Clark, Timothy J.: "Sobre la historia social del arte", en Clark, Timothy J.: Imagen del pueblo. Gustave Courbet y la Revolución de 1848. Barcelona, Gustavo Gili, 1981, pp. 9-21
1. Sobre la historia social del arte
El arte, es decir, la búsqueda de lo bello y la consecución de la verdad, en su propia persona, en su mujer e hijos, en ~s ideas, en lo que dice, hace y produce, es el objetivo final del d"ésarrollo del trabajador, la fase destinada a rematar gloriosamente el CírCUlo de la Naturaleza. La estética, y antes que la estética, la ética, son los fundamentos del edificio económico. l'asaje copiado por Baudelaire en 1848 del Systeme des contradictions économiques ou Philosophie de la misere (1846).1 Siento el imperativo de vivir como un salvaje en esta sociedad nuestra, tan civilizada; tengo que liberarme de los gobiernos. Mis simpatías están con el pueblo, debo hablar directamente con él, aprender de él, y él ha de concederme un modo de ganarme la vida. Para conseguirlo, acabo de emprender la vida grande, independiente y vagabunda del bohemio. Courbet, carta de 1850 a Francis Wey.1 Enaltecer la veneración de las imágenes (mi grande, mi única, mi , primitiva pasión). Enaltecer el vagabundeo y lo que viene en llamarse bohemia, el culto de la sensación multiplicada que se expresa mediante la música. Referencia aquí a Liszt. Baudelaire, Mi corazón desnudo.' El señor Courbet es el Proudhon de la pintura. El señor Proudhon -el señor Courbet, debiera decir- hace una pintura democrática y social, sólo Dios sabe a qué precio. El crítico L. Enault, reseñando el Salón de 1851 en Chronique de París.' Pluma en mano, no era un mal tipo; pero no era ni podía ser, ni siquiera sobre el papel, un dandy; y eso nunca se lo perdonaré. Baudelaire sobre Proudhon, carta del 2 de enero de 1866 a Sainte- Beuve.5
Estas palabras nos transportan como arte de magia a una época extraña, una época en la que el arte y la política estaban inseparablemente entrelazados. Durante un tiempo, a mediados del siglo XIX, el Estado, el público, y los críticos creyeron que el arte tenía un sentido y una intención políticos. De ahí que, según este principio, se alentara, reprimiera, odiara y temiera la pintura. 9
Los artistas fueron muy conscientes de ello. Algunos, como Courbet y Daumier, supieron aprovecharse e incluso gozar de tal estado de cosas; otros, a remolque de Théophile Gautier, se ampararon tras la noción de el Arte por el Arte, mito creado para contrarrestar la intensa politización del arte. Hubo otros que, como Millet, aceptaron la situación con una sonrisa sardónica; éste, en una carta de 1853, se pregunta si los calcetines que remendaba una de sus jóvenes campesinas no serían condenados por el Gobierno, por juzgar excesiva su «fragancia popular>>.6 En el presente libro me propongo aventurarme por este momento concreto del arte francés; descubrir los vínculos reales y complejos que ünen el arte y la política de este período; explicar, por ejemplo, las extrañas contradicciones de los cinco pasajes citados al principio. Llamar artista al obrero; calificar la pintura de «democrática y social»; condenar a un anarquista porque no consiguió ser un dandy, son actitudes que, al menos, se ha de aceptar que se salen de lo común. ¿Cómo calificar una época en la que Baudelaire tomaba notas de Proudhon y tres años más tarde condenaba el principio de el Arte por el Arte como «una utopía pueril», afirmando el arte «a partir de entonces inse~rable de la ética y la utilidad>>? 7 ¿Por qué creía Courbet que el arte destinado al pueblo requería un estilo de vida bohemio? ¿Qué vio el señor Enault en el cuadro Entierro en Ornans para enfurecerse de aquel modo? Una época de estas características requiere una explicación, incluso tal vez una defensa. Y no es simplemente que los términos resulten caducos (o que vuelvan a ser vigentes, pero con una pequeña diferencia). Es la extraña solidez de las discusiones; el modo en que se sugiere que el arte se encuentra en una situación distinta, con un poder diferente. Y decimos poder, la palabra más inadecuada y absurda que hoy día podría aplicarse al arte. Lo cual es la razón principal de haber escrito este libro, de haber intentado reconstruir las circunstancias en que el arte fue, durante un tiempo, elemento controvertido y eficaz, incluso, del proceso histórico.
