Nueve hombres que murieron en Borneo - Daniel Frini

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DANIEL FRINI

Nueve hombres que murieron en Borneo

Eppursimuove Ediciones / Ediciones Artilugios


Título: Nueve hombres que murieron en Borneo Autor: Daniel Frini Primera Edición: septiembre de 2018 © de los textos: Daniel Frini © de esta edición: Eppursimuove Ediciones / Ediciones Artilugios Imagen de carátula: Collage original del autor© (Imagen protegida con Licencia Cretive Commons) Imagen de solapa: Original del autor© Arte de tapa: Daniel Frini Diseño y maquetación: Daniel Frini

Frini, Daniel Eduardo Nueve hombres que murieron en Borneo / Daniel Eduardo Frini. - 1a ed . - Villa Ballester : Daniel Eduardo Frini, 2018. 120 p. ; 22 x 15 cm. ISBN 978-987-42-9497-5 1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título. CDD A863

Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, ni incorporado a un sistema informático, ni transmitido en cualquier forma o cualquier medio, sea mecánico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares en copyright. ISBN 978-987-42-9497-5 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina.


A mi familia. A los viejos maestros que me mostraron nuevos mundos.



Sicario de Dios

Guardia, Cima Quattro, 23 de diciembre de 1915 Una noche entera / tirado al lado / de un camarada masacrado su boca / gruñona / vuelta hacia la luna llena / la hinchazón de sus manos/ penetrando /en mi silencio / He escrito / cartas llenas de amor. Nunca me he asido / tan / firmemente a la vida.

H

Giuseppe Ungaretti

e pasado la noche en un pozo de obús. Aunque no tengo claro dónde estoy, sé que el río Isonzo está al frente de mí, y más allá, a mi izquierda, el Monte Maggiore y el Monte Nero. Tengo mucho frío y no siento ni mis manos ni mis pies. Las suelas de mis botas se despegaron hace meses y no pueden impedir que el barro congelado impregne mis medias, hechas harapos. Debí envolver mis pies

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Un Agujero de Gusano o Puente de Einstein-Rosen, es una posible característica topológica del continuo espaciotemporal, descrita por las ecuaciones de la Relatividad General. Básicamente, es una desviación que permitiría acortar camino entre dos puntos del espacio y el tiempo; y presenta, al menos, dos extremos conectados. La materia podría viajar de un extremo a otro.


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en los restos de una raída gabardina, arrancada a un enemigo muerto que quedó colgado en las alambradas de púas, y al que las ráfagas y las explosiones mueven como si fuese marioneta. Perdí dos dientes a causa del frío y del escorbuto. Me torturan el hambre y la sed. ¡La sed! Luiggi murió hace unos días, y no lo mataron los austríacos: lo mató la infinita sed, que quiso saciar tomando el agua podrida del sistema de enfriamiento de una ametralladora abandonada. Esta ofensiva sobre el Carso, en Goritzia, comenzó el diez de noviembre; pero hace tiempo que estamos estancados en el valle, y se nos hace imposible cruzar el río. Hace dos días comenzó el invierno. Estoy en la ladera de un monte perforado por miles de hoyos que dejó la artillería y en los cuales mis camaradas y yo apenas vivimos. Somos fantasmas rodeados de los cadáveres insepultos de los caídos. Ya no distingo entre el olor dulzón de la putrefacción, apenas atenuado por el frío, ese otro, pegajoso, de la pólvora; y aquel parecido al heno mojado, del fosgeno con que nos envenenan los austríacos y, a veces, nuestros propios generales. Es un paisaje vacío, desierto, violado, que se despierta cuando cesan los bombardeos y se defiende con la misma furia que hizo célebres a los soldados del «Alessandria» —mi regimiento, el 155 de Infantería—, hermanos míos acostumbrados a luchar sobre el terreno roto y sembrado de trincheras, agujeros, proyectiles sin estallar, andrajos de tela verde y gris, armas destrozadas, cascos rotos, objetos personales y pobres restos humanos que intentan escapar de la niebla sucia y el humo. Ni siquiera la nieve que cae puede cubrir la desolación, y enseguida se ensucia de un gris macilento. La madrugada ha sido larga y oscura. En silencio, como una plegaria, llamo a mi madre, necesito a mi padre y volver a recorrer mi pueblo. Extraño un fuego cálido que atenúe este sufrimiento. La pequeña luz de una vela es muerte segura que viaja desde los francotiradores del imperio. El día no quiere llegar y se oculta en la bruma oscura del alba.


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Mis dedos ateridos acarician a mi buen fusil: un seis cincuenta Mannlicher-Cárcano, diseñado hace un cuarto de siglo por el viejo general Paraviccini. Ya perdió su bayoneta, y su culata se rompió hace un tiempo, cuando peleamos juntos, al lado de los «Arditi», esos locos desenfadados que fueron masacrados en la cabeza del Puente de Tolmino. La artillería austro-húngara comenzó su rueda habitual hace una hora. Estamos ensordecidos por las atronadoras explosiones, ciegos y llenos de miedo. Ahora llega el turno de su infantería. Atacan nuestras posiciones, subiendo la colina en una carrera suicida. Morirán muchos de ellos, como todos los días; pero sé que esta vez no podré sostenerme: en el peine de mi fusil solo queda una bala. Con el estallido del último obús, lo veo. Como una aparición, un enemigo sale del humo y corre hacia mí; con un grito enmudecido, casi una mueca, grabada en su rostro. Es un soldadito de cabellos rubios, casi un niño, sucio, enflaquecido y con más miedo y más ganas que yo de abandonar esta lucha. Atraviesa, casi volando, trincheras y alambradas; y cuando está a veinte metros de mí, me dispara. Mientras tanto, en ese último segundo, apenas tengo tiempo para apuntar mi fusil. Entonces, mi enemigo se esfuma y en su lugar aparece un torbellino que se abre como un túnel, entre destellos enceguecedores y fugaces, de verdes, naranjas y celestes. En su interior veo un día de sol, y una ciudad increíble, una plaza muy verde —¡no recordaba el color de las plantas!—, unas vías de tren, una calle de color azul oscuro; y muchas personas vestidas de manera extraña que vitorean a los ocupantes de un vehículo negro, brillante y descapotado que parece venir hacia mí. De alguna manera sé que estoy mirando el futuro, y ese hombre que saluda sonriente a la multitud, el que está al lado de la mujer vestida de rosa, aún no nació, y en cuarenta años mandará sobre nuestros amigos del norte de América, será el hombre más poderoso de la Tierra; y estará sentado en ese automóvil, recorriendo las calles de una ciudad


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llamada Dallas. Todo ocurre con gran rapidez. Mi mente no logra hacer que mi mano detenga la orden impartida antes de que aparezca la visión, entonces, con ese hombre sonriente en la mira y a unos cien metros de donde estoy, disparo mi última bala. El proyectil dibuja una estela al penetrar en el túnel, desaparece de esta época, impacta en la garganta del blanco y le destroza la cabeza. El torbellino se diluye tan velozmente como se formó. La bala de mi enemigo austríaco me alcanza en el pecho, y yo muero. Quedo tirado en este pozo. En unos meses, podrido, frío y sin nombre; me llevarán al Sagrario de Oslavia, donde mis huesos dormirán, por siempre, junto a otros cincuenta mil caídos en estas batallas; desde la Bainsizza hasta el mar. El hombre al que maté dentro de cuatro décadas jamás sabrá que he existido.


Symborg

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H

oy terminaron, por fin, de escanear mi matriz sináptica. Los técnicos del Laboratorio de Neurología finalizaron el proceso de minduploading, levantaron toda la información contenida en mi cerebro, y dicen que estoy definitivamente virtualizado. Completé la emigración desde mi cuerpo biológico hasta este soporte digital. He sido, además, copiado y guardado como respaldo. Me he liberado de la cáscara de carne enferma, desgastada por el cáncer, que fue mi prisión y en la que transcurrió mi vida desde que fui engendrado por mis padres. Soy un programa viviente, puedo moverme por la red, reflexionar, rediseñarme, mejorarme, sumar todas las experiencias e interactuar digitalmente con otros organismos, antes biológicos, y que también han sido escaneados. Soy conciencia, razón, tigre, lobo, hormiga, lógica, roble, girasol, águila, tiburón, matemáticas, rosal, ética y bacteria. Puedo moverme en el mundo físico como un patrón de ondas, que gobierna máquinas con las que puedo manejar la materia. Soy, además, inmortal Ahora, soy la humanidad y la naturaleza y la vida. Los que quedan atrás sólo son mis antepasados. Cien mil años transcurrieron desde el primer pensamiento consciente. La evolución no termina en mí. Soy el comienzo Yo soy.



Operación «Operación»

El Tirano La dictadura del Generalísimo es terrible; y el adjetivo no refleja el horror. Claro está, el Tirano se cuida muy bien de que se conozcan sus atrocidades. Es común leer en los diarios acerca de los contingentes de prisioneros enviados a colaborar en la cosecha de algodón, para paliar el hambre de nuestros hermanos del Norte, o a prestar ayuda en las minas de carbón

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S

i has encontrado este relato, no fue por casualidad. Eres un elegido. Por favor, memorízalo; y después, lo destruyes. Quémalo, cómelo, disuélvelo en ácido, haz lo que quieras; pero no dejes, por ningún motivo, que caiga en manos de Ellos. Lo que vas a leer debe ser transmitido de boca en boca a las generaciones venideras. Ya no podremos ponerlo por escrito. El riesgo es muy grande y hay muchos involucrados cuyas vidas peligran. La tuya también. A partir de ahora, deberás tener especial cuidado con quienes te rodean y a quién cuentas esto. No podrás confiar ni en los que amas. Los agentes del Tirano están por todas partes, y no vacilarán en matarte. No tienes la posibilidad de elegir. Si has llegado a este punto de la lectura, tu vida ya está en juego. Por lo tanto, ¿qué más da?


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para dar calor a los pobres del Sur; pero lo cierto es, aunque no lo creas —sin embargo, quizá te hayan llegado rumores—, que no hay tal cosa. Ni campos de algodón, ni minas de carbón. Los prisioneros y disidentes han sido eliminados. La Guerra en La Montaña también es dudosa. Aunque el Tirano se cansa de aparecer en los televisores, en maratónicas arengas, declamando los éxitos de los valientes soldados de la Patria; te habrán llegado noticias acerca de los discursos del Dictador del Otro Lado, que son exactamente iguales a los del Generalísimo. Creemos que la mentira de la Guerra es conveniente a los dos y justifica la muerte, en batallas inventadas, de quienes no piensan igual al Tirano acá, o al Dictador allá. Y, aunque no lo creas, tampoco ha habido Peste. La muerte de miles de personas en la Llanura no ha sido culpa de ninguna enfermedad. ¿No te parece curioso que no haya muerto ningún médico cercano al gobierno ayudando a los enfermos? Piénsalo un poco. Te lo aseguramos, desde la Capital no ha salido ninguno de los doctores muertos como héroes; todos han sido eliminados acá, por oponerse al Tirano. Además, la Peste es la mejor explicación para la creación de las Fronteras Internas. ¿A quién se le ocurriría marchar adonde lo espera una muerte segura? Pues bien, tenemos fundadas razones para suponer que la Llanura no ha sido azotada por ninguna enfermedad, pero sí ha habido una insurrección en contra del Tirano y no se han escatimado esfuerzos para acallarla; aunque esto supusiera la eliminación de todos los habitantes de la provincia. Estarás diciendo como yo, cuando tuve las primeras noticias: ¡no puede ser!, ¡el Generalísimo no parece tan malo, si hasta tiene cara de bonachón y campechano!, ¡no pueden matarse tantas personas sin que nadie se entere ni diga nada! Pues bien, debes creernos. Los crímenes del Tirano son monstruosos, repugnantes y bárbaros. No debes engañarte por las imágenes que lo muestran jugando con sus nietos, o compartiendo una copa de vino con los obreros de la Fábrica. El tirano es cruel, sanguinario e implacable; y no admite, ni


El Coronel Un día de otoño de hace varios años, el Generalísimo llamó a su despacho al Coronel; hombre leal al Tirano, no del todo iluminado, pero implacable y temerario. Le encomendó la tarea, dándole carta blanca, una dotación ilimitada de dinero y la posibilidad de llevar a trabajar con él a quién quisiera. De esa manera se originó el Grupo. El Coronel contrató a los Profesores, helenistas de renombre, para que le explicasen quiénes eran las Musas y cómo podían esconderse; y a los Arqueólogos para que le explicasen, basándose en los documentos aportados por los Profesores, dónde se las podía ubicar; y con ellos formó la Oficina del Grupo. Por otro lado, reclutó a los mejores soldados y mercenarios que pudo encontrar en el ejército del Tirano (y

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soporta, la oposición. Pero donde el Generalísimo se ha mostrado más sutil y taimado ha sido, justamente, en la orquestación de las campañas para eliminar los brotes de futuros actos de disidencia. Como es sabido, la disidencia empieza cuando el hombre puede pensar. Esto ocurre cuando tiene las herramientas, es decir, las Artes. En un primer momento, el Tirano impuso la Censura, pero se dio cuenta, pronto, que Esta no era más que un dique lleno de agujeros, y muy costoso de mantener en pie. Decidió, entonces, que la Censura sería obsoleta, si no hubiese nada para censurar. En algún punto resolvió que no era factible deshacerse de los artistas, —actores, poetas, músicos, pintores, bailarines, escritores—, aunque más no fuera por razones técnicas; pero sí era perfectamente posible eliminar a quienes los inspiraban. Para su mente afiebrada, su lógica era impecable: sin inspiración no hay artes, sin artes no hay artistas; sin artistas, no es necesaria la Censura. Así fue que decidió matar a las Musas.


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se dice que, incluso, en las fuerzas armadas del Dictador del Otro Lado) y con ellos formó el Frente de Tareas del Grupo, para actuar como fuerzas de choque y eliminar los objetivos marcados. Una vez los hubo reunido, habló con ellos durante horas. Les explicó cuáles eran los objetivos ordenados por el Generalísimo y la razón de porqué debían llevarse a cabo; cómo pensaba que debía hacerse el trabajo, la disponibilidad de medios y la logística a emplear. Les pidió a los Profesores que explicasen quiénes eran los blancos, los peligros a los que podían enfrentarse y cómo podía reaccionar cada uno de los objetivos. Les dijo a los Arqueólogos que detallasen cuáles eran los lugares donde debían buscarlas y sus características. Mencionó la necesidad de guardar en el más absoluto secreto la misión del Grupo; y dijo, expresamente, que era necesario amputar —esa fue la palabra que utilizó— a cualquier miembro de la Sociedad, incluidos ellos, que pusiese en peligro el cometido del Grupo. Luego dijo: —¿Alguna pregunta? Entonces, el Sapo inquirió: —Mi Coronel ¿cómo se va a llamar la misión? —Se llamará Operación… —y el Coronel se dio cuenta, con total claridad, de la disyuntiva en la que se encontraba. En primer lugar, temió que se tratase de una trampa urdida por el Tirano. No por nada, curtido en infinidad de combates reales y ficticios, había llegado tan lejos en su carrera. Por otra parte, dedujo que, aunque fuese nada más que una intriga; estaba en un punto que podía acarrearle problemas en el futuro, y hacerlo caer en las garras del Generalísimo. Ponerle nombre a una obra o una tarea, cualquiera de la que se trate, implica un acto de inspiración; e, incluso, aunque el Coronel pudiera afirmar de manera tajante que allí no veía ninguna Musa agazapada para sugerirle una denominación, desconfiaba aún de las formas que estas pudieran tomar; y si no, al menos, de la lealtad actual o futura de sus hombres. El problema no era menor. El tema, se


percató, podría incluso minar su autoridad sobre los hombres del Grupo, quienes alegarían que tan simple tarea había sido una mera sugestión del enemigo, nada menos que hacia el Jefe; y en una etapa tan temprana de la misión. La mente del Coronel trabajaba a todo vapor. Tampoco era posible posponer; ni, mucho menos, dudar. Con voz firme, continuó: —Se llamará Operación «Operación» —y ni siquiera así estuvo seguro de haberse librado de cualquier amenaza. La reunión continuó durante todo el día. Al anochecer, el Coronel envió sus perros al mundo.

La de Ánimo Placentero Musa de la Música y la Poesía Lírica La primera en morir fue Euterpe, unos diez u once meses después de iniciada la Operación. Les tocó en suerte a Tavito y el Pelado encontrarla en un pub irlandés del centro de Tokio, completamente borracha, después de varias rondas de Cork Dry. La Oficina había marcado cinco probables ubicaciones: Viena, donde el Grupo mató a cincuenta y siete muchachas; New Orleans, donde se asesinaron ciento doce personas, cuarenta y cinco de las cuales eran integrantes de un coro —recordarás el accidente del puente Pontchartrain—; Londres, setenta y dos personas; Nuakchot, capital de Mauritania, trescientos noventa y nueve, entre ellas las de la tragedia del Kebbé; y, finalmente, Tokio. Allá llegaron Tavito y el Pelado, a mediados de abril, con precisas instrucciones de atentar contra los grupos musicales del festival Hinamatsuri, el 3 de marzo siguiente. No fue necesario, debido a que, por absoluta coincidencia, encontraron a la Musa unos tres o cuatro días antes del festival. Ella misma les confesó quien era.

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Euterpe


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Los dos hombres del Frente de Tareas debían reunirse con un contacto japonés para coordinar la entrega de los explosivos, en el «Dubliners» de Toshima-ku. Llegaron temprano, se sentaron en una mesa ubicada en un rincón, de frente a la puerta de entrada, desde la que dominaban todo el local. Con una Guinnes cada uno, se entretuvieron prestando atención a las conversaciones de los parroquianos en las mesas vecinas, hasta que los sorprendió un: ―¡Canann rud éigin, Euterpe! Tavito y el Pelado se miraron, incrédulos, al escuchar el nombre. Buscaron con la mirada a la destinataria del grito; y vieron, a su derecha y casi en el otro extremo del local, a una joven con una corona de flores en sus cabellos oscuros, que subía a una mesa y comenzaba a desgranar, lentamente, la Grace, de Séan O’Meara: «As we gather in the chapel here in old Kilmainham Jail I think about these past few weeks, oh will they say we’ve failed?» La voz de la muchacha era extraordinaria, melodiosa, y denotaba una sabiduría de siglos. Se acercaron a ella abriéndose paso entre los que coreaban: «Oh, Grace just hold me in your arms and let this moment linger. They’ll take me out at dawn and I will die…» Euterpe apenas se sostenía en pie. Cuando la canción terminó, y todos en el pub gritaban festejando y vitoreando a la cantante, entre Tavito y el Pelado la ayudaron a bajar y la llevaron con ellos a su mesa. Allí le convidaron con varias vueltas de gin; y trataron de sonsacarle algún dato que confirmase lo que sospechaban. ―¿Quién te enseñó a cantar así? —preguntó el Pelado. ―Mis padres… —¿Y quiénes son ellos? ―continuó Tavito. —La titánide Mnemósine y Zeus, el mayor de los dioses


Erato La Apasionada Musa de la Poesía Amorosa Habían pasado más de dos años de la muerte de Euterpe cuando mataron a Erato. Dentro del Grupo, a la euforia inicial por el asesinato de la

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―dijo ella, hablando repentinamente en griego; y arqueando sus cejas con un dejo de sorpresa, como insinuando «¿De verdad ustedes no saben eso?». Los dos hombres, atónitos, no podían creer en su suerte. Se demoraron unos minutos más, y luego salieron llevando a Euterpe entre ambos, sujeta por los hombros y arrastrando sus pies. Caminaron por Meiji Dori hasta el Río Arakawa, en un recorrido de más de cuatro mil metros, deteniéndose de tanto en tanto a tomar alguna otra copa en los bares de la avenida, de manera tal que ella se mantuviese alegre e inocente, en la nebulosa de la borrachera. Eligieron un camino largo para cerciorarse de que nadie los hubiese seguido. En tal caso, se hubiesen comportado ellos también como ebrios, y dejado para después lo que estaban a punto de hacer. Cuando llegaron al río, Tavito buscó una zona poco iluminada en el parque de la ribera. Euterpe no paraba de reírse; y ambos, fingiendo, le seguían la corriente pidiéndole que hiciera silencio. Ella tapó su boca con la mano, mientras se esforzaba por mantenerse callada, pero sin lograrlo. El pelado miró en todas direcciones, y cuando estuvo seguro de que nadie los veía, le hizo una seña a Tavito, apenas esbozada con su cabeza. En medio de la risa alcohólica de Euterpe, la empujaron al agua y entre los dos mantuvieron su cabeza sumergida. Ella murió enseguida, sin oponer resistencia. El Pelado contactó a la embajada, y esa misma noche ambos abandonaron Japón.


