Geografías imaginarias

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Geografías Imaginarias Antología de cuentos


Primera edición : mayo 2017 Edición : Arango Editores Cristina Castro Rodríguez Mariana Escobar Dangond Proyecto Buda Blues Diseño de cubierta e ilustraciones: Santiago Restrepo Álvarez

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Fundaremos una religiĂłn donde abandonaremos el yo para unirnos a los otros en un largo abrazo musical, como en el blues, en el rock, en el rap o en la salsa, y cantar a coro la alegrĂ­a de un nosotros poderoso y resistente. Buda Blues. Que no se diga que no lo intentamos y que despuĂŠs de muchos vericuetos y caminos sinuosos no fuimos capaces de hallar el pasaje que nos emparentaba con los otros en un lazo fraternal e indestructible. Buda Blues Mario Mendoza


Prólogo

Geografía imaginaria Luz Mary Giraldo

Toda antología es en sí misma es una invitación a un viaje por el que se recorren geografías interiores y a veces itinerarios o mapas de realidades sociales o culturales, individuales o colectivas. El viaje proyecta lugares, escenas, personajes y construcciones que muestran diversas maneras de abordar la existencia. Así como muchos autores quieren contar, muchos lectores quieren leer breves historias en las que con precisión y sugerencia se ofrecen instantes, situaciones intensas, breves momentos de lo que somos y vivimos, de alguna manera epifanías que concentran todo el universo en lo que se dice y en lo que se calla. Unidad, precisión, brevedad, son categorías del cuento que conduce hacia algo que ha de suceder. Pues si algo lo define es su capacidad de condensar en pocas líneas asuntos de la existencia y de cualquier tipo de realidad, y de apelar de tal manera que desde el primer momento el lector quede atrapado en la vivencia de aquello que poco a poco se le narra como si fuera sucediendo ante sus ojos. Si en esta travesía se acepta el orden sugerido, el lector podrá seguir un camino que se reconocerá como líneas que conducen al mapa de uno o muchos lugares de la geografía 7


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imaginaria propuesta por cada uno de sus autores, así como la parte de la producción correspondiente a un país y a una época. No importan los desvíos o las rutas seguidas en la lectura de cada uno de estos cuentos: si el viajero, es decir el lector, prefiere leer sucesivamente de un cuento a otro, o zigzaguear entre los diversos relatos leyéndolos de manera alterna o pasando de largo por unos y concentrándose en otros, recorrerá porciones del territorio que ofrecen variadas emociones y tensiones, y captará perspectivas de la realidad y de la imaginación creativa en estilos, tonos y temas comunes o diferentes. Somos lo que leemos y lo que escribimos. De ahí que, si el escritor relaciona situaciones o hechos esenciales que matiza con la imaginación, como alguien que se sumerge en la vida o en la historia a través de sus creaciones, cabe decir que somos lo que expresamos, como dijo José Martí, refiriéndose a nuestras realidades latinoamericanas. Nada como una antología para tener una visión diversificada tanto de la literatura de un país como de la manera con la que sus autores reinventan el mundo y el lenguaje desde estilos particulares que dejan ver el lugar, la época a la que pertenecen y el diálogo que establecen con el mundo y sus realidades. Aunque a Colombia se la ha tenido por tierra de poetas, no cabe duda de su capacidad del contar, lo que se constata desde los primitivos textos orales que aún hoy difunden mitos y leyendas que entran en relación con la cultura popular, como 8


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se ha visto en la narrativa de Gabriel García Márquez, por ejemplo, mientras a tenor de la historia el contar pasa por los relatos de las crónicas de Indias y textos de la Colonia, por los exquisitos cuentos costumbristas del siglo XIX hasta llegar propiamente a la consolidación del género con Tomás Carrasquilla a comienzos del siglo XX, y ver cómo durante el mismo siglo hasta el presente se abre en múltiples direcciones que se relacionan con los pormenores de nuestra realidad y la diversidad de imaginarios que definen épocas y visiones de mundo, en los que se pasa de lo inmediato real a las variantes de lo histórico, lo maravilloso, lo fantástico y fantasmagórico, o lo existencial, la literatura negra, de terror, policial, metafísica, de ciencia ficción, intergaláctica y urbana que definen diversidad de matices de la contemporaneidad. La diversidad de cuentos aquí incluidos ofrecen en su diversidad de relatos un cruce de caminos que hablan de lo que somos, bien sea desde la crudeza de la vida cotidiana o de nuestro devenir, alternando con lo perdido y buscado, lo insólito o lo ya conocido que concentran la soledad y el escepticismo que hablan del tiempo y los lugares que vivimos o habitamos. En un afán de manifestarse frente a realidades avasalladoras, aquí encontramos interesantes visiones transmitidas con profunda ironía. Cómo no ver la crudeza de una sociedad capaz de engendrar tanta violencia y muerte como aquella que llevó a los llamados “falsos positivos”; la de los 9


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asesinatos por defender territorios sin dueño; la de los efectos en la orfandad en sociedades de padres ausentes; las alegorías del silencio y los miedos percibidas en esa diversidad de analogías donde suceden venganzas terribles, como aquellas en las que de manera siniestra se da a comer la propia carne o la infantil, se favorece el encierro y la salvaje aniquilación del otro. También aquí se perciben las similitudes entre los miedos animales y los miedos infantiles o viceversa, la confirmación de la infidelidad como cuenta de cobro o falta de comunión, el desplazamiento y sus miserias en la ciudad, los suicidas y los homicidas, la rabia, más que la compasión o el amor, la urgencia de comunicación y la imposibilidad de lograrlo, la violencia social y la individual y, sobre todo, el énfasis en la individualidad y la displicencia del ser actual frente la alteridad. Hay, pues, una amalgama de relatos y facturas en estas geografías íntimas, reales e imaginarias, que reflejan territorios y sensibilidades actuales en universos dislocados, que van más allá de lo local y de lo inmediato. Y si unos relatos son más sugestivos que otros, el conjunto ofrece un viaje que resulta significativo, pues de alguna manera revela quiénes somos y dónde estamos en el oficio de vivir y el arte de narrar.

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Nota del Proyecto Buda Blues

Semilla del cambio en la consciencia Juan Camilo Mantilla Mariana Escobar Dangond Fruto de un sendero que hemos recorrido durante años, con alegría infinita presentamos esta antología. Podría decirse que esta resume nuestro camino como colectivo, firmes pasos arraigados en la fuerza de la consciencia crítica, la cultura de la alteridad y el simple, pero poderoso, acto de compartir. Es maravilloso que sea precisamente un libro el que reúna las diferentes voces que atravesaron el Proyecto Buda Blues, ya que la fuente de inspiración de este movimiento fue justamente una obra literaria, el lenguaje como testimonio de un ideal. Somos hijos de la literatura y por eso es aun más valioso el poder darles hoy esta recopilación de cuentos inéditos, producto de una convocatoria abierta a todo público que, esperamos, podrá despertar en ustedes algo tan grande como lo que significa para nosotros el Proyecto Buda Blues. Ante todo hemos de reconocer que esto no hubiera sido posible sin la colaboración y guía de Arango Editores, quienes creyeron en nuestro proyecto desde un principio y acogieron la iniciativa con mucho entusiasmo, generosidad y amistad. De manera conjunta buscamos propuestas que representa11


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ran la literatura actual, esa que despierta sensaciones, que narra realidades insospechadas e inauditas y que además nos permite expandir los difusos límites de la imaginación. También contamos con el apoyo de Mario Mendoza y Luz Mery Giraldo, personalidades de gran importancia en la literatura colombiana, quienes muy amablemente confiaron y se dispusieron a trabajar con nosotros para fomentar la divulgación de estas valiosas voces narrativas. Lo que tienes entre tus manos es el resultado de ese andar y de la firme convicción de que la literatura y la cultura tienen un rol fundamental en la construcción del nuevo mundo que todos pedimos a gritos. Esta convocatoria tuvo inicio en la Feria del Libro de Bogotá, en mayo de 2014 y se cerró en el mes de octubre del mismo año. En este período de tiempo recibimos propuestas de 114 autores, 78 hombres y 36 mujeres, quienes enviaron sus trabajos desde distintos países hispanohablantes. Leímos cuentos provenientes de personas en México, Argentina, España, Perú, Ecuador y de diferentes regiones de Colombia. De un total de 190 cuentos recibidos, seleccionamos 18 que, a nuestro criterio, fueron los mejores en cuanto que ofrecen una suerte de cartografía creativa, una geografía imaginada por múltiples mentes que en papel invocan el alma de historias que, sin duda, vale la pena leer. Lo que encontrarán a continuación son dichas narraciones tal y como fueron escritas por sus respectivos autores. 12


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Esperamos, pues, que se sumerjan en estas letras y disfruten de cada uno de los cuentos publicados independientemente en este espacio consagrado a la celebración de la literatura como un pilar fundamental para crear una mejor sociedad. Si algo nos dio la estremecedora experiencia de ser lectores, fue el haber descubierto que la solución es menos complicada de lo que parece, pues no implica necesariamente ningún tipo de violencia ni grandes movilizaciones políticas, ni tampoco hazañas sobrehumanas que solo unos pocos podrían lograr. Se trata más bien de simples preceptos que pueden gestar una poderosa transformación en la actual forma que tenemos de relacionarnos si los interiorizamos a cabalidad. Por ejemplo, sería distinto el mundo si entendiéramos que no es rico quien más posesiones tiene, sino quien más amor ofrece a los otros y a sí mismo. Hace años nosotros sembramos el ideal de unir a las personas a través del arte, el servicio y el conocimiento y al día de hoy podemos sonreír celebrando la cosecha de este libro y del logro concretado para todos los autores a quienes se les dio un medio independiente de publicación en las siguientes páginas. Y aunque no sea el caso más importante, sí vale la pena recalcarlo: el Proyecto Buda Blues, que empezó como un grupo en una red social, ya cuenta con más de cinco mil integrantes y sin duda es el cimiento más sólido que ha permitido concretar nuestro sueño en este libro que ahora presenta13


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mos con gran felicidad. Mediante estas palabras a manera de prólogo revivamos y celebremos el espíritu que en principio nos inspiró a crear todo esto. En la imaginación hallamos la verdad: por eso la literatura es un portal mágico hacia realidades que nos enriquecen como personas, al ampliar nuestro horizonte de posibilidades. Los invitamos a volar, sumergiéndose en las páginas de una geografía misteriosa, tan real como imaginaria, ofrecida aquí para que encontremos una parte perdida de nosotros mismos que nos haga recordar y así mismo expandir el horizonte de lo que el misterio del lenguaje nos depara.

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Daniel Frini Nació en Berrotarán, Córdoba, Argentina en 1963 y vive en San Martín, Buenos Aires, desde 1988. Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista plástico. Ha publicado en varias revistas virtuales y en papel, en blogs y en antologías de Argentina, España, México, Colombia, Chile, Perú; y, además, traducido y publicado en Italia, Portugal, Brasil, Francia, Estados Unidos, Canadá, Uzbekistán, Hungría y Grecia. Publicó Poemas de Adriana (Libros en Red, Buenos Aires, 2000), Manual de autoayuda para fantasmas (Editorial Micópolis, Lima, Perú, 2015) y El Diluvio Universal y otros efectos especiales (Eppursimuove Ediciones, Buenos Aires, 2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve para Niñas y Niños ‘Garzón Céspedes’ (2009, Madrid / México D. F.); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009, Buenos Aires, Argentina), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010, Colombia) y Premio IX Certamen Internacional de Poesía (2011, España).



Acacio, bibliotecario, inventor de la nada (El décimo signo) El silencio domina la tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del Éufrates, en un día del año que siglos más tarde será conocido como setecientos cuarenta después del natalicio de Jesús el Cristo. Acacio es un hombre inteligente y lector ávido de los antiguos textos griegos y árabes que enriquecen la biblioteca a su cargo, lo que le ha conferido un merecido prestigio de hombre sabio y santo. Pasó los últimos meses abstraído en una idea apasionante, sugerida por los libros, que lo sobresalta y emociona. Hace semanas que duerme poco y nada, descuida las oraciones, apenas come y se muestra distraído y ausente. Solo esta mañana compartió su razonamiento con los otros diez monjes, mientras comían unos mendrugos de pan ácimo, y agitó la atmósfera tranquila y centenaria de los claustros ganados a la roca. La respuesta, tal como lo esperaba, ha sido de duda, en el mejor de los casos y de escándalo en la mayoría. Solo el abad se mantuvo callado y meditando las palabras del bibliotecario. Ahora, en el tiempo quieto que sigue al mediodía, Acacio decide que una buena manera de ordenar sus pensamientos es ponerlos por escrito. Está en su kalbbia y, por el ventanuco abierto en la piedra, mira sin ver el horizonte árido, más allá

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del río. En un gesto mecánico, con su mano, limpia el palimpsesto sobre el que va a trabajar. Hunde el cálamo en el recipiente con tinta –hecha por el hermano especiero con leño de espino, nuez de agalla, piedra negra, miel, vino y vitriolo azul–, escurre el sobrante y lo dirige a la superficie, detiene su mano en el aire durante un segundo, dudando, y finalmente escribe: «¿Por qué, mi Señor y Dios, me es dado hacerme esta pregunta? ¿Es el Gran Enemigo quien quiere hacerme pecar dudando de Tu Sabiduría? ¿Me he dejado ganar por la soberbia? Si has querido que algunos conocimientos permanezcan vedados a los hombres, ¿por qué encuentro que mi reflexión no es equivocada? He conocido el ingenio sutilísimo que poseen los sabios de la India, con el que superan a los demás pueblos en aritmética y geometría, el mismo que heredaron los infieles muslimes: un valioso método de calcular, que sobrepasa toda imaginación, de manera tal que parece cosa de magos o demonios; y que manifiestan mediante nueve signos, con los que pueden indicar cualquier grado de magnitud, desde Tu Unicidad hasta la cantidad total de días de la Eternidad». Un carraspeo lo detiene. Acacio gira la cabeza y se encuentra con la figura diminuta y encorvada del abad que se 18


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recorta en la puerta baja de la kalbbia. — Bendiciones, hermano bibliotecario. — Bendiciones, hermano abad. Acacio baja la cabeza en señal de sumisión y, aunque sabe por qué su superior está allí, pregunta con cortesía: —¿A qué debo el honor de tu visita? — Seré franco y directo, hermano. El Señor me ha dado la gracia inmerecida de una inteligencia que me permite apreciar el trabajo de hombres eruditos, como es el caso de los hombres del Panyab o de Bendosabora; o el tuyo propio, querido hermano. Me gratifico y sorprendo con la grandeza de Dios que ha negado Su Persona a los infieles, y sin embargo los ha iluminado para que con nueve trazos convenientemente ubicados resuelvan lo que ha sido un esfuerzo extraordinario para los latinos y nuestros padres griegos. Y está bien que así sea: nueve lunas necesita la madre para traer un niño a la vida, Parménides dice que el nueve es el número de las cosas absolutas; Porfirio dice, en sus Enneádes: «he tenido la alegría de hallar el producto del número perfecto, por el nueve»; nueve son las órdenes de los ángeles, hay nueve clases de demonios y nueve piedras preciosas; nueve puertas permitían el acceso al kodesh ha-kodashim del Templo de Jerusalén; tres mundos hay –cielo, tierra e infierno– y en cada uno de ellos hay una tríada; por ello el nueve es el número que cierra el tercer ciclo a partir de la unidad y con ello, la 19


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creación. Pero no entiendo, querido hermano, tu empecinamiento en decir que a los sabios que nos precedieron se les ha pasado algo por alto… —Hermano abad, en mis meditaciones me he encontrado con cierta anomalía que es la raíz de mi desasosiego. Los Padres latinos enseñan que el Hijo de Dios volvió de entre los muertos al tercer día, y así lo aceptamos. Es nuestra fe que entregó su alma a la Misericordia del Hacedor el día viernes, que contamos como el primero; transcurrió el sábado, que es el segundo día, y resucitó para la Gloria del Padre y nuestra salvación eterna, el domingo, que contamos como el tercero. Sin embargo, tal forma de contar los días jamás me resultó clara y he dado con otra, que no hallo errónea: Jesús el Cristo murió a la hora nona del viernes. Y las horas transcurridas hasta la cuarta vigilia del domingo, cuando María de Magdala descubre el sepulcro vacío, hacen apenas un día y fracción; y no tres días como nos han enseñado nuestros Padres y profesamos en nuestro Símbolo de Fe, cuando decimos «Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Ahora, hagamos el mismo razonamiento contando al revés: partiendo de la última vigilia del domingo hasta la última vigilia del sábado, contamos un día; pero la cantidad de horas desde la última vigilia del sábado a la hora nona del viernes, no hacen un día. Esto quiere decir –y esta es la clave de mi agonía– que hubo un tiempo en que no hubo días. Los nueve 20


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signos de la India no contemplan este dilema ¿es necesario un signo nuevo? —Ni los hindúes, ni los muslimes mencionan nada acerca de este acertijo. —Es verdad. Y solo en Ptolomeo, en el sexto tomo de su Hè Megalè Syntaxis, he encontrado un símbolo al final de una cantidad para indicar un centenar; y no puedo saber si él llegó a la misma conclusión a la que he arribado, pues nada aclara sobre el tema, y si así fuera, su notación no ha sido utilizada otra vez. —Pero Acacio, hermano; si tal signo existiese, debería ser un signo ideado por el maligno y contrario a la Voluntad del Señor. —Eso me inquieta, hermano abad. Tal signo representa la ausencia de cantidad. Cuando deseo adicionar a cualquier cifra la ausencia de cantidad, el resultado es la misma cifra; en cambio, cuando intento usar la tabla de Pitágoras para hacer el producto, agregando a ella el signo de la ausencia; transformo cualquier cantidad en nada. Aún cuando repetí innumerables veces este procedimiento no encuentro equivocación en mi razonamiento… —¿Te das cuenta, hermano, de lo que propones? De existir tal signo, Acacio, sería arquetipo de la ausencia y paradigma de la nada. Tendríamos a mano el Poder del Señor para destruir mundos mediante un simple signo. 21


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—Lo he visto. Y me asusta este descubrimiento. Ruego por que la Sabiduría de Dios me guíe y me indique el camino. ¿Qué debo hacer? ¿Dar a conocer mi descubrimiento a los sabios para que ellos también conozcan Su Poder y nos acerquemos a Él? ¿Debo ocultar lo que me ha sido permitido vislumbrar? El Abad respeta la erudicción de Acacio y lo admira; y no puede más que asombrarse de la lógica del razonamiento del santo. Él ha recorrido todo el Oriente defendiendo la doctrina de Eutiques en disputas cristológicas desde Nicea hasta Antioquía. Es un hombre capaz y sabe reconocer el poder inmenso que ha descubierto Acacio en el décimo signo. Y esto lo asusta más que los daimones, diábolos y espíritus impuros a los que ha vencido; más que Asmodai, Choronzon o Jaldabaoth. Acacio, que aún no ha soltado el cálamo, baja su cabeza y cierra los ojos. El abad, veterano de mil batallas contra el Indigno, se mueve rápido. Toma el instrumento de caña de la mano del monje y lo clava, con todas sus fuerzas, en la garganta del bibliotecario que no alcanza, siquiera, a sorprenderse. Minutos después, Acacio muere. El abad sabe que el peligro está aún latente: él mismo ha visto el fruto del Árbol del Conocimiento que le fue prohibido al Padre Adán y desea olvidar con toda la fuerza de

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su viejo corazón, pero entiende que no podrá hacerlo. Sabe, también, que en el futuro podría ser engañado por el Oscuro y persuadido a revelar el misterio. Entonces, toma el recipiente de tinta y bebe el contenido de un trago. Se acuesta en el suelo caliente del pequeño cuarto. Reza en voz inaudible pidiendo perdón. El calor de la tarde que se alarga hacia la noche lo adormece. Recuerda la melodía de una vieja canción que le cantaba su madre; y, aunque se empeña, no consigue recordar la letra. Luego, los venenos de la tinta apagan todo para él también.

