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LAS FAMILIAS PARTICIPAN
from Revista Palpando 03
by DPM Pando
LA PROMESA
Fueron casi cinco años yendo juntos al colegio, saltando sobre los charcos cuando había llovido, o resbalando sobre ellos cuando la helada de la noche anterior había sido de las de órdago al mercurio, siempre con calor sobrante de cintura para arriba y piernas con tintes morados por culpa de aquella manía que nuestras madres tenían de ponerle pantalones cortos a los chicos hasta que éstos hubiesen cumplido la edad de diez años, como si el llegar a las dos cifras supusiese un umbral que estiraba repentinamente tus pantalones para decir de una vez por todas adiós al frío en el tren inferior. Yo salía de casa, rebanada de pan de hogaza en una mano y cartera del colegio en la otra, corriendo automáticamente en dirección a la casa de mi amigo Raúl, unos dos minutos y ‘toc, toc’, allí estaba aquel picaporte en mi mano golpeando aquella puerta pintada de verde. Ya ni contestaban, salía mi amigo Raúl directamente de su casa sin tan siquiera decir un leve adiós a su madre y a su abuela. Por las tardes, después del colegio, era él el que hacía el recorrido inverso desde su casa hasta la mía, y bajaba yo a la carrera las escaleras con mi bocadillo de chocolate o de chorizo en una mano y el balón de reglamento en la otra, a jugar a la plaza, al fútbol o a lo que cuadrase, que alternativas surgían siempre a montones. Teníamos un pacto, una promesa hecha bajo los soportales de la plaza una tarde muy lluviosa de noviembre de 1975, justo frente a la churrería de Carmiña, por eso cuando casi cuatro años más tarde apareció aquel camión de reparto doblando la esquina de aquel cruce cercano a la plaza de abastos, supe que había quedado preso de por vida de mis palabras, de aquel escupitajo compartido que se mezcló viscoso en un estrecho apretón de manos. “Juntos para siempre, no importa lo que pase”. Ninguno de los dos había contado con que la muerte podía andar pululando muy cerca de nuestros cuellos. El balón que sale a la calzada, “Deja, ya voy yo”, y corre sin prestar otra atención diferente que a aquella que describe el recorrido firme de aquella pelota. Y yo, sin apartar mi vista, observo toda la acción, y sin ser ni consciente de mis propios pasos, me veo al instante al lado del cuerpo inerte de mi amigo Raúl, llamándolo, diciéndole que se dejara ya de chorradas y se levantara, que teníamos que acabar el partido. Su madre, Doña Rosalía, cambiaba la foto de la tumba de Raúl cada 31 de octubre. Era la misma, el mismo negativo encargado en la tienda del Curioso, que así llamaban al fotógrafo del pueblo, porque, tras un año de lluvia, sol, frío, calor, lucía ya descolorida. Y allí estaba cada primero de noviembre el bueno de Raúl, deslumbrado por el sol, intentando mirar a cámara aún guiñando el ojo izquierdo; el pie derecho sobre un balón de fútbol, el mío; el pelo rubio y liso, que a él no le gustaba nada de nada, ya que muchos de los otros niños se metían con él cuando lo llevaba algo largo llamándole despectivamente “¡Rubia, tía buena!” Yo, que iba a saludarlo cada día de todos los santos, le reprochaba en vano que no había cumplido nuestra promesa, que se había separado antes de tiempo y sin venir a cuento. Así año tras año, hasta aquel 1 de noviembre de 1994. Yo ya no rezaba, pero acompañaba a mi madre al cementerio para que no estuviese sola rindiendo culto a nuestros muertos. Estaba despistado, siguiendo con mi mirada los pliegues del tronco del ciprés que está justo al lado de la tumba familiar, cuando lo vi, allí, de pie, al lado de Doña Rosalía, su madre. Me estaba saludando, indicándome con un gesto de su mano derecha que me acercase hasta su tumba. Eso hice al instante, sin dudarlo. “Hombre, Jose, qué alegría verte, hijo”, Doña Rosalía, me saluda muy contenta antes de intercambiar los dos besos de rigor que suelen acompañar estos menesteres. “¿Sigues estudiando en Oviedo?”, me pregunta sin saber siquiera que yo me había acercado a ella debido a la indicación de su hijo Raúl, que allí seguía, detrás de su madre, haciéndole un poco de burla, de esas inocentes que provienen del cariño, de la confianza. Lógico, aunque yo acababa de cumplir veintidós años, Raúl seguía siendo un niño de nueve, con ganas de jugar, de vivir cada segundo en plena acción, juego tras juego hasta que la propia mente deje de pedir más. —Oye, que me aburro un montón aquí, yo solo. —No sé… qué decir… Cuando dices aquí, ¿a qué te refieres? ¿Dónde estás exactamente?
