Literamita o dinatura

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Loro Literamita o dinatura

Colecci贸n Los escritores b谩rbaros


Coste de impresión por ejemplar: 0,85

Autor: Loro

lorite110@hotmail.com

Colección Los escritores bárbaros. losescritoresbarbaros.blogspot.com losescritoresbarbaros@gmail.com Copyleft: esta obra está sujeta a la licencia Reconocimiento NoComercial 3.0 Unported de Creative Commons. Se permite su reproducción total o parcial y su modificación, masticación y defecación siempre y cuando éstas sean sin ánimo de lucro. Para la maquetación de este documento se han utilizado progra­ mas de software libre como Ubuntu, LibreOffice o Scribus. Maquetador: Loro. ebediziones@gmail.com Estaremos encantados de ayudar a cualquier persona interesada en editarse de manera independiente.




BU

SCA N L D A O LUN A



Loro

Salgo a pasear,

por dentro de mí

veo paisajes que de un libro de memoria me aprendí.

Buscando una luna, Extremoduro.

Gerardo Suárez se dio cuenta de que había dejado de es­ cribir y ahí empezó todo. Cuando ocurrió, lo primero que hi­ zo fue recordar sus primeros y lejanos textos: pequeñas y rimbombantes poesías destinadas a todas aquellas que nunca las iban a leer ­la mayoría ni sabían que existía­. Recordó, con media sonrisa, cómo gustaba de ensalzar aquellas figu­ ras adolescentes de maneras bizarras, usando insultos o pa­ labras escatológicas a veces. La timidez, que siempre le acompañaba en toda relación humana, decidía abandonarle cuando se plantaba ante el papel, ante su verdadero yo. Sólo él mismo se conocía. Después solía interpelar a aquellas fi­ guras directamente, a través de todas esas frases herederas de los grupos de punk que sonaban en sus oídos cuando ca­ minaba solo por la calle, allá por los quince o catorce, la edad de los poetas. Aquello solía parecerse más a la letra de una canción que a una poesía, pero a los quince eres un buen poeta porque sudas de esos anacronismos categóricos resuci­ |7|


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tados por los críticos. Al final, cuando acababa, siempre ocurría lo mismo: había tocado el cielo, lo sentía, al igual que sentía cómo esa sensación moría ante la llamada de lo terrenal, o su madre gritando: la comida. Entró, orgulloso de ir a dedicar cuatro años a algo total­ mente inútil (muy punky eso), a la carrera de filología clásica en la UAM, aunque por aquel entonces tenía ya un nombre totalmente obsceno que ni se molestó en aprender. Esa fue la época de los cuentos. Los cuentos ya no pedían ese senti­ miento, exigían el esfuerzo creativo, pero, ante sus maravilla­ dos ojos, en el papel, se dibujaba un mundo entero desde su mano izquierda: un mundo entero, por favor, párense un se­ gundo a meditar, joder. Esta ambición se cultivó en las char­ las con los chicos del grupo que más tarde pasaría a llamarse “los escritores bárbaros”, así, con minúscula, si no, ¿a qué lo de bárbaros? Heredero del espíritu de Bolaño, lector empedernido, pura vitalidad, depredador del conocimiento, cruce de las culturas en su sangre, Goye lideró el grupo desde que se creó, o más bien desde que él lo creó. Siempre quiso tener una editorial. Veía maravillas en los textos de sus amigos, al igual que veía como el mercado no estaba preparado para soportarlas, sim­ plemente no encajaban. Su editorial iría por otros caminos más tranquilos. También le interesaban pintores y músicos. Por los pasillos y las zonas de cesped de la facultad, en los parques donde bebía y hablaba hasta altas horas de la noche,

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en alguna que otra rave, en los vagones del metro, en el au­ tobús, allá donde iba, encontraba a alguien interesado en su proyecto y lo adscribía rápidamente. Reunió a un gran grupo de locos entre los que se contaba Gerardo, con la privilegia­ da e insigne posición de fundador. Al principio organizaban pequeños recitales donde la gente, algo bebida, se animaba a leer lo que fuese y todo luego se tornaba en salvajes fiestas. Cualquier lugar era bueno: algún garaje del que alguien dis­ ponía, una casa en la sierra de fulano, los propios parques. Los músicos también se empezaron a unir a aquellas fiestas, iba todo aquel que amaba, como buen sátiro, el arte y la fies­ ta. Con los medios que tenían, algunos euros de la venta de “Steinburg, cerveza de los reyes daneses” ­así rezaba el car­ tel­ en las fiestas, pudieron financiar una pequeña revista que repartían entre toda aquella gente. Reunía, caóticamente, to­ do tipo de escritos y dibujos. Surgía desde ellos y para ellos: un regalo que se hacían entre todos. “Nadie de los que vive fuera de nuestro gran círculo, mun­ do de los soñadores, pagaría una mierda por esto. Y paso de desperdiciar el papel para que acabe bajo la cama de algún gafapasta o un puto hipster, ni hablar. Aquí es bienvenido to­ do el mundo, que vengan y lo busquen. Aquí tenemos todo , absolutamente TODO. El universo entero con toda su com­ plejidad geométrica se recrea allá donde vamos, ¡y podemos verlo, tocarlo, olerlo, follárnoslo si queremos! Cualquiera que sepa sumergirse en la vida es bienvenido aquí.” Goye solía recitar este incoherente discurso o alguna paráfrasis del mismo cuando estaba borracho, debía ser algún tipo de lema |9|


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fundacional que nunca escribió y quedó grabado en su cabe­ za. El grupo creció aún más y la editorial cobró forma a través de los materiales que Gerardo muchas veces clasificó junto a Goye y otros de los primeros. Nadie supo muy bien cómo financiaba todo aquello. El hecho es que sus ingresos parecían multiplicarse. Los hechos eran: Goye desaparecía una temporada y regresaba de lo que parecía algún viaje; re­ corría los anti­festivales de España, divirtiéndose y vendien­ do gran cantidad de LSD en tripis, cartoncitos de la felicidad; regresaba de su periplo con una suma importante de dinero que invertía sin dudar en su editorial: “escritores bárbaros”. En fiestas y recitales se vendían a un precio ase­ quible, hasta vino gente ajena a comprarlos, o mandaban algún pedido concreto por internet. Gerardo escribía entonces gracias al sentimiento común que se creaba en aquella familia, sobre todo entre los seis que lo comenzaron todo. Nunca salió a leer porque la vergüenza se lo impedía. Pero realizaban un juego divertido. Sus amigos leían sus textos, una vez cada uno, atribuyéndoselos a un misterioso escritor que llamaban “Talo LII”. Llegó a hacerse verdaderamente famoso desde la sombra, eso le gustó bas­ tante. También le sirvieron aquellas fiestas para deshinibirse y conocer alguna chica, sus archienemigas hasta entonces desde las duras heridas del instituto. Allí conoció a Sara. Empezó a tocar la guitarra y la armó­ nica en las reuniones más pequeñas. Cerraba los ojos, se ol­

