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El juego disparejo. Roberto Molinares

Narrativa El juego disparejo

cuento e ilustraciones de

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Roberto Molinares

“Aquella confrontación tan repentina puso a prueba mis nervios. Por más que lo intentaba no lograba imaginarme como podría darse un encuentro tan disparejo”

Dedicado a mi padre, Ángel Horacio Molinares, el héroe de esta historia.

Los Plateños nos recibieron con una banda musical. No estoy muy seguro, pero prefiero creer que ellos vestían como Brasil, de casaca amarilla y pantalón azul. En realidad ni siquiera puedo recordar el color de nuestro uniforme, me parece que era un azul desvaído y triste. El campo era un terreno seco, sin grama, un antiguo cementerio que aunque ahora se encontraba desprovisto de montículos, cruces y monumentos, conservaba en su seno los restos de antepasados y olvidados héroes de la guerra federal. El público, de pie, rodeaba el terreno sin gradas. Estoy seguro de que sobre el pecho teníamos el nombre del pueblo, de la escuela. Era un día despejado con un sol achicharrante. En medio de la algarabía sonó el silbato. Ambos equipos tardamos en acostumbrarnos a un balón impredecible por el terreno irregular y pedregoso. Uno de los nuestros, Guillo Tapia, estrenó sus zapatos poniendo en aprietos al guardavalla de Plato. Boñe, nuestro delantero estrella, husmeaba como un perro. Todo estuvo muy parejo en el primer tiempo, con oportunidades de cada lado. Entre aplausos y música nos fuimos al descanso sin abrir el marcador.

En la segunda parte se nos puso difícil la cosa. El Ñeca, nuestro portero, fue bombardeado, pero respondía con frialdad. El público aupaba con gritos a Plato, mientras nosotros ensayábamos veloces contragolpes. Pero quiso la suerte, cuando mejor jugaban los Plateños, dejar un rebote a los pies del Boñe. El nuestro, sin mucho brillo, con un indecoroso chute liquidó las aspiraciones de Plato. El balón entró dando tumbos de piedra en piedra como un conejo. El arquerito pataleaba de rabia mientras nosotros festejábamos.

En tan solo un instante, el acogedor carácter del público cambió. El árbitro olvidó su imparcialidad y comenzó a pitar en nuestra contra. Aun así, el tiempo se acabó y tuvo que sentenciar el final sumando más descontento en la gente.

El Público Pedía a gritos la revancha. Se armó una gran discusión. Nuestros delegados alegaban que sólo un empate podría dar oportunidad a la revancha. Habíamos ganado y punto. Salimos del terreno en medio de una silbatina. Parecía que estaban a punto de lincharnos.

Llegamos al hospedaje aun burlándonos del arquerito de Plato, cuando nos detuvo el rostro severo del maestro Miguel. Las risas cesaron al instante. El maestro estaba de brazos cruzados y respiraba profundo. —La escuela de Plato no tiene derecho a revancha, pero nos han propuesto a la fuerza un juego con los alumnos de bachillerato. El Alcalde de Plato nos ha presionado.

Un murmullo de desaprobación se levantó. El maestro hizo una pausa y pidió calma. Parecía estar a punto de llorar. Suspiró y agregó en tono de orden. — ¡Hay que ir al río a lavar los uniformes, debemos estar listos para mañana!

La complementaria nos retaba para el día siguiente sin tiempo para reponernos. El partido se haría en horas de la mañana para aminorar el calor. Aquella confrontación tan repentina puso a prueba mis nervios. Por más que lo intentaba no lograba imaginarme como podría darse un encuentro tan disparejo.

