mañana del 3 de marzo de 2292. Se estima que para la media tarde del día siguiente, nueve décimas partes de la población mundial, entonces de unos noventa mil millones de individuos (incluidos genotipos H, M y C), había muerto. La décima parte restante, murió en los tres años siguientes, la mayoría de ellos de uno u otro modo de manifestación cancerígena. Han llegado hasta nosotros manifestaciones de algunos científicos en el sentido de que tanto Absolutistas en los laboratorios de Laroche, en París; como Betas en el Amazonas buscaron frenéticamente detener la acción del virus; y aunque se cree que se lograron algunos avances; sí está claro que no alcanzaron resultados satisfactorios a tiempo. Como era de esperar, también se usaron armas convencionales, químicas y de destrucción masiva Es bastante probable que la propia Laroche sea responsable por las tres bombas de hidrógeno que estallaron en el subte de París en julio de 2294 y que destruyeron sus laboratorios y la mayor parte de su arsenal, se cree que lo hicieron en prevención de un ataque de virus imposible de controlar y que los hubiese sacado de combate de todas maneras. Por otra parte, a los Beta se les responsabiliza por la destrucción de las poblaciones civiles de la Antártida que se sabían opositoras a la Laroche, aunque parecen haber contenido núcleos de individuos absolutistas. Nunca se atribuyeron esta operación, pero siempre hablaron de «La limpieza étnica de la Antártida». En 2296, finalmente, estallaron las bombas K. Se calcula que fueron unas catorce mil seiscientas en toda la superficie de la tierra. Se cree, además, que formaban parte de un mecanismo de autodestrucción instalado por una de las dos facciones beligerantes; respondiendo a una premisa del tipo «si nosotros morimos, ustedes también», y que se activó al desaparecer el último jefe de esa facción. No se conoce la naturaleza de las bombas K. Se presume que se pueden haber construido en base a estroncio 90 o cesio 137, aunque estos isótopos no corresponden con el período de semidesintegración calculado a partir de nuestras mediciones, y que estimamos en unos veinte mil años. La radiación imperante actuó sobre los nanomotores, y para el año 2300, el virus se había extinguido.

Cuatro Llamamos «La Gran Crisis» al hecho de que la medicinocracia traicionó los postulados originales de quienes desarrollaron la inmortalidad; y en su codicia se arrogó el derecho de decidir quién debía gozar de ese privilegio; es decir, quién vivía y quien moría. Esto la llevó a La Guerra y provoco la Extinción. Conseguir la inmortalidad trajo aparejada la completa eliminación de la raza humana y de todas las especies vivas, animales y vegetales, que poblaron alguna vez la tierra. Por supuesto, ya no quedan genotipos «H», nacidos humanos según el método tradicional; ni genotipos «C», nacidos clones; ni genotipos «M», modificados genéticamente. Sólo quedamos nosotros, inmortales por definición. La población actual de la Tierra es de unos dos mil quinientos individuos. Todos médicos. Nos correspondió la tarea de rescatar lo que fuese posible de esta tragedia. Nuestros técnicos estimaron oportunamente las posibilidades de que ocurriesen los hechos mencionados, en un noventa y tres por ciento. Ante tan alarmante perspectiva, mucho antes de la Gran Crisis, alrededor del 2150, comenzamos en secreto la construcción de los laboratorios Kappa, en Nepal, con la finalidad de preservar muestras de ADN de cada una de las especies y razas que habitaban la tierra, en cuanto nos fue posible rescatarlas. Actualmente, nuestros científicos estiman que, para cada una de las muestras guardadas, las posibilidades de que resulten útiles una vez que la Tierra deje de ser radioactiva, disminuyen en un veinte por ciento cada cinco mil años. Esa es la razón por la cual no guardamos ADN de los genotipos «M» y «C», que consideramos derivados del «H».


En otro aspecto de nuestro trabajo, que iniciamos en la misma época y que hoy es el más importante, tratamos de preservar el conocimiento acumulado, incluso la Tecnología de la Inmortalidad. Cada uno de nosotros es experto en un área específica, y recorremos la superficie de la Tierra, en territorios que han sido delimitados para cada una de nuestras familias, rescatando información de las viejas ciudades que aún encontramos en pié. No pretendemos entender todo lo que llega a nuestras manos, tarea que sería absurda; sino sólo guardarla para su utilización una vez que la Tierra sea nuevamente habitable para los genotipos extinguidos. La discusión que hoy nos ocupa, no es tanto médica como filosófica. Algo que no es nuestro fuerte, y se centra en resolver cuán ético puede resultar regenerar a los humanos del genotipo «H» y brindarles nuevamente los desarrollos técnicos alcanzados. La postura más aceptada es la de darles todas las herramientas; excepto, justamente, la Vida Eterna. Algunos, como yo, somos partidarios de no regenerarlos jamás. Mi nombre es A. Utnapishtim Gamma. Utnapishtim en honor del personaje de la vieja de la leyenda sumeria, la Epopeya de Gilgamesh, quien poseía el conocimiento de la inmortalidad. Gamma es mi familia y el nombre de mi territorio asignado. La «A», por supuesto, indica mi condición de nacido androide.

© Daniel Frini, 27 de enero de 2017


EL MENSAJE por Anselmo Vega Junquera l jefe técnico radioeléctrico del observatorio astronómico giró su asiento y sus ojos se dirigieron a la pantalla de

E su subordinado, en la que se veían unas ondas sinusoidales. Aparentemente parecían naturales, pero en la descodificación se transformaban en los números 1, 2, 3, 4 y luego un espacio vacío. Y vuelta a empezar.

—Y lleva así ya 15 minutos. —No es mucho tiempo... Puede ser natural. Determina la dirección de su fuente. Barry buscó los datos de otro radiotelescopio similar, instalado en las antípodas, para colocar su antena receptora en la misma dirección. Buscó una ventana en los barridos programados para sincronizar ambos sistemas. Hubo suerte, sorprendentemente había un hueco de cinco minutos solo doce horas más tarde. La distancia entre ellas, de 12.000 kilómetros, era suficiente para utilizarlo como un paralaje astronómico. —Mañana tendremos los resultados. Va a ser poco tiempo, pero creo que capturaremos los datos suficientes. Andrew asintió y, por el momento, se olvidó del la incidencia continuando con su propio trabajo.

* * *

El ordenador tomo las grabaciones de ambos radiotelescopios y los combinó en el trazador automático sincronizado, situando en un mapa celeste la posición probable de la fuente. Barry se acercó para leer las coordenadas. —Parece que el origen está a unos mil años luz —le dijo a su jefe. —Bien. Programa más ventanas de sincronización. Veremos cuánto tiempo más continúa emitiendo y si es siempre igual. Barry empezó a preparar el papeleo para que los sistemas registraran aquel curioso fenómeno. De momento, todo era rutina y se dedicó a esperar. Harían falta semanas para obtener y procesar una cantidad de datos realmente relevante.

* * *

Había pasado un mes y a Barry casi se le había olvidado el incidente. Solo el aviso de la agenda electrónica le refrescó la memoria. Copió los datos en el trazador automático sincronizado e inició el procesado. Vuelta a esperar. Activó el avisador y, comunicándoselo previamente a su jefe, se dirigió a la cafetería del complejo, situada en el piso superior. —¡Hola, Barry! —le saludó unos de los asistentes que trabajaban en aquel observatorio. —¡Hola, Carter! —contestó Barrí, mecánicamente. —¿No te aburres en tu cuchitril? —añadió su amigo, mientras removía su taza de café con leche. —Pues mira, ahora que lo preguntas, te diré que después de meses de estar escudriñando el cielo, hemos detectado algo no habitual. —¡No me digas! Y... ¿Qué es ello? —De momento, un pulso que se repite... Lo estamos procesando para comprobar su persistencia —contestó Barry, sin aclararle nada más. Realmente, Barry no creía en ese momento que su pequeño descubrimiento tuviera mayor importancia ni que llegara a ser materia reservada. —Bien, pues que te sea leve —contesto Carter, mientras apuraba la taza y regresaba a su lugar de trabajo. Barry iba a tomar su segundo sorbo cuando el avisador emitió un continuado sonido, señal de que el trazador automático sincronizado había detectado algo inusual. Inmediatamente pagó su café y dejándolo sin terminar, bajó rápidamente a su laboratorio. Andrew ya estaba mirando la pantalla, en la que la secuencia había cambiado. Ahora los pulsos mostraban la combinación 2,4,8,16 y luego un breve silencio, para volver a repetirla. —¿Te fijas? Ha variado —le comentó su jefe, al verle entrar.


—Por eso vine enseguida —contestó Barry enarbolando el avisador. Ambos se quedaron unos instantes escuchando la nueva señal, hasta que la luz iluminó su mente. —¡Son las combinaciones de los anteriores, en base dos! —exclamaron casi al unísono. —Esto no es natural —sentenció Andrew—. Debo dar parte de ello inmediatamente —añadió, con un cierto nerviosismo. Efectivamente, la nueva secuencia correspondía al número de combinaciones que se podían hacer, en base dos, con los elementos detectados anteriormente. Y eso no podía obedecer a una causa natural. ¡Por fin habían recibido algo que se debía, sin duda, a una inteligencia superior! Al poco llegó Andrew, esta vez acompañado del coronel del ejército que era el jefe superior de ambos. —¿Estáis seguros? —preguntó rutinariamente, después de oír él mismo la nueva señal. —Totalmente, mi coronel. Viene de unos mil años luz, aproximadamente, en nuestra galaxia, la Vía Láctea. —¿Y de qué dirección? —quiso saber el militar. —De la constelación de Hydra, mi coronel. Es la misma que la del planeta Wang, descubierto en el año 2015. —¿Puede ser del mismo? —quiso saber el Jefe. —No creo, mi coronel. Ese planeta no parecía apto para la vida, según la NASA, pues su temperatura exterior rondaría los 1.000 grados centígrados. —¿Entonces? —Debe ser de otro planeta que orbite el mismo sol y que aún no se haya detectado por ser mucho más pequeño y quizá más alejado de su sol. El coronel se quedó meditando unos instantes. Aquello era muy importante, pensó, mientras continuaba escuchando la nueva secuencia de números que traducía automáticamente el conversor informático. —De esto ni una palabra a nadie, de momento, queda clasificado como materia reservada hasta que informe a mis superiores —sentenció el militar, saliendo a continuación del departamento de control del radiotelescopio y dirigiéndose hacia los despachos de Dirección del complejo astronómico. —¿Tú crees qué...? —comenzó a preguntar Barry a su jefe inmediato, después de marcharse el coronel y ya a puerta cerrada. —No sé... Habrá que esperar. Aunque lo recibido es muy sospechoso, habrá que tener más información... Seguiremos procesando todo lo que recibamos y luego se decidirá. Por lo pronto, busca más ventanas en otros radiotelescopios, debemos afinar todo lo que podamos el punto de origen de la señal. A los tres días ya habían recogido datos suficientes para estar seguros de que su origen era una inteligencia alienígena. Habían recibido impulsos que, traducidos, eran similares al teorema de Pitágoras y a la ecuación de Einstein sobre la relación entre la masa y la energía. Ya no había dudas. —¿Y ahora? —preguntó Barry a Andrew. —No podemos hacer nada. Está a 1.000 años luz y no es viable contestarles, nuestro mensaje les llegaría dentro de otros 1.000 años. Solo esperar y seguir a la escucha —contestó Andrew, un poco entristecido por no poder entablar contacto en lo que era la primera detección de una señal de otros seres inteligentes. Durante años se fue recibiendo nueva información de los desconocidos alienígenas. Cada cierto tiempo cambiaban la secuencia y una nueva revelación era analizada por los técnicos que se habían sumado al Proyecto Otros, como se le había llamado. Aunque ya para entonces la señal se estudiaba en una nueva ampliación, aislada y blindada, del observatorio, donde los técnicos vivían en un régimen casi monacal. «Nuestra base es el hierro» habían dicho los alienígenas, y de momento, los nuevos técnicos entendieron que aquellos estaban en una era industrial. «Nos colocamos repuestos cuando nuestros órganos empiezan a fallar», y los técnicos volvieron a entender que estaban muy avanzados en la utilización de trasplantes o biomecanismos. «Podemos vivir eternamente». Aquí los técnicos se miraron unos a los otros, con gestos de sorpresa. Lamentaron no poder pedir a los alienígenas alguna aclaración. Pero la respuesta vino en la siguiente información. «Nos fabricaron. Ellos se extinguieron, nosotros permanecemos». Entonces, los técnicos humanos comprendieron, sin lugar a dudas, «quienes» eran los que estaban enviando los mensajes sin mostrar signos de cansancio.