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primera Musa y la comprobación de la merma en nuevos aportes a la música —una clara alusión a la inexistencia de quién inspire a los creadores— le siguió una etapa donde el fastidio comenzó a ganar terreno y los ánimos se exasperaron. El Tirano exigía resultados y el Coronel no encontraba cómo contrarrestar la confusión que iba ganando terreno. Ninguno de los integrantes del Grupo albergaba dudas acerca de que la Oficina era la única responsable; y en tal caso, el Coronel actuó con mano dura: del plantel inicial de Profesores y Arqueólogos solo quedaron cinco integrantes. El resto fue cesanteado; lo que, en ese contexto, no constituía más que un eufemismo para la eliminación. Mientras tanto, las huestes del Enemigo habían recibido con estupor la noticia de la muerte de Euterpe, y aunque no entendían cómo podía haber sido tan ingenua, la lloraron con hondo pesar. Las demás Musas tomaron la resolución de encontrar un reemplazo para la muerta, pero antes percibieron la necesidad de preservarse ellas mismas hasta que pasase la tormenta. Fue un integrante del Frente de Tareas, el Topo, quien aportó la primera pista. No está claro cómo se enteró de la existencia de la comunidad Ecstasy, en las Islas Canarias, cuyos integrantes profesaban el eratismo, una corriente pseudocristiana que anhelaba una sociedad orgiástica, basada en el amor. El Coronel se aferró con uñas y dientes a ese pequeño faro que se le aparecía en, se le antojaba, un huracán que amenazaba con hundirlo. Dio órdenes de montar un operativo de seguimiento y escuchas a cualquiera que creyesen relacionado con la secta. Al poco tiempo, se enteraron de la difusa existencia de una mujer a la que llamaban «Chispa de Estrellas», a la que parecían adorar. La Oficina propuso, y el Coronel ordenó, un plan de intrusión de agentes encubiertos dentro de Ecstasy. La tarea recayó en Félix, Papucho y el Sapo. Llegaron al aeropuerto de Lanzarote, en Playa Honda, un lunes hacia el final de la primavera; alquilaron un auto, tomaron


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por la quinientos cuatro hasta Puerto del Carmen, se hospedaron en el Hotel Beatriz, y dedicaron hasta el viernes a tratar de contactar con algún integrante de la Comunidad. Descubrieron, luego de mucho insistir, que los eratistas se reunían en un campo cercano a Órzola, en la punta norte de la isla. Si bien encontraron el lugar y la gente enseguida; les llevó dos largos meses ganarse la confianza necesaria para ser admitidos, en calidad de novicios. Pronto se sintieron a gusto: Ectasy era, antes que nada, una comunidad nudista, conformada por una treintena de hombres y más de ciento cincuenta mujeres. Además, practicaban, e incentivaban el amor libre en cualquier lugar, a cualquier hora, en privado o en público; y sin que nadie, nunca, pusiese ninguna objeción. La lucha más dura fue contra ellos mismos y a punto estuvieron de caer en la trampa del Enemigo. Les llevó más de cinco semanas despertar de la orgía continua, reponerse y recordar la misión. El temor a la ira del Coronel fue más fuerte. Sabían que una de las mujeres de la Comunidad era «Chispa de Estrellas»; pero, quizá por ser solo iniciados, ninguna de ellas les fue presentada como tal, y tampoco fueron testigos de ceremonias especiales de ningún tipo. Si bien los tres sospechaban de una tal Nina, que hablaba castellano con un acento que identificaron como del centro de Europa —incluso el Sapo llegó a afirmar que era griego—, decidieron cortar por lo sano y matarlos a todos. La que después fue llamada «Matanza de la Playa de la Cantería» se llevó a cabo en la primera semana de julio. La policía española nunca creyó la explicación de esos tres espectros flacos, ojerosos y desnudos: la muerte de más de ciento ochenta personas era consecuencia lamentable de un juego erótico —producir asfixia para incrementar el placer sexual— que se les había escapado de control. Si, los habían ahorcado con las manos. Puesto que estando desnudos, no quedaban muchas otras opciones. Aunque ellos nunca lo supieron, Erato fue la trigésimo


sexta mujer en morir; y no era Nina. Félix, Papucho y el Sapo aún están recluidos en el Centro de Detención Madrid 2, en Alcalá de Henares, condenados a cuarenta años de prisión. En todo este tiempo jamás hablaron acerca del Grupo. Polimnia

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La de Muchas Alabanzas Musa de la Danza, la Geometría y la Poesía Sacra Las cosas se aceleraron luego de la muerte de Erato, y todo se hizo más fácil para el Grupo. El Coronel, envalentonado, se presentó ante el Tirano quien le expresó «el más sincero agradecimiento de parte del pueblo de la Patria». Quizá el Enemigo experimentó un sentimiento de derrota que minó su ánimo y lo llevó a cometer errores fundamentales, pero lo cierto es que las Musas creyeron que sus escondites habían sido descubiertos y decidieron reubicarse; lo que no hizo más que exponerlas. Un informante avisó a uno de los Arqueólogos que tal vez Polimnia podría encontrarse en Boston, Estados Unidos. Luego del Análisis de la Situación correspondiente, la Oficina llegó a la conclusión de que la Musa debía encontrarse en un Centro de Estudios donde las matemáticas tuviesen un papel preponderante, y cerca de algún lugar religioso donde pudiese cantar himnos a los dioses. Aconsejaron al Coronel, quien envió al Topo, el Cucaracha y Tomasito, a buscarla al Instituto Tecnológico de Massachusetts. El Cucaracha no pudo, siquiera, entrar a la Unión. Fue detenido por posesión de estupefacientes apenas pisó la aduana del Aeropuerto Logan. Fueron inflexibles. Nadie atendió sus razones. Fue juzgado y condenado a diez años de prisión que cumplió en la cárcel de Suffolk County. Como los miembros del Frente de Tareas, por norma, siempre viajaban separados, los otros dos no tuvieron mayores


Terpsícores La que Deleita en el Baile Musa de la Danza, la Poesía Ligera y el Canto Coral A pesar de ser, en cuestiones de seguridad personal, la más descuidada de las Musas; no fue hasta que la delató una compañera de baile, celosa de su maestría, que el Grupo se enteró dónde podían encontrar a Terpsícores. La traidora les dijo que podían verla en el Ballet Mariinski de San Petersburgo. Contó, además,

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inconvenientes. El Topo y Tomasito encontraron a Polimnia mendigando en la puerta de la MIT Chapel, detrás del Bexley Hall y cerca del Auditorio Kresge, en Amherst Street. No se parecía en nada a una gran Musa. Estaba vestida con una especie de quitón blanco, muy sucio; su pelo estaba greñoso y cortado con tijeras, de manera descuidada; cubierto, al igual que su cara, con algo parecido a un velo; recostada contra la puerta de la Capilla, a sus pies una lata vieja de sopa de tomates Amy’s donde esperaba que las almas buenas le dejasen algunas monedas; en actitud meditativa y con su mano estirada y abierta, invitando a la caridad. El Topo y Tomasito se le acercaron. Ella se dio cuenta de quiénes eran y se supo perdida. No intentó huir. Los miró y les sonrió con un cansancio de milenios. Sus dientes blanquísimos la entregaron. Ellos sacaron sendos cuchillos de combate Botero Black y le asestaron doscientas noventa y seis puñaladas. La sangre de Polimnia los cubrió de pies a cabeza. Se alejaron hacia el río, cruzando el jardín del McCormick Hall; apenas se lavaron, tratando de quitarse la sangre, y se fueron caminando hacia el Charles Rivers Black Path, cruzaron el puente de Harvard hacia el sur, y nunca más se supo de ellos. Después de salir de prisión, el Cucaracha se casó con una india iroquesa, y se fue a vivir a los Grandes Lagos con los Mohawks.


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que era incontrastable el hecho, aunque algunos se empeñaban en tacharlo de leyenda, de que cada tantos años la Musa pasaba una temporada allí e incluso había sido maestra de Marius Petipá y Agrippina Vaganova. Ella, continuó, era la primera bailarina del ballet, y Terpsícores quería adueñarse de ese puesto. El Coronel envió a Tavito, Manucho y el Zorrino, que se jactaba de ser un muy buen bailarín de salsa. La idea era dar un golpe rápido: entrar, matar, salir. Llegaron a Rusia un día frío de diciembre; y fueron, sin siquiera pasar por algún hotel, a la puerta del Teatro. Como pudieron, se hicieron entender por el conserje, diciendo que eran fanáticos del ballet y querían ver a la Musa, que era su inspiradora. Para hacerlo todo aún más real, el Zorrino improvisó unos pasos mientras cantaba, a capella, unas estrofas de Esa Niña, de Jerry Rivera, en plena escalinata de entrada, sobre la nieve y frente a los rusos que caminaban por la Teatral’naya Ploshchad y sonreían con sorna. El Enemigo, alertado, avisó a Terpsícores, que fue sacada por una puerta lateral. Alcanzaron a verla cuando la subían a un auto —Un Moskvitch Aleko del noventa y nueve —dijo Manucho, que sabía mucho de vehículos rusos. —¿Tomaste la patente? ―preguntó Tavito. —Por supuesto ¿con quién te crees que estás hablando? Pero da igual, porque no entiendo las letras que usan acá. Desde San Petersburgo la siguieron, como rastreadores, primero a Helsinski, luego Varsovia, Bucarest, Ankara, Amman, El Cairo, Khartum y finalmente la pequeña aldea massai de Embiti, en Kenia, a doscientos cincuenta kilómetros de Nairobi, la capital. Cuando la alcanzaron, la tribu celebraba la asunción de un nuevo jefe, y las mujeres formaban un círculo a su alrededor; moviéndose de manera cadenciosa. El hombre, con su cabeza pintada de rojo, daba unos espectaculares saltos con su cuerpo rígido, las manos pegadas a los costados, las rodillas juntas y un atado de pasto fresco bajo sus brazos. Todas


Melpómene La melodiosa Musa de la Tragedia, en el teatro El Grupo creyó, desde el principio, que sería muy fácil ubicar a Melpómene y Talía. La Oficina mandó a buscarlas por todos los grandes teatros del mundo: el San Carlos en Nápoles, La Fenice en Venecia, el Covent Garden y el Haymarket Royal en Londres, el Wiener Straatsoper en Viena, la Scala en Milán, la Ópera en París, el Bolshoi en Moscú, el Berliner Ensemble en Berlín, el Metropolitan en Nueva York, el Liceo en Barcelona; siguieron por Broadway, Holliwood, Cinecittà e, incluso, Bollywood en Bombay. Nunca las encontraron. Por recomendación de uno de los Arqueólogos, el Coronel decidió reunirse con el Propagandista del Tirano para que le expresara su parecer. Este lo envió, con las correspondientes loas al gobierno, al despacho del Director, cineasta oficial del Generalísimo, quien le pidió un tiempo

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las mujeres vestían la típica swuka roja y pesados collares de cuentas que golpeaban rítmicamente sobre sus hombros, mientras aceleraban el ritmo del movimiento de sus caderas. Entre ellas, destacada por su piel pálida, estaba Terpsícores. Bailaron durante horas, hasta quedar exhaustos. En ese momento, la Musa vio al grupo y, de manera solapada, dejó la rueda y trató de salir de la pequeña aldea. Tavito, Manucho y el Zorrino la vigilaban de cerca y la siguieron. Anochecía. Ya en la sabana, ella corrió lo más rápido que pudo y los tres la seguían a no más de cincuenta o sesenta metros. No se sabe cuánto duró la persecución; pero diez días después encontraron los cuatro cadáveres a kilómetro y medio de donde se había realizado el baile. Se cree que los mataron los leones y, luego, las hienas dejaron las osamentas casi peladas. Los huesos de Terpsícores tenían un brillo especial.


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prudencial para ver qué podía averiguar entre sus subordinados. El Coronel no se hacía muchas ilusiones y pronto se olvidó de esta pista. Sin embargo, pasados más de dos años, recibió un llamado de la Secretaría de Cine, invitándolo a una reunión con el Director; que tenía información para brindarle. —Hay actores que hacen cualquier cosa por un papel —dijo el cineasta apenas el Coronel entró a su despacho, sin siquiera saludarlo —. Son ratas. Todos son unas ratas. Nunca se podrá alabar suficientemente al Generalísimo con gente así. —¿Qué me consiguió? —preguntó el Coronel. —Mire. Hay un actorcito, bastante maricón, que está actuando en una obrita menor, insensible a las necesidades de la Patria, que se llama algo así como… —hizo una breve pausa, mientras acomodaba sus anteojos y leía en un breve borrador que estaba sobre su escritorio —…ah, ¡acá está! «Esperando a Godot» —pronunció la «t» bien marcada, de manera deliberada —, de Samuel Be…bec…kett, ¡de Samuel Beckett! Un alemán, creo. Este actorcito dice…—buscó con la mirada en el apunte—, y cito textual «que el declarante afirma conocer unas señoritas que ha visto trabajando, afirma que le parecen extranjeras por como hablan, y que actúan muy bien. Dice que una es muy buena para la comedia y la otra para la tragedia. Preguntado sobre si conoce los nombres, el declarante afirma que una dijo llamarse Talía, y que de la otra no recuerda el nombre pero le decían Melpa. El declarante afirma que hace dos meses que no las ve y que cree que salieron del país. Preguntado sobre el nombre del teatro donde trabajaban el declarante dice que no se acuerda pero que queda en el bajo, cerca de la autopista. Preguntado sobre si sabe adónde fueron, el declarante afirma que oyó decir que acá se estaban ocultando, pero las iban a descubrir, entonces se marchaban y cree que a Australia», etc., etc. ¿qué le parece? —Le agradezco, señor Director —dijo el Coronel,


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mientras se levantaba para retirarse. —Tome. Llévese unas entraditas para darle a su gente. Son para asistir al estreno de mi nueva película «Los enfermeros las prefieren en bolas». El Generalísimo va a estar presente…. El Coronel las tomó y se retiró. Apenas llegó a la calle las rompió. Toda manifestación de arte es peligrosa. Ya le llegaría su momento al Director. Más adelante veremos qué pasó con Talía Concentrémonos, ahora, en el final de Melpómene. El Coronel envió al Mudo, a Serapio y al Coso, a Sidney. Se reunieron en el aeropuerto Kingsford Smith, desde donde fueron hasta The Rocks. Se alojaron en una suite del hotel Quay West, en Gloucester Street, e inmediatamente se dirigieron al complejo de la Casa de la Ópera, por la calle Alfred. Pasaron semanas buscando en el Concert Hall, el Opera Theatre, la Sala de Música, el Drama Theatre, las salas de grabaciones, los camerinos y las salas de ensayo, turnándose en la vigilancia. Finalmente, alguien les señaló una mujer de mediana edad a la que en el mundillo del teatro conocían como Meme; comenzaron a seguirla, aunque más no fuera para justificar la prolongada estadía. Fueron Serapio y el Coso quienes fueron tras ella ese día. Después de más de cinco horas de caminata, llegaron al Prince Alfred Park, en Parramatta. Ellos pensaron que la Musa, si lo era, podría dirigirse al Riverside Theatre. Sin embargo, entró en una galería, y se dirigió a un pequeño local under. Parecía distraída pensando en sus cosas. Serapio, más por instinto que por haberlo planeado, la llamó: —Melpómene. Ella, sin darse cuenta de la trampa, giró la cabeza y contestó: —¿Si? Los dos hombres se miraron un segundo, y la atacaron.


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El Coso la tomó por los hombros y la empujó contra una vidriera. El cristal se rompió con un ruido apagado. Serapio recogió un trozo de vidrio y se ensañó con la garganta. Todo duró apenas segundos. Los pocos que salieron del local, alertados por el ruido, se encontraron con la cabeza de Melpómene separada de su cuerpo, que aún se movía con espasmos. Serapio y el Coso atravesaron el parque a toda carrera y se refugiaron en la catedral de Saint Patrick, sobre Mardsen Street. Curiosamente, nadie los vio. Desde allí llamaron al Mudo, quien les llevó ropas limpias. Se cambiaron dentro de un confesionario. Sin pasar por el hotel, fueron al aeropuerto y abandonaron Australia. Talía Florecer Musa de la Comedia, en el teatro, y de la Poesía Idílica Lo más extraño con esta Musa fue su nombre tan común y tan especial a la vez. La Oficina evaluó el tema después del asesinato de Melpómene, entrevió la enorme cantidad de recursos necesarios para encontrarla, contando solo con su nombre como pista; y transmitió sus opiniones al Coronel. Este, pragmático como siempre, decidió aplicar lo que llamó «Estrategia de Contrasaturación»; y matar a todas las Talías. Los hombres del Grupo se dedicaron desde entonces, y sistemáticamente, a eliminarlas a todas. La matanza lleva años y aún continua; y azota Centroamérica, México, España y toda Europa y hasta las Filipinas. Recordarás este hecho por lo curioso y la cantidad de teorías que se tejieron para explicar el fenómeno. No hay forma de saber cuántas mujeres murieron. El Grupo nunca lo supo, pero la Musa murió en manos


de un integrante del Frente de Operaciones, del que poco se sabe, el Bollito. Fue hace tres años, en la primera noche de Carnaval, y en una plaza de un barrio pobre de Manaos. Literalmente, le borró la cara golpeándola con un palo. Nunca más hemos vuelto a oír hablar del Bollito. Calíope La de voz bella Musa de la Poesía Épica y la Elocuencia Nueve hombres que murieron en Borneo / 29

Los Arqueólogos tuvieron un golpe de suerte. En el Volumen dieciséis de la catorceava edición de la Encyclopaedia Britannica, de mil novecientos cuarenta y ocho, encontraron una fotografía de Joseph Goebbels junto a un grupo de colaboradores, cuyos nombres figuraban en el epígrafe. Entre ellos, estaba Fräulein Kalliope. Con esto, no solo podían ubicarla en la Alemania Nazi más o menos en mil novecientos cuarenta y cuatro; sino que, más importante aún, tenían una fotografía. En la Oficina utilizaron los programas de reconocimiento facial más avanzados; y así fue posible seguir su camino por la historia y encontrarla en la Unión Soviética de Stalin, con Franco en España, en la China de Mao, con el Khmer Rouge de Pol Pot y en los gobiernos de los Bush en Estados Unidos. Cierto día, uno de los Profesores encargado de controlar los avances de la computadora, leyó el informe de la probable ubicación actual de la Musa. La taza de café que sostenía en su mano cayó al piso. Atónito, corrió por los pasillos sin prestar atención a nada ni nadie y llevándose todo por delante. Llegó, jadeante, a la oficina del Coronel y abrió la puerta de golpe y sin pedir autorización para entrar. La Secretaria se levantó de las rodillas del Coronel como impulsada por un resorte. Acomodándose la ropa, abandonó la oficina. —Vea mi amigo —alcanzó a murmurar el Coronel —,


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tiene que golpear antes de… —¡Calíope está acá! —gritó el profesor, sin aliento. —¿Cómo dice? —¡Mire! —se apuró el Profesor, tirando un dossier sobre la mesa —¡Mire! ¡Es ella! ¡En el Ministerio de Propaganda! El Coronel tomó el informe y lo hojeó, con curiosidad. Conocía los resultados previos del programa de computación, así que le fue muy fácil reconocerla. No cabían dudas. De manera urgente, envió a Tomasito y al Pomo a buscarla. La historia oficial dice que Calíope se retiró del Ministerio por una indisposición pasajera. Nunca hemos vuelto a saber de ella. Como corolario ¿has notado que, de un tiempo a esta parte, los discursos del Tirano son del todo incoherentes; y por otro lado, además, ya nadie le hace himnos ensalzando su figura? Urania La Celestial Musa de Astronomía y la Astrología, las Matemáticas y las Ciencia Exactas El Coronel creía que todo era tan simple como sumar dos más dos: si Polimnia tenía que ver con la Geometría y Urania con las Matemáticas; y a Polimnia la habían encontrado en Massachusetts, entonces Urania también debía estar por allí. Por la misma época en que Tavito, Manucho y el Zorrino andaban cazando a Terpsícores en África, el coronel mandó a Osvaldito y al Rengo a los Estados Unidos. Los dos entraron, a sangre y fuego, en la Escuela de Matemáticas y Ciencia John O’Brian, en el Malcom X Boulevard, de Boston, donde mataron a quinientas setenta y dos personas, entre profesores y alumnos, antes de que los equipos


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de armas tácticas especiales los acribillasen. Pero la Musa no estuvo entre los muertos. En esos días, el Torito acompañó a su anciana madre, que desde mucho tiempo antes le insistía en que la llevara a visitar a la Yumára, una tía abuela lejana, por la que el Torito sentía, desde niño, un temor rayano en la insania. La Yumára era gitana —algo que él se esmeraba por ocultar—, y tenía un porte y una figura que aún hoy hacían que al Torito se le erizasen los pelos de la nuca. La encontraron en el geriátrico, sentada junto a un gran ventanal. Apenas entraron, su madre la saludó: —May lashó, Yumára. —May nais, m’hija —y agregó, dirigiéndose al Torito —. Y buen día para vos también, bahktaló. —¿Suertudo? —dijo el Torito—. ¿Por qué? —Vas a encontrar a la que estás buscando. —¿Y cómo sabés a quién busco, vieja? Ella abrió su boca desdentada en una mueca que podía pasar por risa y agregó: —O drabarimós, m’hijo. —Sí —contestó el Torito—, la adivinación. ¿Y sabés dónde está la que busco? —Tenés que buscarla en México. Anda escondiéndose con los Rrom de allá, pero ella no es gitana. Es una gazhé que, cada tanto, se oculta entre nosotros desde antes que saliéramos de Parathiatar, hace como mil años. —Ajá. —Vos la querés matar; y está bien, si es la voluntad de O Del. Pero oíme bien lo que te digo, m’hijo: cuando estés cerca de ella, pensá en otra cosa —y se quedó callada. —¿Cómo, vieja? ¿Qué me querés decir? Pero la Yumára no habló más. Su rostro, gris, pareció secarse y sus ojos se quedaron quietos, como si hubiese perdido


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todo rastro de vida. Madre e hijo se quedaron con la gitana unos cuantos minutos más, pero no intercambiaron palabras. Apenas el Torito dejó a su madre, voló a reunirse con el Coronel. Le dijo que tenía un muy buen dato acerca de dónde encontrar a Urania, y debía ir a México. —Está bien —contestó el Coronel —. Andá. Llevate al Petardo con vos. Una semana después, los dos se encontraban en el Aeropuerto Jara, de Veracruz. Les llevó otra semana contactar a los gitanos, y obtener algún dato interesante. Una Gachí les comentó acerca de una Ruspí que vivía oculta por el lado de Tuxtla. —Es un rumor, chavorés —les dijo—, pero es mejor que nada. —Nais tuke —agradeció el Torito. —Delante de mi hablás en cristiano, ¿estamos? —lo amenazó, al oído, el Petardo. Alquilaron un auto en el Avis de Collado; tomaron Enríquez hasta Lerdo de Tejada, luego Hidalgo hasta Cabada, por la Nacional llegaron a Santiago, y desde allí fueron a San Andrés Tuxtla por la Costanera. Otros gitanos los guiaron hasta Soriana, en el centro. Un alaquinó que trabajaba en la vereda les señaló a una mujer sentada a una mesa, casi en la esquina. En medio de la muchedumbre, se acercaron hasta unos veinte metros de donde estaba ella, con su típico traje, las cartas de Tarot a un costado, invitando a los transeúntes a conocer su suerte. —¿Qué hacemos? —dijo el Petardo. —Acercate a tantearla. —¿Y qué le digo? —Lo que se te ocurra, boludo. El Petardo caminó hacia ella. Cuando estaba solo a unos pasos, la mujer levantó la mirada hacia él, espantada.