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Juan Fran Núñez Nacido en Villamalea (Albacete), el 1 de agosto de 1972. Ha publicado nueve libros: El Sol del Corazón (poesía de amor), Latidos de Papel (poesía de amor), La Historia que pudo ser (cuentos breves históricos), Lo Veo Negro (poesía visual y social), SONETOS DECRETOS y otros poemas (poesía de amor y social), REPUBLICANCIONERO (Canciones del Bando Republicano en la Guerra Civil Española), Risas en Senryus (Senryus de humor), Inmensos Breves Momentos (La vida en Senryus), Te meto con un soneto en to el careto (sonetos críticos y satíricos) Web: librosdejuanfran.blogspot.com.es/ Ha participado en cientos de antologías de poesía, relatos, microrrelatos, micropoesía, haikus, senryus, siglemas y poesía visual, publicadas en España, Argentina, Australia, Canadá, Chile, Colombia, Francia, Honduras, Marruecos, México, Puerto Rico y Uruguay. Web: antologiasdejuanfran.blogspot. com.es/



La cena Todos los antiguos compañeros de Facultad fueron llegando, acompañados de sus esposas y maridos, luciendo sus mejores ropas, calzados y joyas, a la cita en la mansión de Ernesto, situada en la zona más exclusiva y lujosa de la ciudad, a las ocho en punto de la noche del domingo primero de noviembre, día de todos los Santos, tal y como se les especificaba en las bonitas invitaciones personales certificadas que recibieron días antes cada uno de ellos en sus domicilios. A los asistentes les extrañó mucho no ser recibidos por su viejo amigo y anfitrión, pero el mayordomo de la casa les trasladó sus disculpas por su inoportuna ausencia, ya que, por desgracia, su salud no era la más adecuada para ese momento tan especial, y les rogó encarecidamente que disfrutaran de la cena como si él estuviese presente. Los invitados sintieron mucho esa repentina indisposición, precisamente de quien había organizado este evocador reencuentro después de transcurrir veinte años desde que finalizaron la carrera de derecho, y de haber perdido muchos de ellos el contacto desde entonces, pero como el criado les pidió, se dispusieron a disfrutar del banquete y de la reunión. La comida era exquisita, compuesta de una rica sopa de pescado, seguida del plato principal, una sabrosa carne asada con patatas y verduras, y acompañado todo por 27


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ricos vinos tintos y deliciosos postres, menú preparado y servido a la perfección por los muy profesionales cocineros y camareros contratados expresamente para esa noche. El lugar, el ambiente, la compañía, eran perfectos. La conversación entre los comensales transcurrió de forma animada por los lógicos derroteros por los que se suponía que irían, como los trabajos, los hijos, las propiedades, los coches, los viajes… todo indicaba que sería una noche inolvidable, como así fue. Después de dar buena cuenta de la cena preparada especialmente para ellos, los satisfechos comensales decidieron marcharse juntos para seguir la noche tomando copas y charlando en algún local de la ciudad, pero antes dieron las gracias al mayordomo por la más que encantadora velada que acababan de disfrutar y le comunicaron sus deseos de que su amigo Ernesto se repusiese pronto de su achaque, esperando repetir esa maravillosa noche recién gozada lo antes posible y esa vez ya sí contando con su presencia. Una semana después, cada una de las personas agasajadas en esa memorable reunión, recibió una carta de Ernesto:

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La cena

Queridos amigos, os agradezco de todo corazón el haber asistido al banquete al que os invité días atrás, espero que todo hubiese estado a vuestro gusto y que lo hubierais disfrutado como la ocasión merecía. Os confío que al fin he cumplido mi más anhelado sueño y el más grande deseo de mi vida, el cual era estar para siempre con vosotros, mis entrañables amigos de Universidad, ya que la carne que devorasteis en dicho encuentro era la mía propia, muerto unos días antes, mantenida congelada, y cocinada el mismo día de la cena en mi mansión. Ideé todo este ritual gastronómico de amistad y de cariño desde el momento en que un año atrás me diagnosticaran una enfermedad terminal, y así le detallé el plan a mi fiel mayordomo y confidente para que se encargara de llevarlo a cabo todo, una vez fallecido yo. Me despido dándoos las gracias por ayudarme a cumplir mi sueño y formar parte perpetuamente de todos y cada uno de vosotros, mis amados y, a partir de la noche de todos los Santos, eternos amigos. Firmado:

Ernesto

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Carolina —¡Rápido, hijo, coge un caballo y ve a avisar al doctor Thomas a la ciudad! ¡La Señora Carolina se ha puesto de parto! El joven, apuesto y corpulento esclavo de veinte años de edad, llamado Tim, obedece a su madre y sale corriendo hacia las cuadras de la plantación de algodón en busca de Tornado, el caballo más veloz con el que recorrerá como un rayo, en medio de la fría y oscura noche, las cuatro millas que separan la mansión de la casa del doctor y así comunicarle, lo antes posible, que su ama está a punto de dar a luz. Tim es un muchacho muy trabajador y eficiente, desde siempre ha acompañado a su ama y ha hecho los recados que le ordenaba, y más aún en estos difíciles tiempos de guerra. La noticia ha pillado de improviso a todos los criados de la casa, se esperaba el nacimiento del primogénito del Capitán Howard para dentro de un mes, según las cuentas de la Señora, pero la naturaleza es imprevisible, y será esta noche, después de diez años de haberlo buscado junto a su amada esposa, cuando venga al mundo su tan deseado descendiente. Lástima que no está aquí para poder presenciar este momento tan bello y dichoso, pero hace dos años, desde el inicio de la guerra, que está a las órdenes del General Lee combatiendo a esos malditos yanquis de Lincoln, liberadores de esclavos, y solo vino hace 31


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ocho meses de permiso por haber sido herido en el frente, a donde regresó una vez recuperado de sus heridas. “Dios proteja al Capitán, así como a todos los muchachos del ejército confederado”, repite cada día la señora de la casa. De la habitación, en la que se retuerce de dolor la parturienta, entran y salen criadas con mantas y sábanas limpias, con agua caliente, con leña para mantener el fuego de la chimenea; mientras, Mabel, la madre del joven jinete que salió hace unos minutos en busca del médico, está sentada junto a su ama, diciéndole palabras de ánimo y tranquilidad, a la vez que recibe en su mano izquierda los fuertes apretones que le da su querida Señora como intentando aliviarse así de su sufrimiento, y con la otra mano le seca con ternura el sudor y las lágrimas que empapan su bello y blanco rostro. Entre contracción y contracción, que cada vez son más intensas y cercanas en el tiempo, la Señora dice a su criada con una voz susurrante que apenas sale de su boca: —Mabel, si es niño, quiero que se llame como el Capitán, John, y si es niña, se llamará como el estado por el que está luchando su padre, Carolina. —Sí, ama Carolina, son unos nombres muy bonitos — dice con dulzura la esclava acariciando el mojado cabello de su dueña, intentando así aliviarla de su angustia. Por fin llega a la mansión el doctor para asistir a la que en unos instantes será madre primeriza. Tim lo conduce a la 32


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puerta de la habitación de su ama, donde se le esperaba desde hace una hora, y donde es recibido con enorme consuelo. —¡Doctor, hace rato que rompió aguas, el pequeño está a punto de salir! —dice la criada Mabel con apuro. Rápidamente, el médico deja su maletín sobre una mesilla, se despoja de su abrigo, se remanga las mangas de la camisa y se lava las manos con el agua y el jabón que previamente han sido preparados para ello. Seguidamente, asiste a la paciente que está a punto de tener a su bebé, su cabecita empieza ya a asomar al mundo. Los enérgicos llantos del recién nacido son acompañados por los gestos de asombro y estupor de la criada y el doctor, y mientras este corta el cordón umbilical, la agotada señora pregunta a su esclava: —¿Qué pasa, Mabel? ¿Está bien mi bebé? ¿Qué ha sido? A lo que la esclava responde con voz asustada y titubeante: —Todo está bien ama, ha sido una niña. —Entonces se llamará Carolina. —Sí ama, Carolina se llamará su hija, ahora descanse y cuando esté lavada y aseada se la traeré a su lado —dice Mabel con lágrimas en los ojos mientras ayuda al doctor, y es que sus peores presagios se han hecho realidad. Terminada su labor, el médico recoge sus enseres y su abrigo, y dirigiéndose a la puerta de la habitación dice a la criada que le ha ayudado en el alumbramiento: 33


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—Esta misma mañana, a primera hora, mandaré una comunicado urgente al Capitán Howard anunciándole su paternidad. —Sí, doctor —responde la esclava, esta vez llorando a lágrima viva. Al salir de la estancia de la reciente madre, que ahora duerme rendida por el esfuerzo del parto, el médico mira con asco y odio a Tim, que esperaba en la puerta por si se le necesitaba para alguna cosa, y que ahora le acompañará hasta su caballo. Una vez que se ha marchado, Mabel, desesperada, dice entre llantos a su hijo: —Hijo mío, ya sabes lo que tienes que hacer, así que no pierdas ni un segundo —y le entrega un saco con ropa y comida. —Sí madre —le responde Tim con lágrimas en los ojos, y tras abrazarla con fuerza y besar su frente con ternura monta de nuevo a Tornado, abandonando en medio de la noche, con premura y nerviosismo, la plantación de algodón en dirección al norte del país, hacia un lugar desconocido, por una travesía desconocida, con gentes desconocidas, desconociendo si llegará vivo o morirá por el camino, pero sabiendo que esta es la única opción que hay ante los acontecimientos que acaban de sucederse.

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Amanecido ya el nuevo día, el doctor envía su apremiante mensaje desde la oficina de correos y telégrafos de la ciudad, con las siguientes palabras: “Al Regimiento del General Robert E. Lee. Gettysburg, Pensilvania. Al Capitán Howard. Estimado y querido amigo, en la pasada noche ha sido padre de una niña. Por deseo de la madre se llamará Carolina. Su piel es tan oscura como la noche en la que ha nacido. Atentamente, Doctor Thomas. Charleston, Julio, 2, 1863”

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Itzel Guevara del Angel (México, 1976) Profesora, narradora y promotora de lectura. Durante los últimos quince años ha estado al frente de algunas bibliotecas en Xalapa, México. Su obra narrativa ha sido publicada continuamente en diversas revistas literarias de México, Estados Unidos, Colombia y Austria. Ha formado parte de las antologías Letras en guardia (Secretaría de Cultura del Distrito Federal, 2009), Lados B (Nitro Press, 2015), Lateinamerika (Podium, 2015) y Sólo cuento VIII (UNAM, 2016). Es autora del libro de cuentos Santas Madrecitas (Tierra Adentro, 2008), y de la novela Morderse la uñas (Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2017), con la que obtuvo el segundo lugar en la cuarta edición del Premio Nacional de Novela Corta Pontificia Universidad Javeriana.



A qué le temen los niños Los tigres vivían en tres jaulas aunque en realidad estas, al estar unidas por túneles, conformaban una sola. En una de ellas se había intentado reproducir un pastizal, dominado por un enorme tronco tirado para que los tigres pudieran treparlo y afilarse las uñas; en la otra estaba el cobertizo, hecho de ladrillo y cemento. Tenía dos entradas, ambas del lado derecho y por su disposición resultaba casi imposible mirar el interior. Si los tigres no querían ver a la gente, simplemente se metían y por más que los niños gritaran o les hicieran ese bishi, bishi que se usa para llamar a los gatos, los animales se mantenían dentro. Uno trataba de concentrarse en la oscuridad del cobertizo porque después de un rato de fijar la vista los ojos se acostumbraban y quizá, si tenías suerte, lograbas ver la silueta de alguna pata. En la última jaula estaba la alberca. Cuando llegamos a vivir a Las Ánimas aún no había tigres, pero ya existía “El zoológico”, conformado por conejos, gallinas de guinea y un par de venados. No había jaulas pero sí la malla de alambre instalada a lo largo del terreno. También estaba el lago con los patos. Incluso antes de comprar el terreno íbamos algunos domingos de paseo, llevábamos una bolsa llena de pan duro o de galletas hechas pedacitos para alimentar a los patos y 39


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otra con zanahorias y lechuga para los conejos. No es que lo recuerde, por entonces era demasiado pequeña, pero mamá solía contarme tantas cosas sobre nuestra vida antes de llegar a Las Ánimas, nuestra vida en el edificio de la calle Pomona, departamento rentado, zona de clase media, cajón de estacionamiento para un solo auto. Suficiente, nadie tenía más de uno. También está ese par de fotografías que a razón de verlas cientos de veces han ido formando una segunda memoria. Las fotografías en las que aparecemos sentadas sobre la balaustrada que rodea el lago: mamá, cabellos a la altura de los hombros, mamá tan joven. Hermana a su lado, vestido rosa de manga larga, zapatos blancos. Yo, mucho más a la derecha, deliberadamente alejada, vestido amarillo idéntico al de mi hermana, no miro a la cámara. Es raro saber que siempre fue así. Conforme uno crece se va haciendo consciente de ciertos rasgos de la personalidad, de las obsesiones que acarreamos, de nuestros lugares comunes. Uno de los míos es nunca ver hacia la cámara. Yo digo que tiene que ver con el ridículo y la falsedad, o si lo nombro en orden cronológico, con la falsedad y el ridículo. No moverte, mirar ese objeto inanimado que es el lente de la cámara, no parpadear, fingir una sonrisa sinónimo de que estás feliz, de que eres feliz, mantener la postura y los gestos para que quede evidencia del momento. Ante tanta falsedad es inevitable sentirse ridículo. 40


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Sobre la malla que rodeaba las tres jaulas, a la altura del cobertizo, colgaba un letrero con la frase: Panthera tigris tigris. Obviamente nadie los llamaba por su nombre científico, porque además de ser largo y de pronunciación confusa si no sabes latín o eres algún tipo de científico acostumbrado a las nomenclaturas, resulta impersonal y nadie quería eso. Amábamos a los tigres. Es extraño que nunca les pusiéramos nombre. Los tigres constituían el mayor orgullo para los que vivíamos en Las Ánimas. Eran, incluso, el orgullo de la ciudad. Supongo que el excentricismo de nuestras mascotas era suficiente para no necesitar de un nombre propio. Eran simplemente “los tigres”, ¿acaso había otros con los cuales confundirse? Hubo un tiempo en que padecí de insomnio. Apenas anochecía y me ponía la pijama comenzaba a percibir la angustia que se avecinaba, como cuando escuchas la lluvia acercándose, te asomas a la ventana y no ves nada, pero el ruido está ahí, cada vez más fuerte hasta que de repente, se suelta la tormenta. “¿A qué le temen los niños?, ¿a los monstruos? ¿a las sombras?”, le escuché decir hace poco, en tono socarrón, a un hombre que hablaba con su mujer en la fila del cajero. Yo le temía al día siguiente, a los niños de la escuela que eran mayores, a la vergüenza que me provocaba no poder pronunciar adecuadamente la “s”, al dolor que sufriría si tuviera un accidente, a que alguien entrara furtiva41


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mente a casa y me lastimara, a que hubiera ratas bajo mi cama y me mordisquearan las manos mientras dormía, a que nunca aprendiera los números romanos, a la posibilidad de morir, a que mi hermana que era sonámbula saliera de casa por la noche y nunca regresara. Las Ánimas era un fraccionamiento residencial, una exhacienda de café que conservaba su capilla construida en el siglo XVII. Había pertenecido a la familia Fernández, conocida por ser los terratenientes más importantes de la zona, cuyos hijos se casaron con los Chedrahui, magnates de los supermercados que llevan su nombre. Las nuevas generaciones decidieron urbanizar el terreno y venderlo en pedacitos. Aunque con cada compra dejaban de ser los dueños absolutos del lugar, eran ellos los responsables del reglamento y los dueños del zoológico y todos los animales. Las Ánimas tenía las calles adoquinadas y un nacimiento de agua que daba origen al lago mayor y a los tres pequeños ubicados a lo largo del fraccionamiento. La avenida más conocida, por ser circular y rodear los cuatros lagos, se llamaba Palmas, y sobre sus camellones había más de cincuenta palmeras de entre diez y quince metros de altura. En Las Ánimas no estaba permitido abrir negocios, no había acceso al transporte público, se exigía que todas las casas tuvieran al menos un metro y medio de jardín al frente, entre muchas otras reglas. Creo que fue el folleto lleno de prohibiciones lo 42


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que hizo que mi padre se obsesionara por comprar el terrero. Supongo que lo hizo sentir parte de un grupo selecto, que accedía a otra clase social, aunque comprar el terreno y más tarde construir la casa representara pagar mes con mes su sueldo íntegro y vivir únicamente con el de mamá. Los tigres, cuando viven en su hábitat, se alimentan de monos, ciervos, jabalíes y hasta búfalos, pero a los nuestros les daban reses refrigeradas. Los alimentaban por la noche, mientras ya todos dormíamos. Bajaban las rejas de acceso a los túneles para dejar a los tigres separados de la jaula donde estaba el cobertizo. Una vez que no había peligro, metían la carretilla con trozos de res y los colocaban en las dos esquinas opuestas. Al inicio no eran tan cuidadosos en los cortes de la carne, y dejaban las reses prácticamente enteras. Aunque estas iban sin cabeza y estaban abiertas por la mitad, aún se alcanzaba a ver cierto parecido con la silueta del animal. En una ocasión, a uno de los tigres se le ocurrió pasearse con el cuerpo inerte de un becerro en el hocico. Dicen que se le distinguían perfectamente las cuatro patas y por la forma en que lo prendió, daba la impresión de que se estaba comiendo la cabeza. Después, ante los rostros atónitos de los visitantes, le arrancó una de las extremidades y se tiró frente a todos a lamerla. Mamá estaba embarazada cuando se casó con papá. Por eso se casaron. Al parecer, después del alboroto que provocó la 43


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noticia, papá quería tomarse las cosas con calma, y le propuso a mamá que siguieran viviendo cada cual en su casa. Después cambió el argumento a “no es que no quiera que vengas a vivir conmigo, solo lo decía porque en tu casa vas a estar más cómoda, solo será durante el embarazo”. Mamá vivía con mi abuela y con tres de sus seis hermanos en una casa, si bien no muy grande, con los espacios necesarios que por regla debe tener cualquier lugar digno de ese nombre: sala, cocina y comedor, baño, recámaras, patio. Papá vivía en la buhardilla de una casa de tres pisos habilitada como pensión para estudiantes. La vivienda venía con una parrilla, un catre, una mesa y una silla. El baño era comunitario y estaba en la planta baja. Para llegar a la habitación, había que subir por una escalera exterior de metal que estaba en el patio, junto a los lavaderos. En varias ocasiones, mamá se topó con la sobrina de la dueña a media escalera. La última vez que eso sucedió le dio un ultimátum a papá. Finalmente se fueron a vivir al departamento de la calle Pomona y un par de meses después, nací. Supongo que ahí empezó el resentimiento, y que como sucede con los virus, necesitó de un tiempo para incubarse, pero fue solo hasta que se presentaron los síntomas que nos dimos cuenta cuan enfermos estábamos. Nadie está seguro de la fecha en que llegaron los tigres. Cuando se llevaron a los otros animales, cuando colocaron las jaulas, los túneles y 44


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reforzaron la reja exterior, la gente pensó que se trataba de trabajos de mejora. Dejamos de visitar el zoológico, por eso no supimos cuándo llegaron. Primero comenzó como un rumor. “¿Que dicen que por tu casa hay un zoológico con tigres?”, me preguntó una compañera de la escuela. Tuve que esperar el resto de la semana para cerciorarme de que no eran “mentirillas de niñas” como decía mamá. Tuve que evitar a mi compañera el resto de la semana para no aceptar que no sabía nada del asunto. Mamá no me creía. Mamá no entendía lo que era ir a la escuela donde solo tenía un par de amigas, y ninguna íntima, donde las otras niñas parecían tan grandes, tan dueñas de la situación y apenas se dignaban mirarme. En definitiva no sabía lo que era que las otras niñas te dirigieran la palabra esperando una respuesta que no podías darle. Tuve que esperar hasta el fin de semana para que nos llevaran al zoológico. Toda la acera sobre la que se sostenía la nueva malla estaba abarrotada. Empujé a varios niños para llegar al frente. Fue entonces que los vi, cada uno en una jaula distinta. Se movían de un lado a otro, restregando su pelaje naranja con rayas negras contra los barrotes. Su tamaño me dejó impresionada, y aunque uno era macho y la otra hembra, no se veía diferencia alguna. Un año y tres días después de mí, nació mi hermana. Tampoco la esperaban. Creo que en ese momento nos 45


