Diáspora no. 5 Ficción

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El presente número de Diáspora lo dedicamos a ese hilo delgado, casi invisible, que separa la realidad de lo imaginario y que de vez en cuando desaparece. Así, en ese estado de ficción, se trazó un sendero, a través de todos los contenidos, que nos remitía a lugares oscuros y profundos; pretexto y motivo para recurrir a los puentes, estructuras que permiten cruzar de un espacio-tiempo a otro, de un campo a un espeso bosque, de la realidad a la imaginación, del presente a la Historia. Y sobre la Historia, esa que se construye y se ha construido acerca del ser humano y la vida, ¿qué tanto se mueve de un lado del hilo al otro? Diáspora

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Y derrama su blanca quemadura más abrasante cuanto más pausado. Severo Sarduy.

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e yema a yema le colgaban los hilos, las pecas brotadas se confundirían en el rostro sin imperfecciones y alguien la juzgaría como intolerante a la lactosa, aunque eso no era nada comparado con el vestido que hoy estrenaba. Si en su contrato no hubieran añadido el remplazo más una docena extra jamás habría pisado de nuevo el Estudio. Así era la bienvenida, especialmente generosa para las modelos recién empleadas, a quien Cano disfrutaba más recibir. Vaya comienzo de cuento, pero ¿qué puedo esperar si Jenaro se escabulle a como dé lugar bajo la computadora y debido a sus incursiones me fuerza a engrosar el texto con sílabas inconexas, multiplicadas por su empeño, que en consecuencia el corrector subraya? Se afana en distraerme justo a la hora de escribir. A él no le pesa distanciarme de mi pasión, pues, si me caza a punto de lograr la frase, tras horas de rumiar, mayor su placer, ya que el mío se interrumpe de golpe y él alega, una vez más, cuán inútil es escribir si en la piel se puede grabar la historia, como es incapaz la letra, que se pierde sin remedio en el devenir. Cyril, surcada por una sonrisita displicente, se limpió con los kleenex que le ofre-

cieron. Observaron con naturalidad cómo se quitaba las manchas, lo cual la desconcertó todavía más. Como modelo se podía esperar un trato semejante y no sería la última ocasión para fornicar con el fotógrafo si las miradas chocaban con ímpetu de estampida. Gajes del oficio, efecto desencadenado por la cadencia del obturador. Abrumarla de súbito bien suponía un riesgo inusitado en su trayectoria y arrojarla a la experiencia tal cual le sugería la seriedad del asunto. Mas qué profesionalismo implicaba bañarla al atravesar la entrada, sin siquiera presentarse formalmente, currículum en mano, como si el apersonamiento bastara para ser aceptada y se silenciara la entrevista, el tiempo de prueba. Satisfacía los requisitos de la solicitud en línea: tez blanca; cabello oscuro, largo; estatura superior a la media; complexión estricta, bajo ninguna circunstancia al linde de la anorexia, que admitía operaciones plásticas siempre y cuando la cara permaneciera inmaculada; perfil caucásico, merced del consumidor asiático dominante; manejo opcional de idiomas. Contrato a sueldo fijo más prestaciones, horario sujeto a la vitalidad del proveedor. No se especificaron detalles sobre dicho proveedor, pero la omisión era insustancial ante un sueldo de seis dígitos. Cuando Cyril consideró el derrame como otro hueco de la solicitud, los asisten27 tes la arrastraron al camerino.


Jenaro se fue a descansar. Prolongó mucho más de la cuenta la redacción del párrafo. Tampoco puedo protestar. Soporto sus intermitencias por el gozo que conllevan. Entonces vuelvo a la segunda persecución, donde ya no soy presa sino cazador. Retorno a la hostilidad de la palabra, su punzada, su insistencia en perforar los oídos como lo hace el mosco. Su voz nunca acallada, percibida en eco, acrecida a cada respiración mía. Voz inclemente. Paranoia cuyo origen me niego a precisar y, más aún, ir en su busca. La cacería no demanda adentrarse en territorios tan insondables. Se limita a un concierto de personajes, a mi afrenta con ellos, si bien al encararnos concedo digresión tras digresión y me desplomo en la palestra ante sus risas de espectro, atronadoras. Maquillaron a Cyril como si fuera a desfilar en una pasarela parisina de los barrios limítrofes, de cuyo éxito la marca underground comienza a distribuirse en toda la Ciudad de la Luz, desde cadenas como Printemps y Lafayatte hasta bazares en los bosques de Boulogne y Vincennes. La pintarrajearon con tonos cálidos, énfasis en los párpados, rímel de henna, borla a base de artemisa, labial bermellón. La arroparon sólo con lencería transparente, cuyo encaje ónix realzaba los puntos erógenos, y unas botas de tacón. A la ninfa el esmero le pareció excesivo para la primera sesión. Nadie respondió sus preguntas. El director tocó la puerta, ansioso por saber si estaba lista. Los asistentes abrieron con lentitud. Instantáneo visto bueno del director, quien alzó el pulgar, seña para conducirla al centro del Estudio donde Cano estaba preparado. Cyril no comprendía por qué el fu28 en torno a ese nombre, aclamado por la ror

