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SUCHET SE ENCARGA DE LA ADMINISTRACIÓN DE ARAGÓN

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EMPIEZA LA GUERRA

EMPIEZA LA GUERRA

SUCHET SE ENCARGA DE LA ADMINISTRACIÓN DE ARAGÓN

La declaración del ministro francés de la Guerra, Clarke, a que antes me he referido no resolvió el problema, porque era antitética en sus términos, y la única solución que al fin encontró el emperador fue la de sustituir a Junot por Suchet. Este llegó a Zaragoza el 19 de mayo de 1809, aunque hasta el 9 de junio no fue designado oficialmente gobernador de Aragón. El nombramiento le llegó en julio. Cuando Suchet se hizo cargo del mando el III Ejército, este se componía de una serie de cuerpos muy diversos. Los había veteranos, como los regimientos de línea 14º y el 44º y un batallón del 5º ligero, y bisoños, de nueva creación, como los regimientos de línea 114º, 115º, 116º, 117º y 121º, auxiliados por caballería, el 13º de coraceros y el 4º de húsares, y por las tropas polacas de la Legión del Vístula (los 1º, 2º y 3º de infantería y un escuadrón de lanceros). Disponía además del 1º de artillería a pie, con 20 piezas de campaña, y del 9º de zapadores. Suchet se trajo de Valladolid un batallón del 64º de línea y una compañía del 40º de línea, los cuales mantuvo siempre a su lado como fuerzas de reserva, porque sus integrantes eran hombres seguros y muy disciplinados. Desde el primer momento tuvo lo que no había tenido Junot: amplios poderes para nombrar y controlar empleados y para revitalizar toda la Administración provincial.147

Suchet comprendió la gravedad de la situación. Era un hombre de talento, acaso el más capaz de los generales napoleónicos en España. Si al final se contó entre los derrotados, se debe a los imponderables que iban mucho más allá de su personalidad. Un historiador francés lo comparó con el mariscal Louis-HubertGonzalve Lyautey (1854-1934), residente general de Marruecos entre 1912 y 1925. No sé si la comparación es acertada, pero por lo menos es un signo del alto aprecio que un militar profesional y a la vez historiador tenía por la capacidad pacificadora de Suchet.148 En sus Mémoires, este reconoce que su situación no era precisamente cómoda. Los oficiales acostumbrados a un mando no aceptaban fácilmente a otro, y además muchos de ellos se habían marchado a la guerra de Austria, que parecía más prometedora. Aceptó el cargo de gobernador de Aragón llevado de su celo militar y su amor a la gloria, que le podría llevar al fracaso y a la muerte, pero siempre sería una muerte con honor. Además, Aragón parecía haber sucumbido con su capital, en la que se había enterrado lo mejor de su ejército y de su población. Todo estaba tranquilo, por lo menos en apariencia. Las provincias vecinas, Cataluña, Valencia, no podían hacer nada: habían reclutado tropas, pero solo para su propia defensa. Sin embargo, había problemas: el III Cuerpo había quedado muy debilitado con la marcha del V; además estaba

147. Guirao y Sorando (1995: 127-128). 148. Reynaud (1992: 206).

demasiado diseminado y con un río en medio, el Ebro, que solo por muy contados puntos se podía pasar, y en algunos había guarnición española. Suchet sabía que el estado de debilidad de sus tropas había sido rápidamente comprendido por el general Blake, quien no tardaría en aprovechar esta circunstancia.149 Ya antes de que le llegase el nombramiento, el 8 de febrero de 1810, recibió dos cartas del príncipe mayor general (Louis-Alexandre Berthier). En la primera se le decía que, en adelante, en cuanto tomase posesión de su cargo, las tropas francesas en Aragón deberían vivir a costa del país ocupado, porque debido a la duración de la guerra Francia se estaba empobreciendo demasiado, cosa que no se podía consentir. En la segunda carta se le informaba, también para el momento en que recibiese el nombramiento, de que en todo lo que tuviera relación con la administración, la justicia, la policía y la hacienda del país recibiría las órdenes exclusivamente del emperador, que él mismo (Berthier) se encargaría de transmitirle. La cosa estaba clara: no recibiría órdenes de nadie excepto del poder supremo, y tenía que pensar en cómo se las arreglaría. Los ingleses lo tenían más fácil: entraron en España y Portugal sin ser una carga para sus habitantes, repartiendo tesoros por donde pasaban (son palabras de Suchet) y pagando todo aquello que necesitaban. El ejército inglés no necesitaba vivir a costa del país porque su Gobierno le proveía de todo; a cambio de esto, los británicos tenían la facultad de introducir, por todos los puertos, los productos de su industria y su comercio.

Sobre esta materia contamos desde hace algunos años con un libro de categoría, el de Roberto G. Bayod Pallarés titulado El reino de Aragón durante el «Gobierno Intruso» de los Napoleón (Zaragoza, 1979). El autor no era un historiador profesional, sino un funcionario público muy preocupado por lo que se suele llamar la ciencia de laAdministración, a la que dedicó varias obras. Habiendo encontrado en el Gobierno afrancesado de Aragón una gran categoría, se esforzó en exponerla, sin que esto supusiese falta de patriotismo. No se trata de mancillar la gloria de la defensa de Zaragoza o de la lucha guerrillera en el conjunto de Aragón, sino precisamente de subrayar el valor de unos y de otros. Adelanta tímidamente el concepto de guerra civil como propio de la época,150 lo cual indica una gran valentía frente a los bombos y platillos habituales.151 El deseo de una Administración justa por parte francesa solo se halla mediatizado por la necesidad de subvenir a las necesidades del ejército, que es siempre lo primero de todo. Bayod resume su posición en estas palabras: «El grave error de los