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transformamos en una familia. Quizás antes del nacimiento de mi hermana, mamá aún se sentía una mujer independiente, pensaba que si las cosas no funcionaban podía, en cualquier momento, hacer las maletas y marcharse conmigo. Pero con dos hijos las cosas cambian. Volverte “familia” es como estacionarte en un terreno baldío y lanzar las llaves del auto lo más lejos que puedas porque sabes que nunca más te moverás de ahí. Cuando mamá anunció el tercer embarazo, el departamento de la calle Pomona nos quedó pequeño. Ahí fue que comenzó una nueva etapa para la ratificada familia que éramos. Pasar de un departamento rentado a una casa propia era de una lógica irrefutable. Sin embargo hay tanto esnobismo en las frases “busquemos una casa en los suburbios para criar a los chicos”, “busquemos un barrio tranquilo donde todos se conozcan, donde los niños respiren aire limpio”. Buscar la casa, el barrio o la escuela apropiados no es suficiente, llamarse “familia” tampoco basta para serlo. Los tigres de Bengala son la subespecie más numerosa. Son originarios de la India, Bangladesh, Bután, Birmania y Nepal. Dicen que las rayas son diferentes en cada ejemplar, que no existen dos tigres con el mismo patrón. Además, pocos saben que son animales solitarios, no toleran la presencia de otro tigre cerca, únicamente de las hembras en temporada de apareamiento. 46


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La mayoría de las personas que visitaban el zoológico compartían la fantasía de ver a los tigres jugueteando en la alberca o persiguiéndose a través de las jaulas como gatitos tras una bola de estambre. Pero nuestros tigres nunca estaban juntos, se mantenían a la mayor distancia uno del otro. En conclusión, vivían juntos pero apenas y se toleraban. Las Ánimas era el lugar donde la mayoría quería vivir, una burbuja exuberante llena de parques, lagos y animales exóticos, lugar accesible a todos, pues estaba abierto a cualquiera que quisiera visitarlo, pero inaccesible por los precios del metro cuadrado y el costo de los servicios de agua, luz y teléfono. Era una zona residencial y había que pagar mucho más por vivir ahí. En una de las tantas reuniones de los vecinos, los cuales se hacían llamar “colonos”, se decidió que debíamos tener una especie de contraseña para diferenciarnos de los foráneos, por lo que se mandaron a imprimir calcomanías en forma de escudo. La mitad derecha era de color azul plomo, y la izquierda, salmón. Justo arriba, siguiendo el contorno del escudo, con letras negras se leía: Colono del Fraccionamiento Residencial Las Ánimas. Debías pegar las calcomanías en el parabrisas de tu auto, en la esquina superior izquierda. ¿A qué nos daba derecho la calcomanía? A ser identificado como parte de un grupo envidiable, a gritarle al mundo que éramos los colonos, dueños de 47


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un pedazo de paraíso. Una de esas noches en que no podía dormir, en que la paranoia se había instalado a mi lado y me tenía con la cara pegada a la ventana de la habitación que daba al jardín, al pendiente de cualquier movimiento, lista para gritar por si veía a alguien trepando la barda, escuché a los tigres. Los rugidos eran débiles pero muy claros. Rugía uno y antes de que acabara rugía el otro. Los imaginé cada cual al extremo de su jaula, abriendo la boca, amplia, inmensa, para dejar salir el rugido. Los imaginé ansiosos por escapar del zoológico, por volver al lugar al que pertenecían aunque ni ellos mismos, nacidos en cautiverio, supieran lo que eso significaba. Dudo mucho que nuestros tigres hayan visto alguna vez una sábana de verdad, esas grandes extensiones de tierra cubierta por vegetación herbácea y árboles dispersos, zona de transición entre el desierto y la selva. Pero para eso tenían el instinto, que les decía hacia dónde ir, que les hacía saber que no estaban en el lugar adecuado, que no pertenecían a esa jaula. Por primera vez sentí que la angustia disminuía, por primera vez no estaba sola en la oscuridad de la madrugada esperando, con toda la fe de la que era capaz, a que saliera el sol, por primera vez supe que allá afuera había otros, también despiertos. “Panthera, tigris, tigris”, “Panthera tigris tigris”, “Panthera tigris tigris”. Lo dije tres veces, como si fuera un hechizo 48


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para ahuyentar el miedo. Me quedé dormida con el rugido de los tigres. Ellos también sufrían por la noche. Ellos también soñaban cosas que no entendían.

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José Martín García Campos Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Vasco de Quiroga de Morelia, Michoacán. Su tesis “Propuesta de Taller para la creación de personajes literarios con trastornos de personalidad usando la psicología médica y el DSM-5”, ha sido llevada a la aplicación práctica en la Feria Intercultural del Libro de Tacámbaro, Fototiva y en la Semich. Es miembro de la Sociedad de Escritores Michoacanos. Ha publicado su trabajo literario en las revistas Navío, Clarimonda, Seis Mil 83 y Delatripa, así como en el suplemento Letras para llevar de la Gaceta Nicolaita de la UMNSH. Fue becario en el Encuentro Regional de Literatura Los signos en Rotación del Festival Interfaz del ISSSTE. Su libro de cuentos Confesionario fue ganador en la categoría Ópera Prima de los Premios Michoacán de Literatura 2016. Con el cortometraje Des-Enlace fue ganador en las categorías de Mejor Guión y Mejor Dirección en el 8 Festival de Cine Universitario UVAQ. Es titular del programa de radio (UVE Radio) llamado El Eco de las Letras, cuyo contenido pertenece al ámbito literario.



El asesinato de los Reyes Magos El niño dormitaba arriba de su cama arropado por sábanas azules, tenía un ojo abierto y el otro cerrado, de su boca emitía una respiración rasposa. Seguramente cuando fuese adulto tendría la fastidiosa característica de roncar, fastidiosa para su posible esposa, o quien fuera que durmiese con él. Su mente estaba ocupada, entre soñando y viendo el techo obscuro de un cuarto, ¿ya estarían ahí? ¿ya habrían llegado? ¿el elefante se habría comido las croquetas del perro? ¿Gaspar habría saboreado las galletas con chispas de chocolate?, y lo más importante, ¿estaría abajo su nuevo Xbox One? En cualquier momento bajaría, vería su imponente regalo y no dudaría en probarlo al instante; estaba emocionado, impaciente, ya quería revivir esa sensación inigualable de bajar las escaleras y ver debajo del árbol de Navidad una serie de regalos, dulces y, de vez en cuando, popó de caballo. Sonó la alarma, era la hora, sus papás le decían que después de las cinco de la mañana los Reyes Magos pasaban por su casa, porque tenían que recorrer Europa antes, después Estados Unidos y por último México. La fórmula no había fallado los últimos ocho años: sonaba la alarma, él despertaba de inmediato y bajaba para ver sus nuevos juguetes. El primer paso se completó, el segundo estaba en curso, se quitó las cobijas de encima, se sacudió el cabello dando 53


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vueltas a su cabeza, abrió la puerta de su cuarto, bajó las escaleras tan rápido como pudo y, entonces, el tercer y último paso no se cumplió. Las luces de colores que adornaban el árbol en conjunto con la musiquita navideña le dieron la bienvenida al peor momento de su infancia, qué digo de su infancia, de toda su joven vida.No había juguete alguno, ni dulce que masticar, ni menos caca que pisar, y las galletas de Gaspar las hormigas estaban por terminar. El niño palideció al instante, estaba parado de frente con la boca abierta, las lágrimas en su rostro no se hicieron esperar. Se limpió los mocos, su joven corazón estaba destrozado, habían arruinado su pequeña ilusión: no había regalos, ni nada. Se puso a recordar todo lo que había hecho el último año, algo malo, algo terrible, pero no encontró nada más grave que el día en el que se robó un chicle de la tienda de doña Graciela, o una vez que le mintió a sus papás sobre una calificación, pero nada más. Empezó a esculcar en todos los rincones posibles buscando sus regalos. Detrás de los sillones, a un lado del comedor, arriba de la estufa, en el retrete del baño, en el cuarto de lavado, debajo de su cama… lamentablemente, no encontró nada. Ya eran las seis de la mañana. Vio el cuarto de sus papás, la puerta estaba emparejada, quizá ellos le darían una respuesta. Tal vez Melchor les había dado una carta o un recado del por qué no 54


El asesinato de los Reyes Magos llegarían ese día. Caminó lentamente hacia el cuarto de sus padres, sin embargo, no los encontró ahí, parecía que no habían llegado a dormir otra vez, pues su cuarto estaba tal y como lo habían dejado la tarde anterior. ¿Acaso llegarían tarde de nuevo?, ¿su papá llegaría vomitando como la semana pasada?, ¿su madre tendría los ojos rojos y empezaría a fumar sin control? De hecho hacía mucho que no estaba con ellos, aunque los viera de vez en cuando. La última vez que habló con su mamá había sido para decirle lo que le pediría a los Reyes Magos. Un ruido espantó al infante, se trataba del abrir de la cochera. ¿Serían los Reyes? de seguro se les había hecho tarde, sí. Una ligera esperanza cubrió su interior, la felicidad había regresado. Bajó las escaleras a toda velocidad, escuchó que la puerta se abría, iba a ver a los Reyes Magos, era el niño más feliz de la Tierra, pero…Por segunda ocasión en el día, su corazoncito fue destrozado. Esta vez no fue recibido por el colorido árbol verde, sino por otro verde, el de la basca asquerosa que emanó de la boca de su padre, quien bañó a su pequeño hijo. El niño empezó a llorar mientras olía el asqueroso aroma del vomito, su papá le tocó el cabello, se lo acarició, le sonrió cual estúpido ser sin sentido alguno de lo que está haciendo y subió a su cuarto como pudo. —Papi…—dijo el niño entre lágrimas— ¿Por qué los Reyes Magos no me trajeron regalos? 55


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El hombre dio media vuelta y negó con su cabeza. —Porque son unos hijos de la chingada, no quisieron venir a México porque el presidente les quería vender de ahuevo petróleo y ellos ya tienen de sobra, pero el próximo año vendrán y les voy a poner una chinga, pinches Reyes, cabrones, no tienen vergüenza, yo que tú les mentaría la madre a esos huevones—aseguró el señor entre eructos e hipo. El niño se quedó con ojos y boca abierta, no había entendido mucho lo que había dicho su padre, excepto por dos frases: “no quisieron venir a México” y “el próximo año vendrán”. Se limpió las lágrimas cuando sintió una mano femenina en su cabeza, se trataba de su madre, tenía los ojos rojos y unas ojeras enormes, la abrazó y así se quedaron un par de minutos. Se juró a sí mismo que se vengaría de los Reyes Magos y así fue. Para diciembre del siguiente año, el niño había cambiado bastante, ya no era tan inocente, había aprendido que la relación con sus padres sería nula en toda su vida, que ellos tenían problemas que aún no comprendía bien, pero nunca estarían para él. Empezó a fumar, a decir groserías, a darle nalgadas a sus compañeritas, en fin, cosas que los Reyes verí verían muy mal.

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En octubre de ese año, en su casa habían sufrido de una plaga de ratas, su mamá se desmayó un par de ocasiones mientras su papá intentaba emborrachar a los roedores, fue hasta que el infante llamó a un exterminador que el episodio de la plaga terminó, pero de ahí, después de ese suceso, ya tenía todo listo para el próximo seis de enero. Ese día dejó todo preparado, el árbol de navidad lucía idéntico al del año pasado, las galletas con chispas de chocolate para Gaspar estaban en una mesita, las croquetas para los animales, listas. En la escuela le habían confesado la verdadera identidad de los Reyes Magos, pero él no creyó nada, eran tonterías, su papá le había dicho la verdadera razón de la ausencia de estos el año pasado, aunque al parecer, solo se habían olvidado de su casa, no de México, pues sus amigos le habían presumido sus juguetes nuevos después de aquel fatal día; eso los hacía más hijos de la chingada de lo que ya eran. Se hicieron las cuatro de la mañana, se había prometido a sí mismo no quedarse dormido, en sus manos sostenía algo, un pequeño frasco con un líquido amarillento, parecía veneno, veneno para ratas. Sus papás habían salido de viaje como era costumbre, pero eso ya no le importaba. Sonó la alarma al mismo tiempo que se escuchó un fuerte impacto en el suelo de abajo, como si la cabeza de alguien hubiera rebotado en el piso y se hubiera roto al instante. 57


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—Muéranse, hijos de la chingada—blasfemó el niño con sádica felicidad. Bajó a ver su obra maestra, se quedó perplejo frente a los cuerpos de los Reyes Magos, sintió que el corazón se le detenía, que su voz se había extinguido, que la vida no tenía sentido, que era un estúpido, que llorar no serviría de nada. De la boca de Gaspar brotó un pedazo de galleta, de la de Melchor, un líquido viscoso y amarillento, y a su lado, un Xbox One nuevecito aguardaba por ser abierto. Nunca lo abrió, al día siguiente, enterraron a sus padres en el cementerio de la ciudad.

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Edgar Castañeda Cortés 1979. Candidato a Licenciado en Literatura y Lengua Castellana de la Universidad Santo Tomás. Amante de la literatura japonesa y las nuevas tendencias literarias que han renovado la narrativa latinoamericana, dedica su tiempo a escribir textos literarios con el propósito de seguir desarrollando su propio estilo. En sus historias frecuentemente se encuentran alusiones al cine y la música, dos de sus grandes pasiones, que complementan su compromiso con las letras.



El niño que se quedó sin voz Desde hace quinientos días y algo más mi hijo no habla. De pronto dejó de conversar, se encerró en un mundo sin palabras, en su mundo de silencio y fue imposible que siguiera las clases. El muro de silencio que lo rodea repele cualquier intento de comunicación. He aprendido a leer sus gestos, identificando sus necesidades más básicas. Ahora su principal interés es explorar el jardín, pasa horas sentado en una mecedora de madera viendo cuanto bicho hay en la hierba y en los árboles. Lo observo desde un lugar seguro de la casa, tengo la certeza de que su imaginación está navegando en el tiempo de un niño de nueve años, lejos de los prejuicios cáusticos de los adultos que se atacan los unos a los otros sin tregua. Tal vez en su nuevo mundo las palabras no bastan para expresar el brillo de la realidad. Pensaba que el resto de seres humanos seguramente le apestamos, que es necesario invertir energía en los demás. Fueron varios los exámenes que realicé para identificar su enfermedad pero todos fueron en vano, físicamente está bien y psicológicamente no evidencia ningún tipo de trauma. No entiendo qué llevó a Joaquín a dejar las palabras en un hueco, un lugar seco y profundo.

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Hacia el mediodía entra a la casa y escucha algunos de los discos del abuelo, una completa colección de jazz y clásicos de ópera. Una mañana me sorprendió tocando el chelo acertadamente, no me acuerdo haberle enseñado. Cuando practico, él está cerca o en su cuarto, solo hago ejercicios y solfeos para no perder la práctica. Pero esa mañana seguía perfectamente los acordes de una obra de Mahler que intenté hacer por varios años, no sonaba perfecta pero la interpretación era inmejorable. Su cuarto está invadido de libros que ha sacado de la biblioteca, tomos completos de biología en especial de insectos y aves. Me tranquiliza que esté ocupado, tengo que dejarlo solo la mayor parte del día, trabajo como reportera gráfica de un periódico local y en una revista de conservación. Entre el trabajo y Joaquín se esfuma mi tiempo. De un período para acá se comunica dejándome notas en botellitas pequeñas. Siento como si encontrara botellitas en la playa de un náufrago de una isla lejana del Pacífico, esperando que alguien las encuentre mientras muere carcomido por la soledad. Gracias a esos mensajes ahora sé que en el jardín habita una colonia de hormigas, un enorme mil pies que es el terror de los insectos pequeños, dos distintas clases de mantis religiosa, un pájaro carpintero e innumerables torcazas. Los días en los que me cuestionaba por el mutismo de Joaquín quedaron atrás, creo que está mejor así, lejos del resto de la 62


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humanidad, lejos de la tosca sociedad. Sé que es imposible aislarlo toda la vida, en algún momento tendrá que enfrentarse a la vida, pero por ahora dejo que su vida navegue por los espacios infinitos de mi jardín. Una mañana de domingo antes de que Joaquín se levantara, en las cerchas del invernadero se posaban algunos pájaros verdes. Había golondrinas que jamás se veían en esta época del año, vi un mirlo negro y no sé si por casualidad las abejas estaban perfectamente formadas sobre las losas del piso que cubre los senderos del jardín. La emoción me conmovió, subí al cuarto de mi hijo y lo desperté describiéndole con una nota lo que había visto, de esas con las que nos comunicábamos él y yo. Como ahuyentando el sueño con las manos, pasó sus palmas por la cara viendo el reloj que estaba sobre un escritorio, tomó la nota y escribió en una esquina del papel gracias mami. ¿Se hizo un poco tarde? calzó sus tenis verdes y bajó a la cocina con gestos evidentes de sueño. De los anaqueles tomó algunos recipientes con diversos contenidos cada uno, semillas, granos y pequeños cubos de azúcar, que disolvió en una jarra con agua. Los animales del jardín parecían advertir su presencia, el canto de las aves al unísono llenaba el lugar con una exquisita armonía. Todos y cada uno de ellos esperaban en completo orden su ración, comenzando por las impacientes abejas, el orden ascendente de lo más minúsculo hasta los mirlos. Como siempre, lo observé desde la casa, sin que él lo 63


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notara. El canto de la aves se mezcló en mi cabeza con una canción de Manolo García, “Pájaros de barro”, haciendo que la atmósfera se elevara casi hasta un éxtasis sonoro. Durante cuarenta minutos observé a las aves e insectos revolotear alrededor de Joaquín. Él establece las reglas entre aves e insectos, como todo un entomólogo o un naturalista experto. Pasados unos minutos, las aves emprenden el vuelo girando alrededor de la casa, dejando que sus cantos se esparzan en el aire. A renglón seguido, los insectos se escabullen en la hierba y los árboles del jardín. Algunos fines de semana mi madre lleva a Joaquín a su casa, no muy lejos de la nuestra, llega pasado el mediodía del sábado sin falta. Juntos, abuela y nieto, van caminando por los parques cercanos como dos amantes disímiles, que disfrutan complacidos el verde de la ciudad. Esa noche, aprovechando la ausencia de mi hijo, indagué en su cuarto buscando respuestas al silencio que bordea su vida. Prendí el ordenador revisando todos los archivos que en él se hallaban, los encuentros fueron increíbles. Había una perfecta relación del canto de las aves con sinfonías clásicas y piezas de ópera, los insectos también tenían sorprendentes relaciones con expresiones artísticas. Los estudios que Joaquín ha desarrollado durante dos años se configuraban con rigurosa disciplina y orden, pero no había nada que se relacionara con su silencio, ningún vestigio que explicara por qué dejo que 64


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las palabras se esfumaran de su boca. Desconcertada, salí de la casa a dar un paseo por los barrios cercanos, en busca de algún lugar donde beber una cerveza para despejar mi cabeza pero me aburría el hecho de entrar sola. Por algún motivo, los hombres piensan que una mujer sola en un bar o algún café está pidiendo a gritos la compañía masculina. No he necesitado de un hombre desde hace muchos años, desde el día que mi padre murió. A Joaquín lo concebí por inseminación artificial con la ayuda de mi madre. Esa era la respuesta que buscaba, debía saber quién era el padre de Joaquín. Entusiasmada regresé a mi casa y busqué la página del instituto de inseminación artificial. Indagué todos los datos posibles acerca de los donantes, pero no había mucha información, así que llamé a la línea que aparecía en la página. La operadora al otro lado de la línea dejó al aire un mensaje: Con gusto lo atenderemos en horarios de oficina, gracias por dejar su futuro en nuestras manos. El lunes en la mañana antes de ir al periódico visité el laboratorio donde fui fecundada, la mujer de la recepción era una joven que no supera los treinta años, —Buenos días—, le dije. —Hola, buenos días—, me respondió con una efusividad acartonada. —Hace nueve años me hice un procedimiento en este laboratorio, necesito datos precisos sobre el donante. 65


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—Esos registros son confidenciales, los donantes exigen reserva absoluta. —Mira, mi hijo está enfermo y quiero saber si el padre tiene algo que ver—. Se levanta y busca en los archivos una carpeta enorme, —Me recuerda el año. —Hace nueve años. —Mire, busque la fecha exacta—, me dice pasándome el enorme libro café con un mar de información, nombres, fechas, direcciones, etc. El proceso de búsqueda tardó una hora. Le señalé mi nombre y la fecha del procedimiento. —Espere un momento por favor—, me dijo ella, ingresando con el libro a una oficina que está detrás de su escritorio. Diez minutos después me indicó que siguiera a una oficina. Sentada en una silla bastante ostentosa, con bibliotecas alrededor y tapetes persas, encontré a una mujer cincuentona. —Siéntese por favor, señora, esta información es bastante confidencial, los donantes piden absoluta reserva. La selección que nuestro instituto lleva a cabo es muy exhaustiva, los donantes pasan por rigurosas pruebas físicas e intelectuales y no nos es posible divulgar esa información—. La miré con seriedad y le dije —Mire, la verdad eso me tiene sin cuidado, yo tengo derechos, necesito ubicar al padre de mi hijo. 66


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—La entiendo, señora, pero entiéndame usted a mí. —Bueno señora, entonces entiéndase con mi abogado— le dije en un tono peyorativo y salí de sus oficina. Algunos metros antes de salir del laboratorio la mujer de la recepción me alcanzó con un papel en la mano. —Ahí está todo lo que desea saber. Nunca quise conocer el rostro de ese hombre, ni el nombre, ni el timbre de su voz, esas cosas triviales que las mujeres quieren ver en sus hijos, esas cosas ridículas que se desprenden del amor. Llamé al periódico diciendo que estaba enferma y que no podía ir a trabajar. Verónica, mi jefe, me dijo que no había problema, que descansara y que nos veíamos al otro día. La dirección que aparecía no estaba lejos de mi casa, era ridículo pensar que Joaquín tenía a su padre cerca, y yo, a un hombre que me engendró un hijo y que nunca había visto. La casa tenía la apariencia de un chalet francés en medio de una ciudad moderna. Timbré tres veces y salió una mujer negra con uniforme de servicio. Pregunté por Víctor Marelli, la mujer desconfiada responde, —El doctor Víctor no se encuentra, ¿le puedo ayudar en algo? —¿Sabe usted si se demora?. —Sí, claro, él vive fuera del país, en una isla cerca de la Patagonia— La respuesta me dejó sin aliento. La mujer al ver mi expresión me invito a seguir.