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vidaba de los demás y se dejaba llevar por la música. Qué movida, la música; aquel que la ha encontrado de verdad, puede estar seguro de que está ante lo más maravilloso que ha creado el hombre: la celebración de la vida porque sí. Sin embargo, en sus textos, él seguía tratando de llegar al lugar más recóndito de su ser o existencia, dependiendo de a quien hubiese leído ese día, peleaba con la lengua para ahondar en esas zonas en las que no se podía navegar de otra manera que no fuese a la deriva y con cierta intuición de rumbo. Sin darse cuenta, se fue alejando del grupo. Cada vez prefería más estar sólo leyendo en casa. Aquel mundo excesivamente idealista comenzaba a resultarle algo infantil casi. Prefirió centrarse también en la carrera y acabarla. Tenía cada vez una visión más erudita del arte. Era algo para pensar sobre ello, no sólo para celebrarlo. Y ahí fue cuando perdió el sen­ tido lo de escribir, hacía entonces más o menos un año, aun­ que no era hasta este momento cuando se había dado cuenta. Ahora trataba de bucear, no ya en sí mismo, sino en los mundos que le abrían los otros. Buscaba la catarsis, se mi­ metizaba con toda obra que cayese en sus manos hasta altas horas de la noche acompañado sólo de vino y tabaco. Pero ahora le bombardeaban las preguntas, se había dado cuenta. ¿Por qué había dejado de escribir?¿por qué escribía antes? Era joven. No quería pasar su vida encerrado entre cuatro paredes, viviendo con sus padres. Pero ocurría que lo único que le llenaba eran sus lecturas. Bueno, y Sara, pero sabía que más para vaciar sus bolsas escrotales que como eterna compañera del alma. | 11 |


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Especialmente, le llamaban aquellos autores que retrata­ ban lo más oscuro del hombre, esos pensamientos que cuando acuden a la mente sentimos un impulso de reprimir y oculta­ mos a los demás. Recrearse en aquello era sublime, pero al salir de la catarsis: nada. Él era Gerardo Suárez, no Henry Wotton, no Don Juan (el que dejó de ser Tenorio, de Balles­ ter), no ninguno de aquellos niñitos burgueses que Lamborg­ hini retrataba en “El niño proletario”. El huevo del monstruo que venía gestándose en su vientre desde que se hizo las preguntas eclosionó después de un sueño que nunca volvió a recordar. Escribir no tenía sentido porque era huir de la vida misma para sumergirse, durante algunas tristes horas, en un mundo falso. Siempre había que regresar. ¿Por qué no, entonces, escribir en la vida real, con actos y no con palabras como decían los idiotas que seguían a Wittgenstein sin entenderle? Siempre recordó, después, lo fuerte que le latía el corazón el día en que llamó a Sara y le dijo que tenían que quedar para hablar un asunto. Con la boina calada hasta las orejas, cigarrillo de liar hu­ meante en la boca, helado de frío debido a aquella mierda de palestina roja que no servía para nada ­se la quitó y la arrojó al suelo­, manos en los bolsillos de la chaqueta, sin música en los cascos vacíos, andaba y pensaba en cómo quería a Sara. Era una chica alucinante, muy inteligente. En sus ratos libres hacía teatro y a él le encantaba ir a verla. Muchas veces, las más, ni recordaba el argumento de las piezas, sólo iba para | 12 |


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verla desenvolverse en aquel cuadro de luz entre toda aquella oscuridad. Además, y esto era lo más importante, follaba de puta madre, como nadie que él hubiese conocido jamás. Sin ningún pudor, le invitaba a participar en todo tipo de juegos cuyas reglas iba mostrándosele sobre la marcha. Ora violen­ tos, ora dulces, pero siempre alucinantes. Experimentó una molesta erección recordándolos. Y allí estaba, apoyada de pie en el respaldo del banco de madera en el viejo parque de aquel invierno. Sonreía. A Gerardo se le hizo un nudo en la garganta y le sudaban las manos. Estaba a tiempo de pararlo todo, pero se había prometido a sí mismo que no se iba a echar atrás. Ella intento besarle y la empujó contra el banco, apartando la cara. ­ No me jodas­ las palabras salieron solas. Al igual que el tono ronco que nunca antes había reconocido en sí mismo. ­ Pero, ¿qué coño haces? Soplapollas ­ese insulto, en cierto modo lo reconfortó y ayudó en su decisión. ­ Mira, esto va a ser rápido. Hay que dejarse de gilipolleces. Tengo que ponerte algunas cosas en claro. ­ Bien, dale pues­ Su rostro había cambiado. Aparecía el miedo tras la furia que había provocado el empujón. Ello disparó las emociones de Gerardo, pero él las contuvo, podía sentir como todo bullía dentro de él y se disparaba en cualquier dirección. ­ Mira, estoy harto de tener que aguantarte fuera de la cama para conseguir un par de polvos a la semana. Vamos a dejarnos de mierdas. Llámame nada más cuando te apetezca echar un polvo y yo haré lo mismo. Me resulta estúpido todo | 13 |


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lo que haces fuera de la cama y, sobre todo, me aburres. Ella no contestó, paralizada, durante unos segundos. Él, obviamente, no esperaba que la chica, que tenía más de dos dedos de frente, accediese a su petición. Su único deseo era el del conflicto. No un conflicto cualquiera, un conflicto tan real que lo desgarrase. ­ ¿Es una broma?­ la voz y el cuerpo temblaban casi por igual, los ojos de ella ni siquiera se atrevían a mirarle. ­ Pero ¿eres gilipollas o qué? Te estoy diciendo que dejes de hacerme perder el puto tiempo. Dime lo que quiero oír, si no, vete a tomar por culo­ la furia realmente le había poseído, Gerardo se sentía realmente enfadado, luego lo recordaría a la perfección. ­ ¿Qué dices, Talo? No es verdad todo esto y lo sabes. ¿Qué es lo que ha pasado? Conversando no iban a llegar a nada salvo horas de diálogos circulares. Entonces le cruzó la cara de un guantazo y ella casi cayó al suelo. ­ Vete a la mierda. Ahora Sara ya no reaccionaba. Se dejó caer hasta el suelo de rodillas. Manchaba sus vaqueros de barro. Todo su cuerpo temblaba, la mirada aterrorizada. La mandíbula se movía sin parar, como si estuviese drogada. Pequeñas lagrimas bañaban la mejilla enrojecida por el golpe. Al contemplarla en aquel estado todo le explotó por dentro. Su corazón latía desbocado, lo que parecían miles de sentimientos confusos,