149. Suchet (2002: 34-35). 150. Bayod (1979a: 55) 151. Había sin embargo alguna indicación en la literatura anterior. Cf. Campañas de Napoleón I, t. II, p. 128. El libro pertenece a la «Colección de los mejores autores militares, antiguos y modernos, nacionales y extranjeros, y de algunos otros de ciencia e historia militar», publicada bajo los auspicios de Eduardo Fernández de San Román, marqués de San Román; director, Emilio Valverde y Álvarez. No son estos los autores, pues consta que el texto ha sido entresacado de la Historia de Norvins, traducida al castellano en Valencia en 1835. Se refiere a Marquet de Montbreton (1835-1836). Hay otras traducciones anteriores.

franceses no fue su gobierno, que pretendió ser justo, equilibrado y recto en el manejo de los caudales públicos, sino la traición inicial, agravada por ser un régimen hijo de la revolución».152 Con «la traición inicial» se está refiriendo a la guerra de agresión, que contaminó inevitablemente todos los propósitos napoleónicos.Únicamente no estoy de acuerdo con el último período de la frase transcrita: por una parte, los invasores de 1808, aunque hijos de la Revolución ciertamente, trataban de negarla a cada paso. De ella les quedaba el afán por crear la buena administración en la que con tanta inteligencia se fijó Bayod Pallarés.153 La Revolución no agravó las cosas, sino que constituyó, como dicen los franceses, un élan hacia el futuro.

Suchet se mostraba orgulloso de lo que consiguió en Aragón. La población era enemiga: su misión había sido la de pacificarla por medios militares y al mismo tiempo alimentar al ejército y ocurrir a todas las contingencias que la guerra le planteaba (asedios de ciudades, etcétera), y aún fue capaz de entregar 8 millones de francos en la Tesorería de Madrid, es decir, la del Gobierno de José I.154 Inversamente, estos 8 millones de francos hay que inscribirlos en la descapitalización de Aragón, de la que fueron responsables los franceses.

La política del mariscal consistía en actuar rápida y duramente sobre los posibles focos de resistencia, y a la vez integrar al pueblo sometido, con su propio pasado, en su sistema. No se podían perder energías muy valiosas en combatir la conducta anterior de los españoles, sino que había que elogiarlos incluso por su política última antifrancesa, pero haciéndoles ver que las circunstancias habían llevado al país a una situación nueva, en la que lo único coherente era aceptar lealmente al rey José. Por eso Lannes, el vencedor de Zaragoza, trató de explotar su victoria, aunque en los primeros momentos en el Alto Aragón no consiguió grandes cosas. Solo Gabriel-Jean Fabre tomó Jaca sin resistencia, como hemos visto, con lo que quedaba expedito el camino a Pau. Blake ordenó un nuevo alistamiento e intentó una contraofensiva en el Bajo Aragón que culminó en la batalla de Alcañiz (23 de mayo de 1809), en la que tomó parte fray Teobaldo Rodríguez. La batalla quedó indecisa, pero en el fondo victoriosa para los españoles, resultado que Suchet trató de disimular. Pero Blake fue incapaz de explotar inmediatamente el resultado de la batalla, simplemente porque no se atrevió, dada la poca categoría de su caballería. El mariscal alternaba en el Bajo Aragón los tedeums, solemnes y con mucha concurrencia, con las acciones punitivas contra los insurgentes. Para restablecer el nivel de su ejército no dudó en emplear mano dura: consejos de guerra, expulsión de oficiales incompetentes y, ocasionalmente, fusilamientos. Al poco tiempo consiguió su propósito.155 Para los españoles dio un decreto de amnistía, el 8 de noviembre de 1809, dirigido fundamentalmente a los jóvenes, a los que pedía que volviesen a

152. Bayod (1979a: 166). 153. Véase lo que se dice más abajo sobre el Código Napoleón. 154. Suchet (2002: 175-178). 155. Alexander (1985: 13-14).

sus casas y reconociesen al rey José renunciando a todo compromiso militar o guerrillero con los insurgentes.156

En sus Mémoires, Louis-Gabriel Suchet explica cómo encontró la situación en Aragón desde el punto de vista económico y cómo desarrolló su Administración. Son páginas importantes que los propios editores de las Mémoires explican que han colocado a esta altura de la narración para que se entienda lo que después sucedió, lo que parece indicar que no se trata de un texto pensado antes, sino durante y, sobre todo, después de los sucesos. Antes de la invasión Aragón cultivaba trigo, vino y aceite en cantidad suficiente para sus necesidades, y aun exportaba una parte importante de estos productos a Cataluña y Navarra. Pero tras dos años de guerra las requisiciones de los ejércitos nacionales y extranjeros los habían agotado. Padecía la agricultura, muchas viñas y olivos habían sido arrancados, el consumo incontrolado había casi destruido la raza de corderos que se había dado bien en este país de subsistencia. Solo existía una manufactura textil, de telas burdas, en Albarracín. Se mantenía una fábrica de curtidos, pero un par de zapatos costaba 9 francos, y un par de botas, 50.