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—¿Quiere tomar un vaso con agua? —Sí, gracias. —¿Usted conoce al doctor Víctor?—, me preguntó la morena. —La verdad no, pero tengo un hijo suyo—. La morena dibujó en su rostro una notable expresión de asombro. —Pero eso es imposible, además, yo nunca la he visto con él. —-Fue mediante una inseminación artificial—. La respuesta relajó el rostro de la mujer, quien dejó salir una carcajada enmarcada por sus gruesos labios. —Discúlpeme, pero yo no me imagino al doctor en esas. —¿Por qué? —Él si apenas pronuncia palabra. -—Tiene algún problema?—, le pregunté ansiosamente a la mujer. —Nunca habla. —¿Pero está enfermo?. —No, simplemente dejo de hablar. —¿Sabe usted por qué? —Es una historia larga, lo conozco desde que era un niño. —¿A qué edad dejó de hablar?. —A los diez años. —Es un hecho, Joaquín heredó eso de él, mi hijo también dejo de hablar. —Siéntese, ya le traigo el agua.

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El niño que se quedó sin voz

Cuando mi vista se acostumbra a la escasa luz del lugar, se revelan cuadros y fotografías de aves por todo el lugar. —Disculpe, Víctor es doctor ¿en qué profesión? —Ornitología—, responde la mujer desde otro lugar de la casa, -lleva estudiando aves del sur del continente desde hace seis años, viene cada cambio de estación de esa isla remota, la madre de Víctor hubiera dado la vida por conocer a un hijo de él, ella siempre se culpó por el misterio de Víctor. Ella mató a su pato azul con la puerta del garaje, fue algo accidental pero desde ese día él no volvió a pronunciar una palabra-. Mi corazón se aceleró, casi se me sale del pecho, yo había matado su pescadito dorado.

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V.H. Moura Nació en 1992 en Cali, Colombia. Reside en Bogotá hace catorce años. Egresado del programa de Estudios Literarios de la Universidad Autónoma de Colombia. Editor de la revista Léase a plena noche, especializada en cine y literatura de terror. Actualmente cursa el programa de Escritura para productos audiovisuales del Sena y trabaja en su segunda novela.



Inmigrante El repugnante pan que debía comer todos los días se lo ganaba con el sudor de la frente. ¡Y cómo sudaba! Estar con ese traje bajo el sol de la tarde era una agonía. Pero no tenía otra salida: era trabajar o morir en la miseria con la que se había encontrado al llegar, hace ya algunos años. Regresar a su tierra era imposible por la enorme distancia y la falta de recursos. Lo menos que podía hacer era agradecer al cosmos por lo llamativo que resultaba su traje espacial para los transeúntes. Eso lo ayudaba a ganarse el diario frente al parque Santander. Así fue como aquellos dos chicos lo vieron inmóvil ese día: como un personaje sacado de Star Wars, esperando a que depositaran la monedita. —A que no es capaz de robarle la alcancía —propuso uno—. Le apuesto diez lucas. —Breve —dijo el otro, sonriente. El muchacho se acercó lentamente al tarrito de las monedas y echó a correr con las ganancias. El otro lo siguió. Antes, cuando era un recién llegado, se había sorprendido por el comportamiento mezquino de esa gente, pero con el tiempo se había acostumbrado. El pobre inmigrante deslizó sus cuatro dedos, agarró el láser y disparó el rayo silencioso.

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Uno de los rapaces se deshizo en un montón de cenizas. La alcancía cayó ruidosamente en el andén. El otro muchacho siguió corriendo. Decidió dejarlo escapar. Fue a recoger su alcancía, ignorando los rostros estupefactos de los transeúntes, y decidió que había sido suficiente por ese día. Ya había sudado demasiado.

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Lylanda Nacida a mediados de la década de 1970. Psicóloga. Aunque no ejerce su profesión, esta y algunos estudios no formales le permiten analizar, comprender y escribir sobre el alma humana. La vida la llevó a moverse en las bibliotecas haciendo suya la labor de su bisabuelo librero. En el ámbito literario, ha sido Finalista del IX Concurso Nacional de Novela y Cuento Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia; obtuvo el Primer Premio en el IX Concurso de Cuento para Empleados Administrativos de la Universidad Nacional y el Segundo Premio en el XIV Concurso de Cuento para Empleados Administrativos de la misma universidad.



Carta de una esposa Hola, amor: Por favor no te vayas a molestar por mi ausencia. En el horno te dejé la comida para esta noche: preparé un lomo al vino que sé que te encantará, en la nevera está la ensalada para que lo acompañes y una jarra de jugo de moras. Discúlpame porque no alcancé a recoger la ropa limpia pero es que cuando salí todavía estaba un poco húmeda y sé que no te gusta el olor que toma cuando la plancho antes de que se seque por completo. No, no vayas a llamar a mi mamá porque ella no sabe a dónde voy, yo me ocuparé de hablarle. Tampoco estoy con mi hermana, así que por favor no vayas a ir a su casa a discutirle o a pelearte con su esposo. Ellos no están enterados de esto y tienen sus propios problemas como para que les vayas a molestar. No sé ni siquiera cómo explicarte lo que está pasando, pero voy a tratar: tú sabes que nunca he sido tan culta como tú ni sé escribir como en esos libros que siempre estás leyendo mientras cenamos. Tal vez, para entender yo misma lo que pasó, tendría que devolverme varios años hasta encontrar el momento en el que dejaste de verme… Sí, no te asombres: dejaste de verme a pesar de que yo seguía despertándome antes que tú en las mañanas 77


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para prepararte el café negro como te gusta. No me veías a pesar de que todas las mañanas encontrabas la camisa sin arrugas, el pantalón, la chaqueta y la corbata a juego y los zapatos brillantes para ir bien vestido a trabajar. Me mirabas pero no me veías, a pesar de que nuestros labios se rozaban levemente en el beso que me dabas distraído antes de salir a la oficina, pensando en quién sabe qué asuntos inaccesibles para mí. Es cierto: dejaste de verme, pero no te lo reprocho porque no me dolía. Quizá no me hacía falta. Para mí era normal el hecho de ser una especie de mueble más en la casa, una máquina muy útil que hacía funcionar el mundo sin que tú te dieras cuenta. Yo era algo así como la empleada estrella (la única) en el universo particular en el que tú reinabas. Así había sido entre mis padres, así lo enseñaban las monjas del colegio en el que estudié y así asumí yo que debía ser mi hogar. A cambio, yo gozaba de las pequeñas ventajas que disfrutamos las mujeres en este cosmos íntimo de las amas de casa: yo decidía qué se compraba en el mercado, eso sí adaptándome a tus gustos; yo coordinaba tu ropa del modo en que me gustaba verte; hasta la decoración de nuestra vivienda la diseñé completamente a mi estilo y; en mi fantasía, cada cuadro, cada flor en el jarrón, cada cortina, era un regalo de amor que yo te hacía en el mismo lenguaje silencioso en el que me amabas tú. Es extraño, ¿sabes? A veces llegué a pensar que me era posible amarte mejor cuando te ibas, cuando no se sentía 78


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pesada tu presencia en la casa reclamando silencio para tus lecturas o para concentrarte en las noticias de la televisión. Por eso no me importaba que no me vieras cuando estabas aquí, porque yo percibía tu mirada como una exigencia: de alimento, de cuidado, de sexo… muy pocas veces en los últimos años, pero qué importa eso ahora. A lo mejor fue por eso que no me molestó tu repentino “viaje de negocios” en septiembre del año anterior, porque entendí como una liberación esa ausencia de varios días. Casi estaba feliz mientras te ayudaba a empacar la maleta, a sabiendas de que no era verdad lo de la comisión a la que te enviaba la empresa. Lo que no podía prever era que esa temporada sin ti iba a ser el comienzo de mi descubrimiento interior, de quién soy realmente… Eso fue lo que ocurrió. Descubrí a la verdadera mujer que soy, me quité todos los prejuicios, las represiones de mi religión, las ataduras de los convencionalismos y salió a la luz mi verdadera esencia. Aquello fue lento, sí, pero yo sabía que no me era posible dar marcha atrás en ese camino. Mi encuentro con Elías fue la partida de este viaje que no sé en dónde terminará. No, no te apures en buscarlo porque Elías ya no vive en la casa de al lado. Esa casa, cuya fachada derruida sugería que su dueño sería una persona desprolija o que tal vez nadie la habitaba, ahora se encuentra en verdad vacía. 79


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Elías supo encender una chispa que nunca creí que existiera dentro de mí. Quiero que sepas que él me enseñó mundos que no había imaginado posibles. ¿Cómo? Elías me miraba a los ojos… como no me mirabas tú hace muchos años, como él no miraba a nadie mientras bajaba las escaleras con su bicicleta al hombro. También le gustaba escucharme aunque yo no tuviera nada nuevo que contarle; hablábamos sobre las cosas de la casa y yo le contaba que me sentía sola más de las veces. Por eso empezó a venir varias tardes a la semana a conversar conmigo y a enseñarme recetas de cocina desde que elogié un pastel de carne que me compartió durante tu viaje. Mi soledad comenzó a sentirse acompañada con sus visitas, a pesar de que yo no dejaba de sentirme incómoda al ver a un hombre que no eras tú tomando el té conmigo. Sí, ya sé que estarás pensando que debe ser maricón un hombre que toma el té con la vecina… Pues no. Elías no era homosexual, aunque yo también lo sospeché porque era demasiada la ternura con la que me escuchaba y era demasiado largo el tiempo que pasaba sin que él se atreviera a tocarme ni una mano. Cuando tuvimos confianza, me decidí a preguntarle –ya que fui yo quien tomó la iniciativa, tanto he cambiado, fíjate-, clavó en el piso sus enormes ojos profundos y me confesó que toda su vida había sido impotente. Ese día lloró de rabia en mis brazos durante un largo rato y yo, al pensar en 80


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mi propio vientre yermo y huérfano de caricias y de ardores, le consolé afirmando que no me importaba el sexo, que sus palabras y miradas eran suficientes para mí. A cambio, Elías se sentía el hombre más poderoso del planeta cuando me daba a probar sus platillos mientras que yo, extasiada ante sus habilidades culinarias, no podía menos que rendirme y comer las deliciosas viandas que traía cada tarde. Era el momento más esperado por ambos a diario: el de encontrarnos para comer, para descomponer cada sabor, cada esencia y analizar qué sustancia era la que había dado ese toque especial al plato del día. Todo esto era como un juego hasta que se decidió a confesarme su secreto culinario. Las hierbas que empleaba para condimentar eran las mismas que yo he utilizado por años en nuestra cocina. Nunca utilizó aves ni pescado. Descartaba los mariscos por su elevado costo. A veces mezclaba aromas con las frutas más baratas que podía encontrar en el mercado. Pero no era nada de eso. Lo que hacía tan sublime su comida era el ingrediente principal… la carne fresca que aún rezumaba sus jugos cuando él la traía en pequeñas bolsas desde su casa para cocinar conmigo. Me enseñó cortes específicos con el fin de extraer el mejor sabor; sin embargo, a pesar de todo, cuando yo trataba de replicar sus recetas, no me quedaban nunca igual hasta que le pregunté en qué tienda la conseguía. En ese momento, sus ojos resplandecieron como nunca los había visto. Su sonrisa 81


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se hizo más amplia y me dijo que si me lo contaba yo no podría nunca más separarme de él, porque ese era su gran secreto y era lo que nos había unido todos estos meses. Esa confesión me abrió la puerta a un mundo fascinante en el que Elías por fin dominaba la carne, aunque no fuera la suya propia. Mientras que, a su lado, sentí por fin el fuego consumiendo cada parte de mi cuerpo como si fuera yo la que se estuviera asando sobre el brasero. Lo hicimos muchas veces, cada una con una técnica más depurada que la anterior. A medida que avanzábamos en ese conocimiento y esa práctica, descubríamos detalles más profundos sobre la materia que sometíamos en nuestras manos expertas: un corte de espalda, un trozo de muslo, las asaduras tiernas y jugosas; se convertían para nosotros en herramientas de gozo extraordinario. Sin embargo, todo se vino abajo cuando los vecinos empezaron a murmurar, a mirarnos de reojo cada vez que Elías venía a casa o cuando yo pasaba las tardes en la de él. Tal vez nuestro error fue que comenzamos a traer la carne juntos, porque ya no me importaba que se arruinara mi reputación de mujer casada y toda mi atención estaba centrada en las tardes con Elías. No era tan difícil como podría pensarse, todo era cuestión de saber escoger el momento y el lugar para obtenerla. Un parque o la salida de un colegio fueron algunos de los sitios donde obtuvimos las mejores piezas, las más delicadas y suculentas. Nos acercábamos sonriendo, 82


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exultantes al sentir que estábamos tan compenetrados que ni siquiera teníamos que hablar entre nosotros para saber que ambos habíamos elegido la misma opción. Presas no muy fuertes, de pieles suaves, cuartos traseros grandes y mejillas blandas eran nuestras características favoritas. Pero… te iba a contar cómo terminó todo y por qué decidí irme de tu lado. No tengo derecho a involucrarte en esto. Cualquier día alguien llegó a preguntar cosas incómodas a la casa de Elías. Lo hicieron con la excusa de una encuesta de calidad de vida para implementar programas sociales del gobierno. Que cuántas personas viven aquí, al ver ropa de tallas pequeñas colgada de las cuerdas del lavadero. Que si se dedica a alguna actividad comercial, al ver el horno, la estufa, los cuchillos y las ollas de tamaño descomunal en la cocina. Que por qué hay tantos productos de limpieza en el baño… Elías se asustó mucho y vino después de que los encuestadores se habían alejado bastante de nuestra cuadra. Yo lo tranquilicé y en ese momento se me ocurrió la idea de salvarlo de cualquier investigación y arreglar todo de manera que no levantara sospechas. Aquí en casa, por fin, pude realizar para él el acto de amor más grande que pudiera brindarle a nadie: le mostré que un buen alumno supera a su maestro. Los cortes fueron muy suaves, como si el cuchillo se sumergiera en mantequilla caliente y él no protestó como sí lo habían hecho los niñitos que traíamos juntos; por el contrario, mientras yo 83


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lo hacía, me miraba con infinito amor y profundo agradecimiento mientras se desangraba‌ Espero que disfrutes el lomo.

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Germán Rodrigo Guerrero Melo Proviene de La Siberia, un lugar del que sólo quedan unas ruinas a las afueras de La Calera, un helado municipio de Cundinamarca. De allí tuvo que salir huyendo a causa de la violenta enfermedad de su padre, junto a su madre y a su hermana todavía de brazos, a bordo de un viejo camión Chevrolet 55. Desde entonces la abuela los acogió en su enorme y vieja casa de muros torcidos y pisos agrietados ubicada en el centro de Soacha, lugar que fue vendido y demolido hace poco. Siempre escribió desde esta casa, a mano, con su letra inteligible y escorada a la derecha. Lo hace con buen rock en sus audífonos –al estilo Stephen King–, muy temprano en la mañana, antes de salir a enfrentarse al mundo de afuera, al de la muchedumbre desconocida en desbandada. Es profesor, filósofo, escritor, esposo, padre de familia y, sobre todo, lector. Lee todo cuanto cae en sus manos, excepto poesía, a menos que sea de Baudelaire. Además, se ilusiona con lo único que, hasta ahora, no parece hastiarlo: escribir y, por qué no, llegar a vivir de su producción.



Dedos anchos y uñas planas A la distancia, en un frío campo a las afueras de Zipaquirá, el largo sonido de la corneta de un camión rasgaba el silencio. Al escucharlo, José corría a encontrarlo a lo que le daban las piernas. Su padre volvía por fin, luego de varias semanas de llevar y traer mercancías por todo el país. —¿Y cómo es Buenaventura? —le preguntaban los niños. —Caliente, hijos. Muy caliente y llena de negritos—. Ellos se quedaban con los ojitos quietos en alguna parte, imaginando. — ¿Y qué llevó, papá? —No llevé. Traje mucha caña de azúcar. Son unos palos largos y flacos color café, de los que se saca el dulce. Uno los muerde. Son muy sabrosos. Entonces doña María, su madre, tenía que reprenderlos para que lo dejaran solo y a oscuras en el cuarto para que durmiera. Luego, José, el mayor de los hermanos, improvisaba un camioncito con una caja de cartón y carreteaba piedras y tierra a través del enorme jardín de la casa, jugando a ser su padre. La escuela quedaba tan lejos, que José y sus hermanos debían salir muy temprano en la mañana. Ni el sol ni la bruma habían aparecido todavía y tenían que caminar por

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el bosque en medio de una oscuridad fantasmagórica. Al llegar, los muros celestes del par de salones que componían la escuela resplandecían con las primeras luces del alba. Un par de años después, José prefirió quedarse en la quebrada que bordeaba la falda de la montaña. —Sigan solos. Yo ya voy. Pero sus hermanos sabían que no lo haría. Sabían que se quedaría allí atrapando cangrejos con sus amigos. Llenaban un canasto hasta la mitad con hígados y corazones de gallina y lo sumergían en la parte más profunda, cerca del barro o de alguna piedra grande. Esperaban y lo sacaban después de media hora, rebosante de crustáceos cafés que pataleaban y se pellizcaban furiosamente con sus enormes tenazas. También sabían que arrastrarían el canasto hasta la plaza de mercado, los venderían, y también sabían que aparecería por la casa con el crepúsculo sobre los hombros y los bolsillos llenos de plata. Luego, doña María lo molería a lapos después de lavarlo con el agua helada de la alberca. Después de varios años de trabajo arduo, don Eduardo logró hacerse a un camión propio. —Nos vamos a ir a vivir a Bogotá. Allá el trabajo es bueno y fácil, viajes simples sin salir de la ciudad—. Doña María lo escuchaba bajo las cobijas calientes. Sus ojos brillaban de felicidad. Días después abandonaban la finca que los había visto crecer como familia. Un lugareño la había comprado a 88


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muy buen precio y les había dicho que podían regresar a visitar cuando gustaran. El Dodge 500 modelo 70 color escarlata, con estacas y carpa, llevaba el trasteo a la Capital, ubicada casi a dos horas de camino en dirección sur. Los puentes, los altos edificios, las avenidas llenas de automóviles, la inmensidad y la maraña de calles que subían, bajaban y se perdían ante la vista, tenían a los niños con la boca abierta. Como había augurado don Eduardo, el trabajo era bastante bueno y sencillo. Se levantaba antes del amanecer (como para no perder la costumbre), se duchaba con agua fría, desayunaba abundantemente y salía a ubicarse con su camión en la plaza de Paloquemao a esperar clientes. Mientras, sus hijos asistían a la secundaria de una escuela pública cerca de la casa, a excepción de José. Pasaba ya de los catorce años y los castigos sufridos en la infancia no lograron cambiarlo. Empezaba a convertirse en un hombre alto y delgado, de piel morena y brillante, de ojos negros, manos enormes y cabello escaso. Terminó por convencer a su padre de que sería un buen ayudante y le prometió que trabajaría muy duro. Él decidió darle una oportunidad y su hijo no lo decepcionó. Era muy trabajador, fuerte y bastante cuidadoso con la mercancía que transportaban. José era su viva estampa y trabajaba tan duro como él a esa edad. Lo convirtió en su mano derecha. También ayudaba haciendo mandados o a descargar otros camiones, ganándose unos pesos de más. 89


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«Soy un imán para la plata.» Una botella de cerveza helada, llena hasta la mitad, descansaba sobre la mesa. Muchas más la rodeaban, ya vacías. José la levantó, se la llevó a la boca y tomó un sorbo largo. De los parlantes salían los acordes de un viejo vallenato. Al fondo, atravesando un largo pasillo, se escuchaba el rumor de un grupo de hombres jugando al tejo. Manuel, un tipo alto, grueso y macizo, de brazos poderosos cubiertos por una mata de vello negro, de cabello crespo y bigote cortado casi al ras, había extraído del bolsillo de su camisa a cuadros una propaganda que flotaba en los charquitos que dejaban las botellas heladas que iban descongelándose en la temperatura ambiente. El volante era verde y de letras rojas, escrito en mayúsculas sostenidas. Había terminado por mojarse y estaba pegado contra la mesa. Se leía: HERMANO MARTÍN LLANERO CURANDERO MAESTRO EN SECRETOS ORIENTALES

Más abajo: HOY

MISMO

LE

REGRESO

EL

SER

AMADO

LIGÁNDOLO DE POR VIDA, NO IMPORTA LA DISTANCIA, EN DÓNDE ESTÉ O CON QUIÉN ESTÉ. PACTOS DE

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Dedos anchos y uñas planas SUERTE Y FORTUNA, RETIRO ENEMIGOS, ENVIDIAS, DESALAMIENTOS DE FINCAS, CASAS O NEGOCIOS, REZO ENFERMEDADES, HECHIZOS, CONTRAS, LIGAS, TAROT, IMPOTENCIA. SACO ENTIERROS O GUACAS – NO COBRO TRATAMIENTOS. LA DONACIÓN ES VOLUNTARIA AL VER RESULTADOS.

