Munir Los ojos blancos
Colecci贸n los escritores b谩rbaros
Primera edición: diciembre de 2013
Autor: Munir Hachemi Guerrero. Imagen de portada: Mónica García Koewandhono Colección Los escritores bárbaros. losescritoresbarbaros.blogspot.com Copyleft: esta obra está sujeta a la licencia Reconocimiento NoComercial 3.0 Unported de Creative Commons. Se permite su reproducción total o parcial y su modificación, masticación y defecación siempre y cuando éstas sean sin ánimo de lucro. Para la maquetación de este documento se han utilizado programas de software libre como Ubuntu, LibreOffice o Scribus. Maquetador: Munir.
Para Marta
Cuando vea los ojos que tengo en los míos tatuados.
Alejandra Pizarnik
Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo.
Federico García Lorca
Quienquiera que seas, temo estés vagando por los caminos de los |sueños, Temo que estas realidades ficticias acaben disolviéndose bajo tus |pies y tus manos. Walt Whitman
Para todo animal es un misterio la tierra que palpita suavemente. Alberto Blanco
Estoy elaborando Inteligencia.
la
Teoría
de
la
Verdadera
En mil quinientos ochenta y dos, el español Hierónimo de Veracruz sobrevivió a un naufragio destrenzando el paño de una vela y armando una balsa con los maderos que aún flotaban. En mil seiscientos tres, ya con treinta y un años, evitó que se hundiera el barco en el que viajaba reuniendo la cera de los oídos de toda la tripulación y moldeando un tapón perfecto para el agujero que tenían en el casco. Murió en mil seiscientos siete, al comer de una planta que resultó ser venenosa. Creo que estoy a punto de rematar la Teoría de la Verdadera Inteligencia. En el año novecientos ochenta y nueve, un sabio árabe llamado Rajul al Almín sobrevivió a una terrible ola de frío quemando toda la biblioteca de la torre en la que vivía aislado con sus manuscritos. A partir de ese día, en lugar de desesperar por haber perdido el trabajo de toda su vida, se echó al desierto a intentar sobrevivir, pues entendió el incendio como una señal de Allah. Apareció diez años después en el oasis de Tala, afirmando que era el hombre más sabio y feliz sobre la Tierra, en condiciones de total deshidratación, medio muerto, y el médico del oasis lo acogió en su casa y le aplicó las más modernas técnicas de sanación. Rajul pareció mejorar, pero lo invadió una profunda tristeza que lo llevó a la muerte una semana más
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tarde. Impelido por el médico a plasmar su historia sobre el papel para que otros pudieran aprender de su sabiduría replicó sus últimas palabras: no sé escribir. No soy el primero en conocer la Teoría de la Verdadera Inteligencia. El hombre apunta el arma a la cabeza del otro y recita de memoria: y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquéllos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos. ¡Y tú sabrás que mi nombre es Yahvé, cuando caiga mi venganza sobre ti!, y después vacía el cargador sobre su víctima. El hombre se llamaba Carlo pero le decían Jules o Mulo. Era alto, rubio, italiano. Murió poco después de esa ejecución en concreto: lo acribillaron mientras conducía, que es uno de los asesinatos más fiables que existen (o te mata el plomo, o te mata el choque). No quedará en la memoria de nadie —aunque de algún modo esté en la de todos—, y en la vida sólo tuvo una convicción realmente sólida, que al mismo tiempo supuso su mayor angustia: la de vivir perdido, rodeado de personas y objetos que no comprendía, como si de alguna manera le hubiesen tapado los ojos y sólo conociese la realidad a través de sus manos y del calor que emiten las cosas. El Tecolote, noviembre de dos mil doce.
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Uno Pero no no es verdad detrĂĄs de todos esos muros grises hay hombres.