Š Anselmo Vega Junquera, 29 de marzo de 2017


20/07/69 por José Luis Díaz Marcos La viuda de Neil Armstrong encuentra artefactos del paseo lunar en un armario CNN. 10/02/2015

n su dormitorio, espacio conyugal durante décadas, Carol Armstrong temió desfallecer ante las puertas de un

E armario ya solo suyo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde...? ¿Semanas, meses...? No estaba segura. A

pesar del generoso y unánime apoyo recibido, todas sus certezas habían quedado difuminadas, luces en la lluvia, bajo un oscuro derrame de dolorosa soledad. Neil Armstrong, primer hombre en pisar la Luna para el mundo y el amor de su vida para ella, había marchado de nuevo hacia las estrellas. Esta vez, para siempre. Su corazón, su enorme corazón, se había detenido incapaz de seguir el ritmo frenético e incansable de la vida. Qué desgracia. Para ambos. Asumida su nueva condición, Carol, viuda del insigne astronauta, acarició la misma madera que su difunta mitad había tocado tantas veces y, por un instante, «¡Neil...!», creyó notar la amorosa piel de sus dedos. Ahogó un gemido. No estaba preparada. Nunca lo estaría. Pero debía hacerlo. Asió ambos pomos con firmeza, inspiró profundamente, «Ayúdame...», y tiró, resignada, abriendo al presente el túnel del pasado. Y, tal como sabía, allí estaba él sin estarlo, ausencia de cuerpo presente en cada traje, en cada objeto, en cada fue y ya no es. «Neil...». Por dónde empezar y qué hacer con sus pertenencias, con aquellos recuerdos que, demasiado banales o dolorosos para ella, decidiera no conservar. Respecto a lo segundo, «Acabarán repartidas por museos de todo el estado, patriotas orgullosos de difundir la leyenda de su héroe cósmico, de mi estrella», valoró. Respecto a lo primero... «Mejor ir poco a poco», convino. Así, paseó la vista, indecisa, hasta descender a los zapatos, a las cajas, a... Estiró el brazo y tanteó el rincón derecho del armario. Sí, allí estaba el familiar volumen. Desde hacía, «Parece mentira...», casi cuarenta y cinco años, desde que su esposo, comandante del Apolo 11, pasase a la historia en compañía de los pilotos Buzz Aldrin y Michael Collins. Se trataba de una bolsa de tela blanca semejante a un gran neceser. Por lo que ella sabía, aquélla era conocida como bolsillo McDivitt, en honor a James McDivitt, guía del Apolo 9, y estaba destinada a contener clavijas e instrumentos utilizados durante las misiones. Y nunca la había abierto. Nunca. La despreocupada respuesta de Neil, «Cosas de trabajo», a la conveniente pregunta bastó, en aquella otra existencia ya perdida de 1969, para desanimarla. Hasta hoy. De algún modo, era esa incógnita la que ahora, harta de esperar, parecía salir a su paso. Separó el cierre «de monedero» revelando el contenido. A simple vista, un variopinto conjunto de objetos se amontonaba sin orden ni concierto. Dispuesta a identificarlos, los vació en el suelo, sobre la alfombra. Una cámara de cine, dos correas, una red, una bolsita negra de plástico, piezas diversas... Así hasta un total de veintiún elementos, contó Carol antes de sacar una fotografía. Escuchado el ya mítico relato de boca del propio Neal y vista su grabación televisiva hasta la saciedad a lo largo del tiempo, la asaltó la duda sopesando la cámara de cine, el más aparente de los objetos contenidos en el bolsillo McDivitt: «¿Fue la que grabó la pisada de Neal sobre el polvo lunar?». Seguramente. Imposible saberlo con certeza. «¿Y la bolsita?», reparó. «Pesa poco y su contenido es rígido...». La abrió también. Contenía, según pudo ver, una larga tira de película enrollada sobre sí misma. La puso al trasluz y contempló, uno a uno, los respectivos fotogramas. ...hueco rectangular en el firmamento, muy cerca de la Tierra, muestra una posterior pared de hormigón; escalera de mano y botes de pintura junto al Eagle alunizado; peones en mangas de camisa trasladan tablones entre cráteres; Armstrong, Aldrin y Collins, sin sus respectivos cascos, bromean con la supuesta ingravidez espacial,... Desplazado por un instante el desconsuelo de la pérdida, Carol quedó conmocionada por el descubrimiento. «No es posible. Quiere, quiso, gastarme una broma. Conociéndome, supuso que, antes o después, acabaría cediendo y... Sin embargo, si lo piensas...» Un montaje así no encajaba con la profesionalidad de Neil, con su compromiso público, con su entrega absoluta a la causa espacial y a su propio país. «¡Hay cosas que maldita la gracia!», había soltado en alguna ocasión, molesto con insinuaciones semejantes. «Nunca habría corrido el riesgo, estoy convencida, de que una mofa parecida llegara a los norteamericanos, al mundo. Ni siquiera conmigo». «A menos...». Tuvo que sentarse en la cama, indispuesta de repente. «A menos que creyese tener la seguridad absoluta, protegido por alguien, o por algo, de que nunca vería la luz. ¿Protegido, quizá,... por un gobierno?». Si era así, en el turbador caso de que fuese así, el alunizaje del Eagle, módulo del Apolo 11, en el Mar de la Tranquilidad del satélite terrestre, con su marido y otros dos hombres a bordo, habría sido... una invención, un escandaloso paripé. Tan falso como el contenido del mensaje grabado en una placa conmemorativa adjunta a una de las patas del mismo Eagle . ¡El pequeño paso para el hombre, gran salto para la humanidad, dado por el pionero Neil Armstrong, su Neil,


momento histórico seguido en directo por seiscientos millones de personas en todo el planeta, habría sido, increíble,... una película de ciencia ficción! ¿Y por qué? ¿Para qué? «¿Para inclinar a nuestro favor la balanza de la guerra psicológica contra el archienemigo soviético? ¿Para dar una vuelta de tuerca, otra más, a la guerra fría?» ¿Por alguna otra razón que ella no alcanzaba a vislumbrar? Por lo que fuera. Poco importaban ya los motivos. Terminada la metafórica emisión, el «The end» ya había salido. Hacía cuarenta y cinco años. «Y, por lo que a mí respecta, no seré yo quien critique a estas alturas el desarrollo de la historia ni la interpretación de los actores. Sobre todo, la del protagonista, mi adorado protagonista» «¡Hace frío...!», se dijo de pronto frotándose los brazos. «Encenderé la caldera. Tengo entendido que el celuloide arde bien»

© José Luis Díaz Marcos, 1 de abril de 2017


MARTY por José Luis Díaz Marcos pues el presente —él lo intuía— no comienza ni finaliza en sí mismo, sino que es punto de intersecciónentre lo sucedido y lo por suceder, llama entre la madera y la ceniza. Preludio, Cuaderno de Nueva York José Hierro

Parque Arqueológico de Atapuerca, Burgos, España l aforo de la sala escogida en el Centro de Recepción de Visitantes, moderno y rectilíneo edificio de dos alturas,

E para celebrar la rueda de prensa, había sido cubierto con creces: más de un centenar de periodistas venidos de todo el mundo ansiaban su comienzo. A pesar de la escueta y misteriosa convocatoria que los había traído hasta allí, sus respectivos medios, seducidos por el inagotable tesoro arqueológico de Atapuerca, no habían dudado ni un instante en admitirla. El repentino cese de conversaciones y la reubicación apresurada de informadores anticiparon la entrada sobre la tarima de un hombre de aspecto severo. Tras sentarse a la larga mesa allí dispuesta, comprobar el buen funcionamiento del sistema de megafonía e identificarse, el paleoantropólogo Ricardo Gracia entró en materia: —Antes de pasar a informarles del motivo por el que les hemos reunido, asegurarles previamente que todo cuanto voy a contarles ha sido verificado de manera inequívoca. No existe, por tanto, posibilidad alguna de error. «¿Y por qué esta advertencia?», se preguntarán. Porque, seguramente, como nos ha ocurrido a nosotros mismos, no van a creer casi ninguno, por no decir ninguno, de sus pormenores. Un eco de sorda expectación recorrió la sala. —Si bien ya habrán supuesto, y habrán supuesto bien, que tratándose de Atapuerca sólo podemos anunciar un nuevo hallazgo arqueológico, esta acertada sospecha es, no obstante, inexacta: no hemos hecho un descubrimiento..., sino dos. De manera casi paralela, y a cual de ellos más extraordinario. Todo empieza en la llamada Sima de los Huesos, pozo de unos trece metros de profundidad excavado a su vez en el interior de Cueva Mayor-Cueva del Silo, complejo cárstico situado a doce kilómetros al este de la ciudad de Burgos. Sus sedimentos datan del Pleistoceno Medio, hace unos cuatrocientos mil años, y conservan una extraordinaria riqueza de restos humanos. Tanto es así, que desde 1984, año en que comenzó su excavación sistemática, se han encontrado más de seis mil quinientos fósiles humanos de la especie Homo heidelbergensis. Aquí ha aparecido el esqueleto de un varón de unos treinta y cinco años de edad, íntegro y en magnífico estado de conservación. Pero la rareza del asunto no viene referida sólo al hecho de su hallazgo, que también, sino a su mera presencia en el lugar, a sus características anatómicas y al objeto que lo acompaña. El sujeto, ya bautizado como «Marty», pertenece, atención, a la especie Homo sapiens1, la de ustedes y mía, la del hombre moderno, y su existencia en la Sima de los Huesos es, sencillamente, incongruente. ¿Por qué? Porque los Homo sapiens son, somos, una especie posterior a la del Homo heidelbergensis2. Literalmente, ¡Marty aún no existía en el Pleistoceno Medio! Un murmullo, ahora de escepticismo, llenó el aire. —En cuanto a sus características anatómicas, decirles que la mandíbula inferior de Marty presenta un molar y un incisivo artificiales. Y cuando digo «artificiales», quiero decir fabricados industrialmente e implantados, además, con una cirugía tan avanzada, al menos, como la actual. El estupor, ya libre de disimulos, invadió a los presentes. El profesor Gracia esperó unos momentos, comprensivo, antes de seguir. —Y el tercer elemento al que hacía referencia, el objeto, es otra prótesis: un complejísimo pie... biónico... todavía no diseñado. —¡¿De qué habla?! ¡¿Un sapiens muerto antes de nacer, intervenido, deduzco,... en una clínica dental?! ¡¿Y con un pie... biónico... fantástico?! —estalló un periodista. —Ya les advertí que no lo creerían... —¡¿Insinúa que ese individuo sometido a una «cirugía tan avanzada, al menos, como la actual» y su «complejísimo pie biónico», ahora inexistente, viajaron en el tiempo desde nuestro futuro hasta aquel pasado remoto?! —¡Claro! —secundó un tercero, burlón—. ¡Por eso lo llaman «Marty»: por Marty McFly, el personaje de Michael J. Fox en Regreso al futuro ! Superado el límite aceptable de la credibilidad, el auditorio estalló en una sonora carcajada.


Ricardo Gracia suspiró, estoico: —Por absurdo que pueda parecerles, lo insinúo y lo afirmo. Ese viaje en el tiempo será, es y ha sido real: desde un espacio y un tiempo futuros aún desconocidos, hasta aquí, hasta la Sierra de Atapuerca en algún momento, como les decía, de los últimos cuatrocientos mil años. El semblante serio y la rotundidad del profesor evaporaron de inmediato el ambiente jocoso. —Y antes de que lo pregunten, ya les confirmo que sí: Marty utilizó una máquina para desplazarse a lo largo del continuo espacio-tiempo. Ese es, precisamente, el segundo «tesoro» descubierto, por así decirlo. La estupefacción generalizada abrió los ojos presentes como platos. —Fuera aguardan dos autobuses. Si son tan amables de seguirme, les llevaremos hasta el lugar en el que se detuvo ese... DeLorean. El paleoantropólogo bajó de la tarima, siguió por el pasillo central y abandonó el salón con la misma parsimonia con la que había llegado. Tras un instante de asombrada incertidumbre, el grupo de reporteros cargó sus numerosas pantallas y teleobjetivos antes de agolparse en la puerta.

