Del otro lado

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Munir Del otro lado

Colecci贸n los escritores b谩rbaros


Autor: Munir Hachemi Guerrero. Imagen de portada: Mónica García Koewandhono. Ilustraciones: Darío García Freire http://darioartwork.blogspot.com Colección Los escritores bárbaros. losescritoresbarbaros.blogspot.com Copyleft: esta obra está sujeta a la licencia Reconocimiento NoComercial 3.0 Unported de Creative Commons. Se permite su reproducción total o parcial y su modificación, masticación y defecación siempre y cuando éstas sean sin ánimo de lucro. Para la maquetación de este documento se han utilizado programas de software libre como Ubuntu, LibreOffice o Scribus. Maquetador: Munir.


Para Marian: sin ella esta traducci贸n no habr铆a sido posible.



Nota: lo que se presenta a continuaci贸n es la traducci贸n de un manuscrito de mi amigo N. Espero que sepa perdonar las imprecisiones que, a causa de mi lengua, pueda haber cometido.

...aunque tambi茅n es cierto que la conducta de los peces a veces no guarda relaci贸n alguna con la de los hombres.



Uno ...y juró por el que vive por los siglos de los siglos, que creó el cielo y las cosas que en él están, y la tierra y las cosas que están en ella, y el mar y las cosas que en él están...



Muchos dirían tiempo más tarde que el desastre se pudo predecir. Y aunque de esos muchos pocos conocieron nuestra verdadera historia, tal vez no se equivocaban, tal vez toda situación de armonía y equilibrio esté abocada a terminar en una danza de furia. Probablemente todo fue culpa de los cuatro, aunque en realidad lo único claro es que Brüll no hizo nada para enemistarnos, al contrario, en todo momento nos trató con la mayor amabilidad y con un cariño que, en aquellos tiempos duros, supimos agradecer. En realidad, quizás no haya nada que decir del asunto. O tal vez sí. Tal vez sólo se pueda explicar diciendo todo lo posible, narrando la separación de todos los amantes, la muerte desatada en todas las guerras, la lenta y venenosa desmantelación de todas las amistades. Nosotros pasamos del amor al odio sin darnos cuenta, como si caminásemos hacia lo que ocurrió con los ojos cerrados. Con los oídos tapados no, pero tal vez sí con los ojos cerrados. Creo que las líneas que compusimos una vez llegamos a nuestro destino —que era el odio y también la rabia— fueron las peores de la obra que al fin habríamos de dar a luz, aunque muchos de los que nos oyeron en aquella helada mañana de enero afirmen ahora que, a pesar de ser terroríficas, son también las más impactantes de todo el Cuarteto. Más tarde pensamos de nuevo en todo lo ocurrido y llegamos a la conclusión de que aquella asfixia, aquel odio inmotivado que flotaba en la barraca y que no podíamos entender necesitaba ser expresado de alguna manera en que las palabras no eran

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capaces de hacerlo, es decir, imaginamos la teoría de que los pasajes de aquellos días de furia e impotencia eran el lenguaje exacto que necesitábamos porque eran, precisamente, la sensación que experimentábamos en estado puro. Como es obvio, no intentaré buscar un nombre para ese animal invisible que nos devoraba. Arte, lo llamaron algunos, pero eso ahora es irrelevante. En cuanto a Brüll, es cierto que aquellas mañanas de diciembre nos visitaba cada vez con menos frecuencia. De algún modo, era consciente de que en la barraca estaba naciendo algo nuevo, algo distinto y poderoso, pero a veces le faltaba el valor para contemplarlo y quizá también para contemplarnos a nosotros, que ya ni siquiera nos molestábamos en evitar dejar marcas por todo nuestro cuerpo ni tampoco en afeitarnos y lavarnos, con lo que la visión de nuestros despojos maltrechos por el efecto de los golpes, el hambre y la punzante enfermedad debía de ser un espectáculo realmente desolador. Al final, todo orden tiende al caos y lo que allí ocurrió fue silencioso, lento e inexplicable si se quiere; al menos nosotros no pudimos explicar esa nube que aparece por detrás en los mejores momentos de nuestra vida y que jamás somos capaces de evitar por más nítido que sintamos el peligro, esa nube a lomos de la cual viajan ciertos pasajes del Cuarteto. Lo único que nos consolaba era saber que el día se acercaba, que pronto estrenaríamos, que podríamos librarnos de esa sensación cuando llegase el amanecer del dieciséis de enero. Sí, nos tranquilizaba pensar que tal vez