Fayad Jamis
El ruido de mis palabras despierta mis pensamientos. JosĂŠ MartĂ
Tengo ganas de leer algo hoy. Francisco Madariaga
No puedo dejar de pensar en lo sorprendente de la casualidad y en la cantidad de cosas que ésta me ha revelado. No puedo dejar de pensar en la enorme diferencia que existe entre ver To Rome with love encerrado en una habitación del centro de Madrid (una sola puerta y una ventana), bien alimentado y en compañía de la mujer más maravillosa del planeta y, por otra parte, encontrarme tan sólo unos días después a más de nueve mil kilómetros de distancia, sin tenerla a ella aquí físicamente, viendo Midnight in Paris en el doblaje latino (la otra la vi en versión original con subtítulos) a bordo del camión que se supone que me va a llevar a Matehuala, San Luis Potosí, México. La diferencia entre consumir una postal de Europa (como llamó una vez un amigo a las producciones más recientes de Woody Allen) en una ciudad europea —por más que ésta sea Madrid, mi Madrid— y hacerlo en un camión que huele intensamente a meados, intentando centrar la vista en la pequeña pantalla ubicada en un ángulo peligroso para la integridad de mi cuello pero sin poder evadirme de las imágenes de cactus y piedras y vulcanizadoras y taquerías que cruzan mi campo periférico de visión, en fin, del semidesierto. Y lo mismo pasa con la música y el traqueteo y el llanto del mocoso de tres filas más adelante. Tele, montaña, llanto, París, lluvia, desierto, ventana jazz señora tranquilice a su niño libro de Galeano Scarlett Johansson ventana tele traqueteo Cole Porter México Madrid Roma tele Chavela ella. Al menos al final todo acaba en ella y en su risa de manantial o, por ser un poco más anti, de toallita de ésas que dan en los aviones o en los
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restaurantes chinos después de comer y que supuestamente huelen a limón y suelen acabar limpiando axilas o culos de bebé. He sabido que Madrid la está atacando en mi ausencia, y de algún modo escribo esto con la esperanza de que una fuerza sin nombre y que desde luego no comprendo surque el océano y la ayude, y no por ella, no, sino por quienes la rodean, es decir, por el resto del universo, es decir, por mí y por ellos y también por ti. Aunque por otra parte quizás todo esto no sirva para nada, pero quién sabe: experimento. Una linda muchacha que era como un huracán y que luego me preguntó cómo la percibía y le dije: como un huracán nos contó una historia a A y a G y a mí. Su nombre —el de ella— es M, como el mío y el de ella y el de otras personas pero no como el del protagonista de esta historia, que se llama J. Y cuando digo esta historia me refiero a mi historia, es decir ésta, ésta que lees, y no a la que M nos contó a A y a G y a mí en una plaza cualquiera de Querétaro, es decir, tan psicodélica y tan líquida como cualquier otra de las de esa ciudad de noche; ojalá mi narración te evoque lo mismo que a A y a G y a mí nos evocó la de M. M habló de autostop, del desierto, de Wadley, de El Tecolote, y G y yo escuchamos en religioso silencio mientras A tomaba notas (hay que aclarar que A es escritor, observa y anota, no como yo, yo sólo cuento aquello que me ocurrió; espero que me perdonen la falta de arte). E, por el contrario, observaba callada y como intuyendo que en esa historia faltaba algo. E suele callar y mirar, viajando a través de la vida y observando cómo ocurren las cosas a su alrededor. E es