Desde el punto de vista financiero la situación era todavía peor. Se consideraba que el dinero era el nervio de la guerra, por lo que el Gobierno español había procurado retirarlo de la circulación. El antiguo intendente de la provincia (no da el nombre) se había llevado a Sevilla 3 millones de francos, producto de donativos patrióticos y de contribuciones cobradas antes de que comenzase el sitio de Zaragoza. Muchas familias ricas habían emigrado llevando consigo todo el numerario que pudieron. Un millón de reales y 3000 marcos de plata, sacados de los conventos suprimidos, habían sido enviados a Cabarrús, ministro de Hacienda en Madrid. La Caja Real española debía 500000 reales para gastos ya ordenados, pero no tenía ni uno. La materia imponible había casi desaparecido, en gran parte las administraciones locales habían sido disueltas, las fuentes de la riqueza pública se habían secado y todavía había que sacar 8 millones de francos para pagar al ejército durante un año. Así estaban las cosas cuando llegaron las órdenes de que el ejército viviese a costa del país. Suchet nos dice que muchos españoles interpretaron la medida como una prueba más de la intención de Napoleón de llevar las fronteras de Francia hasta el Ebro, lo que evidentemente complicaba las cosas al nuevo gobernador. Reconoce que pudo haber obrado a las bravas, llevándose lo que hubiera. Pero prefirió obrar de otra manera. No quería agotar el país, sino restaurarlo, y así nacería la confianza. Primer ejemplo que pone de esta política: Cabarrús había ordenado repetidamente que se enviasen a Madrid los tesoros del templo del Pilar, vasos, candelabros, estatuas de oro y plata; pero él se negó siempre, lo que contribuyó, y no poco, a que los aragoneses empezasen a verle con otros ojos.

Para que se comprenda mejor su obra, Suchet ofrece a continuación unos datos históricos y estadísticos de Aragón, que por lo menos demuestran que el

156. Guirao y Sorando (1995: 129).

Louis-Gabriel Suchet. Óleo de Jean-Baptiste Paulin Guérin (foto: Gérard Blot – © Réunion des Musées Nationaux, Francia).

autor se había preocupado por conocer el país que iba a gobernar. No importa que muchas afirmaciones, sobre todo respecto del mundo antiguo, nos parezcan hoy inexactas, porque son acaso el grado de conocimiento al que podía aspirar un profano o al que le permitía llegar en el mundo vivido su propia ilusión. Aragón, nos dice, es la antigua Celtiberia de los romanos. Los godos la hicieron una provincia de España. Cuando los moros la invadieron los habitantes se refugiaron en los Pirineos y luego formaron un pequeño Estado que se llamó Sobrarbe, que entró después en el reino de Aragón. No hay explicación ninguna sobre esta dualidad de denominaciones, Sobrarbe y Aragón, pero una nota, acaso no debida a Suchet, sino a sus editores, explica en qué consistió el Fuero o «Constitución» (sic) de Sobrarbe.157 Aunque ya Carlos V y Felipe II atentaron contra la ley nacional de los aragoneses, fue Felipe V el que acabó con todas sus libertades. Después de hablar de la «anexión de Cataluña» (sic) y de la conquista de Valencia y las islas Baleares, que dieron lugar al reino de Aragón, se formó la Corona de España por el matrimonio de Fernando e Isabel. Aragón propiamente dicho tenía trece corregimientos: Tarazona, Borja, Calatayud, Daroca, Albarracín, Teruel, Alcañiz, Benabarre, Barbastro, Huesca, Jaca, Cinco Villas y Zaragoza. Cada corregimiento, sigue diciendo, estaba administrado por un corregidor, buena muestra de la confusión de poderes que existía en Aragón. Del corregidor, en efecto, dependía la justicia, la policía, las finanzas y la guerra, y él mismo estaba sujeto al comandante de la provincia y a la Audiencia. En Zaragoza había un arzobispo, del que eran sufragáneos los obispos de Albarracín, Barbastro, Huesca, Jaca, Tarazona y Teruel. La Audiencia Real también residía en Zaragoza.

En otro tiempo Aragón, Cataluña y Valencia estaban sometidos a un sistema de contribución llamado rentas provinciales. Como castigo, Felipe V les impuso la única contribución, y a este cambio, algo parecido al catastro francés, debieron su prosperidad.158 Explica los diversos tipos de impuestos, y dice que en 1787 el conjunto ascendía a 15900000 reales de vellón, o sea, unos 4 millones de francos. En 1776 la población se calculaba en 527004 individuos, sin contar a 4500 sacerdotes del clero secular, 4000 monjes y 1500 religiosas. La cifra total había subido en 1788 a 622300 almas, pero después fue disminuyendo constantemente. En Aragón había 149 pueblos abandonados y 383 en los que solo quedaban algunas casas habitadas. Vuelve a insistir en el trigo, el vino, el aceite y los corderos, y añade el cáñamo y la seda, pero concluye que falta trabajo en «una de las regiones más fértiles de Europa» (sic). El comercio consistía en que cada uno

157. Se basa para esta curiosa exposición del Fuero de Sobrarbe en la Mémoire sur l’Aragon, par un aragonais, así, en francés, sin más precisión. Aunque siempre es aventurado tratar de identificartextos tan vagamente citados, pudiera tratarse de la «Carta sobre la antigua Constitución del Reinode Aragón», por Un patriota aragonés, Madrid, Semanario Patriótico, X,3 de noviembre de 1808, pp. 165-170, cuyo autor se dice que fue Isidoro de Antillón. Beltrán y Rózpide (1903: 142-143), aunque no lo afirma tajantemente, lo cree probable. Cf. Gil Novales (2008a: LIV-LV). 158. Cf. sobre el tema las voces catastro y catastro de Cataluña en Canga Argüelles (1833-1834: I, 179-180).

vendía los excedentes de su cosecha, y Cataluña y Navarra enviaban todos los años a sus agentes para llevarse las ricas materias primas. La industria manufacturera tenía un carácter elemental y burdo.

Aragón tenía dos universidades, una en Zaragoza y otra en Huesca, pero la enseñanza que en ellas se daba no era ni sólida ni brillante, más propia para mantener la ignorancia que para estimular las luces naturales. Esta barbarie era común a toda España. Había en cambio en Aragón muchos profesores de latín, con lo cual incluso los más pobres artesanos podían meter a un hijo en un convento de frailes. Llamaba la atención el saber profundo de los que, en medio de la ignorancia universal, habían llegado al conocimiento. Eran muy pocos, pero su mirada y su personalidad llegaban muy lejos.