Cuando uno empieza a escribir la historia social del arte, es más fácil hablar de los métodos que no se han de emplear que de la metodología que debería utilizarse sistemáticamente, como el carpintero su caja de herramientas o el filósofo su serie de premisas. De ahí que yo principie mencionando unos cuantos tabúes. Para empezar, no me interesa en absoluto si las obras de arte son reflejo de determinadas ideologías, o de las relaciones sociales, o de la historia. Pero tampoco quiero hablar de la historia como telón de fondo de la obra de arte, algo que está esencialmente ausente de la obra artística y de su realización y que de vez en cuando asoma la nariz (por lo visto, la intrusión de la historia se descubre mediante el sentido común, es decir, como si hubiera una especial categoría de referencias históricas susceptibles de que aquél las identificase) . Quiero también desechar la idea de que el punto de referencia del artista como ser social es, a priori, la comunidad artística. Según este punto de vista, la historia llega al artista a través de un camino ya fijado, mediante un sistema inmodificable de intermediarios, esto es, el artista reacciona ante los valores y las ideas de la comunidad artística (lo cual en nuestros días corresponde al movimiento de l'avant- garde, a lo menos para los mejores), que a su vez están sujetos a los cambios sufridos en el campo general de los valores e ideas de la sociedad, determinados éstos por las condiciones 10
históricas. De esta forma, Courbet estaría influido por el realismo, el cual sufrió la influencia del positivismo, que a su vez, sería un producto del materialismo capitalista. Cada uno es libre de condimentar los sustantivos de esta compleja oración con los cA:talles o las especificaciones que desee; lo que cuenta, realmente, son los verbos. Para terminar diré que no es mi deseo que la historia social del arte dependa de analogías intuitivas entre forma y contenido ideológico, que consista en decir, por ejemplo, que la ausencia de un centro estable en la composición del Entierro en Ornans de Courbet (fig. 47), es reflejo de la ideología igualitaria de este pintor, o que la composición fragmentada de Manet en su extraña Visión de la . Feria Mundial de París, (1867) (fig. 2), equivale visualmente a la alienación de los hombres en la sociedad industrializada. Claro está que no es posible evadirse totalmente de las analogías entre forma y contenido, pues, para empezar, el lenguaje del propio análisis formal está lleno de ellas. La misma palabra composición, o no digamos ya la de organización formal, son conceptos que abarcan aspectos tanto de la forma como del contenido, implicando automáticamente determinadas interrelaciones, implicación extraordinariamente convincente debido a que nunca se expresa abiertamente. Por eso mismo, una de las fuerzas reales de la historia social del arte es que especifica abiertamente tales analogías, que, por burdas que nos parezcan las equiparaciones qÚe acabo de mencionar, son de alguna manera un paso hacia adelante en el lenguaje 4e1 análisis formal, precisamente porque hablan claramente de sus prejuicios. ·El flirteo con analogías ocultas es peor que el trabajo franco con otras menos airosas, precisamente porque estas últimas pueden criticarse directamente. En cualquier tipo de lenguaje las anaiogías son a la vez útiles y traicioneras; constituyen un medio para abrir caminos, pero pueden extraviamos fácilmente; son un tipo de hipótesis que exigen confrontación con otra clase de pruebas. Esto es tan cierto para la historia del arte, como para cualquier otra disciplina. Ante la extraña y perturbadora estructura del Entierro en Ornans, sería obviamente un acto de cobardía no dar alguna explicación del significado de su composición; mas intentaré que mi explicación entre en contacto y en conflicto con otros tipos de interpretación histórica. La cuestión es ésta: una vez descartadas estas cómodas estructuras, ¿qué puede estudiarse en este tema? ¿Debemos, tal vez, replegarnos inmediatamente tras un concepto radicalmente restringido y empírico de la historia social del arte y concentrarnos en las condiciones que en su momento determinaron directamente la producción y éxito de la obra artística, es decir, el mecenazgo, las ventas, la crítica, la opinión pública? No cabe duda de que éstos son los campos más impertantes de la investigación, de que son los medios concretos para abrirnos el camino que nos conducirá al tema central; de que son y serán siempre nuestro punto de partida. No obstante, para decirlo en pocas palabras, la investigación de cualquiera de estos factores de la producción artística nos devuelve en seguida a los problemas de tipo general que habíamos querido eludir. Es imposible estudiar el mecenazgo y las ventas durante el siglo XIX sin referirse a algunas nociones de tipo general, franca o veladamente, sobre la estructura de la economía capitalista. Imaginemos lo que sería un estudio de la reacción de la crítica ante la obra de Courbet que no tuviera idea de la función de los críticos de arte en el París decimonónico, ni de ninguna teoría sobre las circunstancias sociales de los propios críticos, sobre sus lealtades, sobre su ambigua relación, en parte -desdeñosa y en 11