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mexicana. Aquí vivir es contener el aliento && pasar de largo, dijo un poeta mexicano. Eso o algo muy parecido. Me ruge el estómago. No he comido nada porque A y yo llevamos la plata bien ajustada y hemos decidido que lo mejor es esperar a las seis y media más o menos y entonces comercenar. En estos momentos maldigo mi costumbre de no desayunar, pero el hambre deja paso a una sonrisa cuando ese pensamiento me trae su recuerdo, el de ella, obligándome a comer un sándwich de queso que parece una fotocopia del de la mañana anterior y que la engarza con ésta, y comprando mi hambre a fuerza de besos. ¿Ya dije que aquí hombres y mujeres se saludan dándose un beso y un abrazo fugitivo? Es como si en cada despedida hubiese un te quiero, por si acaso. En la Argentina es parecido, aunque a mí me gusta más porque los hombres entre sí también se besan. Me trae recuerdos de mi infancia en París, donde todo el mundo se daba tres besos, y éstos me hacen mirar a la película. En la pantalla veo la escultura de El Pensador, de Rodin, en un plano desde arriba. Lo curioso es que hace unos minutos estaba pensando en esa obra y, claro, la imaginé desde abajo, como yo la veía a los nueve años, y ahora no logro rescatar esa imagen sino sólo la del plano elegido por Woody Allen. Es lo mismo que me pasa con Hogwarts. Te reto —si es que leíste Harry Potter (esa alegoría sobre el poder de la imaginación infantil o sobre la esquizofrenia o el coma de un chico inglés preadolescente— a que recuerdes cómo era para ti Hogwarts antes de ver la película. ¿Cómo era la Hermione que imaginé a los nueve años? Ha quedado sepultada en mi memoria para dejar
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paso a su nuevo y flamante doble (Emma Watson). Al fin llegamos a Matehuala. Es noche cerrada y caminamos por ahí con las mochilas a cuestas en busca del centro, en busca de un lugar para dormir. Tal vez no haya peligro pero las historias que E nos ha contado hacen que mantengamos un alto nivel de paranoia. Un coche blanco: es narco. Lunas tintadas: es narco. Un chico cierra la puerta de su casa cuando nos acercamos: va a avisar de que hay carne fresca. La policía: nos van a bajar la mota y la plata que llevamos. Al final, llegamos a un hostel y resulta ser demasiado barato para lo que ofrece: sospechamos, pero es nuestra mejor opción. Sin embargo, cuando llegamos al cuarto encontramos sobre la cama una colcha con dibujos del cochinillo de Winnie de Pooh, y al fin nos miramos, nos reímos, y podemos descansar tranquilos.
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Dos El sol es gente, gente muy importante, si se muere nosotros tambiĂŠn moriremos. La luna es gente. El fuego, el agua y el viento son gente muy fuerte. Dersu Uzala
Me arrastro sobre la última de las piedras que creo que voy ser capaz de remontar, aunque ya he pensado eso varias veces. Sin embargo, creo que ésta sí es la definitiva antes de que el hambre, el cansancio y la deshidratación me venzan. Al menos hay algo bueno en el hecho de ir a morir, y es que puedo fijarme bien en esta piedra que normalmente apenas habría logrado llamar mi atención. Esta piedra negra con alguna que otra mancha blanca y porosa, con decenas o quizá cientos de cráteres distribuidos por toda su superficie. Una piedra que casi podría ser una esponja. Me dan ganas de morderla y sentir cómo cede bajo mis dientes. Pero no, ya basta, estoy delirando. Al final no he sido capaz de alimentarme sólo de cactus. Cuando ya estoy a punto de abandonarme a la muerte, veo surgir un alacrán de debajo de la arena que corre a ocultarse entre unas ramitas secas. Si puedo cazarlo tal vez me dé alimento suficiente como para lograr buscar alguna otra cosa. Agua, tal vez. Eso sería hermoso. Tiendo mi mano, siendo por primera vez consciente de que tengo un aguijón de cinco dedos mucho más peligroso que el de cualquier escorpión. Hay que tener cuidado para no arrojar sombra sobre él. Lo siento, desierto, por devorar a uno de tus hijos, pero algún día yo moriré y te devolveré esta vida que ahora te arranco. Con mis últimas fuerzas, logro atraparlo. Noto cómo forcejea entre mis dientes. Cruje. Siento su fuerza recorriéndome. Me guardo el aguijón, tal vez me sea útil. Puedo disfrutar de cómo palpitan las venas de mis ojos. Parece que hoy tampoco moriré.
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Tres Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.