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después todo volvería a la normalidad, que el sexo dejaría de sabernos a clavos y la música a óxido. Jamás pudimos imaginar lo que ocurriría.

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Dos



Son entre las tres y las cuatro de la madrugada. Comienza el despertar de las aves. El mirlo negro improvisa rodeado por un resplandor sonoro, por un halo de trinos que se pierden en las altas copas de los árboles. Falta poco para el amanecer en el campo de prisioneros de Stalack VIII. Karl­Adolf Brüll, capitán de la guardia, se abre paso a través del silencio de la mañana y golpea tres veces la enorme puerta de la barraca. A pesar del frío cruel de la madrugada, Brüll se ha levantado de la cama, se ha calzado el uniforme negro y ha decidido arriesgar sus nudillos contra la madera de la única de las barracas del campo que no exhibe un número grande y rojo sobre la entrada; la caja de música como la llaman los otros presos: la caja de música de Brüll. Tras unos segundos, Brüll traspasa el umbral y ante él estalla el brillo de la luz eléctrica y también las perfectas armonías de la Suite para cello número uno de Johannes Sebastian Bach, interpretada por un tal Etienne Pasquin, un hombre joven con un leve eco de belleza, pero un eco débil, un eco afónico digamos, un eco que se pierde entre los pliegues de su traje gris de preso de Stalack VIII, varias tallas más grande que el cuerpo que lo habita. Sin embargo, el joven se mantiene erguido, la sonrisa realzándole los pómulos marcados por la desnutrición y la enfermedad, los dientes asomando bajo su labio superior. El cello, que —aun a pesar de su pobre calidad— mantiene las cuatro cuerdas en perfecto estado, parece bien cuidado

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y vibra con fuerza, llena el espacio de la barraca envolviendo —quizás sería mejor decir acariciando, dada la naturaleza de la pieza— a Etienne y a sus tres oyentes, el ya conocido Brüll y otros dos presos: Jean de Bourdaire, violinista, y Henri Akoque, clarinetista, ambos con los instrumentos preparados para abordar el ataque de un concierto para clarinete de Woolfgang Amadeus Mozart que, entre los tres, han arreglado como buenamente han podido. Por unas horas fueron ellos quienes tocaron y los pájaros se mantuvieron en silencio. A medida que las piezas evolucionaban, primero internamente y luego una tras otra, los músicos se iban zafando del recuerdo de su salud y entraban a un terreno distinto y alejado del fango escarchado y los coágulos helados del suelo de la barraca. En la más rabiosa de las intimidades, Akoque le había susurrado a Pasquin que en peligro es como el arte de verdad puede nacer, y la pistola que Brüll aún sostiene en su mano derecha parece querer darle la razón, aunque el guardia esté tan extasiado que difícilmente podría dispararla. En el fondo, Brüll los protege y ellos lo saben. Por supuesto, los tres son plenamente conscientes de que la enfermedad los matará pronto, pero la perspectiva les parece extraordinariamente optimista cuando la comparan con la de morir víctimas de alguno de los disparos cuyos ecos les llegan de fuera en el transcurso de los días. Tras la actuación, da comienzo una sesión de improvisación con la que, aparte de continuar con la