El amanecer nos alcanzó cansados y ojerosos. El maestro parecía haber sufrido pesadillas y estaba de un humor de perros. Mientras tomábamos el desayuno en silencio, sentí un pinchazo en las tripas. Es verdad que sentía miedo, pero me negaba a creer que aquel retortijón era resultado del temor. La hora avanzaba y nos fuimos a vestir con la seriedad de quien va a un funeral. Teníamos la tragedia pintada en la cara. Una hora antes del partido tuve que usar el baño varias veces y ya estando en camino al campo, debí desertar para internarme en los matorrales. Temía no poder jugar. Era preferible parecer cobarde que verme maculado en plena cancha. “Sólo nos faltaba Blanca Nieves. Éramos once enanos uniformados de un azul triste” Desfilamos por el pueblo, pasamos por la plaza y la iglesia y enrumbamos hacia el viejo cementerio. El Maestro Miguel y el Subdirector José Santander iban delante. Las muchachas de la escuela femenina de Pedraza estaban con nosotros para apoyarnos. La gente nos saludaba y se unía en procesión. No pudiendo aguantar más, me confundí con el gentío en un leve descuido del maestro. Mi objetivo era llegar hasta una pequeña tienda de alimentos que había visto de camino al río. Avergonzado expliqué mi situación a la dueña del negocio. —Señora por favor, necesito limón y bicarbonato — Me sentía débil. Las piernas me fallaban. La doña puso frente a mí una sustancia burbujeante que prometía mantener intacto mi honor. Jaime Patiño, de diez años, uno de nuestros jugadores suplentes, me encontró cuando estaba yendo lo más rápido que podía hacia el campo de juego. — ¡El maestro Miguel está echando chispas! ¡Eres el capitán y el juego está retrasado por tu culpa! — El Maestro no quiso escuchar mis explicaciones. Al principio pensé que su molestia se debía a mi demora, luego comprendí. El equipo de la complementaria ya estaba en cancha. Eran hombres, hombres hechos y derechos. Uno de ellos tenía la sombra de una barba recién rasurada. Sólo nos faltaba Blanca Nieves. Éramos once enanos uniformados de un azul triste. Hubo alarma, gritos, indignación, dimes y diretes. Las discusiones se alargaron hasta que por fin los delegados acordaron que podíamos apoyarnos con cuatro refuerzos para nivelar el duelo. Un negrito de Santa Marta y un barranquillero que estaban entre el público fueron convocados en nuestro apuro. Mi primo Juancho que había ido sólo a presenciar el duelo, gritó su entusiasmo cuando se enteró incluido. Por último, en vista del retraso y las presiones, el señor José Santander, nuestro Subdirector, otrora estrella del fútbol Pedrazero, se ofreció. Todos aplaudimos. Era el espaldarazo que necesitábamos.

La escena daba risa. El subdirector saltó a la cancha dispuesto a jugar con pantalones largos, pero quién sabe de dónde, las mujeres de la escuela femenina sacaron unas tijeras y frente a todo el mundo cortaron el pantalón. Las mangas quedaron disparejas y cuando intentaban recortar de nuevo la más larga, el Subdirector José Santander espantó al enjambre de mujeres con un gesto brusco. El encuentro iba a darse y nadie podía decir que teníamos miedo. El voluminoso abdomen del Subdirector contrastaba con la delgadez de sus piernas, pero lo más gracioso eran sus relucientes zapatos de charol dispuestos a ser machacados. Tal vez tenía en la cara la determinación de otros tiempos, pero le temblaba un poco la quijada. En el pecho teníamos el letrero que rezaba “PEDRAZA” y cada letra me pesaba. La mano a la altura del corazón y el corazón a la altura de la boca. Las

piernas temblaban. Los esfínteres palpitaban de miedo. Cantamos el himno con voces desfallecientes. Sonó el silbato.

No había tocado todavía el balón cuando ya me hallaba tirado en el suelo envuelto en una nube de polvo. El miedo inmediatamente desapareció. Dio paso a una rabia que me hizo olvidar la constante amenaza de la diarrea. “¿Estrategia? No había estrategia. El planteamiento consistía seguir resistiendo y evitar un hueso roto”

Toda la primera parte nos mantuvimos a fuerza de reventar pelotas. Sólo cuando el Subdirector José Santander tocaba la bola, se producía alguna hilvanada de trascendencia de nuestra parte. El Subdirector jugaba sin el brillo de su juventud, prácticamente parado, pero trataba el balón con finura y estilo. Poseía un juego rastrero y preciosista.

