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Gales: íntima y furtiva
De los cuatro países integrantes del Reino Unido, quizás Gales sea el menos célebre, pero no por ello el menos interesante.
Todo lo contrario: su extrañísima lengua, sus costas, sus pueblos marinos, las ruinas de sus abadías, los castillos intactos, y la sensación de estar en un mundo donde casi desaparecen las vocales, hacen de la experiencia un secreto que sólo se transmite a los elegidos.
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Salimos de Oxford una mañana soleada de primavera con rumbo al lago Vyrnwy, en Gales. Éramos seis en una camioneta con el volante al revés, pero con el tiempo ya me había acostumbrado a manejar por el otro lado. La clave brillaba en que todo fuese lo contrario y, si algo me resultaba familiar, pues estaba a punto de cometer un error fatal.
Aquella mañana desmentía la fama británica de la lluvia y la neblina permanente. No sé si mi memoria selectiva borra los paisajes brumosos, pero el recuerdo de Gales está asociado al cielo azul profundo y la luminosidad del atardecer desde un castillo medieval.
Entrábamos al país de Gales por la parte de arriba, luego bajaríamos hacia Cardiff, su capital. Las montañas alrededor del lago estaban pobladas por bosques espesos, y desde todas las habitaciones del hotel se divisaban las aguas quietas del lago. El hotel, como muchos de los tesoros ocultos de Gran Bretaña, era pequeño y de esmeradísima atención. Obviamente, las habitaciones no respondían a los criterios seriales de las cadenas hoteleras: cada cuarto era distinto al otro, cada espacio constituía una singularidad y, aunque no estábamos en Escocia, la bodega y el bar satisfacían exigencias. Una de las imágenes de la serenidad que toma forma en mi imaginario es la de estos discretos hoteles galeses, donde nadie sube la voz, ni camina rápidamente, ni tira las puertas, ni se atreve a mirar directamente a los ojos sin ser tácitamente autorizado. Para colmo de placeres, los cocineros de estos espacios furtivos son franceses o galeses entrenados por ellos: ni el recuerdo de la comida inglesa, estamos en Gales.
Los antepasados de los galeses son los celtas, que llegaron a las islas británicas procedentes de la Europa continental en el 600 AC, y se avinieron a regañadientes a la invasión romana de cuatro centurias que, en verdad, no fue tan intensiva como la de los países continentales. Las últimas tropas del Imperio Romano abandonaron la isla en el 383 DC, y las primeras pruebas irrefutables de la existencia de un idioma galés datan del siglo VI de la era cristiana. Desde entonces los galeses se identifcaban entre ellos con el vocablo Cymry, que signifca “compañero”. El vocablo “galés” es traducción del inglés “Welsh”, que signifca “extranjero” en la antigua lengua de los sajones. Lo refero porque los galeses fueron “extranjeros” para los ingleses durante siglos, y aún persiste la incomodidad cuando el desprevenido no distingue entre ingleses y galeses: naciones que hablan idiomas distintos y, en consecuencia, responden a culturas diversas. a escuchar las campanas de una singular espiritualidad, la visita a la abadía de Tintern sobrepasó mis expectativas. Las ruinas de aquella abadía benedictina, al borde de un río orgulloso, me devolvieron el tono del cristianismo contemplativo, que se esmera en la auscultación de las voces interiores que buscan a Dios. El contraste no podía ser mayor: nos alojamos en un hotel rodeado por 36 hoyos de golf en las afueras de Cardiff y, aunque no estábamos en Escocia, la popularidad de este deporte inventado hace casi 500 años era absoluta. Sin embargo, el silencio de aquellos campos verdes y extendidos por donde rodaban diminutas pelotas blancas, no era el mismo que reinaba entre las paredes sin techo de la abadía de Tintern. Eran silencios que señalaban nortes distintos.
Ante la invasión de los anglos y los sajones, los moradores celtas fueron replegándose y preservándose en el norte, ya en la frontera con Escocia o en el país de Gales, esta es una de las razones por las que, aún, el visitante tiene la sensación en Gales de entrar en una suerte de reserva silenciosa, en la que se preserva una lengua extrañísima y unas costumbres muy particulares.
