Directo Bogotá # 04

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contenido Director Editorial Alejandro Manrique G. Editora General Maryluz Vallejo M. Editora de Fotografía Marcela Rodríguez

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nota del director | Periodismo, ¿callejón con salida?

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cabos sueltos columnista invitado | Norbey Quevedo

El alcalde que yo quiero poesía | Casa de Poesía Silva

La Casa sin Carranza

Consejo de Redacción Francisco Celis, Ernesto Cortés, Norbey Quevedo, Gabriel Gómez, Daniel Valencia, Marcela Rodríguez

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Mercados de sobras Inquilinatos del centro:

Reporteros Juliana Amador, Paulina Angarita, Ana María Bautista, Sofía Buendía, Fernando Carreño, Carolina Camelo, Alfredo Díaz, Mauricio Gaviria, Claudia Lucía González, Alejandra Laiton, Carlos Andrés Martínez, María Andrea Patiño, Liliana Ramírez, Diana Romero, Sergio Rodríguez, Cindy Rotterman, Celmira Rubio, Diego Rubio, María Carolina Vegas, Rodrigo Urrego, Nancy Velandia.

Diseño y Diagramación mottif. Corrección de Estilo Gustavo Patiño Díaz Impresión ECM Impresores Ltda. Ventas y suscripciones Cr. 20 nº 82 · 51 Teléfonos 2572317 / 6214867

Decano Académico (e) Jürgen Horlbeck B. Decano del Medio Universitario Jürgen Horlbeck B.

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una casa para ciento diez

Producción Editorial mottif.

Diseño de Carátula Juan Esteban Duque

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Una camilla para dos San Bruno: una historia de pobreza espiritual Al caído, ¿caerle? La rutina del hambre El drama del cambio de estrato Un día en la vida de Cazucá Ciudadela sin agua Un sembrado de cartuchos en Bogotá

Gerencia y Administración Invercota S.A.

Cómic Lugonoso

La fatiga del metal estación | reportaje central

Columnista Invitado Norbey Quevedo

Fotografía Juliana Amador, Ana María Bautista, Sofía Buendía, Alfredo Díaz, Lía Durán, Claudia Lucía González, César Herrera, Mauricio Hilb, Alejandra Laiton, Gina Navas, Eduardo Plata, Simón Posada, Carlos Roa, Sergio Rodríguez, Cindy Rotterman, Claire Weiskopf

música | rock al parque

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reportaje gráfico | Corabastos

Llevar del bulto

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divino rostro | Circo Ciudad

La vida pende de un circo retrovisor | Hotel Aragón

Hotel Aragón: un trozo de España en la Candelaria radio | Rock and Gol

Hinchas con micrófono

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cine | La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo

La desazón del provocador

libros | Bogotá de Memoria

Capitalinos memoriosos libros | Aprendices de brujo

Aprendices de brujo: Entre la Bogotá pacata y La Habana lujuriosa comic | impuestos en Bogotá

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Director de la Carrera de Comunicación y Lenguaje José Miguel Pereira Directora del Departamento de Comunicación Maritza Ceballos Transversal 4 nº 42 · 00 Teléfono 320 8320 ext. 4590 Fax 320 8320 ext. 4576 Bogotá · Colombia Correo electrónico · directobogota@javeriana.edu.co

Pontificia Universidad Javeriana Carrera de Comunicación Social

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Esta revista es reporteada y escrita por estudiantes de la Carrera de Comunicación Social y editada por profesores del Campo Profesional de Periodismo


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nota del director Alejandro Manrique

PERIODISMO, ¿CALLEJÓN CON SALIDA? aleman155@hotmail.com

No soy de los que piensa que el Presidente hizo bien cuando despotricó de las ONG. Ni pienso que “algunas” de ellas aceiten oscuros vínculos con la guerrilla (¿cuáles?). Ni soy de los que cree que en Colombia no pasa nada —que nadie ha sido desaparecido, torturado o asesinado a sangre fría— como lo reclama la derecha. No. Pienso que el jefe de un Estado (¡democrático!) no puede atacar a otros colombianos por más profundo que sea el desacuerdo. Creo, como lo plantea el Informe de desarrollo, que sí hay salida a este oscuro callejón que se ha vuelto el país. Y creo que este informe ofrece vías alternas hacia la autopista del desarrollo. Pero creo también que el análisis propuesto en el capítulo dedicado a “los otros actores” —educación, medios y periodismo— resulta confuso en su planteamiento e inocuo en las salidas que propone. Confuso porque el informe no deslinda lo que deben hacer ‘los medios’ —las empresas periodísticas— del ‘deber ser’ del reportero. Los medios deben ser empresas fuertes en lo económico, eficientes en lo corporativo y tolerantes en la composición y devenir de su planta de periodistas. Éstos no son cualquier tipo de empresa. A su cargo tienen uno de los más preciados bienes públicos: la información. Y los deberes para con sus empleados como para con sus ‘clientes’ resultan superiores a los de cualquier otra organización. La misión de los reporteros es otra. Como lo dice el informe —en un aparte perdido y titulado “Gato por liebre”—, los periodistas deben su razón de ser a la verdad de los hechos. Y sobre esa verdad se teje el diálogo público del país. Confunde que ese postulado de la verdad termine crucificado cuando se dice que “el periodismo consiste en transmitir (¿no lo hace la empresa?) a un público muy amplio lo que hacen, dicen, opinan, ansían las comunidades conocedoras”. ¿Y si esas comunidades están equivocadas o son interesadas y dicen medias verdades? Para el informe, más que un escritor e intérprete de la realidad, el reportero sería un estenógrafo: alguien que transcribe juiciosamente lo que otros le dictan. El mismo postulado de la verdad es tergiversado, más abajo, cuando se dice que “más que en la observación directa de los hechos violentos, la noticia se basa en narraciones que le llegan al periodista”. Vaya, vaya, ¿conque en las noticias no hay observación? El informe confunde los géneros periodísticos con su soporte, cuando dice que “la radio y la televisión se especializan en la noticia pura” y los diarios y revistas “avanzan hacia informes especiales (¿historias?) que combinan crónicas, reportajes, entrevistas”. Vaya, vaya, ¿conque no 2

existen las crónicas en televisión y radio? ¿Y los documentales? ¿Conque la revista es un medio y no un concepto? ¿Conque el reportaje y la crónica se subsumen en ese novel género llamado ‘informe especial’? El informe confunde cuando tilda a los medios de “Otros Actores” del conflicto armado. Aunque es cierto que ellos han contribuido a un entendimiento maniqueo y parcial de la guerra, ello no obsta para señalarlos como ‘actores’ . ¿O sí? No dudo de la buena voluntad de quienes hicieron este capítulo, pero éste se parece a tantos inocuos libros de periodismo que, más que textos de reflexión, terminan siendo inútiles recetarios e insípidos manuales que no se adentran en las ideas, los principios, los debates, la historia y la ideología del oficio. Para salir del callejón en el que medios y periodistas se encuentran extraviados hay que encontrar primero consensos clave sobre el oficio: unos principios comunes sobre el ‘deber ser’ del reportero; unos valores acordados que hacen que un hecho sea noticia; unas claves consensuadas sobre el arte de escribir —pensadas desde la literatura— y sobre la reportería — pensadas desde la etnografía, la sociología, y otras ciencias sociales—. Y una historia poco complaciente que compartamos y aprendamos para no repetirla. Consensos como los que propone el maestro Juan José Hoyos en su libro Escribiendo historias, el arte y el oficio de narrar en el periodismo, porque sin ellos seguiremos en una torre de Babel proponiendo libritos y manualitos que no nos sacarán del callejón donde pululan los Pedro Navaja y los Juanito Alimaña. Preguntas posreferendo: con más de una decena de directores en los últimos años ¿votaría para que la dirección de El Espectador deje de ser como la del Inpec? Con los candidatos de los medios ‘quemados’ (incluyendo el referendo), ¿votaría usted por un cambio de directores y editores generales?

* buseta Dto.Bogotá

Los íconos que representan a las secciones han sido tomados de piezas representativas de la cultura popular bogotana como carteles, volantes, cartillas esotéricas, tarjetas de presentación y libros para colorear. Cortesía: www.populardelujo.com


cabos sueltos

Maryluz Vallejo

EL ‘NEGRO’ LUCHO

Al mejor estilo satírico de su desaparecido periódico La Prensa, Juan Carlos Pastrana ataca de nuevo, ahora desde el ciberespacio con mamagallo.com, cuyo lema “Prensa libre pero irresponsable” resume su edificante ideario periodístico. En sus enlaces “No hay noticias”, “Religión y deporte” y “Vos y voto”, cualquier lector puede regodearse con la actualidad nacional e internacional resumida en un título ingenioso y en dos o tres líneas. Otra vez la oveja negra de los Pastrana demuestra sus dotes inimitables de titulador. He aquí una muestra para lectores avisados: “Bolivia tiene Evo”, “La caguada, donbernabilidad”, “Mano firme, corazón de Jesús”, “Lulucho, seguridad burocrática”, “Politiqueridos amigos”. Y como en el ciberespacio no opera la autorregulación ni la censura ni los embozados castigos, larga vida para esta página irreverente en medio de la monotonía y el unanimismo de la opinión reinante.

Y seguimos con la “Mano negra”. Cuando Gaitán se posesionó como Alcalde de Bogotá –en un fugaz y desafortunado periodo de ocho meses entre 1936 y 1937–, nombrado por el presidente López Pumarejo, no sospechaba la trampa que le habían tendido sus copartidarios, quienes querían ponerle zancadilla porque era un caudillo con mucho arrastre. Y finalmente lograron quemar “al Negro Gaitán”, como lo llamaban en los círculos del Gun Club, donde el político de origen popular no encajaba aunque luciera trajes europeos, automóvil norteamericano y tuviera una esposa aristocrática. Ahora, salvadas las distancias y con líderes muy diferentes, se repiten los temores de cierta clase dirigente. Y mientras unos los expresan en tono guasón como Poncho Rentería, cuando dice en su columna que se van a poner de moda los pantalones de pana, los busos, la mochila arhuaca y, lo peor, Mercedes Sosa; otros hacen comentarios torpes aunque bien intencionados como el del vicepresidente Francisco Santos –tras la victoria del candidato del Polo Democrático– cuando dijo que si Tirofijo llevaba 40 años tratando de tomarse a Bogotá, y el Mono Jojoy 35, a Lucho sólo había tomado tres meses. Una analogía peor que un rocket. Y para rematar la imagen de guerrillero, la mamá de Lucho, doña Eloísa, fue amiga de la mamá de Camilo Torres, lo que mentes sinuosas verán como otro vínculo sospechoso de este alcalde que aparte de izquierdista salió mamagallista.

LA CONSISTENCIA DEL SEÑOR GA-GÁ En 1961, el economista Hernán Echavarría Olózoga fue nombrado director encargado de Semana (fundada por Alberto Lleras Camargo en 1946). Tras la salida de Alberto Zalamea, acusado de comunista por los propietarios, la famosa revista estaba en su agonía y el nuevo director realizó una patética campaña anticomunista muy a tono con la Alianza para el Progreso. Se leían titulares de este tenor: “El oso rojo devora sus propios hijos: huellas comunistas en el oscuro asesinato de un joven universitario”; “Unidad americana: base de la lucha contra el terrorismo”. Coherente con su pensamiento, el más conocido “viejito ga-gá”, volvió a salir con su andanada satanizadora, esta vez contra el alcalde electo Lucho Garzón, por su pasado de sindicalista. Al señor Echavarría le sigue oliendo a comunismo todo lo que sea antibipartidismo (como en los tiempos del Frente Nacional), y lo peor es que pasan las décadas y sigue siendo portada de la Gran Prensa y oráculo de la opinión.

Cortesía El Tiempo

MAMAGALLO.COM


columnista invitado Norbey Quevedo

EL ALCALDE QUE YO QUIERO

Yo quiero un alcalde que mire hacía el sur. Un alcalde que recupere el Hospital San Juan de Dios para los bogotanos. Un alcalde que contribuya a disminuir las tarifas del agua. Un alcalde que termine las cuatro troncales pendientes de TransMilenio. Un alcalde que aplique la verdadera meritocracia para ocupar los principales cargos del Distrito. Quiero un alcalde que replantee el pésimo negocio de la Planta de El Salitre. Un alcalde que recupere los veinte mil millones de pesos que se invirtieron en cámaras de seguridad para la ciudad. Un alcalde que no fomente más impuestos. Un alcalde capaz de combatir la evasión y la elusión. Quiero un alcalde que acabe con el Día sin Carro. Un alcalde que decrete el día sin hambre en Bogotá. Un alcalde que agilice el proyecto ciudad—región. Un alcalde que siga educando a los bogotanos. Un alcalde que despierte la solidaridad ciudadana. Quiero un alcalde que asuma el programa Tapa tu Hueco. Un alcalde cercano al Concejo, pero lejano a sus pretensiones. Un alcalde que permita que los bogotanos caminemos tranquilamente después de las siete de la noche por el centro de la ciudad. Quiero un alcalde que sepa que el impuesto del alumbrado público es un cartel de contratistas. Un alcalde que asuma los retrasos en la política de vacunación. Un alcalde que logre mayor cubrimiento en el régimen ciudadano. Un alcalde que siga impulsando la Red de Bibliotecas Públicas. Quiero un alcalde que genere un espacio de trabajo para los vendedores ambulantes. Un alcalde que fomente el empleo. Un alcalde que recupere los teatros tradicionales de la ciudad, hoy convertidos en parqueaderos. Un alcalde que acabe con el negocio de las grúas los viernes en la noche. Quiero un alcalde que recupere la confianza en la Policía Metropolitana. Un alcalde que reubique totalmente a la gente que era de la calle de El Cartucho. Un alcalde que contribuya a reducir la tasa 4

de homicidios en la ciudad. Un alcalde que apoye la universidad pública. Un alcalde que genere nuevos cupos en los colegios distritales. Quiero un alcalde que gobierne con los jóvenes y con programas para jóvenes. Un alcalde que saque adelante la Avenida Longitudinal. Un alcalde que no permita que el Plan de Ordenamiento Territorial termine beneficiando a un grupo de bogotanos ‘de bien’. Un alcalde que no permita más construcción en los cerros orientales. Quiero un alcalde que no permita que el Código de Policía se convierta en letra muerta. Un alcalde que recuerde que no es el candidato de la mayoría de los medios. Un alcalde preparado para recibir la avalancha de denuncias en su contra por parte los medios. Un alcalde que entienda el potencial político que tiene a cuestas. Un alcalde que no reparta puestos y contratos a sus amigos. Quiero un alcalde que entienda que no está bien rodeado por algunos parlamentarios que lo apoyaron. Un alcalde que ayude a recuperar el deporte competitivo en la ciudad. Un alcalde que recupere la otrora “Atenas Suramericana”. Un alcalde que reforme las estaciones de Policía. Un alcalde que aborde la grave situación de Corabastos. Quiero un alcalde que le ponga el ojo a lo que está pasando en la Empresa de Teléfonos de Bogotá. Un alcalde que acabe de una vez por todas con Favidi. Un alcalde lejano al contralor y al personero. Un alcalde que mantenga la ley zanahoria. Un alcalde más ejecutor y menos hablador. Un alcalde pedagógico. Un alcalde austero. Quiero un alcalde que disminuya el endeudamiento de la ciudad. Un alcalde que revalúe todos los predios de Bogotá. Un alcalde tolerante. Un alcalde conciliador. Un alcalde con autoridad. Un alcalde participativo. Así es el alcalde que yo quiero.


poesía

Casa de Poesía Silva

LA CASA

POR PAULA ANGARITA Y NANCY VELANDIA FOTOGRAFÍA · CLARE WEISKOPF / CARLOS ROA

SIN CARRANZA María Mercedes solía exhibir un temperamento alegre y risueño. Así la recuerda Daniel Samper, uno de sus mejores amigos. Su fragilidad, su sensibilidad, sus amores fallidos y sus dudas existenciales eran la esencia de esta dama de la cultura, como la llamaban los más cercanos. “No era extraño que María Mercedes se disfrazara en las fiestas. En la mitad de la rumba desaparecía y después nos sorprendía desfilando con una falda de lentejuelas, abierta hasta la mitad de la pierna y nos cantaba ‘La Violetera’. También le daba por recitar a Manuel Hernández, uno de sus poetas favoritos”, según el relato de Cecilia Orozco, en la revista Credencial. Pero este temperamento jovial era el que reflejaba ante sus amigos, más no ante sus empleados. En realidad en su casa, en la Casa de Poesía Silva, era otra. Callada, temperamental y radical en sus decisiones. Recorrer los pasillos de la Casa de Poesía Silva por lo menos doce horas al día, durante 17 años, y mantener contacto permanente con las mismas personas, podría generar fuertes lazos de amistad. Pero éste no fue el caso de su ex directora, a quien sus empleados veían como una mujer sensible, pero al mismo tiempo autoritaria. “Adentro era una dictadora”, dice una colaboradora cercana que prefiere omitir su nombre y que habló con las reporteras de Directo Bogotá. “Como mujer de pensamiento occidental le gustaba el poder y, por supuesto, ejercerlo ante los demás». Para todos en la casa, María Mercedes Carranza sólo era la jefe y no se preocupó por entablar relacio-

nes de amistad con sus empleados; su atención se dirigía a las labores y a los proyectos relacionados con su mayor pasión: la poesía. Su extrema sensibilidad, sin embargo, también la llevaba a ayudar, con una generosidad sin límites, a quienes la necesitaban. “Aunque era una mujer inabordable, se veía constantemente dando limosna, manteniendo un espíritu de caridad, precisamente esto era lo que hacía incongruente el que ella se declarara atea”, dice esa colaboradora cercana. “Murió porque ya no resistía tanto atropello, tanta injusticia, tanta locura”, como dijo Daniel Samper. Y esas paradojas evidenciaban su doble personalidad: “En una fotografía de María Mercedes se puede ver en su mirada algo sombrío, un lado que casi nadie conoce o del que casi nadie habla”, dice la colaboradora. Su frialdad también la percibieron los visitantes. El hecho que más recuerda Orlando Redondo —una de las personas que más frecuenta la casa— es que Carranza, sin saber por qué, le hubiera negado la entrada al lugar a dos personas que, curiosamente, compartían el mismo gusto por la poesía. “Ella era una mujer de odios y amores, a quien le caía bien le sonreía y le ayudaba, pero al que no le agradaba sencillamente lo ignoraba”, dice Redondo. Nadie desconoce que la Casa de Poesía Silva creció y ganó reconocimiento gracias al arduo trabajo de Carranza, quien en compañía de Genoveva Santander tomó la iniciativa de crear un espacio exclusivo y apropiado para el encuentro con la poesía. Es de reconocer que este proyecto se consolidó también por el respaldo del entonces presidente de la República, Belisario Betancur. Orlando Redondo, quien había dejado de frecuentar 5


poesía | Paula Angarita y Nancy Velandia LA CASA SIN CARRANZA

la casa por temor a enfrentar la nostalgia, encontró algo diferente a lo que presentía: “Todos pensarían que con la muerte de su fundadora, la casa y sus proyectos se debilitarían a tal punto de no lograrse, pero hoy, después de dos meses, siento que el ritmo ha cambiado, pero que igual se mantiene. Los eventos y encuentros continúan, aún se sigue frecuentando la casa y su actividad se mantiene, contrario a lo que muchos piensan”.