turba, que incluía el suyo también y palabras como ‘milagro’ en la jaculatoria. Al encararlo la vedette quedó atónita. Cano era un efebo de piel nevada, albino a plenitud, de un rubio tan oxigenado como el de una doncella. Estaba sentado en una parihuela que cargaban negros o latinos (para el caso lo mismo). Varias jovencitas estimulaban sus genitales: el escroto más esferoidal que Cyril hubiese visto y el falo, cuyo tamaño no competía con cualquier hombre sexualmente codiciado, ni mucho menos con Rasputín, mas lo que no tenía en longitud lo compensaba en rendimiento. Lo mantenían en orgasmo periódico mediante una tormenta de incentivos, afrodisíacos, una dieta rica en fósforo, potasio, zinc. Se prohibía el coito porque la penetración, por más imaginativa que se antojara o lo cuidadoso de su técnica, significaba desperdiciar el esperma. De la sustancia dependía el Estudio, así alimentaban a sus familias y lucraban al grado de volver esta extravagancia todo un negocio. Sus felaciones me conminan a rociar un perímetro modesto. Ya es el tercer accidente del día. Quién se quejaría de mi papucho, Jenaro me causa la eyaculación sin importar mi fatiga y presume la única connotación que su pobre inglés le ha deparado cuando aduce que en ese idioma ejaculate también es exclamar. Así exclama mi deleite. Es extraño cómo me provoca el clímax una y otra vez pues entre más expulso, las emisiones siguientes deberían menguar; sin embargo, ocurre lo contrario ya que en cuanto succiona transforma mi uretra en géiser. Acaso en la sutileza de su mordida, la diligencia de su lengua, aunado al modo en que me macera los huevos, radique su destreza. Aún no lo


determino. En definitiva lo suyo es la dicha oral pues durante la cópula no tecleo y él, recalca, asume el papel activo ante mi debilidad por crear ficción. Su acecho no es unilateral. Yo mismo contribuyo al ciclo. No en vano se jacta de pillarme al escribir. Estas acotaciones no son circunstanciales. Se acoplan al texto por el recreo de hacerme venir mientras escribo, a lo que corresponde salpicar el derredor, en particular la máquina. Miro el fondo blanco del procesador empaparse de blanco, siento cómo se me vacía el talante, se impregna de inconsistencias y lo recuperado, de haberlo, se pierde a pesar de teclearlo o custodiarlo en la mente. Escribir es una categórica puesta en escena, donde se es al unísono público, histrión y proscenio. La alternativa hacia un confín voluntario en cuyos barrotes el escritor se columpia, obcecados los demás roles gregarios. Cyril se ganó el apodo de Musa. Dilató la agenda de por sí ajetreada del proveedor, quien no resistía barnizarla tan pronto la apreciara, absorto por ultrajar su beldad. Ésta había olvidado el dejo salobre de las secreciones desde hace meses porque los remanentes que descuidaban los recolectores endulzaban mejor su martini que la angostura, por no agregar su calidad como exfoliante. Desechó sus polvos de arroz. Ya luciera sayo de organza o etamina, conservara la ropa interior o posara sin hoja de parra, la Musa se convirtió en la inspiración y numen del mancebo. El afluente no iba en picada en tanto lo sedujera por medio de la vista. Los otros sentidos resultaban en sobresaltos seminales. Tal éxtasis y la coincidencia de sus iniciales los hizo

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inseparables. A escondidas cometían estupro pues la contemplación incesante es propia de la literatura. Dicho bálsamo no tenía igual en la especie, un adefesio de la genética que una centena de arribistas supo aprovechar. Su rentabilidad consistía en el alto índice de aplicaciones: un kilo se costeaba harto más barato que el equivalente en cemento y rendía diez veces en comparación; como bórax y laca los chinos la estimaban imprescindible en las herboristerías y la porcelana; endurecido sustituía la alcorza en la repostería; a temperatura ambiente, mezclado con ciertos aditivos, fungía como adhesivo para el bricolaje; cosmético de primera necesidad; dentífrico insuperable; repuesto de plasma en aparatos de última generación; antidepresivo al diluirlo en agua; ingrediente activo en farmacodependientes; al protestar durante marchas y manifestaciones, las minorías descartaban los colores del arcoíris para arroparse de blanco, sin percatarse que desde la explotación del miembro de oro el tono abarrotaba cuanto producto pudiera concebirse; inclusive patentaría el sendero hacia la erradicación del cáncer. Mientras la impotencia o el priapismo no agostaran al efebo, el Estudio, cuyo nombre genérico fijó el monopolio en el mercado, impuso su falocracia.

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La interrupción ulterior de mi papucho vino como oferta laboral. Una empresa prestigiosa requería redactor y corrector para usos múltiples. A bordo de un Cadillac, aguardan por nosotros un mánager, una comitiva que se esparce según sus órdenes y una chofer tipo europeo que sostiene el volante, señala, como si la alegraran paparazzis imaginarios. A ver qué mamadas nos esperan.

NOTA: Se publicó por primera vez en la revista La Peste, núm. 11 “Musas”, año 2, septiembre-octubre 2013, págs. 21-24. Esta versión tiene algunas ligeras modificaciones.

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