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ira, amor, odio, pena, se peleaban en su cabeza a gritos. Lanzó la colilla del cigarro junto a la chica, como un autómata, se dio la vuelta y ya de espaldas musitó: ­ No vuelvas a llamarme, he cambiado de idea. La vuelta a casa la hizo también sin darse apenas cuenta de lo que hacía. No podía pensar. Tan sólo se sucedían una y otra vez las recientes imágenes impregnadas en su retina. Ya en su cuarto, solo, encerrado, rompió a llorar. Lloró como un niño. Abrazándose a la almohada, llenándola de lágrimas y mocos, mordiéndola. Maldiciendo en voz alta, llamando a su mamá. Quería volver de vuelta, abrazarla, decirle que nada de aquello había sido verdad, que era la persona que más quería. Estaba en el extremo opuesto, aquel que ni siquiera había llegado a experimentar antes. La imaginaba tal cual la había dejado y decir que sintió una puñalada hubiese sido banalizar. Agarró unas tijeras que tenía a mano y se rajó las palmas de las manos. Necesitaba ver su sangre para saber si seguía siendo humano. Al verla fluir y chorrear entre los dedos el llanto se tornó en risa. Sí, aquello ocurría realmente. Una risa desquiciada reverberaba entre los libros. Jadeaba, Casi hiperventilaba. Después durmió, durmió como un bebé. A partir de aquel día su vida se redujo a la lectura y sólo salía de casa para provocar aquellas situaciones: Actos Trascendentales, como él los llamaba. Conflictos que disparaban sus sentimientos. Nadie, absolutamente nadie que hubiese bebido de aquello, podría argumentar que no era la misma esencia de la vida. Agradables o no, aquellos | 15 |


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sentimientos contradictorios le hacían sentirse infinitamente más vivo de lo que jamás antes se sintió. Era como despertar de un sueño. Ahora la literatura le rodeaba. Sólo leía para inspirarse y crear su propia novela. Trató con desprecio a sus padres hasta que consiguió que le echasen de casa. El recuerdo que más solía atesorar era el del momento en que agarró a aquel catedrático, lo tiró al suelo y le pateó hasta dejarle casi inconsciente, mientras le recriminaba a gritos el que en sus clases prestara más atención a las tetas de sus compañeros que a los textos. Le echaron de la carrera, tuvo un juicio, pero no pasó nada. Después se instaló en un motel y trabajaba de lo que podía. Pero no necesitaba nada salvo lo suficiente para mantener vivo su cuerpo y poder fumar. Salía ocasionalmente de fiesta con sus antiguos amigos –que le admiraban y temían por igual­, los cuales, excepto Goye, fueron alejándose progresivamente. Les metía en peleas con grupos más musculados y numerosos que normalmente acaban en desgracia para alguno. Su figura iba esculpiéndose a base de heridas en el alma y el cuerpo. También, a veces, en su soledad, seguía mutilándose por placer. Llamaba por teléfono a su madre tan solo para oirla llorar. Con las prostitutas que contrataba raramente conseguía una erección, le gustaba actuar como un niño pequeño y sentirse humillado por la situación. Al principio hacía todo aquello sin quererlo, para provocar el conflicto. Pero, pronto, el deseo de conflicto fue lo único que quería. No había nada más dentro.

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Todos se alejaron para siempre, todos menos Goye. Gerardo vivía en una nebulosa de oscuridad, corroído el rostro por la amargura, de la que extraía una plenitud espiritual que hacía que todo lo intrascendental le importase una mierda. Goye nunca dejó de preocuparse por él. Así era Goye, un pirata honrado. Sus camaradas no se abandonaban, nunca. A Gerardo no le importaba aquello. Él disfrutaba aún de sus conversaciones con Goye, y el otro jamás le juzgó ni trató de hacerle cambiar, le ponía la realidad ante él tal cual era. También hablaban de libros, cosa que nunca cambiaba. A veces, en las cuales Gerardo llegaba a sentir miedo, Goye penetraba tanto en su retorcida mente, que llegó a creerle capaz de cambiarle. Pero eso nunca sucedió. Lo que si ocurrió fue que consiguió convencerle para que le acompañase a un viaje que tenía preparado por Argentina. Él lo pagaba todo. Gerardo estaba un poco cansado de Madrid, cambiar de aires le vendría bien, pensó. Poco cambió allí. Todas las malditas ciudades son iguales, y Buenos Aires no sólo es igual a las demás, sino que es igual en sí misma. Parecía que siempre recorrías la misma cuadra una y otra vez. No obstante, había una realidad muy brillante. La gente vivía todo más a flor de piel. Como decía Goye, esos pobres aún creían en la política. Juntos planearon un viaje a “Los Gigantes”, en la provincia de Córdoba. A Goye le encantaba la montaña y él veía la oportunidad de correr alguna buena aventura si iban | 17 |


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sin dinero. Una peregrinación a aquellas gigantescas montañas de ida y vuelta. Sólo de pensarlo se excitaba, y así lo hicieron. En los grandes mercados de la ciudad asaltaban a todos los conductores de camiones hasta que encontraron a uno que aceptó llevarles hasta Córdoba ciudad. Diez silenciosas horas de camino. Era un tipo rudo el camionero y no quería que aquellos tipos raros le aburriesen con sus historias, prefería sumirse en sus pensamientos, como siempre. Sabe dios por qué les recogió. Los Gigantes era una extensa cordillera que se elevaba hasta las nubes en mitad del desierto de roca y arena que era la Pampa de Achala. La ruta principal para subir se encontraba en medio del desierto, sin nada alrededor salvo una triste parada de autobús y un pequeño refugio de dueños rancios, a unos noventa kilómetros de Córdoba. Anduvieron unas trece horas, sólo con sus mochilas llenas con una botella de agua, libros y un par de bocadillos hasta llegar a un pequeño pueblecito llamado Tanti, el más cercano a las montañas. Allí, exhaustos, el dueño de un pequeño hostel en reformas les dejó tirarse sobre dos mugrientos colchones unas horas para que descansasen. Antes del amanecer, cansados aún y sin comida, sólo con agua, emprendieron los treinta kilómetros que les faltaban para llegar al comienzo de la ruta de ascenso. Alcanzaron antes de la tarde la base, y Goye sugirió descansar. Pero Gerardo estaba extasiado, el cansancio y el sudor le habían enloquecido aun más si cabe, no podía parar ahora, tenían | 18 |


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que llegar al final de una. Se había vaciado de toda emoción y eso, en sí, era una emoción poderosísima. Su peregrinaje era real. Era un peregrinaje hasta sus límites racionales, los límites de la cordura. No podían parar ahora. Le resultó fácil convencer a su colega y emprendieron ferozmente, en silencio, el ascenso contrarreloj para que no les alcanzase la noche. Tenían unas cinco horas para subir y bajar. No había absolutamente nada civilizado alrededor salvo aquel pequeño refugio que ya habían perdido y los monolitos de roca que indicaban el camino seguro del ascenso para no perderse entre las formaciones rocosas. Era salvaje eso. Los animales libres pastaban aprovechando las últimas horas de luz en las pocas zonas verdes que había dejado la deforestación salvaje también del hombre. Bebían del río escaso que bañaba toda aquella sequedad. En los ojos de los dos brillaba una luz extraña por la que se asomaban accesos de locura. La botella de agua se agotó. No importaba, en el refugio había más. Nada importaba excepto subir. Y en la cima vieron el sol espléndido, que en lo rojo de la tarde bañaba de sangre todo el desierto, vasta inmensidad de tierra, sólo para ellos. Nadie se podía sentir importante siendo tan pequeño como se era ahí. Uno se daba cuenta de eso, que no era nada. Y así ocurrió con Gerardo. Todas las emociones vividas hasta aquel entonces se redujeron a nada. Goye se había sentado, pleno, iluminado, en la postura de la flor de loto, a escribir unos versos en su inseparable cuaderno. Gerardo musitó algo sobre ir a mear y desanduvo parte del camino. Entonces comenzó a tirar todos los monolitos de piedras que marcaban