· parte .servil, con la masa del público que acudía a los Salones. Aunque quizás hubiera debido decir recordemos, en vez de imaginemos, porque el tipo de abigarramiento ofrecido por el collage resultante, la desconcertante mezcla de observaciones absurdas y justas, son muy conocidos de todos los historiadores. No es que yo quiera pasar por alto a los críticos y sus escritos, sino todo lo contrario. No menos que cuarenta y ciqco articulistas expresaron su opinión sobre la obra que Courbet expuso en el Salón de 1851, y la totalidad de sus palabras es material importantísimo para nosotros. En su conjunto como un complejísimo diálogo entre el artista y el crítico, entre el crítico y el crítico, entre el crítico y el público (de vez en cuando el público hace acto de presencia, en forma imaginaria, dentro de la propia crítica; pero la mayoría de las veces se trata de una presencia implícita, de una sombra, de algo oculto; es lo que el crítico y el artista, en su discurso civilizado e hipócrita, tratan de descatar sin conseguirlo). Es un coro extraño y monótono, del que nos interesa únicamente la lectura de su totalidad, estructura que nos oculta y revela la relación entre el artista y el público. Para nuestros fines, el público es diferente del espectador, porque éste puede, y debe, ser estudiado empíricamente. Cuantas más cosas sepamos de los espectadores, de las clases sociales parisinas, de los hábitos consumistas de la burguesía, del número de personas que fueron a las exposiciones, mayor será nuestra comprensión de la curiosa manera en que el crítico y el mismo artista los han modificado, las han dado forma e imaginado. En cuanto al público, podemos hacer una analogía con la teoría freudiana. El inconsciente no es más que sus representaciones en el consciente, su aprisionamiento en las faltas, los silencios y las censuras del discurso normal. De manera similar, el público no es más que las representaciones privadas que de él se han hecho, en este caso en el discurso del crítico. Como el psiquiatra que escucha a su paciente, a nosotros nos interesan, si querer..:..)s descubrir el significado de toda esta masa de artículos críticos, los instantes en que la cantilena racional del crítico se interrumpe, vacila y titubea; nos interesan los casos de repetición obsesiva, de repetición de irrelevancias, de la ira que se dispara abruptamente; las claves de la interpretación de la c::ítica se encuentran en los instantes en qul) la crítica s~ hace incomprensible. El público, como el inconsciente, sólo está presente donde desaparece; y, no obstante, determina la estructura del discurso privado; es la clave de lo que no puede decirse y es el tema más importante de todos.8 Tales son, creo yo, los únicos modos de enfocar correctamente los temas del mecenazgo y la crítica de esta época. Modos que nos hacen regresar al terreno de las teorías antes rechazadas, es decir, al terreno de la compleja relación entre el artista y la total situación histórica y, en particular, a las tradiciones de representación que el artista tuvo a mano. Por mucho que uno desconfíe de los conceptos de reflejo, de trasfondo histórico, de analogía entre forma artística e ideología social, es imposible pasar por alto los problemas- a que aluden.
¡ Lo que deseo aclarar son los lazos que existen entre la forma artística, los sistemas de representación vigentes, las teorías en curso sobre arte, las otras ideologías, las clases sociales y las estructur~ y los procesos hitóricos más generales. Las teorías rechazadas comulgan en la idea de que todos los artistas viven, reaccio12
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nan y dan forma a su entorno de forma muy parecida, como si dijéramos, a través de los canales habituales; supuesto-que resulta muy cómodo, pero que es falso. Si la· historia social del arte tiene un campo de estudio específico, es precisamente éste, el de los procesos de transformación y relación que tantos tratados de historia del arte dan por sentados. Mi propósito es descubrir las transacciones concretas que se esconden tras la imagen mecánica del reflejo, ver cómo el trasfondo pasa a ocupar el primer plano; en lugar de hacer la analogía entre forma y contenido, quiero descubrir la red de sus relaciones reales y complejas. En resumen, descubrir los intermediarios que, ~su vez formó la historia y que la propia historia ha modificado; en el caso de cada artista, de cada obra de arte, tienen su propia especificación histórica. La esterilidad de los métodos que condeno reside en su consideración de que la historia está resueltamente ausente del acto- de la creación artística; la historia es· una base, un condicionamiento, un trasfondo, pero nunca algo verdaderamente presente allí, en el lugar donde el pintor se encuentra frente a la tela, donde el escultor ruega a su modelo que se esté quieto. En ello hay una mezcla de verdad· y absurdo. Es verdad, y es importante reconocerlos que entre la experiencia social del artista y su actividad de representación formal existe una discontinuidad. El arte, en relación a los otros sucesos históricos, es autónomo, pero las razones de su autonomía varían. Es cierto que todo tipo de experiencias encuentra una forma y adquiere un sentido, un pensamiento, lenguaje, línea, color, mediante estructuras que