UNA NUEVA DIRECCIÓN, UN NUEVO AIRE Después de cumplir una larga etapa de trabajo, se abrió la perspectiva de una nueva dirección de la Casa de Poesía Silva. “Tan raro, parece increíble”, dice Mónica Molina, bibliotecóloga del lugar, al mencionar que el nuevo director, Pedro Alejo Gómez —ex embajador de Colombia en Holanda durante el gobierno de Ernesto Samper, hijo del reconocido poeta Pedro Gómez Valderrama— es quien ahora abandera los proyectos de la Casa. “Yo no quería considerar la posibilidad de ser director de la Casa de Poesía Silva, por la sencilla razón de que no quería considerar la muerte de Carranza, me parecía inconcebible”, dijo Gómez a Directo Bogotá. Aunque estaba seguro de no querer asumir esta responsabilidad, una llamada lo hizo cambiar de opinión. El ex presidente Betancur le propuso que se postulara para ocupar el lugar que María Mercedes había dejado. Una semana después ya se encontraba ejerciendo su nuevo rol, que lo desvió de su ejercicio de la abogacía. Hoy, algunos de los proyectos que habían quedado a mitad de camino con la muerte de Carranza lograron realizarse, como ocurrió con el XI Festival Internacional

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de Poesía en Bogotá. “Este encuentro se hizo con las uñas, el nuevo director fue vital para que se lograra la participación de los poetas invitados y para que culminara satisfactoriamente”, dice una funcionaria del lugar. Y son muchos más los proyectos que siguen, por ejemplo, el Concurso de Traducción de Poesía Francesa, en octubre; los talleres, y el evento de Alzados en Almas, que comenzará el 25 de noviembre. Los comentarios que se escuchan sobre el nuevo director son positivos. La imagen que mantiene frente a sus empleados es la de un hombre amable y trabajador, y aunque su compromiso de mantener la estabilidad de la Casa —no sólo económica, sino culturalmente— es fundamental para él, no piensa abandonar el norte que Carranza marcó. Si bien es cierto que el entorno de la Casa de Poesía Silva conserva el recuerdo y la nostalgia por su fundadora, ahora hay un cambio de actitudes y comportamientos. Ese respirar tenso y condicionado, para alivio de muchos, quedó atrás. Las risas y conversaciones se hacen más espontáneas, no existe ese silencio impuesto, sólo permanece el que marca el ritmo de la lectura y el de la poesía.


música

Rock al Parque

LA FATIGA DEL METAL POR LILIANA RAMÍREZ

de este género atestaron el Simón Bolívar para rendirle culto a sus grupos favoritos. Monstrosity, reconocida agrupación de death metal, se llevó el título de ser la primera anglo en tocar en la historia de Rock al Parque; también estuvieron los legendarios Neurosis Inc., y La Pestilencia, máxima exponente del hardcore y del metal en el país, que luego de tres años de ausencia regresó a confirmar que continúa siendo la dueña y señora del festival. En cuanto a la participación internacional, las bandas de México dieron una lección de buen rock. Inspector —influenciada totalmente por algo que Rafael Escalona llama “lloriqueo arrancherado”— contagió a todo el público; Panteón Rococó, demasiado abreboca, se encargó del desabrido cierre, y los de Plastilina Mosh, con una muy buena propuesta que mezcla el rock con lo electrónico, fueron una dosis de energía al 200% con la canción que tocaron al lado de Los Tetas, de Chile, con Peligroso pop (del nuevo álbum), y con la más famosa de todas, “Mr P. Mosh”. Al final, la sensación de los asistentes fue unánime: “Maná”, como diría uno de los Plastilina, que es el patito feo del rock en México. Este año, sin la aglomeración de años atrás (excepto por los metaleros que van a todos eventos en manada), los asistentes a la novena edición de Rock al Parque estuvieron más tolerantes. Esta vez no se vieron muestras de agresión contra grupos que no fueran del selecto gusto del público. Se percibieron más receptivos, más pasmados y menos violentos. En cuanto a los organizadores, quienes hicieron bien la tarea en cuestiones de seguridad y logística, deberían preocuparse por recuperar la magia del festival: podrían ampliar sus horizontes y dejarse oxigenar con la presencia de bandas que no estén tan trilladas. Porque “si lo bueno permanece”, como rezó el eslogan de esta última versión, tampoco hay que agotarlo para que no sobrevenga la “fatiga del metal”, como le pasa a los aviones. Cortesía El Universitario

Rock al Parque, el evento gratuito más importante en la escena roquera latinoamericana, terminó su novena edición con un balance agridulce. El encanto del festival bogotano va desapareciendo año tras año, así como su público. Aunque hay puntos que rescatar, éstos no logran ocultar la decepción y la pena ajena por haber escuchado a bandas como las 1280 Almas (encargada del cierre) diciendo que prefieren grabar los discos con los computadores de su casa, porque así están más tranquilos con la producción. La grandeza de Rock al Parque se está convirtiendo en un mito o en una excusa para que algunos grupos piensen, una vez se han bajado de la tarima, que ya llegaron muy lejos. Los organizadores de este festival parecen que dan patadas de ahogado cuando cada octubre dicen que en Colombia sí se hace rock, ante un panorama desolador que les obliga a traer las bandas de catálogo, que fijo llenan el Parque Simón Bolívar. Desde Los Ángeles, su nuevo hogar, trajeron a La Pestilencia; desde la tumba a Distrito Especial y a las 1280 Almas, y del garaje de su casa, a los de Rapunzell. Pero los del Instituto Distrital de Cultura y Turismo en realidad no tienen la culpa, el coloso de Rock al Parque se les ha convertido en una “institución” de la que ya no se pueden deshacer y deben preservar como una especie en vía de extinción. Hay cosas buenas, desde luego las hay. Este año el evento contó con la presencia de 24 agrupaciones, entre nacionales y extranjeras, con una afluencia de público que durante los tres días señaló como indiscutibles ganadores al ska y al metal, casi los únicos dos géneros capaces de convocar a una pequeña multitud en la capital. Del primer bando salieron bien libradas Dr. Krápula, Los Elefantes y La Mojiganga, conocidas en el circuito nada despreciable de seguidores acérrimos de este género, y que mostraron un trabajo serio. La presentación de la primera, que cerró el sábado 11 de octubre en la Media Torta, estuvo aceptable. Se lucieron sobre el escenario tocando temas de su álbum Dele la wuelta al disco, en el que plasmaron su arraigo por la música popular con covers de Galy Galiano y Pastor López. En cuanto al metal, el domingo —como ya es tradicional— los discípulos

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No resulta gratuito que los bogotanos hayan elegido, con una votación histórica, a un candidato que habló de una ciudad menos fastuosa que la urbe de los parques lineales y las ciclo-rutas. En esta Bogotá, un millón de personas viven en la indigencia, tres millones son consideradas pobres, once mil duermen en la calle, y 480 mil son desplazadas. Para esta colección de crónicas nuestros reporteros hicieron inmersión en la Bogotá pobre para contar historias de supervivientes.

FOTOGRAFÍA · CÉSAR HERRERA

EDICIÓN DE ANIVERSARIO / BOGOTÁ EN EMERGENCIA

estación

reportaje central

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estación | Alejandro Manrique INTRODUCCIÓN

POR ALEJANDRO MANRIQUE · DIRECTOR EDITORIAL FOTOGRAFÍA · SERGIO RODRÍGUEZ

Como si estuviera ripostando a una andanada de críticas sin razón, el alcalde Antanas Mockus dijo —a propósito de las alarmantes cifras de aumento de pobreza en Bogotá que se conocieron hace un mes— que de cada peso que se invertía en la ciudad, 87 centavos se iban en inversión social. En el último debate que organizó el canal local CityTv, uno de los periodistas, citando las mismas cifras de Mockus, le preguntó al entonces candidato Lucho que si no era muy populista hablar de más inversión ‘en lo social’ cuando el gobierno de la ciudad invertía lo que actual alcalde —malhumorado— había dicho. En un artículo publicado en Lecturas Dominicales de El Tiempo, el ex alcalde Enrique Peñalosa defendió su gestión ‘en lo social’ diciendo que durante su mandato salieron de la marginalidad cientos de barrios de la ciudad, se alcanzó cobertura total en alcantarillado y se ampliaron enormemente los cupos en educación. Más que tres estampas de un mismo pensamiento —la del alcalde de salida, la del periodista de la Gran Prensa y la del candidato en ciernes a la Presidencia que piensan que al problema social de la ciudad le basta la inversión actual— lo que dejaron en claro estas elecciones es que el tema del aumento de la pobreza caló en el indómito electorado bogotano que no eligió el candidato que Peñalosa les señaló, sino que votó en masa por Luis Eduardo Garzón. Para muchos, Garzón es un hombre capaz de entender la problemática de millones de bogotanos que no tienen cómo satisfacer sus necesidades más elementales pues algunas de ellas las padeció en carne propia. Necesidades que las cifras no esconden, pues en la Bogotá de la emergencia social declarada por el alcalde electo conviven un millón de personas en estado de indigencia , con tres millones de pobres de barrios del centro y suroriente de la capital principalmente, sin contar los 480 mil desplazados que la capital ha recibido en los últimos diez años. En la ciudad que hereda el alcalde Garzón, muchos niños tienen que recoger sobras de comida en Corabastos (ver crónica titulada ‘Mercado de sobras’), otros viven en la calle porque no soportaron la violencia o la pobreza de sus hogares y otros tantos deben prostituirse (ver crónica titulada ‘Al caído ¿caerle?’). En la ciudad que hereda Garzón, muchos ancianos no tienen con qué comer y algunos de ellos les toca caminar hasta una comunidad de monjas indias en La 10

Perseverancia para que les regalen comida (ver crónica titulada ‘La rutina del hambre’). En la ciudad que hereda Garzón, muchos hospitales atienden a sus pacientes con las uñas (ver crónica titulada ‘Una camilla para dos’), muchos barrios —que además sirven de refugio de ladrones— no tienen acueducto ni alcantarillado (ver crónica titulada ‘San Bruno: una historia de pobreza espiritual’) y algunos desempleados optan por el suicidio (ver crónica titulada ‘Un día en la vida de Cazucá’). En la ciudad que hereda Garzón la problemática social de hacinamiento e insalubridad propia de los inquilinatos sigue sin solución (ver crónica titulada ‘Inquilinatos del centro: una casa para 110’) y la desaparición de la calle del Cartucho provocó la aparición de decenas de ‘cartuchitos’ en barrios como Belén, Santafé, Teusaquillo, La Soledad, La Concordia y algunos barrios de la localidad de Kennedy (ver crónica titulada ‘Un sembrado de cartuchos en Bogotá’). En la ciudad que hereda Garzón muchas familias —por la pérdida de empleo de alguno de sus integrantes— han perdido su vivienda y se han visto obligados a desmejorar su nivel de vida (ver crónica titulada ‘El drama del cambio de estrato’). En la Bogotá de hoy, finalmente, la relación con poblaciones cercanas aún no es clara sino del todo perjudicial (ver crónica titulada ‘Ciudadela Sucre sin agua’). Más vale entonces pensar, por estas circunstancias, que la inversión social todavía no le ha cambiado la cara a millones de bogotanos que tienen que sobrevivir con menos de dos mil pesos diarios, que creer —como lo creen alcalde actual, el referido periodista, y el candidato a la Presidencia— que con lo que se ha hecho basta. O si no juzguen por la lectura de esta colección de crónicas.


estación | Juliana Amador MERCADOS DE SOBRAS

POR JULIANA AMADOR FOTOGRAFÍA · GINA NAVAS / LÍA DURÁN / MAURICIO HILB

Niños como el de la imagen se alimentan de los desechos de comida que sobran en Corabastos

Es viernes y en una pequeña casa de dos alcobas, un baño y cocina, Blanca Herrán Capera, de 46 años, despierta al menor de sus ocho hijos, Cristian*, de ocho años, para ir a Corabastos y así poder proveerse de algunos alimentos para la semana. Blanca toma de una mano a Cristian y en la otra lleva cuatro bolsas de fique dobladas y un billete de dos mil pesos. Ambos bajan las empinadas y arenosas calles del barrio Lucero Medio —ubicado en una de las lomas de Ciudad Bolívar, al extremo sur de la Avenida Boyacá—, en medio de la oscuridad de las cuatro y media de la mañana, rumbo al paradero de buses. El niño sube los dos escalones y pasa agachado debajo de la registradora. Blanca paga 900 pesos y se sienta con su hijo en sus piernas. Después de una hora y veinte minutos de recorrido, ingresan a Corabastos y se dirigen a las bodegas donde se desechan frutas y verduras. Junto con Blanca y su hijo, 200 familias ingresan a diario a este lugar con el mismo objetivo: buscar

entre los residuos y desechos que producen los comerciantes y los compradores, productos que no estén totalmente perdidos y que, por el contrario, pueden alimentarlos durante algún tiempo. “Lo único que le puedo dar a mis hijos son las manzanas, el plátano, las papas o la zanahoria que encuentro acá”, dijo Blanca. “No puedo darles ni estudio ni nada más, por eso vengo”. Este fenómeno se presenta desde hace algunos años, y para los encargados de la seguridad y la administración de Corabastos nunca ha representado un problema. “En realidad ellos nos ayudan un poco a evacuar los desechos orgánicos”, dice Hernán Ochoa Suárez, de 47 años, jefe de Seguridad de Corabastos. La producción de basura de la central es de cinco mil toneladas diarias, de las cuales 64 son residuos

*Cristian es un nombre ficticio que fue cambiado por expresa petición de la fuente. 11


estación | Juliana Amador MERCADOS DE SOBRAS

Para la administración de Corabastos, los niños y ancianos que recogen comida dañada “ayudan a evacuar desechos orgánicos”

orgánicos. Ello equivale a dos volquetas repletas de alimentos magullados o descompuestos. En las épocas de sobreabundancia, cuando los alimentos son tantos que no se venden y se deterioran, los comerciantes los botan. Muchas de estas familias piden a los comerciantes que, antes de botar los productos que por alguna razón ya no van a vender, se los regalen. “La gente no tiene que comer”, dice Víctor Pinto, de 38 años, comerciante de piña. “La situación económica del país no da para más: o se dedican a la delincuencia o a pedir limosna”.

UN RECURSO COMÚN No es raro que de las cuatro bolsas de fique que lleva Blanca, sólo una se llene con lo que las personas le dan. Entonces, no tiene más remedio que comenzar a revolcar las basuras en busca de cualquier cosa que aún se pueda salvar. “Todos los días llega gente”, dice Edelmira Arias, comerciante de fruta de 41 años. “Muchos vienen con niños para que les den más comida, pero casi todos se meten a las canecas y riegan la basura buscando”. En la bodega del lado, una escena similar ya no llama la atención de los cotidianos transeúntes: con las mangas de su saco rojo remangadas hasta el codo, Mery Duque, una adolescente de 16 años, logra introducirse en uno de los contenedores de basura con ayuda de su madre, Gloria Duque, de 55 años y viuda hace once.

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Sus zapatos negros de amarrar se hunden entre papeles y comida. Mery se inclina y comienza a levantar con cuidado la basura para tratar de encontrar alguna fruta que le pueda llevar a sus cuatro hermanos, tres hermanas y dos sobrinos. De una de las esquinas saca un mango verde. Se lo pasa a su mamá, quien con un cuchillo comienza a quitarle las partes negras o magulladas y lo pone, junto con las otras frutas que han conseguido, en un carrito de mercado metálico. Media hora más tarde, con el carro lleno y dos paquetes más, Mery y Gloria salen de Corabastos a esperar un bus que, después de un recorrido de una hora por la Autopista Sur, las deja cerca de su casa en Altos de Cazucá, en el límite entre Bosa y Soacha. A unos pocos metros del contenedor donde Mery encontró un mango, Yadira Peralta, de 28 años, termina de hacer los nudos de los tres paquetes de ‘mercado’ del día. Freddy, su sobrino de tres años, la mira mientras se come la mitad de un banano. Su mamá, Luz Miriam, de 31 años, está al lado de la llanta delantera izquierda de un camión, en medio de una pequeña montaña de papel periódico sucio. “Yadira, páseme el cuchillo”, le grita a su hermana. Tiene tres manzanas verdes en la mano y a todas les corta cerca de la mitad, que ya está dañada. Las guarda en la última de las bolsas, hala de la mano a Freddy para que se levante del suelo y salga con su hermana rumbo a su casa en Lucero Alto —un poco más arriba de la de Blanca Herrán—, donde la esperan su esposo y su hijo menor, de tan sólo dos meses.


estación | Sofía Buendía Sterling INQUILINATOS DEL CENTRO: UNA CASA PARA CIENTO DIEZ

POR SOFÍA BUENDÍA STERLING FOTOGRAFÍA · SOFÍA BUENDÍA / CORTESÍA DEL GOBIERNO DISTRITAL

A las siete de la mañana cinco mujeres —todas en pijama, con el ceño fruncido, los cabellos enredados en moñas, chanclas de plástico y sacos de lana— tomaban café en pocillos de cerámica esmaltada blanca y azul claro, en la puerta de la cocina de un inquilinato del barrio Santa Bárbara, en el centro de la ciudad. En el patio del lugar —cubierto de baldosas de barro— una decena de niños corría, jugaba y gritaba mientras tres mujeres, de no más de quince años, esperaban a que secaran los colchones que habían lavado y acomodado en el centro de solar. La exhaustiva limpieza —que buscaba matar las pulgas causantes de noches de insomnio y picaduras— les tomó cuarenta minutos, una bolsa de detergente blanco sin marca, agua y cepillo. Mientras las señoras hablaban sobre un joven que habían matado cerca del colegio del barrio, sobre la falta de empleo y sobre el atraso de los pagos, de una de las ventanas del segundo piso se asomó tímidamente una pequeña niña, detrás de las cobijas que hacían de cortinas. Su piel amarillenta delataba una enfermedad. Su cabello se pegaba al rostro por el sudor de la fiebre. No decía nada. Lloraba en silencio como en un grito de auxilio. Entonces Martha Rodríguez, de sesenta años, dueña del inquilinato, presidenta de la Junta de Acción Comunal del barrio y abuela de la pequeña, saltó de su silla y empezó a consolar a la