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la ruta, esparcía las piedras de modo que fuese imposible ver ningún camino. Tan sólo montañas y montañas de roca iguales a su alrededor. Cuando ya llevaba una hora bajando se perdió a propósito. La noche comenzó a roer las rocas y una negrura también su corazón. Sólo quedaba la muerte. Había que caminar hasta ella, pero ya estaba ahí, no se veía nada. Todo negro, la luna del cielo parecía no querer iluminarles. Le parecía oír ­seguramente alucinaciones ya por la deshidratación­ los gritos desesperados de Goye. Pero aquello era hermoso. El peregrinaje a la muerte, eso era la vida. Gerardo Suárez Este manuscrito apareció junto a un recorte de periódico en el pequeño apartamento de Gerardo Suárez Ruíz, donde encontraron su cadáver con un revólver en la mano y una bala en la cabeza, en Buenos Aires, a los pocos días de la fecha del periódico al que pertenecía la noticia del recorte. El titular rezaba así: [Encuentran los cuerpos de dos montañeros extraviados en el valle de “Los Gigantes”. Sólo uno de ellos, en extremas condiciones de deshidratación, aún se encontraba con vida]

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S A T S A E I L T N E R O E D R C MU



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Porque si España fuera un donut Madrid no existiría Albacete tendría una playa y tú, y tú, estarías ahí a la verita mía Oh Galicia Calidade, ¿dónde está Bin Laden? En el fondo del mar... sólo Dios o Alá lo saben.

Mártires del Compás

Una pintoresca nota, como hecha por un niño. Sucia, arrugada, borrones de pegotes de tinta. ¿Cómo narices sabía ella que yo iba a mover el felpudo de mi casa para encontrar debajo la nota? ¿Cómo la hizo llegar hasta ahí desde el mismísimo culo del mundo?

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Una dirección en la nota. O más bien un croquis de jeroglíficos que se suponía que tenía que ser un mapa. Si tratabas de buscar con googlemaps no aparecía nada más que una mancha marrón borrosa. Muy lista. Después de tantos años, utilizó una técnica para comunicarse conmigo que aparecía en uno de mis primeros cuentos, más bien experimentos de científico loco. El mensaje era verla, tenía que ir sabía quién era ella circunstanciass en que evitar acudir.

bien claro: si quería hasta allí. Y aunque y me acordaba de las nos separamos, no pude

Supongo que el anzuelo fue aquella referencia a mi cuento. Creo recordar que al encontrar la nota sonreía como un bobo. Ella y yo nos conocimos en un concierto de Gatillazo, de teloneros estaban los Putrefacción Vaginal. Le debí dar algún codazo durante el pogo porque, a la siguiente que surgió de entre la masa violenta de calvos enormes, me mordió en el hombro. Lo demás vino rodado. Bebimos tres botellas de vino, fumamos muchos cigarros y acabamos follando en una casita abandonada que estaba a unas manzanas de la okupa. Al principio

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era ella quien metía más cizaña con lo de colarnos. Pero una vez allí, entre sombras raras de escombros y ruidos de ratas o cucarachas que prefiguraban posibles yonkis acampados, se acojonó bastante. Y eso solo hace que el sexo sea más increible. En aquel tiempo estaba la cosa ya algo jodida en España, pero no como ahora. Yo llevaba ya un par de años viviendo de las becas de traslado universitario. Te ibas a otra universidad y te mantenías más o menos con becas y algún trapicheo. Pero ya se me había acabado el chollo, vivía de nuevo en casa de mis padres padeciendo largas depresiones, atrapado en el limbo de los primeros graduados nacidos durante los noventa. Fue cuando apareció ella. Que vino de la mano de la otra ella, la del concierto. Lo de “de la mano” es un recurso estilístico ya que ella, el objeto directo de hace dos oraciones, era una furgoneta. Conceretamente una Volkswagen westfalia tan preciosa como hortera. Estaba en perfectas condiciones a pesar de su edad. Había pertenecido al tío surfero de la chica del concierto, que cuando jubiló su hobby la dejó en herencia. Ella y yo nos entendimos bien desde el principio en muy poco tiempo. Y la otra, la

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furgoneta, apareció como un rayo de luz púrpura enviado por los dioses para despejar mis depresiones. A parte de lo de vivir en casa de mis padres; la enfermedad mental que padecía, y seguí sufriendo el resto de mi vida, era un mal que le obliga a uno a cambiar su residencia en la tierra cada cierto tiempo. Los que sufrimos de este mal somos como una subespecie de seres yermos que jamás entenderemos qué carajo es eso de echar raices en un sitio. Pero es muy divertido. Después de los consecutivos polvos que echábamos, durante los que ella alertaba a cuatro hectáreas a la redonda ­no porque yo fuese bueno, sino porque ella era así­ yo planeaba elaboradas huidas en voz alta a cualquier lugar mientras ella me ignoraba por completo u optaba por deformar mis planes hasta lo surrealista. Entonces tuve que plantarme ya serio y decirle: es ahora o nunca, se acabó, si no vienes me voy solo. Y fue ahora, es decir, entonces. Ganamos algo de dinero durante el verano para tener un colchoncito. Aún así, durante los meses que viajamos, yo hice acopio de mi morro para jugar a ser músico, poeta o plantillero de camisetas según conviniera. No necesitábamos demasiado, la verdad. Lo más

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caro era la gasolina y la robábamos con una manguerita de los camiones cuyos conductores pernoctaban en la ruta. A ella le costó un poco más acostumbrarse a vivir como cucarachas. Es duro a veces. Se queda uno atrapado en tal o cual sitio, se pasa sueño, hambre, frío, calor. No hay certidumbres. Y eso genera muchas tensiones. Pero la gente del camino y los lugares escondidos valen todo eso y mucho más. Aprendí en aquella época que cuando uno viaja solo, nunca viaja solo. Había toda una peregrinación sin objetivo físico concreto que vivía en constante movimiento. Personas de todos lados sin residencia fija. Ganándose la vida cómo podían en cada nuevo lugar. Yo lo veía como los crotos argentinos, pero a escala mundial, y sin ningún tipo de compromiso pólitico por lo general. Más bien como niños que juegan a ser crotos diría ahora. Según los sistemas legales herederos del derecho de propiedad romano, yo le robé la furgoneta después de casi un año viajando juntos. Pero eso no es así. Durante el tiempo que fuimos una cucaracha morada que se arrastraba por una Europa espejo de la decadencia burguesa, yo la conducía, la arreglaba, la limpiaba, la cuidaba, cocinaba en ella y la alimentaba ­a base de tragar