nosotros no escogemos libremente porque en cierta medida nos han sido impuestas. Nos, guste o no, estas estructuras son para el artistas específicamente estéticas; tal como Courbet lo expresó en su Manifiesto de 1855, la tradición artística es el material mismo de la expresión de los individuos. «Saber para poder actuar, tal fue mi idea» {«Savoir pour pouvoir, telle fut ma pensée»).9 No obstante, existe una diferencia entre el contacto que el artista tiene con la tradición estética y el que establece con el mundo artístico y sus ideologías estéticas. Sin el primer contacto, el arte no existe; en cambio, cuando se debilita el segundo, o se elude totalmente, el arte resultante es a menudo el más grande de todos. Volveremos sobre esto cuando tratemos la cuestión de l'avant- garde. Lo importante es reconocer que el encuentro con la historia y sus condicionamientos específicos lo hace el propio artista. La historia social del arte se dispone a descubrir el carácter general de las estructuras que el artista encuentra forzosamente; pero también le interesa localizar las condiciones específicas en que se realiza el encuentro. De qué manera, en cada caso particular, un contenido de la experiencia se vierte en forma, un acontecimiento se traduce en imagen, el tedio se convierte en su representación, la desesperación en spleen [-rencor, tristeza, melancolía, animadversión- N. del T.]. estos son los problemas. Problemas que nos fuerzan a regresar a la idea de que el arte es a veces eficaz históricamente. La realización de una obra de arte es un proceso histórico más entre otros actos, acontecimientos y estructuras; es una serie de acciones en y sobre la historia. Es posible que sólo sea inteligible dentro del contexto de unas estructuras de significado dadas e impuestas, pero, a su vez, es capaz de modificar y a veces incluso de destruir estas estructuras. El material de una obra de arte puede ser la ideología (dicho en otras palabras, las ideas, imágenes y valores aceptados por todos, dominantes), pero el arte trabaja el material; le da una forma nueva, y en determinados momentos esta nueva forma es en sí misma subversiva de la ideología. Como veremos después, esto o algo parecido ocurrió en el Salón de 1851. 13
Acabo de defender una historia de los elementos intermediarios, una investigación de sus cambios y de su mnbigüedad. En la práctica, su significado se esclarece si se aplica a algún problema conocido de la historia del arte. Tomemos, por ejemplo, la relación del artista con el mundo artístico y las ideologías compartidas. Habitualmente, esto se presenta como la cuestión de si el artista pertenece o no a una «escuela» en particular, en especial si tomó parte o no en el movimiento vanguardista. Como es obvio, queremos saber cómo se formó la vanguardia, y también los fines que se proponía; en ambos casos es necesario que advirtamos que la categoría es en sí fundamentalmente inestable, ilusoria. Si escribiéramos la historia de la vanguardia simplemente en términos de sus personalidades, reclutamiento, boga, no llegaríamos a ninguna parte. Pasaríamos por alto lo esencial, que el concepto de vanguardia es en sí profundamente ideológico; que el propósito de la vanguardia fue quebrar el unitario conjunto del mundo artístico de París para arrebatarse una identidad transitoria y esencialmente falsa. Porque lo fundamental es la unidad, no las disensiones. Cuanto más de cerca examinemos el mundo artístico de París, más artüiciales nos parecerán sus escuelas y doctrinas; lo que realmente tuvo importancia fue la facilidad con que se pasaba de una a otra actitud, se cambiaba de estilo, se iba de postura a impostura. Balzac fue el gran exponente de estas transformaciones; por debajo de él (por debajo de su real y duramente conseguida pertenencia) hombres de menor categoría comerciaban con sus lealtades, jugaban a metamorfosearse por un plato de lentejas. Gautier, el refinado poeta pamasiano, el critico de moda, era capaz de dedicar un poema a la mano momificada del asesino del poeta Lacenaire (que Maxime du Camp guardaba en un tarro), o de enviar cartas pornográficas a Madame Sabatier.10 La propia Madame Sabatier, reina de los Salones literarios del comienzo de la década de 1850, fue retratada en una u otra ocasión por Flaubert, Gautier (en su papel oficial), Clésinger (fig. 5), Baudelaire, e incluso Meissonier (fig. 4). 11 Una figura menor, como el novelista Duranty, llegó a combinar. un realismQ subido de tono con el proyecto de la biografía de Baudelaire; u el mismo Baudelaire se reconcilió con Veuillot, su critico católico.U l!stos no son más que unos ~ ejemplos elegidos al azar; la lista podría continuar indefinidamente. En un mundo como éste, pertenecer a l'avant- garde era simplemente una forma institucionalizada más de seguir el juego. Era una especie de rito de iniciación, con desbrozo de la maleza para introducirse en la selva durante un tiempo y regresar luego al status privilegiado del mundo que habían abandonado. Era como pasar una temporada en un colegio de señ~ritas distinguidas, una forma descarada de medrar en la sociedad. Si observamos a Champfleury, el mentor y parásito de Courbet, nos daremos perfecta cuenta de la marcha del proceso. Dada la situación, la historia verdadera de l'avant- garde es la historia de los que la eludieron, la ignoraron y la rechazaron; es una historia de vidas privadas que se aislaron; la historia de los que escaparon del movimiento vanguardista y del propio París. Esta historia tiene su héroe, Rimbaud, pero también es la base para comprender a muchos otros personajes del siglo, como Stendhal, Géricault, Lautréamont, Van Gogh, Cézanne. Se aplica precisamente, en mi opinión, a los cuatro artistas más grandes de la mitad del siglo XIX: Millet, Daumier, Courbet y Baudelaire. Millet abandonó •París sumido en una desesperada pobreza y profundamente atemorizado ante el cólera y la revolución, instalándose en Barbizon el año 1849; Daumier vivió en silencio, casi furtivamente, en el Quai 14
