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Poesía social y utopía en América Latina. Juan Calzadilla

Ensayo Poesía social y utopía en América Latina

Juan Calzadilla

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Antes de entrar en materia me permitiré transcribir un fragmento de la entrevista que le hiciera en 1924 a Vicente Huidobro, desde París, el periodista chileno Alberto Rojas Jiménez para un diario de Santiago. El poeta se preparaba a retornar a su país natal para intervenir en la campaña electoral por la presidencia de Chile postulado por el partido comunista, del cual era miembro y agitador político. Dice así:

—”Quiero ir a Chile para hacer la revolución. Mi anhelo más alto es crear un país. Y crear este país en la tierra en que nací es mi sueño de todas las noches. Sí, ir a Chile y hacer allí la gran revolución. Llevar de acá (de Europa) la mejor gente, los mejores ingenieros, los mejores músicos, los más grandes arquitectos y los dos o tres únicos poetas que hoy existen acá, capaces de crear un país como el de los faraones. ¿Ha pensado usted en lo hermoso y en lo inmenso que es hacer un país? Si me dejaran veinte años con mi querido Chile en mis solas manos, ya vería usted qué bello poema yo haría. Y sólo con veinte años de reinado”. Tal opinión, aparte de representar una utopía, pareciera disonante o contradictoria, oída de alguien que entraba en la contienda política de 1925 como integrante de un Partido comunista. Aparte de esto, Huidobro consideraba la poesía como fin en sí mismo e incluso fue cuidadoso en insistir categóricamente en que el poema, el poema que él hacía, es un invento. Si es un invento es un objeto y si es un objeto es autónomo. El poema es una invención de la materialidad de las palabras. Y Huidobro lo explica metafóricamente con una fórmula mil veces citada, que sigue teniendo mucho éxito:

“¿Por qué cantáis a la rosa, oh Poetas? Hacedla florecer en el poema”.

La declaración de Huidobro a Rojas Jiménez no es, sin embargo, un exabrupto. Corresponde a la expresión de un sentimiento muy común a todo el ámbito de las primeras vanguardias hispanoamericanas. Huidobro se siente orgulloso de que la amplitud de su concepción cosmogónica del hecho poético pudiera asumirse desde del gentilicio de la patria lejana, como si la matriz de sus ideas prepotentes permaneciera, en cualquier parte donde estuviese, anclada en esa gran geografía del sueño que era América Latina para sus poetas. E igual debió ocurrirles en su tiempo a Rubén Darío y después a Neruda, y es a esto a lo que quiero referirme. Lo tres poetas se consideraban representantes de un orbe geográfico mágico y poderoso, que en sus obras trascendía de lo personal para encarnar en la voz de un gran imaginario social, de extremo a extremo de América. Y esta representatividad que privilegia lo colectivo sobre lo individual contri-