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—Pues aquí, delante de ti, bobo, ¿no me ves? ¿Has traído el balón?
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—Eh… no, no lo traje, no. —Vaya… Me apetecía mucho darle unas patadas, que hace mucho que no echamos un partido de los nuestros. ¿Sigues jugando al fútbol, no? —Algo, sí. De vez en cuando quedamos unos amigos y echamos una pachanga. Ahora juego al rugby en un equipo, ¿sabes? Te gustaría, lo sé. —Uy, tendré que probar a ver… Porque yo me voy a ir de aquí, contigo, que ya no aguanto más este aburrimiento, a mi madre llorando todos los días, este silencio mortal…
—No sé qué decirte, Raúl. —¡Pues di que sí! Además, hicimos un pacto, una promesa, juntos para siempre, ¿te acuerdas? —Me acuerdo, amigo, claro que me acuerdo… imposible olvidarlo.
Acabé la carrera. Empecé a salir con una chica que me volvía loco, casi del revés. Nos fuimos a vivir a Londres, a trabajar allí como profesores. Y Raúl conmigo, siempre al quite, a la expectativa, a asomarse a mi vida cuando nadie más interfería en ella. Era como tener un hijo que no crecía ya más, que estaba anclado en los nueve años, en 1979, sin posibilidad de actualización alguna, sesiones de leer los tebeos de Asterix, Mortadelos, y el que era nuestro favorito aquel verano, Héroes en Zapatillas. Él mismo se encargaba de traerlos, y nos tumbábamos en aquel suelo enmoquetado del piso de Crystal Palace a leerlos una y otra vez. Si yo sugería la lectura de algo posterior a aquel año, Raúl se volvía medio loco, tapaba sus oídos con fuerza y comenzaba a decir “nonononononono” mirando fi jo al suelo, y se iba. Pero siempre regresaba. Hoy, día dieciséis de febrero del año 2016, estoy aquí, en la Clínica San Rafael, en Oviedo. Esta vez llevo ya casi un año aquí encerrado. Ellos me hablan de trastorno bipolar, de comportamientos esquizoides, de múltiples síndromes que a duras penas me suenan, porque yo, la verdad, estoy muy bien, pero no les sirve, no me hacen caso alguno, y me llego a enfadar en ocasiones en las que me tratan como si yo estuviese mal de la cabeza, y no es eso, que yo les hablo de Raúl, incluso hablo con él cuando ellos están presentes, y no me creen… o no quieren creerme… Y yo sellé un pacto con mi mejor amigo cuando teníamos cinco años, en los soportales de la plaza de mi pueblo, frente a la churrería de Carmiña, ella misma lo vio, y lo podría corroborar, pero murió hace ya once años y pico y nadie más parece querer apoyarme, ni la misma Doña Rosalía, que me viene a ver a veces y me mira con una cara de pena que a mí no me hace veces y me mira con una cara de pena que a mí no me hace ni pizca de gracia. Con lo sencillo que es todo, caray, que ni pizca de gracia. Con lo sencillo que es todo, caray, que yo toda mi vida he sido un niño de palabra, y no voy a fallar yo toda mi vida he sido un niño de palabra, y no voy a fallar a mi promesa, jamás… ¿A que no, Raúl? a mi promesa, jamás… ¿A que no, Raúl?