d'Anjou, según su posición de hijo de un vidriero, casado con la hija de otro del mismo oficio; Courbet se retiró a Ornans para realizar sus cruciales obras de los años 1849 y 1850; en diciembre de 1848, Baudelaire escribió a su padrastro, un militar, diciéndole que «se había apartado definitivamente del "mundo respetable" debido a sus gustos y a sus principios»/4 mientras que en junio de aquel mismo año había luchado junto a las filas de los rebeldes contra el Gobierno. Todos ellos habían seguido l'avant- garde y sus ideas; todos habían formado parte de ella en determinados momentos o según determinados estados de ánimo; pero en todos la relación fue variable y ambigua, conflictiva y nunca como algo que «se da por sentado». El problema no lo resolveremos contando cabezas conocidas, ni ideas compartidas, ni salones visitados. Se han de contar, por supuesto, pero también se ha de medir la distancia a que estos hombres se situaron de París y de sus camarillas. Debemos, además, investigar las condiciones de su distanciamiento, los motivos de su rechazo y fuga, y también de qué manera continuaron dependiendo del mundo del arte y de sus valores. Es necesario distinguir la vanguardia de la bohemia, porque, para empezar, en junio lucharon en bandos diferentes, los bohemios junto a los rebeldes, y l'avant - garde, claro está, en las filas del orden. 15 Tenemos que liberar la verdadera bohemia del mito que l'avant- garde creó de ella; rescatar la bohemia de las Escenas de la vida bohemia de Murger. Sus diferencias tienen un cierto significado en el momento presente. Todo lo aicho nos obliga a retroceder al problema del artista y el público. Mi propósito es dar ambigüedad a la relación, dejar de pensar en términos de público como objeto reconocible, con unas necesidades que el artista observa y luego rechaza o satisface. Dentro de la obra y durante el proceso de su producción, el público es previsto o imaginado. Es algo inventado por el propio artista en su soledad, aunque con frecuencia contra su voluntad, y nunca exactamente como a él le gustaría. Claro está que, a veces, el público aparece representado directamente, como en el caso de los donantes arrodillados a los pies de la Virgen, o del modelo retratado. En los mejores retratos es perceptible la tensión entre el modelo como tema y el modelo como público; por ejemplo, en el Retrato de León X de Rafael vemos, por un lado, la visión simple y brutal que .el pintor tiene del papa, y por otro, la escrupulosidad con que el pintor representa la voluntad del modelo de imponer una imagen determinada de sí mismo. De todos modos, este tipo de dialéctica, o de desacuerdo, aparece siempre, aun cuando el artista no se preocupe especialmente por darle una forma explícita. El arte nunca es hermético; incluso Mallarmé dedicó su Prose a una persona, a un tal «Des Esseintes» imaginario o imaginado. Des Esseintes era el personaje de una novela escrita por otro autor, un tipo abstracto, pero muy rico en detalles; representaba a una élite inventada, pero con unos rostros reales y con unas exigencias muy específicas. Mallarmé llega incluso a tomar co·nciencia (una conciencia irónica, pero de una ironía reveladora del verdadero esfuerzo para llegar a un nivel de especial excelencia) de que es incapaz de satisfacer a su público; el poema, tal como indica su título, no pasa de ser una mera Prose, pour Des Esseintes. Para el artista, inventar, confrontar, satisfacer y desafiar al público forma parte integrante de su acto creativo. Es posible ir más lejos, y de hecho es necesario, para comprender la fuerza del arte de mediados del siglo XIX y la desesperación que le siguió. Cuando la actitud del artista hacia su público se convierte en una preocupación independiente o de suma importancia (por un lado el querer épater le.bourgeois, por otro producir específicamente para un mercado), o cuando 15
el público se convierte en una presencia demasiado fija y concreta, o en un concepto demasiado abstracto e irreal, el arte enferma radicalmente. Todo esto es de vital importancia, porque Courbet fue un artista para quien el público estuvo muy presente, definido con mucha riqueza y ambigüedad, como tema y espectador, como motivación principal de su arte. Me refiero al Courbet de cuando tenía treinta y pico de años, al de los años 1848 a 1856, al de sus grandes obras. Su decadencia a partir de 1856 está muy relacionada con la desaparición de su público. Pero cómo y por qué apareció en primer lugar, durante tan pocos años, es el problema central de este libro.