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tendencia al éxtasis antes iniciada, los tres músicos pretenden dar algo de variedad a sus funciones diarias que —de necesidad y a pesar de que Brüll les compre alguna partitura de vez en cuando— contienen tantas repeticiones que pueden acabar por cansarle, lo cual les privaría de todos sus privilegios. De todos modos, hay que aclarar que para ellos esas repeticiones no son tales, para ellos cada interpretación es única y distinta de todas las demás, y les parece despreciable que alguien pueda pensar que dos de ellas refieran a la misma obra. Además, su unión cuando tocan es tal que resulta casi imposible imaginar que el guardia llegue algún día a aburrirse. Cuando por fin Brüll cierra la puerta a su espalda, no sin haberlos aleccionado antes con algunos consejos (principalmente el de que no intenten huir) los tres presos aprovechan el rato, una hora, hora y media tal vez, que falta para la alborada y hacen el amor, lo que para ellos no es más que una forma de continuar con el diálogo que habían iniciado en forma de sonido y de robar esas horas a la noche formando un cascarón de piel y sábanas raídas que los aísla del mundo entero y los hace sentir como si estuvieran pisando un terreno donde el hombre jamás hubiese puesto el pie o la vista siquiera, y habitando de hecho unas horas que de común permanecen desiertas. Después, extenuados, radiantes de amor, dejan que el sol entre por la ventana y acaricie sus cuerpos entrelazados sobre una cama que no es la cama de Stalack VIII ni tampoco las camas de sus hogares sino una cama que sólo existe ahí, en ellos, en el punto de

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cruce entre los tres, en sus abrazos y sus besos en la espalda y en sus lentas arremetidas, y se imaginan que pueden dormir juntos hasta bien entrado el mediodía. Un rato después, claro, Brüll vuelve a llamar, esta vez de otra manera, esta vez acompañado por el médico militar que constata o finge constatar que sí, que efectivamente y por increíble que parezca siguen enfermos, aunque al menos —dice— son los únicos enfermos del campo, y Brüll sonríe cómplice y cariñoso y les desea una pronta recuperación que en realidad —los cinco lo saben— nunca llegará si no es el día en que mueran. Después, al fin, la puerta se cierra y los dejan solos para disfrutar del encierro y la comunión del sexo y de la música; el trato es dormir un poco menos a cambio de no trabajar, y en realidad a nadie parece importarle, ni a Brüll —que sabe todo lo que ocurre en la barraca—, ni al personal militar del campo —que algo se huele—, ni al resto de los presos —que ignoran por completo el remanso de felicidad que se halla a tan sólo unos metros de barro, nieve y sangre de donde ellos trabajan cada día.

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Tres



Mira, al final él también ha caído, dijo Etienne mientras raspaba en la mesita con la uña del índice y apuntaba a Olivier con la cabeza. Está tosiendo, quizás deberíamos llamar al doctor. ¿Al doctor? ¿Ha hecho algo el doctor por nosotros alguna vez? Lo que tiene que hacer es comer y abrigarse, rugió Jean. A mí la verdad es que me da un poco de pena, respondió Etienne mientras se levantaba y le echaba un par de sábanas por encima, que era lo único que les podía servir de abrigo en la barraca. A lo mejor incluso nos pasamos... la voz de Akoque sonaba ronca y sus ojos negros y densos miraban fijamente a Olivier. Creo que ya ha aprendido.

... Yo he de reconocer que me parece incluso guapo, dijo Etienne en un rapto de ternura que Akoque recogió: ahora sí, ahora es lindo, pero cuando llegó era monstruoso. Horrible... estridente, añadió de Bourdaire torciendo el gesto... y además me traía malos recuerdos. Aunque ya ha perdido el peso que le sobraba, dijo Akoque. Sí, ahora es frágil... es hermoso... de algún modo me recuerda... al principio de la Consagración de la Primavera, dijo Etienne, dejando en el aire un leve halo de incertidumbre.