Texto: Jose Yebra
Fotos: Juan Menéndez
Las familias participan
PRIMER ENCUENTRO CON LA POESÍA
El martes era uno de esos días en los que es difícil saber si va llover, si va volver a salir el sol, o si las nubes y los claros nos acompañarán el resto del día. Donde si salió el sol fue en el Instituto Pando, en Oviedo, abrigados por alumnos y alumnas de 4º de la ESO, y sus respectivos profesores; los y las poetas, solo algunos, pudimos participar en un acto en el que tres alumnos presentaban la antología en la que participamos, Degeneración Salvaje. Cuando entramos en el salón de actos nos encontramos con unos jóvenes nerviosos y deseosos de presentar el acto, pero más nerviosos nos pusimos cuando nos dijeron que tenían que ensayar la presentación, que les dejáramos quince minutos. Salimos fuera, mientras las profesoras nos recordaban que en el patio del Instituto no se podía fumar. Cuando ya iba a encender un cigarrillo recordé que claro que el patio es el patio, aunque yo lo considere todo calle. Me rasqué la cabeza para no encenderlo tan apresuradamente y salimos a la calle; los poetas, las poetas. Bueno, “¿Y qué dirán? ¿Qué irán a hacer?”. Ahora supongo que les quedaría algún fleco bibliográfico, y que tuvieron que improvisar. El arte de improvisar es hacer creer a todos y a todas que no estás improvisando. Y cuando dices que improvisas realmente lo tienes preparado, aunque sea un poco, y les dejas estupefactos con tu capacidad para improvisar. Porque recitar, escenificar, interpretar tus poemas es tan importante como escribirlos. Tienes que sentirlos, apropiarte de esa voz, de la tuya que no sabías que tenías pero está ahí, siempre está ahí. Y allí estábamos esperando poder entrar en escena, el público ya estaba en la sala. El salón de actos estaba casi lleno. Una profesora llegó a decir que seguramente no estábamos tan acostumbrados a tanto público, tampoco es así, pero suele ser así. Aunque el público va creciendo, y se ve que poco a poco hay un interés por la poesía que no había antes. Sobre todo por la poesía que intenta acercarse a la gente, no la que se aleja o se agrupa, o se cierra en elitismos o estilismos de distinta índole. Cuando empezó el Encuentro los poetas y las poetas que somos torpes por naturaleza, dudamos aunque parezca que no, no encontrábamos sitio para sentarnos. Pero bueno; “¿Qué hacemos? ¿Nos sentamos aquí? ¿Donde nos sentamos?”. Hasta que se sienta el primero y entonces lo hacemos todos los demás, como si el salón de actos fuera el camarote de los hermanos Marx y el Capital el libro que teníamos en las manos. Y es que ansiábamos empezar a leer. Pero la historia no va así, al igual que la vida, no todo está preparado al gusto de todas las personas. Y que conste que yo soy de los que huyen o se ausentan, pero siempre hago un esfuerzo por estar. Empezaron a presentar y lo hizo la chica. Sus palabras nos cautivaron, captaron la esencia del libro o de lo que pretendía ser. Una bofetada en la cara a la normalidad asistida y a lo políticamente correcto. Partiendo de su título, dijo: —Los poetas y las poetas que aquí escriben asumen la degeneración como algo propio, utilizándolo a modo de denuncia social. Por eso el título de la Antología es Degeneración Salvaje. —¡Exacto!