Felisberto Hernández
Tras otra noche en Matehuala —esta vez en un lugar más asequible (cincuenta pesos compartiendo la cama)— A y yo nos juntamos con G en la estación y nos encaminamos hacia aquí, hacia Real de Catorce. Anoche tuve un sueño inquietante, tal vez por la ingente cantidad de picante que había tomado o quizás porque a medianoche se coló un gallo en nuestro cuarto por la ventana y se puso a cantar, lo cual ha de inquietar profundamente a cualquiera que haya leído a Lorca de forma medianamente cabal. Real de Catorce es un poblado que promete más de lo que tendremos tiempo de conocer de él, pues debemos seguir camino. Salgo de casa de ella y me encuentro con un todoterreno blanco con las lunas tintadas. Vamos a dormir en casa de uno de los paisanos de acá dándole veinte pesos por noche cada uno; es bastante razonable. Lo raro es que miro a derecha e izquierda y no logro ver otra cosa sino una enorme hilera de coches en fuga hacia Atocha por un lado y hacia Embajadores por el otro. El poblado está en uno de esos desiertos de piedra que siempre me han hecho cosquillas en la imaginación y que me recuerdan al Runaway. Y otra cosa que me sorprende es que todo está totalmente cubierto de sangre. De algún modo me siento como si estuviese en una aventura gráfica; es una impresión que ya había tenido alguna vez, lo mejor es pararse y respirar hondo. El todoterreno que tengo delante, por ejemplo, está cubierto por una densa capa de sangre a medio coagular que resbala por su superficie con una continuidad incómoda. Lo primero que hago después de reponerme es preguntar por un lugar con internet. Sin
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embargo, la calle no se encharca porque la sangre se va por las alcantarillas. Parece que no hay ninguno y decido preguntar por el camino que baja el Cerro del Quemado, el siguiente paso antes de El Tecolote. También hay gente que pasea con aire de total indiferencia. Me dicen vaya hacia el norte por ese camino, pero tenga cuidado con los federales, que no lo agarren con nada, y asiento. Hago algo que me sorprende: cruzo la calle como cada mañana: debo ir a la Universidad. Real de Catorce tiene todas las papeletas para convertirse en una gasolinera en algún universo ciberpunk tipo Mad Max o Fallout; ahora empieza el verdadero viaje. Me subo al autobús y al ir a picar miro mi mano con terror al ser repentinamente consicente de que yo también estoy cubierto de sangre, meto el boleto y saludo al conductor.
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Cuatro Entonces se dijeron unos a otros: “Venid, hagamos adobes y quemémoslos con fuego.” Así empezaron a usar ladrillo en lugar de piedra, y brea en lugar de mortero. La torre de Babel
Ya hace tiempo que no hablo. De día me cubro bajo un techo que construí y que empieza a ser un hogar para mí. De noche me resguardo del frío cavando un pequeño agujero en la tierra, que me ofrece el calor que acumuló durante el día. Hay algunos chacales y he aprendido a cazarlos utilizando el veneno de los alacranes. No tengo ropa ni la necesito. Tampoco medicina. Hace poco, frotando dos piedras entre sí para comprobar qué ocurría, vi una chispa. Luego conseguí hacer fuego y descubrí que la carne es más blanda y sabrosa si la expongo a Su Fuerza durante un tiempo. Las cosas funcionan así en esta parcela del planeta, que para mí es el planeta. Las hojas del nopal, tras unas semanas a la sombra, liberan un sabroso líquido que me embriaga. Los nopales endulzan la vida, aunque hay que tener cuidado al pelarlos, pues buscan venganza contra quien los arranca. Estoy descubriendo cosas que jamás pude imaginar, o tal vez ya las sabía y mi memoria, que cada día es más débil, ya no las puede retener. Es una sensación deliciosa ésta de perder el recuerdo, de romper la cadena que me ata al pasado. Ni siquiera me apena saber que cuando este proceso llegue a su fin no podré recordarlo... o siendo sincero sí, a ratos me asalta la nostalgia, pero cada vez con menos frecuencia. He hecho un amigo. Es redondo y amarillo y tímido porque no se acerca, aunque bravo, porque es difícil sostener su mirada. Parece más fuerte que yo. Y digo que es mi amigo porque, si bien cuando está me hiere, cuando se marcha sufro una sensación terrible que me hace pensar en la muerte. Es algo complicado, pero sé que ya varias veces la
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he rozado. Cuando aquella piedra hizo flaquear la estructura de mi casa, sin ir más lejos, un alacrán clavó su aguijón en mi pie izquierdo. No lo maté, porque entendí que era el precio por haberme alimentado de su hermano, pero el dolor fue rojo y negro y terrible y, de no haber comido algunos cactus que encontré, estoy seguro de que ya habría muerto.