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gasolina hasta que pulí mi técnica­. Nuestros lazos se estrecharon más allá de lo que cualquier leguleyo culocarpeta pudiera decir con un libro de derecho en la mano. Qué coño sabrán esos chupatintas. Aunque tampoco es que ella llegase a denunciarme, o al menos yo no tuve noticia de ello. Pero eso, que no la robé. Me la gané con mi esfuerzo y trabajo. Después de irme solo con la furgoneta llegué a Rusia y allí tuve que abandonar su cadáver. No dio más. El ciclo eterno. Durante el primer año con ella no fue nada mal la cosa. Después de las recurrentes escenas de sexo nos divertíamos buscándonos las cicatrices de las verdaderas batallas que se libraban dentro de aquel cacharro. Sobre todo, lo mejor, era que nos reíamos mucho. Nos pasó de todo y nos reímos de todo. Recuerdo que, en la finca en que nos dejaron descansar unos días unos jipis franceses, una yegua bizca en pleno galope nocturno se estampó contra la westfalia y casi volcamos. Eso me dio material para semanas. A ella también le hacían gracia las bromas sobre su físico asimétrico. Pero a pesar de su desarrollado sentido del humor, también se veía poseida por Belcebú dos o tres veces por semana. Básicamente se cagaba en toda criatura viviente por el hecho de existir y,

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por consiguiente, ser gilipollas. Yo entonces me hinchaba a porros y me iba a hablar con mis animales totem. No suele tener mucho que contar esa gente de todas maneras. Después de mucho tiempo de práctica, la tormenta consiguió evolucionar y traspasar todas mis barreras mentales y yo explotaba y ella explotaba más. Y tantas bombas en una westfalia tan chiquitita es una cosa terrible. Si nos gustaba alguien de nuestras raciones diarias de viajeros y estos consentían podíamos pasar la noche con ellos. Era un acuerdo mutuo. Pero ella lo aprovechaba más, la verdad que en términos económicos no fue un buen trato. En mi defensa tengo que alegar que no robé la furgoneta por celos. Nunca tuve celos de aquello, incluso a veces agradecía el espacio entre las sábanas y el silencio. Una de aquellas veces topó con un holandés gigante que le propuso acompañarle a su camión en un parque de caravanas; yo llevaba unos días sin dormir demasiado y en una suerte de estado de vigilia arranqué y me fui. Pensé mucho en ello después. Todos los días. Sobre todo cada vez que veía el dibujo del Xolotl en la pared de dentro de la furgoneta. Elegimos al perro

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porque en las culturas precolombinas que ocuparon el actual México representaba a los deformes y a la mala suerte. Ella era bizca, yo hablaba torciendo la boca en una extraña mueca hacia la izquierda y era patizambo, mis pies apuntaban hacia el centro ligeramente. Pero creo que mi subconsciente decidió por mí. Qué era el sufrimiento de una chica egoísta ­tan egoista como yo­, aunque la mar de maja, eso sí, comparado con las grandes miserias que se extendían como chapapote por la Otra Europa, la que estaba lejos de las grandes ciudades. Zigzagueé de un lado a otro durante casi un año más hasta que me quedé tirado en Rusia. De ella no supe más. Veinte años después, un yo cuarentón atrapado en los departamentos de literatura de la UAM gracias a la tésis sobre periodismo literario, –al final, me había dejado de tonterías y me pasé al lado oscuro­ recibe bajo el felpudo el dichoso cróquis que da pie al inicio de este relato. Y claro, la capacidad de asombro se despertó entumecida, pero también renovada de fuerzas, y me obligó a tirar para Galicia. El lugar quedaba situado junto a unas antiguas fervenzas a 2 km de Castroforte del Baralla. Permanecí un par de días en el

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pueblo sin atreverme a adentrarme en los yermos. Al entrar en tierras galegas con el coche y recorrer aquel gigantesco cementerio de piedra, arena y residuos me dieron escalofríos. No estaba vinculado sanguineamente a aquella tierra, pero en sus bosques y en sus costas, durante sucesivos veranos, se sellaron eternos pactos secretos no pronunciados entre mis amigos y yo. Las experiencias allí nos marcaron en cierto modo para el resto de nuestras vidas. Pero de eso nos dimos cuenta y hablamos mucho después de que ocurriese. Ahora aquel vacío tímidamente moteado de fábricas ­casi la única manera ya de ganarse la vida para los habitantes­, unas viejas y derruidas y otras en pleno proceso de vaya a saber qué, se me presentaba como el escenario de una de mis amadas distopías postapocalípticas. Solo que aquello era triste y daba ganas de llorar, nada más. Pero ya van quedando cada vez menos de los que podemos hacer la comparación. Y en un suspiro, ni los habrá. Además aquí se nos da bien olvidar, a menos que se trate de conmemorar gilipolleces. De mis paseos por Castroforte obtuve más información sobre mi resucitada amiga. Un

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paisano que decía llamarse José Bilarraz me explicó que por ahí vivía una comuna de mujeres locas. Que a veces se acercaban por el pueblo a pedir cosas o dinero y si no se iban contentas se ponían a echar maldiciones a diestro y siniestro. Aquel hombre era un vasco que en su juventud vivió obsesionado con la enigmática figura del cuentista Malvido. Trató de seguir sus pasos malditos por aquellas tierras y acabó enamorado. No sé si de una mujer o de la tierra, pero creo que cualquiera acabaría desembocando en la otra. Después de entrar en camaradería de colegas de profesión ­”¿coincidencia o serendipia?” que diría Iker Jiménez­ me atreví a preguntarle por algún asentamiento cercano a las antiguas fervenzas y eso me contó. ­ Los pocos que nos hemos quedado por aquí, nos hemos vuelto un poco locos, me refiero a los pueblos y sus alrededores. Está casi todo abandonado. ­ Ya. Me fijé viniendo. En cuanto salí de la autovía me quedé solo en la carretera. ­ Los que quedan están en las ciudades. Allí aún puedes encontrar agua filtrada y comida que pasa los controles. Aquí los que no murimos gracias a nuestro potente estómago ni huimos como cobardes, pues esos quedamos. Espero que esté al tanto de todo esto y haya

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traido sus alimentos...

Yo ya sabía. Lo poco que quedaba en los ríos, costas y tierra de la Zona era puro veneno. Aunque ya no se habla casi porque ya no reciben turistas estas tierras. Tan solo sus ciudades. Con el plan de desarrollo industrial minero, que comenzó en 2002 con los primeros acuerdos entre la multinacional canadiense Edgewater Exploration Ltd. Y la Xunta de Galicia, y que se concretó para el público en 2011 bajo la obcecada defensa por parte de Alberto Nuñez Feijoo, se colaron esa y otras tantas explotaciones en busca de oro con la falsa fachada de la creación de empleo. No solo las 8400 toneladas de arsénico que quedaron, sino los 20 millones de toneladas de deshechos y residuos, destruyeron aquella pequeña tierra. Los socios capitalistas se fueron y solo quedó veneno. Aún quedan un puñado de periodistas jóvenes que investigan sobre cómo se utiliza la catástrofe para ocultar el nuevo gran vertedero de europa, donde las compañías de proceso de residuos hacían dinero y escondían la mierda debajo de la alfombra. Pero apenas nadie vive aquí y