Finalmente queda la vieja y conocida cuestión de la historia del arte. Del uso que hizo el artista de la tradición pictórica; de las formas y esquemas que permitieron ver y pintar al artista. No cabe duda de que la cuestión es crucial, pero cuando lo que se pretende escribir es la historia social del arte, es necesario verla bajo otro aspecto; porque entonces lo que a uno le interesa es tanto las barreras que se interpusieron entre el pintor y su representación, como los elementos favorables a ésta; se estudia la ceguera y la visión. En su novela The Golden Bowl, Henry James describió la cuestión con las siguientes palabras (Charlotte acaba de mostrarse encantada ante la forma en que les ha servido el comerciante): A ello el príncipe tuvo que contestar que no se había fijado; Charlotte ya le había expresado más de una vez, en otras ocasiones, que había advertido cómo por debajo de un . determinado nivel social, él nunca veía nada.. . ~1 daba por supuesto, absolutamente, la. existencia de las clases inferiores, como si en la noche de su inferioridad, o como quiera llamársele, todos los gatos fueran pardos. 16
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No importa ahora si James aprobaba o compartía tal tipo de, ceguera; su descripción es la de una enfermedad característica del siglo XIX. Cuando forzado por las circunstancias el ciego .abre los ojos, el resultado es dramático. Veamos lo que dijo Tocqueville al ser confrontado súbitamente con el archirrevolucionario Louis- Auguste Blanqui, el 15 de mayo de 1848, cuando los clubs invadieron la Asamblea Nacional: Fue entonces cuando vi aparecer, tomando la palabra en la tribuna, a un hombre que nunca he vuelto a ver, pero cuyo recuerdo me llena siempre de repugnancia y horror. Tenía. las mejillas pálidas y sin color, los labios blancos; parecía enfermo, malo, vil, de una palidez: sucia y con aspecto de cadáver en descomposición; al parecer no llevaba camisa, sólo una levita vieja que le cubria de cualquier manera los miembros larguísimos y descamados; daba la impresión de que acababa de salir de la cloaca donde moraba. Me dijeron que era Blanqui 11
No se trata sólo de que esta descripción de Blanqui sea falsa, basta comparar este pasaje de Tocquevílle con el dibujo de David d'Angers (fig. 1) (hecho ocho años antes) , para que lo advirtamos; lo importante es darse cuenta deÍ prejuicio que cree ser. objetivo, ver cómo ante nuestros ojos una descripción se convierte en ideología (Blanqui, dicho sea de paso, fue como un caso de prueba infalible para este tipo de maniobras; cuando Baudelaire esbozó de memoria una descripción suya en 1850, no sin una cierta simpatía hacia el personaje, éste se convierte, tal como era de esperar, en una suerte de satánico y agonizante Melmoth político).18 16
Así, pues, el problema de los esquemas y de la tradición pictórica se nos aparece de forma distinta. La pregunta es: para llegar a ver ciertas cosas, ¿qué debemos creer acerca de ellas? ¿Qué le permite al artista utilizar eficazmente determinados esquemas o el lenguaje formal de un artista del pasado? En la explicación no hay nada automático o absoluto. Tomemos un caso del que hablaré más adelante en este libro, la boga en que a partir de 1848 estuvieron en ciertos círculos los hermanos Le Nain, del siglo XVII. Diversos críticos los encomiaron; diversos pintores trataron de imitarlos. Pero ¿a quién? ¿A mis Le Nains o a tus Le Nains? ¿A los Le Nains de Courbet o a los de Champfleury? Porque, como veremos, pertenecen a mundos muy distintos; por ejemplo, lo que Champfleury tachó medio en broma de defectos, Courbet no tuvo ningún reparo en utilizarlo. A nosotros nos interesa descubrir el porqué de esta diferencia; y si nos limitamos a hacer una lista de las influencias, no lo sabremos nunca. Un caso parecido es el de las imágenes populares. Cuando Courbet dijo, en la carta de 1850 dirigida a Francis Wey, que quería aprender su ciencia del pueblo, se refería, entre otras cosas, a la ciencia pictórica. Todo el círculo de sus amigos y admiradores se interesaban por el arte popular; pero, ¿cuántos lo utilizaron, en vez de simplemente coleccionarlo? ¿Cuántos se dieron cuenta de que necesitaban de ,sus formas y estructuras para ver lo que había «más abajo de un determinado nivel social»? Courbet lo advirtió; su amigo Buchon también, pero fue incap~ de actuar en consecuencia; dudo mucho de que Champfleury, el gran defensor y divulgador de las imágenes populares, se percatara de nada. Así que de nuevo nos vemos obligados a colocar la Cl!estión de la historia del arte en un contexto más amplio; porque, en última instancia, debemos preguntarnos qué tipo de visibilidad fue posible gracias a un determinado sistema simbólico, en qué circunstancias específicas pudo el artista utilizarlo ventajosamente y en qué otras no pudo. Limitarse a contestar en términos de aptitud artísti<..a nos retrotrae ;¡l principio del problema.