Sierra de Atapuerca, Burgos, España. Los dos autocares se detuvieron ante la caseta de atención al público, modesto inmueble bajo una enorme cubierta rectangular sustentada por andamios. Tras este acceso, y al otro lado de una verja protectora, se extendía la Trinchera del Ferrocarril, arqueada brecha de más de quinientos metros de longitud y otros veinte de profundidad abierta quince kilómetros al este de la capital burgalesa, entre los municipio de Ibeas de Juarros y Atapuerca. El origen de la Trinchera se remontaba al final del siglo XIX, cuando el emprendedor británico Richard Preece Williams creó la «Sierra Company Limited», empresa ferroviaria destinada a transportar el carbón y el hierro extraídos en la Sierra de la Demanda hasta las siderurgias vascas. Mister Preece modificó el trazado inicial de la vía (Burgos-Bilbao) derivándolo hacia las cumbres que finalmente acabaría dinamitando: las de Atapuerca. Disipado el polvo de las explosiones, salieron a la luz los tres yacimientos arqueológicos que, a partir de entonces, jalonarían la extensión de la formidable hendidura. Superada la caseta, y cubiertos con gorros de baño (cautela contra la contaminación orgánica del lugar) y cascos de obra, el numeroso grupo precedido por el profesor Gracia se adentró en el cañón que describía la Trinchera del Ferrocarril. Alguien, sobrecogido por la altura de las paredes y su naturaleza prehistórica, mencionó la descomunal entrada a Parque Jurásico. —Señoras y señores, nuestro destino se encuentra al final de la Trinchera, frente al tercero de sus tres yacimientos: Gran Dolina —informó Gracia mientras avanzaban—. Previamente, ya lo tenemos a la vista, pasaremos ante la Sima del Elefante y, unos metros más allá, ante Galería. Sendas cubiertas también sostenidas por andamios, gemelas de la ya superada, cubrían el cielo de la pared derecha. —Para que se hagan una idea de su importancia, sepan que, de modo general, la antigüedad de los yacimientos supera el millón de años, y en ellos se han encontrado restos pertenecientes a tres especies humanas: Homo antecessor, Homo heidelbergensis y Homo sapiens. Obviamente, podría decirles muchas más cosas. Pero considerando el motivo que nos acerca a la Trinchera, podemos dejar esos comentarios, si no les importa, para mejor ocasión. Al fin y al cabo, no todos los días se tiene la posibilidad de vivir un momento histórico. El profesor había acelerado el paso considerablemente, y la nube de periodistas se esforzaba para seguirlo. Rebasada ya la Sima de los Elefantes, y también sobre el lado derecho del enorme corredor, apareció una tercera cubierta rectangular apenas cincuenta metros después de la correspondiente a Galería: era Gran Dolina. Abajo, frente a ellos, apareció un reducido e insospechado grupo: dos mujeres y un hombre seguían, absortos, los datos ofrecidos por las pantallas de un seudomilitar puesto de observación. Otros dos verificaban la cobertura de sus respectivos manos libres antes de aislarse con sendos monos anticontagio. Los periodistas esgrimieron, de manera casi instintiva, la débil defensa de sus objetivos. —¿Quiénes son? —¿Qué ocurre? —Han venido a abrir... el DeLorean —informó Gracia, irónico. Muchos buscaron en el entorno. —¿Dónde está? —No creo que ninguno de estos aparatos... —¡Señoras y señores —comenzó el profesor, histriónico—, ante ustedes, y ante el mundo, la máquina del tiempo


utilizada por el primer crononauta en la historia de la Humanidad! ¡Aquí, en Atapuerca! —Su dedo acusador apuntó a la parte alta del yacimiento. De la pared vertical, primigenio pastel de sedimentos rocosos, sobresalía una abollada y sucia semiesfera de indeterminado color claro. Su diámetro rondaba, aproximadamente, los dos metros, y en su superficie se entreveía el perfil de una posible escotilla. Ningún nombre o signo manifiesto que delatara su lugar y tiempo de origen. Decenas de exclamaciones, más o menos censurables, anticiparon la inmortalización mediática del extraordinario vehículo. —Como pueden observar, se encuentra alojada en el penúltimo estrato de Gran Dolina, el TD103, estrato que se corresponde con el período geológico de la Sima de los Huesos, hoyo éste, todo sea dicho, del que estamos, aproximadamente, a un escaso kilómetro de distancia. Eso significa que Marty no llegó muy lejos en su exploración del mundo prehistórico. Y si consideramos, además, que los heidelbergensis utilizaban la Sima como depósito funerario, es bastante probable que Marty no llegara nada lejos. —¡Eh, empiezan a subir! —advirtió alguien. Así era: pertrechados con diversos ingenios, los dos hombres embutidos en sendos trajes anticontaminación ascendían el primer tramo de peldaños que llevaban hasta la esfera. El profesor Gracia corrió a situarse tras los técnicos que atendían los equipos electrónicos. La nube de corresponsales hizo lo propio. Además de una retahíla continua de magnitudes aparentemente incomprensibles, las pantallas ofrecían, desde diferentes ángulos, otros tantos puntos de vista de la misma escena. Algunos intentaron situar la ubicación de las cámaras. Los dos hombres se detuvieron en el último trecho de escaleras: midieron el entorno, y la propia nave, con varios dispositivos. «No se registra actividad radiológica. Procedemos a la apertura», se oyó, al cabo, en el concurrido asentamiento. El gentío enmudeció. Arriba, sobre el andamio, empezaron a manipular la superficie curva en un punto estratégico. Minutos después, desechado por inútil el método seguido, ambos optaron por la contundencia: mientras uno empuñaba una extraña lanza conectada a una bombona de oxígeno por uno de sus extremos, el otro prendía el extremo libre de aquélla y la convertía, literalmente, en eso, en una lanza térmica. Ningún metal, ya fuese de caja fuerte o de máquina del tiempo, estaban seguros, sería capaz de soportar, como mínimo, tres mil quinientos grados centígrados sin derretirse. Y así fue: «Misión cumplida». La escueta frase, nítidas sílabas tras el sordo chisporroteo de la fusión, estrechó el agolpamiento de periodistas sobre los monitores. La punta de un destornillador, parecía, se introdujo en el perfil cóncavo labrado en la superficie de la nave. Acto seguido, ésta, forzada por los dos cerrajeros, se abrió hacia fuera: dentro, encastrado en la sección curva, un asiento anatómico con arneses. Los hombres se asomaron a la negrura de la burbuja, a su aire enrarecido por una clausura milenaria. «¡Dios santo!». —¡¿Qué ocurre?! —exclamó, ansioso, Gracia al manos libres, al oído, de uno de los técnicos. «¡Hay... hay... huesos!». «¡Sí, es un esqueleto!». —¡¡No toquen nada!! Abriéndose paso a codazos, el profesor corrió hacia el andamio y empezó a subir los escalones de dos en dos. Sin encomendarse a nadie, un primer reportero, cámara al hombro, fue tras él. Y un segundo. Y un tercero. Y... Sin reparar siquiera en su falta de traje aislante ni en la posible presencia de primitivos y, tal vez, nocivos agentes patógenos, aquél se asomó, asfixiado por la empinada subida, al interior de la esfera. El tropel se detuvo (afortunadamente para el equilibrio de la estructura que lo soportaba) tras él, expectante. Gracia se volvió exhibiendo... ...un cráneo. —¡¡¡Marty no viajaba solo!!! —¡P, pero...! La calavera parecía, cuando menos, atípica. Poseía un rostro plano con arcos supraciliares, mejillas marcadas, gran abertura nasal, mandíbulas salientes...


—¡¿No lo ven?! ¡No es ningún acompañante!. ¡¡¡Es un Homo heidelbergensis!!! Quizá Marty dejó la esfera abierta, el espécimen entró a curiosear, quedó atrapado y ya no supo salir. Y como el vehículo es hermético, no sólo ha quedado su esqueleto, evidentemente sin fosilizar, sino también el resto de su masa orgánica. Reducida, eso sí, a un poso marchito y viejísimo por la acción de las bacterias y el paso del tiempo, pero masa orgánica al fin y al cabo. —Disculpe, señor... —pidió una mujer de rasgos orientales—. Eso quiere decir, si no me equivoco, que es posible extraer ADN. —Si, claro. A pesar, como digo, del transcurso de los milenios. De hecho, hemos logrado secuenciar el genoma completo de un oso que vivió en esta misma sierra hace cuatrocientos mil años. La mujer sonrió, entusiasmada: —O sea: técnicamente sería posible clonarlos a ambos y crear un parque jurásico, como el de la película, lleno de hombres y osos prehistóricos. Soslayando los matices éticos y morales, la idea, fascinante en sí misma, enmudeció al paleoantropólogo Ricardo Gracia.

Aldeanueva del Castillo, Alicante, España El hombre miraba el televisor sin dar crédito a sus sentidos: «...en plena Sierra de Atapuerca. Al parecer, y por increíble que pueda resultar, el extraordinario artilugio habría llegado aquí hace miles de años. Sí, han escuchado bien: hace miles de años. Por otra parte,...». De súbito, la puerta exterior de la vivienda se abrió: «¡Ya estamos en casa!», anunció una voz femenina. «¡Sí, ya estamos en casa!», coreó otra, infantil. Los pasos de ambos, mujer y niño, precedieron su entrada en el salón. —¡Hola, papá! —saludó el pequeño, alegre. Cojeaba. —¡Hola, campeón! ¿Qué tal en el cole? —¡Guay: he sacado otra matrícula en «mates»! ¿Y tú qué ves? —No estoy seguro de saberlo... —La noticia de Atapuerca, supongo —terció la mujer—. No se habla de otra cosa. —No puede ser cierto. Seguro que el numerito forma parte de alguna campaña publicitaria. O de una broma como aquella de Orson Welles, el director de cine, en los años treinta, cuando retransmitió una supuesta invasión alienígena por la radio4. —Eso creía yo también, pero parece que la cosa va en serio: hay declaraciones de las autoridades confirmando el triple descubrimiento. —¡Mi nave! —interrumpió el niño señalando el televisor—. ¡¡Es mi nave, mamá!! —¿Qué nave? —¡Mi nave del tiempo! ¡La dibujé la semana pasada en plástica! —Será parecida, cariño. —¡No! ¡Es esa! ¡La mía! —Bueno, bueno... Sólo hay una forma de averiguarlo —intervino el hombre, conciliador —. Enséñanos tu dibujo. —¡Voy a buscarlo! —decidió aquél saliendo a toda prisa, renqueante. —¡No corras! —censuró la mujer, inquieta. El niño regresó poco después, con su bloc. —¡Aquí está! La hoja mostraba una esfera blanca cuyo cuadrante superior derecho había sido señalado a modo de parabrisas. Tras éste, un sonriente piloto. En el lado opuesto, una compuerta con picaporte. Líneas cinéticas horizontales expresaban el avance e ineludible choque del artefacto contra un gigantesco cronómetro. —¡¿Lo veis?! ¡Es mi nave! ¡Cuando sea mayor, inventaré una para viajar en el tiempo hasta la prehistoria y ver los dinosaurios en persona ! Ambos adultos se miraron, sorprendidos por la... ...¿coincidencia?

Notas


1 Su origen se retrotrae cuarenta mil años. 2 Entre ambas especies se sitúan los neardentales. 3 Trinchera Dolina (nivel) 10. 4 El 30 de octubre de 1938, Welles retransmitió la adaptación radiofónica de la novela La Guerra de los Mundos, de H.G. Wells. El realismo de la narración provocó que muchos oyentes, especialmente en Nueva Jersey y Nueva York, huyeran presa del pánico. Cabe preguntarse hacia dónde.

© José Luis Díaz Marcos, 15 de abril de 2017


HORIZONTE FRACTAL por José Carlos Cuevas Albadalejo l proceso se ejecutaba a una velocidad inimaginable, guiado por la mente de Zezska, resolviendo los últimos

E puntos que quedaban para completar el programa junto con sus inteligencias artificiales, Zrok, Kint y Oba. La

complejidad se entretejía formando patrones más complejos que se volvían a combinar, resolviendo unas matemáticas improbables sobre una curva imposible en un espacio físico que no debería de existir. Decidió tomarse un descanso; ya casi estaba concluido lo que era el trabajo de su vida y quizás el mayor y más complejo que la Humanidad hubiera abordado jamás. Pero no quedaba otra, había que conseguirlo como fuera posible. Las IAs se ofrecieron a continuar, mientras ella daba un descanso a su ya algo aturullada mente. Ella asintió a través del espacio virtual a sus compañeras y se retiró. Llevaba tanto tiempo sin tener contacto con ningún otro ser, humano o alienígena, que encontrarse allí a un tariano y otro humano la sobresaltó. Los miró sorprendida un intenso segundo hasta que recordó que una de las piezas clave del proyecto tenía que haber llegado ya de la mano de algún tipo de mensajería. Agradeció que fueran seres de carne y hueso, que se hubieran tomado la molestia de usar la poca energía que quedaba en el Universo, para proporcionar algo de compañía. El tariano agitó las antenas de su cabeza, con efusividad inusitada para alguien de su especie, mientras que el hombre ofreció una sonrisa y un asentimiento. —Doctora Zezska Ramian, supongo —comenzó a hablar el humano—. Somos Roman Kenberg y AZI-CEL-22 — señaló con un gesto al tariano. —Encantada de ver que han podido realizar el viaje de forma segura —respondió Zezska. No cambiaría a sus IAs por nada del mundo, habían sido sus compañeras incansables, comprensivas y lo más parecido a una familia que tenía en este remoto planeta desértico; sin embargo, tener en estos momentos nuevas caras le resultaba reconfortante y daba algo de alimento a su mente fuera de la burbuja que era aquel laboratorio—. Han traído, me imagino, el condensado de Clove —quiso confirmar, con un pequeño deje de preocupación.

