Intensidades - Amalia Fuino

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Amalia Fuino

Intensidades Eppursimuove Ediciones / Ediciones Artilugios


Título: Intensidades Autora: Amalia Fuino Primera Edición: enero de 2019 © de los textos: Amalia Fuino © de esta edición: Eppursimuove Ediciones / Ediciones Artilugios Imagen de carátula: “Azul profundo mundo submarino” ©123RF, Licencia estándar Imagen de solapa: propiedad de la autora Arte de tapa: Daniel Frini Diseño y maquetación: Daniel Frini

Fuino, Amalia Elsa Intensidades / Amalia Elsa Fuino. - 1a ed . - Villa Ballester : Amalia Elsa Fuino, 2018. 100 p. ; 21 x 14 cm. ISBN 978-987-778-844-0 1. Literatura Argentina. I. Título. CDD A860 Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, ni incorporado a un sistema informático, ni transmitido en cualquier forma o cualquier medio, sea mecánico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares en copyright.

ISBN 978-987-778-844-0 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina.


A los lectores que se animan a navegar conmigo esta segunda aventura.



Agradecimientos Me gustaría dar las gracias a todos aquellos que de una forma u otra, me han regalado parte de sus vidas, compartiendo conmigo retazos de dolor y gracias a quienes pude hilvanar las historias de mis personajes. Además de las anónimas musas que me acompañan día a día en el extraño transitar por este mundo, agradezco a mis queridos contertulios del Laboratorio Literario auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de San Martín, en su espacio San Martín Lee y a su coordinadora Juliana Córdoba, sin quienes no me hubiera animado a darle forma a este libro. Gracias a mis amigos, familia y a mis hijos Mariana y Eduardo, por su incondicional apoyo. También quiero agradecer especialmente a Daniel Frini, quien con infinita paciencia, me acompañó, revisó y realizó la maquetación y edición de esta segunda aventura. Por último quiero agradecer a mis padres de quienes aprendí a no darme por vencida, a intentar siempre algo más y a disfrutar de la curiosidad que lleva al conocimiento. A todos ellos, mis gracias totales.



Manana siempre puede ser mejor



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añana siempre puede ser mejor», le había dicho la anciana mujer al entregarle aquella perla negra. Mientras caminaba por las concurridas calles de la feria, no pudo dejar de pensar en aquella frase. «Mañana…mañana», se decía como si fuera una profecía que augurase la felicidad que necesitaba. Los rostros se multiplicaban a su paso y comenzó a sentir en el pecho la presión de la soledad. Tanto tiempo planificando y ahorrando para ese exótico viaje y ahora la soledad y el desamparo la perseguían como una espesa bruma. Una niebla densa que recorre su cuerpo hasta abrazarla. —Estoy bien. Tengo que estar bien y disfrutar de esta maravilla —se repetía a cada paso. Los colores impactantes de las túnicas que pasaban a su lado, la distrajeron por un momento. Sin darse cuenta apenas, se encontró en una enorme galería. Había llegado al jardín del palacio, en el centro de la ciudad.

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No pudo seguir caminando. Frente a ella y en todo su esplendor, la esperaba el jardín real. Flores multicolores, senderos impecables y prolijos la condujeron a través del extraño laberinto verde. Se dejó llevar hasta que descubrió una glorieta cubierta de pequeñas flores rojas. «No sé dónde estoy y me asusta no saber cómo saldré de aquí» pensó un momento. Sin embargo, tratando de mantener la calma, se sentó un instante y cerró los ojos. «Siempre sentí vértigo…a las alturas, a las relaciones peligrosas, a desnudar mis emociones, a ser yo mismo ante el resto». Respiró profundamente intentando calmar su ansiedad. Una suave brisa recorría el lugar. Le acariciaba suavemente las mejillas, los párpados, los labios. La envolvió, poco a poco, una agradable sensación de bienestar. «Creo que este viaje me hará bien. Necesito que me haga bien». Al compás de las hojas moviéndose con el viento, su cabello se desenredaba y con él, sus pensamientos. Sus manos dejaron las llaves y el bolso se deslizó sobre el banco. Como si el atardecer la poseyera, se irguió. Inspiró profundamente con los ojos aún cerrados y el perfume de las flores invadió todo su cuerpo. Sentada, con los brazos pesadamente cayendo a los costados, permitió que la brisa y los aromas la llevaran…y se dejó llevar.

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La brisa se transformó en viento y el calor en frío. La tarde en noche y su sonrisa en gesto duro. Le dolían sus brazos, ahora tensos sobre el banco. —Cuando vuelva tengo que escribir esto. Pero ¿cómo decirte lo que siento? ¿Cómo entregarte sensaciones de papel? ¡Cómo quisiera que estuvieras acá, conmigo! ¡Cómo podré perfumar las palabras para que ent6iendas que estás en mí! Abrió los ojos y no reconoció el lugar. Buscaba la glorieta, las flores, el perfume. Bajó los ojos y cerró los puños. El camastro de la celda le cacheteó la memoria sin piedad. Sin colores, sin aromas. —Ramona López, levantate —le exigió la oficial que había abierto la puerta de la celda. —Mañana dejás esta pocilga, nena. A la madrugada siguiente, camino al cadalso, pensaba: «Mañana siempre puede ser mejor». ♣

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Lajugada ultima



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codados sobre una mesa, jugaban una partida muy especial. Hacía muchos años que no se veían. Unos días atrás se habían encontrado en una reunión empresarial y acordaron repetir uno de sus

encuentros pasados. Al verlo jugar, ella lo elogia: —No has perdido la habilidad, Guillermo. Siempre sostuve que sabías mover muy bien las piezas —le dice, mientras acerca su peón. Él responde de inmediato: —Hace mucho que no juego. Sin embargo, no era yo quien sabía mover muy bien las piezas, ¿recordás? La mujer reaccionó: —Touché. Ya casi había olvidado aquellos encuentros. Me sorprendió verte, hace unos días, en la reunión de la empresa que dirijo y… El hombre se sorpendió: —¿Qué dirigís? ¡Vaya! Me alegro por vos. ¿Cuántos años? ¿veinte, treinta? —sin dejar de mirarla, le indica la próxima jugada—. No descuides a la reina. Amalia Fuino