Los aragoneses eran fieros, tozudos y celosos de sus libertades, y creían que su tierra era la mejor del mundo. Eran graves, fríos y meditativos, y observaban religiosamente la fe jurada. Las rivalidades de provincia a provincia existían en España casi más que en otros países. Los aragoneses se creían más fuertes y nobles que los castellanos, acaso porque se sentían menos dispuestos a inclinarse ante los grandes. Se consideraban también superiores a los catalanes y valencianos, porque estos hablaban en un patois particular, mientras que todas las clases de Aragón se expresaban en español.

Tras esta larga introducción, Suchet puede pasar a explicar su propia obra. Los aragoneses poseían un agudo sentimiento de equidad que les llevaba a rebelarse contra todas las injusticias. Por ello, y porque les entusiasmaba la gloria, se levantaron contra el ejército francés en la «guerra de la invasión» (sic, la de la Independencia). El nombre de Zaragoza fue el de la primera gran resistencia que encontraron los franceses, pero fue también el de una leal sumisión. La invasión de la Península había alterado los datos de la situación aragonesa. Los habitantes habían opuesto a los franceses la más viva resistencia. La necesidad de vencer por la fuerza había obligado a los franceses, acaso inevitablemente, a cometer toda clase de excesos. En el asedio de Zaragoza los franceses habían relajado la disciplina, la Administración militar estaba en desorden, los hospitales carecían de lo más necesario, la distribución de víveres se hacía mal. Los abusos, derivados de esta situación, caían sobre los habitantes, que eran vejados a diario, y los espíritus se agriaban. Así, no es extraño que la juventud aragonesa acudiese a Zaragoza a apoyar al ejército de Blake. Pero, cuando Blake fue derrotado y se vio que el gobernador (es decir, él mismo) se esforzaba por establecer un sistema regular de administración y de disciplina, la confianza y la sumisión reaparecieron.

Louis-Gabriel Suchet enumera a continuación a los hombres eminentes que le prestaron su colaboración: el padre Suárez de Santander, obispo auxiliar de Zaragoza, y después obispo de Huesca y arzobispo electo de Sevilla; Ramón Segura, cura del valle de Algorfa (Alicante), nombrado deán de Zaragoza; Mariano Domínguez, ex intendente de Palafox, que prestó grandes servicios al nuevo régimen; José Villa y Torre, presidente de la Audiencia, cargo en el que continuó (Suchet oculta que Palafox lo había destituido); Francisco Larregui, francés de

origen español, secretario general del Gobierno, y, en fin, Agustín de Quinto, uno de los más distinguidos abogados de la provincia.

Aunque las victorias de María (15 de junio de 1809) y Belchite (18 de junio de 1809) habían acabado con cualquier tipo de amenaza para Zaragoza, Suchet antes de emprender la campaña de Lérida quiso dejar establecida la Administración aragonesa sin moverse de la capital. No se tocó el orden judicial, ni tampoco la manera de cobrar los impuestos. Se organizó una policía muy activa. Se impuso una contribución en especie para asegurar el mantenimiento del ejército y el aprovisionamiento de las plazas fuertes; al mismo tiempo se nombró un director de subsistencias encargado de abrir una cuenta en cada pueblo y todos los meses se controlaban los pagos hechos en la provincia con los estados de los efectivos en los ejércitos. Todo estaba meticulosamente pensado. Había que centralizar los ingresos y los gastos, y ajustar estos a los límites legales. De esto se encargaron en Zaragoza dos funcionarios enviados por el conde Nicolas-François Mollien, ministro del Tesoro imperial, con el cual sostuvo Napoleón una larga correspondencia.159 Esos dos agentes tenían a sus órdenes delegados que les representaban en todas las localidades. Todos los ingresos iban a parar a una sola caja. La antigua contaduría era buena, pero estaba demasiado dividida. Para obviar el problema se determinó que todos los contables particulares estuviesen bajo la dirección de un solo contador de provincia, cuyos poderes se aumentaron. Los monopolios fueron suprimidos, por lo menos en parte. Después de la conquista de Lérida (14 de mayo de 1810) se estableció en la provincia el mismo sistema financiero que regía en Aragón.

A pesar de todo, los ingresos no fluían como se esperaba. El 12 de junio de 1810 hubo que imponer a Aragón una contribución extraordinaria de 3 millones de reales al mes, medida penosa pero inevitable. Pero no bastaba imponer nuevos tributos y obligar a la gente a pagarlos. Había que lograr que el numerario salido de sus manos volviese por otro camino, de manera que la circulación monetaria no se interrumpiese. El general en jefe ordenó que las soldadas se pagasen cada cinco días: así, el soldado, en cuanto cobraba, gastaba. Y la población se daba cuenta de que el impuesto solo había sido un avance, porque el dinero volvía a sus bolsillos. Al igual que se hizo con las soldadas, se regularizaron todas las administraciones, servidas casi solo por españoles. Y se pagaron también con estricta puntualidad los retiros y las pensiones de viudas de militares, que habían sido acordadas por el Gobierno antiguo. Así, la industria y el comercio revivieron.