Es imposible, por tanto, eludir el planteamiento de una cuestión de carácter general, aunque el camino que conduce a ella sea muy específico: la posibilidad de investigar la situación y experiencia históricas del artista como material complejo y específico que nos permita descubrir los fundamentos de sus temas y «estilo» únicos. Tomemos el caso de Courbet. Es bastante fácil hacer una lista de los diversos factores que hay que considerar para hablar de su arte: su posición en la sociedad rural y su experiencia de los cambios que se produjeron en su seno; las diversas representaciones, verbales y visuales, de la sociedad rural que él tuvo a mano; la estructur;¡ social de París en la década de 1840; la iconografía de la bohemia y su forma de utilizarla; el carácter y la función de su escandaloso estilo de vida en la ciudad; las ideas artísticas de la época; los aspectos de la tradición artística que le interesaron. Una vez sistematizada la experiencia en estas categorías, tenemos que llenarlas de contenido; la lista en sí, por mucho que la especifiquemos, no nos dará la respuesta. El problema real consiste en describir la forma en que se agrupan durante los años 1849 a 1851 todos estos factores, y sus condicionamientos. En otras palabras, ¿qué contribuyó en determinado momento a hacer el arte de Courbet original y potente? 17 2-CLARK
Para encontrar la respuesta ciebemos adentrarnos en terrenos peregrinos, pasar de la pintura a la política, del juicio sobre un color a cuestiones más generales, cuestiones que se refieren al Estado, que despiertan furor y alegría porque afectan a un gran número de personas. Sin embargo, descubriremos la política en lo particular, en un acontecimiento, en la obra de arte. Nuestro punto de partida es un determinado instante de coyuntura histórica, un gesto o una pintura que se nos aparecen cargados de significado histórico, como el centro de un apúíamiento de significativos elementos históricos. El Entierro en Ornans, Los picapedreros y Campesinos de Flagey son pinturas de estas características; cuanto más las contemplamos y estudiamos, mayor es el número de facetas de la realidad social que parecen salir a nuestro encuentro. Como ilustración de lo que acabamos de decir, tomemos un gesto minúsculo, pero muy significativo. En mayo de 1850, en Salins, región del Jura, se celebró una procesión religiosa. El procurador general, representante político del régimen, informa sobre el acontecimiento al ministro de París de la siguiente manera: La situación en la ciudad de Salins, una de las más degeneradas de todo el Jura, da muestras de mejorar. Las procesiones de Corpus Christi se celebraron con mucha animación y transcurrieron en perfecto orden; una procesión en particular, según mandato a la población del Obispo de Saint- Claude, para expiar las blasfemias de Proudhon, no dio lugar a disturbios de ninguna clase, ni de carácter menor. Nos sorprendimos extremadamente al ver al ciudadano Max Buchon siguiendo la procesión, vela en mano, y en actitud de perfecta compostura; es uno de los líderes del Partido Socialista, defensor público de la doctrina de Proudhon, y, según parece, amigo íntimo suyo. ¿Indicó, como muchos han creído, su presencia en la ceremonia sincero arrepentimiento? A mí me parece, más bien, una más de las extravagancias que desde hace tiempo caracterizan el comportamiento de este lrombre, a quien lo que más le gusta es adoptar actitudes aparatosas y ser centro de habladurías.••
Max Buchon les gastó una broma, una broma que caracteriza a la época. Las bromas son parecidas al arte, tal como han señalado ciertos seguidores de Freud, por el modo en que manipulan el inconsciente; quizá también por su tratamiento de la historia. La broma de Buchon juega con la incertidumbre de los espectadores frente a la historia; pone en práctica lo que nadie esperaba, causa confusión en el código vigente; en vez de discutir, utiliza un acto y su ambigüedad. En este caso concreto, fue una táctica aconsejable, porque incluso en 1850 era difícil meter en la cárcel a nadie sólo por una broma semicomprensihle, y Buchon quería evitar tener que ir a la cárcel (cuatro meses antes, en una sesión del Tribunal de Justicia del Jura le habían declarado inocente del delito de conspiración revolucionaria). Al igual que con las pinturas, más adelante tendré que detenerme a explicar el sentido de la broma y de su contexto, quitándole toda la gracia. Tendremos que saber más cosas de Buchon , el más viejo amigo de Courbet, poeta y traductor, dedicado revolucionario. Más también sobre Saliris y la extraña política de 1850; sobre la confusión radical entre religión y política a partir de 1848; sobre el carácter de este tipo de sarcasmos públicos, sobre el estilo dandy y su consumación en Baudelaire (aunque Proudhon no fuera un dandy, algunos de sus secuaces sí lo fueron). Lo que sepamos de Buchon y Salins (a unos cincuenta kilómetros de Ornans, y el punto de referencia política de Courbet) acabárá haciéndonos retroceder al Entierro en Ornans, a las rojas narices de sus sacristanes y a la presencia de Buchon en el cortejo religioso (aparece en el fondo, el sexto desde la izquierda). De una broma a una obra maestra; pero en ambos casos lo importante es lo que se ha hecho con el material histórico. Tanto la broma como la pintura juegan 18
con diferentes contextos de significado para constituir su propia individualidad. Descifremos sus lenguajes, naturalmente. Investiguemos sobre sus entierros, su religión, sobre Salins y Ornans; describamos el temperamento político de la región del Jura, la significación social de las levitas y los botines. Pero tengamos en cuenta también que Buchon y Courbet barajan y juegan con significados, que mezclan los lenguajes, dan falsas pistas y producen una cosa, no muchas. (Un rápido juego de palabras, no una interminable sosería.) Obsérvese el proceso de la transformación, llamémoslo trabajo, o llamémosle juego, y fijémonos también en el propósito de tal trabajo. A veces es difícil alcanzar el equilibrio justo, sobre todo en la historia social del arte. Precisamente porque nos invita a explorar un número de contextos mayor que el habitual, un material más denso que el de la gran tradición, es posible que nos aleje de la «obra en sí». Sin embargo, la obra en sí puede aparecer en sitios inesperados y raros; y, una vez descubierta en un lugar nuevo, es muy probable que no vuelva nunca a recobrar su antiguo aspecto. Tal es, en todo caso, la intención de este libro.