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Ella siente que el juego empieza otra vez. —Esta reina siempre supo defenderse sola y vos lo sabés muy bien. ¿Seguís casado con Nina? ¿Y tus hijos? Deben ser ya mayores. ¿Aquel «Guillermito» siguió los pasos de papá o se decidió por hacer realidad sus sueños? —mira el tablero y le indica —. Cuidado con ese caballo, galopa muy rápido. Él no puede concentrarse en el juego y comienza a provocarla, también —¿Mi pieza o mi corazón? Estás igual que hace años y siento las mismas inquietudes. ¿Por qué vinimos a jugar como entonces? ¿Qué querés que haga ahora? —Jaque Mate, Guillermo. ¿Por qué te dejaste ganar tan fácilmente? Él deja caer una pieza. Se cruza de brazos y busca sus ojos. Ella apoya las manos sobre la mesa y responde a su mirada, con aplomo. Entonces, baja la guardia y le habla cariñosamente: —No quiero lastimarte. Al verte en la cena del viernes, vinieron a mi mente muchos recuerdos. Algunos hermosos. Otros muy dolorosos, pero quise volver a disfrutar de aquellos pequeños ratos en esta plaza, cuando nos escapábamos de la oficina y jugábamos solos…tranquilos, acompañados por algunos jubilados. ¿Te acordás? El hombre, emocionado, agrega: —¡Cómo podría olvidarlo! Entonces no sabías casi nada de ajedrez y hoy me ganaste sin esfuerzo. En aquel momento pensaba que tu vida y tu cuerpo estaban en mis

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manos y sin embargo, te perdí. Entonces ella le explica con firmeza: —No me perdiste. Decidiste continuar con tu vida. A veces, la comodidad le gana a la pasión. En voz baja, casi en tono de disculpa, el pregunta: —¿Creíste que fue comodidad? Sabías que Nina estaba enferma, que los chicos eran muy chicos, que habría sido muy difícil… La mujer termina la frase que heló su corazón: —…y te quedaste con ella. Lo entendí entonces. No sé si lo entiendo ahora. ¿Qué fue de ella? El hombre se esfuerza por disimular un gran cansancio y le responde: —Fue un tratamiento muy largo, pero ahora está estable. Postrada, pero estable. Los chicos ya viven solos y yo, bueno, yo estoy solo también. Ella no puede ni quiere recordarla pero necesita saber. Mirándolo fijamente le exige una explicación: —¿Por eso aceptaste este encuentro? Él teme que sus palabras vuelvan a crear el muro que empezaba a derribarse: —No, Laura, no. Cuando te vi, no podía creer que fueras vos. Yo no estoy muy bien en la oficina y al recibir la invitación de la empresa para hacerme cargo de esa oficina para trabajar como escribano de semejante emprendimiento, bueno, me sorprendió. La verdad, es que jamás pensé que fueras quien estuviera a cargo. Llegó el momento de aquella pequeña venganza urdida a escondidas durante tantos años. Casi en un susurro,

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ella le comenta: —No sólo estoy a cargo del proyecto, soy la dueña de la empresa, Guillermo. He adquirido tu oficina, contratado a tus empleados y sólo resta que firmes el contrato para que te conviertas en el notario de la institución. -¿Cómo? ¿Vos…? ¿Sos vos quien compró mi oficina? ¿Quien contrató a mis empleados? Esperaba poder solucionar los contratiempos financieros antes de fin de año. Además le ofrecí buenas recomendaciones a mi secretaria y al resto… Los rencores van cediendo y la posibilidad de volver a estar juntos crece, dejando atrás aquella venganza juvenil. Ella entiende que, tal vez, sea momento de dejar los recuerdos en el pasado. —¿Vendrás a trabajar para mí? —le pide, con una sonrisa franca. Él siente que va a rendirse ante ella como cuando la conoció: —Veo que aprendiste a jugar muy bien. Ahora, estoy en tus manos. Sin dejar de mirarlo, la mujer le ordena en un susurro: —Te espero en la empresa, el lunes, a las ocho en punto. Ella luego se incorpora. Acomoda, nuevamente, las piezas sobre el tablero, toma su bolso y se va. Él la sigue con la mirada. Siente el vértigo de una decisión que le cambiará su vida para siempre. No puede equivocarse otra vez. Camina hasta su casa, no puede volver a la oficina. Todo su cuerpo tiembla y su mente no deja de fantasear posibilidades.

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Al llegar, camina hasta el dormitorio donde su mujer descansa en la cama. Sobre su mesa de noche hay un pastillero, cerca de un vaso con agua y una foto de casamiento. Guillermo busca una valija. Voltea para comprobar que ella aún duerma. El silencio de la habitación es asfixiante. Comienza a guardar algunos objetos personales y un poco de ropa. De una pequeña caja escondida, saca aquella foto de un juego de ajedrez en la plaza con ella. La guarda en la valija y se va. ♣

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La mejor palabra



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lgunos pañuelos en el piso y otros tantos, en la cama. Sobre la cómoda; algunas pastillas, jarabe para la tos y una taza a medio vaciar. Allí, un cuerpo caliente por la fiebre y una cara inflamada por la congestión. Durante dos días, y casi moribunda, ocupé esta ancha, vacía y desordenada cama. Cálida solamente en la pequeña porción de mi cuerpecito ansioso de un manto azul de ese príncipe que me hiciera sentir mejor; quien me trajera esa sopa de pollo que cura a todas las divas en las películas; y que las espera con una bata tibia al salir de la ducha. La mañana, gris y fría, pronosticaba un día demasiado aburrido. Entonces, decidí acurrucarme dentro de las mantas y desaparecer del mundo. Cerré los ojos y pude escuchar el silencio. Nadie en la casa, nada que hacer. Una sensación pegajosa de asfixia se apoderó de mí hasta que un sonido lejano, muy lejano, me devolvió a la realidad. Reconocí el tintineo de los mensajes en mi celular y comencé a buscarlo. «¡Hola , diosa! Espero que estés mejor. Besos.» Amalia Fuino