Por último había una dirección del sur de Bogotá, tres números de teléfono celular y la imagen de un búho rojo. Oscar llevaba su lonchera cuadrada de transportar empanadas, cuyo olor a carne y ají se escapaba por los bordes. Era un sábado de tarde soleada con lunes festivo. Manuel seguía tratando de convencerlos. —Pues yo no sé —dijo Oscar —A mí me parece peligroso. —¿Por qué? —preguntó Manuel—. A un amigo de Boyacá lo ayudó a encontrar una guaca grande que estaba donde antiguamente había habitado una tribu. —Yo ni conozco ese sitio, hermano. Lo más cerquita que estuve fue cuando viajé a Villavicencio con la mujer y pasamos por la principal. No más. —¿Y qué dice Pinto? —le preguntó a José—. Vamos, visitamos al hombre a ver qué nos dice, sin compromiso, y después miramos. Los ojos negros brillaban en la cara de José. Parecía pensarlo muy seriamente.

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—Que no, hombre. ¿Usted conoce por allá? ¿Ha ido alguna vez? —Interrumpió Oscar. Manuel giró el rostro y lo miró de frente. —Sí, —hizo una pausa— y el tegua también. Él nos da la ubicación exacta, vamos una noche de estas y nos volvemos ricos como mi amigo allá en Boyacá–. El vallenato terminó en el instante cuando Manuel había dejado de hablar, dándole al momento una extraña atmósfera. Darío Gómez rompió el silencio con su voz plana y simple. Manuel continuó: —Hagámosle, carajo, que nada perdemos. José estaba en otra parte. Imaginaba a su esposa y a sus cuatro hijos. También a don Eduardo y a doña María, ya tan ancianos y con la casa de Soacha como único patrimonio. Se recordaba en su juventud, trabajando por un capital que nunca fue suficiente. Sus manos de dedos anchos, de uñas planas y de piel áspera eran una remembranza fiel de esa maraña de trabajos pesados, mal pagos, de esa cantidad de toneladas transportadas; las pecas que le manchaban los brazos le recordaban las extenuantes horas de trabajo bajo el sol y la lluvia. Sin embargo, lo que le parecía más triste no era lo poco que había logrado conseguir a lo largo de toda su vida, sino el paso implacable de los años y que había terminado por pelarle la cabeza por completo, le había hecho aparecer una típica barriga de cuarentón, y le había empezado a hacer doler las articulaciones, menguándole las energías. En las 92


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mañanas, mientras se afeitaba, el espejo le devolvía el reflejo de su padre, ese hombre que había sido su ejemplo desde siempre y que vivía su vejez recibiendo apenas una pensión ínfima de conductor, criando sus nietos y gastando únicamente lo necesario, ese hombre que ahora deambulaba por su casa con pasitos cortos y vestido con ropa vieja, gastada, brillante y descolorida. “No, a mí no.” El tegua, en trance, parecía aún más desaliñado. Tenía la piel oscura, una barba descuidada que le cubría la cara y el cuello por partes, unas extremidades cortas y gruesas y una enorme barriga redonda. Sobre la camisa sudada y el sucio pantalón de dril caqui se había puesto una bata color claro que el tiempo había manchado. Les había pedido la ubicación exacta del lugar escrito en un papel con tinta roja, una fotografía de la ladera de la montaña al atardecer, un pedacito de oro y un par de cervezas heladas “para después”. Lo había dispuesto todo en desorden sobre una mesa sobre la que descansaban también una enorme y vieja baraja de Tarot, un cenicero lleno de tabacos encendidos, estatuas de santos, rosarios, pirámides de varios tamaños, y un cráneo humano sobre el cual ondulaba la luz de un cirio encendido. Contra las paredes había varios estantes repletos de libros grandes y empolvados, animales disecados, más santos y velas encendidas, racimos de sábila, luces de navidad que titilaban, 93


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símbolos desconocidos, imágenes, diferentes tipos de cruces, incontables objetos extraños que empequeñecían aún más la estrecha habitación apenas bañada por la luz de las velas. Una única ventana estaba cubierta por una gruesa y pesada cortina que impedía ver el sur de Bogotá abajo, a la distancia, extendida como un manto grisáceo y humeante. Había empezado por cerrar los ojos y pedirles que lo hicieran también. Susurraba una extraña oración que les resultó inentendible, mientras fumaba los tabacos y arrojaba el humo sobre la foto, el papel y el pedacito de oro. Sudaba copiosamente. Tomó una manotada de huesecillos oscuros, los sacudió con ambas manos y los soltó varias veces sobre la mesa, observándolos con cuidado, leyéndolos. Metió ambas manos en un recipiente lleno de un líquido aceitoso que olía a nafta y lo salpicó sobre la superficie de la mesa. Terminó encendiendo una pequeña hoguera en el cenicero y que al final subió hasta el techo. Después de un tiempo impreciso, el brujo, casi sin aliento, pálido y con la respiración agitada, gesticuló unas palabras: —Vayan con Dios. Vayan por lo que les pertenece. Se citaron en el puente de la Boyacá con Autopista Sur un viernes de enero a las tres de la tarde. Cada cual traía una pequeña maleta con una linterna, baterías y víveres, además de herramientas de labranza. Llevaban ropa cómoda y abrigada. Por fin había llegado la noche. Su noche. 94


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Tomaron la Boyacá hacia el sur. Los umbrales de la ciudad iban quedando atrás bajo las nubes anaranjadas que anunciaban el anochecer. Con el crepúsculo a cuestas bajaron del autobús antes del peaje y entraron por un camino de herradura a través del campo. El cielo comenzaba a llenarse de estrellas y no había rastro de la luna. Cuando oscureció, encendieron las linternas y caminaron a campo traviesa por algo más de dos horas. Manuel, quien conocía el lugar, hacía de guía. Se ayudaba con un mapa de la zona y la brújula de su viejo cuchillo de campaña del ejército. De pronto los detuvo. «Aquí es» Se sacaron las ruanas y los gorros de lana y comenzaron a cavar, dispuestos en un triángulo de cinco metros entre cada uno. La tierra estaba húmeda y facilitaba la labor. José imaginaba no solo uno sino varios baúles repletos de oro, esos cofres enormes que había visto en las películas de piratas. Podía ver el resplandor dorado brillando bajo la luz de las estrellas. Después las luces de varias linternas les dieron de lleno en la cara desde diferentes ángulos. — ¿Qué buscan, hijueputas? –un frío repentino subió por la columna de José, como una culebra enorme y áspera. Silencio. —¿Fue que no oyeron o qué? ¿Qué putas hacen? Los tres intercambiaron una mirada aterrada. José apenas caía en la cuenta de la situación tan inverosímil en la que 95


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estaban: cavaban en un terreno desconocido, que no les pertenecía, seguro vigilado por los lugareños o por milicias urbanas. Algo imposible de explicar. —Estos malparidos vienen a buscar lo que no se les ha perdido. ¡Salgan de ese hueco, güevones! En un movimiento reflejo, José se llevó ambas manos a la cabeza y salió. Oscar y Manuel lo imitaron. —Aquí lo que van a encontrar es plomo, gonorreas– el tipo saltó del caballo y fue hacia Manuel como si fuera a golpearlo. Al llegar a su altura extrajo un revólver de debajo de la ruana, lo levantó hacia el rostro y disparó. El cuerpo cayó dentro del foso que él mismo había cavado. Horas más tarde, ya de día, el hijo mayor de José fue hasta el lugar, preocupado por su padre. Vio entre los árboles un óvalo de tierra recién removida. Dio tres paladas y apareció una de las manos de dedos anchos y uñas planas de su padre con la tierra húmeda pegada a la piel fría.

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La trapecista El primer golpe logró asestarlo Gilberto. Un curvo de derecha, que primero me calentó la oreja y después me adormeció la sien. Se me había venido encima, como un toro blanco enceguecido. Caímos al suelo, revolcándonos, mientras los suéteres verdes y los pantalones oscuros de la escuela levantaban el polvo de la tierra negra del campo de La Madre. Todos los niños de quinto y cuarto de primaria estaban ahí, observándonos, igual que nuestros compañeros de primero de bachillerato, aglomerados a la orilla del río. Durante el recreo se había corrido la voz: “Hay pelea; hoy el Arturo se va a dar en la jeta con Gilberto”. No sé si alcancé a golpearlo alguna vez, pero cuando Manuel nos separó, en medio de la bulla general y después de un tiempo que aún ahora no puedo precisar, Gilberto tenía la cara enrojecida e inflamada como la de un boxeador, y un hilillo de sangre le bajaba por la fosa izquierda. Yo tenía adormecido todo el cuerpo y sentía la cabeza de plomo, pesada. Estaba agitado, el corazón se me iba a salir del pecho. Ricardo y Hernán me alentaban. Yo alcanzaba a escuchar sus palabras muy lejos, como si me vinieran entre sueños. Me daban ánimo y me aseguraban su respeto. —Buena, Arturo, qué bien que no se dejó de semejante grandulón. 99


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Gilberto superaba mi talla por mucho. Él había cumplido catorce hacía casi medio año, mientras yo apenas había llegado a los trece. Él tenía el cabello crespo y negro, los ojos pequeños y muy oscuros, como de ratón, y una espalda enorme. Mi cabello era claro, mis ojos azules y mi cuerpo era demasiado menudo y pequeño para mi edad. Yo no podía dejar de experimentar un enorme sentimiento de culpa, sensación que me persiguió a lo largo de muchos días. Gilberto era mi mejor amigo. Habíamos crecido juntos. Mis primeras memorias con él me llevan hasta debajo de las ramas de los árboles frondosos del Parque de Soacha. Jugábamos al trompo o a las canicas. Recuerdo que su padre era un buen hombre que iba a jugar al tejo todos los viernes en la tarde, sin falta, luego de llegar del trabajo en la planta. A veces llegábamos a la cancha antes del anochecer y él nos llenaba la barriga de galguerías y nos quedábamos por ahí en un rincón armando figuritas con greda hasta muy entrada la noche, mientras él hablaba con los demás de la actualidad política del país, debatiendo sobre el general Rojas Pinilla o la violencia, con el tufo de la cerveza en el aliento y las palabras pegadas unas a otras. Años después, ya más grandes, Gilberto y yo nos escapábamos y nadábamos en Puente Micos o caminábamos hasta el Salto, bordeando las faldas de las montañas mientras cazábamos runchos o pichonas con la cauchera. Nos saltába100


La trapecista

mos la barda del Colegio Femenino a espiar los baños de las niñas, nos robábamos los huevos de las gallinas de los hatos de Némesis o las tunas de los cactus en la Veredita. Cuando llegábamos a nuestras casas, ya de noche, nos daban tales muendas que al otro día competíamos a ver a cuál de los dos le habían quedado más marcas de manguera que al otro, a quién le habían quedado más alargadas o más rojas y a quién le durarían más en el tiempo. Pero todo cambió ese día. Sucedió un viernes en la tarde, hace un mes. Salíamos de la escuela, en grupo, planeando la travesía a Sibaté. Robaríamos tantas fresas que no nos cabrían en los bolsillos de los pantalones ni en las gorras. Benjamín había quedado en traer una bolsa para cada uno, ya que su padre trabajaba en una fábrica de plástico en Bogotá y, según él, en su casa sobraban. Las fresas de Sibaté llegaban a ser fácilmente tan grandes como la palma de la mano y tan coloradas como la camiseta del Rojo, de Santa Fe. Al salir de la vieja casa de mamá, una construcción de adobe en forma de “u”, de paredes cubiertas con cal blanca y en cuyo centro había un patio adoquinado y unas columnas de madera que sostenían los altos techos, escuché la algarabía que crecía desde el Parque. Un circo hacía su entrada. El Circo de México, según podía leerse en los carteles que un payaso enano iba pegando en paredes y postes. Los vecinos se asomaban a las ventanas y salían a las puertas para ver 101


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de cerca, los niños corrían y saltaban entre los saltimbanquis coloridos, los payasos, los malabaristas subidos en sus altos zancos, los escupe-fuego, los trapecistas. Además, traían un par de leones viejos y malolientes que iban metidos en una jaula demasiado pequeña para ellos, y un pequeño elefante asiático cerraba el desfile. En una esquina del escuadrón iba ella, con su cabello templado y cogido en dos largas trenzas que caían doradas y pesadas sobre su espalda. Tenía los labios gruesos y pintados de un rojo brillante, las pestañas mágicas, largas y crespas que enmarcaban un par de ojos verdes. Lucía sobre su cuerpo un vestido escarlata con lentejuelas brillantes que bajo la luz del sol cegaban a quien mirara. Sus piernas eran delgadas, brillantes y bronceadas y terminaban en un par de zapatos de tacón alto, también rojos. Yo, al borde de la empedrada, solo podía mirarla, admirarla. Al pasar frente a mí, sentí cómo me atravesaba con su mirada verde. Sonrió y se alejó sin desorganizar la formación. Esa tarde no me reuní con mis amigos, ni la siguiente, ni ninguna más mientras el circo permaneció con su carpa izada sobre el suelo del Campo de los Locos. No volví a jugar fútbol, ni a cazar pichones con la cauchera, ni a lanzarme de cabeza a cuanto pozo profundo existía, ni a pescar. Salía de la escuela directo al circo, engañaba a los cuidadores y me escabullía bajo la carpa con el único fin de verla una vez 102


La trapecista

más pendiendo del trapecio o de la cuerda floja. Me quedaba desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche, la hora de la última función. Mientras tanto memorizaba cada acto, cada palabra del animador, cada cambio en las luces que caían desde lo alto en chorros multicolores. También cada movimiento de la trapecista, cada una de sus miradas, cada uno de sus gestos, cada sonrisa. Para cuando llegaba a casa, mi madre ya tenía lista la alberca llena de agua helada y el cinturón para castigarme. Primero me echaba el agua encima para después golpearme, pero con la trapecista aleteando en mi cabeza la disciplina de mi madre no parecía ser tan dolorosa. Menos aún después de que en una tarde lluviosa de martes, aquella hermosa trapecista me besara en los labios. Gilberto nos había descubierto un día. Vi que nos observaba desde las gradas, en una función vespertina, e imaginé que les contaría a los demás. Pero no fue así. Fue a la mañana siguiente cuando me retó a pelear a la salida de la escuela y también cuando me enteré, por boca de Manuel, que “la trapecista esa, esa solapada”, lo “tenía como loco, como poseído”, y que “ya le había dado pruebitas de su amor”. El circo se marchaba hoy, luego de que su carpa adornara con sus visos coloridos los tonos ocres y envejecidos del municipio por algo más de un mes. Me colé de nuevo y allí estaba ella, con el traje brillante color rojo, con el que la había visto por primera vez. Lloré 103


Geografías imaginarias

como el niño que intentaba sepultar en el pasado, luché contra mis lágrimas perdiendo la batalla. Ella no hablaba. Se levantó de pronto, me besó por última vez, y un tipo enorme me sacó a empujones. Sollozando dejé tras de mí ese campo, donde los obreros del circo terminaban de doblar la carpa, amarraban los andamios unos contra otros, destemplaban los trapecios, sacaban los enormes clavos de la tierra y terminaban de enrollar las sogas. Para el día siguiente, el Circo de México no era más que marcas en el campo, envolturas de maíz pira llevadas por el viento a través de las calles, montoncitos de heces de cacahuate, el elefante bebé, y un recuerdo en mi memoria y en mi corazón. El transcurrir del tiempo, en los muchachos, logra curarlo todo. Más aún en aquellos habitantes de un municipio en formación apenas, con tan pocas personas viviendo en él, y a mediados de los años cincuenta. En muy pocos días Gilberto y yo ya nos habíamos disculpado, y volvíamos a nuestras andadas. Un sábado habíamos quedado de vernos en la laguna del Neusa a las siete de la mañana para salir en caminata hasta Mesitas, después de atravesar las montañas. Era una mañana muy soleada y Gilberto no aparecía. Manuel, el mayor de todos, propuso separarnos para buscarlo hasta dar con él y traerlo “así fuera a las malas”, pero no logré encontrarlo. Deambulé por sus sitios preferidos: la Hacienda Canoas, la Chucua, Terreros, el río, y nada. Era como si la 104


La trapecista

tierra se lo hubiera tragado. Por accidente pasé enfrente de la única tienda alrededor del parque, sobre la cuadra de la iglesia, ya con el crepúsculo encima. Ahí estaba él, ahogado en llanto, con tres botellas vacías de Bavaria sobre la mesa y una a medio desocupar. El periódico del día descansaba abierto sobre ella abierto en la página cinco. Tomé el diario y vi en la portada la imagen a blanco y negro de un grupo de rescatistas en medio de un mar desconocido. Debajo de la foto había un titular: “El buque colombiano La Cachemira, que se dirigía del Puerto de Cartagena hacia Puerto Príncipe en Haití y que transportaba los 49 integrantes del Circo de México, sufrió la pasada noche una vía de agua que provocó su hundimiento en el Mar Caribe. No se reportó ningún sobreviviente.”

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Sergio Daniel García Nacido en Bogotá en 1988. Sergio García escribe cuentos desde el 2012. Su estilo está inspirado, en gran medida, en la novela negra, el relato urbano y el infrarrealismo. Ha participado en los talleres de escritura creativa de Idartes y el taller de crónica Relata del Ministerio de Cultura. Actualmente escribe para El Mal Economista de El Espectador.



A la memoria de un héroe A la memoria de Fair Leonardo Porras Pipe se levantaba a las 4 de la mañana, se dirigía a la cocina a preparar su desayuno: un pocillo de café y dos panes. Mientras el agua para el café hervía, Pipe se metía bajo la ducha y se bañaba con agua fría. Salía a tiempo para apagarle al agua y adicionar una cucharada de café instantáneo. Pasaba por el patio, bajaba la ropa de la cuerda y se la ponía en su cuarto. Antes de salir de su casa pasaba por el cuarto de su mamá, se despedía, y ella, con la ternura y el cariño que sólo una madre puede tener, le hacía la señal de la cruz y le da un beso en la mejilla. —Que le vaya bien, papito— decía ella mientras se sentaba en la cama y se ponía sus chancletas —a medio día le llevo el almuercito donde don Luis. —Gracias, viejita. Chao. María, la madre, con su pelo ya teñido de blanco y algunos kilos de más, se levantaba para tender su cama, arreglarse, y ponerse a hacer empanadas para vender en la puerta de su casa. Sabía que tenía que preparar muchas, pues su clientela eran los vecinos que salían todos los días desde Soacha hasta sus lugares de trabajo en Bogotá.