Más adelante se hicieron cambios en la configuración del territorio. Fraga pasó a ser corregimiento, y los catorce resultantes quedaron clasificados en orilla derecha y orilla izquierda (del Ebro). Luis Menche, intendente de Aragón, recibió entonces el título de comisario general de la provincia. Domínguez y Quinto se encargaron de la administración de cada una de las dos mitades. Los corregi-

159. Napoléon Ier (1959).

dores y los alcaldes dejaron de tener poderes judiciales, conservando solamente los civiles. Los alcaldes mayores fueron los únicos encargados de la administración de justicia, bajo la dirección del regente de la Audiencia. Los comisarios superiores equivalían a los prefectos de Francia; los corregidores de distrito recibieron el nombre de corregidores principales, homólogos a los subprefectos; los alcaldes se llamaron corregidores de los pueblos, equivalentes a los maires (en Cataluña se llegó a hablar de meres); los alcaldes mayores se asimilaron a los jueces de primera instancia, y la Audiencia, al tribunal de apelación.

Todos los actos del Gobierno se hacían en nombre del emperador, sin que los españoles mostrasen ningún disgusto. Quedaba todavía suprimir los impuestos inútiles y perjudiciales, y sustituirlos por otros que tuviesen en cuenta el bien público. La lotería fue suprimida, las aduanas fueron reorganizadas en el sentido francés. El emperador en 1810 había ordenado la quema de las mercancías inglesas que se hallasen en Aragón. La medida perjudicaría al comercio, por lo que se propuso en su lugar imponer a esas mercancías un gravamen del 50%. Como la propuesta no fue admitida, hubo que hacer una gran pira en Zaragoza. Suchet se consuela diciendo que ya Carlos IV lo había hecho en su tiempo. Las operaciones militares en 1811 (toma de Tortosa) obligaron a librar sobre Aragón lo necesario para pagar a la tropa.

El autor se extiende en las grandes obras públicas realizadas en Zaragoza, Canal Imperial, hospicio de la Misericordia, fábrica de pólvora, plaza de toros, Sociedad Económica de los Amigos del País. El día en que la «Academia» (sic) de los Amigos del País fue reinstalada, se eligió presidente honorario al mariscal Suchet, quien pronunció un discurso publicado en parte en una nota de las Mémoires. Su espíritu queda resumido en la máxima romana «Salus populi suprema lex».160 Zaragoza fue puesta también en perfecto estado de defensa para evitarle la sorpresa posible de un golpe de mano. Ya se ha mencionado la eficaz policía, a las órdenes de Mariano Domínguez. El 9 de marzo de 1811 el emperador dispuso que el Gobierno de Aragón se extendiese a las que llama provincias de Tortosa, Lérida y Tarragona, y a todo el territorio situado al oeste de una línea imaginaria que, partiendo de Garraf, en la costa, se dirigiese, pasando por Ordal, a Llorrach, y de allí al Segre y a la frontera de Lérida hasta el Noguera Ribagorzana, que continuaría siendo la divisoria entre el Gobierno de Aragón y el de Cataluña, hasta el Pirineo.161 Consecuencia inmediata de esta disposición, y su razón de ser probablemente, fue el decreto del 19 de marzo por el que Napoleón encargaba a Suchet que pusiese sitio a Tarragona, lo que vino a complicar las cosas. En Cataluña se habían producido muchos acaparamientos, favorecidos por los ingleses, y así había subido el precio del trigo de 16 a 32 francos el quintal. Había que tomar grandes medidas. Por lo pronto, establecer depósitos de provisiones en Lérida, Tortosa y Mora de Ebro. Las necesidades dieron a este punto la

160. Suchet (2002: 435-436). 161. Correspondance de Napoléon Ier, t. XXI, p. 456.

primacía, por la facilidad de sus desplazamientos a Reus. A pesar de todas las dificultades, el mando francés fue capaz de reunir 9500 quintales de trigo y harina en Mora, 11000 en Mequinenza, 6000 en Caspe, 12000 en Zaragoza y 4000 en Huesca. Todo se había pagado a tocateja. Pero la comprobación de que en seis meses, en los alrededores de Tortosa, se habían consumido 12000 corderos y 1200 bueyes de pequeña alzada, que habían sido traídos de la Baja Cataluña, de Valencia y de Aragón, obligó en adelante a importarlos de Francia y distribuirlos a los regimientos. Después de la caída de Tarragona (28 de junio de 1811), Aragón continuó aprovisionando al ejército (francés). En varios lugares, por ejemplo en Fraga, se celebró esa victoria. Consta además que se había reedificado el puente de tablas de la ciudad, que había sido incendiado por la guarnición española de Lérida en la noche del 24 de febrero de 1810. El puente de veintidós arcos se debió al empeño del corregidor de la ciudad José Rubio y del comandante de artillería Laporte, y el arquitecto fue el de Zaragoza, Ramón Pardo.162

Suchet se siente contento. Aunque tiene que mencionar a las guerrillas, dice que, los pueblos, unos las rechazaban y otros pedían que se conservaran las guarniciones francesas. Los ayuntamientos, los curas y los funcionarios públicos denunciaban a los enemigos de la tranquilidad, y simples ciudadanos comunicaban la situación exacta de los guerrilleros. No faltaron rasgos de humanidad a favor de los soldados franceses, que se habían aislado: fueron ocultados para librarlos del furor de las bandas. Por todo ello Suchet se hace la ilusión de estar a punto de conseguir lo que era realmente más difícil, no solo en Aragón, sino después también en Valencia. En sus propias palabras:

Cobrar impuestos y pagar los gastos es sin duda fácil; pero aplacar casi súbitamente el odio de un pueblo, para quien la patria lo es todo, modificar sus instituciones, sus usos y costumbres, y, aun cargándolo de impuestos, conducirlo a secundar nuestras empresas sin ocasionar nuevas resistencias, sin herir al orgullo nacional: este era el éxito que la Administración superior del gobierno de Aragón se había propuesto, y se lisonjeaba de que casi lo había conseguido ya.163