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«¡Hola!», escribí sorprendida, «Estoy bastante mejor, gracias. La cama hace milagros.» «¡Ja, ja! Me gustaría hacer milagros. Besos.» «La curiosa Pandora alimenta la imaginación, ¿verdad?», escribí, ascendiendo la lujuriosa pendiente. Él había dicho «Diosa», la palabra milagrosa; y, de pronto, la sorpresa se unió a la tentación. La piltrafa humana en que me había convertido empezaba a deshacerse y, como la oruga, daba paso a la bella mariposa. Mis manos temblaban. Mi mente se sentía agotada y exhausta. Debía crear respuestas que escondieran la sorpresa y excitación que comenzaban a rivalizar con las líneas de fiebre que la congestión había provocado. «Diosa» seguía retumbando en mi mente. Nunca me había llamado así. Nos habíamos conocido unos pocos días antes y mi malestar había postergado la siguiente cita. Tiré el celular de la cama y pensé, pensé mucho. Debía crear respuestas coherentes, sanas. Liberar mi mente de imágenes lujuriosas y provocadoras. Los mensajes seguían llegando, mientras no lograba aclarar mi mente. Lo único que resonaba en ella era esa imagen de diosa que vagaba entre la ficción y la realidad. Este buen hombre, ¿me habría visto bien? Nada importaba. Si Pandora había podido desobedecer y, desesperada de curiosidad, había podido abrir aquel enorme arcón, ¿por qué yo no podría abrir su mente y colocar en ella una mejor imagen de mí? Me levanté, y el espejo me devolvió una cara inflamada Intensidades


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y enrojecida. Un peinado que hubiera exorcizado al propio Satanás y unos ojitos pequeños que lagrimeaban en cada estornudo. Busqué el celular. El extraño señor respondía de manera extraña. Mi cuerpo aún no había recuperado la ligereza y la firmeza necesaria. Decidí, entonces, posponer el siguiente encuentro mientras mi cabeza se acomodaba y su imagen dejaba de abrazarme febrilmente. Volví a la cama y, poco a poco, el calor me envolvió y el sueño me abrazó. A la mañana siguiente, me sentía bastante mejor. Pude volver a trabajar. Por algunos días, los mensajes desaparecieron y olvidé aquel fin de semana febril, en el que un príncipe con celular había alegrado mi congestión. Un sol otoñal había reemplazado la monótona llovizna gris. Los amigos ocupaban las horas libres y aquel resfrío había quedado en el olvido. Bajo la cama, escondido en una pantufla, seguía sonando mi viejo celular. Leí: «¿Nos vemos, diosa? ¿Paso a buscarte mañana? ¿No te llegan mis mensajes? ¡Respondeme, por favor! ¡Hola! ¿Estás ahí?» Habían pasado algunos días, y pensé que ya no podría constestar. ¿Sería prudente responderle que ya no lo recordaba? ¿Cómo explicarle que me ayudó a recuperarme de forma bastante particular? ¡Qué palabra poderosa! Y sí, a partir de entonces, soy una diosa. Me siento como tal y no dejaré de serlo jamás. Prepárense hombres. No saben lo que esta diosa Amalia Fuino


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podría hacer. Temblad, súbditos de esta reina. Conquistaré el mundo creyéndome la única sobre la Tierra, ahora que probé el elixir para la conquista. Sumida en estos pensamientos, guardé las carpetas y cerré mi computadora para irme. Parado al lado del ascensor, esa tarde la esperó a la salida de la oficina. Ella se había enfundado una soberbia nueva; y él estrenaba una seducción intensa. ♣

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El ahijado



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odas las tardes desde su ventana, lo observa llegar. Quieta, muda. Durante años lo ve ir, venir y crecer. «Eres la luz de mis ojos», solía pensar.

—Ven, Marita, ven a ver el niño que ha nacido —dijo Ofelia, un veintidós de mayo, hace ya cuarenta años. —Es bonito, ¿verdad? Casi creo que se parece a mí — suspiró, orgullosa, la madre. —Nos encantaría que fueras su madrina. Si aceptas, claro. Y aceptó. A partir de entonces, acompañó sus años desde la casa vecina. Compartió cumpleaños, comunión y hasta la fiesta de fin de curso. El muchachito crecía… y Marita a su lado. Fue su consejera, su cómplice y su mejor amiga. Soltera por vocación. Sintió que Julito era su misión en este mundo. Luego del trabajo, pasaba a verlo. Siempre fue bien recibida. Era la mano amiga para toda la familia; pero, para Julito había un cariño especial. Algo mágico Amalia Fuino


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sucedía en su mente cuando estaba a su lado. Julio creció de prisa, y la casa fue invadida por muchachotes y jovencitas que gritaban y bailaban desaforadamente. Luego ingresó en la universidad y un buen día, se recibió de abogado. Era una adolescente cuando él nació y le parece que fue ayer. Hoy ya es padre de familia y, sin embargo, aún le regala aquellas sonrisas luminosas, cuando la ve. Marita ha visto pasar la vida por esa vereda que enfrenta sus casas. Ya no es una jovencita, y los años y la soledad le pesan. Y ahora no quiere perderlo. Cierra la ventana. Toma un saco y las llaves. Sale de su casa y se dirige a su puerta. Lo esperará. Le hablará despacio. Le dirá lo que siente, antes de que entre. Se acerca a su casa. Lo ve venir. Él la saluda y le sonríe. Ella da unos pasos, le sujeta los brazos y, mirándolo fijamente, lo besa. Julio, sorprendido, la aleja bruscamente. Ella sigue hablando sola. Él entra en su casa y cierra, con violencia, la puerta. Ella comprende. Acaba de perderlo todo. Ya no volverá. ♣