En esta cama de un inquilinato del centro duermen más de ocho personas

niña desde el primer piso. —Tranquila, mamita, tranquila, ya voy—, le decía. En realidad no sabía qué hacer. Ya eran dos días de fiebres y malestares y llevarla a una de las sedes del Hospital Centro Oriente implicaba esperar horas hasta que un médico la atendiera. Martha dejó el café a un lado, apagó el cigarrillo, subió seguida de los consejos de sus vecinas —“échele agua, pero no tan fría que le hace daño”, decía una, “no, mejor llévela al hospital”, decía otra—, se vistió, tomó a la niña y se fue al hospital. Pero la angustia no acabó ahí. De una de las veinte piezas del inquilinato —que tenía como puerta una cortina gruesa, acartonada y con margaritas estampadas— provenía el llanto de varios niños que llamaban a su madre. Eran Wilson Ovidio y Juan Camilo Guiza, dos de los siete hijos de Nelsy Guiza Fajardo, una viuda de 39 años, empleada del servicio, que vive con ellos y con sus nietos en esa habitación de una sola cama. Los pequeños, de seis y ocho años, habían tenido una pelea de juego por una pistola de plástico, mientras Freddy, de cuatro años, ardía en fiebre por una inclemente gripa que padecía hace días. En la misma cama dormía Sebastián, de cinco meses, quien se recuperaba de la anemia con la que había nacido. El Muchos de los inquilinatos amenazan ruina y la insalubridad es evidente

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estación | Sofía Buendía Sterling INQUILINATOS DEL CENTRO: UNA CASA PARA CIENTO DIEZ

pequeño, nieto menor de Nelsy, es el segundo bebé de su hija mayor de 18 años. En este inquilinato de dos plantas ochenta personas se apretujan en veinte cuartos. Ellos comparten el mismo lavadero, dos baños y una cocina. Como Nelsy, sus hijos y nietos, viven 691 familias hospedadas en inquilinatos del centro de Bogotá. El 29% de los habitantes trabaja en la informalidad y el 17% está desempleado y el 21% no hace parte del Sisben. Un 10% de las familias tiene cinco hijos y un 8%, de ocho a diez. La mayoría de los 119 desplazados que llegan a diario a la ciudad terminan viviendo en estas ‘casas de arriendo’, como ellos las llaman. Pero estas cifras —elaboradas a partir de estudios de la Comisaría de la localidad La Candelaria y de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, (Codhes)— no dan cuenta de la dramática realidad de explotación económica que dueños, administradores o falsos poseedores capitalizan. Esta explotación, hacinamiento y enfermedades son realmente visibles en otro inquilinato de la misma zona. Allí duermen 110 personas en camarotes, cartones, cobijas y huecos en las paredes. Además, deben soportar el olor nauseabundo de la humedad y la mugre, la carencia de agua, las plagas de pulgas y piojos, el miedo de estar en una casa que amenaza ruina, el compartir una sola letrina y un solo orinal y el murmullo de los roedores. Todos los días, a las seis de la tarde, indigentes, ancianos sin hogar, desplazados y enfermos de sida o tuberculosis llegan a este inquilinato —donde se filmó la afamada película La estrategia del caracol, en 1994— en búsqueda de un rincón, una cama o un hueco en la pared para poder pasar la noche. Cada uno debe pagar mil pesos y cumplir las estrictas reglas del poseedor de la casa, Ernesto de Jesús Zea Mesa. Este hombre, de 58 años, celebra misas dos veces al día, fuera de bautizos y primeras comuniones, y es un líder para algunos transeúntes que duermen en el inquilinato. Pero él, quien dice ser sacerdote, no puede oficiar ninguna de estas ceremonias, según una certificación expedida por el canciller del arzobispado de Bogotá, quien dice que Zea “no tiene oficio pastoral en esta arquidiócesis, no debe celebrar ritos, sacramentos, ni utilizar libros y ornamentos litúrgicos”. Él ha convertido la casa, disfrazada de fundación carismática, en un negocio rentable de 180 mil pesos diarios, que nunca invierte en el inmueble, y en hospedaje de muchos. La luz es de contrabando, no hay agua, todos comparten un mismo baño y las paredes están a punto de caerse. El agua que utilizan los inquilinos para el aseo de baños y 14

zonas comunes la recogen de la lluvia en tanques de cemento tamizados de hongos y moho. Cruzando la calle del lugar, se encuentra la Vicepresidencia de la República, y a pocas cuadras, la casa del presidente de la República, la sede del Congreso y de cinco ministerios. Allí, en el inquilinato, también vive María del Rosario Duque, de 75 años. Hace cinco se quedó ciega, porque no tuvo con qué operarse las cataratas. Su única familia es María Luz Calderón, de setenta años, quien vive en un cuarto cercano al suyo. Ella es la única que la tranquiliza cuando alguien extraño llega al inquilinato y le ofrece un poco de agua de panela y pan; lo único que a veces come en días. Si los propietarios desalojaran el lugar, como lo ha solicitado la Secretaría de Salud y la Corporación La Candelaria, María del Rosario se quedaría sin hogar, pese a que ella ha vivido allí desde hace cincuenta años, cuando la construcción albergaba un hotel y ella era cocinera. Su situación es de extrema pobreza. Ella no paga los mil pesos de rigor por la noche, pero muchas veces no tiene cómo alimentarse. Su pieza está a punto de derrumbarse y vive de la caridad de María Luz. “Yo tengo como lema que cuando uno está en una empresa no debe hablar mal de ella, porque es que aquí pasan muchas cosas, pero mejor yo me quedo callada”, dice María Luz en voz baja y mirando a la puerta para cerciorarse de que los dos colaboradores de Zea, desplazados y de unos treinta años, no la escuchen.

Los niños son la población más vulnerable en los inquilinatos


estación | María Carolina Vegas UNA CAMILLA PARA DOS

POR MARÍA CAROLINA VEGAS FOTOGRAFÍA · LÍA DURÁN

Santiago Quintero, de 23 años, ingresó a la Sala de Urgencias del Hospital La Granja —en el occidente de la ciudad— el jueves 25 de septiembre, a las diez y media de la mañana. Arribó adormilado al lugar, en una silla de ruedas y sin poder sostener su cabeza. Lo acompañaba su padre. Desde que llegó los médicos se dieron cuenta de que su estado de inconsciencia era atribuible al alcohol ingerido en una noche de juerga; pero su situación iba más allá de una simple borrachera: padecía un trauma craneoencefálico, y de inmediato fue atendido en la denominada sala de procedimientos. Esta sala es un cuarto de tres por cinco metros aproximadamente, y allí se apretujan una camilla con el paciente, los equipos, los medicamentos, las bolsas con soluciones salinas y un lavamanos y su repisa, en la que se almacenan jeringas, agujas, guantes, algodón, gasa, entre otros. Ello, sin contar con los médicos, las enfermeras y otros pacientes que se puedan estar tratando al mismo tiempo. En toda la Sala de Urgencias del hospital hay sólo una sala de procedimientos. Luego de acomodar a Santiago en la camilla, su estado empeoró. Comenzó a convulsionar y le costaba tanto trabajo respirar que su pecho sonaba como un motor. De inmediato, la médica que lo cuidaba le ajustó una mascarilla que comenzó a darle aire. La enfermera, entre tanto, le inyectó suero. Afuera, en la Sala de Urgencias, su padre contaba lo que había ocurrido. Santiago había llegado a su casa en la madrugada, después de salir con sus amigos. Cuando llegó “estaba tomado”, según dijo su padre, y había mezclado diferentes tipos de licores. Después de hablar con su papá, se paró, fue al baño y en el camino se resbaló y se golpeó en la cabeza. Desde ese momento, el comportamiento de Santiago cambió. Ya no se podía sostener y decía que nunca se había sentido así de mal después de haber tomado. Al día siguiente, cuando el joven comenzó a perder el conocimiento, su padre decidió llevarlo a Urgencias. El golpe que recibió Santiago —según

creían los médicos— pudo haberle producido un hematoma dentro de su cabeza que le estaba creando presión, por ello no podía respirar ni despertarse. Decidieron ‘entubarlo’. La médica que lo atendía debía introducirle por la boca y hasta la garganta un aparato metálico en forma de L. Pese a los esfuerzos, el tubo no pasaba de la garganta, pues los músculos de Santiago estaban tiesos. Tanto así que durante el procedimiento se le alcanzó a lastimar la garganta y tuvieron que inyectarle relajantes musculares. Pero la vida de Santiago no estaba a salvo todavía. El equipo de Urgencias de este hospital de segundo nivel no cuenta con un respirador. Debieron conectar el tubo que había sido introducido en la garganta de Santiago a un ‘ambú’, un aparato que utilizan los paramédicos en las ambulancias para dar respiración y que consiste en un globo de plástico que —como un fuelle— libera aire al apretarlo manualmente. Y alguien debe hacerlo hasta que el paciente logre respirar solo. No obstante el procedimiento, Santiago tardó mucho tiempo en estabilizarse, porque la estudiante de enfermería encargada de operar el ambú abandonó al paciente a su suerte de manera inexplicable. En medio de la asfixia y de la angustia, una de las enfermeras fue advertida de que Santiago se estaba ahogando. “¿Quién me dejó solo al paciente? La que lo haya hecho corre con la responsabilidad si se llega a morir”, gritó uno de los médicos de la sala. Santiago, luego de incesantes minutos de bombeo, logró respirar por sí mismo. Fuera del respirador, la Sala de Urgencias carece de una lámpara cielítica —las que tienen decenas de bombillos de alta iluminación—, de suturas para arterias (sin las cuales un paciente se puede desangrar en una hora), de una reserva de sangre, de medicamentos para casos especiales y de 15


estación | María Carolina Vegas UNA CAMILLA PARA DOS

una sala de procedimientos especial para realizar reanimaciones de pacientes al borde de la muerte. Tampoco hay camas suficientes. En la Sala de Urgencias —por ejemplo— sólo hay diez camas, que realmente son camillas. Hay, además, dos consultorios médicos y seis o siete sillas plásticas (dependiendo del día) puestas contra la pared, a las que les corresponde su respectiva puntilla, de las que cuelgan bolsas de suero. Todo ello en un espacio de aproximadamente 16 metros de largo por cuatro metros de ancho. Los pacientes que no presentan cuadros clínicos graves, que están en observación o que esperan una cirugía, deben pasar largos períodos sentados en estas sillas plásticas con el suero colgante en la pared. Anyela Katherine Gómez, de diez años, quien estaba en observación por un dolor abdominal fuerte, tuvo que pasar la noche sentada en las piernas de su madre en una de esas sillas. Ya estaban próximas a cumplir 24 horas en la Sala de Urgencias. “A la gente le molesta, y yo los considero, tener que pasar aquí en una silla toda la noche”, dijo Luis Carlos Sánchez, médico de Urgencias de La Granja desde hace once años. “Pero es que no hay donde más”. El mismo día, aproximadamente a las ocho y cuarenta de la mañana, esta Sala de Urgencias se estremeció cuando Édgar Sánchez, de 25 años, entró con su hijo Anderson, de cinco años, en brazos. Ambos se habían quemado con gasolina roja. Y el olor impregnó el lugar. “Un quemadito”, gritó Mercy Rincón, la enfermera jefe. Lo más notorio eran los pedazos de piel chamuscada que colgaban del pecho y de la cara del pequeño, al igual que de las manos y de las piernas del padre. Los dos temblaban. Édgar lloraba pidiendo que atendieran —lo más rápido posible— a su hijo. Anderson gritaba de dolor. Los médicos y las enfermeras de turno no vacilaron ni un segundo. De inmediato ingresaron a la sala de procedimientos y les quitaron pedazos de camiseta y del pantalón. Lo demás se había quemado. Las quemaduras —de segundo grado— fueron lavadas en una ducha de agua fría, que impide que sigan extendiéndose. El agua también quita los restos de gasolina que posiblemente quedaron en la piel. Los médicos se reunieron para analizar la cantidad de solución salina y de medicamentos que les debían suministrar a los pacientes. La fórmula se llama “Parklan” y se calcula desde el momento en que se produjo la quemadura junto con el peso del quemado y la superficie del área quemada. Hechos los cálculos, los médicos pidieron que a los 16

pacientes se les inyectara un medicamento llamado “Tramal”, para el dolor. Como el hospital no tenía esa droga, les fue aplicado “Dipirona”, que tomaría unos minutos más en actuar. Como el niño se había quemado la cara, corría el riesgo de tener quemaduras en nariz, laringe, cornetes, faringe, entre otras. Ello sólo podía comprobarse con un examen llamado laringoscopia, un procedimiento que no se realiza en el hospital. Los pacientes con quemaduras en la cara o pliegues del cuerpo —como en este caso— deben ser remitidos al único pabellón de quemados de la ciudad: el del Hospital Simón Bolívar, a 248 cuadras del Hospital La Granja. Iván Javier Sánchez, hermano de Édgar, estuvo presente en el momento del accidente. El día anterior, a las ocho de la mañana, Édgar fue a calentar el desayuno, pero como no tenían gas por no haberlo pagado a tiempo, decidió comprar una estufa de gasolina la misma mañana del accidente. Édgar la estaba tanquiando sin percatarse de que su hijo Anderson estaba parado detrás de él. De repente la estufa estalló. “Yo vi a los dos en llamas y mi reacción fue echarles agua. Mi hermano se resbaló y se cogió de la cortina y de los muebles y ahí fue más grave”, dijo Iván Javier. “Se prendió toda la sala. No podíamos abrir la puerta y nadie podía salir”. Lo peor es que él había ido a pagar el gas el día anterior y en el momento del accidente ya estaba funcionando. Pero ellos no se habían dado cuenta. Uno de los médicos de turno, Juan Carlos Vélez, quien también trabaja en el Pabellón de Quemados del Simón Bolívar, logró conseguirles cupo allá. “La remisión está aprobada médicamente, falta la parte administrativa”, dijo la médica a las nueve y media de la mañana. “Eso se demora. Hay veces que hasta dos días, claro que con ellos tiene que ser rápido”. Aproximadamente a las diez de la mañana, mientras les colocaban vendajes a Édgar y a Anderson, llegó la madre del niño. Entró a la sala de procedimientos sin autorización y descubrió a su hijo totalmente quemado y tiritando en una camilla al lado del padre. “Sáquenla, que no la vean llorar”, dijo una de las enfermeras. Ya los habían estabilizado, pero faltaba que llegara la ambulancia al hospital, la cual sólo arribó hasta las cuatro de la tarde, para trasladarlos. Y padre e hijo fueron acostados en la misma camilla. No había más.


estación | Celmira María Rubio SAN BRUNO: UNA HISTORIA DE POBREZA ESPIRITUAL

POR CELMIRA MARÍA RUBIO FOTOGRAFÍA · ALEJANDRA LAITON

La única presencia del gobierno distrital en San Bruno la constituye este lacónico aviso

Ana González* y sus cuatro hijas viven en un callejón llamado San Bruno, en el barrio Egipto. Todas las mañanas despiertan temerosas de no tener alguna de las paredes de su casa. Paredes construidas en láminas de lata, periódico y madera. El movimiento del terreno sobre el que está construida su vivienda —aledaña a una quebrada— hace que ésta diariamente cambie de forma, que las paredes se muevan y que el piso se desplace. Los ladrillos, puestos uno sobre otro sin cemento; las latas y la madera, unidas por puntillas, y los periódicos se sostienen de milagro, pues no hay una estructura sólida que los soporte. Cuando se entra a la casa de Ana hay que pisar con cuidado. Entre las láminas de madera que componen el piso del hogar hay espacios tan grandes que podría caber un pie. Tanto es así que éste es el accidente por el que suelen pasar los visitantes despistados que pisan en falso. Aunque una alfombra hace más angostos los

espacios entre las láminas de madera, no los hace desaparecer. Más que para evitar accidentes, ésta cumple la misión de calentador, pues la casa — construida sobre la quebrada— se encuentra en una zona húmeda y las temperaturas en las noches pueden rondar los cero grados. Además, cada que alguien llega y pisa las láminas, la estructura tambalea, pero nada se cae de su sitio. Parece que los ladrillos sin cemento permanecen firmes en su lugar. Al igual que Ana y sus hijas, 25 familias —en su mayoría con más de tres hijos y conformadas por emboladores, vendedores ambulantes y lavanderas— viven en invasión en ese mismo terreno, con el riesgo latente de un desastre por el desbordamiento de la quebrada o el deslizamiento de la tierra. Ana es cabeza de familia y como ella hay varias en todo el barrio. Cada una de sus cuatro hijas es de distinto padre y ninguno ha respondido por ellas. *Los nombres de las personas involucradas fueron cambiados por temor a las represalias de sus vecinos. 17


estación | Celmira María Rubio SAN BRUNO: UNA HISTORIA DE POBREZA ESPIRITUAL

DESECHOS POR LA QUEBRADA El callejón San Bruno empezó como una tienda de paso para aquellos que venían de Choachí. Allí conseguían gaseosa, pan o guarapo. Detrás de ésta había pequeñas habitaciones para que los viajeros descansaran. Era un lugar apacible y la gente que llegó “se amañó”. Con el tiempo, el callejón se llenó de casitas. Las casas se fueron levantando sobre la tierra que bordea la quebrada. Terreno que —según la legislación de la ciudad— se denomina zona de ronda y sobre el que no se puede construir nada, y menos vivir, pues éste se compone de un espacio hídrico y de una zona de reserva ambiental. La zona de ronda mide treinta metros, que van desde el borde de la quebrada hacia la loma. Por estar sobre la ronda del río, el callejón San Bruno es considerado suelo de protección por alto riesgo. Un fuerte aguacero podría ocasionar el movimiento de la tierra y la caída de los ladrillos, la lata, la madera y las hojas de periódicos. Aparte de lo anterior, una inundación sería la causante de otra tragedia parecida y el aumento de su cauce podría deshacer las endebles estructuras que sostienen a las casas. El callejón está ubicado en la carrera séptima este con calle décima. El terreno sobre el que se sostienen estas viviendas es inestable, húmedo, con peligro de desvanecimiento y volcamiento, según reconocen los funcionarios de la Empresa de Acueducto. “Este terreno es del Acueducto y la reubicación de la gente depende de esa institución”, dice un miembro de la Junta de Acción Comunal. “El acueducto no ha hecho nada al respecto”. Para los funcionarios de la mencionada entidad, estas viviendas del callejón se encuentran en emergencia permanente por estar construidas sobre la quebrada. Pero —a la fecha— poco o nada ha hecho la empresa por recuperar para la ciudad la ronda invadida. San Bruno se caracteriza, además, por la violencia entre las pandillas del sector y por la cantidad de droga que se vende allí. Por otra parte, el ambiente del barrio Egipto se ha empezado a contaminar por la falta de higiene de los habitantes del callejón. Los vecinos de Egipto se quejan de los de ‘arriba’, por los malos olores que generan. Los problemas de higiene tienen su raíz en la ilegalidad de las construcciones, que no permite que se construya un acueducto por encontrarse en zona de ronda. A cambio, los moradores tienen un tubo madre que conecta los sanitarios (de pocas viviendas), los baños, las cocinas, un lavadero y una ducha en el centro del callejón. “Hay casas que no tienen baño, ellos hacen sus necesi18

dades en vasitos y las botan al lavadero comunal”, dice Ana. “Esos deshechos bajan a la quebrada por una tubería que pasa por debajo de la pieza de mis niñas. Por eso ellas se me enferman a cada rato”. Los olores son fétidos y la cantidad de infecciones que se producen por la suciedad resultan difíciles de controlar, pero la gente vive allá sin preocupación alguna. “En ese terreno viven delincuentes, drogadictos y viciosos”, dice otro miembro de la Junta de Acción Comunal del barrio. “Adicionalmente, los de San Bruno cogieron una parte de la tierra de botadero y ahora esa es la fuente de ratas y zancudos del barrio”.