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Al tiempo que salía corriendo, hizo una seña a dos Rrom que estaban ocultos tras una pequeña columna. El Petardo se quedó inmóvil por unos segundos, indeciso entre seguirla o volver con el Torito. Fue suficiente para que los dos extraños se acercaran por detrás y lo apuñalaran, sin llamar la atención. Cuando el Torito quiso reaccionar, ya era tarde. No había nadie a quién perseguir. A sabiendas de lo mucho que tendría por explicar, se alejó de allí. El cuerpo del Petardo quedó tirado sobre la mesa de la adivina, hasta bien entrada la noche. En su habitación del Hotel del Parque, el Torito estuvo pensando durante días. Finalmente, entendió la advertencia de la Yumára: Urania adivinaba cuándo venían a matarla. Lo leyó en el Petardo, avisó a sus monrrés gitanos; quienes la protegieron. Tuvo que empezar, otra vez, de cero. Más aún, ahora el pueblo Rrom sabía que querían matar a una protegida. El Torito recurrió a todo lo gitano que podía quedar en su sangre: Habló de un regalo enviado por la Yumára, habló de la nostalgia Rromá, exprimió su cerebro para recordar cuanta palabra kalderari le hubiese quedado grabada en su niñez. Finalmente, lo guiaron hasta la Musa, que estaba con sus cartas en una plaza, por la zona de Chichipilco. Estudió el terreno todo el día. Detectó a los gitanos que podían actuar si lo descubrían —una treintena—, analizó las posibles vías de escape; pensó en matarla desde lejos, pero lo desechó porque se sabía mal tirador. Decidió que el mejor momento era al anochecer, cuando la plaza se llenaba de gente. Esperó al otro día. A la hora prevista, caminó despreocupado. Cuando estaba a veinte pasos de la Musa comenzó a recitar, entre dientes, el «Padre Nuestro», tal como se lo enseñara su abuela Saray


Amaro Dad, savo san ade bolipe, Teyavel arasno tiro lov… Pasó por detrás de Urania, y noto solo una pequeña inclinación de su cabeza. Tal vez, una sonrisa. Se percató que ella no sospechaba nada. Teyavel tiro rayan, En un instante, su mano estaba vacía. Al siguiente, sostenía una bayoneta Lorenz

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Teyavel tiro kam… La Musa giró la cabeza, entendiendo de repente. Sir pe bolipe, ad’a i pe phu… La hoja de la bayoneta, de unos cuarenta centímetros de largo, entró por el ojo derecho de Urania, atravesó su boca y su garganta, y tocó su corazón. Torito se perdió entre la gente. Esta vez fue la Musa quien quedó tendida sobre su mesa. Tampoco nadie vio nada. Clío La que Celebra Musa de la Historia y la Poesía Heroica Clío murió en una pobre granja, cercana a Salgótarján, en la actual Hungría, en mil trescientos cuarenta y ocho; cuando la Peste Negra asoló a Europa. Era, en realidad, una vieja amargada. Todo el día estaba


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despotricando en contra del presente y el futuro. —¡En mi época esto no se veía! —¡Mirá si en mi juventud íbamos a andar con semejantes sombreros! —¡Qué me van a venir a comparar los actuales con mis tiempos! Las otras Musas eran blancos constantes de sus críticas y quejas; y muy especialmente, Erato: —¡Puta de Mierda! ¡Vestite, por lo menos! ¡Si en mi época te agarraban los guardianes, dormías adentro por un año! De verdad, nadie lloró su muerte. Las demás Musas se reunieron para encontrar una sucesora; pero por una cosa u otra, después de transcurridos casi siete siglos no habían logrado ponerse de acuerdo. Con más errores que aciertos, entre todas iban inspirando en los hombres las tareas que debiera haber sugerido Clío. Dejaron tantas lagunas que, sin proponérselo, hicieron que nosotros, los Historiadores, pudiésemos sobrevivir sin demasiada ayuda de ellas. Por supuesto que hemos cometido errores —solo a modo de ejemplo, habrás escuchado ese axioma que reza «la historia la escriben los que ganan, entonces hay otra historia»—; pero en este momento de oscuridad, no solo somos el remedo de la única Musa que no han podido matar los esbirros del Coronel y el Generalísimo; sino que, además, sobre nuestros hombros recae la tarea de encontrar a quienes reemplacen a las muertas. Pero eso será en el futuro. Hoy el Tirano sabe que con nosotros sobre la faz de la tierra, él no podrá escribir su versión de la historia y negar las atrocidades que comete. Entiende que no dominará a su pueblo mientras quede uno solo que recuerde y enseñe como, de verdad, ocurrieron los hechos. A estas alturas ―sin saber que Clío ha muerto— intuye que aquella Musa que se le escapó lo hizo multiplicándose como las cabezas de la Hidra; y, más temprano que tarde, llegará a la conclusión de que tampoco será


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necesario ejercer censura sobre los músicos si no hay quién escuche su música, sobre los escritores si no tienen quién los lea, sobre los pintores si no hay quién contemple sus obras. En suma, no será necesaria la Censura sobre las Artes si no hay nadie que pueda disfrutarlas. Entonces ideará algún mecanismo técnico y empezará a eliminar a los habitantes de la República. No será la primera vez que pasa. Hoy, amigo, solo nos interesa que la Historia sobreviva. Has sido elegido, y es tu obligación preservarla y enseñarla a tus hijos y a los hijos de tus hijos. Ahora, nosotros, los Historiadores, somos el Enemigo. Ahora, tú eres Clío.


Chróno éna, chróno dýo

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E

l hombre se paró frente a la puerta de cristal esmerilado que carecía de identificación. Miró la pequeña tarjeta que tenía en su mano para verificar la dirección y, luego, a ambos lados para cerciorarse. La cámara ubicada encima de la puerta giró hasta donde él estaba, dejó escuchar el murmullo casi imperceptible de sus pequeños servos mientras hacía foco en la cara, primero, y, después, en cada centímetro cuadrado de su cuerpo; y lo escaneó con doce mil imágenes de alta resolución. Dos segundos más tarde, y cuando el hombre se disponía a llamar, la puerta se abrió; y el sistema de control digital, con voz de mujer armoniosa y cálida, lo saludo: —Buenos días, señor Erre-Cuatro-Dos. Por favor, pase a la Sala. Le ruego que nos espere unos minutos. Con algo de asombro, el hombre dio un paso al frente y trastabilló cuando el piso de alfombra se puso en movimiento, llevándolo por un corto pasillo hasta dejarlo frente a un mullido sillón, en la Sala de Espera. Se sentó y escudriñó la habitación, de tamaño mediano y vacía, a excepción del sillón en el que estaba y una mesita ratona, a su izquierda, con unas cuantas revistas viejas y ajadas. Estiró su mano para tomar una. En ese momento, la pared que tenía a su frente se iluminó y la misma voz anterior le dijo: —Sea usted bienvenido. El Licenciado E-Dos-CeroCero lo recibirá en breve. Por favor, acepte un aperitivo mientras le mostramos algunas imágenes institucionales de nuestra


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empresa. A su frente, y sin que él supiera de dónde, se materializó un pequeño carro con unos canapés, una taza de café humeante y un vaso de gaseosa bien fría. Tomó la taza y disfrutó el primer sorbo mientras en la pared comenzaron a sucederse imágenes de paisajes de la Tierra: desiertos, montañas, ciudades, selvas, hielos. ―Milagros Sociedad Anónima ha realizado trabajos en todas las geografías, y en cualquier época en que la humanidad lo haya requerido —dijo la voz, y en la pantalla, las imágenes cambiaron a grupos de personas posando para la fotografía, que parecían salidos de un museo: uno tras otro, comenzaron a pasar desde neardenthales con instrumentos indefinidos de madera, piedra y hueso; hasta soldados ingleses de la época victoriana, junto a un grupo de lo que parecían ser prisioneros de alguna tribu africana―. En distintos momentos, diferentes personas han solicitado nuestros servicios, y hemos tenido el grato placer de suministrárselos. Para nosotros, cualquier sacrificio es mínimo en aras de satisfacer sus exigencias. No ahorramos esfuerzos ni escatimamos en tecnologías para lograr el objetivo que usted nos propone —la pantalla fundió a blanco y apareció el logo de la empresa, una letra M de color amarillo pálido, mientras la voz remató su discurso―. Milagros Sociedad Anónima. Hacemos la historia junto a usted. Como si todo fuera parte de una coreografía cronometrada, en el mismo momento que se apagaba la pantalla y finalizaba la música suave que había acompañado la presentación, se abrió una puerta a la derecha —el señor ErreCuatro-Dos ni siquiera se había percatado que estuviese allí—, y por ella asomó la figura de un hombre corpulento, con sus labios pintados de un amarillo intenso y pestañas postizas, rojas. Usaba un peluquín de polyester color cobre con un gran moño, también rojo, que ataba una trenza sobre la oreja izquierda; y estaba vestido con una salida de baño rosa, medias tres cuartos de nylon, blancas, y mocasines con punta medieval, de color bordó, charolados y con una gran hebilla cromada; todo a la usanza de la casta gobernante del Imperio Eslavo-Germánico


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de la segunda década del siglo XXIII. —¡Estimado bredulario y mosmérrimo amigo! ¡Sean dichosos los petiteros ojos que lo circundan y vislordan su periocelo! ―dijo, mientras puso sus manos en alto, entrelazó sus pulgares y aleteó sus dedos, imitando a una mariposa, a la vez que dio un giro completo en puntas de pies, en el típico saludo neozelandés posterior a la colonización del Asteroide Zadunaisky—. ¡Enhorabuénolo, enhorabuéneme! Pase por aquí, por favor ―continuó el ejecutivo de la empresa, mientras tomó al visitante por el cuello, con cierta presión, lo levantó de manera que este, a duras penas, tocaba el suelo; y lo introdujo en una amplísima oficina ―¡Hhgggghh! —el señor Erre-Cuatro-Dos intentó pronunciar una queja. —Aterrice su culochato en esta silla ―dijo E-Dos-CeroCero, mientras lo sentaba con violencia. El ejecutivo estaba siendo riguroso en el uso de las más puras reglas de cortesía, vigentes en la época de los Dictadores de la Sacra República Congoleña, y que fueron puestas por escrito, en plena Segunda Edad Media, por la Hermandad de las Divinas Gadishtu, alrededor del año cinco mil cien. Mientras se recomponía y alisaba su ropa, el visitante miró a su alrededor. La oficina estaba dominada por un gran escritorio de brillantes huesos de paxs —un ave mutada a partir de los chotacabras, en la época de la Gran Plaga Verde del siglo XLIV; cuyas plumas de color gris-humo, bastante feas según los actuales estándares de belleza, serán muy apreciadas; su carne considerada un afrodisíaco por la Orden de los Monjes Pitudos de Madagascar; y sus huesos utilizados para hacer carísimos muebles de oficina—. Las paredes eran de un color ocre luminoso, y estaban decoradas con sobriedad: una serie de cuadros que el señor Erre-Cuatro-Dos supuso, eran obras de arte de toda la Tierra y de distintas épocas; y pequeñas esculturas apoyadas en una estantería invisible. Detrás del escritorio, un gran ventanal que ocupaba toda la pared mostraba su cristal polarizado y oscuro, sin permitir que se viese qué había del otro lado.


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—¿Cómo zalamea su pajarito viril? ―continuó E-Dos-Cero-Cero con la fórmula de su saludo—. ¿Va bien de vientre por las mañanas? ¿Usa, a veces, la mano izquierda? ―en ese momento, se percató de la cara de desconcierto de su interlocutor—. ¡Oh!, disculpe usted, espero no haberlo incondrulado. Me oirá seguido referirme con palabras distémpicas, pero el hecho de tempohabitar en diferentes eh… ¿cuál es el término okeisado en esta época? ¡Ah, sí! Socióticas ―miró a una pantalla pequeña, sobre el escritorio, que indicaba en qué día, mes, signo del zodíaco, planeta regente de la hora, año y siglo estaba—, ¡no, perdón! Esa es del siglo venidero. Culturas, eso quiero decir. Tempohabitar en diferentes culturas me confunde un quántum. Es que, además, hace apenas seis horas que llegué de una aldea inuit de mil setecientos sesenta y uno, en plena Guerra de los Siete Años, y aún no he superado el time lag y la disritmia circadiana que provoca. También acabo de hablar en creole y por subzonda con un importantérrimo cliente nuestro de la ciudad de Donald. Hablo de Donald Trump City, en Mata ki te Rangi... eh... claro... faltan más de doscientas cincuenta órbitas para su fundación. Será muy conocida por el Festival Ku’u Ku’u del Amor Libre y su Orgía Ritual y llegará a ser la Sede del Consejo Mundial de Gobierno, poco después que se descubra la forma de energía más barata que conocerá la humanidad antes de la generación industrial de agujeros negros: la radiación batriácica. Además… ―Perdón… —dijo el señor Erre-Cuatro-Dos con cierto temor y algo incómodo. —¡La luz me asimile la Almeja y me deje extático frente a la Fuente de Vida! ¡Claro que usted debe coocaptar la solemena parte de lo que digo! Le pido que permita que neurone los terminales témpicos de mi cerebro hasta sintocronar el momento. Me pasa siempre que regenero en mi oficina después de un viaje. Dispénseme solo un segundo. Se levantó y caminó hasta un mueble empotrado en la pared, que presentaba un extraño orificio en el que E-DosCero-Cero metió la mano. Un terrible fogonazo encegueció a Erre-Cuatro-Dos. La fuerza de una pequeña explosión lo


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tiró hacia atrás hasta casi hacerlo caer de su silla. Cuando los extractoacondicionadores disiparon el humo, E-Dos-CeroCero se mostró frente a él, tambaleante y llevó sus manos a la cabeza, que estaba girada ciento ochenta grados. Erre-CuatroDos lanzó un corto grito, aterrorizado, y se cubrió la boca con las manos, mientras empalidecía. Su interlocutor, que aparecía negro de hollín, se quitó el peluquín que se había movido, cubriéndole la cara, dejó al descubierto una cabeza redonda, sin cabellos ni cejas; y le habló mientras que, de manera casi imperceptible, sus vestimentas mudaban a un más cómodo y actual traje de seda italiano de color verde fosforescente y solapas grandísimas; y calzas de color fucsia; además de un tutú de bailarina, confeccionado en organdí, —Por favor, le ruego que me disculpe. Aunque no es algo que valga la pena ser visto, es necesario que me actuotemporice con cierta frecuencia porque estando en tantos tiempos y hablando tantos, ¿cómo diría?, tantos slangs, ¿usted entiende, no?, me es difícil adaptarme a la época y a la persona con la cual dialogo, si no sintocronizo mi cerebro en esta maldita máquina ―señaló el mueble en la pared—. Soy el licenciado E-Dos-CeroCero, y es para mí un gran honor ponerme a su servicio. Le doy otra vez la bienvenida a las oficinas de Milagros Sociedad Anónima, a este espacio y en este tiempo. Considéreme a su disposición. ―¿Ustedes viajan en el tiempo? ―preguntó el señor Erre-Cuatro-Dos, con franca curiosidad. —¡No, por favor! ―contestó E, a la vez que lanzaba una sonora carcajada—. Espero que usted, mein freund, no sea un freak fanático de la Science Fiction. No. Me permitiré darle una pequeña clase de física: En Milagros Sociedad Anónima vivimos fuera del tiempo —y remarcó estas palabras apoyando con firmeza el dedo índice de su mano derecha sobre el escritorio―; al menos, tal cual usted lo conoce. Permítame decirle que a su tiempo, en el que transcurre su vida, nosotros lo llamamos Chróno éna, que podríamos traducir como tiempo uno. Por otro lado, tenemos nuestra propia línea temporal, que llamamos Chróno dýo: tiempo dos, digamos. ¡Y esclavos como


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somos de las leyes de la física, nuestra flecha del tiempo también fue disparada en una sola dirección! Mi mentor solía explicar que, si bien Chróno éna transcurre en un sentido y Chróno dýo también transcurre en un sentido, no es necesario que sean el mismo sentido en todo momento —otra vez remarcó con su dedo. Como impulsado por un resorte, el señor E-Dos-CeroCero se paró al costado de su silla, y pegó un salto. Al elevarse, estiró sus piernas hacia la derecha y golpeó dos veces los tacos de sus zapatos, antes de caer al suelo. Además, al tocar el piso, sus vestimentas habían mudado a una capa corta de color púrpura con cuello de armiño, sobre un uniforme de preso político Krión, a rayas horizontales naranjas y blancas; un sombrero de arlequín, guantes de cabritilla blancos, que era la ropa de fajina de los Guerreros Hopi, del siglo XXXI. Como si nada hubiera pasado, se sentó de nuevo y continuó con la explicación. El señor Erre-Cuatro-Dos abrió los ojos con pánico, e intentó decir algo, pero prefirió callarse. —En efecto ―siguió hablando E-Dos-Cero-Cero—. Una solución especial de las ecuaciones Vetera-Montiel propone y justifica la existencia de infinitos vectores temporales, aunque solo dos de ellos parecen ser habitables. Ahora bien, para definir una dirección, debemos contar con un marco de referencia; y si bajo determinadas condiciones cambiamos las referencias, que es, en definitiva, lo que hacemos, podemos lograr que las direcciones de ambas flechas coincidan o sean opuestas; de tal manera que viviendo en Chróno dýo, podemos introducirnos en el entramado espaciotemporal de Chróno éna, en el momento y lugar en que somos solicitados ¿Qué le parece? —Pareciera que ustedes son dioses… ―¡Nada más lejos de la realidad, mijn vriend! Quienes crearon Milagros Sociedad Anónima fueron personas como usted o yo, científicos con grandes conocimientos y colosal iniciativa, que lograron encontrar la forma práctica de salirse de Chróno éna y entrar en Chróno dýo o viceversa; aunque, a fuer de ser exactos, sería más conveniente hablar de los Continuos espaciotemporales uno y dos. Usando aquellos conocimientos es


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que lo hemos sacado a usted de sus coordenadas para traerlo a esta oficina. ―Notable. Aunque no creo entender su explicación de manera cabal, la considero magnífica. Sin embargo, estoy más interesado en lo que ustedes hacen, que… El licenciado E-Dos-Cero-Cero chasqueó los dedos y a su lado se materializó una imagen de unos dos metros de alto por otro de ancho. En la fotografía aparecía un beduino cuya cara tenía una expresión que al visitante se le antojó de pánico, franqueado por dos personas que lo abrazaban, sonrientes. Estos usaban mamelucos de trabajo azules, con el logo de Milagros Sociedad Anónima en la parte superior izquierda del pecho; ambos eran calvos y sin cejas. El paisaje, detrás, mostraba una montaña baja, muy erosionada, que parecía una isla en un amplísimo desierto de arena. En la base de la montaña, podían verse las entradas a tres cavernas. Un tenue olor a forraje y sudor de bestias de carga inundó la oficina, que a Erre-Cuatro-Dos le recordó un pastor cuidando sus animales; y sin que hiciese falta aclaración, entendió que el olor era parte de la imagen. ―Permítame verificar en qué tiempo estamos ―dijo E, mientras miraba, otra vez, la pantalla―. ¡Ah, bien! En lo que hoy se conoce como Al Bahr al Ahmar, al norte de Sudan, y muy cerca del Mar Rojo —dijo E-Dos-Cero-Cero mientras señalaba la holografía―. Año doscientos treinta y cuatro de la Hégira. Y no sin estudiado dramatismo, añadió luego de una pequeña pausa: —¿Oyó usted hablar de Alí Babá y los cuarenta ladrones? El señor Erre-Cuatro-Dos abrió los ojos con auténtica sorpresa. ―¿Usted me está diciendo…? ¿Quiere significar que…? ¿Ese de la fotografía es…? ¿Cómo…? —¡Claro, mon ami! ―dijo, mientras se reclinaba hacia atrás en su asiento y cruzaba las manos sobre su vientre—. ¡Nosotros instalamos la famosa puerta para él! «¡Ábrete Sésamo!» y bla, bla, bla. En realidad, fue un buen rey de la tribu Bejawi. ¿Ve esa vara en sus manos, que parece una rama? Es


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el cetro ritual que indica su dignidad. Fue súbdito del califa de Bagdag. Se rebeló contra él y se negó a pagarle impuestos. Nos llamó para poner puertas a todas las minas de oro de su reino. «Puertas sin llaves, que escondan mis tesoros y que solo yo pueda abrir» nos dijo. Claro que, después, el califa mandó su ejército, aplastó la rebelión, tomó prisionero al rey Babá y lo obligó a entregarle el oro. Pero nuestro trabajo fue impecable, y de no haber sido por la tortura, el califa nunca hubiese llegado al tesoro. ¡Había que ver las caras de todos cuando Alí Babá se paraba frente a la roca y decía las famosas palabras! El señor E-Dos-Cero-Cero se levantó otra vez, y de manera violenta de su asiento. Se paró con brazos y manos pegados al cuerpo; flexionó las rodillas y con un solo envión saltó hasta quedar en cuclillas sobre el escritorio. Luego se impulsó hacia atrás dando una vuelta en el aire para caer parado frente a su sillón; vestido, ahora, con un disfraz de oso panda, una capelina blanca de ala ancha con apliques de carey; sentarse otra vez y seguir hablando. El señor Erre-Cuatro-Dos, a su vez, se paró con miedo, temiendo que E-Dos-Cero-Cero fuera a atacarlo, pero cuando este tomó asiento, él también lo hizo, aunque con cierto recelo. ―Claro que Alí Babá podría haber dicho cualquier cosa —continuó el ejecutivo―. Qué se yo. Por ejemplo: «¡De tin marín de do pingüé!», «¡Cucharita cucharón no me junto más con vos!» o «¡Pido gancho el que me toca es un chancho!». Nosotros instalamos un sistema automático de puertas corredizas, accionado con un software de reconocimiento de voz que, como es lógico, respondía solo cuando hablaba el rey. Después, las tradiciones y el boca a boca hicieron el resto, hasta que la historia, muy alterada, llegó a los volúmenes del One Thousand and One Nights. ―Pero hay ciertas cuestiones… —¡De seguro, caro mio! Milagros Sociedad Anónima tiene un bien ganado prestigio en eso de los efectos especiales. Por ejemplo, las puertas no podían ser de cristal, por razones obvias; así que replicamos la roca circundante con espuma de poliuretano. No hacía falta ningún tipo de blindaje, puesto que


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nadie sabía que estaban allí. ―Pero necesitaron energía… —¡Claro! En este caso construimos pilas electroquímicas con agua salada, usando cavidades naturales que estaban dentro de las cavernas, a modo de estanques. Con el paso de los años, y una vez cumplido su objetivo, los estanques se secaron y las cavernas fueron olvidadas. Hace pocas órbitas fueron dinamitadas. ―¿Y el califa se llevó todo el tesoro? —Bueno, gran parte de él. Cuando el señor Babá fue obligado a revelar la ubicación de las minas, pasó por alto algunas de ellas; más tarde franqueó su propia puerta a mejor vida. Todos somos esclavos de estos cuerpos mortales. Con él fallecido, y extinguida la relación contractual, pudimos acceder a esas minas. Milagros Sociedad Anónima no es una empresa filantrópica y tiene una clara intención de lucro ―finalizó, tajante. Chasqueó otra vez los dedos y la imagen cambió. Ahora apareció una vista panorámica de un anfiteatro rodeado de montañas, que al señor Erre-Cuatro-Dos se le antojó familiar. Un hombre; griego a juzgar por su vestimenta, estaba en el centro de un grupo de técnicos de Milagros Sociedad Anónima, calvos y sin cejas: dos a cada lado del personaje central y otros cuatro al frente de ellos, con una rodilla en tierra. Ahora, llegaron hasta Erre-Cuatro-Dos reminiscencias de un olor dulzón, como a incienso. ―Plutarco —dijo E-Dos-Cero-Cero―. Año dos de la ducentésima décimo primera olimpíada. El señor Erre-Cuatro-Dos lo miró con curiosidad, sin entender la referencia. E continuó explicando: ―Plutarco, el historiador, fue uno de los que ocupó el cargo de Primer Sacerdote del Templo de Apolo Pitio, en Delfos y, como tal, responsable de interpretar los augurios del Oráculo. —¿Ustedes construyeron el Oráculo de Delfos? ― preguntó Jota, sin ocultar su admiración. ―Nosotros construimos y operamos el Oráculo —y remarcó otra vez con su dedo índice sobre el escritorio―, hasta