De ilusiones también se vive, es verdad. Es verdad que una administración racional es siempre mejor que otra bárbara, y por ello las medidas de Suchet habrán podido servir de modelo para futuros planteamientos. Pero ni Suchet ni nadie era capaz de superar su pecado original, el ejercicio de un poder ilegítimo, producto de una violencia perpetuamente renovada. A pesar de sus palabras, tenía que recurrir a todas horas a una violencia tan bárbara, por lo menos, pero menos justificada que la de sus contrarios. Porque las cosas no se habían presentado tan fáciles para los franceses como las palabras de Suchet nos inducirían a pensar. Había otro problema: el de la corrupción de los propios funcionarios

162. Gaceta Nacional de Zaragoza, 60, 21 de julio de 1811. 163. Suchet (2002: 175-194).

franceses, que, en opinión del mismísimo José I, era peor que todos los ejércitos insurgentes. Los españoles se levantaron por su propia dignidad, por motivos económicos, pero también por el escándalo que esa conducta les produjo. Se citan los nombres del conde Augustin-Daniel Belliard, gobernador de Madrid, durísimo en todo lo que tuviese que ver con la resistencia nacional, pero que al mismo tiempo había instalado un garito en su propia casa para su exclusivo beneficio. El barón de Fréville, intendente nombrado por el emperador para la administración de los bienes secuestrados, se creyó autorizado a ocuparse también de las propiedades incautadas a las diez familias españolas más importantes. En esta cuestión se negó a obedecer las órdenes del rey. Luego, cuando Napoleón le nombró para la intendencia valenciana, Suchet lo sustituyó por Combe-Siéyès. Es posible que no hubiese corrupción en los funcionarios nombrados por Suchet, o por lo menos no consta, pero es fácil que en la mentalidad popular la indignidad de un Belliard alcanzase también a los que observaban una conducta honesta.164

En Jaca la situación se había presentado francamente mal. La tropa con la que Lomet había llegado a la ciudad había bajado en solo un mes de 1036 hombres a 432. El resto había desertado. Estos hombres habían comprendido que, si desertaba hoy uno, mañana otro, lo más seguro es que los matasen por el camino. Por ello habían adoptado el método de desertar en bloque con sus bagajes, en grupos de 20 a 40 soldados. La situación era mala, pero no tanto desde el punto de vista militar, ya que la fortaleza de Jaca era inexpugnable, como por la necesidad que tenían de alimentarse. Todo el país estaba lleno de guerrilleros, cuya cifra Lomet calculaba en 6300 hombres. Una salida que intentó a mediados de junio de 1809, para aprovisionarse, le costó 97 muertos y 30 heridos. Lomet recurrió a Suchet, quien en julio le envió al coronel Plicque con 830 hombres y dos cañones. Plicque salió de Barbastro, pero antes de llegar se vio atacado por las guerrillas: solo se salvó acogiéndose a la fortaleza, pero sin alimentos (sin raciones, en el lenguaje de la época). No podía quedarse en Jaca porque no había comida para todos, así que el 10 de julio de 1809 tuvo que marcharse a las Cinco Villas y al valle del Roncal, donde, como veremos, consiguió aparentemente la adhesión de los habitantes a la causa imperial. La maniobra que Lomet tuvo que hacer para proteger la salida de Plicque le costó otros 17 muertos y varios heridos.

Suchet no se había dado cuenta hasta entonces de la importancia del fenómeno guerrillero. Se dará cuenta, como ya hemos indicado, en el texto de sus Mémoires, pero esto, aunque históricamente es importante, indica una comprensión a posteriori. Ahora, a mediados de 1809, piensa que le bastará una operación de 8000 hombres en dos semanas para acabar con las guerrillas del Alto Aragón. Lo malo es que los guerrilleros no dan nunca batalla campal. Su guerra, siempre limitada y siempre repetida, les basta sin embargo para mantener vivas las esperanzas de los naturales.

164. Glover (1972: 100). Mercader (1983: 168 y 319-320).

La solución para Lomet vino de Francia, en la forma de dos columnas del 11º Distrito Militar, con 1200 hombres en total, que llegaron a Jaca en julio y agosto de 1809. El 7 de agosto, 1500 hombres, al mando del teniente coronel Lapeyrollerie,165 salieron de Jaca hacia Canfranc, donde se hallaba Perena, con lo que dificultaron extraordinariamente, si no impidieron, las comunicaciones de Zaragoza con Francia. Perena, comprendiendo que no tenía fuerza suficiente, abandonó Canfranc y se hizo fuerte en Sallent de Gállego, con su propio batallón y con el de los Pardos, que acudió en su ayuda. Allí tuvo lugar una gran batalla en la que murieron 150 españoles y 20 franceses. Perena pudo escapar, pero Sallent de Gállego fue saqueado y destruido, con otros seis pueblos cercanos. Lomet habría dicho en la ocasión que «Sallent ya no existe», lo que recuerda otras frases famosas en tiempos posteriores. Lapeyrollerie no persiguió a Perena, sino que volvió a Jaca con un botín de 6000 ovejas y 200 vacas, además de armas. Como Lomet no tenía medios para alimentar al ganado, se quedó con las vacas y mandó las ovejas a Oloron, donde las cambió por calzado.166

En su política encontró Suchet un aliado extraordinario, el obispo de Amizon, auxiliar de Zaragoza y gobernador de la archidiócesis Miguel Suárez de Santander,167 famoso por la profundidad de su cristianismo, que había desarrollado en él un gran sentido de caridad. Del socorro prestado a los sacerdotes franceses que vinieron a España huyendo del juramento que les exigía la Asamblea Nacional de su país, Suárez de Santander pasó a identificarse, desde su militancia cristiana, con los principios de la Revolución francesa. Al comenzar la guerra de la Independencia había abandonado Zaragoza renunciando al puesto de gobernador, y no volvió hasta que los franceses ocuparon la ciudad o, por mejor decir, lo trajeron ex profeso. El 24 de febrero de 1809 hizo su entrada triunfal en Zaragoza el general Lannes, duque de Montebello, acompañado del general Adolphe Mortier, duque de Treviso. En la puerta del Pilar le esperaba el clero, con el obispo de Huesca (aunque todavía no lo era) a la cabeza. Sigo el relato de Daudevard, que es el único militar del ejército invasor que censura el uso político de la religión por los imperiales, y especialmente la función que en ese día correspondió a Suárez de Santander. Escribe:

Su Excelencia el mariscal Lannes, sentado frente al altar en un soberbio sillón y teniendo a su derecha al duque de Treviso y a su izquierda un asiento reservado para el general Junot, que no vino,168 oyó la misa con una devoción ejemplar que debió complacer mucho a los españoles. A los mariscales se les hicieron los honores propios de su rango. La Junta y las distintas autoridades prestaron juramento de fidelidad al rey José en nombre del pueblo; después el obispo cantó un Te Deum en acción de gracias por

165. Sobre este personaje cf. Gaceta de Valencia, 55, 12 de diciembre de 1809, y Gaceta Nacional de Zaragoza, 2, 7 de enero de 1810. 166. Alexander (1985: 21-24). Guirao (1999: 122). 167. Sobre él, cf. Aznar (1908: 53-80) y Gil Novales (2005: s. v.). 168. El autor pone en este punto una nota para explicar los piques de protocolo que aquejaban a Junot (AGN).

nuestra victoria. Esto me impresionó violentamente; creo espantoso forzar a los vencidos a celebrar su vergüenza y su infortunio. Estas imposiciones constituirán la más poderosa levadura de reacción contra nosotros. Apenas si había curiosos en el templo; no se veían más que algunas damas en cuyas casas estaban alojados los generales que las habían invitado; nada de muchedumbres ni en la puerta ni en la plaza; antes al contrario, y es cosa digna de notarse, los habitantes pasaban por la puerta de la iglesia como si nada hubiera que pudiera excitar su curiosidad, sin que les llamasen la atención ni los trajes de nuestros generales, ni la novedad de la ceremonia.

Y en seguida la comparación con otros países, en la que se revelaba el dolor y la nostalgia:

En Alemania y en parecidas circunstancias, toda la ciudad hubiera asistido; allí no miran a los franceses como enemigos, más que las gentes que forman el ejército; una vez la ciudad tomada y conquistado el país, a los soldados se nos trata como a compatriotas; el español es más rencoroso».169

Nuevo Discurso en el Pilar del padre Suárez de Santander el 5 de marzo de 1809, en el que lamenta la destrucción de Zaragoza, debida a la guerra, pero ya el gran Napoleón, y en su nombre el duque de Montebello, le devuelve la tranquilidad.170 Su discurso del 1 de julio de 1809 es un elogio del valor zaragozano, pero también de la obediencia debida a las nuevas autoridades.171 En enero de 1810 José I le nombró obispo de Huesca sin las necesarias bulas pontificias.172 Dio la noticia el propio Suchet, quien entró en la ciudad el 8 de enero de 1810, «siendo recibido y cumplimentado por el Cabildo, que salió de manteos, incluso el Maestro de Ceremonias y Escolares, vistiendo el Macero gramalla blanca». Al día siguiente, 9, el deán Lorenzo López fue arrestado y conducido a la cárcel pública de la ciudad. El día 10 acordó el Cabildo escribir al obispo auxiliar de Zaragoza para que interpusiera su mediación a favor del deán y para felicitarle al mismo tiempo por su nombramiento como obispo de Huesca. Empezaba una larga deliberación y diálogo con las autoridades francesas, hasta llegar al propio Suchet, sobre la base por parte del Cabildo de que obedecía los reales despachos relativos a Miguel Suárez de Santander, a quien el vicario capitular cedería sus derechos, y el obispo entraría a ejercer sus funciones por delegación precisamente del vicario. Suárez de Santander quería lisa y llanamente el gobierno de la diócesis, sin delegación alguna. Pero a esto el Cabildo oponía los impedimentos canónicos. Habiéndose entrevistado con Suchet, unos defendían que el obispo tomase posesión del obispado en su nombre propio, porque así lo mandaban las órdenes reales. Otros decían lo contrario, basándose en que un rey católico no

169. Daudevard (1908: 46). 170. Publicado en el Diario de Barcelona, 122, 2 de mayo de 1809. 171. Gaceta Nacional de Zaragoza, 22, 6 de julio de 1809. 172. Por ello no aparece su nombre en Durán Gudiol (1995), tomado del Diccionario de historia eclesiástica de España, II, pp. 1107-1110 y 1218-1219.

podía ordenar nada contra los preceptos de la Iglesia. No hubo acuerdo, lo que los delegados del Cabildo atribuían a dificultades idiomáticas, porque unos hablaban francés y otros español. Finalmente llegaron órdenes de Suchet y el Cabildo el 16 de febrero acordó aceptarlas.173 Es decir, después de no pequeña resistencia el Cabildo cedió, política que en adelante iban a seguir las autoridades eclesiásticas oscenses con los franceses,174 y luego también con los jefes militares patriotas. Algo no muy diferente de lo que harían las autoridades locales civiles. Nada de heroísmo. Lo veremos muy pronto.