VIVIENDO GRATIS La problemática de San Bruno es compleja. No sólo se trata de los peligros que corre la población por el hecho de estar ubicada en suelo de alto riesgo, las familias que viven allá son numerosas y con muchos niños (más de tres), como la mayoría de las familias pobres colombianas.


estación | Celmira María Rubio SAN BRUNO: UNA HISTORIA DE POBREZA ESPIRITUAL

En el caso de Ana, su hija mayor, Carmen*, tiene un hijo de cuatro años y el padre del pequeño no responde por él. Ana ha educado a cada una de sus niñas con la venta de dulces y cigarrillos. La mayor parte de las familias de San Bruno vive de la caridad de los vecinos y del padrinazgo de algunas familias de mejor estatus que han decidido brindarles ayuda al compadecerse de su situación. Pero su falta de voluntad para cambiar de lugar de vivienda incrementa la dificultad para encontrar una pronta solución al conflicto. Resulta imposible que una persona —que nunca ha pagado por el lugar donde vive— entienda que debe costear tanto el espacio que ocupa como los servicios públicos. Muchos de sus habitantes, además, son atracadores, delincuentes, expendedores de droga y pandilleros que viven a costa de otros. Algunos viven allí hace más de cincuenta años, otros más hace quince y unos cuantos alquilan piezas por días. Los que viven en San Bruno no pagan arriendo ni servicios por ser viviendas de invasión. La luz la contrabandean de un poste aledaño y el agua la obtienen gracias al tubo madre que les regaló Nidia Quintero de Turbay. De manera que estos bogotanos viven gratis. Dentro de San Bruno no sólo hay violencia, atracos y pobreza, también hay intimidación. Cuenta Alejandrina que en 1984 convivieron 47 familias —

cada una tenía entre cinco y siete hijos— y que en ese tiempo era un lugar tranquilo hasta que empezó una guerra entre las bandas del sector, que cobró muchas víctimas. Tras el asesinato de uno de los hijos de una vecina de Alejandrina, la familia abandonó la casa y ésta fue ocupada por una de las pandillas para orquestar fechorías y consumir droga. La dueña la puso en venta y la compró el líder de la banda. Fue entonces cuando la casa se convirtió en la sede de la pandilla y la droga se generalizó en el barrio. Los habitantes de San Bruno se sienten perseguidos, son prevenidos y cuando ven llegar gente extraña al barrio, piensan que son funcionarios que los van a reubicar. Se oyen los murmullos de las personas que dicen “ya traen gente para sacarnos otra vez”. “Una de las mujeres que expende droga es esposa de uno de los duros de una de la banda, ‘Los Pilos’, ahora está preso, pero aquí la gente no habla por miedo”, dice Ana. Los que están en la cárcel actualmente cumplen condenas por robo o por homicidio y las esposas de estos delincuentes prefieren soportar las palizas de sus maridos a estar solas.

POBREZA EN EL ALMA Según Elsa Mendoza, trabajadora social del barrio Egipto, Alejandrina y las personas que han salido del callejón San Bruno son ejemplo de superación para la comunidad y muestran de que sí se puede vivir sin vender vicio o encubrir delincuentes. El resto de familias vive de mostrar su cara de pobreza y de aprovecharla para pedir ayuda. “Ellos no sólo tienen pobreza material, sino espiritual”, dice Elsa. “Hace un año hubo posibilidad de darle estudio a esos niños, pero ni ellos ni los padres mostraron interés”. A la emergencia se suma la inseguridad del sector, la atávica venta de drogas y el doble estándar moral de las autoridades, para quienes una incautación —cada cierto tiempo— resulta la mejor política. Por ahora en el lugar se sigue vendiendo droga, la comunidad entera lo sabe y los problemas seguirán acrecentándose.

Este callejón sirve de guarida a ladrones y en él sus vecinos viven ‘gratis’ 19


estación | Alejandra Laiton AL CAÍDO, ¿CAERLE?

Los niños encontraron en la Fundación Nats un espacio de trabajo en condiciones dignas

TEXTO Y FOTOGRAFÍA · ALEJANDRA LAITON

A las seis de la mañana Sandra Milena Daza, de once años, ya tiene que estar despierta. Levanta a su hermano Nelson, de ocho, y con mucha delicadeza —para no molestarle una mano que tiene enyesada— lo baña, luego lo viste, le prepara el desayuno y se va a dejarlo en el jardín infantil que queda a cuatro cuadras de donde viven. El resto de mañana, Sandra lo aprovecha para lavar la ropa de su mamá y de sus dos hermanos (también trabajadores), que dejó en remojo la noche anterior. Trepada en un balde alcanza la estufa y prepara su almuerzo y el de su hermano y la comida del resto de la familia. El tiempo también le alcanza para limpiar la casa de una planta y dos habitaciones, ubicada en el sector de Dindalito, de la localidad de Kennedy. A medio día recoge a su hermano y 20

le sirve el almuerzo. Sólo hasta cuando su mamá llega de lavar ropa en casas vecinas, ella se puede ir a estudiar. A las seis de la tarde—cuando Sandra termina su jornada escolar— se va a vender dulces en la fundación dónde trabaja para recoger los seis mil pesos mensuales que debe pagar en la escuela. “Mi mamá está muy enferma, estuvo hace dos meses en el CAMI de Kennedy y después en el San Blas, los doctores le dijeron que no podía hacer esfuerzo”, dice Sandra. “La plata que yo me gano se la doy para ayudarle con el arriendo o pagarme la escuela”. “Muchos señores dicen que uno se gasta la plata en maquinitas o que es mentira que es para


estación | Alejandra Laiton AL CAÍDO, ¿CAERLE?

la escuela, no nos creen”, dice Sandra. “Es feo cuando a uno lo confunden con un gamín o cuando no le compran nada en todo el día”. Pero la condición laboral y de vida de Sandra se caracteriza por contar con una esperanza. Ella —a diferencia de miles de niños trabajadores de la ciudad— no se encuentra en una situación de desamparo, absoluta informalidad y falta de oportunidades educativas. Ella, como 140 niños, hace parte de la Fundación Nats (Niños y Adolescentes Trabajadores), creada hace siete años por un grupo de profesionales para ofrecer una alternativa y una visión distinta del trabajo infantil. Esta organización tiene como propósitos, por un lado, dignificar las condiciones de los niños trabajadores, sin cuestionar el hecho de que tengan que laborar para sobrevivir, y, por otro, ofrecerles una alternativa en educación. “Buscamos un espacio en donde los niños puedan organizarse, además de seguir estudiando y hacer todas esas iniciativas que como niños tienen”, dice Ivonne Oviedo, coordinadora del proyecto educativo de la Fundación. “Los niños son seres humanos que tienen muy poca diferencia con los adultos. No dejarlos trabajar es negar que ellos también tienen una responsabilidad”. En la sede de la Fundación los niños cuentan con una biblioteca, salones de clase, oficinas y un cuarto donde opera una microempresa de tarjetas de navidad que la ‘gerencian’ cinco niñas entre los once y los catorce años. Ésta ya exporta tarjetas a Italia. Los mayores que trabajan allí le enseñan a leer a los menores. Otros atienden la biblioteca y algunos más se reúnen a estudiar después de vender dulces en los buses. Paradójicamente, esta fundación no recibe apoyo del Distrito, del gobierno nacional o del sector privado colombiano. Se sostiene de las ayudas que provienen de amigos personales y organizaciones no gubernamentales del mundo. “Son donaciones que nos hacen de Holanda y otras organizaciones que apoyan el proyecto Nats en Latinoamérica”, dice Martínez. “No queremos damas grises que tiran ‘chocorramos’ desde la ventana de los carros”. A diferencia de las políticas gubernamentales de niñez, adelantadas por el Instituto de Bienestar Familiar, la Fundación cree que la problemática del trabajo infantil sobrepasa las capacidades del Estado para controlarlas y considera que debe haber una

alternativa digna para los niños que derivan su supervivencia del trabajo informal. “Desgraciadamente con la situación actual, los niños tienen que escoger entre trabajar, robar o aguantar hambre, ¿cuál de todas es menos peor?”, dice Alejandro Martínez, fundador de Nats. “En la fundación valoramos el trabajo infantil, lo que criticamos son las condiciones en las que tienen que trabajar los niños. Hay niños que para evitar que Bienestar Familiar se los lleve tienen que salir a reciclar a las tres de la mañana. Es una condición extremadamente mala”. El trabajo de esta Fundación, además, contradice la visión de los funcionarios del Bienestar Familiar sobre el trabajo infantil. Mientras que en Nats hay proyectos comunes, trabajo en grupo y aprendizaje escolar, para trabajadores sociales y sicólogos del Bienestar los niños trabajadores se caracterizan por manejar lenguajes de adultos, ser individualistas e interesarse sólo por la plata. En una ocasión —cuenta Adriana Castelblanco, de once años— los camiones del Instituto de Bienestar Familiar se encontraban adelantado una redada en Corabastos y a ella le tocó dejar a medias su trabajo de empacar zanahorias para salir a esconderse. Ese día no le pagaron el turno. “Son unos camiones grandes y blancos y hacen mucho ruido, parecen una perrera”, dice Adriana. “En Paloquemao se llevaron a muchos niños y a mí me dio miedo porque no me dejan trabajar nunca más”. Los niños que la Fundación ayuda trabajan en esa central de abastos desgranando alverjas, lavando papas, empacando zanahorias y llevando mercados a los vehículos de los compradores. Otros reciclan basura, cuidan niños y lavan automóviles. Cada uno gana entre cinco y diez mil pesos diarios. Muchos de los niños cobijados por la Fundación dicen que la situación de ellos mejoraría si las personas entendieran que su trabajo debe ser tomado en serio, pues de él derivan su supervivencia. “Los niños aprenden y juegan con el trabajo”, dice Ivonne Oviedo de la Fundación.

Imagen de la microempresa de tarjetas de navidad 21


estación | Fernando Carreño Arrázola LA RUTINA DEL HAMBRE

POR FERNANDO CARREÑO ARRÁZOLA FOTOGRAFÍA · ALEJANDRA LAITON

Ese día, María Ignacia González de Ramos, de 68 años, caminó desde el barrio El Guavio hasta el comedor de la congregación Hermanas de la Caridad, en el barrio La Perseverancia. Casi treinta cuadras para recibir un plato de comida gratis. Le ardían las entrañas y en lo único que podía pensar era en respirar una vez más, en seguir respirando sin que la consumieran las llamas de su estómago. Mientras trataba de abrirse paso entre los otros ancianos que intentaban ingresar al lugar, se le observaba un gesto arraigado que le daba un aire ridículo y vulnerable: la vista fija en el piso en vez de mirar a los ojos. Cuando logró entrar, se encontró con otros noventa ancianos indigentes que debían presenciar por televisión la beatificación de la madre Teresa de Calcuta para poder hacerse a una comida que mitigara el hambre acumulada de varios días. “Pongan atención, porque les voy a preguntar y si no saben, no les doy almuerzo’’, dijo la madre superiora de la Naemi —misionera de la caridad—. Ellos no entendían las palabras de la transmisión en italiano de la cadena RAI, pero sabían que ése era el precio que debían pagar. De hecho, el único, pero no podían ocultar su indiferencia ante la transmisión. Estaban ausentes incluso estando presentes. Estos ancianos viven en la calle o encuentran un techo por mil pesos la noche. Son recicladores y vagabundos, caminan desde distintos lugares de Bogotá —la extinta calle de El Cartucho, los puentes de la calle 26, el barrio Pardo Rubio, Lomas— o desde el lugar donde se encuentren para llegar al comedor. Este espacio funciona todos los días, menos jueves y domingos, y los almuerzos los reparten de diez y media a once de la mañana. Algunos ancianos se quedan en el comedor y otros se llevan la caja de icopor en los sirven para comérselos en la calle. Los vecinos del sector, por su parte, se quejan de la basura que dejan y por su presencia a esa hora. Estos ancianos no encuentran un auxilio en el gobierno distrital o en entidades privadas. 22

En cambio, recurren a la caridad de hermanas que vienen de la India, México, Ecuador y África, que parecen entender mejor el problema que muchas de las autoridades. El comedor apareció con la llegada al barrio de las misioneras de la caridad, la orden que fundó la madre Teresa de Calcuta. Desde ese momento reciben personas mayores que no pueden trabajar o que se encuentren en condición de miseria. Para ingresar habitualmente al comedor, los ancianos deben presentarse ante la madre superiora, quien les hace una pequeña entrevista para cerciorarse de su situación económica. Luego les dan un carné que certifica la afiliación al comedor. La comida conseguida por las hermanas proviene de algunos vendedores de Paloquemao y Corabastos, que les envían los alimentos que ya no pueden vender y que están a punto perderse. Otros benefactores —sin nombre ni cara— aportan lo que está a su alcance para completar la dieta de la caridad.


estación | Fernando Carreño Arrázola LA RUTINA DEL HAMBRE

RIDÍCULA COMEDIA DE BUENOS MODALES “Yo creo que ustedes tienen hambre, ¿no?”, dijo la hermana Iris, de la India, en su atropellado español. Los ancianos se olvidaron de la transmisión italiana de la beatificación y comenzaron a aplaudir el comentario casi instantáneamente. Alcira Cortés, cocinera del lugar, alistaba las últimas cajas de icopor. A ella le daba igual saber a quiénes les estaba cocinando. Resulta difícil creerlo, pero en este contexto el trabajo es lo único que le interesa. La obra de caridad es algo secundario. Apenas si tiene importancia. Es el tipo de personas que disfrutan resolviendo problemas. No es cuestión de poesía ni de ideas, sino de trabajar en un proyecto y llevarlo a buen término. Una vez servida, la comida soltaba vapor, pero los ancianos ni siquiera tenían curiosidad por saber cuál era el menú de ese día. Para las hermanas la situación también era rutinaria. La repartición de las cajas terminó con saludos reverenciales de parte de los comensales para con las hermanas; una ridícula Ancianos como este, sin seguridad social ni sustento, deben vivir de la caridad

comedia de buenos modales. Aislado de los demás se encontraba Antonio Peña, de 68 años, habitante de la calle. La comida había aparecido en su vida para desaparecer de ella tan rápidamente que tenía la impresión de haberla inventado. Mejillas apergaminadas, frente marchita, cuello arrugado, cabello cano de cuello apelmazado, Peña tenía la voz débil, pero lo bastante sonora para hacerse escuchar. La única persona con la que sabía como comportarse era consigo mismo. Cuando tiene que recordar su pasado, se transporta al rincón más oculto de su vida. “Estos viejos son unos cochinos’’, dice Peña. “A las monjas ya les han mandado la Policía por la marranera que dejan. Ahora nos toca irnos rápido para no molestar y no se puede botar basura en la calle’’. Después de reposar su almuerzo, se dirigió a los puentes de la 26. A ese paso podría demorarse unos cuarenta minutos, pero para Peña el tiempo debe ser una ilusión, un poco menos de vida. Los demás abuelos se iban disipando poco a poco. No era difícil perderles el rastro. Otras personas llevan la humanidad dentro de sí mismos, ellos la llevan en su aspecto. Se fueron con su estómago lleno, pero sin un destino fijo. Tal vez caminar hasta que vuelvan a tener hambre. La comida, aunque muchas veces no se consigue, siempre termina siendo el principio y el fin. Y el comedor de las hermanas de la caridad fue la revancha momentánea que les da la vida.