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apenas a nadie le importa lo que ocurrió. Galicia murió. Como si hubiese podido leer mi silencio en aquel momento y sentenciarlo, José se caló la boina a cuadros y dijo: “Ahora que Galicia es el infierno, por fin es nuestro”. Y yo me quedé pensando en Pedro Páramo. Conmovidos por la magnitud de aquellos recuerdos, mis pensamientos se aclararón y resolví buscar la aldea. Me adentré en los yermos y recorrí caminando la distancia a las antiguas fervenzas. El sol no pegaba demasiado desde su envoltorio de nubes pero hacía un calor del carajo. Daba escalofríos. Mi imaginación no paraba de dibujar fuentes de vapores nucleares, que claramente eran el complemento perfecto para representar las palabras de José, debido a la imprenta que dejaron algunas lecturas sobre la gestión de residuos en Europa. El antiguo salto de agua apenas era un pequeño riachuelo turbio y negro, como de cuento de brujas. Entre unos matojos de ramas secas había una figura envuelta en harapos, acuclillada y como rosmando. Se adivinaban todo tipo de adornos y colgantes entre el pelo sucio y las rastas que cubrían la

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espalda de la mujer. Mis pasos torpes de ciudadano hicieron ruido y la figurá se volvió, ofreciéndome una sonrisa que de golpe y porrazo me trajo un montón de recuerdos y nostalgia. Su dentadura estaba francamente peor, llevaba un parche en el ojo, pero por lo demás no había cambiado demasiado. ­ Estás gordo y pareces torpe ­yo me ruboricé porque tenía razón en ambas cosas y me sentía fuera de lugar.

Aún con hierbas y ramas en el pelo, tenía un nosequé radiante. ­ Lo de tu ojo... ­ Mejor no preguntes, anda. ­ Te queda bien ¿Has empezado a tomar drogas? ­nunca la vi drogarse con nada que no fuera vino porque era como si ya viviese puesta, bromeábamos con lo de que de pequeña se cayó a una marmita de LSD. ­ ¡Qué va! Vivimos con lo poco que sacamos de aquí. Hay setas, las probé alguna vez, pero no me van demasiado, a estas sí.

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Mientras paseábamos hasta la aldea me explicaba aburridos y trillados sistemas de autogestión y yo no podía parar de cavilar en los posibles efectos perniciosos del arsénico para la psique humana. Cuando me atreví a balbucear algo sobre la furgoneta, ella me miró como si le hubiese hablado en marciano y me dijo que aquello no tenía importancia, según su nueva percepción del mundo y la vida. Llegamos al pequeño asentamiento de cabañas construidas con todo tipo de materiales. Desde chapas hasta adobe. Cada casa tenía un cierto toque carnavalesco por lo heterogéneo de sus materiales. Y allí se me descubrió la supuesta guinda del pastel, la razón por la que aquella amazona con pretensiones de bruja me había convocado. Eran 14. Casi todas habían militado en diferentes plataformas feministas de tipo cultural, político o combativo. En algún punto de sus vidas, supongo que desencantadas, habían decidido crear aquel pequeño reducto de irreducibles galas que resistirían ahora y siempre al patriarcado fálocrático de orden mundial. Pero eso no era lo único. Una de ellas, no me dijeron cuál, había aprendido diferentes tipos de

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chamanismo en los desiertos y selvas de América. Decía que podía sentir los lamentos de la naturaleza, aunque y personalmente creo que no hace falta hacerse chamán de nada para sentir eso, y que había que acudir a las zonas donde la Tierra más se dolía para ayudarla. Eran como un grupo de sanadoras que realizaban sus ritos para dar puntos de sutura y desinfectar. Pero su plan iba más allá de nuestra concepción temporal, me dijo mi amiga. Eran el inicio de la repoblación de aquella zona proyectado a decenas o cientos de años en el futuro. Una especie de lucha cósmica para llenar las zonas abandonadas con otros tipos de culturas y fomentar una diversificación radical de las sociedades humanas. No les importaba ser pocos porque, en la que decían su concepción de las acciones como un todo encadenado, cuando su plan triunfase, también ellas serían parte de aquello si se concebía el tiempo como una falacia filosófica. Y yo pensé que si no funcionaba, tampoco les iba a importar porque no iban a verlo de todas maneras. Después de darme una breve ruta por el sitio, mi amiga me llevó a su casa. Era una pequeña construcción con algunos cacharros, libros tirados, botes con plantas embalsamadas, y un pestazo a pescado

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terrible. Tenía un ordenador portátil bastante viejo conectado a una red con la que robaban energía a los pueblos cercanos. Me sentó en una mesa de madera con pegatinas de cromos de pokémon y empezó a contarme que a pesar de que no pensaban de momento incluir a los hombres en su comunidad, sí veían necesario el hecho de procrear para que la comunidad creciese. Y ahí entraba yo. Durante unos segundos mis fantasías explotaron y me gritaron en cuatro idiomas, pero todo volvió a la normalidad, y uso este término con su valor más relativo, cuando me aclaró que la recogida de semén corría de mi parte. Aunque iban a criar los hijos entre todas, se habían dado el derecho de que cada cual tuviese un hijo si quería y de la forma que eligiese. Ella me dijo que después de mucho pensarlo, aunque había querido mucho más a muchos otros, explicarles todo aquello iba a ser muy problemático. Que yo era el que ella pensaba que menos pegas ni problemas iba a poner con todo aquel asunto. Además, ya en otro tono, dijo que recordaba que conmigo se reía mucho y que eso era bueno, que a ver si la criatura salía igual en eso, aunque especificó que actualmente yo carecía de toda gracia. Aunque no aceptaban hombres en aquel momento, si iban a aceptar a los que criasen ellas.

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En cierto modo me sentí un poco intimidado. Yo no sabía si la punki gigante esa de la cresta morada iba a estar fuera, esperándome con un martillo en la mano por si me negaba a ayudarlas en su plan. De todos modos, después de meditarlo, llegué a la conclusión de que le debía como mínimo lo que me pedía. Y se me exigía que no mostrase ningún tipo de interés nunca, lo cual era perfecto. Pero, en parta para ocultar al crio al Estado, y en parte por el odio que profesaban contra la medicina estas peculiares guerrilleras, no querían que la inseminación se realizase en una clínica. Y no sé por qué razones, ni las pedí, mi amiga no me propuso hacerlo a lo cavernícola. Estaba experimentando formas de inseminación naturales, que por lo visto llevaban bastante tiempo investigándose. Por lo tanto accedí, descargué, le di un extraño abrazo, le dije de corazón que se cuidara mucho, que de verdad deseaba que les fuese bien, y que me había hecho sentir un completo cobarde, y me fui. Me di una vuelta por Castroforte a ver si me echaba el último cigarro con José, pero no lo encontré por ningún lado. Y regresé a Madrid con la cabeza como un torbellino. Después de unos días en los que no pude parar de pensar en todo aquello, tomé la