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Cinco Y caminaba, semejante a la noche.
La IlĂada
Nuestro lecho florido, de cuevas de leones enlazado. San Juan de la Cruz
Caminamos sin descanso hacia nuestro último destino y según el Cerro del Quemado va quedando atrás me siento más profundamente enamorado de esta roca, de esta arena y de la oscuridad de esta noche azteca que nos envuelve. Formas rectas allá donde miremos o formas curvas que se hacen rectas bajo el influjo de todas las historias que alguna vez oímos. A nos habla de un libro que está leyendo, algo sobre la mafia, pero una risa proveniente de lo más hondo del desierto le corta la historia por la mitad y G y yo notamos que no quiere seguir hablando. Entonces, G nos dice que en esta tierra quemada ha encontrado su lugar, pero la voz se le debilita mientras lo dice y al final termina por desaparecer cuando nos contaba algo sobre demoler el pasado y construir uno nuevo con los escombros. Pero un pasado al fin y al cabo. Sin embargo, en este desierto donde la única luz a la vista proviene de nuestros tres cigarros sólo hay presente, sólo hay un color. El sudor del día se ha convertido en los escalofríos de la noche y eso me recuerda lo que he soñado. G calla. ¿Qué has soñado?, dice A, y de repente soy consciente de que hablaba en voz alta. Me veía desde afuera, les cuento, ¿entiendes? Sí, entiendo, dice A, pero —respondo— era como si a la vez viese desde los ojos de esa persona que se suponía que era yo. Pero eso es imposible, dice A mientras me mira. Sí, ya sé, ya sé, pero es como fue, una especie de desdoblamiento de los puntos de vista o algo así. Por un momento, el sonido del desierto se impone, pero hay que silenciarlo, hay que evitar que de todas partes nos asalten esas luces de atrás, esos sonidos de risas, aullidos, esos pasos, y A dice bien, y
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qué más pasaba. No sé si pasaba algo realmente, digo, pero el caso es que me veía y delante de mí había una ciudad, diría que Madrid pero ninguna de las cosas me era conocida, y detrás de mí no había nada. ¿Nada?, interrumpe G, ¿y cómo se ve la nada? Bueno, le digo, era todo blanco, ya sabes, un blanco plano. Ya, pero la nada no puede verse, contesta A, la luz no rebota en ella. Si entre nosotros dos hubiese millones de kilómetros cúbicos de Nada yo te vería igual que te veo ahora. Pienso que sólo quiere alargar un poco más la conversación, pero le respondo: ya, ya sé, pero en el sueño yo sabía que era la Nada, es una de esas convicciones absolutas e irracionales que podemos disfrutar cuando soñamos. Vale, dice A, OK, dice G. Y el caso es que a mí, como también estaba fuera de mi ser, digamos, pero sin connotaciones metafísicas, me daba por mirar a la Nada desde mis ojos, y me giraba, les digo. A y G me miran expectantes, y yo sé que es porque tienen frío, porque tienen miedo, y que en el calor de nuestra casa mi historia jamás les habría interesado. En esta situación, en cambio, me empujan a seguir. El hambre y el frío y el peligro avivan la historia, pienso, y continúo: y bueno, cuando me giraba veía que sólo había algo allí donde yo pusiese los ojos, es decir, que la Nada huía de mis pupilas. ¿Y ya está?, preguntan. Ya está, respondo, en ese momento el sueño se convirtió en pesadilla, añado, y seguimos internándonos en la noche, siempre mirando hacia adelante.
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Seis Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma.
Borges
El otro tipo. Es distinto a mí. Es rubio. Habla mucho. Yo hacía tiempo que callaba; es difícil. Vive en una caseta. Ha hecho un camino desde su hogar al mío. Es parecido, pero es diferente. Quién eres, le he dicho, y me ha sonreído con dientes que parecían armas, picados por alguna enfermedad desconocida. No me ha gustado pero si la tierra le permite quedarse yo no debo evitarlo; ella es mucho más sabia. De todos modos ya no puedo odiar ni sentir miedo, así que le digo: yo no me llamo J, hace tiempo que no tengo nombre. Sí, hombre, claro que sí. Se ríe. Su ropa me clava agujas en la memoria. Tú eres El Jefe, y yo soy Johnny, y seguro que podemos hacer un buen negocio con la gente que pronto vendrá a visitarte. Cierra el ojo derecho de una manera grotesca y sonríe, pero sólo con la boca. Algo me dice que es mejor alejarse. Me alejo.