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estación | Ana María Bautista EL DRAMA DEL CAMBIO DE ESTRATO

TEXTO Y FOTOGRAFÍA · ANA MARÍA BAUTISTA

No son pocas las familias bogotanas que han desmejorado su nivel de vida

“El dinero no hace la felicidad, pero cómo se le parece”, dice en medio de una risa irónica Cristina*, licenciada en Matemáticas de 48 años, mientras plancha la ropa de su familia. Ella hoy recuerda con nostalgia cómo hace unos pocos años su calidad de vida era otra. “Antes, cuando vivíamos en la 145, mis días no eran tan pesados”, dice Cristina. “En esa época me levantaba a las seis de la mañana, alistaba a los niños para el colegio, hacía el desayuno e iba al paradero del bus con ellos. Tenía empleada y no me preocupaba por el almuerzo ni por el aseo de la casa. Mi esposo me llevaba y traía del trabajo. Almorzaba a las tres de la tarde, hacía tareas con mis hijos, alistaba sus uniformes y los acostaba a dormir”. Hoy su vida es distinta. Ella se levanta a las cuatro y media de la mañana, hace el desayuno y deja listo el almuerzo. Una hora más tarde despierta a los niños, y quince minutos después sale a tomar el bus para llegar a tiempo a su primer trabajo. “Cuando llegaba el fin de semana, nos íbamos a comprar cosas para la casa, visitábamos a los amigos y a comer helados fuera”, dice Cristina. “Ahora, los amigos desaparecieron, y hay domingos en los que me dan las dos de la mañana terminando de lavar y planchar toda la ropa de la semana”. Sus hábitos de consumo también cambiaron. De Carulla, Unicentro y Pomona, pasaron a comprar en la tienda del barrio y en los mercados populares. “Mi esposo y yo nos preocupamos por seguir comprando buena comida”, dice Cristina. “Encontramos un supermercado llamado Don Camilo, que queda en el barrio Cundinamarca. Es una bodega donde todo se consi24

lidad de los gastos de la casa y lo que ganaba no era suficiente para cubrir todas las deudas”. Manuel trabajaba como profesor del Distrito en el día y en las tardes dictaba clases de computación en un instituto tecnológico. Como el dinero escaseaba, la familia empezó a reducir sus gastos. Las salidas a almorzar los domingos, los masajes y tratamientos estéticos y las reuniones sociales fueron saliendo de su diario vivir. Pero el dinero no rendía. “La crisis que empezó en 1997 fue insoportable en 1999”, ella dice. “Comenzamos a atrasarnos en las cuotas del apartamento, la administración del edificio y las pensiones del colegio de los niños”. Ese año, 1999, Cristina consiguió ocho horas de clase a la semana en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, y otras cuatro en un colegio de Suba. Pero el dinero seguía sin alcanzar, pues cada hora de clase era pagada a siete mil pesos. Los hijos de Cristina tenían —en ese entonces— nueve y once años y cursaban tercero y quinto de primaria, respectivamente. La hija menor estudiaba en un prestigioso colegio del norte de Bogotá, y el mayor era alumno de un tradicional colegio masculino en las afueras de la ciudad. “Para el año 2000 nos fue imposible responder con los pagos del apartamento y los colegios de los niños al mismo tiempo”, dice Cristina. “Mi esposo y yo decidimos en octubre de ese año irnos a vivir con mi suegra, en una casa que ella tiene en Ciudad Montes, un sector donde los niños nunca habían estado”. El cambio a un hogar de estrato tres, sin televisión por cable, ni las mismas comodidades de antes,


estación | Ana María Bautista EL DRAMA DEL CAMBIO DE ESTRATO

gue a mitad de precio. Por ejemplo, la libra de papa, que en Carulla puede llegar a dos mil pesos, aquí es a doscientos pesos”. Las vacaciones también se acabaron. Sus hijos salieron en diciembre pasado a Girardot, porque unos tíos los llevaron, pero ni Cristina ni su esposo han podido salir de Bogotá en los tres últimos años. “Hasta hace tres años vivíamos muy bien”, dice Cristina. “No éramos millonarios, pero teníamos un apartamento de tres alcobas, íbamos en carro o en taxi adonde necesitáramos, y los niños asistían a colegios del norte de la ciudad”. Hoy, Cristina y su familia viven en Ciudad Montes —en el centrooccidente de la ciudad—, sus hijos van a lo que ella y ellos llaman “un colegio de barrio” y el Mazda que tenían lo reemplazaron por un Fiat 147, que espera ser reparado. Tuvieron que entregar el apartamento en dación en pago al banco que tenía la hipoteca. Los problemas para Cristina, para su esposo Manuel y para sus hijos, Luisa* y Camilo*, se iniciaron seis años atrás, cuando entraron en vigencia las leyes de flexibilización laboral. “Nosotros preferimos salirnos del colegio, porque la ley nos quitaba beneficios, como la retroactividad de las cesantías, que en nuestro caso eran importantes, porque llevábamos más de ocho años trabajando allí” dice Cristina. El esposo de esta licenciada se fue primero a trabajar con el Distrito como profesor de Informática y Tecnología. La posibilidad de alcanzar un mejor sueldo hizo que Cristina —en 1998— decidiera dejar el colegio privado donde dictaba álgebra, trigonometría y cálculo y aplicar para vincularse al Distrito. Al salir del colegio, Cristina se dio cuenta de que no era tan fácil como ella pensaba. Sin embargo, no se sentía preocupada, pues creía que —de inmediato— iba a conseguir puesto. Sus cálculos no fueron los más acertados. Se enteró de que su experiencia y conocimiento no coincidían con el escalafón de profesores de la Secretaría de Educación de Bogotá y que para ganar un mejor salario era necesario ascender dos puestos más. “Yo tenía el tiempo y los requisitos completos para el ascenso”, dice Cristina. “Pero con tanto trámite, mi ascenso se demoró casi un año en llegar. Esa demora me cerró muchas puertas y me hizo perder tiempo y dinero. Lo peor llegó cuando completé ocho meses sin trabajo, y ya se me había acabado la plata de la liquidación. Mi esposo asumió casi la tota-

fue duro. En su nueva casa, los niños se vieron obligados a compartir la habitación y a levantarse a las cinco de la mañana para que su papá los llevara a la carrera 30 con calle 8ª sur, pues las rutas de los buses no llegaban hasta su nuevo barrio. Cristina, por su parte, tiene que soportar los apretujones del bus colectivo que a diario toma y los nudos de tránsito que se forman en su ruta desde La Gaitana —al norte de la ciudad, en Suba— hasta Ciudad Montes. En el año 2000 Cristina entró a trabajar con el Distrito, pero tuvo que cambiar de colegio a sus hijos. Ellos ahora estudian en el colegio del barrio que queda a menos de una cuadra de su casa. “Este cambio fue terrible para mis hijos”, dijo Cristina. “Ellos estaban acostumbrados a tomar clases en salones amplios con 25 niños. En el colegio del barrio debieron acostumbrarse a convivir con 35 de sus compañeros en un salón pequeño”. Este colegio —serio, ordenado y privado— no es bilingüe, ni ofrece las clases de cocina que la hija de Cristina añora, ni tiene la cancha de fútbol que su hijo también extraña. “En este colegio no hay patio, y tenemos que ir al parque para la clase de educación física”, dice Luisa. “El primer día de clases me sentí mal, porque todos me miraban como bicho raro por mis cosas y por el colegio de donde venía. Por fortuna encontré otra niña nueva, y pude hacer amigas con facilidad, aunque aún extraño mis amigas del otro colegio”. Luisa tiene hoy doce años, y su hermano Camilo, catorce. A sus padres les preocupa el daño psicológico que esta experiencia les pueda acarrear y aunque ahora no les pueden comprar la ropa y los juegos que ellos desean, procuran escucharlos y hablar mucho con ellos respecto a la situación que han tenido que afrontar. A Cristina también le angustia saber que ya no puede acompañar a sus hijos a hacer las tareas por las tardes y perder momentos valiosos de su educación. “No estamos en la pobreza absoluta”, dijo Cristina. “Como ya tengo un empleo estable, voy a cambiar los niños de colegio el próximo año. Es un liceo adscrito a una universidad privada, con grupos pequeños y énfasis en inglés”. Luisa y Camilo también están emocionados por el cambio, y esperan encontrar nuevos amigos y un nivel de exigencia más alto en el aspecto académico. “No creo que nos vayamos pronto de este barrio”, dijo Cristina. “Pero tengo la esperanza de poder sacar un crédito, y empezar a pagar un apartamento en un sitio mejor”. *Los nombres fueron cambiados a petición de las personas involucradas. 25


estación | María Andrea Patiño UN DÍA EN LA VIDA DE CAZUCÁ

POR MARÍA ANDREA PATIÑO FOTOGRAFÍA · JULIANA AMADOR

Era una mañana —como muchas— en la que la lluvia de la noche había dejado huella en los caminos de piedra y arena y había formado largos ríos de lodo en la montaña. La camioneta Chevrolet color blanco apenas comenzaba su diario trajín. Transportaba a quince personas —por seiscientos pesos cada una— desde la Autopista Sur hasta las casas ubicadas en las laderas de una montaña en las afueras de Bogotá, que fue urbanizada hace 25 años y que hoy se denomina Altos de Cazucá. En los rostros de muchos de los pasajeros se dibujaba el cansancio del trabajo nocturno. Casi todos eran vigilantes que llegaban de cumplir un largo turno. Otros regresaban de comprar alimentos en Corabastos, para surtir sus negocios. Cada que el automóvil avanzaba y trepaba por las laderas, la desolación en las miradas de los pasajeros parecía no tener fin. “Llegamos al alto, última parada”, dijo Gloria Yepes, de 38 años, la mujer encargada de recibir el dinero en el bus colectivo polvoriento y lleno de óxido. Ya en la loma, la mirada de los últimos cuatro pasajeros se volvió inquieta y viva. Afuera, los vecinos corrían de un lado a otro, pero con el cuidado de no caer en el lodo amarillento de las calles. “Hoy por fin tenemos agua, se me hicieron años estos veinte días”, dice Luisa Piraquive, de 56 años. “Ahora hay que ver estos fontaneros que traen hoy”. Sin acueducto y alcantarillado (y el teléfono cortado en su gran mayoría por falta de pago), los 300 mil habitantes de los 75 barrios que componen los Altos de Cazucá tienen que esperar veinte días para que los denominados ‘fontane-

espera de que alguien la contrate como empleada doméstica. Al llegar al paradero de las busetas que van hacia el centro de Bogotá, la tranquilidad del barrio donde Jaime vive con su familia —cuesta arriba— se ve interrumpida por los gritos de las mujeres. “Se mató, se mató”, gritaban sin cesar. Leydi Patricia Paipa Suesca, una joven de 18 años, decidió quitarse la vida clavándose un cuchillo de carnicero en su vientre. “Pobrecita, el Luis Mario no la apoyó, porque decía que el chinito no era de él, y ella del desespero no aguantó”, dijo Lilia Téllez Peña, de 38 años. El dictamen de Medicina Legal y el de la Policía fue el de suicidio con “arma blanca”, que provocó “muerte instantánea” de la joven que tenía “doce semanas de gestación”. Otros días —según las versiones de los vecinos— son interrumpidos por asaltos, robos y la visita de algunas pandillas de Ciudad Bolívar. En la tarde, cuando vuelve la tranquilidad al barrio, a lo lejos se ve llegar a Jaime, sudoroso y pálido. Ahora atraviesa el mismo camino empedrado, pero ya más seco y arenoso. —“No alcanzó para llenar todo el tanque”, le dijo su mujer. Los vecinos solo le dieron tres mil pesos. Jaime preguntó por los niños, que salieron corriendo a la puerta apenas escucharon su voz. Ellos —descalzos, con pantalón corto, camiseta de colores y recién bañados— cargaban un hueso ‘carnudo’ en la mano,

El día que arriban los fontaneros a llenar los tanques de agua, en Cazucá se prende la fiesta. Pero no a todas las familias les alcanza para llenar el tanque.

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estación | María Andrea Patiño UN DÍA EN LA VIDA DE CAZUCÁ

ros’ arriben al barrio —que en estricto turno corresponda— y, con unas gruesas mangueras, llenen los tanques de cada casa de ladrillo o cemento, o rancho de latón y tela asfáltica. Por cada tanque llenado estos fontaneros —vecinos voluntarios del lugar, cuyos precarios conocimientos en plomería y construcción los convierte en protagonistas del barrio correspondiente por unas horas— cobran tres mil pesos. Pero la alegría no la compartían todos los vecinos. Mientras algunas mujeres lavaban ropa en toscos y diminutos lavaderos de cemento y otras aprovechaban el líquido vital para limpiar el estiércol de sus animales (gallinas, pollos y perros) acumulado en sus casas, una familia —padres y dos hijos— se asomaba a la puerta de madera sin aldaba y esperaba que algún vecino les ‘prestara’ tres mil pesos. Jaime Sánchez, de 32 años y padre de los dos hijos, decide entonces ajustarse su sombrero habano y de cinta negra y emprender camino hacia Bogotá a ‘rebuscarse’ el dinero para la comida y el agua. Dos horas después, luego de haber bajado la loma, sigue caminando por las calles del barrio —con sus zapatos llenos de lodo, con un pantalón verde y con una camisa blanca curtida de tanto uso—, llevando entre sus manos una carpeta azul repleta de hojas de vida y recomendaciones, y algunas fotocopias de la partida de nacimiento de sus hijos. En Bogotá va a solicitar el auxilio de desempleo de 167 mil pesos —equivalente a medio salario mínimo— que autorizó el gobierno. Jaime, obrero y siempre empleado en construcción, está, como muchos, sin trabajo desde hace cuatro meses. Su mujer lleva dos meses sin recibir salario alguno y sigue a la

que roían con sus dientes de leche. Jaime no traía buenas noticias, pero disimulaba su desencanto con una lacónica sonrisa. Su casa —de unos veinte metros cuadrados y compuesta por dos espacios separados por una pared que no alcanza el techo— resulta representativa de muchas de la zona. En el cuarto de la entrada —en lo que parece la sala del lugar— hay un mueble de espuma amarilla, con retazos de tela pegados con hilo, y que a juzgar por su forma parece que en sus mejores épocas fue un sillón. Al lado se ve una mesa rústica de madera donde descansa una grabadora. A tres pasos de distancia está la cocina, conformada por una estufa de dos puestos a gas y una pequeña nevera de cinco pies. En el segundo cuarto aparece una habitación con dos camas. Una sola —la de los niños— cuenta con un colchón duro y áspero y relleno de mota. En la otra duerme la pareja. La humedad decora las rústicas paredes de cemento y el suelo —también de cemento— luce cubierto con algunos tapetes rojos. “Pagué el impuesto de Catastro, pero en el gobierno no me atendieron, que el lunes a las once. Traje panela, arroz y molleja pa’ la sopa de los pelaos”, le dijo Jaime a su mujer. Ella, de pequeña estatura, morena, de pelo negro liso y muy seria, le recibe el paquete y se va a la cocina. Los hijos toman agua de panela de comida y se aprestan a acostarse en su cama impregnada de humedad. Jaime abraza a su esposa y la toma de la mano “esperemos a ver qué pasa”. Ella asiente con la cabeza, pero no musita palabra. Al caer la tarde las calles del barrio están desoladas. Sólo unas cuantas perras callejeras —con sus crías— habitan la desolación. Nadie se atreve a salir, pues el peligro puede asomarse en cualquier momento.

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estación | Claudia Lucía González CIUDADELA SIN AGUA

TEXTO Y FOTOGRAFÍA · CLAUDIA LUCÍA GONZÁLEZ

El acueducto en Ciudadela Sucre consiste en una caneca como la de la foto, en donde se almacena agua durante días

Cada domingo, a las dos de la tarde, Rosalba Bonilla, de treinta años, clasificadora de flores en un cultivo, recorre en transporte colectivo los cuatro kilómetros que separan su casa —en la montaña— del lavadero comunal. Allí, durante casi dos horas, lava su ropa y la de su hijo Cristian con el agua que milagrosamente brota de un pozo. Cristian, de diez años, entre tanto, llena de agua tres envases que antes servían para almacenar aceite de carros. Cuando termina, el niño espera otro colectivo para que lo lleve, con su tesoro, de vuelta a la loma. Él sube a Los Pinos, el barrio empotrado en las alturas de Soacha, donde el agua es un privilegio almacenado en canecas. Cuando el agua escasea, El Barreno es el pozo que sirve de lugar de encuentro a las madres y sus pequeños hijos. “Realmente uno sólo conoce el valor del agua cuando no la tiene a la mano”, dice Nancy Torres, empleada doméstica de 29 años. Después de trabajar durante toda la semana en fábricas o en casas de familias acomodadas, las mujeres lavan juntas sus propias ropas y las de su familia y comparten un mismo sueño. Ellas esperan contar con el servicio permanente de 28

acueducto en sus casas ubicadas en la Ciudadela Sucre. Esta ciudadela —el último asentamiento ilegal construido por el urbanizador Rafael Forero Fetecua— es uno de los lugares que alberga más pobreza en Soacha, municipio ubicado al suroccidente de Bogotá, y que presenta uno de los más graves conflictos de la zona: el agua, que sólo es suministrada dos veces a la semana por las tuberías que instaló el municipio y que no puede ser bombeada porque las motobombas no resisten el bombeo forzado hasta la montaña. Los motores se dañan frecuentemente y en algunas ocasiones el servicio se ha suspendido por más de cinco semanas. “Siempre se deben tener reservas de agua”, dice Clara Inés de Gutiérrez, modista de 43 años. “Nosotros tenemos dos tanques arriba en el techo. En el baño y la cocina, tres canecas. Cuando se demoran más de un mes sin mandar el agua, traen carrotanques que son distribuidos por sectores”. Clara Inés vive en el barrio San Rafael de la ciudadela desde su fundación, hace 18 años. Ella y su esposo Ricardo le compraron a Forero Fetecua un lote de seis metros de ancho por doce de largo, por 46 mil pesos. Para la época, la zona no contaba con servicios públicos. Sólo después de un año de vivir allá, los Gutiérrez pudieron encender la luz en su casa y ahorrar con ilusión para comprar un televisor. En esos días —hace 18 años ya—, Yolanda Solano puso a disposición de sus pocos vecinos su burro, y por quinientos pesos cargaba, desde el pozo El Barreno, el agua para llenar los tanques. Hoy son ocho niños del barrio, entre seis y 17 años, quienes hacen el trabajo en una carretilla. En ellas montan las decenas de envases que antes almacenaban aceites. El mayor de ellos organiza el grupo. Los vecinos les pagan diez mil pesos por el mediodía que demoran en llenar con 500 litros de agua cada tanque (o canecas según el caso), en cada vivienda. Entre ellos las peleas y los conflictos se presentan a la hora de repartir las ganancias, porque dicen que unos cargan más envases de agua que otros.


estación | Claudia Lucía González CIUDADELA SIN AGUA

Cuando una de las tres motobombas no funciona, los miembros de la Junta de Acción Comunal utilizan los altavoces —instalados en algunos postes de luz— para alertarlos de las averías. Cuando Stella Olmos, de 46 años, habitante del sector, oye el anuncio, les avisa a sus hermanas que viven allí mismo, pero en casas alejadas. Así, ellas saben que tienen que ahorrar el agua y prevenir la escasez. “En la casa nos bañamos en un platón grande de aluminio y esa agua la recolectamos para echarla al sanitario”, dice Stella. Entrar a una casa de esta ciudadela es como atravesar un laberinto de vasijas que almacenan agua. Las grandes canecas recolectoras hacen parte del decorado y sus dueños quieren siempre mantenerlas al tope: repletas del líquido esencial. Incluso, algunos habitantes han conectado las canalizaciones de agua del techo de las viviendas con tubos que arrojan al agua lluvia a los sanitarios. En la actualidad los dos pozos —El Barreno y Tibanico— tienen capacidad para abastecer diariamente a los ocho barrios de la ciudadela durante seis horas continuas, según la Oficina de Servicios Públicos de la Alcaldía de Soacha. Pero el desperdicio del líquido es incontrolable. “Como la Administración no cobra un solo peso por el suministro de agua, la gente no valora su costo,” dice Zuleny Peña, jefe de la Oficina de Servicios Públicos. “Para la Administración Municipal el servicio de acueducto no es gratuito. Se deben mantener los dos pozos profundos, el Tibanico y El Barreno, además del tanque intermedio que consta de dos bombas”. Para la comunidad de la Ciudadela Sucre el problema no sólo es la falta de conciencia de los vecinos frente a la necesidad de ahorrar agua, sino también el hecho de que muchas familias aún no cuentan con registros, ni con llaves, y esta circunstancia los obliga a desviar las mangueras del acueducto artesanal hacia los sifones después de que sus recipientes quedan llenos. La mayoría de los habitantes de Ciudadela Sucre cree que la solución más eficaz al “problema del agua” es la puesta en marcha de un convenio con la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá. Pero los más antiguos habitantes del barrio San Rafael

dicen haber oído de candidatos a alcaldes y concejales por el municipio de Soacha, la misma oferta durante años. “En las campañas de elecciones siempre vienen y nos prometen lo mismo”, dice Aidé Fajardo, de 53 años, integrante de la Junta de Acción Comunal. “Nosotros necesitamos a alguien que nos ayude a investigar. Todos los concejales se escudan con el argumento de que las obras valen muchos millones”.