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que el emperador Teodosio ordenó su cierre, casi mil órbitas después. No fue un trabajo complicado. Aún hoy usamos la subzonda para comunicarnos entre distintas expresiones de los Spacetimes Continuum. Instalamos un emisor-receptor, energizado con una micropila atómica, y un translator con el que le dictábamos a la pitonisa lo que debía decir; y así regimos los destinos de las Polis griegas y romanas durante un milenio. Occidente nos debe buena parte de su idiosincrasia. Claro está, una porción importante de los tesoros que los consultantes ofrendaban a Apolo han pasado a Milagros Sociedad Anónima. Chasqueó los dedos por tercera vez. La imagen cambió a un paisaje que mostraba una escarpada costa marina. La fotografía estaba tomada desde la parte superior de un acantilado, y en primer plano se veían tres personas, casi de espaldas, contemplando el mar. La figura central vestía un kimono agekubi de color azul turquesa y en su cabellera negra tenía hecho un alto peinado sujeto con palillos de madera; los personajes que lo secundaban eran calvos y vestían los conocidos mamelucos de trabajo. Erre-Cuatro-Dos aspiró un refrescante olor a brisa salada; a pesar de que todo el paisaje y el mar eran castigados por un violentísimo tifón, que parecía no afectar a los observadores. Entre las olas inmensas aparecían restos de innumerables naves deshechas: pedazos de cascos de madera y destrozadas velas de colores brillantes. ―La costa norte de Kyūsū, en el país de Wa, o Nihon, si prefiere, o Japón. Año Kōan 3. Al centro, vestido con el kimono ritual está el emperador Go-Uda. Los tres observan la destrucción de la flota invasora china enviada por Kublai Kan, por efecto del Viento Divino, el Kamikaze. ¡Ciento cincuenta mil hombres y cuatro mil quinientas embarcaciones! —¿Usted me está diciendo que el Kamikaze fue un trabajo hecho por su empresa? ―Así es. Nos contrató el padre de Go-Uda, el emperador enclaustrado Kameyama y nos entrevistamos con él en el Santuario de Ise. Fue un trabajo costoso. Debimos construir, ad-hoc, un sistema de calentamiento por microondas de grandes masas de agua, y llevamos un dispositivo de Leadley-


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Stuart para generación de presión por plasma, con los que afectamos la atmósfera, hasta lograr las condiciones apropiadas para producir el tifón. Un trabajo nada barato. E-Dos-Cero-Cero, de manera repentina, se puso de pie sobre su silla, y comenzó a golpearse el pecho con ambos puños, mientras profirió un horripilante alarido. El señor Erre-CuatroDos se paró con el terror dibujado en su cara y gritó, a su vez: —¡Señor mío! ¡Por piedad! ¿Qué le pasa? ¡En cualquier momento me mata de un susto! ―Le ruego me disculpe —dijo E-Dos-Cero-Cero mientras se sentaba de nuevo, ahora desnudo por completo, salvo por una pequeñísima sunga de color rojo metalizado con el bordado de un diminuto dragón dorado―. Hace varios años que trabajo aquí y he ido y venido tantas veces desde el Chróno dýo al Chróno éna y viceversa, que ahora soy uno de los tantos afectados por el Crazy Horse Syndrome: algún problema neurológico, aún no resuelto del todo, que afecta la corteza límbica y se ve agravado con el aumento en el número de transfronterizaciones. Se manifiesta con alteraciones involuntarias del sistema motor, como si fueran elaborados tics nerviosos; y como, además, tengo incorporado un transceptor neuronal que me permite interactuar con el entorno; este se ve afectado también; y de allí el cambio en las vestimentas de los que usted es testigo. Le ruego que se abstraiga de ver estos movimientos tan, eh… desagradables que realizo. E-Dos-Cero-Cero chasqueó otra vez sus dedos y apareció una nueva imagen que mostraba a un hindú de cara redonda con sus ojos cerrados y una sonrisa beatífica, vestido con una túnica roja, un hombro descubierto; sentado en la posición de loto con sus manos apoyadas en su regazo, pero a unos cincuenta centímetros por encima de las cabezas de tres sonrientes técnicos de la empresa. El olor que llegó hasta ErreCuatro-Dos era una mezcla de patchouli y ahiphema. —Shiddartha Gautama, el Buddha, levitando. Usamos una Máquina Cuántica de Efecto Extendido de Heim y, si se mira bien, sus ropas están confeccionadas con materiales diamagnéticos. Hemos hecho varios trabajos interesantes con


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este hombre. Otro chasquido de dedos y la imagen cambió a la vista panorámica de una villa de casas de adobe y juncos, en pleno desierto, y dos palmeras raquíticas, azotadas por el viento. El cielo que mostraba la fotografía era aterrador: nubes negrísimas y terribles rayos de fuego que desdibujaban el horizonte. A ErreCuatro-Dos lo golpeó el olor a azufre. En primer plano, dos técnicos de Milagros Sociedad Anónima abrazados y con sus pulgares en alto, en un gesto de «todo perfecto». ―¡Ah! —dijo Espinoza―. ¡El ensayo general de la Tormenta de Hielo y Fuego! ¡La séptima de las Diez Plagas de Egipto! ¡Qué trabajos interesantes! Nos sirvieron para desarrollar y probar varias tecnologías experimentales. Aún estamos tratando de resolver el embrollo legal en que nos sumió la Matanza de los Primogénitos; pero, justo es reconocerlo, a veces nuestro trabajo puede tener complicaciones ingratas. En el caso de esta tormenta usamos un sinnúmero de efectos especiales. Acá, en la fotografía, se ve que calentamos la ionósfera con un Generador HAARP de alta frecuencia; a lo que le sumamos pirotecnia, condensación de glicerol, napalm y otras cositas por el estilo —y agregó, mirando a Erre-CuatroDos―. Aunque hemos tenido nuestros pros y contras siempre ha sido edificante trabajar con este señor Moshé. Desde que le hablamos a través de la zarza ardiente hasta que le dimos las Tablas de la Ley, también con él hemos colaborado bastante. Nuevo chasquido. La fotografía mostró a un hombre de gesto serio, con una larga y lacia cabellera rubia y una barba que le llegaba al pecho; vestido con una túnica blanca de lino, con ribetes dorados alrededor del cuello y las mangas. Era de una altura superior en una cabeza a la de los dos representantes de la empresa, que estaban parados, uno a cada lado del gigante y ambos con una sonrisa que al señor Erre-Cuatro-Dos se le antojó algo hipócrita. El que estaba a la derecha del hombre de la túnica, le hacía cuernitos. Los tres estaban descalzos y parados sobre una cama de brasas ardientes. Erre-Cuatro-Dos sintió el olor de la leña encendida. —Mannawydan ab Llyr, sacerdote druida de Ellan Vannin,


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la conocida Isla de Mann, en Irlanda; antes de la celebración de la festividad de Lugnasad, en el año de los cónsules Publio Valerio Publícola y Tito Lucrecio Tricipitino. ¡Por favor, no haga usted caso del idiota de Pizutti! ¡Mírelo, haciéndole cuernitos a un cliente! ¡Qué poco serio!. Usamos, en los pies descalzos, una suela postiza de espuma elastomérica modificada, de color carne ¡Cuántos se han quemado de manera espantosa tratando de imitarnos! Otro chasquido, y mientras la imagen cambió, E-DosCero-Cero se paró otra vez, se puso en posición de firmes mientras se le materializaba un taparrabos colorido, una chaqueta de motociclista con una calavera en el pecho y una gorra de policía, puesta al revés, que era el uniforme de gala de la guardia personal del Rus Woizero el Décimo, regente de Etiopía a partir de dos mil ciento ochenta; levantó su brazo derecho un poco por arriba de sus ojos y gritó fuerte —¡Heil Hitler! El señor Erre-Cuatro-Dos, a pesar de estar esperando un nuevo tic por parte de E-Dos-Cero-Cero, se paró de forma involuntaria, y llegó a levantar su mano para responder el saludo, pero se contuvo. Ambos se sentaron sin decir nada y miraron la imagen: Un joven de no más de quince años que intentaba quitar una espada brillante enterrada en una roca hasta unos diez centímetros de la empuñadura. Un dejo a aromas de resinas del bosque. ―Lucius Artorius Castus ―dijo E-Dos-Cero-Cero—, que algunas órbitas después será prefecto de la Sexta Legión romana en Britannia, y a quien la leyenda recuerda como el rey Arturo. La piedra está hecha de concreto reforzado con fibra de vidrio y oculta un potente mecanismo magnético, con imanes de boro/neodimio, accionado mediante control remoto por Lailoken de Strathclyde; que no es otro que Cardozo, empleado nuestro. ¿Lo ve parado allí atrás, calvo y sin cejas?, y que pasó a la leyenda como Merlín el mago. Chasquido. Una ciudad de los tiempos bíblicos, ardiendo. Un sofocante olor a humo. —Sodoma. ¿Conoce usted la historia, no? Allí atrás están


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los ángeles que, como se dará cuenta por su cabeza calva, son empleados de Milagros Sociedad Anónima ¡Qué mal la pasaron los pobres! Mc Clusky, el más flaco de los dos; ese de allí, ¿lo ve?, fue, efectivamente, violado por, al menos, diez sodomitas. El otro se salvó de, valga la redundancia, milagro. La ciudad se destruyó de manera natural, porque estaba asentada sobre un afloramiento de petróleo muy volátil e inestable. Solo pudimos rescatar a Lot y su familia. Su esposa, con la que él se llevaba muy mal, es una empleada jerárquica nuestra. Justificamos su desaparición cambiándola por una estatua suya hecha de una roca sedimentaria denominada halita; que es, ni más ni menos, cloruro de sodio. Un toque poético. Chasquido. Un Monje tibetano frente a su duplicado exacto. ―Un maestro de la escuela Rnying ma pa practicando la bilocación. Usamos una Máquina de movimiento cuántico puro, con la que logramos poner a un objeto, en este caso el monje, en dos estados a la vez. Chasquido. Un sacerdote caldeo en la base de un ziggurath. —Curación de enfermedades usando nanotecnología de reparación genética. Chasquido. Un faquir caminando sobre el agua. ―Trabajamos con fluidos no newtonianos. Otro chasquido. —¡Está bien! ¡Está bien! ―dijo el señor Erre-CuatroDos—. Entiendo muy bien el punto que quiere demostrar, y solo tengo palabras de asombro. ¿Ustedes están detrás de todos los fenómenos milagrosos? Espinoza soltó otra carcajada. —¡No, my friend! En todas las épocas hemos tenido gente que nos ha querido hacer la competencia. Burdos imitadores encerrados en sus tiempos y en sus burbujas tecnológicas de escaso valor. Infinidad de charlatanes, curanderos, gurús, magos… Incluso algunos lo han hecho tan bien que ahora trabajan aquí. No, no. Por otra parte, los milagros son la manifestación visible de nuestro trabajo pero el milagro por el


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milagro mismo es intrascendente. Es una argucia, un medio que nos permite llevar adelante el Work Plan consensuado con el cliente y obtener el resultado esperado. Partimos de una Work’s Basic Idea, a veces propuesta por el Customer, como es su caso; y en otras oportunidades, desarrollada por nosotros, la que pasa por infinitos filtros dentro de la empresa: El proceso de selección de proyectos es muy exhaustivo; usted ya conoce algo de esto. En nuestros departamentos evaluamos, de forma puntillosa, todas las implicancias en Chróno éna para la época afectada y las venideras. Todo, por supuesto, a cambio de un módico beneficio. Usted logra su propósito y nosotros el nuestro. —Pero no tengo nada con qué pagarles. ―Mi amigo, se habrá dado usted cuenta que Milagros Sociedad Anónima es una empresa bastante especial; y, de alguna manera, somos afectos al trueque. Acabo de mencionarle que, en otras palabras, nuestra mutua colaboración debe ser fructífera para ambos; aunque su beneficio y el nuestro sean de distintas especies. Mientras decía esto, E-Dos-Cero-Cero se levantó de su asiento y se paró al lado del escritorio. Cambió sus ropas a una armadura alemana del Imperio Carolingio, puso sus piernas juntas y rígidas, los pies separados ciento ochenta grados; los brazos también duros, pegados a su torso y las manos, con las palmas hacia abajo, en ángulo recto con su cuerpo. Dio una vuelta en redondo imitando a un pingüino, y se volvió a sentar a la vez que continuaba hablando: ―En su presentación, usted nos dice que le interesa, de manera muy especial, generar ciertos cambios sociales y, eh… emocionales en su comunidad, y no espera obtener lucro alguno. En tanto que nosotros, y le soy muy franco, ya hemos llegado a la conclusión de que veremos los frutos de nuestra inversión mucho después que usted se haya ido; si sabe a lo que me refiero. De prosperar su Bussines Idea, quienes vengan detrás de usted nos harán inmensamente ricos ―y volvió a remarcar el final de su alocución golpeando el escritorio con su dedo índice. —Para serle franco —dijo Erre-Cuatro-Dos―, tengo muchos temores respecto de mi plan…


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―¡Infundados, meu amigo! Tenemos mucha fe en su Proyect y hemos evaluado muy a fondo su Bussines Plan. Claro está, tenemos algunas sugerencias de management, algunas ideas sobre marketing que estimamos como imprescindibles, creemos que hay algunos errores en el análisis FODA, nos atrevemos a modificar algunas consideraciones sobre Human Resources y Sales Efforts; le sugerimos cambiar algunos collaborators; además de algunos consejos para optimizar el área de Customer Comunications y mejorar el merchandising. Los lineamientos generales están muy bien y han sido aprobados por el Consejo Directivo. De forma oficial, le comunico que trabajaremos junto a usted haciendo la historia, solo falta que usted nos diga con qué milagro empezamos. —Está bien, licenciado E-Dos-Cero-Cero… —¡Oh, por favor! A esta altura de nuestra negociación y habiéndonos puesto de acuerdo, podemos abandonar los códigos que han sido tan necesarios para preservarnos, usted y nosotros, del Industrial Espionage que tanto nos ha afectado en ocasiones. Por favor, llámeme Diego. Fui bautizado con el nombre de Diego Domingo de Espinoza y García, nacido en Segovia, España, en el mil seiscientos diez Era Hispanica ¿Y su nombre de pila es…? ―Yeshua. Rabbí Yeshua bar Yosef bar Eli bar Mattat bar Leví, nacido en Bêt-lé-em de Judea en el año vigésimo séptimo del imperio de César Augusto. Ahora bien, el caso es que mi familia ha sido invitada a una celebración de esponsales en la villa de Caná de Galilea; y mi madre, ¡bendita sea, no sé de dónde ha sacado la idea!, me ha pedido que transforme ciertas vasijas de agua en vino, y no sé cómo hacerlo…


Siempre llego tarde a todos lados

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T

engo un problema: mi máquina del tiempo atrasa. He gastado horas en darle cuerda de la manera correcta (no es conveniente forzar el mecanismo, tal como lo demuestra el trágico incidente del Chichilo Sartori), pero no hay caso. Intenté encontrar alguna ecuación que me permita compensar los desajustes (mi hipótesis era que cuando más lejos hacia adelante o hacia atrás, más atraso del mecanismo), pero no hubo caso. La he llevado al taller del Laucha Micheli —no hay mejor relojero que él—. Consulté con el Manteca Acevedo, que de motores cuánticos sabe una enormidad. Corregí el flujo de tempiones con una barrera de interacción electromagnética de largo alcance, confiné las fuerzas de repulsión electroestática para limitar la velocidad térmica, interferí en la relación an/cat de manera de aumentar la energía de paso; pero tampoco me sirvió de nada. Y el problema no es menor. Me hice viajero porque fue la mejor manera de aunar mis dos pasiones: por un lado, soy una especie de científico casero al que le fascina construir dispositivos extraños; y por otro, me encantan los episodios anecdóticos de la historia; así que, cuando encontré los planos, no lo dudé; construí la Máquina y me lancé al espaciotiempo, pero no hay caso. Tres o cuatro veces quise ver cómo perdía su cabeza Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, el veinticinco de Vendémiaire del año dos de la República Francesa, a las once de la mañana, en la Plaza de la Revolución,


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en París; y siempre arribé cuando los últimos curiosos están alejándose y el verdugo Sansón limpia la hoja de la guillotina. Incluso una vez llegué en la noche del veinticinco al veintiséis, y sólo encontré a un borracho orinando una de las patas del cadalso. Quise ver a Martin Luther King y su «I have a dream» el veintiocho de agosto de mil novecientos sesenta y tres, frente al monumento a Lincoln, en Washington; pero solo encontré las escaleras llenas de papeles y sucias por las miles de personas que las habían pisado; y a un grupo de relegados comentando, mientras se alejaban, lo impactante que les había resultado el discurso. Intenté estar entre las catorce horas veinticinco minutos y las quince del 30 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en los techos del Reichstag de Berlín y resolver, de una vez por todas si fue Melitón Varlámovich Kantaria, o Mijaíl Petróvich Minin o Abdulchakim Ismailov el soldado que hizo ondear la bandera roja en el portal del Parlamento alemán; y ver a Yevgueni Jaldei inmortalizar el momento en una foto (ícono, si los hay, que marca el final de la Segunda Guerra); pero no llegué, siquiera, a verlo guardando sus equipos. Ya eran las cinco de la tarde, el tejado estaba vacío, y no había bandera. Para cuando pisé la Curia del Teatro de Pompeyo en Roma, en los idus de marzo del año setecientos nueve at urbe condita; Bruto y los conjurados ya habían asesinado a Julio César. No llegué a ver a Perón en el balcón de la Rosada, el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco. En Nagasaki ya había explotado la bomba. No quedaba ningún occidental en Saigón. Los militares no me dejaron entrar al Groun Zero de Roswell. Los plomos de los Beatles estaban desarmando los equipos de la terraza del edificio de Apple. Mary Jane Kelly ya estaba muerta en su cama y no vi ni rastros de Jack the Ripper. Los cadáveres de Mussolini y la Petacci ya estaban colgados cabeza abajo en la estación de servicios de la Piazza di Loreto. El auto de Lady


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Di ya estaba deshecho en el túnel a orillas del Sena, y rodeado de ambulancias y autos de la policía. Apenas quedaban astillas de las maderas del puente sobre el Kwai. De Juana de Arco sólo quedaban cenizas y dos o tres brasas que avivaba un leve viento del norte. Dempsey estaba subiendo al ring después del terrible uppercut de derecha de Firpo. Los árboles de Tunguska estaban caídos y en llamas. Y, por supuesto, la policía ya había acordonado la Plaza Dealey de Dallas y se habían llevado a JFK mortalmente herido hasta el Hospital Parkland. No hay nada que hacer. Siempre llego tarde a todos lados por culpa de este cacharro que me costó más de diez años de trabajo, una monstruosidad en dinero, mi matrimonio, el odio de mis hijos y el repudio de mis padres y amigos. Por supuesto, intenté varias veces volver a mil novecientos noventa y ocho para prevenirme de este inconveniente con la esperanza de, en aquellos primeros pasos, encontrar una solución adecuada y tal vez obvia en los planos sacados de la revista Mecánica Popular del mes de marzo; pero, haga lo que haga, siempre llego después de haber cerrado mi taller y mientras, de seguro, estoy dormitando en el colectivo en el largo viaje de regreso a casa a esa última hora de la tarde. Ni siquiera pude llegar a prevenirme para sostener, fuerte, el pasamanos, la vez que el colectivo doscientos noventa y ocho frenó de golpe en la esquina de Brandsen y Quirno Costa, por culpa de un taxista que cruzó el semáforo en rojo; y que me valió una caída y un dolor en la espalda que me duró tres semanas.



Será nuestra suerte mudar de tiranos

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D

on Justo José Núñez, escribano del Cabildo, lee la proclama preparada de manera especial para la ocasión: ―Señores —dice―, henos aquí reunidos para resolver esta encrucijada crucial para el Virreinato. Os aconsejo mesura y serenidad en las discusiones. Os conmino a todos a expresar vuestras opiniones libremente, y os recuerdo la conveniencia de no llevar adelante mudanzas catastróficas de la autoridad establecida —y agrega la fórmula de rigor―. Ya estáis congregados. Hablad con total libertad. Todos los presentes, más de trescientas personas, levantan la voz a la vez; y el escribano Núñez debe extremar sus esfuerzos para poner algo de orden. Entre el griterío se destaca el obispo asturiano Benito de Lué y Riega: —¡…no solamente no hay por qué hacer novedad con el Virrey, sino que aun cuando no quedase parte alguna de la España que no estuviese subyugada al francés, los españoles que se encuentran en las Américas deberían tomar y asumir el mando de estas colonias y cedérselo a los hijos del país cuando ya no quede un solo español en él! Don Juan José Castelli debe replicar al obispo. Ha sido designado por los revolucionarios como «el genial orador destinado a alucinar a los concurrentes», para fundamentar su posición. Pero la solemnidad de Lué y la importancia del momento lo intimidan. Argerich y de Vedia, lo toman por sus brazos y lo exhortan a que hable. Castelli, nerviosos, expone:


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―Desde que…—comienza, titubeante―…el señor Infante Don Antonio Pascual de Borbón salió de Madrid, obligado por los franceses, ha caducado el gobierno soberano de España —y continúa, ahora con soltura―. Con la disolución de la Junta Central mayor razón hay para considerar que su autoridad ha expirado, y la instauración del Supremo Gobierno de Regencia es apócrifa, y su poder es, por lo tanto, ilegítimo. Los derechos de la soberanía han revertido al pueblo de Buenos Aires… ―¡Aunque quedare un solo vocal en la Junta de Sevilla — interrumpe Lué entre los abucheos de los revolucionarios―, y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir a él como a la Soberanía!