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Ofelia



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os asistentes ingresaron en silencio al recinto. Cabizbajos y compungidos, se acercaban al féretro para dar su último adiós. Algunos dejaron una flor sobre las manos entrelazadas de aquel hombre. —¡Quién lo hubiera dicho, pobre Ramón! Tan joven, ¿verdad? Ahora, ¿quién se hará cargo de esas dos diablas que tiene por hijas? —susurró una mujer. Las vecinas comentaban la historia, formando pequeños grupos en aquella habitación en penumbras. El lugar se fue poblando de gente y el cielo se oscureció de golpe. Hubo que encender las luces. Las damas servían café y algunas galletas a los presentes. Las niñas corrían por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones. Ofelia, la mayorcita, parecía ajena al momento. Un jovenzuelo apareció en el vano de una de las puertas de la casa, y miró en derredor. Ofelia lo descubrió. Él clavó sus pupilas en las de la jovencita y fue acercándose poco a poco. Como espada victoriosa, su mirada la penetraba sin piedad, empujándola hacia una Amalia Fuino


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delas paredes. Cuando sus labios casi se tocaron, sintió que las manos de la muchacha se aferraban a sus brazos. De pronto, se convirtieron en garras y lo sujetaron con fuerza, mucha fuerza. Los ojos de él la dominaban, y ella consintió en dejarse dominar. Con un movimiento rápido, cambió de posición y lo empujó contra la otra pared. Sus manos lo sujetaban con seguridad y ella acercó aún más sus labios. Ahora inmóvil, él cerró los ojos y esperó. Ella lo besó con furia. Con toda la furia de que es capaz una guerrera. —¡Hija, niña! Pero, Ofelia, ¿qué haces besando la pared? ¿Es que te has vuelto loca, niña? —la increpó el cura párroco del pueblo, al encontrarla sola en la cocina. ♣

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Mi rubia



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e veo por las mañanas y se me abre el cielo. A veces me siento cansado, otras, desilusionado. Sin embargo, vos me cambiás el día. No hubo momento alguno en el que no me robaras una sonrisa o solucionaras, con paciencia y buen humor, cualquier contratiempo. Poco a poco, fuiste entrando en mi vida para no salir más. No sé cómo podré vivir sin vos, si llegaras a faltarme, con tu rubia cabellera, con tus rulos… Esos labios rojos y carnosos que me reciben con una sonrisa. No. No creo que pueda vivir sin vos. El solo hecho de pensarlo, me paraliza, me desmorona. Se me ocurren, entonces, mil y una travesuras para que me necesites. Para que me busques como yo te busco en cada instante de mi vida. A veces me pregunto cómo pude vivir sin tu presencia, sin tus manos amables, sin tus soluciones prontas, sin escucharte tararear por la casa mientras trabajo. ¡A mis años, quién lo hubiera dicho! A este pobre hombre ceniciento, le ha caído un ángel del cielo. —Don Gómez, creo que por hoy ya terminamos. Le prometo que en cuanto crezca la gramilla y aparezcan esos yuyos, lo llamaremos. A decir verdad, nunca estuvo tan

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bonito nuestro jardín. Venga a la cocina a tomar un cafecito conmigo y le pago. No, rubia. No entro. Si lo hago, no salgo más.♣


Rojiza



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escalzo y sin apuro, entró en el baño. Se quitó la bata, la colgó y verificó la temperatura del agua de la bañera con su pie derecho. Sencillamente deliciosa. Entró en ella, mientras el agua acariciaba cada centímetro de su piel. Poco a poco fue deslizando su cuerpo en la suavidad peligrosa de esa calidez. Apenas podía descansar unas horas; sin embargo, hacía varios días que soñaba con ese momento. Sentir el placer tibio y confortable del roce de esas pequeñas olas que provocaban sus manos al jugar. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Entonces, la vio. Apoyó su cabeza en uno de los bordes y, tomándose de ambos costados de la bañadera, recreó el encuentro. Su perfume presidía sus pasos y esa larga cabellera rojiza lo encegueció. Con paso firme ella se acercaba. Su boca le regalaba una tímida sonrisa. Sólo cuando lo tuvo muy cerca, se animó a reír. Entonces abrió los ojos. Ella lo tomó del brazo y acercó sus labios a su oído: —No vuelvas a dejarme. Atónito, recorrió con la mirada su hermoso cuerpo,

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hasta encontrar esa boca. A su lado, ella sostenía en alto unas horribles tijeras. ♣


Mia



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an absorto estaba escribiendo en su ordenador, que no escuchó el sonido de la puerta de entrada al abrirse. Al levantar la vista, descubrió que un hombre se acercaba, apuntándole con un arma. Con lentitud pero con paso firme, el intruso lo amenazaba sin dejar de mirarlo. Dejó de escribir y, para su sorpresa, sin pensarlo siquiera, comenzó a levantar sus manos, muy despacio, mientras escuchaba: —Me conoces, ¿verdad? Negó moviendo la cabeza. Intentaba hablar, pero no podía. —Sí, sé que sabes quién soy. Aunque puedo darte alguna pista, si lo deseas. Caminaba, muy lentamente, alrededor de la mesa, sin dejar de intimidarlo con su mirada. El escritor, aterrado, sintió su piel erizada, al punto de temblar de rabia, de ira y de desconcierto. No entendió por qué no podía evitar su mirada. Algo en esa voz perturbaba su mente. Buscaba en ella alguna