El lavadero comunal

Los niños que transportan el agua

El bus colectivo que lleva a los vecinos al lavadero 29


estación | Carlos Andrés Martínez UN SEMBRADO DE CARTUCHOS EN BOGOTÁ

La improvisada reubicación de los habitantes del ‘cartucho’ ha generado la aparición de cartuchitos por toda la ciudad.

POR CARLOS ANDRÉS MARTÍNEZ FOTOGRAFÍA · SOFÍA BUENDÍA / EDUARDO PLATA

Por la carrera 13 —justo al frente de la Iglesia de La Capuchina— trabaja recogiendo cartón Carlos Humberto Gómez, de 46 años, habitante de la calle. En un costal de fique, desgastado y sucio, carga —además— papel y botellas. Recibe ochenta pesos por cada kilogramo de hojas y setenta por uno de cartón. En la extinta calle de El Cartucho, Gómez puede recibir una papeleta de bazuco o dinero a crédito por las hojas y el cartón. Allí también puede conseguir un almuerzo por 1.500 pesos. El negocio y la supervivencia se ha dificultado, según Gómez, porque desde hace cuatro meses ha tenido que dejar de vender cartón y papel periódico, pues ahora los usa para cobijarse en las noches. Antes podía dormir en lo que él llama “un cambuche” —un toldo de plástico junto con su fogata— que ocupaba en la calle de El Cartucho. Ahora duerme en otro sector de la ciudad: el caño del Arzobispo. “Hace cuatro meses me quedaba en algún ‘cambuche’ de allá”, dice Gómez. “Pero ahora duermo en la calle 40, en un cañito que pasa por ahí (exactamente en la calle 40 entre carrera 13 y la Troncal de la Caracas, en el barrio Palermo)”. Pese a que funcionarios del IDU dicen que junto con la 30

renovación urbana que se ha adelantado en el barrio Santa Inés —donde quedaba la calle de El Cartucho— se repartieron dineros para tratar de reubicar a los indigentes del sector, la realidad es muy distinta: más que terminar con esta temida calle, el resultado de este caótico proceso de renovación urbana ha sido el de exportar pequeñas calles del cartucho por toda la ciudad. Entre ellos se cuentan casas abandonadas o demolidas —que han sido tomadas por indigentes— en barrios como Santafé, Belén, Egipto, La Concordia, Teusaquillo y La Soledad. Margarita Córdoba, directora de gestión social del IDU, dice que, además de comprar las casas del barrio Santa Inés a sus dueños originales, se dieron subsidios a las personas que por años habitaron esas propiedades que habían sido abandonadas. Con estos recursos, el IDU esperaba que la gente encontrara otro lugar estable de vivienda. Sin embargo, la realidad ha sido otra, pues no todas las personas que vivían en la calle de El Cartucho lo recibieron —por no ser los ocupantes establecidos, sino huéspedes eventuales de las casas—, y los que sí, lo usaron para


estación | Carlos Andrés Martínez UN SEMBRADO DE CARTUCHOS EN BOGOTÁ

Las casas demolidas en el Barrio Belén han propiciado la aparición de ‘cambuches’ en el lugar.

comprar droga y vivir en hostales que cobran dos mil pesos la noche. Córdoba dice no saber dónde están viviendo ahora las personas que salieron de la calle de El Cartucho, pues el compromiso del Distrito era subsidiarlos para ayudarles a conseguir otra vivienda. En el barrio Belén, por ejemplo, varios de sus ex habitantes aprovechan los lotes de las casas demolidas para dar lugar a la prolongación de la Avenida Comuneros hasta la Circunvalar, para dormir en las noches, robar y consumir droga. Según dice Andrés Acero, de 31 años, catequista de la Parroquia Nuestra Señora de Belén, estos nuevos habitantes han encontrado otro atractivo: un expendio de droga en el sector llamado El Túnel, callejuela ubicada en la calle 3, entre carreras 3ª y 4ª. Jorge Martínez, auxiliar de vigilancia del Centro de Desarrollo Comunitario Lourdes, contiguo a El Túnel, dice que en las noches desconocidos llegan al sitio con el propósito de inhalar alucinógenos y que en ocasiones han intentado ingresar al centro para robar equipos. “A los habitantes del sector del Cartucho les queda cerca el barrio Belén para venir a hacer sus fechorías”, dice Luis Jairo González, cabo de la Estación de Policía de La Candelaria y encargado de la Oficina de Estadísticas. “Se ha incrementado el hurto de tapas del registro de agua, los contadores y las rejillas”.

En el barrio Santafé, de igual manera, existen circunstancias que propician la llegada de las personas originarias de Santa Inés, como decenas de edificios y casas abandonadas —fenómeno inusitado que data del año pasado, cuando se declaró como zona de tolerancia el barrio— que se han convertido en expendio de drogas. El principal se ubica en la calle 21 entre carreras 15 y 16. Al igual que en Belén, en las horas finales de la tarde el índice de atracos se eleva y algunos vecinos han decidido dejar el barrio por esta razón. “Yo llego aquí a las siete de la mañana y a las tres de la tarde ya me estoy yendo”, dice Hernando Reyes, mecánico industrial de 63 años. Hace unos meses él vivía en el barrio, pero ahora sólo va allá para atender su negocio, un taller de máquinas industriales. Aunque en el barrio Santafé no hay lotes ni casas abandonadas, como en Belén, sí existen hostales de renta diaria en los cuales se quedan quienes vivían en la calle de El Cartucho —en especial, las personas que recibieron el subsidio del Distrito—. “Entre mil y dos mil pesos puede costar una noche en esos hotelitos”, dice Alberto Cantillo, de 42 años, intendente de Policía y jefe de la Oficina de Prensa del Comando Metropolitano. Estos indigentes siguen trabajando en el día, especialmente en la recolección de papel y cartón. Nunca ocuparon una casa en la calle de El Cartucho, sino que en las noches dormían donde los dejaban hacerlo, se calentaban con fogatas y amanecían con sus compañeros de trabajo.

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reportaje gráfico Corabastos

LLEVAR DEL BULTO En Corabastos, esa ciudad embodegada llena de olores que van de la frescura a la putrefacción, agricultores, transportadores, comerciantes, mayoristas y minoristas mueven el 80 por ciento de los víveres que se consumen a diario en Bogotá y sus alrededores. Pero en medio de las pujas y los regateos que comienzan desde el amanecer, circulan los coteros, los especuladores y hasta los vendedores de suerte. Unos, sin duda, llevan más del bulto que otros. Esta gran central de abasto que da 15 mil empleos directos y 30 mil indirectos, ahora está en la mira del gobierno que decidió intervenirla.

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FOTOGRAFÍA · ALEJANDRA LAITON / CÉSAR EDUARDO HERRERA / EDUARDO PLATA / GINA NAVAS

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divino rostro Circo Ciudad

POR MAURICIO GAVIRIA FOTOGRAFÍA · SIMÓN POSADA / GINA NAVAS / CINDY ROTTERMAN

LA VIDA PENDE DE UN CIRCO

Un grupo de jóvenes ha tenido que superar las ambiciones personales y difíciles personalidades de cada uno para convertir su talento y sus especiales habilidades en creación, teatro y espectáculo. En este perfil colectivo se relata la historia de un circo que deambula como un gitano por Bogotá y que se nutre de la fuerza física, espiritual y popular de sus integrantes originarios de Ciudad Bolívar. En la carpa azul de Circo Ciudad faltan veinte minutos para el aplauso inicial del público expectante y Jhon está llorando del dolor. Un intenso calambre le ha dicho no a su músculo pectoral derecho. Respira con dificultad, está asfixiado. Se ve en la palidez de su cara que en esta oportunidad no podrán contar con él. Entonces dos manos le dan palmaditas de tranquilidad y entre todos buscan —con la decisión que exige el afán— a alguien que lo reemplace en su papel. Alrededor de la carpa se abarrota una fila deforme, un french puddle quiere algodón y un vendedor ofrece helados de queso y bocadillo. Con el suspenso de un tamborcito y una muestra de malabares que parece fácil, cuatro 34

artistas en comparsa atraen a familias y a personas que caminan por el Parque Simón Bolívar, al occidente de Bogotá. Faltan quince minutos para la función y en el camerino todos los cuerpos se apretujan frente al único espejo del lugar. El vestuario los transforma en dioses o en demonios, y con el maquillaje aparecen gestos animales. Un lápiz hace crecer cejas y bigotes; un par de ojos se ilumina, otros engendran toda la maldad, y los labios de las niñas se convierten en un moñito de regalo. Uno de ellos interioriza el texto y la entonación de Jhon, y entre todos circulan un galón de agua que


divino rostro | Mauricio Gaviria LA VIDA PENDE DE UN CIRCO

toman sin que se escurran los retoques del pincel. Algunos calientan la voz, otros estiran el cuerpo como un caucho, alguien más hace las advertencias de rigor —“ojo con la música, cuidado con las caídas”— y un colaborador le da la última barrida a la alfombra roja que los recibirá de un salto. Se percibe el sudor en las manos.

UN IMÁN DE TALENTO Hace cinco años, antes de que en Ciudad Bolívar aparecieran afiches que convocaban a una audición para integrar una escuela de circo, en las calles de la localidad había jóvenes dispersos que le apuntaban sin mucha suerte a un proyecto de vida relacionado con las artes. Quienes se detuvieron ante postes y paredes tenían un imán de talento, pero no dónde ponerlo. Sin ellos, la carpa de Circo Ciudad nunca habría podido levantarse, porque sus estacas no están clavadas en la intención de rescatar a nadie, sino en un terreno de fuerza creadora y sensibilidad que sólo hubiera sido posible encontrar en la juventud de Ciudad Bolívar. La Escuela de Artes y Nuevo Circo (Circo Ciudad) tiene la particularidad de hacer desaparecer un velo de marginalidad para convertirlo, sin miedo a que le descubran el truco, en un grupo ambicioso de artistas en formación. Ambos, jóvenes y escuela, se han hecho juntos, como dos trapecistas que ponen su vida en las manos del otro. Y claro, en estos primeros tres años han tenido caídas, que siempre han sido desde lo más alto. Hoy la carpa donde ensayan, la misma en que se presentan, ve explotar como crispetas los potenciales de cada uno. “El circo es el único lugar donde usted se puede sorprender de lo que puede hacer”, dice Luis Enrique Poveda, apodado ‘Clown’ desde cuando demostró una torpeza innata para la acrobacia. “Aparte de artistas, el circo forma seres humanos, aquí se aprende a gozar la vida, a no dejarse opacar”, dice luego de sacarle una certera expresión de seriedad a las mil posibilidades de su rostro. “El circo es como un mundo en chiquito, da la oportunidad de mirar desde otras perspectivas”, dice Sandra Ortiz, quien además de ser trapecista tiene sueños premonitorios. “Se viven muchas situaciones, se conocen personas que enseñan, y se comparten con ellas sueños parecidos. Hay amistades y enemistades”.

‘ARRIESGÁBAMOS LO QUE FUERA’

Los primeros pasos y zancadillas del circo tuvieron lugar en 1999, luego de un apretón de manos entre el Fondo de Desarrollo Local para Ciudad Bolívar y la Unión Europea. Para la época se creó el Programa de Desarrollo Institucional y Comunitario para Ciudad Bolívar que, con los ojos puestos en la población joven, buscaba apoyar un proyecto social y cultural que ofreciera educación en artes, que fuera productivo laboralmente, que brindara recreación y entretenimiento y que tuviera resonancia metropolitana. En ese entonces, Gabriel García era el gestor cultural de la localidad. “Todo empezó como un proyecto de capacitación en artes”, dice con el afán de una agenda apretada. “Pero la gestión cultural está llena de incertidumbres, todo se va dando al azar, y se convirtió en una escuela pensada para generaciones”. En la búsqueda de alguien con experiencia en desarrollo de proyectos culturales en Colombia, García llegó a la Academia Superior de Artes de Bogotá para hablar con Clarisa Ruiz, su directora. Juntos trabajaron durante el año 2000 para edificar un proyecto que cumpliera las expectativas de programa. “Teníamos una apuesta por lo artístico y de esa manera hicimos girar la rueda, de otro modo no iba a funcionar”, dice Ruiz justificando la manera como un proyecto social se puede conseguir en términos de excelencia artística. “Pensarlo como un proyecto social no habría sido algo a largo plazo sino una cuestión de caridad pasajera. Y no se trataba de algo caritativo, para nada”. El cincel azaroso de otras propuestas que no calaron, como la de un grupo de teatro callejero, y la conciencia de una Ciudad Bolívar con un capital humano rico en fuerza y sensibilidad le pusieron cabeza, pies y manos al proyecto. La idea de una escuela de artes y Nuevo Circo fue como ponerle vistos buenos (‘chulos’) a cada una de las exigencias del programa de Desarrollo Institucional. “Ahora estaba el Nuevo Circo, el que no incluye en el espectáculo animales salvajes domesticados, el que une las destrezas técnicas del circo con la dramaturgia para contar historias”, dice Ruiz, cuando se aproxima al momento en que va a hablar del momento en que todo pasó de ser un tronco inanimado de cartas y documentos a personas que aprendían haciendo. “La fuerza física, espiritual y popular que un circo necesita hoy, y de la cual se nutre, está en las barriadas”. Así que sólo faltaba unir las piezas para comenzar. En enero del 2001 se hizo la primera convocatoria en Ciudad Bolívar para reunir el grupo de 35 muchachos entre 16 y 25 años con el que el proyecto iba a despegar. “El noventa por ciento de los que entramos nos le arriesgábamos a lo que fuera”, dice ‘Palomo’ con una hiperacti35


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vidad que lo hizo sentarse y pararse dos veces en ese solo comentario. La escuela de artes y nuevo circo nació como una escuela-empresa donde, además de aprender artes escénicas y circenses y de preparar funciones accesibles a todo público, sus integrantes podrían contar con una subvención económica que contribuyera con su sostenimiento personal. El proyecto desarrollado por Clarisa Ruiz y Gabriel García tenía miras a convertirse en un programa de educación superior y por eso se trabajaría desde el principio con una metodología que conjugara lo teórico con lo práctico. La licitación que otorgaba la responsabilidad teórica en gestión cultural, producción de espectáculos, consumos culturales y pedagogía artística había quedado en manos de la Fundación Teatral Kerigma. Por su parte, el Teatro Taller de Colombia, bajo la dirección de Jorge Vargas, se encargaría, junto con muchos otros maestros de diversas procedencias, de enseñar danza, artes visuales, música, actuación y técnicas de circo. “Era muy bacano al principio, tomábamos clases por las mañanas en el ecoparque del barrio Sierra Morena”, dice Raúl Montaña, quien hace casi un año se retiró de la escuela, pero todavía se siente parte del grupo. “Después un bus en el que no hacíamos sino recocha nos llevaba hasta el Teatro Taller, en una casa con la magia de la Candelaria”. Trabajaron arduamente durante los primeros siete meses. Todos tenían un interés común por las artes, pero algunos se enamoraron a primera vista de los malabares y de la acrobacia, gracias al maestro peruano Álex Ticona. La obsesión por dominar el arte serio de ser un buen payaso sería atribuida a Mario Escobar. “Fue la mejor época de la escuela, aprendíamos y trabajábamos todo el día, llegaba uno a la casa a comer y a dormir, y concentradito para el otro día muy a las siete de la mañana”, dice Palomo extinguiendo en un solo sorbo de pitillo el contenido de un jugo de melocotón.

TEATRO, ESPECTÁCULO Y CIRCO El primer espectáculo que empezaron a preparar fue Húmedas revelaciones. Durante el proceso para este montaje se creó un vínculo más allá de lo académico con Juan Carlos Moyano, quien dirigía la obra, y con Sonia Abaúnza, quien antes de asumir la dirección del circo había sido docente en la licenciatura en artes escénicas de la Universidad Antonio Nariño. Moyano habría de ser testigo y gestor de la concepción de teatro que hoy tienen los integrantes del circo. “El riesgo del circo y la magia del teatro los atraparon”, dice. Y Sonia 36

Abaúnza, con el rigor y la sensibilidad de su formación profesional como bailarina, se convertiría en la persona más importante para esta primera generación. “A Sonia la quieren hasta nuestros papás”, dice Raúl Montaña, quien también atribuye a Moyano su pasión exclusiva por el teatro. Con Húmedas revelaciones se afrontaba por primera vez el reto de fundir las artes escénicas con las artes circenses para contar una historia. El espectáculo se construyó a partir de la investigación de mitos como el diluvio universal o Bochica, de improvisaciones o incluso de las revueltas que chorros de agua extinguen en la Universidad Nacional. El vértigo del estreno se aproximaba con la llegada del Festival de Teatro Callejero y un suceso, para ese entonces, marcó el antes y después del circo: la Unión Europea les donó la carpa con infraestructura de circo y equipos de luces y sonido. “Uy, marciano, ahora si nos tocó, esta carpa no la podemos dejar botada”, dijo Wilson Fernández recordando su pensamiento al momento de ver la carpa que levantaron en el Parque Nacional.