... Y además, ¿visteis que ya no se resiste?, preguntó

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Etienne, quien seguía exactamente en la misma posición que hacía un rato, ahora mirando al suelo. Ya os he dicho que ha aprendido. Pero no seas duro, Akoque, ahora es uno de nosotros. ¿Uno de nosotros, Jean, uno de nosotros?, déjalo, vamos, Henri —la voz de Etienne hizo que Akoque se dejase caer lentamente sobre la pared en la que estaba apoyado, cediendo toda la tensión de su cuerpo— mira cómo está... ¿de verdad podrías pegarle? ¿Podrías seguir como hasta ahora? Moriría... De hecho, morirá. La enfermedad lo está consumiendo, ya no nos habla de Dios a cada rato... nos entendemos al fin, y es bonito hacerle el amor, o quizás sea mejor decir hacerlo con él, ¿no ves que ya ha aprendido a disfrutarlo? ¿Verdad que nos quieres, Olivier?

... Si es uno de nosotros, entonces tiene derecho a componer su parte. La voz de de Bourdaire rompió el largo silencio. Podríamos escribir el cuarteto juntos, entre los cuatro. En el fondo sería perfecto, ¿no creéis?, dijo Etienne levantándose de golpe lleno de entusiasmo. Hmm... la verdad es que desde el principio me disgustó la idea de componer para los de afuera, ¡pero tal vez las disonancias de ese pobre loco nos sirvan para estropearles el gusto del plato que van a comer!, gritó Akoque en la culminación de un crescendo involuntario. ¡Buena idea!, accedió Etienne con una ternura optimista, ven, Olivier, siéntate con noso­

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tros.

... Sigue así... me encanta, la voz salió temblorosa del tumulto de sábanas que los albergaba, ven, ven, pequeño, acércate, acércate a mí, gimió alguien con un trémulo dejo de éxtasis, te gusta, ¿verdad que sí?, y sólo un profundo sonido nacido en los recodos más hondos del placer fue dado por respuesta.

... Supongo, dijo de Bourdaire tumbado en el frío suelo, con sus tres compañeros rodeándole, que os habéis fijado en que Brüll ya lo sabe, que ahora también lo odia a él. ¿Tú crees? Lo sé, Pasquin, lo sé. Pero no se quejará mientras le demos su música, zanjó Akoque, no olvidéis que está loco, quizás mucho más de lo que imaginamos.

... Te quiero, Olivier, fue la frase que los tres fueron dejando caer uno por uno, aunque al principio alguien mostrase alguna reticencia.

...

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Te quiero, Olivier.

... Ven, Olivier, cedió al fin Akoque como se cede a un escalofrío, duerme con nosotros. Ama con nosotros. Sé nosotros.

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Cuatro



De repente, la puerta se abre y entra Brüll con un tipo moreno, saludable, algo siniestro, creo, pero quizás sólo sea una percepción subjetiva. Entre los dos acarrean un piano. ¿Para qué nos hace falta un piano? Al principio, Brüll se sorprende o finge sorprenderse mientras Etienne y Jean corren a vestirse y yo le sostengo la mirada un momento de modo desafiante, luciendo mi pene erguido y aún caliente y húmedo como si fuese una espada con la que reto al recién llegado, no a Brüll, aunque sea a él a quien miro, Brüll es el guardián del cielo, sino al extraño, que por un momento me mira a mí mientras nuestro amado protector contrae la pupila en un gesto que quiere decir “vístete” y “en el fondo me alegra que vayáis a morir” y “si no fueseis músicos ya os habría matado hace mucho” y de sus labios salen las palabras “vamos, chicas, vamos, vestíos y coged los instrumentos”. Después, llevó el piano al centro de la barraca. Yo en ese momento ya estaba sentado tras mi cello y por eso pude fijarme en cómo Olivier —que es como Brüll había dicho que se llamaba el hombre, Olivier Messien— miraba a Akoque, como extasiado, de una manera que desde el principio me pareció extraña no por lo asombrado sino por lo místico, como si Akoque atrapado en pleno acto amatorio fuese una visión del mismo Cristo, con perdón sea dicho. Pero esto sólo fue un instante. Cuando todos estuvimos en nuestros sitios, Brüll nos explicó que aquel tipo era un famoso organista y había compuesto alguna cosa, y que su siguiente composición sería precisamente para piano, cello,