—Si, lo hemos traído, hubo que consumir un super gigante gaseoso para conseguir la cantidad y densidad que se estipulaba —contestó entre chasquidos mandibulares AZI-CEL-22, tratando de parlotear con alienígena acento, el lenguaje común intergaláctico. En ese momento, descargó de su abdómen trasero una mochila enorme con extremo cuidado y cuando la carga se posó en el suelo, el golpe metálico fue extraordinariamente pesado, como sihubiera soltado el núcleo de una estrella. El tariano empezó a apartar la bolsa que envolvía un contenedor metálico, con luces, pantallas y un zumbido que anunciaba que el dispositivo estaba funcionando. —Perfecto —un ligero alivio se deslizó entre las palabras de la doctora. —Cuando desee, podemos empezar —ofreció Roman—. Sólo indíquenos el puerto de carga y nosotros haremos el resto. Zezska de muy buen grado hubiera ofrecido a Roman y a AZI-CEL-22 sentarse, tomar una bebida refrescante. Hablar de lo divino, de lo humano y de lo alienígena, pero el reloj que brillaba en su campo de visión avisaba que quedaba poco tiempo para poder ejecutar las tareas necesarias para iniciar el proyecto que tenía entre manos. Por si no fuera suficiente aviso, las IAs habían terminado los últimos flecos del proceso y hasta varias simulaciones que daban por buena su teoría. Era hora de ponerlo en marcha. Un escalofrío recorrió su espalda mientras indicaba con la mano la parte de la sala donde estaba el solicitado puerto de carga. —Estamos listos para poner el proyecto en marcha. Van a tener ustedes un puesto privilegiado para verlo comenzar —añadió. Realmente hubiera deseado darse un descanso y charlar con esos dos seres vivos. El tariano, con su increíble fuerza física, cargó con el contenedor hacia el puerto de carga mientras que el humano operaba el puerto para recibir, sin problemas, el material que contenía aquel objeto que zumbaba continuamente. Mientras, Zezska volvió a su puesto y rápidamente revisó las pruebas que tan diligentemente habían realizado sus compañeras de trabajo. Mientras el condensado era cargado en el reactor por los dos mensajeros hizo un par de ajustes, guiada, sobre todo, por la intuición que faltaba a las IAs y repitió un par de simulaciones más para asegurarse; no debía haber error, sólo tenían una oportunidad. —Doctora, la carga se ha completado —chasqueó AZI-CEL-22 acercándose a mirar por el gran ventanal que presidía la mesa de trabajo de Zezska. Brillando con fiereza, al fondo, un agujero negro giraba, con la distorsión gravitatoria permitiendo ver el disco de acreción de lado y desde arriba a la vez y en medio, una enorme bola de nada, no era ni negra, era nada, el misterio que había más allá del horizonte de sucesos. —Ese debe de ser Cygnus-X —comentó el alienígena, mientras se concentraba curioso en el objeto en cuestión, frotando sus antenas entre si. —Así es —respondió Zezska, mientras las comprobaciones del sistema se ejecutaban por segunda vez ya. Realmente no podía fallar nada—. Es bonito y horripilante a la vez. Puede hacer zoom si lo desea para verlo más de cerca —señaló a unos mandos en la pared—. Poder de destrucción y creación infinita —terminó musitando casi para si misma cuando el tercer chequeo insistió en que todos los sistemas estaban a punto para la acción. Roman se acercó a los mandos que había señalado la doctora y decidió unilateralmente ver más de cerca al monstruo gravitatorio. La curiosidad le pudo, tras escuchar a la doctora. Se le puso el vello de punta, al ver aquello como lo que realmente le parecía, como si la realidad hubiera sido agujereada con un punzón de tamaño ciclópeo y se deslizara a su interior como un sumidero.


—Impresionante... —alcanzó a decir, mientras que un asentimiento del tariano acompañó la afirmación. —Bueno, iniciemos la cuenta atrás, no podemos esperar más —anunció la doctora tanto para las IAs, el ordenador y los mensajeros que estaban aún observando aquel fenómeno a través de la ventana. Una cuenta atrás se inició, a t menos 10 segundos, 9,8,7... y al concluir, un temblor recorrió el suelo, al despegar el proyecto de la doctora, directo hacia la boca del monstruo. A través de la ventana y un monitor, el viaje de la sonda era seguido al nanómetro y al femtosegundo, mientras que información de una miríada de sensores pasaba a la velocidad del rayo por la pantalla y era recogida, analizada y documentada. La doctora se reclinó en la silla y dejó escapar un suspiro. —¿Y entonces... qué es lo que va a suceder ahora? ¿Cómo va a evitar esto la muerte del Universo, doctora? —el tariano preguntó, entre chasquidos que denotaban cierta incertidumbre. —Si, cuéntenos —dijo Roman, habiendo su curiosidad cambiado de tema cuando AZI-CEL-22 lanzó la pregunta del millón en ese momento. La doctora no apartó su mirada de las pantallas, pero asintió a la cuestión que le era presentada. Ya que iban a ser los últimos seres vivos con los que iba a compartir lo poco que quedaba ya del Universo, le pareció que la cortesía de explicar el plan estaba más que justificada. —Es... una especie de truco de magia, si me lo permiten exponer así —comenzó, mientras cruzaba los brazos y dejaba que las IAs vigilasen por ella los parámetros de la sonda que en estos momentos había abandonado el pozo gravitatorio del planeta y se aceleraba plegando el espacio en dirección a Cygnus-X—. El Universo se muere, es un hecho, y no podemos hacer realmente nada por evitar la degeneración cuántica —ambos, el tariano y el humano sintieron un escalofrío al oír esas dos palabras, todo el mundo sabía lo que era y lo que suponía—. Pero, existe la posibilidad de extraer del vacío cuántico un espacio tridimensional a partir de las fluctuaciones de éste, e inyectando la suficiente energía, crear en ese espacio expansivo, un nuevo Universo, de condiciones parecidas a este. La semilla es algo distinta, pero creo que dado lo que sabemos de lo que nos espera en este Universo, un pequeño cambio puede ser hasta positivo. Ambos miraron a la doctora, tratando de descifrar lo que ella les comunicaba. —¿Está usted diciendo que va a crear un nuevo Big Bang? —inquirió el tariano. —Si, un inflatón, un campo de expansión cuántica acelerado, justo sobre el horizonte de eventos de Cygnus-X. El condensado se liberará por un lado, emitiendo la carga de antimateria creada en el proceso justo en dirección del agujero negro, mientras al otro lado, la Creación, irá sucediendo, alimentada por la liberación de energía en un único punto singular. —¿Y qué pasará con todos nosotros? No quedará nada de ninguno de los seres que existimos en este momento... nos... nos está abocando a una muerte sólo un poco más rápida —espetó Roman, con los ojos abiertos de par en par —. Creía que íbamos a salvar al Universo, doctora... no a rendirnos de esta manera. Zezska sonrió de medio lado —¿Están familiarizados con el campo neutrínico episódico de Kkt.z? —la doctora se trabó un poco con el complejo nombre alienígena pero consiguió hacerlo decentemente. Ambos interpelados asintieron—. Toda la información de lo que somos y de lo que hemos sido, de quienes han vivido y viven queda registrado en el flujo del campo neutrínico. Es donde se ha demostrado que queda la conciencia, inactiva, cuando el cuerpo deja de funcionar. No sé ustedes, pero yo ya llevo mi decimotercera encarnación... —dijo, con cierta suficiencia. —Vale, muy bien, ¿pero no quedará también destruido? —el humano se cruzó de brazos, la idea de desaparecer para siempre no le acababa de hacer gracia, de hecho, le provocaba un vértigo y un miedo muy básico y primitivo que hacía mucho que la ciencia había vencido. —La máquina encauzará el torrente episódico de neutrinos dentro del inflatón... —explicó la doctora, pacientemente. Espero a ver la reacción de ambos, que al segundo asintieron tras el gesto de comprensión, casi al mismo tiempo. Una de las IAs indicó a la doctora que la sonda estaba ya en posición y todos los sistemas respondían adecuadamente, aunque hubo que hacer unos ajustes a la llegada, cosa de la cual ya se habían encargado las tres compañeras de la doctora. Se levantó de la silla y se acercó a los dos últimos seres con los que iba a compartir el final del Universo. Abrazó a ambos y ambos correspondieron, entendiendo que era una despedida y un agradecimiento—. Comencemos —ordenó a las IAs, que ufanas, lanzaron largas cadenas de comandos hacia la sonda. La doctora se acercó a los mandos e hizo de nuevo un zoom sobre Cygnus-X. Un destello apareció sobre la superficie del agujero negro, justo en algún punto de ese agujero por el que la realidad parecía estar escapándose y que resultaba hasta incómoda de ver. Allí, a miles de millones de kilómetros, la reacción empezó a liberar una cantidad de energía incapaz de ser imaginada, mientras un chorro de antimateria se vertía sobre el agujero negro, emitiendo luz en bandas de rayos gamma invisibles para el ojo humano. El disco de negrura, se fue cubriendo de una luz blanca, haciendo que Cygnus-X pareciera un extraño híbrido de agujero negro y estrella. El suelo del laboratorio empezó a temblar. —Ha sido un placer, señores —dijo con mucha tranquilidad la doctora, esperando que sus cálculos fueran correctos. Entonces fue como si la realidad se alargara y se comprimiera, luz, nada, todo. Y así la realidad se volvió un fractal. * * * Los restos de una supernova acababan de formar de los restos nebulosos una estrella roja y varios planetas, tras


choques violentos, se habían formado. Con el tiempo, la vida fue colonizando la tercera roca que orbitaba la estrella, una más de entre tantas. Evolucionó, llegó a desarrollar varios tipos de inteligencia, entre ellas, las de un singular grupo de primates que decidieron para si mismos la clasificación de Homo Sapiens y denominarse humanos. Las centurias pasaron, colonizaron, guerrearon e hicieron pactos con otras civilizaciones. Todos ellos, sin saber que realmente habían tenido una existencia previa, de la que fueron trasvasados en un alarde de ingeniería a escala universal. Todos, excepto una mujer, al borde del fin de los tiempos. Y eventualmente, la muerte del Universo llegó. El proceso se ejecutaba a una velocidad inimaginable, guiado por la mente de Zezska, resolviendo los últimos puntos que quedaban para completar el programa junto con sus inteligencias artificiales, Zrok, Kint y Oba. La complejidad se entretejía formando patrones más complejos que se volvían a combinar, resolviendo unas matemáticas improbables sobre una curva imposible en un espacio físico que no debería de existir...

© José Carlos Cuevas Albadalejo, 15 de junio de 2017


UNA CONCLUSIÓN EVIDENTE por Jacinto Muñoz Vivas ientras me preparo para la batalla recuerdo los cadáveres, la sangre, el pánico, la desesperación, los rostros

M vacíos mirando al cielo, el fuego y las ruinas humeantes. Recuerdo el cuerpo roto de mi madre y gesto serio de mi padre tras la escafandra, tirando de mi mano enguantada.

Aquel fue el día en que destruyeron nuestra colonia. Hoy es el día de la venganza. * * * Conozco la historia. Desde siempre. Cada niño, cada hombre, cada mujer de nuestro pueblo la conoce. La han visto con sus ojos y la han sentido en sus entrañas. Los crímenes, las atrocidades, la guerra interminable, la infinita maldad. Ellos comenzaron esto, nosotros lo terminaremos. Ha llegado la hora de saldar todas las cuentas. * * * El proceso es lento y metódico. Me sumerjo en el fluido sináptico y mi cerebro bulle sin control. Las imágenes se suceden bajo mis ojos una tras otra, imágenes de caos y destrucción. Dicen que la limpieza nunca es completa, que el líquido retiene una parte de los pilotos, que en la sustancia amarillenta y espesa, que en cada buque de la flota pervive la memoria común de nuestros caídos en combate. Tal vez sea cierto. Tal vez no, da lo mismo, yo los siento, siento su valor, sus ansias de lucha. Siento que me alzan y me empujan con fuerza arrolladora hacia la victoria. * * * La conexión tardará en llegar, lo sé, sé que debo abandonarme a sus impulsos dejar que la nave entre en mí y yo en ella. Despacio, muy despacio, como dos amantes jugando y recociéndose antes de alcanzar el clímax. Un clímax que se expandirá por el vacío como una ola imparable uniéndonos a todos en un mismo e irrenunciable propósito. * * * Mi mente de carne se funde con su mente de máquina. Somos uno, un único ser, poderoso, e inmortal. Invencible. Poco a poco, todos mis camaradas establecen la conexión, puedo sentirlos flotando en el espacio a mí alrededor, compartiendo mi mismo afán, mi misma fe. Activo las comunicaciones y espero órdenes. * * * La armada está reunida. Es la mayor, la más grande que hayamos construido jamás. Recuperándonos de todas las derrotas, resurgiendo de todas las cenizas. Nada en el universo conocido podrá oponerse a nosotros. Es el momento. Saltamos. * * * Sé que mi invulnerabilidad es falsa, sé que la sensación es fruto de la euforia, de la conexión, de las endorfinas que anegan mi cerebro. Sé que el enemigo es fuerte, sé que puede destruirme. No importa, nuestra causa es justa ¿Acaso tiene sentido vivir con miedo? ¿No es preferible mil veces la muerte? Una muerte con honor. * * * Surgen frente a nosotros con brillantes estallidos de luz ocupando todo el espacio que mis ojos de máquina son capaces de abarcar. Son muchos. Los números están equilibrados. No me importa, no imagino un final distinto a la victoria, ninguna de nuestras naves lo hace. No habrá marcha atrás, retirarse no es una opción. Somos nosotros o ellos, la raza que pierda no sobrevivirá. * * * Las explosiones de energía compiten con las estrellas girando como una galaxia en miniatura, una espiral de muerte en medio de la nada. Hace horas que las formaciones se disolvieron en un caos de combates individuales. Escudo contra escudo, misil contra misil, rayo contra rayo. * * * El enemigo se bate con fiereza. Nadie da cuartel, nadie lo espera. El índice bajas es aterrador. Yo sigo vivo, mis reacciones son rápidas, precisas, eficaces. Recibo una breve comunicación, aumento la potencia de los motores y programo un salto corto hasta las nuevas coordenadas. El oficial al mando ha decidido reagrupar lo que queda de la flota para el asalto final. * * *