GITANOS POR LA CIUDAD El estreno sería como inaugurar casa propia. Para Luisa Fernanda Higuera ése fue el momento más emotivo del grupo. Para Clown el día más feliz de su vida. Para Raúl el espacio donde no cabía un tinto. Y para Ciudad


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Bolívar la oportunidad no solicitada de sacudirse un desgastado estigma de problemática social. El sábado 18 de agosto de 2001, Circo Ciudad era la novedad que —con foto y nombre propio— reseñaba la redacción cultural de El Tiempo así: “La obra fue un éxito. Las ovaciones retumban, el sueño fue cumplido”. Esa primera vez la carpa se desbordó en aplausos y todo terminó con un coro multitudinario de “se lució, Colombia, se lució”. Sin negar los conflictos de la tierra ácida donde creció, Andrés Forero, quien participó en la composición de música para los primeros montajes dijo: “Nos tocó nacer allí pero siempre hubo una visión clara de lo que queríamos; tú eres pobre si quieres ser pobre, si tú metes marihuana no es por tus amigos sino porque tú quieres”. La idea de una localidad que transpira inseguridad, delincuencia y subversión es hoy un tema ante el cual los ojos de Ana Janeth no se intimidan. “La gente no se da cuenta de las cosas bonitas, como esto”, dice mientras sus pestañas azules enfocan el pasto. “Si allá roban y hacen cosas malas es porque no tienen la oportunidad ni para estudiar”. Con el impulso de aquel primer esplendor, el circo empezó a recorrer como un gitano los parques de la ciudad y a construir una imagen positiva ante el público, al tiempo que se adivinaba a sí mismo en el espejo de su propio camerino. El Parque El Tunal fue la siguiente parada; allí no se respiraba el mismo ambiente del festival al aire puro. “La carpa estaba al lado de las curtiembres del barrio San Benito y vivíamos esperando que a Doña Juana no le diera por rebotarse” dice Palomo. Los malos olores que circundaban el lugar y el pobre entorno familiar del recién abierto parque no eran el mejor seductor de la audiencia. “Lo peor era cuando nos tocaba hacer guardia por la noche, había muchos mosquitos”, dice ya con la sonrisa del sinsabor superado.

HUÉRFANOS DE MADRE Después de la fluidez cristalina con que se había trabajado para Húmedas revelaciones, vendría una turbia experimentación con una dramaturgia para la cual no todos se sentían preparados: Siete contra Tebas, inspirada en el destino trágico de la estirpe de Edipo, que estuvo a punto de convertirse en un conflicto sin solución también para el circo, pues —esta vez— las tablas del teatro le reclamaban a la pista del circo abandonar su público familiar. Para este momento ya se habían aceitado las articulaciones que requieren malabares y acrobacia y se habían exorcizado los miedos de los que la actuación debe prescindir. Pero también ya había voces poco interesadas en la propuesta que Juan Carlos Moyano hacía: una obra altamente cargada de drama y con poca fuerza en artes circenses. “Dirigir 35 jóvenes con genios tan diferentes es un trabajo que sólo una mujer puede hacer”, dice Diego Martínez al referirse a Sonia Abaúnza, quien intervenía como directora y como conciliadora de los inevitables corto circuitos entre el grupo. “No fue fácil, el teatro también es disciplina, y ellos querían satisfacción y goce sin saber cuál era el camino”, dice Esther Celis, quien fue asistente de dirección de la obra. “No sólo era cuestión de teatro, sino enseñar disciplina y rigor, fue una cosa muy vivencial”, dice Moyano. Finalmente Siete contra Tebas se presentó en el parque Simón Bolívar con el terror de dos desnudos y con una propuesta de escenario que atravesaba por la mitad las tribunas del público. La intención de retomar un espectáculo liviano, cuyo atractivo procediera de las artes circenses, originó La vida pende de un circo, un espectáculo resultante de los números de circo de las dos funciones anteriores, y La llave de la alegría, una historia de amor hablada en jeringonza en la que un payaso se enamora de una trapecista. Con esta última el circo pasó por el Parque Timiza y luego regresaría al Parque Nacional. Tras dos años de recorrido, quienes vivían bajo el techo azul de la carpa, ya tenían sello de circo: Luis Eduardo Guzmán habría de hacer malabares desprevenidos con monedas al tiempo que mantenía una conversación. Manolo desarrollaría el don de contestar su teléfono celular a ocho metros de altura. Clown ya estaba poseído por la ridiculez del payaso. A Luisa Fernanda Higuera se le estaban pegando las telas en la piel. Cada nueva caída era para Sandra Ortiz una dosis más de adicción al trapecio. Fredy 37


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Umbesía se llevaba la medalla de oro en temeridad. Y a Iván le habían salido tantos músculos como a un superhéroe de tira cómica. Todos sabían que el único riesgo de un salto mortal está en darse el impulso con indecisión. Estaban aprendiendo a la velocidad de sus capacidades y descubrían que de eso se trataba la vida en el circo. Jair encontró que no era sacrifico estar los fines de semana sin su familia. Ana Janeth había renunciado de por vida a los tacones. Alexander había descubierto la mejor forma de ser papá cuando su hijo lo aplaudía. Y a Wilson Fernández su esposa lo había puesto a escoger entre ella o el circo y él se decidió por ella, pero al final no lo resistió, tuvo que encontrar la manera de conciliarlos. El grupo, aunque con diferencias, hacía el deber de lavar la carpa en amistosa guerra de agua. Sus vidas ya pendían del circo y cualquier destemple en las ataduras de su carpa se manifestaría sensiblemente. Se acercaba el final del 2002. Con la dirección de Sonia Abaúnza trabajaron para Sueño de Navidad, la historia que recreaba el nacimiento de Jesús y finalizaba con el himno de la alegría. Después de una temporada aplaudida en el Teatro Colón y en el Teatro Libre, vino —como gran calamidad— un cierre de telón que los haría sentir huérfanos: Sonia, “la mamá del circo”, tendría que irse tras sus pasos de bailarina hacia Italia. Como directora del circo, Abaúnza tenía la visión clara de una escuela-empresa en la que se aprende haciendo y

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se obtienen beneficios en la medida en que se trabajaba por el bien común. También fue el polo a tierra de los conflictos personales de los jóvenes que invertían su capital humano en simbiosis con la escuela. Y eso hacía al circo, que son sus artistas. Ante ella no les salía una mentira, y a la felicidad de haber logrado un malabar nunca antes pensado seguía siempre la zozobra de si lo aprobaría con gusto o no. Sonia Abaúnza les había puesto los retos al nivel de Cirque du Soleil, y les enseñó justicia en carne y hueso cuando las subvenciones les llegaban cercenadas por sus errores de disciplina o fallas con la escuela. Después de un difícil 2002 —en el que los integrantes del circo le demandaban más y más garantías con la insistencia de un niño mimado—, Sonia dejó el circo para asumir un montaje de danza fuera del país. “Sonia es mi segunda mamá, me ha enseñado a ser más berraquita”, dice Luisa Fernanda Higuera, que en la altura se despliega con una flexibilidad que parece efectos especiales. “Me vio nacer acá en el circo, me dio la mano como cuando uno se la da a un bebé que está aprendiendo a caminar”. Al comenzar el 2003 algunos ánimos estaban desvanecidos. El circo se sabía no de dioses alados, sino de seres humanos que se lesionan en el intento de tomar vuelo de artista. Desde antes los conflictos de convivencia se estaban haciendo evidentes: la confianza se iba en secreto cuando se perdían objetos de valor y no


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tenía nada que ver con el caos previo a salir a escena. Un roce entre estrellas había explotado en golpes. Antiguas lealtades se disolvieron y le quitaron el balance al equipo. El ego consumió el talento de los que quisieron imponer su mundo. Y hubo brotes de envidia que trancaron la palanca de la buena competencia. “Aquí hay muchas historias tenaces, esto parecía un reality”, dice Raúl Montaña sobreviviente a un triángulo amoroso. La escuela, por otra parte, no estaba logrando que los niveles alcanzados por los jóvenes pudieran superarse: ya no bastaba que profesores de distintas disciplinas dieran talleres de corta duración en su especialidad. Llegaban con el compromiso de su firma en el contrato y se iban sin lograr efectos de aprendizaje como los de Ticuna, Escobar o Moyano. Era una época de transición, pero la escuela tenía que continuar en firme. La fuerza y sensibilidad de la juventud de Ciudad Bolívar claramente no se extinguía, sólo parecía estar necesitando un domador. “Ha sido una constante institucionalizar la escuela, que las personas pasen pero la institución siga”, ha dicho Gabriel García al referirse a la forma como fue concebido el proyecto. Sin pasar por alto el vacío que la primera generación sentía con la ausencia de Sonia Abaúnza, la Junta Directiva del circo tendría que recordar sus compromisos para seguir en pie, que mostraran resultados capaces de renovar el apoyo de instituciones como el Instituto de Cultura y Turismo y el Fondo de Desarrollo Local de Ciudad Bolívar. Los esfuerzos estaban bien concentrados en lograr —en convenio con la Universidad Distrital Francisco José de Caldas— la creación de un diplomado en artes de nuevo circo. Con ello aún se busca un reconocimiento como

institución académica a Circo Ciudad. Por otro lado, con las riendas bien agarradas y con el convencimiento de realizar un montaje que satisficiera las expectativas de los artistas y del público, en febrero del 2003 se realizó una tercera convocatoria para completar la corte de 35 muchachos del circo, pues algunos habían partido obedeciendo a distintas razones. Los ‘nuevos’ contribuían a armonizar el desnivel de temperamentos de los ‘antiguos’, y ya se anunciaba la nueva obra que los reanimaría y que pondría en alto su integridad como escuela de nuevo circo. Invocado para tomar posesión de la escena y la trasescena, llegaría —con todo su despliegue de sabiduría, música y estética oriental— Chung Kuei, domador de demonios. Para agosto de 2003, con la dirección de Nelson Celis, y luego de largos ensayos que llegaron al límite del cansancio, el montaje estaba listo. En opinión de los jóvenes artistas, Chung Kuei, domador de demonios logró ser el montaje que más cerca ha estado a un verdadero espectáculo de Nuevo Circo. “Es un cincuenta por ciento de teatro y un cincuenta por ciento de circo”, dice Cristian Triviño. Javier Cañas, maestro de una de las mejores escuela de artes circenses del país, había visitado el circo para realizar una estricta evaluación de cada uno de los artistas y del nivel general de la escuela. Nada lo había descrestado hasta que los vio en el calor de la escena: los aplaudió de pie. Una cascada de comentarios que Chung Kuei generó en un grupo de estudiantes de la Universidad Distrital es garantía de que Ciudad Bolívar, más que imaginario de inseguridad, es una realidad de fuerza y sensibilidad para aprender haciendo: “Muy buen vestuario e iluminación”, “me gustó la música”, “se les nota el trabajo, no es el típico circo”, “muy bien logrado, muy pilo”, decían. Tras tres años de existencia, Circo Ciudad ha mantenido la humildad de mostrar su espectacularidad por sólo mil pesos. Y está cercano a sacar al mundo de las artes escénicas y circenses una primera generación con un poco más de viento a su favor. Resignado, en esta ocasión Jhon hará parte del público. Sin ultimátum y todavía vestido de él, Manolo sale al escenario. Está anaranjado por las luces y a señoras y señores, niñas y niños les habla en un minuto del proceso que ha hecho posible lo que están a punto de ver. Antes de salir trotando de espaldas y perderse en el telón, dice: “Sin más preámbulos, recibamos con un fuerte aplauso a los muchachos de Circo Ciudad”.

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retrovisor Hotel Aragón

HOTEL ARAGÓN:

UN TROZO DE ESPAÑA EN LA CANDELARIA Para don Manuel Calvo, quien abrió el Hotel Aragón cuando llegó de España hace cuatro décadas, sus huéspedes son “pasajeros” o “turistas mochileros” a quienes ofrece “comodidad y economía” en el centro colonial de Bogotá. Ésta es la historia de un hotel al que no desvelan las estrellas y que con austeridad monacal mantiene su clientela. POR DIANA CAROLINA ROMERO ROJAS Y ALFREDO DÍAZ FOTOGRAFÍA · ALFREDO DÍAZ

Si aquel espejo sin marco instalado en el pasillo del Hotel Aragón —esquina de la carrera tercera con calle 14— pudiera contar todo lo que ha reflejado en más de cuarenta años, narraría la historia de los primeros turistas argentinos y chilenos que descubrieron a Bogotá desde el tradicional barrio de La Candelaria. Contaría sonriendo el pleito que se desató entre la Alcaldía Local y el dueño del hotel, don Manuel Calvo, por el nombre de Residencias Aragón, que antiguamente tenía el establecimiento. En una ciudad recatada y provinciana, las ‘residencias’ tenían otra connotación que don Manuel, oriundo de España, no entendía. Contaría con detalle y precisión aquellas charlas que sostuvieron Gonzalo Arango, Jaime Jaramillo Escobar (X504) y Jota Mario Arbeláez, poetas nadaístas que frecuentaron durante muchos años el restaurante que funcionaba antes en el hotel (y que cerró porque sus platos a la carta se salían del presupuesto de la clientela). Contaría la historia del único ‘pasajero’ (como los nombra afectuosamente don Manuel), que se fue sin pagar la cuenta o la de los ‘pasajeros’ que llegan tarde en la noche 40

y caen en el ojo vigilante del dueño, quien no tiene ningún reparo en botar a la calle, a la hora que sea, a quienes violen sus normas. Contaría, entre tantas cosas, la historia inédita del Hotel Aragón. La de un hotel donde los conceptos temporada alta y temporada baja no existen, y siempre son relativos; donde su dueño prefiere seguir atendiendo pocos huéspedes, antes que enormes comitivas de paso, y donde jamás se haría una alianza con taxistas para atrapar clientes, pues don Manuel lo considera “competencia desleal”. Ésta es la historia de un lugar donde se hospedan, por días, semanas y hasta meses, personas provenientes de todos los rincones del mundo. “Turistas muchileros”, como los llama don Manuel, quienes en su escala por la capital del país arriban, sin pensarlo dos veces, al hotel más “impecable, tranquilo y acogedor de su especie”, según dice Eva, una joven periodista llegada de España, quien, guiada por las recomendaciones de sus compañeros europeos, hizo escala en el hotel capitalino en su viaje por Suramé-


retrovisor | Diana Carolina Romero Rojas y Alfredo Díaz HOTEL ARAGÓN: UN TROZO DE ESPAÑA EN LA CANDELARIA

INMIGRANTE POR ACCIDENTE rica.

“A GOOD CHEAP HOTEL” La noche en este hotel de 26 habitaciones distribuidas en tres pisos vale 15.000 pesos por persona, y 24.000 pesos por pareja. “A good cheap hotel”, dice una turista estadounidense en una breve reseña del lugar publicada en internet. Reseñas de este tipo guarda don Manuel en el cajón de su oficina, orgulloso y agradecido por la publicidad que le da su clientela en los medios de comunicación. Él sabe que eso de “atender bien al público” y de que “el cliente siempre tiene la razón” ha sido fundamental para que sus turistas pasen un buen rato y se lleven una buena imagen. Pero no sólo reseñas en internet le regalan los huéspedes agradecidos, también banderas, cuadros y artesanías que conserva en su oficina, ubicada a pocos metros de la entrada del hotel. Esta oficina está llena de historia. Artesanías precolombinas colgadas en la pared; cuadros y afiches de España; banderas de Colombia, Ecuador, Japón y España, que sus clientes le han obsequiado; platos decorativos grabados con el escudo de Aragón, y una estampa de la virgen que, según él, “lleva 40 años puesta en el mismo lugar”. A pesar de los años, todo luce intacto. Los libros de registro de “pasajeros”, que él mismo se ha encargado de llenar disciplinadamente desde el primer día, parecen nuevos. Los únicos objetos que no niegan su antigüedad son los muebles. Los mismos muebles grandes de cuero negro que hay en cada pasillo del hotel, al igual que las camas y mesas de noche rústicas de todas las habitaciones, sobre las que reposan ceniceros y vasos de vidrio. Como en cualquier pensión aragonesa, se respira austeridad. El olor a madera encerada revela la obsesión de don Manuel por el aseo y el orden. Por la disciplina y el respeto. Valores que ha querido infundir en sus huéspedes de manera cordial y obstinada. Como hombre precavido, no obstante, se cuidó bien de no instalar televisores o grabadoras en las habitaciones, por lo que hay una única sala de televisión en el primer piso, donde se reúnen “todas las nacionalidades a ver televisión”, como él mismo cuenta. De igual forma, cada piso tiene dos baños —que permiten apreciar cómo eran de grandes y curiosos los retretes de antaño— y un teléfono con candado.

Don Manuel recuerda como si fuera ayer el día en que decidió venir a Colombia. Tenía 28 años. La idea de viajar hacia algún lugar donde pudiera devolverse caminando o en autostop, “por si las cosas salían mal”, le rondaba en la cabeza. Un amigo le aconsejó que viniera a Colombia para trabajar en un proyecto de plantación de árboles en la sabana. Don Manuel sólo hizo una pregunta: “y eso (Colombia), ¿dónde queda?”. Su espíritu aventurero lo condujo a esta tierra lejana, donde según él, “todo es posible”. Este país hizo posible que un agrónomo nacido en Teruel, provincia de Aragón (España), se convirtiera en hotelero. Hizo posible también que su estadía se prolongara por más de cuarenta años y que encontrara el amor, Gloria Gómez, una hermosa mujer bogotana que le robó el corazón, pero que hace unos años se fue de su lado para inmortalizarse en un cuadro sobre la pared de su oficina. A cambio, ella le regaló un hijo, José M. Calvo, que hoy en día es psiquiatra y profesor universitario, y quien trata de no inmiscuirse en la administración del hotel. Él es para don Manuel su única familia. Ahora don Manuel, con sus pequeños ojos azules y su pelo canoso, se muestra como el pasajero más antiguo que tiene este hotel. Gracias a su trabajo y a su obstinación, le ha regalado no sólo a La Candelaria, sino también al mundo, una casa acogedora. La puerta del hotel seguirá abierta, y neozelandeses, sudafricanos, franceses, alemanes, españoles, británicos, eslovenos, australianos y colombianos arribarán a este modesto refugio de la ciudad colonial y disfrutarán su calidez. Mientras tanto, en el hotel quedarán sus recuerdos, los mismos que contaría el espejo si pudiera hablar.