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resolución de escribir algo sobre lo de Galicia. Busqué algunos grupos de resistencia para entrevistarme y conocidos directores de pequeños periódicos que conocía para que me dejasen acceder a sus bases de datos. Casi todos habían dejado de existir. La investigación para una posible novela y todo aquel asunto de mi futuro hijo cada vez me obsesionaban más. Varias veces al día perdía la noción de lo que estaba haciendo, se me quemaban los guisos, me pasaba varias paradas en el autobús o metro. Y al entrar en aquella rotonda con la bici al volver de la universidad, con la armónica de The Wizard aullando en los auriculares y mi cabeza en otros lares, el autobús no pudo sino embestirme con la mala pata de fracturar mi columna en el golpe. ¡Crack! Se acabó Yo ahora sé que mi amiga no solo guardó mi semen para reproducirse, que también. No sé si por seguridad para que no me fuese de la lengua con aquel delicado asunto o por venganza, pero me echaron una maldición que no sé si funcionó o no. Pero ella no fue la única culpable de que yo muriese. Apretó el gatillo nada más, por así decirlo. La

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situación, si se estudia detenidamente en base a lo que he relatado, es bastante más compleja. El caso es que cuando uno muere violentamente, tan solo queda de su ser la miarada sobre todo aquello que lo mató. Y no hay nada más. Y es bueno que las voces de los muertos expliquen qué ocurrió. Así es más fácil que los vivos aprendan de los errores del pasado ­porque un finado de manera violenta siempre es un error­ y no se olviden de quién los provocó, no vaya a ser que lo elijan como presidente del gobierno, por ejemplo. Porque de todos los que han aparecido en mi historia y algo tienen que ver con mi muerte, el único que ha dejado de dormir por las noches y sufre pesadillas es el pobre conductor del autobús.

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DE

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A Alejandro Skyzula, a Guillermo de Posfay, y a Roberto Bolaño

No fue una razón. No fue un instante de lucidez en medio del caos del enloquecido ­en el que se le revela que ha aprendido a vivir patas arriba, enseñándole los genitales al mundo­. Fue más bien una como progresión paulatina que desembocó en un solo nombre. ¿Lo adivinan? Seguro que sí. :) El hecho de que me haya internado en el Centro de Rehabilitación voluntariamente está justificado en gran medida por los constantes ataques verbales de mi madre hacia mi perso­ na. Hasta tal punto de llegar a recluirme con tal de no tener que escucharla. Pero quiero que conste que quiero a mi madre y no padezco ningún trastorno al respecto. Sí amo profun­ damente la calma. Una vez aquí, a ustedes les dio por man­ darme escribir esto para curar mi adicción a escribir y a la literatura, en general. Al | 46 |


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igual que ocurre con muchos otros que se ven atrapados por el “mal” uso del arte hasta el punto de llegar a trastornarles. Pues bien, no sé qué tan buenos serán sus Psicólogos, pero darle metadona a un yonki para “curarle” resulta un método prehistórico, de corte si­ glo XX. Eso lo saben hasta los chinos de la República Democrática del Congo. Allá uste­ des. Solo espero que no en vano se esté gas­ tando mi familia un pastizal para salvarme. Una adicción no es algo de lo que uno se dé cuenta de repente. De un día para otro, uno no dice: soy adicto. Más bien hay una serie de hechos concretos que producen en la persona ­en mi modesta opinión, no sé cómo resultará con otras adicciones, pero uso un tono genérico porque me es más cómodo hablar al respecto; el uso del yo me resulta repul­ sivo para tratar ciertos temas desde mis años trabajando sobre las Vanguardias­ un ex­ trañamiento semejante al que nos asola cuando nos sucede una casualidad teñida con cierto aroma a destino. Por ejemplo como cuando se está pensando en colgar un libro de una cuerda, a ver qué pasa, y horas después uno lee en algún libro cómo un personaje cuelga un libro de la cuerda de tender para ver qué pasa y se hace referencia a Duchamp y los | 47 |


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ready­made. Entonces lo que era casualidad se convierte en revelación, diciéndote la vida con voz pausada: “chaval, ya está todo in­ ventado y tiene nombre registrado”. Y de este modo es cómo se le revela la realidad al adicto. Todo empezó un día en que mi madre entró al baño y me sorprendió (aunque claramente nos sorprendimos ambos, incluso puede que más ella) masturbándome con un libro de poesía en la mano. Concretamente se trataba de Mexico City Blues de Jack Kerouac, selección, tra­ ducción y edición de sesenta poemas por Ro­ lando Costa Picazo, edición de la Biblioteca Javier Javier Coy d'Estudis Nord­Americans del 2008. Por suerte, el señor Costa murió hace más de un siglo, porque de buena gana hubiese invertido mis ahorros en ir a bus­ carle para pegarle una buena paliza. La se­ lección de poemas no tiene justificación alguna. La traducción era pésima, hasta el punto de traducir la palabra joint por man­ comunado. Unos análisis pobres y superficia­ les acompañaban como epígrafes a los poemas individualmente, atendiendo más a lo biográ­ fico que a cualquier posible alusión al ima­ ginario temático de la Generación Beat. Todo ello hacía que me deleitase durante minutos | 48 |


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imaginando sus costillas aplastadas por mis botas. Y eso que no tengo botas. Bill sí que las tiene, pero eso es otra historia. Por supuesto, fui lo suficientemente decente como para no acabar la faena delante de mi madre, quedando yo, por lo tanto, sin alivio posi­ ble. Lo que ella vio al entrar fue: mi mano izquierda sosteniendo el libro abierto, si no recuerdo mal, entre el 59th Chorus y su co­ rrespondiente tradución, mi mano derecha mo­ viéndose a velocidad progresiva alrededor de mi miembro. Contra todo lo que pueda alegar mi madre en mi contra, he de resaltar que ella, al entrar, no se fijó en mi cara, sino que su mirada caía reposada un metro más abajo. Justo en el momento antes de que entrase y desviase mi mirada, mis ojos estaban cerrados y yo evocaba alguna fantasía pasada o futura sin prestar atención al libro. Y he aquí el problema: soy incapaz de sentarme en una taza de váter sin tener algo para leer en la mano. Desde luego, reconozco que puede ser éste un síntoma de adicción. Varias veces me he encontrado en situación crítica de evacuar recorriendo, sudando, frenético, las estanterías de mi casa; vol­ | 49 |


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cando mochilas por el camino, rebuscando en­ tre papeles, arrojando libros contra las pa­ redes. Todo en aras de encontrar EL LIBRO. No uno en concreto. Sino uno que me apetezca leer en ese momento. Y en esos instantes en los que toda tu capacidad mental y voluntad apuntan a cerrar el esfinter, todo lo demás es puro instinto. Recuerdo que algunas veces me sorprendía, sin saber cómo, ya sentado en la taza con algún libro de medicina de mi madre. Otras veces, cuando ya empiezo a tem­ blar y se me nubla la vista, cojo algún libro que rechacé instantes atrás, lo cual consi­ dero pura supervivencia en detrimento de la crítica. Cuando viajaba por Mali y debía llevar tan solo lo indispensable en la mo­ chila, decidí escribir cada día algo en un pequeño cuaderno de viaje para leerlo luego mientras cagaba. Sin embargo, después, muchas veces ocurre que solo me da tiempo a leer dos o tres páginas hasta que me doy cuenta que he de limpiarme ­a menos que el libro consiga embaucarme­ y despúes ya pierdo todo el in­ terés. Pero si analizamos los hechos de aquel día con cuidado vemos que: 1. El perrete asomaba el hocico 2. Agarré el libro de Kerouac, no lo | 50 |