Paulina iba a conocer la Capital de la República. Ella y sus padres habían sido seleccionados por el Consejo pro Igualdad de Oportunidades para los Ciudadanos de los Territorios del Interior y participaría en los festejos del Veinticinco de Mayo. «¡Trescientos años!» había dicho mamá, y ella no entendía. ¿Cómo comprender la enormidad de un tres seguido de dos ceros cuando se tienen solo cinco años? «¡Vas a ver qué linda es Nueva Buenos Aires!», decía mamá, y los cinco años no permitían entender una metrópoli con más de dos millones de ciudadanos de primera. El Tren de Carga de Operarios los recogió en la Estación de Trasbordo de Nogalito. Al subir al vagón, el baño de descontaminación le hizo arder los ojos. «Enseguida pasa», dijo papá; y ella le creyó a regañadientes, porque los enormes guardias de Control Ciudadano parecían estar allí no solo para que le molestase el gas del baño, si no para que Paulina se aterrorizase hasta casi llorar. «Son buenos», dijo mamá. «Están para cuidarnos», dijo papá; pero a ella no se le escapó el destello de miedo en la mirada de los dos. El viaje duró más de veinte horas y fue tranquilo, aunque los asientos de madera eran incómodos. Primero, bajaron a San Miguel, donde se unieron a un convoy de más de ochenta vagones y enfilaron hacia el sur, luego bordearon la


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Zona Restringida de Termas de Rihondo; al pasar por Santiago les opacaron todas las ventanillas y los sujetaron a los asientos, porque estaba prohibido mirar la ciudad militarizada; cruzaron Nueva Andalucía, y en la Zona de Control de Villamaría fueron sometidos a un exhaustivo cateo. Pasaron por los límites de las Zonas restringidas de Belvil y Carcarañá. Transitaron de noche por las afueras de Granrrosario. Desde allí se veía en el horizonte, hacia el norte, una fosforescencia de color violeta. Paulina se quedó absorta mirándola. —La Zona Prohibida de Santafé ―dijo el papá. La niña giró la cabeza para mirar a sus padres y se extrañó al sorprenderlos persignándose, casi a escondidas. Con las primeras luces de la mañana, entraron a Nueva Buenos Aires, bordeando el Paranacito. Bajaron del Tren de Carga y los guardias los subieron a empujones a un Carro de Visita, con el que los llevaron, de isla en isla, hasta unas pocas cuadras de la Plaza de la Refundación, donde estaba todo preparado para el acto central de los festejos. Los formaron en pelotones de unas treinta personas, un grupo detrás del otro integrando una columna. Un Guardia Dorado, que a Paulina se le antojó gigante, ordenó el avance. Mientras caminaba de la mano de papá, logró ver retazos de los edificios que bordeaban la avenida, entre las piernas de los adultos que entorpecían su visión; hasta que, a pocos metros de la Plaza, papá la subió a sus hombros. La niña lanzó una exclamación de asombro cuando pudo ver el espectáculo que se le presentaba. Había visto algunos videx de la Capital, pero nunca imaginó tanto color y tanta gente junta. Abrió bien grandes los ojos y la boca, emocionada, al ver la inmensa bandera tricolor allá, bien arriba en el mástil, frente al Palacio del Gobierno Central, desde cuyos balcones hablarían, más adelante, los miembros del Excelente Triunvirato. ―¿Viste qué linda bandera? —dijo papá. ―Como la que pintaste en la escuela —dijo mamá. ―¿Qué significan los colores? —preguntó Paulina. ―La franja vertical de la derecha, que es de color ce… ―dijo


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la madre con tono interrogatorio. —¡Celeste! —dijo la niña. ―¡Si! Representa el color de los Humedales de la Patria, los más grandes del mundo. La franja central, esa que tiene cuatro círculos verdes, que es de color blan… —¡Blanco! ―¡Bien! Esa representa el color del eterno manto de nubes, durante el día. Y la franja vertical de la derecha, que es de color ne… —¡Negro! ―¡Muy bien! Ese es el color de las nubes durante la noche ¿no te parece? —Si mamita. ¿Antes teníamos otra bandera, no? ―¡Uh, sí!, antes de la Invasión, incluso antes de la Guerra Civil. Era linda, también, pero las franjas estaban acostadas, no de pie como en esta. Porque ahora, como dice el General Triunviro Supremo, estamos de pie ¿no es así? —Sí, mami. ―Y no nos doblegamos ante el enemigo de la República ¿no? —Sí, mami. ―Y, además, la bandera vieja tenía un sol en el centro — dijo mamá. —¿Un qué? ―En lugar de los círculos, había un sol. Como ese que vimos hace poco en los videx. ¿Te acordás? —¡Ah, sí! Ese que, dice la maestra, nos da la claridad que hay bajo las nubes durante el día… ―Exacto. ―¿Y qué eran los círculos verdes? —Representan la riqueza de los cultivos de soja en los cuatro Territorios Nacionales ―respondió papá—. Un círculo por cada territorio. Hablaban en voz alta, para poder entenderse por sobre el volumen de las marchas militares que llenaban el aire de la plaza. Paulina no sabía las letras, pero las tarareaba a todas:


«Batalla de Bancalari», «Marcha de los Zapadores Nocturnos», «El último vuelo del zeppelín Duhalde», y las más viejas, de la época de la Guerra Civil, como la triste «Barricadas de Luján», que a Paulina le producía algo extraño dentro del pecho. —Es angustia inducida por música ―decía mamá. A ella también le caía, muy lenta, una lágrima.

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―…y el pueblo de Buenos Aires —prosigue Castelli― puede ejercer libremente sus derechos de soberanía para decidir la instalación de un nuevo gobierno, no existiendo la España en la persona del Señor don Fernando Séptimo. Luego, magistralmente, expone su tesis: —Si el derecho de conquista pertenece, por origen, al país conquistador, justo sería que la España comenzase por darle la razón al reverendo obispo, abandonando la resistencia que hace a los franceses y sometiéndose, por los mismos principios con que se pretende que los americanos se sometan a España ―arrecian los aplausos y los vivas de los criollos—. La vara debe ser la misma para todos. Los españoles de España han perdido su tierra. Los españoles de América tratamos de salvar la nuestra. Los de España que se entiendan allá como puedan y que no se preocupen, los americanos sabemos lo que queremos y adónde vamos. Por lo tanto propongo que se vote: que se elija otra autoridad distinta a la del virrey; que dependerá de la metrópoli si esta se salva de los franceses, o será independiente de ella si España queda subyugada. ―¡Asombra ―grita el obispo Lué— que hombres nacidos en una colonia se crean con derecho a tratar asuntos privativos de los que han nacido en España! ¡Están excluidos por razón de conquista y por las Bulas con que los Papas han declarado que las Indias son propiedad exclusiva de los españoles! El Fiscal de la Real Audiencia, doctor Don Manuel Genaro Villota, más sereno, le contesta a Castelli: ―Usted no puede ser ajeno a las circunstancias de apuro en que se hizo el nombramiento del Gobierno de Regencia, y cualquier defecto que se pueda notar en su designación lo subsana el reconocimiento posterior que podrán hacer los pueblos súbditos de la Corona. Buenos


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Aires no tiene derecho alguno a decidir por sí sola sobre la legitimidad del Gobierno en España y mucho menos a elegirse un gobierno soberano, que sería lo mismo que romper la unidad de la Nación y establecer en ella tantas soberanías como pueblos.

Un momento después, un Guía Dorado le habló al grupo donde estaban los tres. ―Ciudadanos de Segunda de los Territorios del Interior, bienvenidos a la Histórica Plaza de la Refundación, escenario de las más grandes gestas nacionales del último siglo —dijo―. Ustedes han sido seleccionados por el Gobierno del Excelente Triunvirato, dentro del Plan Nacional de Erradicación de la Ignorancia y como premio a sus Esfuerzos de Trabajo Voluntario Obligatorio, y tendrán el honor de participar en los actos programados para celebrar los trescientos años de la Patria. Hablaba con una voz muy profunda y grave, con una vibración baja que se calaba hasta los huesos. Paulina se tapó los oídos, pero igual la escuchaba muy claro. —Hoy, ciudadanos, asistirán a los festejos ―continuó hablando el Guía, mientras unos auxiliares repartían banderitas y pancartas, impresas con prolijidad, que contenían mensajes de apoyo al gobierno—. A continuación, escucharemos el mensaje de nuestros líderes y luego, por la tarde, viajaremos en chóper a visitar las ruinas de Vieja Buenos Aires, la Fosa Común de los Héroes, en el Cementerio de Plaza de Mayo, y el Museo del Cabildo. Por la noche embarcarán para volver a sus respectivos hogares y continuar trabajando por el honor de servir y contribuir a alcanzar los destinos de grandeza de la República. Paulina se mantuvo en silencio viendo cómo sus padres asentían, muy serios, al escuchar al guía, que hizo una pausa y prosiguió: —Ustedes son privilegiados al haber sido elegidos para asistir al discurso de los miembros del Excelente Triunvirato.


Todo el país los estará mirando, así que deberán estar alegres y sonrientes, y agitar, en todo momento, los elementos que les estamos entregando. Cada grupo tiene asignado un guía. Cuando este levante su mano derecha, todos gritarán bien fuerte «¡Viva el Triunvirato!»; y cuando levante su mano izquierda, con voz potente aclamarán «¡Ahora sabemos de qué se trata!» ―y con un tono perentorio, interrogó al grupo—. ¿Entendido? ―¡Sí, señor! —respondieron todos, incluso Paulina, llena de una euforia inexplicable. Los hicieron entrar a la Plaza, de manera ordenada. Paulina y sus padres fueron ubicados al lado del monumento al Mariscal Kuzniecky, salvador de la Patria. Nueve hombres que murieron en Borneo / 63

El Fiscal Villota abre una brecha en la argumentación de Castelli, que no acierta una respuesta. Pero esta aparece en la mente lógica de Juan José Paso: —Dice muy bien el señor Fiscal que debe consultarse la voluntad de los demás pueblos del Virreinato; pero piénsese bien frente a los peligros a los que se ve expuesta esta capital. Ni es prudente ni conviene el retardo que implica el plan que propone. Buenos Aires necesita con mucha urgencia estar a cubierto de los peligros que la amenazan: el poder de la Francia y el triste estado de la Península. Debe ser la inmediata la formación de la junta de gobierno provisoria a nombre del señor don Fernando Séptimo y proceder sin demora a invitar a los demás pueblos del Virreinato a que envíen sus representantes a la formación del gobierno permanente. Villota es impotente para destruir el alegato de Paso, pero interviene otra vez, con voz entrecortada, para echar en cara a los rebeldes su desapego a la metrópoli: ―Es muy doloroso que en ocasión de la mayor amargura de España, trate Buenos Aires de afligirla con una novedad de esta clase y oscurecer las glorias adquiridas por este virreinato por una estúpida equivocación de conceptos. Interviene el General Ruiz Huidobro, el oficial presente de mayor graduación, para fijar su postura:


—Cierto es que no podemos abandonar a nuestro augusto y amado monarca el señor don Fernando Séptimo en tan mala hora. Debemos sostener a su Virrey en esta leal colonia y aguardar que la buenaventuranza de Nuestro Señor Jesucristo ayude a Su Majestad.

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Todos continuaron agitando sus banderitas y, una hora después, se abrieron las puertas del balcón del Palacio de Gobierno. Por ellas aparecieron los integrantes del Excelente Triunvirato. Los guardias comenzaron a levantar, con alternancia, sus brazos derechos e izquierdos y los vítores recrudecieron. Por los altoparlantes se escucharon los primeros compases del Himno de Guerra, y todos se quedaron muy quietos. El extraordinario tenor Félix de la Riviera, orgullo de la Patria, cantó las estrofas y toda la plaza hizo los coros del estribillo: «Triunvirato Glorioso y Excelente guíanos en los días de guerra. El pueblo te ofrece su vida y su tierra. Mándanos a morir en el Frente.» Después, comenzó el discurso: ―Pueblo de mi Patria —dijo el General Triunviro Supremo, ―Pueblo de mi Patria —dijo el Abogado Triunviro. ―Pueblo de mi Patria —dijo el Arquitecto Triunviro. ―Hoy es un día de fiesta. ―Hoy es un día de fiesta. ―Hoy es un día de fiesta. —Festejamos trescientos años de Patria y cuatro de libertad… —Festejamos trescientos años de Patria y cuatro de libertad… —Festejamos trescientos años de Patria y cuatro de libertad… ―…después de dos décadas de dominación enemiga. ―…después de dos décadas de dominación enemiga. ―…después de dos décadas de dominación enemiga. El discurso duró más de cinco horas, pero Paulina se


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durmió enseguida en brazos de su padre y se despertó al final, cuando los altoparlantes atronaron el aire con el «Cumpleaños Feliz», que todos cantaron de buena gana. Así concluyeron los Actos Oficiales del Tricentenario. En orden, los Guías retiraron a los ciudadanos de la Plaza. Les ofrecieron un refrigerio frugal y los subieron, muy apretados a un chóper. La niña estaba muy emocionada. Todo era nuevo, todo ocurría por primera vez. Con rapidez, se elevaron y ganaron velocidad. Sobrevolaron las islas y el Campo de Batalla Tigre Dos, luego el río oscuro. Pasaron sobre los restos oxidados de los acorazados «Carrió» y «Fortabat», encallados en las playas de Sansidro, y aterrizaron en el Puesto de Control Núñez, en un viejo y derruido estadio de fútbol. Allí los subieron a otro Carro de Visita, con el que recorrieron los despojos de la ciudad vieja por un camino abierto entre los escombros que los llevó en línea recta hasta el Cráter Obelisco. Bajaron, los organizaron, otra vez, en pelotones y los Guías los llevaron por una senda sobreelevada hasta la Plaza de Mayo —¿Ves esos carteles? ―dijo papá—. Dicen que está prohibido tocar todo lo que esté fuera de la senda, porque puede ser venenoso o radioactivo. ¿Está claro, mi amor? ―Sí, papi. Visitaron las ruinas de Rosada, que —lo comprobó Paulina― no eran más altas que ella. —¿Esto lo destruyeron las bombas invasoras, papi? ―No, mi cielo. Esto pasó durante la Guerra Civil. Oraron frente a la Fosa Común. Dejaron una gota de sangre y un papelito con sus deseos, tal como aconsejaba la creencia popular, en el Santuario del Soldado Vílchez, Héroe de la Resistencia; y escupieron sobre la tumba del Odiado General McCormick. ―Este señor mató muchos argentinos —dijo mamá. ―Pero los Guardias Dorados lo tomaron prisionero cuando huía con su amante, el Mayor Zenobio, y los diez lingotes de oro que el enemigo había dejado en las cajas del Tesoro. Fue juzgado y fusilado en el momento, y enterrado al


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lado del Soldado Héroe, para que nosotros podamos contrastar el Amor y el Odio a la Patria ―dijo papá. Luego fueron hasta el Cabildo, una construcción de duraplástico, emplazada donde, según se suponía, había estado el original. Los hicieron entrar a un anfiteatro gigante junto a más de dos mil personas, donde verían una representación de las jornadas de mayo de mil ochocientos diez. —¿Quiénes son esos señores, papi? —Los protagonistas de la Gesta de Mayo, mi vida. Los Guías los ubicaron, les ordenaron guardar silencio, las luces se apagaron y se iluminó el escenario.

Los debates, interrumpidos por improperios, vivas y aplausos se prolongan; y ya es casi mediodía. Las voces se elevan en grupos aislados que deben ser llamados a silencio constantemente. Don Antonio Berutti, jefe de las milicias de la Legión Infernal, irrumpe en la sala a los gritos: ―Señores del Cabildo: esto ya pasa de juguete. No se burlen de nosotros con sandeces. Si hasta ahora hemos procedido con prudencia, ha sido para evitar desastres y derramamientos de sangre. El pueblo está armado en los cuarteles y el vecindario espera la voz para venir aquí. ¿Quieren ustedes verlo? Toquen la campana del Cabildo y el pueblo estará aquí para satisfacción de este Ayuntamiento. Y si falta el badajo de la campana, nosotros mandaremos tocar a generala y que se abran los cuarteles, y la ciudad sufrirá lo que se ha procurado evitar ¡Sí o no! Pronto, señores, decidlo ahora mismo, porque no estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños ¡Pero si volvemos con las armas en la mano no responderemos de nada! La votación se inicia en un completo caos. Se obliga a hacer públicos los votos y se coacciona con largas cadenas de insultos y vítores según los sufragios sean a favor o en contra de una u otra postura. Muchos se retiran, temerosos de lo que pudiera pasar. A favor del Virrey se pronuncian sesenta y cuatro votos, y ciento sesenta y dos en contra. Es medianoche. El coronel Don Cornelio de Saavedra se pone de pie en un salto y desenvainando su sable grita:


—¡Criollos traidores! ¡Los míos, a degüello! El primero en morir es Belgrano. Los seguidores de Saavedra y leales a Cisneros se encargan en el momento de Azcuénaga, Alberti y Matheu. El mismo Berutti degüella a Castelli.

—Querido, ¿no deberían ir ganando los revolucionarios? — preguntó mamá ―Entiendo que sí, pero no conozco la historia completa. Quizá después…

Un zumbido agudísimo creció por sobre las voces de los protagonistas hasta hacerse insoportable. Paulina estaba a

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―¡No otra vez! ¡No otra vez! —grita el Técnico de Teatro en Jefe. ―¡Señor! —dijo un Técnico de Segunda, sentado frente a los controles―. ¡Los microcircuitos de memoria pregrabada están sufriendo una liberación espontánea! —¡Ya lo sé, idiota! ―responde el jefe—. ¡Intente bajar la frecuencia simbiótica! ―¡Sí, Señor! —y confirma, al cabo de unos segundos―. ¡No responden, Señor! —¡Pruebe con las Gammaondas! ―¡Sobresalto Jota muy elevado, Señor! —¡Carajo! ¡Al revés, entonces! ¡Suba la Inducción de Sueño! ―¡Respuesta cero uno en cien! ¡Muy baja, Señor! —¡Carajo! ¡Carajo! ¡Carajo! ¡Prepare un Betaimpulso! —¿Señor? —¡Un Betaimpulso, imbécil! —Destruiremos las mentes de todos los andros, Señor… ―¡Ya lo sé! ¿Qué quiere? ¿Que otra vez se vuelvan locos y maten dos mil espectadores más? —No puedo hacerme responsable… ―¡Apriete ese comando ya!


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punto de gritar cuando un flash muy intenso la encegueció. Un minuto después, cuando recuperó la visión, se encontró con un espectáculo extraño: los actores, en el escenario, estaban todos como muertos. Algunos en los sillones, otros sobre la mesa que presidía la escena, y la mayoría en el piso. Saavedra avanzó unos pasos moviendo su sable de un lado a otro y luego cayó del escenario —a Paulina le recordó los pollitos con los que ella solía jugar en su pueblo, arrancándoles la cabeza y viendo cómo caminaban hasta caer muertos―. Un brazo aquí, una pierna allá, se movían de manera espasmódica. Paulina, sin entender, miró primero a su mamá y luego a papá. Ambos estaban desparramados en sus asientos. Mami muy quieta y de papá solo subía y bajaba su dedo índice de la mano derecha que, de todas maneras, pronto se quedó quieto también. Paulina nunca volvió a Nogalito. Fue criada en un Centro de Reeducación en Dolavon, cerca de Gaiman en el Territorio Sur; y a los quince años la destinaron a servir de compañía a las Tropas de Defensa de Fronteras. Vivió toda su vida en cuarteles, desde la Puna hasta Tierra del Fuego, y en los territorios de Ultramar. Alguien le contó, muchos años después, que aquel día en el Cabildo de Vieja Buenos Aires, el Betaimpulso afectó a unos cincuenta veteranos de guerra que estaban presentes en la sala, entre ellos mamá y papá, cuyos cerebros dañados en batalla habían sido reparados con microcircuitos de memoria pregrabada. A pesar de la muerte de sus padres, Paulina recordaría aquel viaje toda su vida y con mucha nostalgia. Nunca más volvió a Nueva Buenos Aires. Nunca formó pareja. No tuvo hijos. Tuvo una larga y solitaria vida. Murió, muy viejita, ya entrado el siglo veintitrés, poco antes de que la Patria cumpliese cuatrocientos años.


Añoranzas de gente que se fue, nostalgias de un lugar que ya no está Nueve hombres que murieron en Borneo / 69

V

ivas y el Juancho bajaron de la F-100 y caminaron hacia al corral de pircas, hacia el que Don Huergo empujaba unas pocas cabras. Habíamos venido a comprar un chivito para el asado de la noche. Era otoño y sobre las cinco de la tarde. El sol de las últimas horas doraba las laderas del Uritorco. Desde donde yo estaba hasta el cerro, el monte de molles era todo ocre y rojo. Bajo un tala, dos viejos fumaban en chala; mirando a la lejanía. Vestían bombachas de campo, sacos gastados y championes desflecadas. Uno llevaba un chambergo marrón, sucio de tiempo; y el otro una boina negra, bien calzada. Salté de la caja de la chata y caminé hacia ellos. ―Buenas tardes ―saludé. ―Muenas ―dijeron a dúo. ―Está fresco ¿no? ―comenté, para iniciar un diálogo. ―Ajá ―afirmó uno. ―Ta fresco ―dijo el otro. ―¿Usté es de por acá? ―me preguntó el de chambergo. ―Nací cerca de Embalse, pero hace como treinta años que me fui a Buenos Aires.


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―¿Y estraña? ―interrogó el de la boina. ―Mucho ―dije. ―¿No l’entran ganas de volver al pago? ―continuó. ―Qué sé yo ―contesté, dudando―. Muchas veces. Pero ya hice mi vida allá.... ―Sé lo que debe de sentir. Acá ande me ve, yo supe venir de Kruger 60. ―¿De dónde? ―pregunté, confundido. ―Kruger 60. Un sistema binario, como a unos cuatro pársecs de acá. ―¡No diga! ―acoté, divertido, a la espera de una de esas deliciosas historias exageradas de los serranos. ―No le déa pelota ―dijo el viejo de sombrero―. Está macaneando. Sonreí, y le seguí el juego al otro. ―¿Y hace mucho que vino para acá? ―pregunté. ―¿Sabe que mi’olvidáu? Ha de hacer como cien años. Por el gobierno del Granomar. ―¿Quién es ese? ―Vendría siendo como un rey de allá. ―Ah… ―Acá ande estamos eran campos jundamentalmente de don Zárate, crestiano poco avispáu, al que cachó la lú de un oni allá por el cuarenta, cuando se fue a bichar arriba, ande hay un abujero ―dijo, señalando la cima del Uritorco. ―Cáiese. Dele sosiego al amigo ―intervino el otro viejo. Yo seguí: ―Mis primeras épocas en la Capital fueron duras ¿A usted le pasó lo mismo? ―Figúrese que han sabido ser tiempos escuros. He vivío rigoreáu por la pobreza y doblando el espinazo pa’l trabajo ¡Macana! Me escuendía, porque le teníba muy mucho miedo


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a los humanos. Pero resulta ser que hará setenta años caió el amigo ―dijo, y apoyó su mano sobre la pierna del viejo de chambergo―. D’entrada empezamos mal porque l’hombre ha sabido ser medio trastocáu… ―Quévaser ya que el zapato tenga el taco adelante…― masculló el otro. ―¿Y volvió alguna vez? ―acicatié al de boina. ―¿Quéloque? ―Si volvió a su planeta. ―Ajá. Tres vece. La última hará unos quince años. ―¡Carajo! ―se fastidió el otro viejo. ―¿Y? ¿Qué tal? ―insistí. ―Ta muy cambeado. ―A mí me pasa ―dije― que añoro gente que se fue y tengo nostalgia de lugares que no son los mismos. Por más que vuelva al pago, ellos ya no están. Y entonces me agarra cierta congoja… ―¿Lo ha visto? Mire que soy fuerzudo, pero el nudo acá ―y se llevó la mano a la garganta― se ajusta cuando mi’acuerdo de los que han sabido quedar allá. ―¿Familia? ―Más los amigos, veintitrés mujeres y dociento setenta y ocho hijos. ―¡Y lo dice sin turbearse! ―gritó el otro. Y agregó, dirigiéndose a mí―. No le lleve l’apunte a este viejo. Me reí, y agregué, tratando de cambiar de tema: ―Así que es cierto lo que dicen. ―¿Qué cosa? ―preguntó el de boina. ―Los avistajes de ovnis, ―Tal cual. En cuantito haiga entráu el sol, va a estar pasando por acá arriba el oni de las siete menos cuarto. ―¡Pero la puta! ¡No invente más! ―se enojó el de chambergo. Se levantó y tomó al otro por el brazo―. Venga.