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Pipe llegaba a un conjunto residencial en construcción. Se ponía su casco y guantes; saludaba a sus compañeros de trabajo y cruzaba algunos comentarios sobre el resultado del partido de su amado equipo, Millonarios. Era ayudante de construcción en la obra, pasaba el día levantando pesados bultos de cemento, tablas y bloques; mezclando el cemento con gravilla, arena y agua hasta conseguir la mezcla perfecta. A medio día pasaba a la tienda de don Luis donde lo esperaba su mamá con una olla pequeña llena de comida y un frasco con agua de panela fría con limón. Almorzaba despacio disfrutando de los sabores de la papa con el arroz, la ensalada con la carne y el patacón. Se despedía de su mamá y regresaba a sus actividades hasta las 6 de la tarde. Llegaba a su casa, comía algo y se acostaba a ver televisión hasta quedar dormido. Los fines de semana los dividía entre su mamá y su novia, con quien llevaba una relación de 4 años de noviazgo, tenían planes de casarse y conseguir un lugar más amplio para vivir. Carolina, su novia, tenía 19 años y estudiaba en el Sena. Se conocían desde pequeños y siempre fueron muy unidos. Ya en el colegio decidieron tener una relación de novios, desde esa época Pipe y Carolina habían sido felices. Carolina fue un apoyo fundamental tras la muerte del padre de Pipe, quien era vigilante de un casino y falleció durante un intento de robo que él solo evitó pero que le costó la vida. Desde ese día Pipe tuvo que trabajar y renunciar a la idea de seguir estu110


A la memoria de un héroe

diando. Había que llenar el vacío que había dejado su padre. Recientemente un antiguo compañero de trabajo llamado Alfonso le había dicho que le tenía una buena oferta laboral, así que sacó tiempo un sábado y lo invitó tomar unas cervezas. —Entonces, Alfonso ¿Cual es el camello que me tiene? —Pues vea chino, es breve la vuelta. Unos manes me contactaron para que consiguiera unos pelaos’ que quisieran camellar en una petrolera por allá en Ocaña. Pagan un buen billete, son sólo ocho días, pero hay una condición. —Parce, espero que todo sea legal de lo contrario yo me piso de acá, y todo bien que esta conversación nunca pasó... —No, chino, espere. Todo es legal aquí, o ¿por qué cree que me retiré de la rusa? A mí me pagan muy bien por conseguir a la gente, eso sí, que sea de confianza. —Bueno, y, ¿cuál es la condición? —Primero, pues arrancan mañana. La vaina es que por temas de seguridad no le puede decir a nadie que se va para Ocaña. Usted sabe que la guerrilla se limpia las babas cuando saben de oleoductos y esas cosas para dinamitar. Por eso entre menos se sepa, mejor. Igual relajado, que eso allá está hasta las tetas de Ejército. —Bueno listo, yo me invento algo en el trabajo, y con mi mamá y Carolina. —¡Eso chino! Ya va a ver. Esa gente es seria para el camello. El camión con la gente sale mañana a las 4 de la 111


Geografías imaginarias

mañana en la esquina de la panadería que da con la cancha de micro donde jugábamos los picados a veces después del almuerzo. Pipe habló con su mamá, le contó que se iba para un pueblo cercano a trabajar y que sólo sería una semana, que no se fuera a preocupar, que todo iba a salir muy bien. Ella le dijo que no estaba de acuerdo y que tenía un mal presentimiento. Luego llamó a su novia para contarle la noticia del viaje. Ella lo tomó de igual forma que su mamá, pero al final le dijo que lo entendía y que respetaba su decisión, que lo iba a extrañar mucho. No tuvieron oportunidad de verse. Al día siguiente Pipe llegó a la hora indicada, se encontraba con otras 5 personas de una edad cercana (no conocía a ninguno). Llegó un camión y se subieron en la parte de atrás, se sentaron en cajas de madera y colchonetas viejas. Durante el trayecto tuvieron tiempo de conocerse, contar sus historias y las razones que los llevaron a aceptar esta propuesta de trabajo. Al bajarse fueron recibidos por miembros de Ejército Nacional. Un hombre uniformado, de cejas pobladas y voz gruesa, tomó la vocería y dijo: —Buenas. Documentos, por favor. —¿Pasa algo, señor? –contestó Pipe. —No, simplemente es algo de rutina. Hemos recibido cierta información y necesitamos verificar. 112


A la memoria de un héroe

—Espero que no haya inconvenientes, señor. Nos contrataron para trabajar aquí por una semana. —Bueno, eso es lo que tenemos que verificar. Nos vemos en la obligación de llevarlos a un sitio adecuado para realizar un interrogatorio de rutina. Dicho esto, el uniformado dio instrucciones precisas a sus hombres para abordar el camión y acompañar a los 5 jóvenes que venían desde Soacha. El trayecto se prolongó por dos horas hasta llegar a un camino destapado en medio de la nada. Allí los bajaron y les hicieron algunas preguntas irrelevantes. Pipe se percató de que no les habían devuelto sus documentos personales, así que se dirigió al uniformado que tenía el mando: —Señor, por favor, ¿me puede devolver mis papeles? —En un momento que estamos verificando que no sean guerrilleros. —No, señor, ¿cómo va usté a decir eso? No somos guerrilleros, vinimos a trabajar. No me falte al respeto de esa manera –dijo Pipe con voz firme. —¿Está muy contestón? Pues usted va a ser el primero entonces, hijueputa. —¿El primero? El uniformado dio la orden para que se lo llevaran. Lo apartaron del resto y lo hicieron caminar a punta de empujones por un camino lleno de pasto y maleza, en medio 113


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de la total oscuridad. Pipe les decía que todo era un mal entendido, que lo respetaran, que él no era ningún guerrillero. Dos soldados lo llevaban sin pronunciar palabra alguna. Pararon frente a un árbol seco y lo obligaron a ponerse de rodillas. En ese instante uno de los solados dijo: «Órdenes son órdenes, hermano». En ese momento Pipe pensaba en su mamá, en cuánto la amaba, en su imagen todas las mañanas al despedirse de ella para ir a trabajar, en sus besos y sus abrazos, en la ternura de sus palabras, en sus consejos, en sus ojos, en su cabello; quiso abrazarla tan fuerte que ni la palanca más fuerte pudiera despegarla de ella. Pensó en su novia, en su boca, su nariz, sus ojos, sus lágrimas de tristeza o de felicidad, en sus mejores momentos. Deseó darle un último beso. Un fuerte sonido hizo que los chulos que se encontraban en la parte alta del árbol seco salieran confundidos volando en cualquier dirección. En otras noticias: El CTI de la Fiscalía informó acerca del levantamiento de los cadáveres de 5 presuntos guerrilleros en Ocaña, Norte de Santander. Según el ente investigador, los fallecidos portaban uniformes camuflados, botas de caucho entre dos y tres tallas más pequeñas que la medida de sus pies, además de armas oxidadas y sin municiones. Con éste, ya son cuatro los golpes que ha dado el Ejército a la guerrilla en el último mes en la zona.

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A la memoria de un héroe

Seguimos con la información del entretenimiento, y no deje de ver su novela de las 8, “Amor criminal” sólo por ésta, su tele. Feliz noche.

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Azul celeste A Sandra C, quien leyó mis primeros cuentos —Sigo sin entender, es decir, no sé muy bien qué pensar o qué sentir en estos momentos. —Es muy complicado, Santiago, y te pido perdón porque sé que sientes muchas cosas bonitas por mí, pero… —Pero… —Esto es algo muy difícil. Por favor, no te sientas mal. Ambos sabíamos que tenía que pasar algún día. Nada dura para siempre. —Yo sé, y fresca que no es culpa tuya –dice Santiago dibujando una torcida sonrisa en su rostro–. Igual sabes que siempre te voy a querer. —Santi, en verdad te quiero, pero esto no va a funcionar. Te brindo mi amistad incondicional. Siempre voy a estar ahí para cuando necesites a una amiga. Cuenta con ello. —La embarrada es no te puedo querer como a una amiga. Yo te amo, Rebeca. —No lo hagas más difícil, por favor. —Perdón, pero no puedo callarlo… Tengo tanto por decir, tengo tantos sentimientos que quieren salir y que van a morir así, como si nada.

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En la cafetería se podía sentir un aire empalagoso, un olor a pan dulce y café recalentado que se apoderaban del lugar logrando asfixiar por momentos a Santiago Nieto. Su decoración no era muy lujosa, tenía sillas de plástico unidas a las mesas mediante una estructura metálica que las mantenía juntas como a un par de siamesas. En el mostrador, que se hallaba junto a la caja registradora, había toda clase de pan: pan de hojaldre, roscones de arequipe, pasteles de sal y de dulce, postres de mora, fresa, lulo y kiwi; una greca gigante se posaba justo después del mostrador y producía un ruido molesto cada vez que alguna de las encargadas de la comida preparaba alguna taza de café. Al fondo quedaba un baño con un letrero mal escrito que decía “FUERA DE CERVICIO”, había un televisor viejo en la parte interior del establecimiento el cual estaba prendido y transmitía a esa hora la novela de moda: “Amor criminal”, la típica historia sobre narcotráfico que le hacía creer al televidente que la forma rápida de escalar posiciones sociales era traficando con droga, acabando con los enemigos y teniendo la mayor cantidad de camionetas, fincas, armas, escoltas y mujeres, lo que garantizaba mayor prestigio en ese mundo. Santiago sentía repulsión por ese tipo de producciones y no le prestaba mucha atención al televisor. Siempre pesó que la farándula, la política y el narcotráfico convivían en una relación simbiótica. Las leyes, por ejemplo, favorecían a los políticos que manchaban sus 118


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finas camisas y corbatas con la sangre de inocentes asesinados por paramilitares que estaban al mando de algún narcotraficante poderoso. Ya fuera que necesitaran ‘limpiar’ la zona para abrirle paso a alguna multinacional, acabar con algún sindicato o despojar a los campesinos de sus tierras para quedarse con ellas a precios ridículos, lo importante era ‘coronar esa vuelta’. Resultaba merecido celebrar en alguna finca después de algún suceso relevante. Era ahí en donde se encontraban políticos, narcotraficantes y figuritas de la farándula que amenizaban las noches en una orgía bañada en whisky, éxtasis y cocaína. La cafetería se encontraba en una esquina sobre la Carrera 13 desde donde se podía observar la plaza de Lourdes. La gente en la calle pasaba de un lado a otro como fantasmas sin una historia que contar. Se veía a mujeres con niños agarrados de la mano, parejas que se movían con parsimonia sin el más mínimo interés por el otro, ancianos recorriendo cada centímetro cuadrado de cemento con un andar precedido por el paso de un bastón que anunciaba su siguiente movimiento como en la más lenta partida de ajedrez jamás jugada. A Santiago le parecía contradictorio que un olor extremadamente dulce acompañase un momento tan doloroso para él. Era obvio que no quería terminar su relación con Rebeca, con quien llevaban cerca de un año; sin embargo, era consciente de la situación: ella no estaba enamorada de él, es más, 119


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le confesó que había conocido a alguien en su trabajo y que se sentía atraída por esa persona. Santiago sintió de repente la necesidad de salir corriendo en cualquier dirección. Podría ir por toda la Carrera 13 hacia el sur, subir por la Calle 45 hacia la Carrera Séptima; de allí ir hasta la plaza de Bolívar, subir a mano izquierda buscando llegar a la Carrera Quinta y refugiarse en la cafetería francesa que tanto le encantaba, especialmente porque allí escuchaba la dulce voz de Edith Piaf en el viejo tocadiscos del lugar. Otra opción era subir por la Calle 63 hasta llegar a la carrera Séptima y meterse en un bar llamado Kleopatra Zone ubicado en un callejón deprimente lleno de habitantes de la calle y ‘jóvenes bien’ que buscaban drogarse un poco. Ese bar proporcionaba una atmósfera especial para él ya que su dueño era un viejo que gozaba de poner sus acetatos de Pink Floyd, especialmente el Dark Side Of The Moon de 1973. Un disco que había marcado un punto de partida en el mundo musical, un disco revolucionario que cambió por completo el concepto de las palabras ‘crear’, ‘explorar’, ‘experimentar’, ‘expresar’ y ‘plasmar’. Siempre que podía, Santiago Nieto iba solo, se sentaba en la barra y saludaba al viejo con un simple movimiento de cabeza. —¿Lo de siempre? —Sí. —Listo, sale una cerveza de barril. El amargo sabor de la cerveza era un complemento 120


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perfecto para lo que sus oídos escuchaban: Brain Damage de Pink Floyd. Sus ojos se cerraban lentamente en aquel bar de tenues luces rojizas mientras en su mente se reproducían las palabras “I’ll see you on the dark side of the moon”. Era momento de regresar a la realidad: se encontraba en esa cafetería de la Carrera 13 sentado frente a Rebeca y con la mirada puesta en la calle. Por un momento llegó a desear que alguien llegara de manera natural, le disparara en la cabeza y se fuera de con la misma tranquilidad con la que apareció. También alcanzó a imaginar que ocurría un terremoto que acababa con todo en cuestión de segundos. Cualquier cosa que lo pudiera alejar de esa situación sería una muestra de cariño. Una pareja llegó a esa cafetería, coincidencialmente traían camisas de colores similares a las de Rebeca y Santiago. La mujer tenía una blusa color carmesí de cuello abierto. El hombre llevaba puesta una camisa de cuello italiano de color azul celeste. Ese detalle no pasó desapercibido ante los ojos de Santiago Nieto, quien siguió con la mirada a la pareja hasta que se sentaron en una mesa cercana al costado izquierdo de donde él se encontraba. Centró su atención en la mujer, quien era realmente bella. Su cabello era de color castaño claro, su piel blanca y de rasgos suaves, sin líneas de expresión todavía (aún cuando él suponía que la mujer tendría unos 35 años), su boca la conformaban finas líneas que se contorneaban de 121


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manera hermosa cuando sonreía; sus ojos eran claros y de un color comparable a las aguas del Oasis de Maranhao en Brasil, el cual se forma por la acumulación de aguas generadas por la lluvia durante los primeros meses del año y toman un color entre azul y verde. Su cuerpo contaba con una proporción de atributos justa, sus caderas tenían el tamaño apropiado, sus senos eran redondos y acordes a todo el cuerpo. El complemento perfecto para la belleza de su rostro. Un ángel, pensó él. —¿Desean ordenar algo más? —dijo la mesera interrumpiendo totalmente el acto de contemplación de Santiago Nieto por la bella mujer. —No, así estamos bien —contestó Rebeca. Un silencio se instaló en la mesa de Rebeca y Santiago Nieto para quedarse por siempre. A la cabeza de Santiago llegaban los buenos recuerdos y el amargo hecho de tener que separarse de Rebeca, la única mujer que había amado de corazón en toda su vida. Sabía que era el fin. Lo mejor era que cada cual siguiera su camino, ella saliendo con aquel hombre que le atraía, y él continuando con su vida, concentrado en su carrera de arquitectura. Santiago entendió que cuando se ama de la manera en la que él la amó, lo que queda es desearle infinita felicidad, así no sea con él. En un instante, en medio de ese silencio sepulcral, la bella mujer de blusa color carmesí se levantó, le solicitó a una de las meseras que le permitiera usar el baño. La mesera le señaló 122


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el letrero que indicaba que el baño estaba fuera de servicio; sin embargo, le dijo que adentro, en la bodega, donde se guardaban las canastas con botellas de gaseosa y los costales de harina, había un baño que le podrían facilitar. La mujer asintió y se dirigió al baño; pasaron dos minutos y llegó a la cafetería un sujeto de contextura delgada. Santiago Nieto lo miró de arriba abajo y puso especial atención en su rostro. Un rostro demacrado, manchado por los rayos del sol, los labios muy secos, y sus ojos con una mirada perdida, totalmente roja, como si estuviera bajo los efectos de una droga muy potente; pero su ropa demostraba que no era un habitante de la calle pues venía muy bien vestido con unos jeans, zapatos de cuero y una camisa negra impecable, parecía nueva. Santiago le calculó al hombre unos 30 años de edad. Sin motivo aparente el sujeto sacó un revólver 38 corto y apuntó directamente a Santiago Nieto. En ese momento parecía que la única persona que había notado la presencia de aquel individuo armado era Santiago, nadie más parecía darse cuenta de su existencia. La cafetería de repente se volvió un sitio oscuro en donde las únicas personas que la habitaban eran el sujeto armado y él. Pasaron cuatro segundos que, en medio de ese universo paralelo creado entre ellos dos, se sintió como una eternidad. Luego un disparo los regresó de golpe a esa espantosa escena en la que Rebeca estaba gritando con todas sus fuerzas, horrorizada, confundida. 123


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La bala llegó al pecho de Santiago, sintió cómo penetró la piel y los músculos abriéndose paso hacia el corazón para despedazarlo por completo. Sintió los primeros asomos de su sangre caliente bajando desde el pecho hacia su estómago. Cayó de lado y terminó acostado sobre la silla de forma tal que su cabeza quedó mirando al sujeto. Pudo ver cómo lentamente el hombre bajó el revólver y lo guardó adentro del bolsillo derecho de su pantalón. De repente todo parecía moverse muy despacio, no oía nada de lo que Rebeca le gritaba ni las personas que le rodearon con un nerviosismo cargado de curiosidad y morbo. Nadie logró detener al asesino que lucía tan tranquilo como quien se retira de su oficina en busca de transporte para llegar a su casa después de una jornada laboral. En el campo de visión de Santiago entró esa bella mujer de camisa color carmesí quien lo miró a los ojos con lástima, como si supiera por qué aquel hombre le había disparado. Ella se acercó, su voz fue la única que se hizo audible para Santiago en ese momento cargado de confusión, y dijo en voz tranquila casi como un arrullo: «Lo lamento, en serio lo lamento. Esto no debía pasar». El hombre que acompañaba a la mujer estaba pálido, inmóvil en el mismo puesto mirando la lenta muerte del joven que también llevaba una camisa de color azul celeste. No podía creer que estuviera viendo a otro ser humano desaparecer en un mar de llanto y sangre. 124


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No hubo mucho que se pudiera hacer, pese a que Santiago tenía los ojos abiertos, él fue viendo cómo todo su mundo se oscurecía; todas las personas fueron desapareciendo en la tiniebla, la última persona que alcanzó a divisar antes de que todo se volviera oscuridad fue a Rebeca quien lloraba desesperada por no poder salvar la vida del único hombre que de verdad la amó. El rostro de Santiago se apagó, sus ojos apuntaron a lo lejos, la sangre había teñido completamente su camisa. Santiago Nieto falleció el martes 13 de septiembre de 2011 a las 8:27 de la noche. El olor dulce de las horas de la tarde desapareció y en el establecimiento reinaba ahora un olor a pólvora y sangre.

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Antonio Silva-Santisteban Nació en la ciudad de Cajamarca, la cual tiene el paisaje más bello del Peru. Después de estudiar arquitectura y periodismo en Lima, ciencia política en Bogota y trabajar unos años en la administracion pública, ingresó, en el año 1975 al servicio diplomático peruano-sección comercial, cumpliendo tareas en las embajadas en Colombia, Panamá y Ecuador. Ha colaborado en diversos artículos periodísticos e informes especializados en diarios y revistas peruanas. Lágrimas negras es el primer cuento que publica. Dice tener muchos inéditos.