... Hoy Johnny me ha traído galletas de chocolate pero las he rechazado. También me ha traído una bebida oscura que arde en la boca. Tampoco la he aceptado, siguiendo un consejo que yo mismo me di en momentos en los que fui más sabio que ahora. Sin embargo, hay algo contra lo que mi voluntad no siempre puede y que ya casi había olvidado: el aguardiente. Creo que esto es una batalla entre Johnny y yo, y ésa es su arma. Yo también tengo un arma conmigo, o un escudo más bien. Veremos cómo acaba todo esto. Veremos si acaba.
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Siete El ángel de los hombres tenía un nombre secreto. Había nacido en un pueblo desaparecido…
Homero Aridjis
A este lugar se llega a través de un camino que ha nacido de los pasos de todos aquéllos que alguna vez han venido a conocer al Jefe. Extrañamente, ni A ni G ni yo logramos recordar el nombre del lugar, pero qué importa el nombre si lo tenemos ante nosotros, con sus cactus y sus piedras y el viento seco que ningún nombre puede comprender. Me agacho y como. A la vera del camino hay una pequeña caseta y un hombre rubio sale de ella. Por un momento pienso tal vez sea El Jefe pero A me susurra al oído ése es Johnny. Nos saluda amablemente, tiene un cierto acento gringo. ¡Hey!, ¿qué tal están ustedes amigos? ¿Vienen a por diversión? Nos guiña un ojo. No, muchas gracias, digo. El miedo me invade pero contengo el aliento y paso de largo. ¡Eh, amigo!, ¡qué grosero!, dice sin dejar de sonreír. Por lo que M nos contó, Johnny se gana la vida fingiendo ser un tipo amistoso y vendiendo a la gente que va a buscar al Jefe a los federales. Sin embargo, hay que pasar ante Johnny para poder hablar con El Jefe: muchos no llegan. ¡Amigo!, ¿no quieren tomar un poquito de aguardiente? La voz de Johnny se pierde en la lejanía.
... La primera vez que vi al Jefe no pude evitar pensar que me había equivocado, si no de persona, sí en mi decisión de buscarle. Un alemán le sujetaba la larga cabellera mientras él expulsaba con violencia un vómito que olía intensamente a alcohol. El alemán se llamaba Nick, ¿Nick qué más?, sólo Nick, nos dijo. El Jefe repetía sin
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descanso unas palabras como un mantra: “puedes hacerlo pero no puedes tenerlo, puedes hacerlo pero no puedes tenerlo…”, y Nick nos explicó: esto es culpa de Johnny, y nos señaló una botella de aguardiente vacía. Parecía que había terminado cuando, tras unos segundos callado, añadió: pero El Jefe acabará por vencer; es fuerte. Nick nos explicó que se había quedado a vivir allá —él tampoco caía en cuál era el nombre del lugar, o tal vez nunca lo supo— para aprender del Jefe, y no para ayudarle como aventuré yo en un principio. “Puedes hacerlo pero no puedes tenerlo”. Nos preguntó a qué habíamos ido y se lo explicamos. Nos dijo que El Jefe nos ayudaría cuando estuviese mejor, dijo: El Jefe es un guía, y por eso los ayudará, y señaló un pequeño pedazo de vidrio que pendía de un finísimo hilo y explicó: cuando viene una tormenta de arena, su rumor llega aquí antes que su azote. Nosotros no podemos oírlo, pero “él” sí puede, dijo señalando al vidrio, como si eso legitimase la condición de sabio del Jefe. Se llama Tzum, añadió. Durante las veinticuatro horas que El Jefe tardó en reponerse, Nick me explicó algunos de los extraños mecanismos que había aquí y allá en el poblado —todos con sus respectivos nombres—, en los cuales yo no habría reparado de otro modo, y me presentó a otros que habían venido en busca de lo mismo que nosotros: Claude, Angelo, Juan Diego, Clara, Nishi, Harold… y nos dio algunos consejos sobre la mejor manera de montar la tienda de campaña. Muchas gracias, le dije. No, de qué, respondió, a mí me lo enseñó todo El Jefe… y sonrió con toda la cara.