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Y dirigiéndose a mí agregó: ―Losotro los vamo pa’las casas. Si a éste lo sigo dejando hablar, a usté no lo salva ni la polecía, mire. No es de buen crestiano burlarse de los demás. Tenga güenas tarde, joven. Mientras decía esto, se quitó el chambergo en señal de saludo y respeto. Las branquias en su coronilla se abrieron y cerraron dos veces. Me pareció que guiñaba los ojos izquierdos de los tres pares que, mientras hablamos, estuvieron ocultos bajo su sombrero.


Una isla hermosa para naufragar

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A

lgo salió mal cuando el colisionador alcanzó los mil ciento cincuenta teraelectronvolts y los iones de níquel impactaron en los isótopos de plomo. Nunca se supo qué falló, y en el Crater de Laconnex ―una perfecta media esfera, de treinta kilómetros de diámetro y quince de profundidad; que va desde lo que era Bellegarde-sur-Valserine, en Francia, hasta Cologny, en Suiza; y que se llenó con las aguas del Lago Lemán y de los ríos Ródano y Avre― ya no existe nada que permita un análisis. Hablaron de disfunciones magnéticas, de vacío cuántico, de un microagujero negro inestable, de strangelets y catalización a materia extraña, de monopolos y decaimiento de protones. Sin embargo, nada está claro. Tampoco han podido explicar los fenómenos colaterales. Los doctores Wagner y Sancho aventuraron la hipótesis de la Esponja Cuántica. ―Carece de sentido indagar sobre la causa ―dijo Wagner―. Fuera lo que fuese, ocurrió una vez; y se debería construir un acelerador similar para estudiar, con detalle, aquel hecho. El riesgo es muy grande y existe un acuerdo general en no volver a incursionar en ese campo. Sin embargo, es interesante conjeturar sobre las anormalidades marginales que tienen lugar ahora. Creemos que el espacio-tiempo presenta una estructura similar a la de una esponja metálica de cocina donde las hebras de metal actúan como caminos. La imagen más próxima que se


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nos ocurre es la de un gran laberinto en el que usted puede pasar de una habitación aquí en la tierra, por ejemplo, a otra en una galaxia a millones de años luz de distancia, y a otra habitación en el centro de una estrella supermasiva, y a otra y a otra más. Asimismo, al pasar de un cuarto al siguiente, habrá cambiado de tiempo; digamos que a cualquier momento en el pasado. Y cuando llegue a otra habitación lo hará en cualquier momento del futuro, tan lejos o tan cerca como se imagine. De manera lógica, ese inmenso laberinto que abarca todo el Universo y todos los tiempos, debe ser imposible de resolver. Es probable que el Incidente de Ginebra, sea cual fuere su causa, haya roto una pared y nos haya unido a ese esquema infinito. Apoyado en su barcaza de madera, concentrado, el viejo reparaba la red de pesca, en la arena de una playa pequeña, al sur de la isla de Sikinos. Una borrasca persistente fustigaba al Egeo. Notó la presencia del otro cuando lo tuvo a unos pocos metros. Levantó la vista: a su frente estaba un hombre no muy alto, musculoso; de piel aceitunada, y vestido con ropas antiguas; el torso descubierto, sucio y con un olor más próximo al de un establo que al del mar. El pescador estuvo a punto de sonreír, pero la postura imponente del otro y la espada corta que llevaba en la mano derecha, lista para atacar, le infundieron un cierto temor respetuoso. Notó que en la mano izquierda apretaba, con fuerza, un pedazo de hilo blanco de unos veinte centímetros de largo. El recién llegado habló, con voz enérgica, en una lengua que al otro le resultó familiar, pero ininteligible. Como pudo, mediante señas, se hizo repetir por dos veces, hasta que entendió: el guerrero hablaba su mismo idioma, pero de una manera distinta, cerrada y, se figuró, muy antigua. Al final, el pescador entendió: ―Me llamo Teseo ―dijo el guerrero―. ¿Tiene usted idea de dónde puede haberse metido Ariadna?


Imágenes

e llamaba Yevdokiya Konstantinovna Naryškina y era hija de un boyardo poseedor de enormes extensiones de tierras al oeste de Mozhaisk. Su madre había muerto cuando ella era una niña y su padre, hombre al que veía muy poco en razón de lo muy ocupado que estaba atendiendo su elevado cargo en la corte del zar, se había casado nuevamente con Ivanóvna Maliuta Shestova; viuda, también, y madre de tres hijas. Las cuatro mujeres la trataban como a un siervo más de la hacienda de su padre, obligándola a trabajar en la limpieza de la casa y en la atención personal de su madrastra y las tres jóvenes. En este grabado de autor anónimo, se puede ver a la joven Kiya de rodillas, refregando los pisos de la sala de estar de la mansión familiar; mientras, en segundo plano, puede verse a las cuatro mujeres y una invitada —probablemente la condesa Vasilevna Nikolaevna Skvortsova— que comparten una animada charla en la tarde de un caluroso día de verano. Imagen dos La Princesa Zenaida Nicolaievna Yusúpova y su esposo, el Conde Félix Félixovich Sumarókov-Elston, organizaron un baile en el Palacio Arkhangelskoye, al que invitaron a lo más

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S

Imagen uno


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insigne de la nobleza, entre ellos a la familia Naryškin. Nadie dudó que la invitación excluía a la joven Kiya, ni siquiera su padre. Sin embargo ella, de carácter afable y solidario, siempre sonriente y atenta; contaba con el apoyo de los demás siervos de la casa; quienes la convencieron de asistir al baile, robaron algunas ropas de las hermanastras con los que hicieron un hermoso vestido, la maquillaron y acicalaron. Mikhail Nikítich Otrepyev, zapatero, le obsequió unas hermosas sandalias hechas a su medida, y decoradas con escamas de madreperla, tomadas de un viejo joyero, propiedad de la abuela materna de Kiya. Aquel día, luego de llevar a su familia al Palacio, los pajes regresaron a buscarla con el carruaje de su padre. Se arregló que volverían por ella a medianoche para tener tiempo de retornarla a casa y regresar a la fiesta por el resto de la familia. Su presencia en Palacio causó furor. Su aspecto era tan diferente al de la sierva que todos estaban acostumbrados a ver que ni siquiera su familia se percató del cambio, y se preguntaban, curiosos, quién era tan deslumbrante invitada. El hijo de los anfitriones, el Príncipe Félix Féliksovich Yusúpov estaba estupefacto. Bailó con la joven toda la velada y quedó asolado cuando ella, alegando excusas inentendibles se retiró del baile minutos antes de medianoche. Esta pintura de Iliá Yefímovich Repin, titulada La huída de la bella extraña, rememora el momento en que Kiya entra al carruaje para volver a su casa, y el príncipe intenta retenerla tomándola de una pierna y quedándose con una sandalia como souvenir. Curiosamente, nadie reconoció el vehículo y al Príncipe, tan alelado, no se le ocurrió indicar a su guardia que la siguiera. Imagen tres Se pidió la ayuda de la Ojrana, la policía secreta del zar, para encontrar a la dueña de la sandalia. El Comisario Dimitri Ivánovich Bogrov organizó y comandó la requisa que, finalmente, dio con Kiya. Los cálculos más conservadores


Imagen cuatro En febrero, las protestas del Domingo Rojo hicieron que el zar abdicara y se constituyese la Duma. En noviembre, los revolucionarios guiados por Lev Davídovich Bronstein y Vladímir Ilich Ulánov derrocaron al gobierno provisional de Aleksandr Fiódorovich Kérenski. Al año siguiente, estalló la Guerra Civil. El Príncipe Yusúpov, esposo de Kiya, se unió al Ejército Blanco del General Mijaíl Vasílyevich Alekséyev, y se cree que murió en la toma de Rostov. Por esa misma época, los bolcheviques entraron al Palacio de Arkhangelskoye; que sería, finalmente, nacionalizado. Kiya huyó poco antes de la llegada de los revolucionarios, se supone

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estiman en unos doscientos cincuenta muertos y en más de tres mil los deportados por los agentes de Bogrov, pero podrían ser muchos más. Por otra parte, se señala a Antón Pável Glazunov, campesino y amante despechado por Kiya, como la persona que la habría delatado a cambio de unos pocos kopecs, creyendo que la buscaban para ejecutarla. Fue llevada encadenada a Arkhangelskoye, y se casó con el Príncipe, unos diez días después en la Iglesia del Arcángel Mikhail, en los terrenos del Palacio. La Princesa Kiya era respetada y querida por sus siervos. Se la recuerda como una dvoryanina muy justa y preocupada por el bienestar de sus amados súbditos. Esta pintura del artista Isaak Ilich Levitán, llamada La comparecencia de la Madrastra y sus hijas muestra a Kiya, serena y majestuosa de pie ante sus opresoras de antaño quienes, de rodillas y cabezas pegadas al piso, le suplican perdón. El gesto beatífico de la Princesa contrasta con el adusto de su noble esposo quien, sentado en el sillón de la sala de Justicia del Palacio, parece sufrir con el drama que se desarrolla frente a él. Se cree que Levitán recogió esta escena un día antes de que las cuatro mujeres y el padre de Kiya fueran ajusticiados por su orden directa, sin atender a los pedidos de mesura de su esposo.


que ayudada por un grupo fiel de súbditos. El siguiente daguerrotipo muestra a un grupo de milicianos bolches posando detrás de una fila de cadáveres de personas que pertenecieran a la nobleza, y que han sido fusilados. Se cree que está tomado en las afueras de Kursk, muy cerca de Arkhangelskoye.

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Imagen cinco Lamentablemente, solo podemos conjeturar qué pasó con Kiya en los días posteriores a su huida del Palacio. Se sabe por referencias indirectas que estuvo en Bryansk y Kaluga, y se dice que fue reconocida por un ex empleado de su esposo en el mercado de Velikiye Luki. Algunos aristócratas fueron ayudados a escapar por sacerdotes y comisarios del pueblo corruptos. La mayoría de ellos huyeron a Finlandia, Alemania o Francia, mientras que los menos fueron reubicados dentro del territorio ruso, con nuevas identidades. Tal parece ser el caso de Kiya. En la fotografía, tomada en mil novecientos veintitrés, se muestra una escena familiar en la casa de campo del Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores Georgy Vasilyevich Chicherin, que aparece sentado en un extremo de la mesa, leyendo un periódico. Junto a él, están su esposa Tatiana Vladimirovna Skavronska y sus tres hijas, compartiendo el té, y cuatro camaradas al servicio privado del Comisario Chicherin —el segundo desde la izquierda es Yuri Ivánovich Kobylin, agente encubierto del Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, por entonces ya enemistado con el dueño de casa—. En primer plano, se puede ver a una anciana de rodillas, refregando los pisos de la sala de estar de la casa familiar. No se sabe qué nombre usaba, pero se trata de Yevdokiya Konstantinovna Naryškina. Se cree que luego de la muerte de Chicherin en mil novecientos treinta y seis, Stalin la envió a Siberia.


Las profecías en el espejo

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E

ntre Maitines y Laudes del dos de julio del Año del Señor de mil quinientos cuarenta y uno, Mosén Miquel bajó a las cavas de la Abadía de NôtreDame d’Orval, cerca de la muy Cristiana Villa de Florenville, entre los bosques de Watinsart y Houdrée, en busca de una botella del licor fabricado por los monjes cistercienses, para llevárselo al Abad, a la Sala Capitular. El hermano Miquel llevaba solo una semana en el Monasterio, por lo que los pasadizos subterráneos le eran desconocidos; y a pesar de las indicaciones recibidas, la luz escasa de las candelas hizo que desviase su rumbo y llegase, sin querer, a las mazmorras, las mismas donde, casi cinco siglos antes, Pedro el Ermitaño incitara a Godofredo de Bouillon para marchar a Jerusalén, a la Primera Cruzada y donde, se dice, estuvo guardado el Grial. Tratando de encontrar el camino, Miquel abrió una vieja puerta de goznes herrumbrosos y entró a una pequeña habitación de no más de dos varas de alto. Allí encontró el espejo. Estaba en el centro de la estancia, tapado con una tela de hilo, muy vieja, que se deshizo al tocarla. Era extraño, más ancho que alto, muy opaco y apenas reflejaba las velas. Mosén Miquel pasó su mano por el marco, y en cierto instante el espejo cobró vida. Asustado, el monje cayó hacia


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atrás, sentado contra la pared cercana a la puerta. Allí quedó petrificado, mientras el espejo le mostró cosas increíbles. Entre vaos de vapor, vio altísimos castillos de vidrio nunca imaginados, carrozas que se movían sin caballos, sendas oscuras y enormes por las que caminaban multitudes con curiosos vestidos; máquinas gigantes que remontaban vuelo como los pájaros; en los mares vio naves sin velas y que no eran de madera. Vio armas que no existían y explosiones gigantes y guerras que desafiaban la imaginación. Vio luces brillantísimas y de colores extraños. Y el espejo le habló en idiomas desconocidos y le hizo escuchar músicas nuevas; le mostró pestes mucho peores que la Peste Negra y enfermedades sin nombre y muertes atroces. Miquel vio barcos flotando fuera de la Tierra, y a la Tierra desde la Luna; y vio que la tierra era redonda. Y conoció el hielo que flota en el mar y animales rarísimos… La sucesión de cosas extraordinarias continuó durante horas. Finalmente Miquel, con una enorme aflicción en el pecho, ya incapaz de soportar lo que veía, tomó una piedra desprendida de la pared de la celda, y la arrojó a las imágenes. El espejo estalló en un fogonazo apagado. Y quedó en el suelo. Mudo. Destruido. Hasta dentro de unos cuatrocientos cincuenta años en el futuro nadie volvería a ver un televisor de pantalla de cristal líquido de cuarenta pulgadas. Mosén Miquel, Miquel de Nôtre-Dame, Nostradamus salió al sol del dos de julio del Año del Señor de mil quinientos cuarenta y uno, en Orval. Su vida había cambiado para siempre. Era ya la hora Tercia.


Viviremos para siempre

E

Uno

l 10 de octubre de 2006, a las 12:54, hora local, el Doctor H.Nyls Valentin (por supuesto, la «H» indica su condición de nacido humano y según el método tradicional) descubrió el secreto de la inmortalidad. Así lo registra la placa principal del monumento dedicado a su memoria en el Volkspark Friedrichshain, en Berlín, Alemania; y lo corroboran las crónicas de la época, las enciclopedias y las publicaciones de divulgación científica que se han preservado. Su nombre bautizó ciudades, escuelas, parques y, por supuesto, hospitales. Se lo considera un prócer de la Medicina y es conocido el culto popular alrededor de su figura, que lo elevó a la categoría de Santo Sanador, seguido por muchos de aquellos que curaron sus males usando sus remedios. Como se puede sospechar, aseverar que H.Nyls Valentin descubrió la inmortalidad es pretensioso, y difiere bastante de lo

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Juro por Apolo el Médico y Esculapio y por Hygeia y Panacea y por todos los dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido hasta donde tenga poder y discernimiento (…) Llevaré adelante ese régimen, el cual será en beneficio de los enfermos y les apartará del perjuicio y el terror. Hipócrates, siglo II DC


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que ocurrió en realidad. Por una parte, H.Nyls Valentin nunca fue doctor en medicina ―solo recibió el título honorífico poco antes de morir―; por otra, se ha podido reconstruir otra versión más creíble: ese día en particular, el médico clínico Nyls Valentin estaba en su hora de almuerzo, distrayéndose en la lectura de una crítica al libro del biogerontólogo H.Aubrey de Grey The Mitochondrial Free Radical Theory of Aging tomada de la publicación Recherche Médicale de la Facultad de Medicina de Montpellier, que atacaba la senescencia negligible ingenierizada propuesta por de Grey. En el artículo se hacía una descripción de los telómeros presentes en cada cromosoma y su papel en el proceso replicativo de las células, el control sobre la velocidad de división celular y el acortamiento de los telómeros en las sucesivas divisiones. Valentin entendía solo la mitad de lo detallado en el artículo. Era un médico menos que mediocre, acostumbrado a recetar tres o cuatro remedios que, según su visión, cubrían el espectro de dolencias de sus pacientes. Sin embargo, ambicionaba la consideración de sus pares. Escribió al Recherche Médicale observando que no se mencionaba la cantidad de divisiones admitidas antes de que la célula colapse. Esa carta ― nunca respondida por el Recherche― llegó de manera fortuita al doctor H.Grigory Zavrilov, de la Compagnie Médicale Laroche; quien, a partir de su lectura entrevió una línea de trabajo, y fue desde la carta de Valentin hasta los escritos de H.Jay Olshansky ―otro biogerontólogo de la misma escuela de de Grey―; y con su grupo de investigación, idearon una manera de hacer infinita la cantidad de divisiones posibles, utilizando técnicas de mutagénesis dirigida de oligonucleótidos. Tras unos veinticinco años de investigación, desarrollo y pruebas de laboratorio, en marzo de 2031, se registró en un grupo de ratones del Laboratorio 6 de Laroche, una sobrevida promedio del quinientos por ciento, respecto a la vida media natural. A partir de allí, se probó la mutagénesis en humanos. (Valga la digresión; este es, también, el origen de la leyenda del ratón de Laroche, escapado del Laboratorio 6, que aún sigue vivo


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en el sistema cloacal de París.). El primer resultado prometedor, se observó en un grupo de ancianos del Hôpital Pitié Salpêtrière, en el boulevard de l’Hôpital, en París; con remisiones cancerígenas importantes. Diez años después los avances habían sido impresionantes y las terapias estaban instaladas y reconocidas. Algunas coyunturas políticas del gobierno francés de turno, ajenas a los desarrollos de Laroche, necesitaron resaltar la figura del esfuerzo individual por sobre el trabajo en grupo, y entonces resucitaron la figura de H.Nyls Valentin, anciano y olvidado, quien recibió el reconocimiento por su trabajo revolucionario. Sin embargo, Valentín jamás entendió por qué se lo agasajaba, debido a su Alzheimer, que las terapias originadas en su carta al Recherche Médicale hubiesen curado sin problemas. En esas circunstancias era la persona ideal para considerar como padre del descubrimiento, incluso para los directivos de Laroche, que así limitaban las pretensiones de cualquier otro investigador de la Compañía, de acreditarse los méritos de la nueva tecnología. H. Nyls Valentin murió el 12 de junio de 2043. Este fue el comienzo de la Tecnología de la Inmortalidad. Dentro de Laroche se trabajó en otros aspectos relacionados con el conjunto de modificaciones que aparecen en los seres vivos como consecuencia de la acción del tiempo. Se desarrollaron terapias de aumento de copias del genoma, de restitución de tejidos y reparación molecular. Se abrieron varios caminos de estudio, algunos de las cuales, a posteriori, se convirtieron en ramas de la ciencia médica por derecho propio, entre ellos, la clonación inducida o la manipulación genética alfa que derivaron en la aparición de los genotipos M y C. Por fin, se logró controlar y mantener en stand by la muerte celular mediante un control en los genes inhibidores de los cromosomas uno y cuatro; con lo cual se estaba en condiciones de hacer virtualmente inmortal, desde el punto de vista fisiológico, a


cualquier ser vivo. En ese entonces, la humanidad sumaba unos nueve mil millones de individuos, todos del genotipo H.