Lágrimas negras Era como una suave marea implacable y ardiente con olor a sangre. Como una brisa del infierno, superior a los celos que tan bien conocía, embriagadora, fatal. Era la venganza rampante y rotunda. Un líquido hirviente que envolvía mi alma con solo evocar su imagen amada. En eso pensaba cuando la abrazaba en alguna tumultuosa discoteca de dos por medio donde habría podido estrangularla en silencio y abandonar su cuerpo en cualquier oscuro y anónimo rincón. Pero sabía que mi ira terminaría en llanto antes de causar la herida para confesarle, a gritos, que la quería más que nunca y que iba a aceptar cualquier explicación, por humillante que fuera, con tal de seguir respirando su aliento mentiroso y dulzón. La veía muchas veces cuando parqueaba mi carro en el lote al frente de la fábrica, rodeada por engominados muchachos o discutiendo, en voz alta, con maquilladas amigas, capítulos de las telenovelas de moda que concentraban su atención, pero nunca tan cerca, hasta ese 23 de diciembre que salí, al final de la fiesta de la empresa, felicitado y alegrón tras un año de exitosas ventas, compras y fusiones y vi, de espaldas, una silueta con minúscula falda y pelo revuelto examinando mi engreído y recién llegado BMW con todos los números y las letras bordadas en la carrocería y me pareció de buen augurio


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que, sin miedo ni rubor, pidiera probarlo y lo hicimos ensordeciéndome con esperpénticas salsas guisas que busco en la radio y ruidosas carcajadas que me volvieron extrañamente feliz, para terminar cambiando números de teléfonos y recomendaciones sobre horas buenas y malas para las llamadas, además de santo y señas para identificarnos en caso de pánico. De lo que ni siquiera me acordaba cuando llamó el primer lunes de Enero y en medio de no te creos y no me mientas, comenzó una extraña relación que para mí era un alarde de machismo y una invocación a mi olvidada galantería, que siguió en citas clandestinas y regalitos lobos para terminar desbordándose en un amor obsesivo y egoísta que me hacía buscar apoyos de mentira para remplazar gustos compartidos o comunes intereses y que al final terminó ahogándome en un mar de asfixiante temor. La angustia, visceral y cobarde, porque algún cercano día saliera de mi vida. De dejar de impresionarla. De que me viera como yo sabía que era y no como ella me creía, mareada por mis camisas de seda y mis corbatas de marca y sobre todo, por los modales trasnochados que, risueñamente, usaba en su compañía y que ella recibía convencida, por sus telenovelas, que así se trataba la “gente bien”. En contra de la razón pero con la aprobación de su comprensiva tía, que la recogió de niña y a la que le debía todo, la llevé a un departamento del tamaño de mi corazón que 130


Lágrimas negras

rápidamente arregló y decoró con carteles de cine, lámparas de agua circulante, un sofá de terciopelo iridiscente y por supuesto, el más estruendoso equipo de sonido y el infaltable televisor de plasma, todo mezclado con pizzas a medio comer, cajas de McDonald con combos intactos y sobre todo, abrazos, besos y mimos con una muñeca que tenía la mitad de mi edad, que me rescataba de unos cuantos amores extraviados y de la cordial frialdad de mi esposa, aún más distante desde el terminante fallo que dio el doctor Macías sobre su incapacidad de tener hijos, que yo recibí con resignación y ella con absoluto silencio. Y esa irresponsable felicidad llegó al clímax una sorprendente y lujuriosa tarde de viernes, cuando me dijo que estaba en cinta, comprobada , certificada y a mi disposición si yo lo quería. Llegue a imaginar hasta seis nombres de mujer y cuatro de hombre y pasé los mejores nueve meses de mi vida sin pensar en el futuro y llegó Gabriel, silencioso y melancólico como yo. Y ella, como si fuera la Virgen María, en tres meses estaba igualita y mejor, como más mujer, como más hembra. Y esa fue mi tragedia porque allí empezaron los reclamos, los celos, los insultos y después los golpes. Todos me parecían pretendientes y todos me parecían atendidos y aumenté los tragos y las ofensas arrepentidas y lloradas. Y un día sí y otro también, el pequeño nido se volvió un infierno y empecé a seguirla y acecharla hasta que tuve razón y ella empezó a llorar en otros 131


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brazos y al final en los de alguien que pasó a tratarla como dueño y ella a mirarlo con el amor sumiso que alguna vez me tuvo. Y allí nació algo en mí que no sé de donde salió, me asaltó un odio irracional que venía de una derrota presentida y me brotó la decisión macabra de ser yo el que terminara la historia y empecé a sentir el deseo de venganza que alteró mi razón, porque en alguna parte de mi alma creía que ese trato no lo merecía, y como ya no tenía nada que perder y estaba lejos del perdón o del olvido sentí que sólo la sangre podía consolarme, y sabiéndome inútil para el riesgo acudí al único e ingenuo contacto a mi alcance con la anhelada violencia: la difusa persona del ex capitán Victoria, jefe de seguridad de la fábrica expulsado de la policía por infinitas faltas pero contratado después por lejanos parentescos. Me miró con sorpresa y me dijo - Si usted está seguro tal vez pueda ayudarlo - y no pudo, porque sus emisarios fallaron en todo, solo acertaron en los disparos sobre los amantes semi desnudos en el nido de amor que yo pagaba y los capturaron, a tres horas del ataque, tomando cerveza en un desayunadero de “la caracas” . Me detuvieron a las ocho de la mañana. Mi mujer me miró con pena y me alcanzó un saco y mi cartera con documentos. Sé que después fue a reclamar al niño y que lo cuida como suyo. No me ha visitado nunca.

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David Barrera Politรณlogo de la Universidad Nacional de Colombia. Periodista y escritor. Un viejo muy viejo en el cuerpo de un man de casi 30.



Técnicamente invisible “La soledad era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en el que se mueven las estrellas.” Hermann Hesse. El sonido molesto del despertador sacó a S. violentamente del sueño; ese sueño que sabe el cuerpo, antes de levantarse, es más profundo, más plácido. S. abrió los ojos despacio, casi que sin querer, y como todas las mañanas desde que tiene memoria, deseó no salir de la cama nunca. Pero no podía darse ese lujo. Se asomó a la ventana, todavía medio adormilado, y vio la fría madrugada: la niebla reposaba en la calle y tenues gotas de agua dejaban un manto escarchado por todas partes. S. puso la cafetera y procedió a las atenciones sobre sí mismo: el baño, la afeitada, la escogencia de la ropa, la embetunada de los zapatos; luego tendió la cama. Tomó el café mientras revisaba que no quedara llave o ventana abierta, ni que hubiera fugas de gas; es cuestión de prevención, pensaba. Antes de las 7 salió del apartamento. Bajó por las escaleras, nunca por el ascensor: la idea de quedarse allí atrapado le producía terror; de sólo imaginarlo, los nervios le daban un remesón escalofriante. 135


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Cuando S. atravesó la puerta del edificio, el vigilante leía la prensa. —“Buenos días” —dijo S. El vigilante ni se inmutó. “Ha de estar muy concentrado” —pensó S.—, y con presteza atravesó la puerta del edificio. Aquella mañana se sentía fría, triste y quizás un poco solitaria también. Pero no importaba: S. estaba acostumbrado a la soledad, sabía vivir con ella, la soportaba. A esa hora ya había varias personas en la calle, que desde temprano salían para el cumplimiento de distintas obligaciones. Caminando entre la gente, S. chocó con un hombre que revisaba su teléfono móvil. —Lo siento —se disculpó S.—: el otro sujeto no hizo nada y siguió caminando rápido, concentrado en su celular. Pensando en las labores del día S. hizo la fila para entrar a la estación de autobuses. Las personas esperaban en silencio, idas en sus pensamientos. Nadie ponía atención al otro, al de al lado; cada uno parecía estar en su propio y distante mundo. S. no tenía reloj: no le gusta estar pendiente del andar del tiempo porque le parece que lo pierde mucho, así que preguntó la hora a una mujer joven, muy bella, estudiante universitaria, seguramente. Ella tenía puestos unos enormes audífonos. —Disculpe—dijo él—, ¿qué hora es?—El silencio de la chica fue abismal. 136


Técnicamente invisible

—Disculpe—insistió él—, ¿qué hora es? La joven, sin responder, entró a empujones en un autobús que llegaba. Siendo ese el momento de mayor afluencia de personas, la que llaman hora pico, el transporte se volvía caótico, terrible, muy incómodo. Lograr un lugar medianamente confortable era tarea imposible. S. estaba acostumbrado; y con la costumbre viene la resignación: poco le daba el desastre matinal en que se convierte esta ciudad agreste. Tras unos largos minutos de espera, estando S. apretado entre una multitud afanosa, el largo bus rojo apareció. Como siempre se armó una batalla campal: unos empujaban, otros apretaban, gruñían, gritaban y maldecían: no importaba el cómo, la idea era a toda costa abordar el articulado. Una mujer que estaba atrás en la fila se veía ansiosa, de afán, así que S. la dejó pasar: —Siga—le dijo y ella pasó urgida, imponente, en silencio, y entró al bus y desapareció entre la multitud. S. conocía esa rutina de memoria y como tampoco le gustaba la gresca, el desorden, lo que hacía, para facilitar las cosas a él y los otros era esperar, hacerse a un lado de la fila y al pasar el despelote, subía. S. tenía la regla útil y vital de no andar de afán; eso le ayudaba con los ires y venires desordenados de esta metrópoli superpoblada. S. pudo subir al bus después de un largo rato en la fila. Generalmente trataba de ubicarse donde le quedara más fácil, 137


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algún resquicio, el que pudiera encontrar entre el tumulto, ojala, tan cerca como fuera posible a una ventana. Y en su rincón, S. se perdía en la ciudad que pasaba a través de los cristales del bus atestado. Un fuerte olor a perfume lo sacó de sus cavilaciones. No le gustaban las fragancias dulces, como esta, porque lo aturdían, le revolvían las tripas y daban ganas de vomitar. S. se mareó, así que para evitar seguir absorbiendo el molesto olor, se tapó la nariz con la solapa de su chaqueta. Sin embargo, movido por la curiosidad, S. buscó el origen del olor entre la gente. Casi que sobre él, a escasísimos centímetros había una mujer. Alta, bonita, vestida elegantemente, tecleaba en su celular de última tecnología. Ella parecía hablar con alguien porque tras el vibrar del aparato, reía coquetamente. Entonces la atención de S. se centró en la cara de la chica: blanca, pálida, maquillada sutilmente, con un largo pelo rojo, y de unos bellísimos ojos oscuros. Y S. se perdió en ellos; nadó en la profundidad de esa mirada espléndida, la más bonita que había visto jamás. S. pasó el camino imaginando la vida de ella. Le dio un nombre, una dirección, un trabajo, un pasado y un futuro; una historia en la él podría entrar, un cuento sin principio, sin final y del que S. de pronto quiso hacer parte. Ella no se percató de ello, ni un segundo retiró su atención del móvil. S. arribó a su destino luego de una hora horrible dentro del bus. Caminó hasta el quiosco: quería comprar un café y 138


Técnicamente invisible

un cigarrillo. Al llegar, mucha gente esperaba ser atendida. Un hombre de edad hacía verdaderos esfuerzos por lidiar la demanda de los clientes a esa hora. —Buenos días—dijo S. al tendero. Nada respondió el viejo. Sobre una mesita había un café recién servido pero sin dueño, así que S. lo tomó, y sacó un cigarrillo de una cajetilla que había en la vitrina y dejó el dinero allí mismo. Igual que todos los días, fumó y tomó su café frente a su trabajo. Cuando terminó cruzó la calle y entró a su oficina. —Buenos días” —dijo a la recepcionista que, muerta de la risa, veía un vídeo en el computador. Por supuesto que ella no respondió al saludo de S. S. bajó al sótano, su lugar de trabajo. Se puso su overol, prendió el radio y activó la imprenta; una máquina enorme de la que él era responsable. Los volantes empezaron a salir ordenadamente. Poco tiempo después, llegó su compañero. Venía cabizbajo, desolado, muy pensativo. S., luego de cerciorarse del correcto funcionamiento de la máquina, recordó que su colega tenía problemas: su madre atravesaba por una difícil enfermedad terminal. Buscando amilanar la carga de desdichado hombre, S. se acercó y lo saludó amablemente. —¿Cómo está su mamá?—preguntó. Nada respondió el sujeto, y triste, con los ojos anegados en lágrimas se paró del escritorio y salió del taller. Cuando el hombre abandonó el sótano, S. fue al baño. Ante el espejo vio su cara y la recorrió 139


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con los dedos. Repasó los hechos de la mañana. Se preguntó si existía, si era real, si no era un fantasma, un espejismo de sí mismo, una invención. Se sintió solo, inexistente, técnicamente invisible. Pero todo se le hizo normal y no le importó: así es el mundo ahora. Al otro día, temprano como siempre, S. saludó al celador de su edificio: nada respondió el tipo. Nada hizo. Nada dijo.

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Diana Carolina Hernandez y Tannia Duran Profesionales de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia con sede en Tunja, se han interesado en el estudio y análisis de la relación entre el hombre, su idea de existencia y su adaptación en la sociedad. Con experiencias de trabajo en comunidades vulnerables en áreas sociales, clínicas y jurídicas. Así, los dilemas de la existencia humana y el andar profundo de una psiquis intentando descontagiarse, se volvieron los tintos y los cigarrillos de los días, en la búsqueda de la tranquilidad idealizada hasta que encuentren la forma de sanar por medio de las letras. De ahí nace Virus.



Virus Se miró al espejo intentando procesar la figura que tenía en frente suyo. Era abstracta, un conjunto de elementos que no resolvían ninguna identidad; encontró un montón de piel, la idea redundante de un ser que no le pertenecía, la plegaria de un sacrificio a la humanidad. ¿Dónde estaba ese hombre que alguna vez pudo divisar entre el cristal plateado? ¿Dónde había quedado ese nombre, esas letras que lo definían y hacían de él un ciudadano, un ser? ¿Cómo llego a ser ese holograma que se reflejaba sobre el espejo, indefinido, que infundía algo de nauseas? De pronto se fue con el agua del retrete –pensó-, de pronto se fundió igual que el vapor del café de la mañana. Quizá, tan solo se transformó en ese eterno metro y medio de piel que parecía una enfermedad extendida por un ser inexistente. Sabía que era un día distinto. Se abrocho el pantalón, cada uno de los botones de la camisa azul clara que tomaba cada día de por medio, y amarró sus zapatos de gamuza café. Estaba decidido esta vez a no tener nada, a no cargar ni con su propia presencia. Una idea rondaba por su mente: huir. Estaba convencido de que para el viaje que iba a realizar no necesitaba más que el deseo de lanzarse al vacío y la meditación implícita del hecho que se resolvía a ejecutar.

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Él y esa mente cargada de pensamientos era lo único que necesitaba para emprender aquel desairado destino del cual ya no había vuelta de hoja. Sin pisar la calle aun, podía oír cómo el dialecto indescifrable de la gente se esparcía con el olor a pan. Otra vez su miedo inefable a ese mundo irreal que se le había presentado, a esa muchedumbre que veía todos los días y que desconocía por preferencia como un ataque de desolación y retraimento, cuyo suceso se fue convirtiendo en un pequeño universo ambivalente de infierno y sensación. Abrió la perilla, y noto que sus ideas no habían sido erróneas. Observó. Pasaban las personas y extendían una mano por encima de los hombros y la movían de izquierda a derecha rápidamente, ¿acaso creen que soy de ellos?, pensaba. Se sumergía en la idea de la ilusión de las personas, de cómo eran presas del tiempo corriendo sin saborear sus respiros, reproduciendo pautas poco sanas de quien debían ser. Le daba repugnancia las atribuciones radicales de los roles, de los disfraces sociales que debíamos aparentar a diario y de esa confianza estúpida a que algún día caiga la felicidad, del cielo o de la alcantarilla, daba lo mismo. El saludo a su parecer, ese acto de cortesía que todos profesan y practican, era para él la acción más despreciable, la máscara más próxima, el deseo más fiel de ser aceptado y obligarte a aceptar. El saludo, qué idiotez, mover una mano solo podría explicar un ejercicio tan vacío como las personas 144


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que lo hacían, mover una mano, fingir una sonrisa, y por dentro nada. Qué absurdo. Caminó, y el único sonido que pretendía escuchar era el de sus pasos, cómo cada paso se destruía. Cada avance, por pequeño o grande, estaba ligado al cambio de una realidad, cada segundo se amoldaba a sus distorsiones como una sinfonía de vida, de tiempo. Solo pretendía que su mente se fiara en algo –el sonido casi imperceptible de sus zapatos al pisar el asfalto- pero se dio cuenta de que su cerebro parecía tener una bocina directa a su audición -cállate- pero seguía hablando, seguía emanando un caudal de estupideces combinadas con decepción, desolación y nada. Esta vez no llevaba el maletín café de imitación de cuero, ni los papeles de la oficina, esta vez no tenía la idea de volver, ni de quedarse. Era un extraño de ningún lugar, por lo que en esta ocasión decidiría ser el innombrable, sin credenciales, ni tarjetas de crédito, ni documentos que pudieran darle cuenta a él mismo de la fragilidad y la sumisión en la que se encontraba desde antes de nacer. Estar completamente solo, o por lo menos creer estarlo. Eso, solo eso, satisfacía la sed del camino, o por lo menos lo acercaban a ese momento plausible que imaginó, reprimió y ahora anhelaba con tanto esmero. Esmero, sí, porque ya no le quedaba nada más. Llegó, ese era su destino. Ya no había más: el tren. Lo tomó como todas las mañanas, sin pensar en nada aparte que 145


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aquella decisión inequívoca. Se sentó en uno de los asientos traseros y fue ahí donde conoció la grata felicidad de hacer lo que le placía –quizá por primera vez–. No tenía hambre, ni sed, ni sueño, ni sueños. Estaba en el lugar y en el momento indicado. La sensación de caminar desprevenidamente sobre el tiempo, le permitió observar con intensión pausada a la gente que subía y bajaba del vagón. Podía divisar el plano casi bélico de las relaciones humanas. Por un lado él, donde todos lo veían – algunos inclusive lo saludaban – y por otro lado los demás, que solo bajaban la mirada sumidos en la miseria de su propia existencia casi desalentadora a punto de querer explotar aquella bomba atómica que tenían por mente. Sonrió plácidamente, se sentía en casa. Luego de algunas oleadas de gente errante con destino específico, pudo incorporarse y adueñarse tanto de ese pedazo de mundo –de silla- hasta camuflarse a tal punto de confundir la individualidad de ambos objetos. Esa posibilidad de estar sin ser detectado, como invisible, ese montón de sensaciones que acuden al llamado del placer más profundo, lo inundaba. Desde ese momento supo que su realidad era causa de una especie de virus, que se encontraba dentro del organismo de manera visceral, y que ahora convivía en armonía con todas sus células desde las más básicas a las más complejas, llegando inclusive a considerarse imperceptible. 146


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El virus –pensaba–, se expresa en una serie de malestares existenciales a los que se enfrentaba a diario, obligándolo a sentirse miserable, como una enfermedad progresiva de la que no nos enteramos hasta que de un momento a otro hacemos algo impredecible, cambiando el rol de trabajador-ciudadano por el de ser humano. Ahora que no tenía nombre, embriagado de lo que creía era felicidad, le daba un espacio reducido a su ser para escuchar como el tren irrumpía el aire, como el sonido de afuera parecía ausente, como el mundo chocaba en las ventanas y se quedaba paralizado en medio de los semáforos. Todo le parecía tan lejano en la mitad de su transparencia, que olvidó lo que era no sentirse, y disfrutó por un segundo, volver a ser parte de sí mismo, se miró las manos con desconfianza, y pudo observar cómo habían pasado los años desde la última vez que las sintió suyas, cómo los estragos del tiempo habían surtido efecto sobre la piel venosa de sus extremidades. En ese minuto, asomó la cara contra el vidrio frio del tren y obtuvo una imagen, una señal de tránsito que fijaba: pare, no de la vuelta, siga derecho. Esa imagen borrosa que había vislumbrado en medio de un resquicio de felicidad, desapareció, como cuando se pincha un globo, y de nuevo tenía en frente la confirmación de un ser extraño, de alguien que no conocía. Tuvo que retener su atención en ese reflejo que tenía frente al vidrio, y al mirarlo fijamente, optó por pre147


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sentarse, por preguntarle acerca de la causa de su aflicción, sin recibir siquiera un gesto como respuesta. “Si tan solo me hablara, podría saber cuál es la carga que pareciera llevar a las espaldas, el por qué el borde de sus ojos es tan oscuro que opaca el verde de su iris. ¿Acaso no duerme? O tan solo las noches son para él la pesadilla de llevar un día lleno de mentiras. No lo sé, quizá si me hablara.” El virus, continuaba inmóvil en su asiento, junto a él, realizando un fuerte esfuerzo por procesar la cadena de imágenes que se reforzaban con el metal del tren, el cielo azul, las nubes purulentas de la sociedad, el vapor salado de las mentiras que se caen con el mínimo esfuerzo porque buscan ser descubiertas. Pero el virus era lo único real en medio de ese organismo limitado a la decadencia de una parada. Ahí, en medio de todos, el virus pensó continuar la misión de su existencia, empezó el repugnante desdén de esperar. Quería tan solo observar el mundo antes de intentar llevarse bien con él. Cerró los ojos. De repente, sintió un golpe en el lado derecho de su cuerpo. Al abrir los ojos, sintió una fuerte reacción por toda su columna vertebral, como si le hubiesen aplicado una descarga eléctrica casi insoportable. Al mirar a su lado, se encontraba una masa corpórea que simulaba la estructura de un hombre. Está muerto, pensó. Sus ojos abiertos hasta donde sus músculos lo permitían, no se alejaban de aquel cuerpo que empezaba a desprender un olor fétido. ¿Cómo era posible? 148