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razón que pudiera justificar esa amenaza. —Morena, bonita, muy bonita —comenzó a explicar, rodeando la mesa hasta llegar a él. Abrió la boca para responder, pero no pudo. Mil imágenes volaban en su mente. No lograba comprender lo que sucedía. El intruso había llegado a pararse frente a él y se agachó para ver sus ojos. Apoyó el arma en su frente con la suavidad de la cobra que, luego de hipnotizar a su presa, se dispone a devorarla. Acercó la boca a su oído y le advirtió midiendo cada palabra: —No vuelvas a acercarte a mi mujer. ¿Me has entendido bien? El hombre lo miró y asintió mecánicamente, sin hablar. Quitó el arma de su frente, le bajó las manos y se fue de la misma manera que había entrado: caminando. Al salir, cerró la puerta con suavidad, Creyó que su corazón le desgarraría la camisa. Trataba de calmarse. Pensó mil nombres. Buscó rostros, intentaba recordar. Ella ingresó a la casa, con algunas bolsas. Él la reconoció. Pensó. Entendió. Sonó el timbre y ella fue a abrir. En el umbral, el otro. Entonces el intruso no traía un arma. El hombre se desplomó, infartado, sobre el teclado. La mujer, se acercó al intruso y le susurró al oído: —Te dije que sería fácil. ♣ Intensidades


Esa noche



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uando abrí los ojos, me descubrí en un lugar extraño. Miré a mi alrededor y no pude reconocer nada, excepto mi ropa en la silla. Sobre mi brazo, su mano y en mi espalda, su mentón. Despacio, me liberé y fui hasta el baño. Me vi raro en el espejo. Me lavé, tratando de no hacer demasiado ruido. Luego busqué mi ropa y me vestí en la habitación. En un bolsillo encontré unas llaves que, supuse, serían de un auto. Bajé hasta el estacionamiento del edificio. Todo parecía nuevo, moderno, exótico. Pulsé la alarma de la llave y descubrí mi auto. Me subí y salí a la calle. Manejé hasta mi oficina y estacioné en el lugar de siempre. Tomé el ascensor y llegué al cuarto piso. Mi secretaria me esperaba con los mensajes y la agenda, como todas las mañanas. —Buenos días, doctor. ¡Válgame Dios! ¡Qué semblante trae! ¿Ha pasado mala noche?. Bueno, le comento que en una hora lo esperan en la reunión mensual, en el quinto piso, pero…¿qué le pasó en el traje? ¿Esa mancha es de sangre?

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—Matilde, tráigame un café y déjeme un momento a solas, por favor —me quité el saco y comprobé que estaba manchado. —Doctor, disculpe, pero estos señores insisten en hablar con usted —interrumpió Matilde. Dos policías ingresaron en la oficina. Me mostraron algunas fotos y la reconocí: rubia, hermosa, dormida. Parecía dormir dulcemente sobre las sábanas de raso, con el cráneo partido y su mentón en mi espalda. ♣

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El engano



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ientras escucha música recostada en su sillón favorito, lo descubre mirándola por la ventana. Se levanta. Va hacia la puerta de entrada y la abre. El hombre le sonríe. Lo reconoce como el padre de un alumno, que le presentaron durante un evento en la escuela del pueblo. —¡Hola! ¿Puedo pasar? —¡Qué sorpresa, señor Ferreyra! Pase, por favor. —Es sólo un momento. Necesito hablar con vos porque estoy un poco preocupado por mi hijo y… El hombre habla en voz baja y se acerca al sillón, mientras ella cierra la puerta. Por un momento se miran en silencio. Él se sienta y ella le ofrece algo de beber. Luego, se dirige a la cocina y vuelve con un vaso de agua mientras él la observa con atención. Ferreyra toma el vaso y bebe unos sorbos. Ella se sienta frente a él y cruza las piernas. No dejan de mirarse pero no hablan. El deja el vaso sobre una pequeña mesita Amalia Fuino


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donde se apilan algunos libros y se acerca a ella que descruza las piernas y se aferra al sillón. El le besa las rodillas. Ella se sorprende y se para de inmediato , empujándolo. Va hacia la cocina, y él la sigue. —Necesito hablar con vos. —No sé qué quiere. Mejor váyase. No quiero hablar con usted. Váyase por favor. —No puedo. Ahora que llegué hasta acá, no puedo. La joven se apoya contra la mesada y él se acerca tomándole las manos. La inmoviliza mientras intenta besarla. Ella incómoda, mueve su cara, pero él logra besarla de todas formas. Ambos se resisten a aceptar la voluntad del otro. La fuerza de él la doblega y, por fin, la abraza y acaricia; sin que ella pueda moverse. Un aire extraño se apodera del lugar. Él no la suelta y ella entiende que ya no podrá luchar. Sus grandes y fuertes manos la recorren sin dejar espacio a la pregunta ni al pedido. Sin autorización ni asentimiento, disfruta del momento, embriagándolo de caricias hasta lograr su objetivo. Lento, seguro y firme, el hombre gira el cuerpo joven y suave de la muchacha e inunda la cocina de éxtasis y placer. Ella ya no habla, ni se resiste, ni pide que deje de tocarla. Cierra los ojos y espera que todo pase pronto, mientras una gruesa lágrima cruza su mejilla. Poco después él le acomoda la ropa con ternura y sale de la casa. A los pocos minutos, suena el timbre. Ella se arregla el cabello y va a abrir. Intensidades


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—¿Estás bien? ¿Te hice daño? —No, estoy bien. —En este sobre está lo pactado. ¿El miércoles próximo a la misma hora? —Sí, pero no más padres de alumnos. ¿Plomero o jardinero, tal vez? —Como quieras, veré qué ropa consigo —le responde él, regalándole un dulce beso en el umbral de la entrada. ♣

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45 minutos



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e encontraron en una cena navideña. Hacía más de treinta años que no sabían nada el uno del otro. No pudieron dejar de mirarse durante toda la noche. Sin proponérselo, se buscaron con cualquier pretexto. Pocos días después, en la casa de unos amigos, Manolo se acercó, sigiloso, y le susurró: —¡Por Dios, Ana! ¡Qué bella estás! ¡No has cambiado nada! —¡Pero Manolo! ¡Menudo susto me has dado! ¿Es casualidad que nos hayamos encontrado otra vez? — responde ella. —Pues no, Ana. He querido verte desde aquella cena. ¿Podremos encontrarnos un día de estos? —Por supuesto, llámame —sonriente, le entregó una de sus tarjetas. Desayunos inesperados, algún almuerzo sorpresivo e interminables horas de mutuas confesiones, alegraron aquel otoño. —Bueno, Ana, sabrás por qué necesitaba verte hoy, ¿verdad? —preguntó, mientras ella se ajustaba el cinturón, al subir al auto. Amalia Fuino