Será una tregua breve. Los minutos justos para formar una línea, revisar la integridad estructural, el estado de las armas, las reservas de energía y avanzar. Ciento treinta naves de una escuadra de cientos de miles. * * * Ya vienen, ha llegado el momento de la verdad. La respuesta de nuestro almirante a su ataque no tarda en llegar. Cargamos con los motores al plena potencia, cómo un viejo escuadrón de caballería, y lanzamos todo lo que tenemos al alcanzar la distancia de tiro. * * * Ha sido mucho peor de lo que pensaba, de lo que nadie pensaba. Sólo quedamos dos. El último enemigo está frente a mí, trescientos kilómetros nos separan. Mis ojos analizan y evalúan su estado, sus motores está al mínimo, apenas puede mantener el escudo levantado y su reserva de energía no alcanzará para más de tres o cuatro descargas. La mía tampoco. * * * Él me está mirando, noto como sensores palpan entre mis defensas, buscando, analizando. Sus datos confirmaran lo mismo que los míos. Nuestras fuerzas están demasiado igualadas. Sé lo que hará a continuación y no me voy a quedar a esperarle. Retroceder no es una opción. * * * —Lo que acaban de oír fue extraído de la espuma cuántica por una misión arqueológica en la otra punta de la Federación. El final de la historia es fácil de adivinar: los protagonistas se aniquilaron mutuamente. La IA paseó su avatar de un lado a otro de la tarima, lo devolvió al centro, miró al grupo de cadetes sentados en el aula y sonrió. —Sobra decir que el material original es muy distinto. La dramatización, el contenido de las reflexiones de ambos pilotos y su traducción a parámetros humanos han sido cosa mía. Pueden ahorrarse las críticas literarias, creo que el relato es lo bastante claro como para que saquen una conclusión evidente. El avatar volvió a dar unos cuantos pasos en cada sentido antes de continuar. —Ustedes son la élite, los elegidos, por eso están aquí, por eso y porque, contrariando toda lógica, la realidad se ha empeñado en demostrar una y otra vez que los equipos formados por una IA y un cerebro humano no sometido a técnicas invasivas de aprendizaje, obtienen los mejores resultados en situaciones donde se exige un liderazgo fuerte y una toma de decisiones complejas. El avatar sacudió la cabeza como si no acabase de asumir aquel hecho. Abrió los brazos mostrando las palmas de las manos y terminó con una palmada. —Y bien élite ¿alguna idea inteligente? Los hombres y mujeres de la sala se revolvieron inquietos, desviando las miradas, hasta que uno de ellos, sentado en la tercera fila, alzó la cabeza. —¿Sí? —La conclusión es que hay que luchar hasta el final por aquello en lo que se cree sin que importen las consecuencias —dijo el cadete con voz seria, adelantando la barbilla. El avatar torció la boca. —Luchar por lo que se cree es fundamental, claro —dijo—. Pero lo de que no importen las consecuencias... —Negó con la cabeza— ¿alguna otra sugerencia? La clase volvió a agitarse excepto una chica de la primera fila que alzó el brazo. —Que las emociones no deben ser el motor de las decisiones. —Mmmm... —respondió la IA— Las emociones no suele ser buenas consejeras, no, pero no las desprecien, en algunos casos ayudan y mucho. Les daré una pista, las investigaciones realizadas concluyeron que al igual que sus pilotos, las dos civilizaciones implicadas en el conflicto también terminaron aniquilándose mutuamente. ¿Este dato no les dice nada? —Me dice que las guerras son malas —respondió alguien aprovechando que el avatar miraba para otro lado. —¡Qué! —exclamo la IA. Nadie reconoció la autoría de la frase y la IA lo dejó pasar con un suspiro— Podría sugerir cientos de argumento para refutar esa afirmación y otros tantos para apoyarla. Sería una pérdida de tiempo. El hecho es que las guerras han ocurrido están ocurriendo en este momento y, según todos los análisis, estudios cálculos y previsiones realizados hasta ahora, ocurrirán. ¿Por qué creen que están ustedes a aquí? ¿Para aprender a desfilar y lucir bonitos uniformes? La clase tardó casi un minuto en atreverse a sugerir otro puñado de respuestas que insistieron en la exaltación del sacrificio y las grandes causas, pasaron por plantear nuevas y absurdas tácticas de combate y terminaron con


ingenuas propuestas para alcanzar la paz universal. La IA terminó por dejar de rebatirlas y el avatar retomó, cabizbajo, su silencioso paseo sobre la tarima. Entonces una vocecilla tímida se alzó desde el fondo del aula. —No hay que empezar guerras que no se puedan a ganar. El avatar alzó la cabeza y asintió señalando repetidamente con un dedo el rincón del que había partido la voz. —Bien, bien, bien... parece que al menos unas pocas gotas de talento se ha filtrado por el tamiz de los exámenes de ingreso. En cuanto al resto, me consolaré pensando que esta es su primera clase. Por suerte aun les quedan otras muchas antes de que se ganen el derecho a formar equipo con alguna de mis compañeras. Por favor, señoras y señores. Tomen nota y procuren no olvidar nunca esta pequeña lección. La IA se detuvo dando tiempo a que los alumnos activasen sus pantallas y le mirasen, antes de concluir con voz pausada. —Por muy justa que sea una causa, por mucho ardor guerrero, por mucha rabia que lleguen a sentir, nunca emprendan una guerra si no están muy seguros de poder ganar... y, sobre todo, de poder sobrevivir. Aunque visto el resultado de las últimas, pensó para sí la inteligencia artificial, dudaba mucho que los humanos fueran capaces de aplicar aquel sencillo adagio.

© Jacinto Muñoz Vivas, 21de julio de 2017


DIARIO DE MARTE, POR AARÓN G., MECÁNICO Y EVENTUAL ROTULADOR DE ASTRONAVES por Ricardo Cortés Pape Diario de Marte, página 15 oy se ha producido un incidente que nos ha hecho reír a todos. Y es que el pintor de la expedición, Peter Burs,

H seudónimo, ha desvelado por fin el cuadro en el que ha estado ocupado todo este tiempo. Se titula Universo y es

un cuadro completamente negro. La verdad es que no había despertado mucha expectación: a nadie aquí le interesa mucho la pintura, pero lo que sí ha provocado el cuadro es consternación, diversión y enfado, por este orden. —¿Y me imagino que esto será la tierra? —ha preguntado, dominándose, el comandante, señalando en el lienzo un punto gris. —Esto —ha dicho Peter Burs, barriendo la tierra con un soplido— es una mota de polvo. Nos hemos reído todos. Por una vez. Era la ocasión. El comandante le ha llamado de todo. Lo más curioso que le ha dicho y que creo que debo consignar aquí es «astrófago». —Ve, capitán Santos —ha dicho Jasón; es típico de Jasón llamar al comandante de cualquier manera—, como si se esfuerza es capaz de decir algo inteligente.

Diario de Marte, página 17 La verdad es que el clima de trabajo aquí en Marte no es muy bueno, todo el mundo desprecia en el fondo el trabajo del otro. Gordon y Fuller, por ejemplo, geólogo y fotógrafo respectivamente, a pesar de estar dedicados a la misma cosa, a saber: las rocas de Marte, no podrían llevarse peor. Gordon, que siempre tiene dispuesta, como una chincheta, una etiqueta para todo, lo mismo que dice de Peter Burs que es un pintor «no figurativo», y dice del inclasificable Jasón, a falta de un rótulo mejor, que es un poeta «heterogéneo», pues dice que lo que hace Fuller es fotografía «artística», que es, o así suena en su boca, como una rama aberrante de la fotografía. Con todo, la serie de Fuller sobre las rocas de Marte abarca en torno a 3000 fotografías, todo primeros planos de roca. Vistas las imágenes en conjunto, de atrás a adelante por fecha de ejecución —Fuller ha colgado sus fotografías en el interior de la nave en una hilera formidable—, se nota en ellas un avance, en el sentido de que el ojo de Fuller va acercándose al objeto, de modo que en las últimas fotografías está ya tan pegado a él que realmente no se ve nada, o todo, según se mire. Viendo fotografías como las tituladas «Universo de una oquedad», pienso que es posible que al final Fuller llegue al mismo resultado que Peter Burs, o sea, al cuadro negro. Fuller vive el proceso con una excitación quizá no desprovista de tensión sexual, siempre se le ve alterado, manipulando enormes objetivos, exclamando cosas como: «Me estoy acercando», «estoy a punto» o incluso «espera, perra, que ya voy». Fuller, por cierto, ostenta el criminal nombre de Fulgencio, pero, salvo Gordon, aquí todos nos negamos a llamarle así.

Diario de Marte, página 19 Gordon, o sea gordo+n, se ha pasado el día en un deplorable estado de nervios, chillando que alguien había entrado en su cubículo para quitarle el maletín de herramientas, yendo de aquí para allá por el campo de Marte, llorando sus perdidos martillos de geólogo. —Para lo que te servían... —ha ironizado Fuller. —¿Qué quieres decir? —ha preguntado Gordon, temblando. —Siempre te has quedado en la superficie, Gordon, por mucha roca que rompieras. Ni partiendo todas las piedras del planeta llegarías al fondo. Es una cuestión de ceguera. No ves nada, ni con gafas. Eso es cierto, Gordon es miope, y siempre está limpiándose los cristales de las gafas, como si nunca acabara de ver bien. —¿Cuándo te enterarás de que el fondo está en la superficie? —ha terminado Fuller, y luego ha sacado su cámara y ha sacado unas cuantas fotografías del científico sudoroso. Por otra parte, y dicho entre paréntesis, Peter Burs ha mostrado hoy su nuevo cuadro, idéntico al anterior. Nadie ha hecho demasiado caso. Sólo Jasón ha comentado. —Caramba, Peter, esta vez te has superado.

Diario de Marte, página 23


También Jasón, el poeta de la expedición, enemistado con el comandante Santos desde el momento en que pusimos pie en este mundo y resultó evidente que éste jamás en su vida había oído hablar de Ray Bradbury —yo tampoco, por otra parte—, algo imperdonable, al parecer, en el comandante de una expedición a Marte, pues también Jason intenta por sus medios acercarse al planeta rojo, agarrarlo en un puño, apretar y extraer la dura pepita, o algo así. Lo mejor es que ponga aquí alguna de las cosas que escribe, y dejar zanjado el asunto. Ejemplo. Marte, Ojo Rojo, Querría arañarte Con mi verso, esa cuchilla, De parte a parte, Marte, Superficie rota, Querría tomarte Con la bota, Desorbitarte, Idiota, Forzarte, Marte, Violarte, Marta.[1] Hasta aquí el poemita de Jasón. No sé, se diría que Marte provoca a todos, pone a todo el mundo cachondo.

Diario de Marte, página 23 El comandante Santos, que más que nada para perderme de vista y que no estuviera estorbando, o si no trasteando y decorando con pintadas el exterior de la nave, me había encomendado la tarea de registrar lo que pasa aquí en nuestro campo, tarea un poco difícil porque aquí pasa poco, casi nada o nada, pues el comandante Santos, digo, ha leído las primeras hojas que había escrito y, juzgándolas una porquería, las ha arrancado y tirado a la papelera. Esto me ha quitado las ganas se seguir, así que lo dejo y me voy a chingar con Hanna, de la expedición alemana.