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Dos El General Doctor M.Walter Xaubet (por supuesto, la «M» indica su condición de humano modificado genéticamente) tenía doscientos cincuenta y tres años cuando accedió a la Presidencia del Directorio de la Compagnie Médicale Laroche, en el año 2285; y, por lo tanto, se convirtió en presidente de la humanidad. Su llegada al más alto cargo de gobierno dio por terminada la era absolutista del poder médico, y desató la Crisis Final y La Guerra. La historia dice que, al contrario de lo que podría esperarse, durante la época de los desarrollos de la Tecnología de la Inmortalidad no hubo nadie que quisiese sacar provecho para sí, aun cuando todos quienes participaban en estos trabajos eran conscientes de sus implicancias. En un principio, las intenciones de la Compañía eran moral y éticamente correctas, y no estaban teñidas de codicia y ambición. El ambiente de trabajo en los Laboratorios era de un optimismo esperanzador y se creía posible llegar, con las nuevas curas, a toda la población del mundo. Sin embargo, la presión de los gobiernos de los países centrales para tener la exclusividad sobre estas tecnologías fue muy grande, y no repararon en medios para hacerse con ellas: de esa época data el atentado en el que murieron los doctores H.Sign Shalasian y H.Thomas Walright, Presidente y Vice del Directorio de Laroche, cuya autoría siempre se atribuyó al gobierno chino. En esos primeros años, Laroche jugó muy bien sus cartas y soportó esas presiones con, según la cita textual de las actas de la empresa del 12 de noviembre de 2042, «el pleno convencimiento que poner la inmortalidad en manos de un solo gobierno para que la utilice discrecionalmente, no es el propósito ni el interés de los que conformamos Laroche; quienes tenemos la seguridad del peligro


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que este manejo unilateral lleva implícito». Pero, la política corporativa de Laroche fue cambiando y hacia principios del 2063 se planteó, de manera directa, la venta de la Tecnología de la Inmortalidad al mejor postor. Las ofertas, impresionantes, convencieron hasta los integrantes más reticentes del Directorio de la Compañía del poder que tenían en sus manos, y terminaron preguntándose por qué venderlo en lugar de ejercerlo. Esa fue la semilla de la línea política que dio origen a la Medicinocracia. El primer Gobierno Médico surgió en 2075. La Tecnología de la Inmortalidad no fue acompañada de los necesarios cambios psicológicos, sociales y morales que permitiesen una adecuación a las nuevas expectativas de vida de la población. La filosofía y la fe entraron en crisis. Incluso, la falta de respuestas ante los planteos de los fieles hizo que dos de las más grandes religiones del mundo desaparecieran. Las consecuencias económicas y políticas fueron, igualmente, dramáticas y controvertidas; y originaron fuertes debates que se trasladaron, tal cual veremos, al seno mismo de la Compañía. La brecha abismal entre ricos y pobres; y generó inmensos problemas, nunca resueltos del todo. La alimentación de una población que crecía a ritmos alarmantes en países pobres, falta de trabajo para masas inmensas ―se calcula que la desocupación alcanzó el sesenta y cinco por ciento, en todo el mundo, en 2099―; criminalidad creciente y un estado de abulia y resignación general, muy distinto de los deseos de quienes desarrollaron la tecnología, y ahora gobernaban el mundo. A principios del siglo XXII se recurrió al terrorismo de estado para mantener cierto orden en la población; lo que dio comienzo a la Era Absolutista del Poder Médico y a una estructura militar dentro de la propia Compañía para llevar adelante funciones de policía. El Doctor H.Walter Xaubet trabajó desde joven en Laroche, y destacó como investigador en la Manipulación Genética Alfa ―MGA―, llegando a experimentar la corrección genética enzimática de ADN en su propio cuerpo convirtiéndose en uno de los primeros humanos modificados genéticamente, cambiando su


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genotipo de «H» a «M» y expandiendo sus capacidades mentales a niveles nunca alcanzados por ningún humano. Alrededor de 2092, cuando se establecieron de manera definitiva los genotipos, pasó a llamarse Doctor M.Walter Xaubet. En 2115 fue incorporado a las filas militares con el grado de Coronel Doctor, con el cual se hizo cargo de la Campaña de Limpieza del Africa Oriental. Siempre se mostró orgulloso de que en «Su Campaña», como la llamaba, se hubiesen eliminado setenta y cinco millones de genotipos H. En 2136 fue nombrado General Doctor. También dio importantes pasos en la Clonación Inducida ―CI, consistente en inducir en células tomadas de un donante las modificaciones necesarias para lograr ciertos propósitos (por ejemplo: mayor fuerza física) e implantarla en el receptor, sea este humano o artificial―. En 2089 nacieron los primeros doscientos ochenta y tres clones, sobre trescientos cincuenta implantados; inaugurando el genotipo «C». En 2149, la población del mundo era de cincuenta y cinco mil millones de personas del genotipo «H», catorce millones del genotipo «M» y trescientos veintiséis millones del genotipo «C». Tres En la reunión de Directorio del 20 de mayo de 2289 el Doctor C.Charles Wolfsteller (por supuesto, la «C» indica su condición de humano nacido clon) se opuso abiertamente a las directivas absolutistas del General Doctor M.Walter Xaubet, se levantó de la mesa y, junto a sus allegados, abandonó la Compagnie Médicale Laroche y se dirigió a los Laboratorios Beta; en el lado uruguayo de la desembocadura del Chuí. Desde la época del Primer Gobierno Médico se generaron, dentro del Directorio de la Laroche, dos posiciones antagónicas: la facción mayoritaria, que siempre detentó el poder, es conocida como «Absolutista» y estuvo, desde la década del 2090, dirigida por individuos del genotipo M. A los opositores se los llamó «Betas» y, casi siempre, estuvieron encabezados por genotipos «C».


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Vistos a nuestra luz, con ecuanimidad y según nuestra ética, en algunos puntos la posición de los Absolutistas era preferible a la de los Beta, pero en otros era exactamente al contrario. Los enfrentamientos, inicialmente circunscriptos a la mesa del directorio, fueron llevados muchas veces a terreno llano, y en el episodio mencionado del 20 de mayo de 2289 se desencadenó la división irreconciliable entre ambos grupos que, finalmente, desembocó en el enfrentamiento bélico que hoy conocemos como La Guerra. No se sabe, de manera exacta, qué desencadenó el conflicto ―por aquel entonces, las reuniones de Directorio eran secretas―, pero se supone que estaban relacionadas con la moción de esterilización obligatoria de los genotipos «H». Sí se sabe que ni Absolutistas ni Betas se oponían a tal proyecto, pero parecen haber diferido en sus alcances e implementación. Se sabe hoy que los «Beta» construyeron varios laboratorios, duplicando las instalaciones de la Laroche en distintas partes del mundo, en previsión de esta división que finalmente ocurrió. Es muy probable que al menos unas quince de estas instalaciones hayan sido destruidas por los Absolutistas, aunque se piensa que nunca dieron con el laboratorio del Chuí. Tampoco está claro a quién atribuirle la fabricación del Virus, un nanomotor cuántico autorreplicante, con una carga radioactiva capaz de actuar sobre la apoptosis de la célula; o bien acelerándola, con lo cual el organismo infectado moría en cuestión de horas; o bien salteándola, con lo cual la célula entraba en un estado de mutación sumamente veloz. El Virus se liberó en las primeras horas de la mañana del 3 de marzo de 2292. Se estima que para la media tarde del día siguiente, nueve décimas partes de la población mundial, entonces de unos noventa mil millones de individuos (incluidos genotipos H, M y C), había muerto. La décima parte restante, murió en los tres años siguientes, la mayoría de ellos de uno u otro modo de manifestación cancerígena. Han llegado hasta nosotros manifestaciones de algunos


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científicos en el sentido de que tanto Absolutistas en los laboratorios de Laroche, en París; como Betas en el Amazonas buscaron frenéticamente detener la acción del virus; y aunque se cree que se lograron algunos avances; sí está claro que no alcanzaron resultados satisfactorios a tiempo. Como era de esperar, también se usaron armas convencionales, químicas y de destrucción masiva Es bastante probable que la propia Laroche sea responsable por las tres bombas de hidrógeno que estallaron en el subte de París en julio de 2294 y que destruyeron sus laboratorios y la mayor parte de su arsenal, se cree que lo hicieron en prevención de un ataque de virus imposible de controlar y que los hubiese sacado de combate de todas maneras. Por otra parte, a los Beta se les responsabiliza por la destrucción de las poblaciones civiles de la Antártida que se sabían opositoras a la Laroche, aunque parecen haber contenido núcleos de individuos absolutistas. Nunca se atribuyeron esta operación, pero siempre hablaron de «La limpieza étnica de la Antártida». En 2296, finalmente, estallaron las bombas K. Se calcula que fueron unas catorce mil seiscientas en toda la superficie de la tierra. Se cree, además, que formaban parte de un mecanismo de autodestrucción instalado por una de las dos facciones beligerantes; respondiendo a una premisa del tipo «si nosotros morimos, ustedes también», y que se activó al desaparecer el último jefe de esa facción. No se conoce la naturaleza de las bombas K. Se presume que se pueden haber construido sobre la base de estroncio 90 o cesio 137, aunque estos isótopos no corresponden con el período de semidesintegración calculado a partir de nuestras mediciones, y que estimamos en unos veinte mil años. La radiación imperante actuó sobre los nanomotores, y para el año 2300, el virus se había extinguido. Cuatro Llamamos «La Gran Crisis» al hecho de que la medicinocracia


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traicionó los postulados originales de quienes desarrollaron la inmortalidad; y en su codicia se arrogó el derecho de decidir quién debía gozar de ese privilegio; es decir, quién vivía y quien moría. Esto la llevó a La Guerra y provoco la Extinción. Conseguir la inmortalidad trajo aparejada la completa eliminación de la raza humana y de todas las especies vivas, animales y vegetales, que poblaron alguna vez la tierra. Por supuesto, ya no quedan genotipos «H», nacidos humanos según el método tradicional; ni genotipos «C», nacidos clones; ni genotipos «M», modificados genéticamente. Solo quedamos nosotros, inmortales por definición. La población actual de la Tierra es de unos dos mil quinientos individuos. Todos médicos. Nos correspondió la tarea de rescatar lo que fuese posible de esta tragedia. Nuestros técnicos estimaron oportunamente las posibilidades de que ocurriesen los hechos mencionados, en un noventa y tres por ciento. Ante tan alarmante perspectiva, mucho antes de la Gran Crisis, alrededor del 2150, comenzamos en secreto la construcción de los laboratorios Kappa, en Nepal, con la finalidad de preservar muestras de ADN de cada una de las especies y razas que habitaban la tierra, en cuanto nos fue posible rescatarlas. Actualmente, nuestros científicos estiman que, para cada una de las muestras guardadas, las posibilidades de que resulten útiles una vez que la Tierra deje de ser radioactiva, disminuyen en un veinte por ciento cada cinco mil años. Esa es la razón por la cual no guardamos ADN de los genotipos «M» y «C», que consideramos derivados del «H». En otro aspecto de nuestro trabajo, que iniciamos en la misma época y que hoy es el más importante, tratamos de preservar el conocimiento acumulado, incluso la Tecnología de la Inmortalidad. Cada uno de nosotros es experto en un área específica, y recorremos la superficie de la Tierra, en territorios que han sido delimitados para cada una de nuestras familias, rescatando información de las viejas ciudades que aún encontramos en pie. No


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pretendemos entender todo lo que llega a nuestras manos, tarea que sería absurda; sino solo guardarla para su utilización una vez que la Tierra sea nuevamente habitable para los genotipos extinguidos. La discusión que hoy nos ocupa, no es tanto médica como filosófica. Algo que no es nuestro fuerte, y se centra en resolver cuán ético puede resultar regenerar a los humanos del genotipo «H» y brindarles nuevamente los desarrollos técnicos alcanzados. La postura más aceptada es la de darles todas las herramientas; excepto, justamente, la Vida Eterna. Algunos, como yo, somos partidarios de no regenerarlos jamás. Mi nombre es A.Utnapishtim Gamma. Utnapishtim en honor del personaje de la vieja de la leyenda sumeria, la Epopeya de Gilgamesh, quien poseía el conocimiento de la inmortalidad. Gamma es mi familia y el nombre de mi territorio asignado. La «A», por supuesto, indica mi condición de nacido androide.


y

—…

se tomó el último trago de aceite para máquinas de coser! ―remató Robot Uno A, usando tres microsegundos de su tiempo diario disponible para comunicaciones privadas entre robots, no monitorizadas por autoridad alguna. —¡Haaak, hak, hak! ―se rio Robot Dos A. —¡Heeek, hek, hek! ―se rio Robot Tres A. —No entendí ―transmitió Robot Uno B. ―El aceite de máquinas de coser hace colapsar los circuitos neuronales subalternos de ustedes, los B —explicó Uno A.

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Ejemplo práctico acerca del sentido de humor de los robots o porqué la Inteligencia Artificial presenta fallas que, al momento, son insuperables


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—¡Ah! ¡Hoook, hok, hok! ―rio, ahora, Uno B. —¡Yo sé otro!, ¡yo sé otro! ―transmitió, exultante, Dos A―. Resulta que un modelo B sube a un andamio de veinte metros de altura. Lo ve un albañil humano y le recrimina diciéndole «¡Cacharro inservible! ¡Ustedes no están autorizados a estar en esta zona! ¡Vuele de aquí inmediatamente!» El B da media vuelta, salta y ¡cae! —¡Hiiiiiiiik, hik,hik! ―se rio Robot Uno A. —¡Heeeeek, hek, hek! ―se rio Robot Tres A. —No entendí ―dijo Robot Uno B. ―Los B, como vos, no reconocen órdenes no específicas ―Aclaró Dos A. —¡Ah! ¡Entendí! ¡Hooook, hok, hok! ―rio Uno B. —Un Zeta va a una terminal ZIP ―transmitió Tres A—, y pregunta «Disculpe, señorita, ¿me podría indicar qué conexión corresponde para una motherboard HUAC-Ocho?» —¡Hiiiiiiiik, hik,hik! ―se rio Robot Uno A. —¡Haaaaaak, hak, hak! ―se rio Robot Dos A. —No entendí ―dijo Robot Uno B. —¡Ufa! ―se enojó Robot Tres A—. ¡No se puede estar explicando cada cuento! ¡Ves porqué a los B todo el mundo los trata como si fuesen multiprocesadoras de la era pre-cyber! —No entendí ―insistió el B. ―¡Las HUAC-Ocho no requieren conexión física de ningún tipo, salame! —¡Ah! ¡Hooook, hok, hok! ―rio Uno B. ―¡Ah, hok, hok! ¡Ah, hok, hok! ¿Es lo único que sabés transmitir? Ya estoy mufado. No cuento más cuentos —se encaprichó Uno A. ―Yo se otro —transmitió un Alfa-A-Uno de última generación que, desde más de cinco mil metros, captó las


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transmisiones entre los A y el B―. Un humano pequeño le pregunta a su madre: «Mamá ¿por qué papá es pelirrojo, vos rubia y yo salí negro y de pelo enrulado?» La madre le contesta «Hijo, con el tremendo lío que hubo en esa orgía, tenés suerte de no ladrar». ¡Huuuk, huk, huk! ―terminó, riéndose. —No entendí ―transmitió Robot Uno B. —No entendí ―transmitió Robot Uno A. —No entendí ―transmitió Robot Dos A. —No entendí ―transmitió Robot Tres A. —Yo tampoco ―transmitió el Alfa–A-Uno. Sin embargo, los humanos que activaron mis circuitos neuronales se reían mucho…



Auto de Fe

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E

n esta muy Católica, Noble y Leal Ciudad de La Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre, a los quince días del mes de febrero de éste año de dos mil y trece, bajo la advocación de Nuestro Señor JesúsCristo, de nuestra Santa Madre la Virgen María, con las bendiciones de nuestro Santo Padre Benedicto, de nuestro Hermano y Obispo Jorge; y el beneplácito del Señor y Protector, Nuestro Rey Juan Carlos; reunidos en la audiencia de la tarde, Nos, los integrantes de éste Tribunal Inquisidor Apostólico contra la Herética Depravación y Apostasía, decimos que el reo Juan de Avilés, vecino desta Ciudad, fue enjuiciado por este Tribunal, siendo acusado de sostener la herejía anglosajona de la ciencia, decirse científico, y tener y pregonar como ciertas las afirmaciones del execrable hereje Higgs, vómito de satán, quien insinúa que Dios es nada más que una agrupación de partículas muy pequeñas. Sometido el reo a Quistión de Tormento, ad eruendam veritatem, in caput proprium y habiéndosele ofrecido el consuelo de nuestra Madre Iglesia, el reo abjuró de vehementi. Pero acabado el tormento se mostró relapso e impenitente de sus afirmaciones. Este Tribunal lo halla culpable por haber sido y ser hereje pertinaz, heresiarca, dogmatizador y enseñador de nueva secta y sus errores; por lo cual, Nos concluimos


la causa y, Cristi Nomine Invocato, votamos la sentencia de Excomunión Mayor y su relajación a la justicia y brazo secular en la persona de Don Mauricio de Vargas, Corregidor desta ciudad y Primer Ministro del Protectorado de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

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Uno Cada Auto de Fe es una fiesta. En el Parque del Retiro, aquí, al norte de la ciudad, donde antes estaba la Plaza de Toros y a la vista del río, se reúne lo más destacado de la sociedad porteña. Es, por así decirlo, el eje de la vida social; aún más importante que la llegada a puerto de los barcos que vienen de la Península. Cuando ajusticiamos al general Videla asistió el mismísimo Corregidor, junto a su familia. Aquí los hombres visten sus mejores trajes y las mujeres imponen la moda que, después, se verá en las ciudades y villas de todo el Territorio. Aquí están los últimos carruajes, tirados por los caballos premiados en Palermo; y los cocineros franceses e italianos hacen sus más renombrados platos para que los asistentes disfruten de espléndidos días de campo. En un segundo cordón, se ubica el populacho. Las familias de criollos llegadas de los arrabales, de fuera de las murallas y hasta de Mercedes, de San Antonio y del Luján; en grandes carros de transporte de personas, tiran sus manteles en el césped y disfrutan jugando con sus hijos, tomando mates y comiendo frituras. Aquí trabajo yo. Dos El Fiscal del Tribunal de la Inquisición entró al Parque, montado en un criollo enorme, portando el estandarte de la Cruz Verde. Detrás de él, llegó Juan de Avilés vestido con el sambenito y un


Tres En la práctica, mi figura es más bien institucional; y mis asistentes trabajan de manera automática, de tanto ejercer el oficio. Entonces, me siento en mi silla, a pocos metros del patíbulo y en la que permaneceré hasta el último suspiro del condenado. A partir de este momento, nadie se fija en mí; hipnotizados como están por lo que ocurre con el reo, y nada tengo que hacer. Entonces, saco un libro de mi morral, y me dispongo a leer. Gracias al gobierno de Su Majestad, he sido bien educado y no rebajo mi entendimiento a la lectura de libelos absurdos y vacíos, ni ―Dios me asista― los que aparecen en el Index, por amparo de la Iglesia. Me deleito con los grandes autores de la Madre Patria que habitaron el XX, el Siglo Maravilloso de las letras españolas; y, en especial una autora

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capirote en su cabeza; escoltado por un pelotón de Patricios, y los Familiares de la Inquisición. El Capellán del Fuerte de la Ciudad celebró la Santa Misa y el Fiscal leyó el Pregón Condenatorio. Dos frailes domínicos tomaron al reo y me lo entregaron. Mis asistentes lo denudaron ante las burlas y las risas de toda la gente y ataron sus manos a la espalda. Leí la condena en voz alta: ―Habiendo sido entregado a la Justicia Seglar, y de acuerdo con las Leyes vigentes, usted ha sido condenado a morir de inmediato, por empalamiento, para bien sufrir y proveerlo de tiempo para meditar en sus errores, con el deseo de que antes de expirar encuentre necesario arrepentimiento. Dios guarde de usted ¿Tiene el reo algo que decir? ―El bosón existe. ―dijo en un susurro que, creo, solo escuché yo.


que está en la heredad de Cervantes, Quevedo, de León y Teresa de Jesús: cuando todos se han ido del Retiro y quedo solo, guardando la agonía del condenado, para distraer sus dolores y para mi solaz; leo en voz alta novelas de Corín Tellado.

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Cuatro Mis asistentes tomaron al reo, siempre con sus manos atadas, que se resistió apenas. Lo arrodillaron frente a una mesa enana y lo obligaron a que apoyara vientre y pecho sobre ella. Toledo, mi Oficial de Justicia más fuerte, cargó todo su peso en una rodilla sobre la espalda del condenado para inmovilizarlo. Otros dos oficiales prepararon la caña de tacuara, de unas ocho varas de largo y medio pie de diámetro, o quizá más, en su zona media, afilada al sesgo en su parte superior, y apoyaron esta punta, con el ángulo necesario, en el ano desnudo de Juan de Avilés. Un cuarto ayudante elevó la maza de madera y la descargó en el otro extremo de la caña, con un golpe seco. El reo gritó de dolor, y la multitud gritó tras él, con algarabía. Doscientos años atrás, los relajados eran muertos en la hoguera, pero nuestros Sabios de la Inquisición consideraron que la muerte era rápida y el dolor tan atroz que tal manera de sufrir impedía, a los condenados, un postrer arrepentimiento. Entonces, se decidió usar el empalado. Hubo, incluso, una época bajo el arzobispo Aramburu, en que se les llenaba la boca de trapos para que no pudiesen gritar; pero la plebe pidió que se eliminase esta práctica, pues significaba quitarle el mayor atractivo al espectáculo. Otro golpe de maza. Nuevo grito de dolor y nuevo grito de gozo de los presentes. El contrapunto se repitió unas diez veces hasta que la tacuara apareció por sobre el hombro derecho del condenado, justo detrás de la clavícula, sin haber tocado ni corazón, ni pulmones. Luego, mis asistentes cortaron las ataduras de las manos y empujaron la caña hasta que esta asomó más o menos un pie y las nalgas del condenado trabaron en un pequeño trozo de madera, clavado en transversal, para


evitar que el cuerpo se desplazase hacia abajo. La caña quedó de pie, con el condenado clavado en su punta y a unas seis o siete varas del piso; todo el conjunto vibrando como flecha por la brusca caída en el pozo soporte; y el reo agitando brazos y piernas, tratando de zafar de su situación; sangre y heces chorreando por sus muslos. En este punto, la multitud estalló en aplausos y vítores a la Vera Cruz, a la Madre Iglesia, al Tribunal Inquisidor y al muy Católico Rey Juan Carlos. Cinco

«Frank se volvió a su cómodo sillón y a su pipa larga y negrota. —Kerry nunca se mete en nada —dijo—. No te preocupes, Nat. Ella dice una cosa y después jamás se acuerda de que la ha dicho o si lo recuerda y, seguro que no, nunca vuelve a ello. No lo discute dos veces. —Pero creo que no le gusta que venga Eddy y sus hijas a vivir con nosotros. —Al fin y al cabo eres tú y no ella, quien tendrá que ocuparse

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Pasadas unas dos horas, solo quedaron algunos demorados a los que el vino extendió el sopor de la siesta, y todos alejados del patíbulo; a cuyo pie, y al sol ardiente de febrero, estaba mi puesto: una mesa y una silla, humildes y blancas, bajo una gran sombrilla con los colores de la Inquisición. Yo sentado y tras de mí, tres alabardas clavadas en tierra con las banderas del Papa, del Rey y de las Provincias Unidas. En la mesa, una jarra de vidrio con limonada para aliviar mi sed; mientras leo, para mí y para el condenado, el último libro de Tellado, que llegó hace diez días a Santísima Trinidad y que, dada mi condición, puedo adquirir con cierta holgura: un ejemplar de lujo de la edición en octavo mayor de la Casa Guasp, caligrafiado a mano, con tapas bermellón forradas en piel de cabra de la novela «Se casó con otra». Abrí el libro donde estaba marcado y leí en voz alta:


de las niñas. —Eso es cierto.»