buye a proporcionar un tono épico y como prometeico y supra-humano, de manera casi generalizada y uniforme, al flexible y generoso idioma español de la modernidad hispanoamericana, repartido por todo el continente. Incluso cuando, como en Huidobro, el poeta adopta por momentos un idioma extranjero, seguimos oyendo a nuestro hermoso idioma. Las vanguardias poéticas surgieron en Hispanoamérica en el marco de proyectos utópicos que expresaban propósitos y anhelos de cambio y transformación de las sociedades, y ellas mismas se explicaban como avanzadas del progreso dado que no sólo pretendían efectuar las reformas del lenguaje poético y la ruptura con la tradición estancada en las retóricas romántica y modernista, sino que también se sentían comprometidas, a través de la revolución del lenguaje, con los proyectos de reforma de las sociedades, es decir, con las utopías del pensamiento político. Sería injusto, por tanto, juzgar la modernidad poética en Latinoamérica confinándola, como se ha hecho, a la idea de un progreso exclusivamente formal, de espaldas a la realidad. Como cabría pensar si nos tuviéramos que referir a gran parte de la poesía que se escribe actualmente en nuestro continente. Las poéticas de la modernidad encajaban en las expectativas de progreso que la sociedad tenía de sí misma en el marco de la utopía latinoamericana. En otras palabras, se trataba de una poesía cuyos públicos le garantizaban plena presencia social. Entraban en el ámbito de las poderosas razones que tienen los pueblos para soñar y de cierta manera se presentaban como la ilusión materializada de esos sueños. Perpetuaban la tradición épica de los siglos anteriores. Ahora bien, la poesía no es social sólo por su contenido, por la intención que abrigue, por las ideas que exponga o por la actitud o los compromisos políticos o éticos de los que la escriben. Es social cuando es capaz de encontrar respuestas positivas en el imaginario colectivo que la asume como su representación, cuando el colectivo se siente representado por los poetas, aún si el contenido de la poesía no fuera social. De forma que lo social es inherente a la función que cumple la poesía cuando se completa su significación a través de la expectativa que llena en el cuerpo social. Pablo Neruda es paradigmático a este respecto, no sólo porque es nuestro poeta social por antonomasia de la modernidad, no sólo por los mensajes de su obra, sino también porque lo es de cara a los lectores que se veían representados y personificados en su obra. Neruda encarna el paradigma retórico más exitoso e influyente de

la poesía social en Hispanoamérica durante varias décadas, por lo menos hasta los años cincuenta. Para entender las razones de su éxito hay que comprender que él depone o ausculta su individualidad para asumir el ser de lo que se creía era o debía ser Hispanoamérica en una suerte de épica cuyo protagonismo autobiográfico es expresado por el poeta como una teluricidad infusa en el sentimiento de pertenencia a la naturaleza o al pueblo que se siente hablando en su poesía. He aquí su tono general, que tomamos de la Elegía a Machu Picchu, en su canto General (Edic.Ercilla): Y como una espada envuelta en meteoros/hundí la mano turbulenta y dulce en lo más genital de lo terrestre. /Puse mi frente entre la olas profundas/descendí como una gota en la paz sulfúrica/ y como un ciego regresé al jardín de la gastada primavera humana. Proponiéndose como intérprete social, Neruda nos muestra que cada hombre al hablar no es sólo uno, sino todos. Puede arrogarse la voz de cualquier cosa terrena o inmaterial siempre que se inscriba en el orbe identitario de la totalidad del cuerpo social a donde nos convoca en su prepotente monólogo. El carácter de la poesía que, con la influencia de Neruda, domina en el panorama de la lírica hispanoamericana de las décadas del 30 al 50 es en virtud de eso eminentemente social.

II

Las poéticas latinoamericanas (e incluyo aquí a la brasilera) están informadas por las vanguardias europeas y especialmente por los sistemas de signos derivados del Cubismo y el Futurismo que desembocarían luego en el Dadaísmo y el Surrealismo, en el Concretismo y en la poesía de los años veinte en adelante. La mayor influencia que se recibe de estas vanguardias la transmiten la lectura y los contactos personales y en muy contados casos la militancia de poetas latinoamericanos en grupos o movimientos europeos. Los códigos formales de éstos sin embargo no están tomados al pie de la letra y transportados en bloque a América al punto de que podemos identificar los movimientos que surgen en el nuevo mundo como pares subsidiarios de sus homólogos europeos, salvo en contados casos, como en el caso por ejemplo de César Moro y Aldo Pellegrini respecto al Surrealismo. Esas vanguardias actúan más bien como puentes, modelos o fuentes de inspiración como lo son por ejemplo para los grupos surrealistas que se formaron en países como Chile, Argentina, Brasil, Perú y Venezuela. Pero cuando toman enteramente la matriz de pensamiento y comportamiento en que se inspiran, como ocurrió con los primeros grupos surrealistas de Chile y Argentina, el resultado nunca es demasiado fiel al original y se revierte de un sesgo idiosincrásico propio filtrado por nuestro idioma. Hay, incluso, los que como Borges, Huidobro y el propio Vallejo, reniegan inmediatamente de la influencia y se declaran creadores autosuficientes. Ni Paz ni Molina o Sánchez Peláez (y ni se diga Ramos Sucre) llegan a ser surrealistas ortodoxos. En literatura, las poéticas exógenas al ser absorbidas por nuestra lengua experimentan el mismo fenómeno de transculturación propio de todos los procesos de hibridación cultural que han tenido lugar en el continente. Este proceso puede apreciarse claramente en el modernismo brasilero, a partir del manifiesto de la Antropofagia, redactado por Mario de Andrade en l928, y según el cual la apropiación voraz de las poéticas de vanguardia debía conducir a