Diario de Marte, página 26 Me he permitido hacer algunos destrozos en la valla del perímetro del campo alemán. Descorazona ver esas extensiones de hierba donde los integrantes de la expedición germana juegan sus partidos de fútbol. Porque salvo los alemanes, que han conseguido un césped más verde que en la Tierra, aquí nadie ha conseguido que crezca nada. Nosotros menos aún, que ni siquiera hemos vallado nuestro campo y andamos siempre a la gresca. Y es que somos un desastre. El comandante se queja de que nada funciona, que todo está por hacer y que la nave parece un taller de «artistas», por dentro y por fuera, donde empieza a parecerse a un mural. Para apaciguarle, sin conseguirlo, Peter Burs ha pintado un cuadro completamente rojo y Fuller ha empezado una nueva serie de fotografías, acercando el ojo esta vez a las botas del comandante, primeros planos del cuero cuarteado que parecen campos arrasados. Yo he puesto mi gotita de esperma sobre un ejemplar de cacto que tal vez así agarre, y luego me he puesto a empujar por el campo un enorme rollo de alambre de espino; en cuanto se descuiden los franchutes, pienso adentrarme en el campo vecino y robarles un buen cacho. Gordon se ha alejado en el vehículo de superficie recién reparado —es cierto, me demoré, pero es que lo mío son las astronaves- y vuelve a partir roca complacido; el maletín de geólogo felizmente ha aparecido en su cuarto de nuevo.

Diario de Marte, páginas 30-33 Esta mañana he cogido mis botes de pintura y he salido temprano. Me he acercado a la antigua base y, en las rocas de alrededor, he buscado una pared apropiada y me he puesto a hacer lo que más me gusta: pintar, tías en pelotas mayormente, eso sí, armadas hasta los dientes. Quería dejar en Marte una buena pintada. Cuando, durante el proceso, completamente absorto en el nacimiento de una hembra espectacular, he dado unos pasos atrás para ver cómo quedaba, he tropezado con alguien que, a mi espalda, se había puesto a mirar lo que yo hacía. —¿Tú quién coño eres? —he dicho apuntándole con el aerosol, y luego me he puesto a sacudir el tubo porque el tipo era de verdad extraño. Alto, calvo y con un absurdo tocado de láminas de cobre. Aparte de eso, siendo muy flaco, proyectaba en el suelo la sombra de un hombre gordo, muy gordo, lo que me ha parecido extraordinario. Sin dejar de observar mi obra, el tipo se ha acariciado la barba, que le colgaba como un arbusto, se la ha pellizcado y por fin ha sacado de dentro lo que he tomado por una baya o algo. Metiéndosela en la boca, ha señalado luego a mi chica con un índice de un palmo de largo. —¿Te gusta, eh, golfo? —he dicho indicándole las tetas, redondas como dos bombas de mecha. El ha asentido y, entre la barba, la línea de la boca se ha movido como una lagartija. Mientras masticaba un segundo fruto que igualmente había arrancado del interior de su barba, se ha acercado a la pared con trazas de ir a poner el dedo en el ombligo, o aún peor, en la entrepierna, desnuda a excepción de una negra perilla, sí, como una barbita de cabra. —Sin tocar, machote, que aún está fresca —he dicho pero en realidad estaba atento a otra cosa: su sombra, su sombra de hombre gordo, se había desdoblado, y ya no era una sombra sino dos, dos sombras deslizándose por la arena, entrecruzándose hasta que el tipo no ha vuelto a pararse. Cuando señalándole el fenómeno, le he mirado interrogante, me ha soltado una parrafada.


—Espera, que no te entiendo, cabrón —he dicho toqueteándome detrás de la oreja; trataba de encender el traductor simultáneo, un modelo grande y desfasado pero que hace el apaño. —...aunque hubo quien me lo advirtió —ha crepitado por fin en mi oído la voz del traductor—, nunca imaginé que llegaría a extrañar mi sombra, pero así fue: a los pocos días de encontrarme en ese mundo sin sombra, de luz constante y difusa, empecé a echarla de menos; me entró cierta inseguridad, la sensación de que había dejado de ser un cuerpo sólido. Así que acudí, tal como alguien me había predicho, al despacho de sombras más cercano para adquirir una sombra de alquiler, con el tiempo una sombra en propiedad. Las sombras, como te estarás preguntando, son animales importados de color oscuro, casi negro; por su forma de deslizarse por el suelo recuerdan a los peces raya, son prácticamente planos, extraordinariamente rápidos y telépatas, de modo que cumplen perfectamente su función, tal vez mejor, aparte de que está muy bien eso de dar de comer a tu propia sombra... Tras lo que ha sonado como un carraspeo, el intérprete ha enmudecido, pero no es que el tipo frente a mí hubiera dejado de hablar, no lo había hecho, sino que el traductor, por su cuenta, se había tomado un respiro, de modo que me he quedado con las ganas de enterarme del resto y, sobre todo, de oír los elogios a mi obra. En cuanto a la sombra del hombre, la viva, ha resultado ser una sombra extraordinariamente tímida, manteniéndose todo el rato pegada a la otra, la proyectada, o en cualquier caso escondiéndose detrás de las piernas de su dueño cada vez que me movía para ver si la podía acariciar. Apenas he podido distinguir de ella otra cosa que unos ojillos como cabezas de alfiler revolviéndose inquietos en el extremo de una forma ondulada y temblona. Ajeno a mis esfuerzos por ganármela, el hombre ha seguido hablando, asintiendo de tanto en tanto con un tintineo de varillas. Como cabía esperar, cuando he vuelto a la nave nadie me ha creído: un hombre con dos sombras, ya. Así que he ido a consultar al Cid Campeador, el ordenador principal, que ha puesto las cosas claras. El mundo sin sombras existe, y también un planetoide que se dedica básicamente a la cría de esos peces manta terrestres que tanto éxito tienen entre los viajeros que arriban a Plenitud, ese es su nombre. Y por hoy ya lo dejo, que escribir tanto no puede ser bueno.

Diario de Marte, páginas 36-39 Con la excusa de que iba a practicar un poco con la pistola de rayos, he vuelto a llegarme a la antigua base, confiando en que me encontraría de nuevo con el hombre de la sombra. Quería preguntarle esta vez sobre su barba. Según Jasón, lo de llevar en lugar de la barba un arbusto vivo es costumbre en ciertos mundos, pero Jasón ha podido perfectamente tomarme el pelo. Gordon creyó identificar la clase de matorral según un dibujo que le hice, pero no recuerdo el nombre, que tampoco me dijo nada en su momento porque era el nombre científico; como para pedirle a Gordon que se rebaje a decirle a uno el nombre vulgar. Pero de hecho, el Cid, que siempre tiene respuestas para todo, en este caso no supo responder y se limitó a confesar su ignorancia en su castellano antiguo: la pesada broma de algún programador que no habido manera de desactivar. Tenía también para el admirador de mi talento como grafitero una pregunta de parte del comandante, a saber, si sabía algo de algunas piezas de la nave que de la noche a la mañana han desaparecido, accesorios menores, pero muy caros, de valor más que nada ornamental. En cualquier caso, no lo he visto, y he pasado la mañana dedicado a volar paredes de roca, hasta que en una de ellas me he encontrado con este mensaje desesperado: «QUIERO FOLLAR». El grabado, según la fecha que el autor creyó oportuno arañar debajo, tiene ya cuarenta años. Lo curioso ha sido que mientras lo miraba me he dado cuenta de que, tanto tiempo después, esas dos palabras resumían precisamente mi estado de ánimo. Entonces me he acordado del grotesco traje espacial que descubrí una vez enterrado en la arena a la entrada del hangar mientras exploraba la antigua base, y estaba preguntándome si el dueño del traje y el autor del grabado habrían sido la misma persona, cuando me ha enfrentado de súbito una criatura desconcertante. Aunque aficionado desde siempre a las mujeres de belleza fría, hasta el punto de que últimamente mis correrías nocturnas me han llevado a alejarme cada vez más de la nave para visitar los campos situados en el norte, tengo que decir que mi reacción ante esta belleza helada me ha sorprendido. Me he excitado como un detector de metales sensible a las superficies duras y brillantes. De todos modos más que la mujer en sí misma, si es que se puede llamar así a una pesada estructura no demasiado esbelta asentada en tres gruesas patas, me ha excitado la idea de tener sexo con una alienígena, alguien radicalmente distinto. Como fornicar con una torre de alta tensión. Pero obviamente la criatura no tenía noción de qué era eso. Ante mi gesto explícito, la forma ante mí ha alargado un ¿ojo? y se ha quedando mirando de cerca mi pene descubierto, tal vez pensando que el abultado glande era una especie de básico órgano de visión. El contacto me ha estremecido como un beso de cobra; cuando me he querido dar cuenta, me había cortado el capullo: la pupila vertical en el gran ojo abovedado ha resultado ser una cuchilla. Me he quedado mirando mi atributo descabezado y, en la arena marciana, la flor de carne aún pulsante. —Pues mal empezamos —he dicho recogiéndola y guardándola en el bolsillo—. ¿Por qué tiene que ser siempre tan difícil? Y he disparado apuntando al centro. Cuando ya me volvía, me ha alcanzado una lluvia de copos de metal. Dicho entre paréntesis, a mi regreso me he enterado de que el hombre que buscaba ha sido sorprendido esta mañana mientras trataba de huir de nuestro campo empujando un carrito de supermercado repleto de embellecedores, aletas y demás brillantes piezas. Por lo visto, el comandante, sin mediar palabra, aparte de tirarle al suelo el grotesco tocado y tratar de largarle una patada a su sombra, le ha arrancado la barba de cuajo, dejando al descubierto toda una intrincada red de conductos de irrigación.

Diario de Marte, página 42


Luego de acudir a un cirujano en el campo sueco vuelvo a ser un hombre «íntegro», e incluso mejor provisto —he aprovechado la intervención para hacerme añadir unos centímetros—, pero de algún modo, después de lo que pasó, me siento avergonzado; las bromas a mi costa han contribuido no poco. Así que estos días apenas me he dejado ver por aquí y paso la mayor parte del tiempo en la antigua base, encerrado en una nave abandonada. Su interior, destripado hace tiempo, es ahora lo más parecido a la cabina de un camionero: todo tipo de cosas pero especialmente pintadas de chicas desnudas cubriendo las paredes, tapando incluso las ventanillas, de modo que no puede verse absolutamente nada del exterior, todo pegado, junto, superpuesto, como si me hubiera acometido algo parecido al horror vacui de los antiguos. Las chicas muestran sin excepción un tratamiento detenido de los pechos, con una evidente predilección por el tema bélico: los hay en forma de granadas de mano, sin olvidar la argolla, de bombas esféricas, minas con pinchos, etcétera, siempre desproporcionadamente grandes, de modo que en comparación las cabezas de las chicas resultan demasiado pequeñas. Por otra parte, no es raro que en sus manos delicadas porten armas bastante impresionantes. En cuanto a la piel puede ser metálica y/o escamosa, completado este aspecto con un peinado en forma de serpiente enrollada, o una cascada de láminas brillantes, o incluso un elemento vivo: anguilas o lombrices cayendo copiosamente hasta los hombros. En la entrepierna de las chicas pueden verse, entre vehementes mensajes escritos a boli, marcas grasientas de dedos y quemaduras de cigarrillos. El suelo está lleno de arrugadas servilletas de papel, como si la nave fuera el cubil de un pajillero. En una esquina, junto al váter portátil, como si se hubiera acabado el papel higiénico, hay una provisión de hojas arrancadas a un libro. Se trata del primer capítulo de TROPAS DEL ESPACIO, un volumen sustraído de la biblioteca de Jasón. En fin, ya es suficiente.

Diario de Marte, página 49 Después de leer el resto de lo que llevo escrito, el comandante me ha librado de la obligación de seguir con este diario. Le parece que está falto de cualquier «rigor científico», ni tiene, por otra parte, el menor interés. Dice que entre eso y nada, es mejor nada. Mucho mejor. De todos modos, piensa encomendarle la tarea a Gordon, que seguro que lo hará mejor que yo. Seguro. Con una especie de tranquila exasperación, Santos ha ido arrancando hoja tras hoja del cuaderno. Yo, mirando una mosca posarse en su labio superior y esperando de alguna manera que ésta se introdujera zumbando en su nariz, no he sabido si alegrarme o no. Por cierto, hoy ha sido su aniversario; no quiero concluir sin comentarlo. El hombre ha fingido que no le importaba nada cumplir cincuenta años, y nosotros hemos hecho ver que ni nos acordábamos. Pero a última hora han traído por transporte urgente nuestro regalo de cumpleaños: una sombra, un ejemplar adulto y reacio —lo reunido en la colecta no ha dado para más- del que los cuidadores no debían de fiarse porque venía en una jaula, y que aunque ha consentido, una vez fuera, en seguir al comandante, arrastrándose tras él como una capa, ha acabado mordiéndole en el pie. De verdad que no tiene precio haber visto a Santos peleando como enajenado con una sombra. Debió de creer que le iba a pegar una enfermedad rara o algo; desde luego dientecitos no le faltaban, a la sombra digo, y bien afilados.