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—Creo que sí, pero prefiero que lo digas tú. —Pues, mira, sé que siempre hubo una muy buena afinidad entre nosotros, pero yo… ya sabes, siempre quise… es que… me has gustado siempre; y ahora que he vuelto a encontrarte… quiero acostarme contigo —escupió Manolo sin titubeos. —¡Pero hombre! ¡Tú eres casado! —se quejó Ana. —¡También tú, mujer, y ya has desayunado varias veces conmigo! ¿O no se pregunta tu marido dónde vas tan temprano? Durante un largo rato, sin encender el motor, ambos se provocaron, se excitaron. De alguna forma, intentaban explicarse la mejor manera de no sentirse responsables de un engaño. —Pues bien, ¿qué dices? —acechó el lobo—. Estás hermosa. ¿Te he dicho hoy que estás más hermosa que nunca? —susurraba, meloso. Ella, entretanto, acariciaba su cara y besaba tiernamente sus mejillas. —Déjame pensarlo, hombre. No quisiera hacerle a otra mujer lo que no me gustaría que me hicieran a mí. Pero, tú me has dicho que no es la primera vez que sales con otras mujeres, ¿verdad? —¿Y tu marido? —atacó él. —Pues, no lo metas en esto, ¿ quieres? —pidió ella, acomodándose en el asiento. Manuel encendió el motor y comenzó a recorrer la ciudad en busca de un bar o de algún lugar que le permitiese convencerla del todo. Por fin, estacionó en un gran centro

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comercial de lo más inofensivo. Ella bajó del auto, se dirigió al bar y pidió un café en el mostrador. Él la siguió y ordenó un suculento desayuno. A estas alturas, ella empezó a pensar que su lencería fina quedaría en su cartera y que no había sido más que una tormenta de verano. Bebieron y se divirtieron, como en encuentros anteriores, mientras sus miradas se encendían. Luego de varias medialunas, él atacó otra vez: —Bueno, ¿vamos? —¡Déjame pensarlo un poco más! ¿Quieres? —Está bien, pero no mucho tiempo más. Pocos minutos después, el auto volaba en busca de un hotel discreto, que pudiera saciar la sed de los amantes. Durante poco menos de una hora, creyeron ver las estrellas, tocando el cielo con las manos. Sus cuerpos se envolvieron en las cortinas y se deslizaron sobre la alfombra descubriendo el placer en la maraña de besos que se debían. —De veras, debo irme —se lamentó él. —Yo también —dijo ella, besándole la espalda. Pasaron los días, se complicaron los trabajos; y, poco a poco, el siguiente encuentro, se desvaneció. Algún saludo navideño, alguna foto en las redes sociales junto a familiares o compañeros de trabajo, justificaba la complicada vida de ambos. Nada más que eso. Y los meses pasaron, sin que pudieran completar aquella hora. Una mañana cualquiera, el marido de Ana la sorprendió durante el desayuno. —¡Mira Ana! Un cuento tuyo ha aparecido en la

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revista ésa, donde escribes cada tanto. ¿Cómo se llama? Ah sí, esa de mujeres. Cuando lo leí, no entendí bien el título… Él llevó la revista y la golpeó sobre la mesa. Ana miró el cuento, petrificada. Reaccionó de inmediato y corrió hacia el baño, buscando en el bolsillo su teléfono celular. Entró y cerró la puerta por dentro, mientras un mensaje de Manolo aparecía en su pantalla. «¡Ana! ¡Mi mujer acaba de leer tu cuento! ¿Cómo has podido, mujer? ¿Es que estás loca, acaso?» Del otro lado de la puerta, su marido llegó desde la cocina, esgrimiendo una sartén en alto. —¡Sal, Ana! Sal del baño, o entro y te mato allí. ♣

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Raices



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uentan los que han logrado escapar de la comarca, que se fueron una noche sin dar explicaciones. Todos habían quedado huérfanos de sabiduría. Siempre habían confiado en él, y durante generaciones, el hombre había regalado cuanto podía

y tenía. Los más pequeños preguntaban sin cesar. Los jóvenes buscaban en los alrededores del bosque. Los ancianos sabían que no regresaría. Por siglos, nadie había dejado el lugar. Esa primavera, se oscureció el cielo y callaron las golondrinas. Los animales no salieron del establo y el silencio inundó las calles y las casas. De a poco, las mujeres dejaron de cantar por las mañanas; los críos, de gritar en los jardines; y los jóvenes, de recorrer los senderos de la plaza durante las tardes. El pueblo se envolvió de bruma que ahogó las flores. Se cerraron las ventanas. Los animales, en los corrales, protegieron a sus crías, sospechando una tragedia. El hombre se fue una noche; y con él, la vida de aquel pueblo. De niño, le habían contado esta triste historia. Parado Amalia Fuino


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en medio de este yermo bosque, intentó imaginar sus colores, el trino de sus pájaros, su gente amándose bajo los enormes árboles. El joven caminó unos pasos y se sentó sobre un tronco seco. Su mirada recorría las laderas oscuras y el suelo estéril. Cerró sus ojos y el olor profundo de esa tierra agonizante se apoderó de él. Poco tiempo después, unos viajeros que pasaban por el lugar, se detuvieron a descansar. Entonces descubrieron que, en aquel claro junto a un tronco seco, comenzaba a erguirse un bello árbol. Sus hojas brillantes y nuevas iluminaban, otra vez, de vida y color al viejo bosque. ♣