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clarinete y violín, un cuarteto. Nos dijo que se llamaría Cuarteto para el fin de los tiempos y que sería una especie de réquiem para el mundo que él y los de su bando iban a derrocar en la guerra que transcurría afuera, es decir para nuestro mundo, o mejor el que fue nuestro mundo, ya que nuestro mundo ahora era esta barraca y nosotros mismos y también nuestra enfermedad. Mientras hablaba, Olivier miraba fijamente las teclas de su piano, aunque eso no parecía importarle a Brüll, ahora que lo pienso. También nos dijo que si la obra gustaba quizás nos soltarían. ¿Soltarnos?, pensé; yo estaba bien allí. Claro que esa mañana todo había cambiado. La verdad es que me sorprendió que no nos matasen. Brüll, el jefe de la guardia, se limitó a recordarnos que existían campos peores a los que destinarnos y que estábamos allí porque él así lo quería. Me parece que se sentía una especie de Dios redentor o algo así, no lo sé, aunque me acuerdo de que le costó que Olivier le dijese que sí, que le había entendido, sin despegar la vista del blanco y el negro de su teclado, claro. Cuando por fin lo dijo, cuando afirmó o admitió o inventó que sí, que entendido, que todo bien, pudimos empezar a tocar. Improvisad algo, dijo Brüll, a ver que tal os desenvolvéis. Sol menor, dijo, que era su tonalidad favorita, sabe Dios por qué. Pasaron quince minutos de improvisación sin tregua hasta que salió la primera nota del piano. Aún recuerdo, fue un mi, un mi natural, disonante, terrible, fuera del tiempo. En ese mismo instante supe que aquello no iba a funcionar, pero seguí

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tocando y pensando en cómo tapar el sonido del piano para que Brüll no matase a aquel pobre desgraciado que —imaginé— se había hecho pasar por músico. Y he de decir que por la cara del guardia parecía que le iba a disparar de un momento a otro. Y luego empezó de verdad. Sol menor, había dicho Brüll, pobre iluso. Esa mañana Olivier tocó en todas las tonalidades, o quizás sería mejor decir que no tocó en ninguna y que fue por eso por lo que tardó tanto en arrancar, porque no sabía cómo acoplarse a algo tan convencional, tan rígido, pero desde luego cuando lo hizo faltó poco para que enloqueciéramos en nuestro intento de adaptarnos. Más tarde Brüll diría que al principio pensó que Olivier era un principiante, pero que luego tuvo claro que no por la velocidad a la que era capaz de mover las manos sobre el piano. Por supuesto, no se adaptó a nosotros, pero lo curioso es que nosotros tampoco a él; más bien se rompió la armonía existente y todo empezó a sonar como si fuéramos cuatro cajas de música rotas tocando mal y a destiempo. Cuando terminamos, Brüll miró la cara de retrasado mental profundo de Olivier, quien a su vez miraba al techo con la sonrisa perdida y, con los ojos como platos, se marchó. Al día siguiente trajo la mesita y las partituras en blanco. Ese día ya había experimentado algunas sensaciones profundas. Había unos cubículos y yo debía sortearlos mientras empujaba el piano junto a Karl, mi guía para esa travesía. Había frío pero esa mañana para mí era azul oscuro como una tríada de la mayor al piano. Había una