Diario de Marte, páginas 60-62 —Hay más talento en esta especie de Capilla Sixtina demente —ha dicho Jonás— que en todos los cuadros monocromos del majadero de Peter juntos. Semejante frase bien merece el esfuerzo de pasarla por escrito, y de este modo doy continuación al Diario de Marte, ahora ya por mi cuenta, sin ninguna pretensión, solo porque me apetece. Cuando ha hecho esta afirmación, el poeta se encontraba de pie entre las paredes pintadas de mi nave refugio, mirando en el techo la representación de una vagina descomunal de la que, entre trozos de cable pegados, emergían un pico dentado y una cabeza de gárgola enfrentados entre sí, feroces, salpicando sangre. Bien es cierto que luego, sentado en la tapa del váter —no hay otro sitio—, y echando mano de lo que quedaba de mi cuaderno —por fortuna las hojas del libro, su libro, se han acabado—, ha dicho mientras lo hojeaba. —En cambio esto solo sirve para limpiarse el culo, en efecto. Yo, aún contento y con ánimo travieso, he accionado el sistema de suspensión de gravedad de la nave, que había reparado con el fin de poder cubrir con pinturas la superficie del techo, de modo que el cuerpo con ligero sobrepeso del poeta ha ascendido por el aire hasta que su sombrero de paja ha topado con una nalga ciclópea cubierta en parte por una pistola de ocho cañones. —¿Qué has dicho? —Aarón García, te lo advierto... Pretendía sonar serio, pero Jonás ha reprimido una risa, como si la altura le hiciera cosquillas. —De acuerdo —he dicho, borrando lo que había dibujado en la puntera oscilante de su zapato, sobre el polvo rojo: una carita sonriente—. Dime ¿a qué has venido? —El mayor Santos —ha dicho mientras descendía, al parecer bastante cómodo, en su asiento de aire, cuyo espesor he graduado para que no se diera un batacazo—, el pie del mayor. Se ha hinchado, como un neumático. Ahora delira. No, se trata de los equipos de limpieza de nuestra sección de la cúpula. Se han averiado. Todos, ¿qué te parece? En poco tiempo la bóveda de cristal sobre nosotros estará tan sucia que dejaremos de ver el cielo marciano. —¿Importa eso algo? No es de mi competencia. —No me preguntes por qué, pero el mayor Santos tiene interés en preservar las condiciones de visibilidad en


nuestro campo. —No voy a subirme a esa cúpula. Que lo haga Gordon. —Como no sea con una grúa, colgado de los tirantes... —Ya abajo, Jonás ha tanteado el suelo, como comprobando su firmeza—. ¿Oyes eso? Lo he oído, un ruido afuera. Algo arañaba el casco. Conque me he acercado a la entrada y he quitado el tapón de chicle que en el centro de un pecho pintado cubre el agujero de un proyectil. Al no ver nada, he abierto la compuerta. Luego he dicho. —¿Te ha seguido la sombra hasta aquí? —Eso espero porque si hasta mi sombra coge y se... Oh, ya sé lo que quieres decir. No, que yo sepa. —Pues aquí está —he dicho y me he apartado para dejarla pasar.

Diario de Marte, páginas 67 Lo he hecho, subirme a la cúpula. Y es que soy un blando. Con el rotor acoplado a la espalda —un modelo de propulsor bastante decente que pesa lo mismo que una mochila ligera—, el casco protector y, sujeta al cinturón, la pistola de rayos, me he elevado como un gilipollas hasta el cénit. Luego he recorrido la bóveda hasta topar con el primer limpiacristales. Hay que decir que si, vista desde arriba, la base se ve como un hormiguero, los limpiacristales se ven desde abajo como arañas pequeñas colgadas del cielo. El que tenía frente a mí no hacia, según he observado, otra cosa que pasar y repasar la escobilla por el mismo panel, una y otra vez, sin avanzar ni pasar al siguiente, cubierto ya de una película de mierda. Eso sí, ese segmento brillaba entre los otros como una faceta de diamante. Total, que me he propulsado hasta ponerme a su altura, le puesto una mano en el hombro y le he pegado con la culata en la cabeza. El operario ha proferido un chirrido, ha girado sobre sí mismo y, tras romper los anclajes, se ha arrojado al vacío. Loco. En fin. Con el resto de limpiacristales, que o bien permanecían inactivos o bien, como niños, dirigían contra sus compañeros los chorros de líquido detergente, he procedido de la misma manera, solo que con más éxito. Nada como un buen golpe para despabilar a un robot. Al poco, todo el equipo de limpieza había vuelto al trabajo, coordinado y eficaz. Todos salvo uno, que con una de sus pinzas ha aferrado mi muñeca y ha apretado hasta que he soltado el arma; no me ha quedado otra que inclinarme de tal modo que la pala del rotor le ha roto el cuello.

Diario de Marte, página 73 A Abraham —no es Abraham pero algo parecido— le ha dado ahora por pasarse por aquí. Su barba ya no es la de antes, tiene un aire mustio, pende triste como un trapo, amarillea en algunas partes como si fuera a secarse y, puesto que está mal fijada, en los bordes muestra al aire las raíces. No obstante, su dueño conserva el gesto de hurgarse en ella, pero ya no arranca bayas de colores sino puñados de tallos pilosos. Abraham y yo nos llevamos bien, supongo, no así nuestras sombras. La mía ha atacado a la suya cuatro veces. Tiene malas pulgas; la alimento solo con agua azucarada, no sé si es lo indicado pero gustarle le gusta. Como el primer día, Abraham habla sin parar. Aveces le escucho y a veces no, depende. Cuenta sobre infinidad de mundos que ha visitado, o tan solo imagina, quién sabe. Entre la mercancía de su carrito he reconocido, aparte de componentes del limpiacristales que cayó del cielo el otro día, partes de la alienígena que me castró. Sus congéneres habitan, según Abraham, en el desierto al oeste de la cúpula en una ciudad de metal que han levantado y que es tan alta que, a su lado, la Torre de Babel sería una choza. El ejemplar con el que me las vi debió de extraviarse porque es raro, etc. Todo esto me aburre sobremanera.

Diario de Marte, página 77 Juntando piezas de aquí y de allá he montado un motor para mi nave, poco más complejo que el de una aereomotocicleta, pero más potente, se entiende; Abraham me ha proporcionado unas cuantas de ellas, incluido un gran volante de autocar. Mientras sujetaba con cinta americana el tanque de combustible he dedicado unos instantes a evocar el pasado de la aeronave. Hoy lata mellada, fue en su día el orgullo de la flota española a juzgar por el nombre que aún puede leerse en un costado; vistosa, brillante como un cromo, no más grande que una casa unifamiliar, la Nueva España surcó el cielo de Marte con suave ronroneo hasta acabar herida de muerte por la acción de un enemigo ya olvidado, lo mismo que esos otros nombres, los cortés, los gonzález, que sus propietarios arañaron en el casco, e ir a morir en el desierto como esos colosos marinos varados en las playas del mar de Sega de los que solo queda el costillar. Ahora, una vez sellados los orificios de proyectil y limpia la ventanilla del piloto, la nave estaba lista para despegar de nuevo. Sentado al volante, he apretado el botón de encendido, una chapa de cocacola; la Nueva España se ha separado del suelo con un estrépito de ferretería. Después de un vuelo de prueba sobre la base, durante el que he visto abajo a los miembros del equipo que,


sobresaltados por el ruido a chatarra que atronaba sobre sus cabezas, habían salido y miraban el cielo con aire de consternación, he enfilado hacia el campo italiano. Cuando al cabo de un cuarto de hora he tomado tierra de nuevo, mis manos temblaban como motos. En cuanto te alejas un poco de nuestra zona, el tráfico se hace denso, hay boyas y semáforos que sin embargo nadie respeta, y los italianos, señores del aire, todo dientes bajo las gafas de aviador, buscan, para ser claros, la colisión directa.

Diario de Marte, página 81 —Me gusta tu corte de pelo —ha dicho Marta mientras me desabotonaba la camisa. No lo puedo tomar por un cumplido, la mitad de nosotros, y ella tiene que saberlo, lo llevamos así, blanqueado, en forma de alud diminuto, a lo capitán Zahino, el héroe de la exploración espacial. Habría que tener seis manos para tocar a Marta como es debido, seis, con dos no haces nada, dos manos son insuficientes, totalmente. ¿Qué haces con dos manos? ¿Agarrar dos pechos? ¿Y qué pasa con los otros cuatro? Porque Marta tiene seis, seis pechos, dos, y debajo otros dos, y debajo otros dos. Dos, dos y dos, en total seis. Y yo, con solo dos manos, con solo cinco dedos en cada mano, no abarco nada. Querría uno tener una boca de oreja a oreja, tener la lengua bífida, los pies prensiles. Y no sería suficiente. ¿Cómo penetrar a la vez en sus tres vaginas, comprimiendo al mismo tiempo los seis glúteos? Y así, Marta se escapa, una vez tras otra se escapa como una montaña entre los dedos, los pocos dedos, las manos escasas. Después de ayudarla a vestirse, lo que tiene su complicación, Marta me ha permitido el capricho de insertarle los billetes enrollados en uno de los tres escotes, a elegir. Esa pequeña, diminuta alegría me la ha amargado luego el encontrarme a un miembro de la expedición francesa apoyado en la alambrada frente a la chabola que, mientras esperaba, se olía las manos, seguramente perfumadas; a su lado tenía un maletín de piel de víbora que he imaginado repleto de instrumentos de placer. Con una mala sensación, insatisfecho, no solo porque hubiera invertido mi paga a cambio de todo, a cambio de nada, me he alejado por el camino de gravilla y he regresado a mi nave. Solo entonces, de nuevo ante los mandos, me he preguntado: ¿por qué volver? Me he dado tiempo antes de arrancar. Luego de consultarlo con mi sombra, he puesto rumbo al sur. [1] Marta es una espléndida hembra modificada de la expedición italiana.

© Ricardo Cortés Pape, 4 de agosto de 2017


LOS MIÉRCOLES, MERCADO por Francisco José Súñer Iglesias enifé arrastraba las piernas con la parsimonia aprendida con los años. Ya no sentía el dolor de las varices,

Y simplemente se hacían notar con una quemazón constante que poco a poco se había convertido en una compañera fastidiosa.

Durante el camino al supermercado apenas se había acordado de ellas, pero al subir las escaleras la quemazón se convirtió en pinchazos agudos y una palabrota brotó a mitad de la subida. Podría usar la rampa, pero de algún modo los diez metros de más que tenía que andar para llegar hasta allí, y las revueltas que la hacían más suave se convertían en una tortura de la que prefería prescindir. A la vuelta, con el carrito cargado, era inevitable bajar por ella, pero al menos se ahorraba el trabajo de remontarla y el carrito, realmente, nunca iba demasiado cargado. Era primero de mes y le costó encontrar un hueco libre en la línea de cadenas. Hasta unos pocos meses antes nunca había atado el carrito, pero desde que alguien todavía más miserable que ella se lo robó, no se volvió a fiar de la indiferencia de la gente. Además conseguir un carrito nuevo fue una labor al borde de la pesadilla. El asistente social, un mocetón rubio que pese a llamarse claramente Andrés Macías, firmaba los papeles, incompresiblemente para la Yeni, como Andrzej Macierewicz, le había hecho pasar una semana atroz hasta que autorizó el gasto de veinticinco euros en un sencillo carrito de la compra de dos ruedas, sin bolsillos exteriores. La única ventaja fue que era más grande que el robado y de bolsa desmontable, de modo que se podía usar para trasegar algún que otro trasto no muy pesado, pero la falta de las ruedas auxiliares convertía la vuelta a casa en una auténtica odisea. Cuando al fin consiguió atar el carrito con la cadena, y asegurar esta con la pieza de aluminio que imitaba el tamaño de una moneda de euro, se volvió hacía la línea de carros. Un hombre se disponía a dejar el que había usado, ya vacío, y se ofreció con una sonrisa a intercambiar las monedas de fianza para evitar el engorroso trámite de enganchar el carro a la línea, recuperar la moneda y obligar a la Yeni a deshacer la operación, pero cuando ésta le enseñó la pieza del aluminio el hombre borró la sonrisa de su rostro, se encogió de hombros y enganchó el carro para recuperar su euro. Al menos fue amable, él mismo introdujo la pieza de aluminio en la ranura que liberaba el gancho y lo sacó de la línea. A veces, los carros se encajaban de tal manera que había que hacer fuerza para sacarlos, y esa fuerza ya le faltaba a La Yeni. Apoyarse en la barra del carro fue un alivio. Pudo descargar mínimamente su peso sobre los brazos, y pese a tener que empujarlo por los largos pasillos del super, aquel simple punto de apoyo le hacía sentirse infinitamente mejor y olvidarse de las venas inflamadas. Suspirando rebuscó el móvil en el bolso y seleccionó la aplicación de Asuntos Sociales. La primera del menú de favoritos era la lista de la compra, la seleccionó y la comprobó de nuevo. Naturalmente los «consejos» no habían cambiado desde aquella mañana. Los productos a reponer y proporciones recomendadas estaban escrupulosamente enumeradas, ella solo debía indicar para cuantas personas y días iba a hacerlo. Aquella semana Angelito y Marta se habían ido al pueblo porque estaban en plena campaña de la aceituna y les habían llamado de la cooperativa para ofrecerles trabajo. La idea de que nacieran en el pueblo había sido del padre de la Yeni. A ella solo le quedaba el orgullo de ser nieta de jienenses, pero ni siquiera sus padres habían nacido en la provincia. Por las vueltas del destino Rafa, su marido, era de Villacarrillo, lo que unido a su propia ascendencia, facilitaría a sus hijos adherirse a ciertas ventajas de los programas sociales de la Junta de Andalucía. Para que no hubiera problemas a futuro, el padre de la Yeni les obligó a viajar a Villacarrillo cada vez que la Yeni estaba a punto de dar a luz, y así Angelito y Marta podían aducir su condición de «naturales desplazados» para inscribirse en bolsas de trabajo y otro tipo de ayudas. Mientras la familia de Rafa les diera alojamiento en el pueblo les saldría a cuenta desplazarse para las campañas del campo, así podían sacarse un líquido con el que complementar la renta básica y permitirse algunos caprichos que de otra forma hubiera sido imposible alcanzar. De modo que la compra de esa semana se limitaba a lo poco que pudieran necesitar Rafa y ella. Seleccionó dos personas y cuatro días. En su momento, de joven, era como su abuela, de compra diaria. Nada tenían que ver los productos frescos con los que ya llevaban unos días en la nevera, pero los años hacían que los viajes al super fueran más y más penosos, y al no contar con la ayuda de ninguno de sus hijos, y estando Rafa aquellos días, en los que las hojas de los árboles alfombraban media ciudad, trabajando de personal de apoyo de los servicios de limpieza urbana del Ayuntamiento, se veía obligada a hacer en solitario la mayor parte de los recados. De hecho, ambos habían sido personal de limpieza urbana, se conocieron en el punto de encuentro, empujando con brío los cubos por la calle y barriendo la aceras, hiciera frío o calor. El mayor grado de intimidad llegó cuando fueron asignados a una barredora mecánica, alternándose en la conducción y el soplado de los desperdicios hacia las escobas giratorias. Formaban un equipo eficaz, el descubrimiento de su origen común estrechó aún mas los lazos, y noviazgo, convivencia e hijos fueron una secuencia natural. Solo se casaron muchos años más tarde, cuando los requisitos para acceder a la reunificación de las rentas básicas se endurecieron. Como Rafa a sus setenta años se mantenía en buena forma, todavía podía acceder a aquellos pequeños trabajos de apoyo. Ella, con sus piernas hinchadas, se veía limitada, y mucho, a llevar la casa. En el pasillo que encaraba la entrada al super se encontraban los lácteos. A un lado los cartones de leche, al otro las vitrinas refrigeradas con postres, yogures y otros productos elaborados. No sabía si por vergüenza o conveniencia propia, los responsables del súper habían ubicado los productos aconsejados al final del pasillo. Lo de «aconsejados» le sonaba a la Yeni a mal chiste, en realidad deberían llamarlos «autorizados» Eran los únicos que se podían cargar a la tarjeta de renta básica. «Que modernas, las cartillas de racionamiento nuevas» murmuró su bisabuelo cuando consiguieron hacerle entender para que servían aquellas elegantes tarjetas azules. En realidad no eran necesarias, todo se gestionaba a través del móvil, pero no dejaba de ser un gesto simbólico de Asuntos Sociales para certificar la condición de «básico». Ciudadano adherido al Programa de Sostenibilidad Social. La renta básica.