Intensidades


Trabajo terminado



S

é que debería estar agradecido. Sé que parecerá cobarde esta decisión; pero, realmente, no puedo más. No creo encontrar la solución ni las fuerzas para llevarla a cabo. Inés ya no volverá y mis hijos… tal vez no quieran volver. Dejaré en manos de mi abogado cuanto tengo o pude haber tenido. Donaré mi ropa, mis libros y el poco dinero que creo haber guardado en alguno de los cajones de esta fría habitación. Aún no puedo decidir qué hacer con mi sombra, mi fiel amiga. Esa tierna presencia que me sigue a donde voy y sin reproche alguno, se acuesta a mi lado mientras escribo éstas y tantas otras inútiles palabras. Poco a poco, la angustia se ha apoderado de mí, abrazándome cada vez más fuerte, con mayor calidez, casi con ternura. Sepan todos que he intentado cuanto estuvo a mi alcance. Créanme cuando les digo que he luchado para no tomar esta decisión, pero no he podido arrancarme del pecho este oscuro sentimiento que crece día a día. Ya no puedo llegar a mañana. Estoy dejando escritas

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mis últimas voluntades y luego de cenar me despojaré de cuanto he sido. Me convertiré en una idea, en un recuerdo, tal vez en un sueño…» Una mano suave y conocida se apoya en su hombro. —Ya has trabajado bastante. ¿No merezco un poco de atención? —Es verdad. Ya no tendrás que esperar cada noche. Hoy dejaré a mi personaje. Mañana ya puedo entregar la novela. Se levanta, la abraza, y sonríe feliz… por tenerla. ♣

Intensidades


Numen



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A

Ay, ay, ay. No, no permitas que venga. Y sí, ahí está otra vez. Ella llega, te revuelve el pelo, te dice algo al oído y te acerca una copa de vino. Dejas de escribir; y aquí, de nuevo, la pausa. A veces, creo que me convocas sólo para halagar tu ego, sabiendo que acudiré con mis mejores ideas. Tomaré tu mano para que deslices frases originales e intensas. Para que nazca la historia que estuvo dando vueltas en tu mente durante días. Arranco la yerba mala que confunde tu pensamiento y libero la creación que te satisface. Gozamos el mágico esfuerzo que dará origen a situaciones extrañas. Damos la mano a seres insólitos que deambularán por lugares increíbles, vivirán peripecias indecibles y amarán la aventura de pararse en el precipicio de la vida, para saltar al vacío, para volver la vista atrás y decidir un camino nuevo, para arriesgarse a vivir como un barco sobre olas inquietas, atravesando temporales y midiendo la adversidad. Ellos saben que nunca los dejaremos librados al azar. No les soltaremos las manos, pero se independizarán de todas —

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formas. Quedaremos, luego, en la sombra, esperando que nos visiten algunas veces, sabiendo que han crecido, y ya forman parte de la vida de otros. Ya no nos pertenecen. Es entonces cuando vuelves a llamarme. Cuando sientes el vértigo de no saber cómo empezar, de sentir que ya nada puede inventarse. Y yo vuelvo. Y, poco a poco, empezamos a crear nuevas historias. Intentamos, revisamos, nos enredamos en ideas locas y nuevos seres van tomando formas. Ingresamos en bosques lejanos, dormimos bajo árboles frondosos y abrazamos el miedo en noches oscuras. Sufrimos y corregimos. Dejamos de dormir para completar la frase. Detenemos el tiempo para imaginar la escena y volvemos a la vida si encontramos la palabra justa. Pero en el éxtasis de la creación, en la penumbra del momento ante el desenlace inesperado, ella llega, te revuelve el pelo, te dice algo al oído y te acerca una copa de vino. ♣

Intensidades


El ultimo baile



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E

l lugar estaba preparado. Sería una velada inolvidable y todos querían participar de ella. En el fondo del salón, la orquesta ensayaba sensuales melodías. En las habitaciones del palacio, otras canciones sonaban. Arrodillada a sus pies, daba las últimas puntadas al vestido de una de sus hermanastras. Sabía que no podría acudir al baile; pero, de todas formas, soñaba con él. Dejó el costurero sobre la cama y prometió encargarse de lustrarle los zapatos. Otra de ellas, reía y canturreaba feliz. Anochecía y la tristeza invadía su habitación, mientras que el palacio comenzaba a vestirse de colores y sonidos. A medianoche, él ingresó con paso firme. Por un momento reinó el silencio. Buscó entre las elegantes doncellas y la vio espiando, detrás de una ventana. Se acercó y tomó su mano para invitarla a bailar. Ella se sintió arrastrada por su mirada. Con su capa, cubrió su delgado cuerpo. Besó su cuello, y fue suya para toda la eternidad. ♣

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Lluvia



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asi sin aliento, llegó a la carretera una lluviosa noche de otoño. La brisa nocturna y la penumbra agregaban desconsuelo a su soledad. Decidió avanzar hasta algún lugar donde pudiera refugiarse y comer algo. Le dolían los pies y notó que su cuerpo había sufrido duros golpes. La cabeza le estallaba, y las luces de los autos lo encandilaban cuando se acercaban. Se apoyó en un viejo árbol y descansó un poco. Cerró los ojos e intentó recordar. Un encuentro sorpresivo, una lucha intensa. Más golpes y gritos que inundaron la noche. Se defendió como pudo. No quería lastimar a nadie, tampoco entendía por qué lo herían con tanta ferocidad. Casi por instinto, se levantó y logró ahuyentarlos. Una niña lo miraba desde el auto, y jamás olvidaría sus ojos. Al llegar a la primera cabaña, se acercó a la ventana para pedir ayuda. La puerta se abrió bruscamente, y vio al hombre con la escopeta. En un instante, el impacto lo derribó. El oso se desmoronó en el jardín. ♣

C

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No puedo mas



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o puedo más. Me tira sobre la cama e intenta estrangularme. Coloca sus manos, con suavidad, sobre mi cuello y siento la presión cada vez más intensa. Respiro profundamente para tranquilizarme, pero no puedo. Gruesas lágrimas recorren mis mejillas y cierro los ojos. Me cuesta respirar. Se apiada de mí, y una de sus manos suelta mi cuello y recorre mi cuerpo con agresividad. Sigo inmóvil, y la angustia se apodera de mí. Soy consciente de que no podré librarme de ella. Abro mis ojos húmedos y veo su sonrisa poderosa, firme y autoritaria. Me sabe su presa, y vuelve a colocar suavemente ambas manos en mi cuello. Comienza a presionar sobre él mientras su cuerpo se apodera del mío. Me besa los ojos, las mejillas, la boca. Me ha vencido. La soledad me ha vencido. Ya nadie podrá rescatarme jamás. ♣