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Ocho
Bajo la colina. Me giro y ahí está El Jefe. No dice nada pero yo oigo lo que no dice y es: olvida. Me relajo y sigo descendiendo. Primero me quito la camiseta y me enfrento al desierto con el torso descubierto. Después los pantalones, las botas, todo, y entonces ya no lucho contra el desierto sino que soy el desierto. Sigo viajando. Recorro miles de kilómetros y me giro: ahí sigue El Jefe. Me siento lleno de una alegría volátil que se desborda de mi ser, y el desierto también está alegre entonces. Pienso en mi viaje de antes y recuerdo El Aleph, de Borges, y todo está a punto de desvanecerse. Pero El Jefe me ayuda a mantener la estabilidad del espacio y el tiempo que se están encontrando en mí. Luego me quito el nombre, dejo de ser Munir. Creo que paso largo tiempo escupiendo cada letra en la arena, no es fácil. Mmm… Uuu… Nnn… quizás tardo segundos o tal vez sean horas. Para mí pasan siglos. Después de eso, no recuerdo nada, pero sé que vi, que amé todas las cosas que vi, y que éstas fueron el Universo entero, que en realidad —y lo pondré en palabras a pesar de que sé lo inocente que eso resulta— no es tal, no es un universo porque no tiene límites y las cosas que hay en él tampoco los tienen: somos una masa sobre la que el espacio y el tiempo copulan mientras viajamos más allá… sin embargo, todo eso son palabras, y cuando uno vive eso comprende que sólo hay una palabra posible: todo, que no puede existir, y entonces se baña en el silencio. Sólo cavo un túnel por el que tú puedes entrar, aunque si lo miras quedándote fuera sólo obtendrás una cosa: oscuridad.
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Nueve Es bueno para este ejĂŠrcito proponerse como su meta mĂĄs alta desaparecer.
Subcomandante Marcos
Salimos de El Tecolote (dejando atrás al Jefe) con una fuerte nostalgia que apenas ha empezado a crecer en la nariz. Él me mira y me sonríe. Dice: recuerda que no es posible que te alejes de ninguna parte. La voz del Jefe es un bálsamo, como la risa de ella, y todos nos reímos. Apenas si podemos imaginar la que se nos viene encima.
... En México, el fusil cuyo cañón me está aplastando la cabeza contra el suelo se llama cuerno de chivo. El pie de un militar presiona mi tórax contra la tierra de la caseta, de modo que me cuesta respirar. Veo a Johnny por el rabillo del ojo; sonríe junto al que parece el militar de rango más alto. Ante mí tengo la cara de G, que llora una sola lágrima enorme que rueda lentamente por su mejilla hasta alcanzar la tierra, secándose cuando se tocan. Le sonrío y muevo los labios formando las palabras nadie puede matarnos y también: no puedes tenerlo, pero puedes hacerlo. G comprende y ahora también sonríe. De atrás nos llegan las voces de los militares, pero no somos capaces de distinguir ninguna palabra, hasta que uno de repente grita: ¡Eh!, ¡tú de qué te ríes!... y a G se le borra la sonrisa… ¿Así que son españoles, eh? La voz que se ha adueñado del silencio que ahora reina contiene una enorme fuerza. Tardamos en responder porque ya casi lo habíamos olvidado, pero aquí fuera la palabra español significa algo y A responde que sí, que lo somos. Los militares vuelven a su discusión, y yo distingo la voz de Johnny: ¿limpios? ¡Eso no es posible!, y el
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registro vuelve a dar comienzo, esta vez de forma más exhaustiva. Nos quitan las camisetas, los pantalones, y palpan todo nuestro cuerpo mientras otros miran nuestra ropa y nuestras mochilas. Cuando terminan, oímos un golpe y Johnny rueda por el suelo. La voz fuerte de antes exclama pendejo… ¡vamos, suéltenlos! y llena toda la casa de Johnny, que es donde parece que estamos. Nos devuelven nuestras cosas y, cuando ya hemos terminado de recoger, les miramos en busca de alguna orden, pero parece que no existamos para ellos, que se ocupan en patear lo que queda del ya inconsciente cuerpo de Johnny. Al salir de la casa de piedra comprobamos si está todo: sólo nos falta el dinero de las carteras. Sin embargo, la alegría de estar vivos es más que suficiente, casi ni sentimos el frío del desierto. Además, A y yo teníamos la mayor parte del dinero bien escondido, lo de la cartera sólo era un señuelo. Vamos, vamos, digo asustado, y marchamos. Curiosamente, charlamos alegremente, no hay silencio, y reímos de la manera en que las personas ríen cuando saben que nadie las mira. Una vez lejos de la caseta, nos abrazamos eufóricos y nos besamos los ojos sin saber bien por qué, sin necesitar saberlo, y cantamos y bailamos durante un buen rato antes de seguir nuestro camino. Dos días después, estamos de nuevo en Matehuala.