Virus

En medio de la algarabía de su mente, escuchaba más de mil palabras, olia mas de cien perfumes, saboreaba casi 50 sudores, y aun no llegaba a una conclusión diferente: el hombre estaba muerto. A través de sí, le rondaba el temor causado por la posibilidad de que lo asocien a la muerte de dicho n.n. del que escurría, por el cuello en la parte trasera, un considerable flujo de sangre. Su repugnancia aumentó. Odió su condición de ciudadano inocente, y reflexionaba que el hombre es el peligro más grande de todos –y para todos-; es la condición humana la que choca con la existencia natural de los seres, que conlleva a la necesidad de ser invisible en ocasiones, de anularse, de que te anulen, esa desesperación causal que conduce a hechos irremediablemente humanos, deplorables en su base y aceptables a los ojos de quien juzga su propio beneficio. Su sudor incrementaba sin cesar. ¿Qué podía hacer? Huir, seria sospechoso. Quedarse, sería igual de sospechoso. Esa desesperación que lo abordaba, se parecía a ese sentimiento anatómico que le producía el virus, y no pudo evitar pensar como esa situación se asemejaba a su vida: a como cargó con el cadáver de si mismo durante casi 40 años. Al detenerse en medio de su propio conflicto mental, observo una cicatriz parecida a la letra L, en la mano derecha de aquel cuerpo, que él también poseía. Recordó de manera instantánea ese momento que cuando niño tuvo aquella 149


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caída de un columpio de llanta improvisado que justificó los cuidados de su madre durante algunos días. Extrañó aquellas horas en las que era feliz sin saberlo. ¿Ese cadáver es mío? –pensó-. Sus gestos cambiaron totalmente para denotar un animal aterrorizado, era la expresión misma de esa cloaca ambulante, que se movía impacientemente cargando consigo la supuración de su presencia. Nadie lo determinaba. Estancado en el lago frio de su mente, y ante la sensación de una parálisis progresiva en todo el cuerpo, fue adoptando la misma postura de ese cuerpo abstracto que estaba junto a él, intentando encontrar esa última imagen en la que se miraba al espejo y aun podía asignar pedazos de realidad al retrato que se reflejaba, mientras más recorría los laberintos de sus memorias, el virus encontraba cada panorama más desolador, los céntimos que palpaba en los recuerdos se reducían al valor de una sonrisa, al precio de una mirada, a la sonoridad casi perfecta de un llanto y a la implacable versatilidad de una lagrima. Pero eso no lo llenaba, solo eran fragmentos mal recortados de fotografías impresas en su memoria. Escudriñaba casi al borde del desespero el impenetrable sabor de la vida, que al parecer había perdido hace mucho. No hallo nada. Decepcionado de estar tan vacío, dejo reposar el afanado cumulo de miedos, y se sumergió en el aroma a eucalipto del sitio al que acababa de llegar. Notó entonces la magnificen150


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cia del tiempo, pensó en cada surco que sucumbía su propia piel, en cada pedacito de dermis recogida en una ola, y como podía pasar dicha metamorfosis. Sintió de nuevo el hueco, esa sensación visceral que se halla en medio del estómago y el diafragma, sintió miedo. Pensó en que si pasaba el tiempo y continuaba sin encontrar lo que buscaba, las arrugas llegarían al tren y lo convertirían en un organismo viejo, de ese modo el tren tendría que asistir a una revisión y lo detectarían, el virus tuvo miedo del antibiótico de la edad. Son las 18:37 h. El tren llega a su última estación. Todos salen sin mirarse entre sí, sin considerar la existencia de los que pasaban a su lado. El conductor mira por el espejo retrovisor y lo observa. Hace una llamada: — Emergencias. ¿En qué puedo ayudarle? —Alguien se ha suicidado durante el trayecto. Un señor se ha disparado a los pocos minutos de tomar la primera estación del tren…

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María Paula Jassir Acosta Barranquillera de nacimiento, María Paula siempre ha estado inclinada hacía las humanidades. Hija de padres encariñados con la música, el baile, los libros, la pintura y la naturaleza, no fue sorpresa que la joven desarrollara un gusto similar. Durante sus estudios, en el Colegio Karl C. Parrish de Barranquilla, empezó a escribir cuentos y poco tiempo después se interesó por la poesía. A finales de bachillerato, la joven decidió abrir dos blogs titulados El Diario de Macondo y Versos Inéditos, en los cuales publica entradas cada vez que puede. Actualmente, estudia Medicina en la Pontificia Universidad Javeriana y ha escrito dos novelas sin publicar.



Cuando las viejas se caen sobre los barandales *Se ha perdido todo record de las memorias de Cèlestine de Mayo a Noviembre y el mes de Diciembre. Abril Estaba dormido, o por lo menos soñoliento, sobre un cojín negro del sucio. Cubría su impaciencia con una máscara impenetrable de orgullo y egocentrismo, mientras alternaba entre clavarse dentro de su celular a pretender mirar la hora o responder algún inútil mensaje de texto y recostar su cabeza sobre la pared puerca del metro. La luz lúgubre de la cabina hacía que su nariz dejara una sombra triangular en su cachete y que se pudiera ver mi reflejo en el sucio vidrio que hacía de ventanal. Traca traca traca Así sonaba la endemoniada víbora que andaba sobre rieles. Volví a mirar al sujeto y sentí una inevitable compulsión de decirle: “Oye, ¿pero cuál es tu problema?”. Probablemente me escupiría en la cara por chismosa, metida e inadecuada, así son los franceses: fríos y distantes. En últimas, los problemas ajenos son ajenos, como decía mi abuela. ¿Qué culpa tenía yo? Pues la verdad no era mi culpa: no 155


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conocía yo al hombre que estaba sentado al frente mío, solo sabía su nombre que se encontraba incrustado elegantemente en la parte posterior de su maletín de cuero: Gustav. El apellido estaba tapado por sus elegantes manos que se aferraban a lo que cargaba, como si estuviera lleno de billetes de 500 euros. Gustav: nombre inusual como el sujeto que lo encarnaba, tan frívolo como su elegante vestimenta y tan misterioso como la valija que cargaba de, donde yo suponía que venía, su oficina. El metro se detuvo abruptamente y una vieja se cae de boca contra el barandal, yo simplemente no aguanté la risa. La gente no solía comprender mi humor, el cual solo podría ser descrito como macabro y sarcástico, pero lo que me llevó a conocer a este hombre, ese tal Gustav, quien sea que fuera, fue esa risa. Como se podrán imaginar, al no aguantarla, por supuesto fui premiada, por la falta de modales, con un centenar de miradas de desprecio, las cuales yo suelo dar caso omiso. Sin embargo, este hombre, este pendejo y reverendo encantamiento de hombre, me miro; pero no hallé odio en su mirada, ni condescendencia alguna, había, para mi sorpresa y profundo placer, un extraño regocijo delirante. Parece que por un momento el metro había dejado de funcionar, mientras el hombre me decía con la mirada: “Tremenda caída de la vieja esa, ¿no?” y yo le respondía “Es lo más reconfortante que he visto en todo el día…” y él se reía incesantemente. Un grito fétido de un insolente recién nacido interrumpió nuestra silenciosa e inexis156


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tente conversación, seguida con otra parada abrupta del metro y un anuncio de la irritante voz de solterona de la mujer que avisa las paradas. Gustav miró una última vez hacía mi y con un tic de la punta derecha de la boca hacía arriba se despidió. Se bajó tres paradas antes que la mía, cerca de la Madeleine, y me gustaría pensar que él tiene un apartamento allí, cerca de PRINTEMPS con vista a la calle y en el último piso. Me bajé en la parada L´Ecole Militare y caminé, más bien corrí, tres cuadras hasta llegar a mi pequeño hogar. Dejé de admirar, como solía hacerlo, a la majestuosa edificación que servía de mi vecina, sus paredes color crema repleta de ventanas altas y elegantes durmiendo bajo un bello techo azul. Sus majestuosas columnas romanas (¿o griegas?) decoraban la entrada y afuera de ellas había un vacío, donde normalmente se encontraba un mendigo a quien le compraba dulces de café masticables y me gustaba llamarle Phillipe, porque él no tenía nombre y todos nos merecemos uno. “Debe estar buscando sobras en el restaurante de Claudette” – pensé y con las mismas le deje diez euros debajo de una caneca donde solíamos mandarnos correspondencia (normalmente dinero y dulces de café). Abrí la puerta de madera que estaba al borde de despedazarse y saludé a Monet, mi gato negro con ojos mar (en realidad uno era azul y el otro era verde pero tan bella era su heterocromía que parecía tener ese dicromismo que tiene el mar caribeño en época de sol) que saltó encima mío y me ronroneó 157


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en el oído. Subí las estrechas escaleras y tiré todo sobre el viejo sofá que estaba lleno de pelo de gato, champaña seca y uno que otro líquido misterioso. Acercándome a mi ventana sentía un escalofrió cuando mi brazo rozaba con el vidrio congelado y empecé a pensar en Gustav. Me gustaría saber qué libros lee en las mañanas, o si prefiere leer en las tardes con un café en la mano, si le gusta el chocolate o es de esos que no tolera ese nivel tan descarado de dulce, si le gustaba el violín o si es un hombre de piano, si la brisa lo estorba igual que a mí o si le da igual los días en los que las calles hieden a orín de perro porque la temperatura se eleva al infinito. Quería preguntarle si le gustaba Monet o si era un hombre de perros, si odiaba las rosas tanto como yo o si sabía qué era una petunia, si le gustaba la cerveza o era un hombre de whiskey, si le gustaba ver, como a mí, cómo se le eriza la piel a la gente cuando se molesta. Sentada allí, bajo el cielo plácido y solitario de París, me carcomía la incertidumbre de volver a encontrarme al misterioso y encantador Gustav, de poder admirar sus ojos calmados (era tal vez el único lugar de su cuerpo que parecía emanar su verdadera esencia) y de ser otra vez la razón de su sonrisa. Dios, qué estúpida,–pensé– cómo ha logrado un pendejo robarme mi tranquilidad…

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Mayo Solía divertirme fantaseando con Gustav todos los domingos después de almuerzo, era casi como un ritual que tenía. Daba paseos por Champs-Elysées, cuando hacía sol y no podía ver la Torre Eiffel porque se me quemaban las pupilas y la humedad del piso helado y sucio subía a despertarme la nariz junto con el olor chamuscado de los estantes de venta de gofres de Nutella y otras delicias para los turistas, con la esperanza de que me lo encontraría caminando solo, devorándose un crepe de jamón parisino, y que me invitaría a tomarme un helado por la dorada y majestuosa Ópera de París, donde todo brilla de noche, todo se mueve, y después iríamos a su apartamento en la Madeleine a fumar en el balcón hasta que nos dieran nauseas. Miraríamos las estrellas, el drama de la calle, los gritos sombríos de los borrachos que se colgaban, con cierta elegancia y destreza, de los postes negros de luz. Soñaba con que me escribiera todos los septiembres, porque ese es el mes más aburrido del año y el que más lento pasa, porque en septiembre ni la Ópera, la Madeleine, el Louvre o la Torre, brillan con el mismo vigor, sus calles están más quietas, como si septiembre deprimiera todo lo que encarna, como si PRINTEMPS no vendiera en septiembre. Me gustaba pensar que él alegraba mis septiembres. Monet se escondía todos los domingos por la tarde. 159


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Un tedioso martes, antes de poder meterme en la ducha, cubierta en miseria de periodista que trabaja 14 horas al día, me llamó mi hermano, con quien solo me hablo cuatro veces al año, puntualmente para cada cumpleaños de la familia. —¿Quién murió?— le pregunté. —Mamá. Después de un tedioso avión de infinitas horas, aguantándome el olor a aire viejo, aterricé en un país que hasta el nombre lo llevaba corrompido por plata y que apenas recordaba, que adoraba profundamente y a veces hasta lo extrañaba. Calor infinito saturaba mi profundo dolor y todo recuerdo parisino quedó en el olvido mientras pisaba la cálida tierra de mi patria. Saludé a mi infinita familia, di el pésame, me lo dieron, yo no lo quería tener entonces lo seguía regalando, como si el pésame me quemara la boca por dentro: porque no hablé por siete días después del último pésame. Y, rápidamente en cuestión de horas, casi como si Mamá no hubiera fallecido, como si la antipatía entre mi hermano y yo no existiera, como si mi padre no me resintiera todo lo que hice o dejé de hacer y ser; así como así, me monté en un avión de vuelta a París, y me gustaría pensar que la muerte de Mamá reivindicó todo problema entre nosotros, porque esta Navidad llamaría a decirles algo así como un “te amo”.

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Llegué a París fatigada: con odio hacía sus crepes, hacía su gente que es muy fría para mi gusto, hacía sus calles, sus luces, sus champañas, sus cigarros. Pronto me encerré en mi casa y solo escribía y mandaba mis trabajo con el cartero, Ernest, quien de vez en cuando me hacía favores cuando yo le complacía en los suyos. Lloré por diez días de seguidos, el séptimo formulé mi primera sílaba desde aquella tarde cuando, junto con mi último pésame, regalé mi última palabra. Los domingos se volvieron días de ir a misa y cocinar un balde de patacones con queso, devorándolos mientras veía la versión francesa de “Quién Quiere Ser Millonario”. Una vez llegué a fumar 17 cajas de cigarrillos en tres días. Vomité poco después. Así era mi olvido. Noviembre No volví a pensar a Gustav hasta ayer, en realidad ya hace rato no me acordaba de su existencia. Su recuerdo se desvaneció como el de mi madre y pronto después llegó Julien, un tacaño dueño de un restaurante prestigioso que quedaba cerca del Musée d´Orsay; François, un marihuanero sin vida (de quien me arrepiento profundamente haberme encariñado) que no sabía las convenciones de las fracciones impropias; Russel, el ex-embajador del Reino Unido en Francia quien, 161


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yo sospechaba, se estaba escapando de la ley inglesa y era un aliado de la mafia italiana; y por último, estaba Rèmy, con quien consideré irme de vacaciones a Nápoles si no fuese por mi oportuna llegada a su casa un sábado para encontrarlo fornicando vilmente con la mucama sobre la mesa de centro de la sala. Pasajeros. El encuentro fue tan oportuno como el primero: andaba yo exhausta en un envolvimiento de perspicacias y dudas sobre la paga del próximo mes, una periodista no gana mucho en una ciudad tan vil como París. En fin, en mi afán de encontrar un lugar barato y cercano al Louvre, que me acogía con sus impávidos árboles sin hojas y la pirámide transparente que parecía burlarse de mí en su perfección geométricamente translúcida, para tomarme un café negro como la noche que carecía de estrellas, sabiendo que probablemente no dormiría y no me lo permitiría la entrega que tenía para el día siguiente, me fui a topar con lo que yo quise llamar “el destino”. Este venía vestido completamente negro, zapatos de primera y un ridículo sombrero como el del presidente Lincoln (lo que los ingleses llamarían top-hat), y una prepotencia sonora en la manera que llevaba su bastón decorativo de madera y mango de marfil. Retumbaron nuestros cuerpos y la carpeta que llevaba salió volando. Calló en un charco. Lo miré con un odio inigualable y le dije: “¿Qué 162


Cuando las viejas caen sobre los barandales

te pasa, imbécil?”. Al insultarlo en español, Gustav pareció entenderme y me miro con cierto desprecio, pero al realizar quien era, soltó una pequeña carcajada y me ofreció su ayuda. Yo, como siempre portando más dignidad que la que tenía, me rehusé y recogí mi carpeta. Fui a cruzar la calle cuando escuché un pito tremendamente cerca: era un carro. Las luces me cegaron y me tapé inútilmente la cara con la carpeta cuando una mano me agarró por el cuello casi asfixiándome y me jaló hacía el andén. Gustav me salvó la vida. Enero Dicen que en la vida las cosas pasan por una razón: que todo pasa o por voluntad de Dios, Alá, Jehová, Buda (quien sea) o por el destino. Sé que a Gustav le gusta el violín, los cafés por la tarde y los libros de Sherlock Holmes, que el color rosado no le parece de mujer y su autor favorito es Guy de Maupassant. Saber que jamás me dejaría por una follada de medio día con la empleada del servicio del vecino, que nuestro amor era como la caída de esa viejecita (oportuna y accidental) y que me salvaría, como lo hizo aquel día, de cualquier vehículo automovilístico que se metiera en mi camino, era todo lo que me mantenía viva hoy en día. Tal vez sea por mi ineptitud en tener las carpetas de trabajo a la mano cuando 163


Geografías imaginarias

voy por la calle, por no tener copias de lo que escribo o que mi trabajo de mierda me haya obligado a tomar el metro de las 10 p.m. esa noche primaveral. No sé qué habrá sido lo que me llevó a conocer a Gustav Bordeaux, pero sé que de alguna forma u otra estaba destinada a conocerlo, y que tal vez esta historia pretenda tener un final feliz que nunca encontraré con él. Que Gustav murió en diciembre, cuando apenas llevábamos tres semanas saliendo, pero ya nos habíamos dicho que nos queríamos, que su familia me conocería el 24 y nos casaríamos en abril del año siguiente, cuando los árboles que rodean el Louvre florecieran otra vez y las viejas de los metros se cayeran sobre los barandales.

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Epólogo

El derecho al lenguaje Mario Mendoza

Desde un comienzo, esta convocatoria del colectivo Buda Bues y Arango Editores para publicar una antología de nuevos cuentistas me llenó de alegría. Abrir espacios de este estilo significa que aún hay trincheras desde las cuales se lucha por unos derechos que casi nadie defiende: el derecho a la lectura y el derecho a la escritura. No hay una democracia participativa auténtica si no hay derecho al lenguaje. Porque detrás del derecho al lenguaje se encuentra el derecho a la libre expresión. Es difícil defender este último sin comprender antes los dos anteriores. Lo primero que hacen los gobiernos débiles que intentan sostenerse mediante la fuerza, bien sea en defensa de ideales de izquierda o de derecha, es empezar a restringir el derecho de expresión, vigilar los diarios, las revistas, internet, las publicaciones de todo tipo. ¿Por qué? Porque le tienen miedo a lo que esas voces tienen que decir, a lo que van a enunciar. No importa el género, no les interesa si es una crónica, una columna de opinión, un cuento o una novela: temen que en esas voces haya una fuerza de emancipación, de liberación, de rebelión. Y sí, de algún modo todo cuento es eso: un grito, una ceremonia secreta, un santo y seña, una consigna que 165


Geografías imaginarias

abre lo rela, que lo agujerea para mostrarnos otras opciones, otros mundos, otros imaginarios, otras formas de enfrentar la inmediatez. Como lo explica muy bien Luz Mary Giraldo en el prólogo de este libro, esta antología es un viaje por distintas geografías interiores que nos rediseñan el mapa general. Cada texto que hay aquí es una brújula que nos permite reorientarnos, una bitácora que nos brinda la oportunidad única de redefinir lo real. Una convocatoria como esta se alimenta de deseo profundo de darle la voz a los que aun no han tenido la oportunidad de tomársela por su cuenta. Razón por la cual esta antología es, ante todo, una celebración: la alegría de escuchar a aquellos que tienen algo que contarnos, algo que reprocharnos o algo que advertirnos. Algo que, en suma, quizás nos modifique nuestra vida para siempre.

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Índice PRÓLOGO Geografía imaginaria Luz Mary Giraldo NOTA DEL PROYECTO BUDA BLUES Semilla del cambio en la consciencia Mariana Escobar Dangond Juan Camilo Mantilla

7

11

CUENTOS Daniel Frini Acacio, bibliotecario, inventor de la nada (El décimo signo)

17

Juan Fran Nuñez La cena Carolina

27 31

Iztel Guevara del Angel A qué le temen los niños

39

José Martín García Campos El asesinato de los Reyes Magos

53

Edgar Castañeda Cortés El niño que se quedó sin voz

61

V.H. Moura Inmigrante

73 167


Geografías imaginarias

Lylanda Carta de una esposa

77

Germán Rodrigo Guerrero Melo Dedos anchos y uñas planas La trapecista

87 99

Sergio Daniel García A la memoria de un héroe Azul celeste

109 117

Antonio Silva-Santisteban Lágrimas negras

129

David Barrera Técnicamente invisible

135

Diana Carolina Hernández y Tannia Durán Virus

143

María Paula Jassir Acosta Cuando las viejas se caen sobre los barandales

155

EPÍLOGO El derecho al lenguaje Mario Mendoza

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