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uniformidad en la vestimenta que resultaba como un... flujo... de sonido. Incesante. Y luego entramos en aquel sitio. Increíble. Sonaba una música indescriptible. No era hermosa, desde luego, pero tenía algo de particular, y era que no se la podía describir desde afuera. De eso me di cuenta pero quizás hubo algunas otras cosas que no noté. Entonces vi ante mí al ángel pleno de furia y de valor mirando a todas partes a la vez, radiante, y me inundó un profundo deseo de volar lo más alto posible. Recuerdo que me costó no caer de rodillas. El ángel levantó el puño y dijo algo y luego me vi suspendido en una nube de sonidos que, aun siendo de una limpieza impecable, viajaba directamente hacia el sol. De un lado recibía un sonido naranja y lleno de furia. Creo que era el sonido del ángel. De otro lado algo ocre, color marrón tan bien traído al mundo que el hombre que lo transportaba ni siquiera parecía ser necesario. Era un volcán en erupción, una fosa marina, un cráter en la luna. Pero yo tenía que escalar, que bucear, que viajar a ese cráter. Y entonces —gracias a Dios— entré como un fénix de llamas moradas y creamos un sonido digno de ser entregado a los oídos del Señor, tan presente en aquella barraca.

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Cinco



Una tarde, mientras Pasquin le pasaba el dedo por el vientre haciéndole cosquillas, Olivier se levantó de la cama de repente, aún desnudo y con una sonrisa pintada en la cara, y corrió a la mesa sobre la que tenían la partitura siempre abierta y dispuesta a recibir nuevas frases, y escribió un largo louange para su piano. Tras haber compuesto unos fragmentos entre todos, habían decidido (o más bien simplemente había surgido así) el método de que cada uno escribiese su parte y que después simplemente las unieran sin que mediara ninguna corrección. En realidad era Olivier el que lo escribía todo, es decir, era su mano la que garabateaba las notas para que Brüll no sospechase nada. Lo que Messien escribió aquella tarde fue una lenta evolución de acordes de la escala de mi mayor que sorprendió a todos excepto a Pasquin, su amante más íntimo de entre los tres, quien se sumió en una meditación tras su cortina de pelo y sólo salió cuando al fin comprendió que Olivier, su Olivier, simplemente había utilizado algunas notas y algunos ritmos de los infinitos posibles. En su louange no había nada de vuelta a las formas clásicas, como se dijo después, para él todo era igual, el sonido era una bola oscura, blanda y uniforme en la que Pasquin, de Bourdaire y Akoque en ocasiones entraban, mientras que Olivier raras veces podía salir. Pasquin fue, entonces, el primero en entender la verdadera dimensión del pensamiento de Olivier. Está entrando en vosotros, decía Brüll a veces cuando escuchaba, cada mañana, sus progresos. Pero para Etienne no era así, y

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tal vez tampoco para los otros. Paradójicamente, pensaba él, hemos creado un método de composición perfectamente homogéneo mediante la técnica de disociar nuestras mentes. No se corregía nada. Todos sabían cuándo y cómo sonar y cuándo y cómo callar, y Etienne llegó a estar seguro de que el cuarteto reflejaba mucho más lo que ocurría en la barraca, sus vidas, su amor, que aquello que estaba pasando fuera y para lo que se suponía que estaba destinado, a pesar de que a veces ellos, mientras tocaban, se sintiesen salir de sus cuerpos para ir a otro lugar acompañados sólo por sus tres amantes y sus instrumentos, y en esos momentos era como si fuesen otros Olivier, Etienne, Jean y Henri tocando en otro campo de prisioneros casi idéntico a éste. Pero al final siempre volvían, juntos, a la barraca. Enero, el mes del estreno, se acercaba y el Cuarteto para el fin de los tiempos casi estaba completo aunque —por supuesto— no crecía de una manera lineal sino más bien caótica. De hecho, el primer movimiento permanecía casi intacto. Como ellos deseaban, ninguno tenía un especial protagonismo, aunque todos estaban presentes en el color final de la obra. Olivier, por ejemplo, hacía anotaciones sobre el trino de algunos pájaros (sus conocimientos de ornitología eran sorprendentes) y Etienne ayudaba al intérprete apuntando los colores de la música, aunque los cuatro sabían que jamás nadie podría traer a la vida esa pieza como lo hacían ellos, por mucho que se esforzaran. Entretanto se amaban, se disfrutaban, y todos intentaban conocer a aquella entidad que habían creado entre los