Los Plateños, tal vez por respeto, le dejaban, pero a nosotros nos daban duro. Combatíamos replegados para frenar la avalancha. El Ñeca defendía nuestro pórtico con heroísmo. Sus rodillas sangraban. Con las uñas se extraía piedritas de las heridas con precisión de cirujano.

Nuestro equipo comenzó a presentar problemas. El negrito de Santa Marta tenía grandes defectos, cuando cogía la bola no quería soltarla y además chutaba débil y desviado. El barranquillero corría como loco, parecía un toro al embestir, sin siquiera levantar la cabeza. Lo único bueno era que se daba leñazos fuertes con los de Plato. El Boñe, nuestro delantero estrella, autor del gol anotado ridículamente la jornada anterior, parecía totalmente disminuido. El temor no le dejaba accionar y era poco lo que aportaba. Nos vimos obligados a patear hacia el arco toda bola que tocáramos, pero nos faltaba fuerza el chut, a causa de la distancia desde donde lo hacíamos. En una de nuestras pocas llegadas el Subdirector me hizo un pase muy bueno. Logré eludir a dos y se la mandé a Rafael David que se había cambiado de banda. La mató con el pecho y metió un fuerte metrallazo. El arquero lo detuvo sin despeinarse. Rafael David trotó hasta mi lado, me agradeció el pase con una leve palmada y a manera de disculpa dijo. —Ese carajo es muy grande, la puerta le queda chica. — Y aunque podía parecer una excusa, simplemente era verdad. Contaban además con un rubio que jugaba con la clarividencia y genialidad que tienen algunos zurdos. Los pases del rubio, hacían más evidentes nuestras deficiencias, pero cuando fuimos al descanso comprendimos que no estábamos tan mal como imaginábamos. Habíamos logrado contenerlos durante cuarenta y cinco minutos y la gente nos aplaudía. Emocionados, llegamos a pensar en la posibilidad de marcar con un poco de suerte como el día anterior, pero inmediatamente descartamos esa remotísima posibilidad. Mientras refrescaba mi cabeza, presencié una extraña conferencia. El Director de la complementaria le hizo señas al rubio para que se le acercara. Con el dedo índice le dio un golpe en la oreja como quien reprende a un niño. Yo estaba lo suficientemente cerca para escuchar. —Son buenos esos pelaos, ¡cuidado como nos echan una vaina! -El Rubio bajó la cabeza. —No se preocupe profe, esos carajitos no pueden con nosotros— Fue la única vez que lo escuché. El rubio pertenecía a esa clase de jugadores que cuando juegan, no hablan en cancha. Justo antes de reanudarse el partido, nos reunió el Subdirector para repasar la estrategia de juego. ¿Estrategia? No había estrategia. El planteamiento consistía seguir resistiendo y evitar un hueso roto. Nos gruñíamos los unos a los otros para darnos ánimo. Las mujeres de la escuela femenina agarraron a nuestro portero y le lavaron las heridas. Con tela sobrante del pantalón del Subdirector fabricaron vendas para sus rodillas. Dejaron a El Ñeca agarrotado en el pórtico.

El rubio, a quién apodamos “El Mono” en pleno fragor del partido, comenzó el segundo tiempo con una demostración de magia. Su acto consistía en desaparecer con el balón en un extremo del campo y aparecer en otro lado en tan solo segundos.