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Diez Camino, miro a mi alrededor y me pregunto si, finalmente, la literatura no sera esto: un infinito de arboles sin nombre que ha esperado durante siglos la llegada de un hombre voluntarioso que los bautice y que los haga reales para el resto de los mortales. Rodrigo Fresรกn
Y éstos, Marta, son los papeles que te prometí. Quizá te resulten molestos, por la cantidad de incógnitas que te plantearán, pero créeme si te digo que a mí también. ¿Qué demonios me pasaba por la cabeza cuando escribí eso de la “Teoría de la Verdadera Inteligencia”? Si te he de ser sincero, hay algunos párrafos que ni siquiera recuerdo, pero sin duda la letra es mía en todos los casos. Otras cosas sí las encuentro sin dificultad en mi memoria. Personas, lugares, sensaciones. Aun a riesgo de que me tomes por loco, te diré algo: desde que releí todo esto, tengo una sospecha: ¿puede ser que El Jefe sea yo de algún modo? ¿Una proyección al futuro? ¿Una meta? No sé. Lo cierto es que desde aquel día el tiempo no es algo que me tome demasiado en serio. Sé que hubo un momento en que lo vi todo claro, pero esta maldición que es la memoria se extiende según pasan los días y ya apenas puedo alcanzar algún pedacito de lo que viví. Sin embargo, algo me dice que esto no ha acabado, que viviré todo aquello de nuevo, y que tal vez lo haga contigo… que quizá podamos instalarnos para siempre en uno de esos momentos. Pero basta ya de dudas, también he sacado de esto algunas cosas en claro. Por ejemplo, que ya siempre podré tomar aire profundamente y volver por un instante a estar con El Jefe cuando lo necesite. Si quieres, podemos respirar juntos. Otra seguridad que ha nacido en mí es la de que lo próximo que escriba lo tendré que escribir solo, sin Chejov, sin Borges y sin Bolaño, sin Cortázar o di Benedetto, en fin, solo, abajo de los hombros de los gigantes. Y lo que surja
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será, sin duda, algo nuevo. Tal vez idéntico a alguna otra cosa, quizás letra por letra incluso, pero nuevo al fin y al cabo porque mis palabras serán yo. Pienso en Pierre Menard. Ya me despido. Escucha: no he sacado copia de estos papeles, cuídalos bien, por favor. Lo más importante que he aprendido es que hay que escribir, escribir, escribir. No importa el qué. Porque escribir es buscar, buscar lo otro. Y porque por mal que lo hagamos —si es que es posible escribir mal— lo que importa no es el resultado (que nunca existe, en realidad), sino el proceso. De alguna manera, un texto literario es un relato del camino que hemos seguido para llegar a escribirlo. Curiosamente, es hablando como he aprendido a escuchar otras voces que me cuentan cómo llegaron hasta la amistad o el horror o el odio o la esperanza. Cuento los días para que nos veamos; me muero de ganas. Te quiero, Munir.
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