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había terminado aún, y entré al baño 3. Durante el proceso, recuerdo que me cabreé por enésima vez con el hijo de la gran puta ése del traductor, dejé de prestar atención, y me di cuenta de que había algo entre mis piernas que sí la reclamaba. 4. Me puse a la faena, pues yo no soy mucho de pensarmelo. Una antigua novia me decía que era como un mono, porque hasta cuando pasábamos las vacaciones juntos no podía dejar de masturbarme. Simplemente, me apetece y lo hago. [Nótese que el hombre para su masturbación solo requiere una mano y la otra puede quedar libre para, por ejemplo, sujetar un libro sin que ello impida rematar con celeridad la faena]. 5. Ya en pleno clímax, cuando uno ve que el brazo se mueve ya solo y no tiene de qué preocuparse, irrumpe mi madre. Ella ha podido entrar en el baño porque yo, de natu­ ral previsor, no había entrado con la inten­ ción de hacerme una paja. Por lo tanto no había creído necesario echar el pestillo. Curioso. A partir de aquí la versión de mi madre | 51 |


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se ve afectada por los motivos expuestos teriormente. Lo explico porque recuerdo lo dijo hasta cinco veces el día que nos trevistamos con El Primero de la Suprema den de los Psicólogos.

an­ que en­ Or­

Pero el golpe letal vino, como ya anuncié al principio, de la mano de un nombre. De un nombre que ya había oído y usado hasta la saciedad en la Universidad Clandestina. Ocu­ rrió una noche cuando estaba solo en mi piso. O quizá fue en Malaga, en alguna de aquellas escapadas de mi familia, que realizaba para poder ir a escribir a los espigones de los pescadores. El caso es que acababa de fumar kanna. Me había regalado un frasquito un amigo que las compraba por Internet. Él era una especie de gurú extraño de las drogas. Buscaba las variedades más raras que podía comprar por Internet. Las probaba durante una semana más o menos. Luego emitía su juicio o veredicto interno y pasaba a buscar otra. También era músico. Estoy seguro de que la kanna no era alucinógena, la he probado más veces. Creo que en una dósis excesiva puede llegar a serlo, pero se usaba para estimular a los cazadores y guerreros, y para poner en un estado de ánimo positivo, en sus orígenes. | 52 |


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Sí recuerdo que estaba solo. Que la luz era casi mínima. Estaría solo en mi habitación del piso compartido con los otros dos miem­ bros de la Universidad Clandestina ­cuando aún militaba en sus filas­, o bien en el es­ pigón tras el atardecer, sin ningún pescador alrededor porque había espigones de sobra. Y la voz sonó clara en mi cabeza. Recuerdo que al día siguiente leí de corrido la Parte de Amalfitano de 2666. Estaba escribiendo, eso seguro, o empezando a escribir. Entonces em­ pezó a hablarme una voz que no podía venir sino de mi cabeza, pues no había nadie alre­ dedor. La voz no se parecía a la de quien debía ser. Yo lo atribuyo o bien a una de­ formación por cambio de medio, o quizá a una deformación de mi cerebro, provocada por el recuerdo de las miles de bromas que hacíamos en la Universidad Clandestina del pobre tipo. Más que a la que había sido su voz, se pa­ recía a la de aquellos personajes que apa­ recían en una página web, y que fueron mi primer contacto con Argentina. Alejo y Va­ lentina. Por lo tanto, se me manifestó la voz de Alejandro Szykula o algo así. Aguda y vi­ brante. Pero también veloz y amenazante. Como de viejo pervertido. No hacía pausas para respirar.

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“Ché, ¿que hacés, pelotudo? ¿No ves que andás todo drogado? ¿Qué mierdas estás ha­ ciendo? ¿Y vos estás arriesgando tu futura libertad y tu integridad física y mental para ser escritor? No sabés nada de escritura ¿Cómo te pensás que se crea un laberinto? Todo el día disfrutando de las mismas ton­ terías que los demás. ¡Sos un maldito pelo­ tudo del carajo! Tenés que crear complejidad. La complejidad hace al laberinto, ché. Y para llegar a esa complejidad, o te dejás de bo­ ludeses y te ponés a memorisar y deformar, o no vas a hacer más nada. Y además, ¿qué forma es esa de tratar a tu vieja? No ves que tu mente para seguir trabajando necesitá de tu cuerpo. Tu vieja es la que te da de comer, boludo. Hacéme el favor ya”. A lo que no pude más que contestar, ¿Y quien coño te crees que eres tú para darme consejos sobre lo que hago? El contestó esta vez con una voz algo más grave y pausada. “¿Aún no lo sabés? Pero que boludo que sos. No entendés nada. Soy el Omnipresente. Aquel al que todos, lo quieran o no, citan. Si no, de eso ya se encargan mis perros. Me gusta llamarlos (gran pausa) los Despiertos. Estoy atravesando, como si fuese un facón, | 54 |


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todos los malditos libros que has leido. Y también, inevitable y dolorosamente, las mierdas esas que cagás. Pero explorá. Mirá. Vos lo sabés. En cada puto trabajo que leiste yo estaba allá. Yo no viví una mierda en mi tiempo. ¡Pero ahora soy inmortal! Estoy en cada rincón de la literatura, asomándome ha­ cia vuestra mente de boludos... (Una risa seca, desganada)”. Y entonces fue cuando cai en la cuenta de quién me estaba hablando.

Era el puto Vorjes. Y durante una hora estuvo insultándome y tratando de explicarme algo mediante continuadas faltas de respeto. Creo que sencillamente estaba enfadado por las bromas que mis compañeros y yo realizamos hacia su persona. O quizá fue que no pere­ grinamos hasta su tumba. Realmente no lo sé. Pero el caso es que en aquel momento me dio por pensar en algunas de las cosas que había dicho el viejo. Y le vi como una sombra te­ mible que lo cubría todo. Como un horror ho­ mogéneo de un color tranquilo y claro. Como una madre que se estira como un chicle, arrugada, suave y pegajosa. Sentí nauseas y ganas de vomitar. Vi al amo y señor del lugar paseándose por entre mis pensamientos. Le sentí tan real, que me aterroricé. | 55 |


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Y desde aquel momento, al que siguieron algunos similares en ocasiones espontáneas de soledad, no muy seguidos, cada vez que me acercaba a un libro, el aparecía. Estaba allí entre las páginas. Mirándome ­supongo que también cuando me masturbaba­. Un mal viaje muy malo que no acababa. Y por eso, y por los gritos de mi madre, no lo olvidemos, decidí yo acabar con él y venir aquí. A curarme. He de decir que me ha costado y dolido escribir estas dos últimas palabras. Pero en el fondo, sé que no soy más que un cobarde que abandona una lucha que otros siguen. Quizá más que la pérdida de lo que ustedes llaman cordura, creo que mi estigma apunta a una falta de talento para pelearme con los grandes monstruos que habitan los sucios mundos de la literatura. Y que son más peligrosos de lo que dejan ver en nuestro mundo.

Amacaballo Fat

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