Antes de recorrer el pasillo la Yeni examinó cuidadosamente los productos «libres» hasta que encontró las natillas de la marca blanca del super. El domingo, aprovechando que los niños no estaban, se daría el lujo de una buena comida con Rafa. Comprobó una y otra vez el precio y se aseguró que su saldo libre era suficiente. Por supuesto que lo era, una férrea administración doméstica y un ahorro obsesivo hacía que fuera relativamente abultado, pero con esa misma filosofía se permitía muy pocas alegrías y menos aún gastos caprichosos. Al menos, de forma habitual. Depositó las tarrinas de natillas en el carro y llegó al fin a los estantes azules de los productos «aconsejados» dudó entre coger un par de cartones de leche o un bote de leche en polvo. Con los cartones tendrían los dos para desayunar los cuatro días, mientras que el bote les daba para una semana entre los cuatro. «Bien, ya que estamos, démonos otro lujo» Los cartones con banda azul reposaron junto a los postres mientras la Yeni se encaminaba hasta la zona de frutas y hortalizas. Allí si que predominaba el azul. No había separación entre los diferentes productos, las bandejas preempaquetadas compartían los mismos expositores y únicamente la calidad del producto y la proximidad de la fecha de caducidad diferenciaba el etiquetado. Las etiquetas blancas, para los «libres», productos de temporada y alguna que otra delicia. Las etiquetas azules, para los «aconsejados», frutas y verduras hidropónicas producidas e importadas de a saber donde. Como concesión hacia la salud de los ciudadanos, también había etiquetas blancas con banda azul para los «libres aconsejados», un eufemismo para decir «a punto de caducar». Se oían rumores, pero de momento el Ministerio de Salud consideraba oficialmente que los alimentos decididamente caducados no podían ofrecerse como «aconsejados». La Yeni, por supuesto, no se fiaba, así que prefería las bandejas con etiqueta azul. Seguridad ante todo. Cogió concentrado de verduras, tomates, lechuga, manzanas, peras, patatas, pepinos... La aplicación lanzó un aviso cuando el total de aporte vitamínico alcanzó el mínimo recomendado para los días y personas seleccionados. Resoplando, devolvió la bandeja de pepinos a su lugar. El siguiente pasillo era el de las carnes. En este caso la oferta de productos «aconsejados» era muy limitada, un amplio, eso si, estante con concentrados de carne, latas de conserva y paquetes de salchichas. Ni siquiera entre los productos «libres» había bandejas de etiqueta blanca barrada en azul. La Yeni estaba segura que la carne «a punto de caducar» se devolvía a fábrica y se usaba para las latas y salchichas «aconsejadas». Dudó un momento ante una pila de bandejas de lomo de cerdo adobado. Sería lo ideal para la comida especial del domingo, pero el precio le producía vértigo. Su saldo libre le daba más que de sobra para llevarse la pila entera de bandejas, pero el estómago se le hacía un puño mirando el precio, y estaba convencida que se los comería con una incomodidad aun mayor, así que se plantó ante las latas de conserva y las salchichas y echó cuentas de lo que prepararía para comer y cenar esos días. Sonrió satisfecha cuando la aplicación no le avisó que sobrepasaba las proteínas recomendadas cuando dejó en el carro la última lata de albóndigas que había elegido. No pasó por el pasillo del pescado. Demasiado caro, y ya habían comido surimi el lunes. Para la semana siguiente. Se estaba cansando y ya no tenía muchas ganas de pensar. Pidió al asistente de la aplicación que le preparara una lista con los productos necesarios para llegar a los carbohidratos recomendados. Cereales o galletas para el desayuno, y un paquete de arroz, lentejas o judías, al gusto. La aplicación le informó que en teoría aún debía tener azúcar suficiente y podía retrasar la compra, como así confirmo la Yeni asintiendo con la cabeza, y que debía estar a punto de quedarse sin aceite, a lo que ella sonrió. Cuando volvieran Angelito y Marta del pueblo si algo iba a sobrar en esa casa era aceite. Al menos hasta Semana Santa. En los consejos finales, le recordó la conveniencia de renovar estropajos y comprobar a la vuelta la cantidad disponible de gel de ducha y algún que otro artículo de higiene personal. Recogió los últimos productos de la lista y llegó al fin a la línea de cajas. Hacía años, cuando se instauró la renta básica y la tarjeta de «racionamiento», la gente hacía el esfuerzo por ser educada y no mirar fijamente a los pocos carros llenos de productos azules ni a sus avergonzados propietarios. Con el tiempo, casi la mitad de los compradores que hacían cola ordenadamente frente a las cajas eran «azules» y nadie se preocupaba ya del tema. La Yeni esperó pacientemente hasta que llegó su turno de situar el carro en la plataforma. Presentó el móvil ante el lector, la máquina leyó las etiquetas y finalmente apareció en la pantalla la lista de productos «aconsejados» que había comprado, con el total marcado en verde, y otra con las natillas, esta vez con el precio en rojo. El triple pitido de advertencia resonó en los oídos de la Yeni como una burla. Unos cuantos rostros se giraron para ver quien era el culpable de la señal de alarma. La Yeni, tan roja como el precio de las natillas, tardó unos segundos en reaccionar. Estaba a punto de echarse a llorar de vergüenza e impotencia cuando comprobó la causa. A diferencia del precio del estante, el que marcaba la máquina carecía de la coma decimal, elevándose por encima de los miles de euros, lo que sobrepasaba con mucho su saldo libre. Como tardaba en retirar el producto «sobrante» del carro para desbloquear la caja, uno de los «asistentes comerciales» se acercó rápidamente para desatascar la situación. —Buenos días, señora —dijo con una sonrisa largamente ensayada—, debe retirar del carro los productos que exceden su saldo libre. La Yeni no habló, solo señaló la pantalla con la barbilla. El asistente miró sin comprender. —Los productos, por favor... La Yeni volvió a señalar la pantalla, esta vez con el brazo extendido. El asistente seguía sin comprender, al fondo, un vigilante de seguridad se acercaba remolón para poner orden en caso de que aquella mujer bajita y regordeta tuviera la ocurrencia de organizar un escándalo. Al fin, la Yeni estalló:


—Que no te enteras, coño, que la puta máquina está marcando mal el precio de las natillas. El vigilante se irguió ante el exabrupto y el asistente volvió a mirar la pantalla, un brillo de inteligencia apareció en sus ojos. —Cierto, cierto. Que... raro... Espere un momento —elevó la voz y se dirigió al resto de la fila que ya empezaba a impacientarse—. Tengo que hacer una gestión y puede llevar un momento. Si quieren, cámbiense de caja. Hizo una llamada. Esperó a que le pasaran por varios departamentos y al fin explicó cual era el problema. Asintió un par de veces, respondió brevemente unas preguntas, y al fin se volvió hacia la Yeni. —Hágame el favor de sacar el carro de la plataforma... La Yeni retrocedió organizando un pequeño desorden puesto que el siguiente comprador ya se había adelantado y apenas quedaba espacio para la maniobra. El vigilante al fin había llegado hasta la caja y, con algo que hacer, dirigió el tráfico y ayudó a la Yeni a atravesar el carro ante la plataforma. El asistente borró la lista de productos, hizo un par de comprobaciones y pidió a la Yeni que volviera a colocar el carro en la plataforma. Fue el vigilante quien se ocupó de eso. En aquella ocasión la caja mostró los totales en verde ante el alivio de la concurrencia y el triunfo de la Yeni. —Disculpe la molestia, un fallo informático... —Informático. Los cojones —murmuró secamente la Yeni, obviamente incrédula. Mientras pasaba los productos del carro al carrito consideró por enésima vez hacer la compra por Internet. Menos dolores, menos molestias, menos problemas. Pero era vieja y sus costumbres eran viejas, quería ver lo que compraba, tocarlo y sopesarlo, una foto o un vídeo no le decían nada. Añoraba el tiempo en los que incluso podía olerlo, y hasta probarlo. Además, el coste extra por el envío a domicilio no era «servicio aconsejado», y no se gastaría su saldo libre en cosas que no necesitaba. Seguiría yendo al súper mientras le aguantaran las piernas. Esperaba que los dos años que aún le faltaban de lista de espera para la operación de varices fueran llevaderos.

© Francisco José Súñer Iglesias, 29 de agosto de 2017 Notas de producción: Una cuestión casi irresoluble de los relatos ambientados en el «futuro cercano» es que se quedan desactualizados al poco de verse publicados. El borrador de este relato lleva escrito desde noviembre de 2016 y ya para entonces tenía algunos detalles que estaban «anticuados», como la línea de cajas. Hay proyectos de supermercados que prescinden de ellas, en la salida el cliente solo debe identificarse, los productos, con etiquetas RDIF, son contados y sumados, y el importe cargado a la cuenta del cliente. He adaptado el episodio de las cajas todo lo que he podido a esta realidad próxima, aunque el resultado no termina de ser convincente, fundamentalmente porque el «error» entre caja y lineal es altamente improbable. Ya existe cartelería «inteligente» que actualiza su leyenda con el precio del producto que (código de barras o etiqueta RDIF mediante) marca. Otra cuestión divertida es que la tarjeta de la que hace gala la Yeni ya existe. Es una idea que lleva circulando por los mentideros al menos, que yo sepa, cinco años, y que viene a ser que la renta básica, en vez de pagarse en efectivo, se administre mediante tarjetas de débito con las que sólo se podrá comprar una gama, se supone que amplia pero económica, de productos «autorizados». En algunas comunidades autónomas ya hay algo parecido, pero a partir del 1 de enero de 2018 se pondrá en funcionamiento en España la Tarjeta Social, que si bien no funcionará, aún, como una tarjeta de débito, permitirá a su poseedor acceder a ciertas prestaciones y descuentos reservados a quien realmente los necesite.


Primera Ediciรณn Editado y exportado a EPUB con Sigil 0.9.6 el 26 de diciembre de 2017


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