La mayor parte de nosotros y nosotras pertenecemos a una generación silenciada, en la que las nuevas voces en todo los ámbitos culturales poco importaban a no ser para decir exactamente lo mismo que otros ya han dicho. La degeneración está servida y es salvaje, en relación a todas las veces que hemos mordido polvo, y por todas las veces que se nos ha negado reinventarlo todo, partiendo de cero.
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Por eso cuando intentamos hacerlo volvemos a reproducir una y otra vez, una y otra vez exactamente lo mismo. Estrechan los caminos y nos señalan las vías rápidas, las carreteras secundarias y las autopistas con peaje. Si adquieres demasiada importancia, y hay fuerza y capacidad, te ofrecen caramelitos o gominolas de ositos para que sigas reproduciendo los mismos esquemas, no se vayan a quedar sin privilegios algunos y algunas. O para que la crítica se quede en una simple representación de un corte de manga. Y al final te quedas con la manga pastelera y sin tu trozo de tarta. Por eso la literatura, la poesía, es un reducto en el que todavía hay luz en la oscuridad, y oscuridad en la luz. Y no nos basta con linternas, queremos ser estrellas aunque sean fugaces e iluminar vuestra sonrisa, o abrigar vuestros lamentos, o incluso si me dejas te provocaré la mayor indignación posible ante hechos que le cortan la sonrisa a cualquiera. En la poesía hay revuelta, hay alegría, hay algo más que palabras e imagen y se nutre de todo lo que le rodea, hasta de las máquinas de abrillantado que pasan por la ciudad como queriendo atropellarte a ti y a las palomas. Porque hasta en la desesperanza más absoluta la comunicación, las palabras son herramientas fundamentales, y la poesía no es más que eso. Tú, yo, nosotros, nosotras y el mundo. Y aquí intervenimos después de escucharles atentamente, volvimos a situarnos otra vez.
Como no nos gustaba estar ante una mesa pusimos las sillas en el suelo y no en la tarima del salón de actos. Y volvimos a reproducir el camarote; esta silla no que no vas a estar cómodo, ponte en esta, bueno dónde me pongo, tú aquí, él allí, ella ahí, ¡que importa! Nos pusimos a su nivel, al ras del suelo, porque lo que nos distingue o lo que nos une es que somos gente, igual que tú, peor o mejor, mejor o peor. Somos gente y no nos gusta que nos separen balaustradas, ni tarimas, ni escenarios. El escenario es todo… y todos y todas formamos parte de la escena. Al finalizar una profesora de Ciencias, nos admitió que le había sorprendido mucho la manera en la que interpretábamos nuestros poemas: que claro, visto en el libro pues no es lo mismo, cada una tenía una manera de interpretarlo y de recitar. Hace unos cuantos años, yo diría que pronto va hacer una década, la chavalería que ocupó durante un tiempo la Fábrica de Colchones de la Flex, en Xixón, a la que apodaron “Flextricia”, organizó un recital, una timba, un poquito más oscura por el espacio en el que se desarrollaba. En el que participamos dos de los poetas que aquí escribimos, en esta antología. Pablo X Suárez y yo. Tuve más o menos la misma sensación, la sensación de ser parte del público que te está escuchando, la de fundirte con él. Aquella fue para largo, duró unas horas más o menos, y fue más concurrida incluso. Había gente de todo tipo, incluido vecinos del barrio de “La Calzada”.
Un hombre se me acercó después de la timba, y me dijo: —Yo, es que poesía solo la había escuchado en la tele y eso. Pero lo que hacéis vosotros lo entiendo, y me gusta y me entretiene. Se me ha pasado muy rápido. Poesía eres tú, poesía soy yo, poesía somos. Sucia, febril, apasionada, agresiva, oscura, alegre, popular. La diferencia que hay, entre los y las que la escriben y sus oyentes, es que se han empeñado en hacerlo, y sobre todo, hoy no se puede entender la poesía sin interpretarla y recitarla, sin vivirla a pie de calle. Gracias a José Luís González Yebra por hacerlo realidad, al profesorado, al IES Pando, a los alumnos, alumnas, en especial a las personas que subieron al escenario y se pusieron ante un público, ya que nunca es fácil hacerlo. Víctor Cuetos, Xixón, 2016 Gracias a Juan Menéndez por las magníficas fotos.