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radio

Rock and Gol

HINCHAS CON MICRÓFONO TEXTO Y FOTOGRAFÍA · CINDY ROTTERMAN Y SERGIO RODRÍGUEZ

No hablan de la técnica, del esquema o del formato defensivo. Tampoco del puesto en el cuatro posterior o de la salida por los cargueros, o de la ubicación de los carrileros, y mucho menos de los que están en el relevo. Simplemente hablan del fútbol como lo ven. Se trata del “Rock and gol”, un exitoso programa de radio que habla y transmite el fútbol tal y como lo ven sus narradores. Un programa —que para muchos es una ‘mamadera de gallo’, una ‘grosería’ y hasta una falta de respeto— que nació hace cuatro años en la voz de los locutores de la emisora juvenil Radioactiva, Antonio Casale y de Pacho Cardona, y del resto del grupo que los acompaña, quienes al unísono se burlaban de los comentaristas tradicionales, pues —según ellos— lo único que hacían era enredar la transmisión de un deporte tan sencillo como el fútbol. Tan sencillo como lo perciben las mujeres cuando dicen que no es más que “un montón de manes corriendo detrás de un balón”. Pese a que los creadores del programa querían ser periodistas deportivos, ellos no pensaban “hacer fila” detrás de los comentaristas que hoy mandan la parada, que llevan treinta años en el oficio y que no 42

tienen intenciones de dejar su puesto. Y creyeron que la clave estaba en hacer algo diferente y en romper esquemas. Y el esquema se rompería si hacían una transmisión que se oyera como si unos amigos comentaran un partido viendo televisión. En enero de 1999, cuando se jugaba la Copa Mundo de clubes, el grupo se reunió y grabó varios partidos que luego editaron y presentaron al Departamento de Producción de Caracol La aceptación del proyecto tardó seis meses y fue a regañadientes, porque habían sido “muy intensos”, según dice Antonio Casale. Quizá la propuesta gustó porque, en ese entonces, las transmisiones tradicionales empezaban a perder sintonía y había comenzado la reciente decadencia del fútbol colombiano, cuando muchas de sus estrellas se fueron, cuando la gente dejó de ir al estadio y cuando los dineros calientes ya se estaban ‘enfriando’. Las directivas accedieron finalmente, al creer que nada se perdería si se ensayaba, y les dieron una cabina en una esquina del estadio, desde donde poco o nada se veía. Aún así el proyecto arrancó y hoy en día ya están ubicados en la cabina de “grandes”, como dice Casale.


retrovisor | Cindy Rotterman y Sergio Rodríguez HINCHAS CON MICRÓFONO

El formato del programa consistía en que los locutores tomaban partido por el equipo de sus pasiones: Cardona a favor de Santa Fe y Casale, de Millonarios. Y siempre narraban poniendo en ridículo al equipo contrario, hasta que al tercer partido tuvieron a las barras bravas encima. Así que decidieron narrar los partidos defendiendo a los equipos de Bogotá, porque —dicen— los comentaristas de otras ciudades siempre defienden a sus equipos, menos los de la capital. “El problema del fútbol de Bogotá es que no tiene dolientes, hace doce o trece años el favoritismo y el fervor se movían en el periodismo deportivo por otros factores extradeportivos, dijo Casale a los reporteros de Directo Bogotá. “Hoy, después de cuatro años de transmisión, nos dimos cuenta de que todo eso era verdad” Inicialmente se intentó que el público fuera el mismo de Radioactiva: mujeres y hombres entre los doce y los 24 años, fanáticos del fútbol, y que por el formato se sintieran identificados. Pero cada vez más gente los escuchaba y hoy hasta personas de 35 años son sus oyentes. “¡Es una chimba!, porque son totalmente diferentes a los narradores viejos”, dice Iván Noriega, estudiante universitario que, como muchos, está en la franja de 18 y 24 años, y a quien le encanta el sentido de burla del programa. “Son cómicos y tienen el humor de la gente joven”. Los hinchas rasos también tienen espacio en el programa y no necesitan ser graciosos o expertos para comentar y narrar los partidos en esta franja de los miércoles y domingos, de tres a seis de la tarde. Sólo hay que saber un poco de fútbol y transmitir lo que se ve. Este grupo de muchachos, que se autodenominan “hinchas con micrófono”, aunque saben que deben ser responsables, han tenido problemas con las barras bravas y con los comentaristas tradicionales, que los critican por incitar a la violencia. Para Andrés Botero, periodista del Diario Deportivo, el programa “es una falta de respeto contra el periodismo y contra la gente, es una mamadera de gallo, como si no hubiera nada más que poner los fines de semana”. Él piensa que esta nueva forma de narrar no es una alternativa profesional y que existen unas reglas para comentar fútbol. Como él, muchos estudiantes y padres no comparten la manera de narrar los partidos, pues creen que es vergonzosa, una ‘payasada’ y que parecen que

tratan de imitar al irreverente actor y comediante Martín de Francisco. No obstante, Casale, Cardona y el resto del equipo se sienten tranquilos, porque dicen que un auditor de Caracol Radio los acompañó varias veces en su labor y comprobó que en su trabajo asumían una posición más pacifista que incitadora de la violencia. Y se defienden de sus detractores argumentando que la opinión no puede ser objetiva y que, al menos, opinan con pasión, mientras muchos lo hacen sólo por la plata. Muchos otros les creen y los apoyan, como Juan Manuel Tello, que trabaja en la emisora Radio 1430 de la a.m., para quien se trata de “una propuesta diferente, que se sale de los prototipos clásicos de la narración”. El “Rock and gol” también se transmite en Cali y Medellín, pero con un formato más conservador y tradicional. Según el último Estudio General de Medios (2003), Radioactiva tiene los primeros lugares los domingos en la franja de tres a seis de la tarde, por encima de las transmisiones de Iván Mejía, Pacho Andrade y Carlos Antonio Vélez. Y, al parecer, después de cuatro años, la gente les cree. Y esta medición les da autoridad para seguir haciendo lo que hacen: arrancan media hora antes del partido, hablan de las formaciones o de las novias que no van al estadio, improvisan a gusto, incitan a la paz, son expresivos y se dan el lujo de tener las pautas publicitarias más caras. Las cuñas son diferentes y nunca, pero nunca, narran el gol del equipo contrario con entusiasmo.

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cine

La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo

LA DESAZÓN DEL PROVOCADOR POR CAROLINA CAMELO NEME FOTOGRAFÍA · ALFREDO DÍAZ

Luis Ospina, caleño que estudió cine en la UCLA (Universidad de California), que se ha destacado con largometrajes como Pura sangre (1982) y Soplo de vida (1999) y que enseña cine documental en la Pontificia Universidad Javeriana, estrenó en Colombia y en algunos países andinos La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo, un documental de noventa minutos que muestra la visión del mundo del polémico escritor antioqueño, personaje controversial por su postura frente a la existencia, la homosexualidad y su crítica radical a la maquinaria política colombiana. “La vida es un encarte, es una desgracia”, dice Vallejo, quien hace más de veinte años está radicado en México. En el largometraje se logra develar a ese Vallejo a quien no le da miedo decir lo que piensa y vive en una permanente relación de amor-odio con su tierra. El documental hace un recorrido por las distintas facetas del escritor, primero como músico y cineasta desconocido; luego como novelista autobiográfico y, por último, como autor de la novela La Virgen de los sicarios, que fue adaptada al cine y obtuvo un gran reconocimiento en países del viejo continente como Francia. Vallejo anula por completo en sus obras la presencia del narrador omnisciente, aquel que todo lo ve y todo lo sabe, como si tuviera rayos infrarrojos o espiara a través de un pequeño hueco. Así, la voz de la primera persona, el yo, 44

es el verdadero narrador, que vive intensamente al compás de la trama. Él siempre ha escrito sobre lo que ha vivido, razón de más para escoger este punto de vista. El documental es ambicioso, porque recorre la infancia, la adolescencia y la adultez del escritor antioqueño. Hace una breve síntesis de sus cinco libros, que, en palabras del propio autor, serían los cinco capítulos de su vida. Muestra a un Fernando Vallejo que no niega ser homosexual y que pone en tela de juicio el modelo heterosexual impuesto por la sociedad, pues para él la humanidad aún no ha podido separar la sexualidad de la reproducción. Es envolvente porque retrata a un personaje que se interna en cuestionamientos y reflexiones propias de un ser complejo y a la vez polifacético. No le interesa ser un encantador de serpientes, se conforma con proponer en su literatura la vivencia y el desgarro de una nación, sin reparar en los reproches o en los elogios que le hacen. Como dice la escritora mexicana Elena Poniatowska, Vallejo es un provocador. Un provocador que hoy, al parecer, parece descorazonado. Crítico acérrimo del Nobel Gabriel García Márquez y de lo que él llama “el sistema”, Vallejo se ha convertido, incluso a su pesar, en un escritor de culto.


libros

Bogotá de memoria / Aprendices de brujo

CAPITALINOS MEMORIOSOS

POR DIEGO RUBIO LINCE

BOGOTÁ DE MEMORIA CARLOS GUSTAVO ÁLVAREZ EPM · BOGOTÁ 2002

El ex presidente ‘cachaquísimo’, las niñas ‘divinamente’ dedicadas al arte y a la labor social, el arquitecto integrador, los inmigrantes extranjeros y colombianos de provincia que se amañaron. Más políticos, la artista, la poetisa, el empresario, los periodistas, los historiadores, el etnógrafo... A través de estos personajes, Carlos Gustavo Álvarez recrea la Bogotá del siglo XX en su libro Bogotá de memoria. Catorce entrevistas descubren la vida de la ciudad desde la mirada de quienes la conocen casi de memoria. Todos ellos con un común denominador: el amor por Bogotá, una ciudad que, como dice en el libro el arquitecto Rogelio Salmona, “tiene una rara belleza distinta de las otras ciudades, una luz particular, una nubosidad especial, un clima propio, características que se deben valorar”.

Características que, sin duda, adquieren un valor especial si se tiene en cuenta que de los catorce memoriosos capitalinos elegidos por el periodista Álvarez, la mitad no nació en Bogotá: caleños curiosos, paisas emprendedores, costeños sorprendidos, ‘boyacos’ trabajadores, campesinos de todo el país, alemanes fríos, argentinos sensibles. Todos hacen memoria y son la memoria de la ciudad. Tal vez por eso Jaime Castro, ex alcalde de Bogotá y ex candidato a su segunda Alcaldía, la describe como “el mejor mosaico del país”. Y tal vez por eso la historiadora Aída Martínez de Carreño, estudiosa de las costumbres bogotanas, la dibuja oralmente como un imán que cada vez despide más energía para atraer gente. El autor muestra —de esta manera— una Bogotá construida a partir del otro, del no bogotano de nacimiento, pero sí de corazón. Desnuda una ciudad de viajeros que se convierten en nómadas y que deciden aportar algo de su cultura, colombiana o no, a una urbe que hace poco más de medio siglo tenía costumbres bucólicas. Estas conductas cotidianas, según insiste el autor a sus entrevistados, cambian con el Bogotazo, momento histórico que marca a la ciudad. Punto de inflexión capitalina. Paraje de llegada y de partida. Explicación del antes y del después. Y así como a la historia la determina el 9 de abril de 1948, espacialmente pasa por el centro de la ciudad. Ciudad inmensa que justamente ahí, en su centro, ha presenciado los grandes sucesos y los cambios radicales para Bogotá y para Colombia. Aunque por momentos los temas relacionados con el Bogotazo y con el centro se repiten, el autor, para hacer más placentera la lectura, juega agradablemente con los devaneos permitidos dentro de la entrevista, y rompe la monotonía y la somnolencia que produce, a ratos, la dinámica de la preguntarespuesta. Se notan, además, cambios permanentes en el lenguaje. Álvarez pasa de usar expresiones ricas en adjetivos, casi poéticas, que muestran sin contar, a 45


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usar palabras cortas y directas que van al punto, sin adornos. Todo depende del personaje. También cabe rescatar el esfuerzo que hace el autor por dejar al entrevistado explayarse en sus respuestas. En algunas, incluso, la única voz presente es la del personaje, aunque veladamente el autor está sirviéndoles de guía cuando pierden su norte: Bogotá. Sin embargo, a pesar de la exacta y permanente ubicación espacial que hace el autor, quien deja un mapa mental claro para quien conoce la ciudad, por momentos se queda corto en contextualización. Habla del incendio de la torre de Avianca, por ejemplo, sin darle al lector un panorama acorde con la importancia de este acontecimiento histórico para Bogotá. Una Bogotá inmensa y nostálgica, donde la belleza se confunde con la inmundicia y los transeúntes no se reconocen. Una Bogotá para experimentar, para recordar y para hacer memoria. Una memoria que, en este libro, se construye desde personajes influyentes que opinan sobre los otros: esos millones de ciudadanos que, sin saberlo, hacen a Bogotá. Según Gloria Zea, la eterna directora del Museo de Arte Moderno, La ciudad debe conservar esa memoria. Y según el historiador, periodista y etnógrafo Arturo Alape, “la memoria colectiva se convierte en la memoria de la ciudad oculta, desechada, de la ciudad invisible, de la ciudad excluida”. Ciudad que el periodista Alberto Zalamea describe con sorprendente exactitud: “Bogotá, ciudad de cabeza fría y sangre caliente. Ciudad única, singular, espiritual y sensual. Ciudad fuerte acostumbrada al lujo y a la pobreza, escéptica, irónica, densa en las grandes cocinas de sus restaurantes populares, donde asados, pasteles y golosinas sin cuento revelan su vocación de gran burguesa”.

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APRENDICES DE BRUJO:

ENTRE LA BOGOTÁ PACATA Y LA HABANA LUJURIOSA POR RODRIGO URREGO

APRENDICES DE BRUJO ANTONIO ORLANDO RODRÍGUEZ EDITORIAL ALFAGUARA 2002

Las cifras, tan frías y escuetas casi siempre, en ocasiones suelen ser contundentes y reveladoras. Finalizado el año 1923, en Bogotá existían un total de 218 automóviles, 155 coches eran arrastrados por equinos, la bicicleta seguía siendo el medio de locomoción más utilizado por sus habitantes, pues 866 circulaban por las calles en las que predominaba el tranvía, y 60 motos transitaban las todavía coloniales avenidas capitalinas. Además, quince accidentes de tránsito fueron el saldo trágico del año. Hoy en día resultan casi inverosímiles estos registros si se tiene en cuenta que por las vías de nuestra ciudad no cabe un vehículo más, pululan los accidentes y la bicicleta surge como una prudente solución a los problemas de circulación.


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La Bogotá de 1923, camino de la modernización, era todavía una pequeña ciudad aletargada, tradicional y moralista. Gris y opaca como el cielo que la cubría durante la mayor parte del año, que obligaba a hombres y a mujeres a cubrirse de pies a cabeza y a añadir a las tendencias de la moda sombreros y paraguas, los cuales estaban listos a abrirse en cualquier momento para contrarrestar las inclemencias del clima. Una ciudad donde la siesta era obligada al medio día, cuando los almacenes del centro cerraban sus pesadas puertas metálicas y las calles lucían desoladas como si de un diario toque de queda se tratara. Allí vivían Lucho Belalcázar y Wenceslao Hoyos, los únicos hijos varones de un par de prestantes y reconocidos matrimonios capitalinos, que vieron frustrados sus deseos de mantener sus apellidos debido a las extrañas tendencias de sus herederos. Sí. Lucho y Wenceslao eran ‘mariposos’ (bueno, hoy sería prudente decir homosexuales, pero en 1923, tal rareza ruborizaba a la gente que sólo atinaba a decirles así: mariposos). El único varón de los seis hijos de la familia Belalcázar Reyes era un joven acaudalado, que pasaba su tiempo escribiendo artículos periodísticos y entregándose a su amante. Por su parte, el hijo único de los Hoyos había terminado Leyes, aunque poco las ejercía. Su vida pasaba entre corresponder a su masculina pareja y venerar a sus ídolos: un boxeador chileno que jamás alcanzó el título mundial, Luis Vicentini, y una actriz de teatro, Eleonora Duse, quien, a pesar de su anciana edad y su longeva trayectoria, continuaba siendo el máximo referente de las tablas en el mundo. Claro que él sólo podía seguir las hazañas de sus ídolos a través de los periódicos, pues en 1923 Bogotá no era escala de semejantes celebridades. Para esta pareja de ilustres, vivir en la capital de Colombia a comienzos del pasado siglo suponía expresarse en la más absoluta clandestinidad, pues la provinciana capital vivía de apariencias y veía con ojos pacatos la convivencia de seres de igual género. Su vida no dejaba de ser aburrida. Las principales distracciones consistían en recorrer la veintena de templos e iglesias, acudir al Teatro Municipal a presenciar mediocres puestas en escena, ver la función matutina en el cinematógrafo, asistir al concierto musical en el Parque de la Independencia e ir a los toros, al Circo de San Diego, los domingos. De resto, sólo un cataclismo o un sismo podía despertar del

aletargamiento a los bogotanos, como aquel terremoto de finales de 1923. Pero para Lucho y Wenceslao la presentación de la italiana Eleonora Duse en La Habana supuso una cita ineludible y una oportunidad para liberarse del yugo que producía la monótona rutina bogotana. Aquél fue el descubrimiento de una auténtica ciudad cosmopolita, tropical y moderna, envuelta en los más exóticos lujos capitalistas, que los convenció de que la Atenas Suramericana debería ser La Habana y no Bogotá. Antonio Orlando Rodríguez presenta en su libro Aprendices de brujo un verdadero paralelo entre la conventual Bogotá y lo que fue la cosmopolita y lujuriosa Habana prerrevolucionaria. Este periodista cubano hace una perfecta radiografía de las dos opuestas capitales a través del relato de dos voces: un personaje ficticio como Lucho Belalcázar y una leyenda de la dramaturgia universal, la actriz Eleonora Duse, quien repasa los principales acontecimientos de su vida personal y profesional, a la vez que intenta desvelar el sentido de su arte, marcado por los desastres que dejó la Primera Guerra Mundial en Europa. En esta novela histórica, la voz principal, la del personaje de Lucho Belalcázar, comunica todo lo que caracterizaba a las capitales de Colombia y Cuba. Se ve involucrado con la alta sociedad habanera, así como con el bajo y oscuro mundo cubano, todo debido a su intento por conseguir una entrevista con la actriz italiana y por encontrar a un tío que había huido de Colombia en busca de libertad. Belalcázar se encuentra con que en La Habana son cientos los ‘colegas’ que comparten sus tendencias sexuales y con que los jóvenes y los obreros ya están fuertemente orientados hacía el comunismo, impulsado además por la muerte de Lenin en Rusia, que, junto a la visita de la Duse a La Habana, fue el acontecimiento de 1924 en la capital de Cuba. El autor pudo contrastar que mientras en Bogotá profesores y estudiantes parecían ser inmunes ante la realidad mundial y la capital colombiana carecía de vida nocturna, en la siempre veraneante Habana, una ciudad liberal, los bares permanecían abiertos hasta las tantas, se disfrutaban los mejores cócteles —mucho más placenteros que la chicha que se fabricaba en el barrio La Perseverancia—, la comida y el vestir eran de obligado interés y, además, las tertulias culturales versaban sobre temas universales y no se limitaban a los chismes de la alta sociedad. Dos ciudades imposibles de creer. Dos ciudades que existieron. La Bogotá nublada que de 218 automóviles pasó a tener atascos vehiculares, y la calurosa Habana que de lujos capitalistas pasó ser la única manifestación del comunismo en la actualidad. 47


c贸mic

impuestos en Bogot谩

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