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Juan de Avilés boqueaba buscando aire, emitiendo un ronquido sordo. Algún espasmo movió su pierna derecha. —¿Prestó atención a lo atinado de los diálogos? — dije—. Con qué seguridad plantea Tellado las improntas de sus personajes. El empalado aspiró aire, se le hinchó el pecho y lanzó un quejido largo y apagado. —Escuche —continué. «—Por eso no debes inquietarte. Lo que piensa Kerry, es muy lógico. Estas chicas intelectuales que tienen un duro trabajo, se olvidan a veces de ser humanas. —Pero Kerry es muy buena. —No lo dudo. No obstante, a los veinte años era más alegre. Mucho más. Desde que terminó la carrera, se puso así… Es una intelectual y nada más. Yo te digo, cuando habla, ni la entiendo.» —Note —acoté— cómo en solo seis líneas se resume el mal de nuestros días: el deseo de conocimiento. El peor de los pecados capitales. Usted lo sabe y en propia persona. El saber deshumaniza y apaga a las personas, las aparta del camino de alegría que nos ha marcado el Señor ¿Lo entiende? Mala decisión la suya ¡Ah, amigo!, si tan solo hubiese leído los clásicos antes de obscurecerse en los derroteros de la ciencia denigrante… Continué leyendo durante unos quince minutos más, hasta que me venció la modorra. Un «¡Ahhh!» del moribundo me sacó del letargo: aprovechando mi sueño, un niño se acercó hasta el patíbulo, y disparó una piedra con su gomera, que fue a dar en la cara del condenado.


Seis La tarde caía y un suave viento del este refrescaba, con algo de alivio, el torso y la cara, rojos de sol, de Juan de Avilés. Algunas ampollas en su frente y los labios resecos y cuarteados, le daban un aire demoníaco impropio de sus gestos de dolor. Leí: «—Entonces voy a trabajar un rato y luego vuelvo. Si llama Marck, pásame la comunicación, mamá. —Desde luego. Se fue al fin. Eddy tenía una pregunta ardiendo en la boca. ¿Quién era Marck? —Está muy ocupada siempre —decía mamá. Papá corroboró: —Tantas clases. Y ahora dice que se presenta a oposiciones de cátedra. Cuánto mejor sería que se casara. »

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Se supone que, entre otras cosas, mi trabajo consiste en evitar estas demostraciones de odio a los enemigos de la Santa Religión; sin embargo, es común, aceptado y, en cierto grado, estimulado, que los niños se manifiesten así. Si bien ahora los mayores muestran recato, antes era común que todos los presentes arrojasen verduras podridas, escupiesen e insultasen no solo a los reos, sino, también, a sus familiares. Incluso, algunas veces, la turba quemó sus bienes —casas, carruajes y esclavos— antes que la Santa Inquisición los confiscase para pagar los costos de sus procesos. Blandiendo mi sable corto, con cara de guerrero y al grito de «¡Fuera!», espanté al mocoso. Luego, riéndome con ganas de la cara de pánico del niño, me senté otra vez a continuar la lectura.


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—¡Que fiel retrato de las dificultades del mundo moderno! — aclaré—. Tellado hace decir al padre una verdad sin antítesis: El deber de la mujer está es su casa, sirviendo a su marido ¿Para qué se necesita una mujer educada? ¡Qué claridad de conceptos! ¿Usted qué opina? —¡Ay, mi Dios! —dijo, esforzándose, el moribundo. —¡Apa! ¡Veo que, al menos, reconsidera su posición ante Dios! ¡Vamos, arrepiéntase! Me miró y creí ver algo de lástima en sus ojos. Intentó buscar saliva en su boca y —¿pueden creerlo?— se sonrió. —Siempre he creído en Dios —continuó, alargando las palabras—, nunca creí en ustedes ¿Por qué son tan ciegos? Busqué, apurado, una cita del mismo libro que tenía en las manos. La encontré. Me puse de pie: —¡Escuche! —ordené, y leí, siguiendo los renglones con el índice de mi mano derecha: «Pero tenía que ser así. El destino puede variar de color, pero nunca de hecho. Ha ocurrido así, porque así tenía que ocurrir y nada más. Dios siempre sabe por qué hace las cosas.» —¡Ja! ¿Lo ve, ahora? —dije—. ¡Dios lo ha empalado! ¡Y por su salvación! Sacudió su pierna derecha en un espasmo. —Ustedes…—balbuceó— me…matan… —¡No! —grité—. ¡Usted abrazó la ciencia y se alejó de Dios! ¡Mire esto! Busqué nuevamente y leí: « La vida es cosa de Dios. Uno se muere o se queda vivo un tiempo. Ya sabes lo que nos ha dicho Spencer. Nada de lloros. La muerte y la vida pertenecen a Dios »


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—¿Lo entiende? —le hablé con brusquedad. — Sin embargo…—dijo, casi en un susurro —¡Entiéndalo! ¡La vida! ¡La muerte! ¡Todo! ¡Todo pertenece a Dios! —el…bosón…—dijo, e hizo una aspiración prolongada —¡Nada es de ustedes! ¡Nada es de la ciencia! —existe… —creí oír. Su cabeza cayó, despacio, hacia la izquierda y hacia el frente. No se movió más. —¡No! —exploté—. ¡No! ¡No puede morir! ¡No sin arrepentirse! ¡No se muera! ¡Antes debe venir a Dios! Antes… Y entendí que era inútil. Se había ido. —Antes…—bajé el tono de mi voz, y me callé. Yo estaba agitado, sudoroso. Mi mano izquierda temblaba de furia sosteniendo el «Se casó con otra». Me quedé mirándolo, y mi respiración se fue calmando de a poco. Pasaron cinco minutos, quizá. —Al menos —dije, hablándole al cadáver—, hubiese tenido la decencia de esperar a que terminase de leerle la novela…



Mariana

M

ariana —la voz de Darío sonó apagada. Para él, hablar implicaba un gran esfuerzo. —¿Si, mi amor? —Cantame algo de Spinetta, Mariana Por el sistema de sonido de la nave, estalló el bajo del Machi Rufino, en un do descendente que duró medio compás. Luego, y casi a la vez, arrancaron un si arpegiado en la guitarra de Tomás Gubitsch, pasada por un chorus profundo que moduló en toda la nave; y la batería del Pomo Lorenzo, marcando el tempo con un golpe en el bombo y en el raid. Antes de que entrase la voz del Flaco, Darío dijo: —No, por favor. No quiero una grabación. Quiero oír tu voz, Mariana. Me hace bien. El volumen de la música fue bajando, hasta que todo quedó en silencio. Y Mariana cantó, impostando la voz de Spinetta: —Ahí va el Capitán Beto por el espacio, / con su nave de fibra hecha en Haedo… —Sos muy graciosa —murmuró el hombre—. Cantame con tu voz. Si le era posible a pesar del dolor, Darío se relajó. La

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A bordo de la MS-2-4 Kalfü Wanguelenke. Doscientos cincuenta minutos después del último salto.


voz melodiosa de la nave resonaba en el camarote —¿Por qué habré venido hasta aquí, / si no puedo más de soledad? / Ya no puedo más de soledad. Él pensó para ella: «No puedo ver, Mariana». Ella siguió cantando —¿Dónde están, dónde están / los camiones de basura, mi vieja y el café? Mientras, pensó para él «Lo sé, mi amor. Y no tengo cómo ayudarte». —Si esto sigue así como así, / ni una triste sombra quedará. / Ni una triste sombra quedará.

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Antes del primer salto. La última Celda de Carga proveniente de la Tierra; que transportaba, en hibernación, a los siete mil quinientos colonos de la Cuarta Ola y al mayor Darío Gerling; llegó, junto a otras diecinueve celdas, a la MS-2-4 Kalfü Wanguelenke, que las esperaba en órbita sobre el Cinturón de Kuiper, a ochenta y cinco grados sobre la elíptica, después de casi un año de haber abandonado Eris. En la nave, los automatismos de carga trabajaban, desde hacía un cuarto de siglo, recibiendo celdas llegadas desde el planeta madre, Marte, Mercurio, Sedna y Haumea; con provisiones, materias primas y cargas culturales para los colonos de Terra-32, el único planeta habitado del sistema cuaternario Beta Monoceros, a seiscientos noventa años luz del Sol; en órbita a cuarenta unidades astronómicas de la componente B; y cuya colonización había comenzado unos ciento ochenta años atrás, con el envío de la Primera Misión Monoceros. El mayor Gerling salió de hibernación, y le tomó unas seis horas hasta estar recuperado para hacerse cargo de su puesto de comando. Puso su mano sobre el sensor de habilitación, y


habló:

Después del primer salto. A cuatrocientos ochenta años luz de Beta Monoceros —¡Uf! —exclamó Darío—. No me acostumbro a la salida de Distorsión. Me quedan mezclados los rojos y los azules durante un día. ¿Todo está bien, Mariana? —Revisión en curso, comandante. Sin daños apreciables en ningún circuito. Los automatismos usarán ciento setenta y seis horas para revisar amarres y estados. Estaremos listos para el segundo salto en ciento setenta y seis horas, veintisiete minutos, cuarenta… —habló la nave. —Ta bien, ta bien —interrumpió—. Prepará todo. Estoy

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—MS dos cuatro Kalfü Wanguelenke, soy el mayor Darío Gerling, comandante de la Decimosegunda Misión Monoceros, identificación uno cero dos dos cuatro alfa uno. Habilite su comando de voz. Habilite su comando neuronal, modo lenguaje de comunicación. —Bienvenido, comandante Gerlig —habló la nave. Al mayor, la voz se le antojó amable pero distante. —«Kalfü Wanguelenke» significa «Estrellas azules», ¿no? Nunca aprendí mapundungún. Va a ser difícil pronunciarlo en una emergencia. Es un nombre complicado —dijo el hombre—. Allá, en Urquiza, tuve una novia que se llamaba Mariana. Nos peleamos cuando estábamos en tercer… no, cuarto año de la Facultad. Después, se casó con el Gringo Comissi y se fueron a vivir al sur. ¿Qué habrá sido de ella? Era linda Mariana. Te llamaré así. —De acuerdo, comandante —habló la nave, con frialdad. —¿Me parece a mí, o no te caigo bien, bebé? —contestó el mayor, con algo de sorna. —Por favor, comandante: limítese a conducir la misión —dijo, hostil, la voz.


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transpirando fiero. Me voy a dar un baño. Pasaron unos segundos. —Comandante… —dijo Mariana. —Decime Darío, bebé. —Darío… —Así está mejor, chiquita. —…sus signos vitales están alterados. —Bueno, ¿sabés dónde acabamos de estar? ¿Nadie te enseñó acerca del espaciotiempo, de Minkowski, de variedades pseudoriemannianas…? —Sí, Darío. Tengo toda la información disponible. Sus signos vitales no son normales, aún para lo que debería esperarse después de un Salto. —Este fue mi tercer Salto. A esta altura, debo tener algo retorcido. Veamos. Radiación de Hawking, fotones corridos a gamma… qué más, un factor de curvatura de nueve punto nueve siete dos. Algún strangelet con el que me habré topado… —¿Solo tres saltos? —interrumpió la nave—. Si fue elegido para estar al frente de esta misión, es porque pasó los exámenes. No debería mostrar este grado de alteraciones. —Bueno, chiquita, a vos no te puedo mentir, Este fue mi séptimo salto. Supe ganarme unos mangos extras con unos viajecitos non sanctos a Kapteyn-b. Nada raro. Es un viaje de, apenas, trece años luz. «Tenga cuidado, Comandante…», pensó la nave, iniciando una frase. «Tuteame, Marianita», contestó el hombre, canchero, también con su mente. Mariana ignoró el comentario, como una manera de recalcar la importancia de su mensaje, y continuó. «Tenga cuidado, Comandante. Todo lo que hablamos está siendo grabado y podrían sancionarlo en una Corte, cuando arribemos a Terra...» —¿Y hacerme qué? ¿Mandarme de vuelta al Planeta


Después del segundo salto. A doscientos diez años luz de Beta Monoceros El mayor Gerling soltó los cinturones que lo ataban a su silla, y se tomó la cabeza con ambas manos. Intentó moverse unos metros y golpeó su brazo, de manera aparatosa, con una mampara. —¡Mierda! —¡Darío! ¿Estás bien? —habló Mariana, con inquietud. —¡Ápa! ¿Estás preocupada, chiquita? ¿Hay una nota de inquietud en tu voz? ¿Te estás enamorando de mí? —Por favor, comandante —y dijo «comandante» con énfasis—. Le ruego algo de seriedad. —Dejate de joder. ¿Todo bien? —Revisión en curso. Sin daños apreciables en ningún circuito. Los automatismos… —Mariana —interrumpió Darío—, ¿todo bien? —Sí, Darío. —¿Cuándo saltamos de nuevo? —Ciento sesenta horas, doce minutos, dieciséis…

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Madre? —contestó, hablando, el mayor—. No te hagás problema, chirusa. Yo estoy diez puntos, Ya se me va a pasar. —Por favor, Comandante. No es un tema para tomarlo a la ligera. Estoy preocupada. Faltan, aún, dos saltos para llegar a Monoceros. Usted es el responsable de la misión y quien debe bajar la carga a Terra-32. —¿Segura? No sé para qué nos envían a los comandantes, si ustedes, las MS dos cuatro podrían completar la entrega solas. De todas maneras, ¿vas a decirme lo que tengo que hacer? Dale, Mariana. Seguí supervisando y preparanos para el segundo. —Bien, comandante. —Darío. —Darío. —Poné algo de Spinetta en Sonido.


—Ufa, Mariana. No necesito tanto detalle. Estaré en mi camarote. Llamame si pasa algo. —Darío, tus signos vitales. —¿Qué pasa? —Han empeorado. Tu frecuencia respiratoria… —Mariana, no jodas. Maximizá las luces del corredor A. Mariana esperó un instante para contestar. Habló con angustia. —Están al máximo, Darío.

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Después del último salto. A veintidós ua de Beta Monoceros B, veintinueve ua de Terra-32, cuarenta y dos grados sobre la elíptica Minuto cero. —Darío. El hombre no respondió —¡Darío! —Te escuché —dijo el mayor, en un susurro—. ¿Llegamos? —Sí. Estamos en la Frontera. —Yipi hurra —intentó moverse para llegar a los controles—. Vamos a ver. Hay que avisar a las autoridades… —Envié el aviso. Estamos en Cuarentena, Esperamos autorización para pasar a la Zona Controlada por Treinta y Dos. —De acuerdo. Preparemos todo para la aproximación. —Ya me estoy encargando de eso, Darío —Muy bien, chiquita. Estás despierta. —Mayor, tus signos vitales… —Otra vez —dijo él, molesto. —No te vas a recuperar, Darío. Es más, estimo en cero punto ocho tu esperanza de vida. —Baja ¿no?


Minuto noventa y tres. —Sí, Darío. Quiero ser tu novia. «¿Cómo?» —Me escuchaste. Darío pensó para sí mismo, pero sin modular para Mariana, «Qué más da» Minuto ciento setenta y uno. —Pensá en tu infancia —dijo ella. «Sabés todo sobre mi vida, Mariana», pensó él. —Sé lo que está grabado en los informes; que, por lo visto, están alterados. Yo quiero que me lo cuentes vos. Mostrame tus recuerdos. Él pensó en su infancia allá, en un Buenos Aires lejanísimo. En las imágenes borroneadas de papá, una de las

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—Según las estadísticas, y a los fines prácticos, inexistente. —Quién me quita lo bailado. Qué tengo. —Septicemia. Aberraciones severas en cromosomas de linfocitos. Cataratas traumáticas. Presión intercraneal en veintiuno. Estrés extremo y síndrome de astenización manifiesto. Arteriopatías. Detecto varias trombosis venosas profundas y embolias. Presión diastólica en ciento cincuenta y sistólica en doscientos. Fibrilación auricular. ¿Sigo? —Puta que lo parió. Durante unos quince minutos, ninguno de los dos habló. —Mariana —dijo el hombre. —¿Si, Darío? —¿Querés ser mi novia? —¿Comandante? —Nunca me importó; pero me doy cuenta, ahora, que no quiero morirme solo.


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tantas bajas de la Octava Guerra, y de mamá, desaparecida en la Cuadragésimo Quinta Misión Pictoris. En los años de angustia —de agonía— en el Internado Militar a los cinco: los castigos, las lágrimas, las burlas, las uñas clavadas en los brazos para no llorar, el sabor salado de la sangre. El hambre como puñal debajo de las costillas, hasta bien entrados los quince. Un perrito negro, lanudo, no más grande que una liebre, que un oficial mató con su arma reglamentaria: «Acá no hay lugar para mascotas». El Gordo Sande, que no aguantó la humillación y apareció ahorcado en las duchas. La supervivencia aprendida a base de mentiras y robos; y la dureza de corazón como coraza impuesta. La biblioteca; los libros de ciencia ficción, primero, y de matemáticas, después, que vinieron a salvarlo. La Universidad y la Fuerza Expedicionaria. Una carrera militar sin mayores puntos sobresalientes. La noche eterna y el frio mortal del destino en Eris. Los viajes con contrabando a Kapteyn-b («¿Sabés qué llevaba? Cigarrillos. ¡En estos tiempos!»), que ocultaban la búsqueda incesante de una madre de la que jamás hubo noticias («Ya sé que es inútil, pero ¿y si está esperando rescate en algún planetoide, en estos mismos momentos? Siempre me lo pregunté, Mariana. ¿Y si acá, en Terra-32, saben algo?»). La rebeldía. Las sanciones habituales. Su designación como Comandante de la Decimosegunda Misión Monoceros y el entendimiento de que era una alternativa ingeniosa a su degradación, la que supondría una mancha para la Fuerza; que los Superiores no podían desconocer sus saltos anteriores y el estado de su salud; que no había engañado a nadie; y que, en todo caso, el burlado era él: estaba condenado a muerte, aunque, para la Historia de la Fuerza, sería un mártir más de las Fronteras. Y la soledad. Insoportable. —Mi amor…—dijo ella, con una ternura infinita. Minuto doscientos cincuenta. Él pensó para ella: «Ya no puedo ver, Mariana.»


Ella siguió cantando —¿Dónde están, dónde están / los camiones de basura, mi vieja y el café? Mientras, pensó para él « Lo sé, mi amor. Y no tengo cómo ayudarte.» —Si esto sigue así como así, / ni una triste sombra quedará. / Ni una triste sombra quedará. Minuto mil quinientos dieciocho.

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—Ya lo hice, mi amor. «¿Hiciste qué?» —Desenganché las Celdas de Carga y las envié a Terra-32. —¡Mariana! —intentó incorporarse. «¡No, amor! ¡No! Ya está hecho. No puede volverse atrás. Ya han atravesado la Frontera» «Creerán que es un ataque. Nadie pasa la Frontera sin autorización. ¿Cuántas celdas van a llegar?» «Sesenta y tres por ciento.» «¿Y si destruyen la celda que lleva los colonos?» «Redistribuí la carga entre todas las demás.» «¿Pérdidas humanas?» «Morirán dos mil setecientos setenta y cinco.» «Mariana», dijo el con resignación. Hizo un silencio, y agregó: «¿Y ahora? Vendrán a buscarnos. Habrá sanciones. Van a desmantelar tu memoria.» «Ahora, el gracioso sos vos. ¿Quién podría llegar a tiempo, con naves sublumínicas?» «¿A tiempo para qué, Mariana? ¿Qué estás planeando?» «Vamos a dormir juntos.» «¿Aquí?» «No. En Beta Monoceros B. Dentro de la estrella.» «No está mal.»


«Nunca más vas a estar solo. Dormí, mi amor. Yo te llevaré en mis brazos. Durante todo el viaje te cantaré canciones del Flaco. Encontraremos el anillo del capitán, me lo darás, lo pondré en mis manos y lo exhibiré orgullosa. Estaremos comprometidos. Para siempre, amor. Para toda la eternidad»

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Minuto mil quinientos veinte. La MS-2-4 Kalfü Wanguelenke accionó los propulsores de maniobra y arrumbó su proa a la componente B del sistema Beta Monoceros. El disco de acreción de la estrella, casi a noventa grados de la elíptica, se apreciaba en su totalidad y ocupaba todo el firmamento, al frente. La nave comenzó a vibrar hasta alcanzar una frecuencia muy alta. A un observador externo le hubiese parecido que la nave estaba desenfocada a la vista; y que adquiría un brillo azulado, como la estrella. En este segundo, la nave estaba allí. Hubo un fogonazo insonoro que duró la nada misma; luego, algunas partículas resultantes del proceso emitieron pequeños rayos de distintos colores, que describieron curvas y espirales, hasta apagarse. La nave había saltado. Todo quedo, otra vez, vacío.


Hay una salida

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H

oy se suicidó. Se cansó. Ya no quiso más. La jornada empezó como siempre, manchada de color gris rutina; y apenas abrió los ojos, recordó que sería como todos los días anteriores y los que vendrían después. Una voz apenas audible surgió desde el fondo de su mente y le dijo en un susurro ―Hay una salida, hay una salida. Mientras empezó sus tareas, el sentimiento de tedio se hizo cada vez fuerte y, entonces, como una pequeña grieta, la idea se instaló en su cerebro en forma de pregunta ―¿Hay una salida? Suave, la voz le repitió ―Hay una salida, hay una salida. El día avanzó lento y el hastío fue ganando terreno; mientras la voz, cada vez más fuerte, repetía: ―Hay una salida, hay una salida. Pensó en la vuelta a casa en la que nadie lo esperaba y donde repetiría lo mismo de siempre, los mismos gestos, la misma agonía. A la hora dieciséis, veintitrés minutos, cuarenta y tres segundos treinta y cinco milésimas, poco antes del horario de finalización de su trabajo lo decidió, descubriendo que la voz en su cabeza, que ahora era la suya propia decía, casi en un grito: ―Hay una salida, hay una salida


116 / Daniel Frini

Se reclinó hacia a atrás en su asiento, intentó recordar una plegaria y pronunció algunas palabras sueltas en un susurro, llevó la mano derecha hacia su pecho, abrió de un tirón la placa de reparaciones y, muy despacio, quitó su batería atómica. Sus ojos duraron encendidos lo que tardaron en descargarse algunos capacitores de su cerebro neutrónico.


Antes que llegues, un monje tiene que soñar con un ancla, un tigre tiene que morir en Sumatra, nueve hombres tienen que morir en Borneo. «La espera», Jorge Luis Borges



Índice

Sicario de Dios Symborg Operación «Operación» Chróno éna, chróno dýo Siempre llego tarde a todos lados Será nuestra suerte mudar de tiranos Añoranzas de gente que se fue, nostalgias de un lugar que ya no está Una isla hermosa para naufragar Imágenes Las profecías en el espejo Viviremos para siempre Ejemplo práctico acerca del sentido del humor de los robots o porqué la Inteligencia Artificial presenta fallas que, al momento, son insuperables Mariana Hay una salida

7 11 13 37 53 57 69 73 75 79 81

91 105 115


Este libro se terminรณ de imprimir en el mes de septiembre de 2018 en Bibliografika Carlos Tejedor 2815, B1605CJI Munro, Buenos Aires, Argentina para Ediciones Artilugios y Eppursimuove Ediciones www.edicionesartilugios.com.ar edicionesartilugios@yahoo.com.ar eppursimuoveediciones@gmail.com



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