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Anoche



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ombras y ciegas manos me acarician el pelo mientras recuesto mi cabeza en la butaca. Somos pocos en el cine, casi nadie sentado carca de mí; y esa mano que no sé si he inventado o existe detrás. En la pantalla él corre en el andén, mientras ella llora con su mano en la ventanilla. Sabemos que no podrá subir para alejarse con ella y empezar a disfrutar de esa romántica aventura. Lloramos con ella, envuelta en impotencia furiosa. La bruma esconde los vagones, mientras él queda inmóvil, viendo cómo se aleja para siempre. En la soledad de la estación se oyen gritos y saludos. Anuncios que no escucha. Luces que se van apagando como esperanzas, arrugadas en ese rinconcito de corazón que aún late a su lado. Con la vida estrujada a cada paso, las manos en los bolsillos y el alma atrapada en el dolor, sale del lugar sin saber bien hacia dónde ir. Ha comenzado a llover y parece que cada lágrima del cielo, la llama; que su imagen se dibuja en cada charco y que nadie, nunca, podrá resucitar su pobre y amargado corazón. No pudo llegar. No supo arriesgarse y la perdió. En la barra se lo había dicho. Los amigos le habían advertido tantas veces del peligro. Pero Juan no pudo. No se

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animó a dejar todo por ella. No quiso pedirle que se quedara, que renunciara a todo por él. Caminaba de la mano de la más profunda tristeza bajo una fina llovizna que, poco a poco, empapaba su traje. Ella, había llegado con dulzura y muy silenciosamente a su vida. Lo había empapado de caricias y ternura y, sin que se diera cuenta, hoy se había llevado hasta su piel. Temía no poder volver a respirar si perdía su recuerdo: esos grandes ojos negros que lo atravesaron con intensidad mientras su sonrisa le abría las puertas de la felicidad, cuando reían imaginándose juntos para siempre. No. No supo ver la proximidad del final y su firme decisión. No quiso pensar que, tal vez, la perdería. No podía irse, no debía dejarlo. Ella debió entenderlo y quedarse. La oscura orfandad de amor, lo mataría… Casi no puedo ver la pantalla. Las lágrimas se deslizan, sin permiso, por mi cara; y busco a tientas un pañuelo. Cierro los ojos y lo siento acariciando mi pelo con ambas manos. Me incorporo en el asiento y me vuelvo despacio. Me mira y sus manos se acercan a mi cara. Me toma las mejillas con ternura y espero su beso. Espera mis labios. Alargo mis brazos y arrodillándome en la butaca lo beso dulcemente. Un grito en la sala nos descoloca. Al girar veo, en la pantalla, el dolor hecho decisión y el cadáver del hombre contra el pavimento. Antes de que se enciendan las luces, salgo con rapidez de la sala. Sólo me queda su perfume, sus manos en mi cara y la dulzura de ese beso. Lo perdí entre la gente y me perdió en el tumulto. ♣ Intensidades


El bar



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stabas sentado en un modesto barcito de la Paternal. Garabateabas números, corregías palabras y tu mano veloz modificaba columnas. Tal vez hasta hayas pensado en despedir empleados o rescindir contratos. De alguna manera debías resolver esos problemas que no te dejaban dormir. —¡Oiga! ¿Toma algo? Con sorpresa, levantaste la mirada hasta el viejo mozo que, con poca paciencia, intentaba hacer su trabajo. —Un cortado —quisiste decir, pero los sonidos no salieron de tu boca; y apenas pudiste sonreír tímidamente. —No sé pa’qué vienen si no piden nada —rezongó el hombre, mientras respondía, con la mano en alto, a quien, desde otro lugar, pedía un café. En esa mesa contra la ventana, apoyaste tus notas y lápices como si se jugara tu última partida de ajedrez. Otra vez las cuentas, los borrones, las hojas desparramadas. —Bueno, vea… o toma algo, o se va. Hace como dos horas que está acá tachonando esas hojas —escupió el hombre.

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Levanté la mirada, y mis ojos furiosos se posaron en tu Amalia Fuino


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cara. Fulminé esa sonrisa estúpida y descargué dos puñaladas en tu vientre. Me acerqué y te empujé hasta que te desmoronaras en el piso frío. Mi poder te había liquidado. No pudiste articular palabra y un hilo de sangre empezó a brotar de tu boca, deslizándose sobre tu camisa, tu vieja camisa blanca. —Nada. Ya sabía yo. No hablan, no toman, no pagan. ¿Quién es? —preguntó el mozo al dueño, acodado en la barra. —No sé. Es un muchacho nuevo en el barrio. Todos son iguales. Al principio, te miran, te sonríen, no consumen. ¡Qué sé yo! —le explicó, con desgano—. Si vuelve mañana, algo le digo. Guardaste todas tus cosas en la desgastada mochila. Caminaste hasta la puerta y antes de salir buscaste la mirada de aquel viejo de camisa gastada para petrificarlo con furia, Para amenazarlo en silencio. Caminaste hasta la pensión, satisfecho. Tu personaje había nacido. ♣

Intensidades




Indice Mañana siempre puede ser mejor La última jugada La mejor palabra El ahijado Ofelia Mi rubia Rojiza Mía Esa noche El engaño 45 minutos Raíces Trabajo terminado Numen El último baile Lluvia No puedo más Anoche El bar

9 15 23 29 33 37 41 45 49 53 59 65 69 73 77 81 85 89 93


Este libro se terminรณ de imprimir en el mes de enero de 2019 en Grupo BGK Carlos Tejedor 2815, B1605CJI, Munro, Buenos Aires, Argentina.



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