Aldo Pellegrini, poeta argentino

Mario de Andrade, poeta brasilero Emilio Adolfo Westphalen, poeta peruano

la elaboración de un producto universal diferente en el que estarían expresados los valores de la nacionalidad brasilera. Esto es también lo que de alguna manera inspiró al movimiento de poesía concretista del Brasil. El producto siempre es distinto a la suma de los componentes originarios. Porque esos componentes actúan sobre una materia prima que no habiendo cambiado en lo esencial, sigue siendo dócil a las modulaciones que le imprime la cultura autóctona, conjugado con ese proceso de transculturación para originar lo que el venezolano Lubio Cardozo llama el Castelloamericano. Lo característico en América Latina cuando juzgamos a sus grandes poetas es que éstos constituyen individualidades aisladas en sus propios universos, renuentes a adscribirse a escuelas, movimientos o grupos. Las agrupaciones vanguardistas que se forman dentro de los procesos de internacionalización desaparecen pronto y carecen de continuidad, succionados por las resistencias que generan en ellos mismos al dar lugar a la aparición de voces superiores al colectivo, como se aprecia en el discurso de poetas sobresalientes como Drummond de Andrade en Brasil, Girondo y Juan L. Ortiz en Argentina, Neruda y Pablo de Rocka en Chile, Wesphalen y César Moro en el Perú, Ramos Sucre en Venezuela, De Greiff en Colombia, Carrera Andrade en Ecuador, para referirme a unos pocos. Sin duda que cuando se examina la poesía escrita a partir de la década del sesenta, se siente que las argumentaciones para hablar de una poesía social en nuestros países parecieran irrelevantes comparadas a las del período descrito antes. Esa irrelevancia tiene su origen en el hecho de que la poesía ya no es representativa más que de los poetas que la hacen y no va de la mano de la sociedad por encontrarse los poetas lejos o aislados del curso de las motivaciones sociales de nuestra época, lo que no quiere decir que la poesía en sì misma sea menos social o que, por esto mismo, se escriba hoy una poesía inferior. O que esté elaborada con códigos más indescifrables de los que empleaban los poetas de la modernidad. Por el contrario, hay se escribe pensando en un lector más exigente y cultivado que el de ayer. Pensando más en un lector que en un público, en un lector que posee mayor rigor crítico y posiblemente mayor diversidad de exigencias que el lector de cualquier tiempo pasado, al punto de que el número de los que hoy escriben poesía, como si encontraran refugio en ella, se incrementa cada día más en proporción al decrecimiento del público de poesía. Sin duda que las poéticas actuales se tornan más desconfiadas de lo social en la medida en que están más y más aisladas de la comunidades; lógicamente, el poeta ya no escribe para la sociedad. No sólo porque se le haya relevado de la función que cumplía dentro de ella, sino porque escribe para un lector que, en principio, reside en él mismo y con el cual mide fuerzas, confiado en que de este modo, mirándose primero en su propio espejo, podría encontrar un público más receptivo que el silencio. Puesto que la poesía no termina en ella ni en el esfuerzo de escribirla, sería vano pretender que haya alguien que sólo la hace para sí mismo. Para satisfacer su propio ego. Y sin embargo, eso también pasa. ◙

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