Una tarde fuimos a visitar a unos amigos galeses que habíamos conocido en un viaje a la India y, después de ofrecernos unos canapés y un buen vino, nos llevaron emocionados a los ensayos de un coro masculino. Entonces comprendí que la catadura de aquel pueblo era otra: las sillas en formación coral, como si fuera una concha, se posaban sobre las maderas de un gimnasio escolar. Allí ensayaba el coro de los hombres del pueblo, y las voces que se entonaban no sé por qué me parecieron similares a las que alguna vez escuché en un disco compacto de corales rusas. Las edades oscilaban entre 25 y 80 años, y los ofcios ciudadanos se advertían en la trama de sus vestimentas. Las mujeres eran admitidas como público en los ensayos, pero noté cierta incomodidad con sus presencias. De alguna manera aquellos encuentros corales prolongaban más serenamente las reuniones infantiles de varones, que ya no estaban en condiciones de correr afanosamente detrás de una pelota. Pero lo extraño es que en la masculinidad del encuentro no se abandonaba la ternura que expresaban los cantos: nada marciales, más bien tomados por el dulce fervor de unos hombres enamorados de sus mujeres y sus hijos. Conmovedor.
Si en Gales se cuentan unos tres millones de habitantes, más o menos, se calcula que la cuarta parte habla perfectamente galés, pero también este número es fruto de una conquista: durante años de intolerancia los ingleses discriminaban y hasta castigaban a quien hablara galés. Fue sólo a partir de mediados del siglo XX (1942) cuando los galeses comenzaron a recuperar su idioma y a hablarlo sin vergüenza, una vez aceptado legalmente. Hoy la realidad es otra: no sólo lo enseñan y lo estimulan en las escuelas, sino que el bilingüismo está extendido como un valor. En el mundo globalizado, los galeses lejos de sentirse amenazados se sienten fortalecidos en su singularidad y en sus conquistas de autonomía, sin dejar de pertenecer, naturalmente, al concierto del Reino Unido. A partir de 1999 cuentan con su propia Asamblea Nacional de Gales, y se relacionan con otras naciones con la certeza que otorga una historia milenaria propia.
Para llegar a los castillos pasamos al lado del pico nevado de Snowdon. Entonces, el mar de Irlanda se apostaba hacia oriente hasta que lo tuvimos de frente, casi lamiendo los muros desafantes del castillo de Caernarfon: una construcción levantada para Eduardo I de Inglaterra, entre 1272 y 1307, en la que hoy en día puede apreciarse un pequeño museo con la investidura del primogénito de la reina Isabel (en 1969) como Príncipe de Gales: hoy Carlos III, el padre de William y Henry, los hijos tos de importancia mundial. Repito lo que suelen decir las guías de turismo y las revistas que estudian el hipismo: imperdible. de Diana de Gales. Desde 1301 el hijo mayor del monarca reinante se le enviste con este título. Abandonado durante siglos, el castillo comenzó a restaurarse en 1908, y a partir de 1987 la UNESCO lo incluyó en la lista de monumen-
Enfrente de Caernarfon está la isla de Anglesey, separada de la isla grande por un estrecho canal. En Anglesey se yergue el castillo de Beaumaris, mucho más pequeño que el de Caernarfon, pero con un encanto, si se quiere, mayor. El espacio central está sembrado de grama, y dada su lejanía recibe menor cantidad de turistas, lo que permite alzar la voz y escuchar el eco retumbar contra las paredes, sin molestar a nadie. Desde las altas garitas se divisa el mar y el estrecho, que en un extremo custodia este castillo, y en el otro el de Caernarfon. También, y no menos elocuente, desde las garitas pueden verse los pastos que sirven a las vacas: típica estampa galesa, en la que casi no logramos distinguir si estamos en este siglo o en el XVI.
La experiencia galesa también puede ser marina. Escogimos el pueblo de pescadores más pequeño y hermoso del mapa: New Quay. Precipitándose por una ladera el pueblo diminuto tapiza un cerro, y se vuelca sobre el mar. Un malecón contundente forma una bahía donde anclan los barcos de pesca, y las faenas de descarga ocurren en las rocas del malecón. Estuvimos allí al atardecer, y vimos cómo las embarcaciones daban tumbos por el efecto de la marea en ascenso, mientras las grullas emitían sus sonidos característicos. Muy pocas cosas han debido cambiar en aquel pueblo apacible, en los quinientos años más recientes.
Así es Gales.