Suárez de Santander tomó posesión de la sede oscense el día 17, aunque no hizo la entrada solemne en la ciudad hasta el 18 de febrero. Suchet comprendió muy pronto que la religión podía apartar a los españoles de la lucha, y a esta idea responde el aparato con que se organizó la entrada del nuevo obispo en Huesca. Se dispuso que todo comenzase en la ermita de Santa María de Salas. De allí salió el obispo hacia la ciudad montado en una mula, en recuerdo del jumento que usó Jesucristo para entrar en Jerusalén. Le acompañaban los regidores en caballos hermosamente enjaezados. En el camino le salió a recibir Louis-Gabriel Suchet, con sus edecanes y oficiales, 300 coraceros y otras tropas. Todos juntos entraron en Huesca «entre las aclamaciones de las gentes, el sonido de las campanas e instrumentos militares, llenos de alegría y con la paz y unión más apreciables». Revestido el obispo de mitra y báculo, y precedido por todo el clero local. El espectáculo se describe como magnífico: «Estaban las calles limpias, las casas adornadas, con variedad en sus balcones y ventanas, el tiempo hermoso, el día claro, el concurso grande». Las Actas del Cabildo, publicadas por Miguel Supervía, añaden algunas precisiones a este respecto. En la entrada correspondiente al 18 de febrero de 1810 refiere que Suchet y los brigadieres «Arrispe» (Jean-Isidore Harispe) y «Boussard» (André-Joseph Boussart) oyeron misa a las once en la catedral, sin duda para dar ejemplo de religiosidad.

Después de vísperas bajó el Cabildo con capas a la plazuela de San Francisco, donde se había colocado un altar con los ornamentos pontificales. Precedió a la entrada de S. I. la de algunas compañías de granaderos que formaron en la misma plazuela de derecha a izquierda y fueron siempre acompañando al Cabildo hasta que hubo terminado todo el acto. A poco de llegar estos, un trompeta y una partida de Coraceros anunciaron la de S. I. que venía con Suchet y el Ayuntamiento. Cantada la antífona, revestido el señor Obispo y entonado el Te-Deum, se formó la procesión hasta la Catedral, yendo en ella Suchet, Arrispe y Boussard. El Sr. Obispo predicó y bendijo al pueblo, con lo que terminó la ceremonia.175

Sin embargo algo más que bendiciones hubo en este «discurso» (así llama Suárez de Santander a sus sermones). Comenzó hablando de la inmensa responsabilidad que había recaído sobre su pobre persona, y en seguida abordó el tema

173. S[upervía] (1908: 1-6). 174. Cf. el capítulo «La guerra de la Independencia», en Durán Gudiol (1982: 64-68). 175. S[upervía] (1908: 6).

Miguel Suárez de Santander. Retrato de Antonio Guerrero, grabado de Tomás López Enguidanos (imagen cedida por la Biblioteca Nacional de España).

de la sumisión a las autoridades civiles, en este caso a Su Majestad José Napoleón I. A esta cuestión se refirió varias veces y desde diferentes puntos de referencia: el Evangelio lo manda, dice, la paz lo necesita. Da argumentos de peso: la guerra significa «el hambre, las enfermedades, la peste, la interrupción de la agricultura, la cesación del comercio, la muerte de las artes» y la decadencia de nuestra santa religión. En estas consideraciones entra el pacto social, en el que Rousseau y el Evangelio se combinan. La fórmula evangélica «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que del César» le da pie para explicar que «para entender esta verdad debéis reflexionar que desde que los hombres, perdiendo voluntariamente ciertas preeminencias de la libertad primitiva con que habían aparecido en su origen, se unieron en sociedad, adquirieron otras ventajas», como la seguridad de su religión y de sus propiedades.176 No figura Miguel Suárez de Santander en el libro ya clásico de Jefferson Rea Spell sobre Rousseau en España. Conviene retenerlo desde ahora.177 Un sermón pronunciado en el Pilar el 17 de mayo de 1810, con motivo de la rendición de Lérida a los franceses,178 fue muy atacado por los patriotas. Partiendo de un pasaje de los Hechos de los Apóstoles, indicaba que la voluntad de Dios era la sumisión de España a José I, y contra la voluntad de Dios era inútil luchar.

El padre Suárez de Santander abandonó Huesca el 19 de febrero de 1810, al tener que ir a Zaragoza a ocupar el puesto de gobernador del clero en Aragón, pero no se desentendió de los asuntos oscenses. El 3 de junio de 1810 se ocupó de la traslación de las reliquias de los santos Orencio y Paciencia, padres de san Lorenzo, patrono de Huesca; y en lo que resta del año y en los primeros meses de 1811 se le vio muy activo en diversos asuntos relativos a los canónigos y otros miembros del clero oscense. Se despidió de la ciudad el 1 de marzo de 1811. No obstante, el 10 de julio de 1810 se supo en Huesca que el obispo había sido promovido a arzobispo de Sevilla (no llegó a tomar posesión). Con este motivo el 11 hubo iluminación en Huesca, repique de campanas y tedeum. El 15 de agosto de 1810 se comunicó al Cabildo (la carta llegó el 31) que había sido nombrado obispo de Huesca Manuel María Trujillo y Jurado,179 aunque, dada su avanzada edad (había nacido en 1728), parece que se trató de un nombramiento puramente circunstancial. De hecho, aunque hay bastante confusión en la materia, hasta el final de la dominación francesa Suárez de Santander siguió ocupándose a distancia de los asuntos del clero de Huesca y titulándose obispo de la diócesis. El 21 de febrero de 1811 se avisó de que al día siguiente iba a confirmar (administrar el sacramento de la confirmación) en Yéqueda, pueblo de la diócesis.180

176. Suplemento a la Gaceta de Zaragoza del 12 de marzo (sic, por abril) de 1810, cit. en Gil Novales (1997: 16). 177. Spell (1969). 178. Fragmentos en Gaceta Nacional de Zaragoza, 47, 20 de mayo de 1810. 179. S[upervía] (1908: 6-9). Sobre Trujillo cf. Gil Novales (2005). 180. S[upervía] (1908: 8).

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