Hacía malabares y era un hábil escapista. Con tal repertorio

los Plateños encarnizaron la batalla. Ellos pateaban y nosotros le poníamos el alma, aun así, no abrían el marcador. — ¡Pero si son unos pelaos! — Gritaban desde el público. Tampoco nosotros lo creíamos. “La bola rebotó frente a la puerta y quedó coqueteando a punto de meterse sólo por el efecto de la brisa”

En un avance violento, las zancadas del “Mono” nos dejaron rezagados. Mi primo Juancho en solitario intentaba detener a cuatro atacantes. Entonces el Ñeca, chiquito y todo, salió a jugarse el físico por Pedraza. Se arrojó al balón como si en él le fuera la vida y quedó enroscado asegurando la esférica con su cuerpo, abortando la mejor jugada de Plato. La gente aplaudía y se lamentaba. A esas alturas al Ñeca no le quedaban vendajes y sus rodillas sangraban de nuevo. Hubo un momento en que creí no poder continuar. Mis tobillos estaban hinchados por los golpes. Desesperado busqué con la mirada a mi primo Juancho y le hice señas para cambiar de posición. “Sube tú, esos carajos me están matando”. Enrumbé cojeando hasta la puerta para quedarme en la defensa. El calzado me daba molestias hasta el punto que pensé en jugar descalzo. Miré los zapatos de charol del Subdirector y sonreí. Eran un desastre. De pronto el larguero se estremeció con un potente disparo y desperté de mis meditaciones. Apenas me dio tiempo para completar el rechazo. Un sombrero caña e´flecha aterrizó en medio del campo pero no impidió que el juego continuara. Algún gracioso lo había arrojado. El juego seguía tan caliente que pateábamos el balón con sombrero y todo, hasta que el árbitro puso orden mientras la gente reía y festejaba.

Teníamos que seguir resistiendo para que nuestro empeño tuviera matices de victoria. Entonces, en vista que el tiempo moría y podíamos quedarnos con el empate, el rubio intentó otro de sus hechizos. Desde unos cuarenta metros pateó un proyectil perfecto. La maestría de aquel disparo halló al Ñeca adelantado, demasiado perdido en su limbo personal como para reponerse. Bajo un raro trance hipnótico nuestro arquero se quedó clavado. La bola rebotó frente a la puerta y quedó coqueteando a punto de meterse sólo por el efecto de la brisa. Entonces corrí con los pies echando fuego. El de la barba rasurada venía dispuesto a meterse con todo dentro del arco, pero antes, yo metí la pata, duro, muy duro, durísimo. La bola se fue a los aires llorando deformada con brutalidad. Patada de mulo. No había pateado como un niño de doce años sino como un hombre.

La música y la bulla antes contenida, estalló de nuevo. Un acordeón hizo florecer la cumbia y antes que el balón regresara del vuelo se oyó el silbato sentenciando el final. El árbitro ya no podía seguir alargando el juego. Lucía avergonzado y descompuesto. La gente ya estaba de nuestro lado. Los jugadores Plateños se echaban la culpa entre ellos. El entrenador de la complementaria se quedó mirando al “Mono” como para fulminarlo. La multitud saltó al terreno. Los perros y los niños corrían contagiados. Una lluvia de palmadas afectuosas caía sobre mi cabeza. Diez cuerpos exhaustos y sudorosos me abrazaban. Llevado en hombros, desde esa privilegiada posición, tan alto como estaba, vi el cielo que se había descapotado volviéndose azul intenso, el gentío festejando, las casas de barro, los techos de palma, el campanario de la iglesia. Una vaca atravesaba la estrecha calle. El público de Plato nos aplaudía y vitoreaba como si estuviéramos en Pedraza.

Habíamos escrito una página de gloria. Los difuntos de aquel camposanto de seguro gritaban. La hazaña se había desarrollado a metros de sus lechos. Aunque los muertos fueran de Plato, la resignación del más allá los ponía de nuestra parte.

Las mujeres de la escuela femenina se movilizaron como hormigas y solucionaron el problema que ellas mismas iniciaron. Habían conseguido un pantalón donado por alguna mujer de Plato, seguramente extraído del vestidor de algún marido que también celebraba en cancha, ajeno al gesto solidario de su mujer. Le probaron el pantalón al Subdirector. Le lucía grande, pero coincidía en estilo y era del mismo color del despedazado. Las mujeres se pusieron a trabajar de inmediato. No era nada que un par de puntadas no pudiera arreglar. ◙

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