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cuatro y que vivía allí, con ellos, en la barraca. La enfermedad también avanzaba sin tregua según se acercaba la fecha del estreno, y las noticias de la guerra no llegaban hasta sus oídos; era como si nada hubiese ocurrido desde que se conocieron, o más bien desde el día en que Olivier pasó a formar parte de aquel nosotros. Y quizá fuese cierto, quizá fuese por eso —pensaba Etienne— que aquella música sonaba tan hermosa y tan distinta a todas las demás.

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Seis



Al principio del todo intentamos entender al tipo, o al menos eso es lo que yo recuerdo, pero pronto fue demasiado obvio que aquello iba a ser imposible. Conseguimos distraer a Brüll unos cuantos días mientras probábamos a explicarle a Olivier —quien por fuerza tenía que conocer la armonía tradicional— que sería más prudente componer algo romántico que empeñarse en el serialismo del que, por otra parte, él no parecía ser consciente. Y el pobre imbécil se limitaba a señalar la ventanita con un dedo cada día un poco más flaco y a sonreír. Nunca supe qué diablos quería decirnos, pero seamos serios: Olivier estaba loco. En mi opinión tenía un problema cognitivo, y con eso quiero decir que siempre pensé que él escuchaba de forma distinta a todos nosotros, no que fuera un defensor del dodecafonismo ni un rupturista, sino simplemente un enfermo mental que no había terminado de conformar sus estructuras mentales y que jugaba con el sonido con la arbitrariedad con la que un niño tonto jugaría con un puzzle del universo entero. Yo traté de entenderle, lo juro, pero no era posible, o quizás lo que era imposible era que él entendiera, eso aún no lo sé. Y por si fuera poco a veces se ponía a hacer gala de un insoportable catolicismo ortodoxo, supongo que en sus momentos de lucidez, y entonces sí que de verdad me frustraba. Creo que fue en una de esas ocasiones cuando lo golpeé por primera vez, no sé. De lo que sí estoy seguro es de que al final los tres nos ensañábamos con él; a veces de lo único que uno se puede fiar es nde la violencia. Al principio

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simplemente le obligábamos a componer e interpretar lo que se nos antojaba, y creo que en esos momentos era cuando más sufría. En cierto modo era como apalear a un inválido, pero nada peor que lo que hacen afuera, pensábamos cuando nos llegaban los llantos desgarrados del exterior. Sin dejarle marcas, obviamente, Brüll se habría enfurecido. En el fondo todo acabó por adquirir un punto de excitación que antes no conocíamos. Era hermoso ver cómo Etienne, ese bollo de pan, pateaba las costillas de Olivier y cómo Jean no podía evitar que la tristeza le aflorase al rostro cuando lo violaba, aunque tal vez fuese por el asco que le producía un cuerpo tan sano. Supongo que llevábamos tanto tiempo viviendo en nuestra barraca, tocando y amando cuerpos enfermos, que cualquier otra cosa había acabado por repugnarnos. Brüll, cómo no, se deshacía en el contento que le producía ver cómo evolucionaba “el cuarteto de Olivier” e incluso algún día encontramos unas hogazas de pan con la comida y una vez hasta una botella de vino tinto. Era curioso: nos premiaba por lo que nosotros hacíamos precisamente porque creía que nosotros no lo hacíamos, porque creía que era Olivier quien lo hacía, Olivier, el único tipo de los cuatro que, a su ver, no estaba corrupto y enfermo, o lo que sea que pasase por la mente de “nuestro mecenas”, que era como nos divertía llamarlo. Y si al pobrecito Messien le dolía cuando le pegábamos, más aún le dolía cuando le obligábamos a tocar alguna pieza barroca, rítmica con la precisión de un reloj, con las mínimas

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disonancias posibles. En algún momento sentí curiosidad por saber qué es lo que él escuchaba, y jugué a aventurar que oiría algo similar a lo que a nosotros nos llegaba cuando él tocaba algo suyo, pero ahora sé que no era así exactamente, creo que más bien se sentía encerrado al tener que ceñirse a tan pocas permutaciones de entre todos los sonidos que habitaban su cabeza. Era como si tuviese delante una paleta y no me dejasen mezclar los colores, nos dijo mucho tiempo después.