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Hasta ahora he defendido la postura de que es imposible hacer historia del arte indepen~ientemente de los demás tipos de historia. De todos modos, limitémonos provisionalmente a lo que propiamente se denomina historia del arte. Incluso dentro del marco de su disciplina, o tal vez especialmente en él, debido a la artificialidad de sus límites, surge el problema de cómo decidirse por una perspectiva en particular. Hasta el presente, el estudio de la historia del arte del siglo XIX se ha centrado habitualmente en dos temas: el de l'avant- garde y el del movimiento que se alejó de los asuntos literarios e históricos para realizar un arte de sensaciones puras. Pero, ¡qué desangeladas han resultado estas dos historias! No es que sean falsas, simplemente, sino que no son más que fragmentos de lo que realmente ocurrió. Y además uno no puede dejar de sospechar que se olvidaron en el tintero lo más esencial. jlnténtese, por ejemplo, comprender alguna cosa, a partir de lo que ellas nos dicen, sobre las vidas de Cézanne y de Van Gogh! Sólo lograremos recuperar el significado de estas nociones si las derribamos del pedestal, descubrir l'avant - garde si la criticamos, comprender en qué consistió el arte de las sensaciones puras si le devolvemos sus connotaciones de terror. En otras palabras, si nos esforzamos por explicar lo que Mallarmé escribió a Villiers de l'Isle- Adam: Te aterrorizará saber que he llegado a la idea del universo mediante sólo las sensaciones (y que, por ejemplo, para no perder la noción de la pura nada he tenido que imponer al
cerebro la sensación del vacío absoluto).lO
Palabras que nos llevan directamente a Hegel y a otros temas incómodos. Lo que se requiere, y lo que todo estudio detallado de cualquier época o problema nos señala, es una serie variada y múltiple de puntos de vista. Voy a mencionar unos cuantos, de forma más o menos abreviada, sugeridos por el contenido de este libro. Primero, el papel dominante del clasicismo en el arte del siglo XIX, no mera- mente el hec,ho de que el clasicismo académico continuara dominando en el Salón, sino la tendencia del arte francés hacia una pintura y una escultura profundamente 19
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de la Torre Eiffel, ·ae:c:ltt Q~t -~~ iocgnoeluta ~' totalmente natural sanamente, ·un elemento integrante del sigl1 No hay tema más frecuente; del realismo. La iconoclastia y el lema de l'Art pour l'Art son maneras diferente de reaccionar ante la misma sensación de inseguridad. Proudhon, ~n noviembre d 1851, escribió en su Philosophie du progr~s: Para la más rápida regeneración de nosotros mismos, ·desearía ver incendiados todos lo museos, catedrales, palacios, salones, boudoirs, junto con sUs muebles, antiguos y moderno1 y que se prohibiera hacer arte a los artistas durante cincuenta años. Cuando hayamos olvidad• el pasado, podremos hacer algo.11
Sorprendentemente, se refería al mismo problema que preocupaba a Gautiet Su exabrupto es sólo la otra cara de la ironía de Gautier («Me creéis frío y no o dais cuenta de que me he impuesto una calma artificial», dice más tarde Baud€ laire). · A medio camino entre la ironía y el exabrupto se sitúa la actitud de Courbe1 o la convicción de Baudelaire en el año 1851 de que «el arte tenia que ser inseps rabie de .. . la utilidad». En el caso de Baudelaire, esta creencia duró a lo má tres o cuatro años; después siguió la oscuridlid, la desesperación, los primero · poemas que cantaron «la teatral y desolada futilidad de todas las cosas» (J acque Vaché) . Pero si el arte no servía de nada, la vida tampoco; conclusión que d ningún modo fue peculiar de un solo individuo. Es la que condujo a la «horribl visión de una obra pura» de Mallarmé («vision horrible d'une oeuvre pure»), «las rimas cantan según la asonancia de las monedas, y la inflexión se desliza po la línea del perfil de las barrigas» de Tzara, y al «asesinato de la pintura» d Miró. El heredero de la poco duradera creencia de Baudelaire fue el surrealismc según palabras de Breton: «La literatura no nos incumbe, vero somos perfect< mente capaces, en caso de necesidad, de utilizarla como lo.s demás». Aunque e: su époéa las implicaciones de la creencia fueron mucho más claras, porque ü como afirmó el Manifiesto Surrealista de 1925: «No somos utópicos; concebimo esta revolución sólo en su forma social». Cuando Proudhon, en su Du príncipe de l'art, nos dice que la .actividad ere< tiva debe introducirse en el mundo y actuar sobre él directamente, y no sólo e las telas, se hacía eco de Hegel, por un lado, pero presagiaba a los modernos, po otro.26 Malevitch dijo: «Apoderémonos del mundo y arrebatémoslo de las mano de la naturaleza para construir un mundo nuevo que pertenezca sólo al hombre>: Y Mondrian: «Llegará un día en que podremos prescindir de todo el arte, tal com existe actualmente; la belleza se habrá transformado en realidad palpable. L humanidad no perderá mucho sin el arte».
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