Las familias participan
La poesía está en la calle, en una pintada, en la frutería, en el barrio, en el instituto y en la escuela. La poesía no existe sin que nadie la lea, la recite, la piense, la interprete, la disfrute… Y eso hicimos el 19 de abril pasado en el salón de actos del IES Pando: vivir poesía con alumnado y profesorado de 4º curso de ESO: abrir bien nuestros oídos, nuestros sentidos en general, y viajar desde nuestros poemas degeneradamente salvajes hacia los mundos que se habían despertado en sus mentes, porque la poesía, nunca lo dudéis, pertenece al pueblo, sin más, y a través de él seguirá fluyendo. Ha sido una experiencia única, muy enriquecedora, de las que te activa y te susurra desde muy cerca: “sí, sí, no es sólo oxígeno, la poesía también se respira”.
Jose Yebra
El pasado 19 de abril acudimos varios representantes de la antología poética “Degeneración Salvaje” a recitar y a charlar con los alumnos y alumnas del IES Pando. Ellos interpretaron nuestros poemas y nos presentaron en una actividad de animación y fomento de la creatividad, de la lectura y de incentivo a la participación literaria. Ademas del necesario estudio de los autores y temas oficiales, es enriquecedor conocer a autores locales, que a pie de calle demuestran que la poesía puede surgir en cualquier esquina, en cualquier rincón, en las barberías y fruterías del barrio.Y adoptar diversas formas desde el rap rimado a la poesía más intimista.
David Suárez “Suarón” La pedagogía activa es la única alternativa viable para una educación real: que nos enseñe a ser personas felices y a sentir. Dice Rebeca Wild —en su libro “Educar para ser. Vivencias de una escuela activa”— que uno de los factores determinantes en la educación es el respeto hacia los niños —en este caso jóvenes— por parte de los adultos. Para mi, ver cómo las alumnas del IES Pando se organizaban, participaban y mostraban interés por la poesía ha sido claramente una lección de respeto: en primer lugar a la iniciativa de las jóvenes que allí se encontraban y a sus inquietudes y, en segundo lugar, a la pluralidad de discursos e ideas que trae consigo la poesía. Gracias por una experiencia tan positiva que, sin ninguna duda, demuestra que la educación tiene un gran futuro.
Iyán Vigil
No puedo más que agradecer al profesorado esta oportunidad que nos han brindado. Creo que nos han hecho dichosos y nos han motivado para escribir más. Seguro que entre los asistentes había algún poeta que lo guarda en secreto. Considerarse poeta del género masculino a una edad muy temprana es casi como salir del armario, corres el riesgo de que te llamen maricón. Por eso tanto en un caso como en otro hay que llevarlo siempre con orgullo poético.
Víctor Cuetos Viví la vuelta al instituto con los mismos nervios con que se empieza un curso por primera vez, emocionada de saber que un grupo de profesores nos concedía la oportunidad de acercar a todos los chavales una poesía diferente, la nuestra, alejada de la didáctica común y los temarios literarios habituales, pero sobre todo sobrecogida al comprobar las ganas y la ilusión con que éstos nos acogieron, descubriéndonos, a su vez, aspectos de nuestros versos en los que quizás ni siquiera habíamos reparado. Me fui de allí feliz, con la expresión curiosa de sus caras y el brillo delatador de sus miradas aún latente en la memoria, pero sobre todo con el convencimiento de que ese futuro del que hablamos, el que defendemos, por el que luchamos y sudamos tinta, rabia y pasión a partes iguales quizás no está tan lejos como nos quieren hacer creer.
Gema Fernández Martínez