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Siete

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Esta mañana nos han llevado al escenario como si estuvieran llevando a unos condenados al cadalso. Antes nos habían entregado unos anchos zuecos de madera para que la sangre circulase a pesar de la inmensa cantidad de nieve. Han venido miles a presenciar el nacimiento, los guardias en primera fila. Karl parecía extasiado, ansioso por ver el estreno de “mi composición”. Claro que el sonido ha sido horrible: las teclas del piano fallaban cada poco y al cello le faltaba una de las cuerdas. Sin olvidar, por supuesto, que los otros habían mancillado mi obra. Durante toda la interpretación he esperado en vano a que mis pájaros morados apareciesen, pero supongo que Dios no estaba conmigo esta mañana. De todos modos, he de admitir que el sexto movimiento tal vez sí ha tenido algo de epifanía. A pesar de eso, ha sido un desastre que espero poder olvidar lo antes posible. Ha sido majestuoso. Las interpretaciones de mis compañeros —a pesar de lo que sentía por ellos esta mañana— han sido... tan hermosas... Me han llevado de la mano hacia el mundo donde todo es sonido. El público, creo, estaba abrumado, aunque en realidad no les he prestado mucha atención. La gente se preguntaba qué había pasado. Todos... nosotros también, aunque en otro sentido. Nos preguntábamos ¿qué estamos haciendo? ¿Qué estamos tocando? Probablemente ha sido la última función de nuestra vida, y era algo extraño, algo que no podíamos comprender, ni siquiera Olivier, quien luego ha dicho que a mi cello le faltaba una cuerda y que su piano no funcionaba,

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ambas cosas mentira. Creo que también ha comentado que había miles entre los asistentes: yo apenas he contado unos cien, tal vez ciento cincuenta, pero desde luego no llegaban a los doscientos. He oído a uno de los presos decir que los cuatro parecíamos al borde de la muerte, que por eso se llamaba Cuarteto para el fin de los tiempos. La verdad es que es probable que tenga razón en ambas cosas. Sea como sea, oír eso ha sido en cierto modo una victoria: al menos se ha comprendido que el cuarteto es sólo nuestro. De todos modos ha sido insoportable. Hemos creado juntos un monstruo pavoroso, y los de afuera parecían realmente fascinados en su contemplación. En realidad, creo que lo único que todos queremos es que todo esto acabe, no volver a tocar jamás, regresar a la barraca, y morir lo antes posible. La gente no ha entendido nada. Hemos armado una armonía complejísima, una anatomía del odio. Hemos diseccionado el terror y lo hemos mostrado con las máscaras puestas del revés. No hay nada que produzca un pánico más profundo que ver sin intermediarios la precaria estabilidad de cualquier equilibrio. Ha faltado poco para que no nos dejaran terminar. En un momento yo casi he vomitado. Pero por otra parte sé que extrañaré esta mañana durante lo que me queda de vida. Sólo espero que esto llegue a la mayor cantidad posible de gente, que lo sufran por todo el mundo, pues en el núcleo del Cuarteto duerme todo lo que hemos vivido en la barraca. El único que ha parecido disfrutar ha sido el idiota de Olivier, o tal vez no,

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quién sabe, tal vez me equivoco y él también ha sufrido a su manera. Si de algo estoy seguro es de que esto no será un elogio a nada ni un réquiem para nadie; ni siquiera para nosotros mismos.

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Ocho …y dijo: el tiempo no será más.





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