Carlos Villase単or Entre lo material y lo espiritual
Carlos Villaseñor A espaldas de Aranzazú, a un lado de San Francisco, una vieja casona de dos pisos contiene, en amplias estancias, piadosamente conservada, la obra de un pintor jalisciense de pura cepa: Carlos Villaseñor. Su caso insólito, casi increíble, es la prueba más convincente de que existe en el mexicano una especie de intuición, rayana en prodigio. Imagínese, en efecto, la situación singular de este artista : produce su obra ejemplar en el más absoluto aislamiento. La Guadalajara de fines del siglo pasado, de principios de éste, poco o nada ofrecía que pudiera servir a la formación de un pintor: Ni Museos ni Academias. Carlos Villaseñor no tuvo más maestros que pintores jaliscienses y casi no salió de su ciudad natal: fuera de una breve visita a México, intrascendente, todo lo debe al terruño y a sí mismo. En tal ambiente, en tales circunstancias, era de esperarse que floreciera un pintor ingenuo --todo lo deliciosamente ingenuo que se quisiera-- como Estrada. Pero no hay tal. Con Carlos Villaseñor tenemos un pintor hecho y derecho, en cuyo arte maduro no se encuentran los hallazgos pueriles ni los balbuceos de la ingenuidad. ¿Cómo se formó? En la soledad y la meditación. Brotó su obra de su propio fondo, de misteriosas raíces: él es, para él mismo, su escuela y su maestro. A pesar de tan adversas condiciones, su arte resiste las comparaciones más severas con lo más excelso que se dio en su época, en otras latitudes privilegiadas.
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Concretémonos a un aspecto de su obra, el más original, sin duda: a los bodegones. No se puede concebir nada más mexicano ni más clásico. No sabría decir la impresión de belleza, de plenitud que emana de esos lienzos. Los planos, los valores, las irradiaciones cromáticas que circulan de uno a otro objeto prestan a esas naturalezas muertas una vida palpitante. Estos bodegones son un himno triunfal a las cosas humildes. ¿Humildes? El color pone en las cosas un valor peculiar. Y así, una res desollada de Rembrandt, unos cuantos duraznos de Chardin encierran un inestimable tesoro. Pero en la pintura de un maestro como Chardin, descúbrense múltiples influencias: los renacentistas italianos, los flamencos, la tradición francesa de Lenain y Philippe de Champagne, los contemporáneos, Nicolás Coypel, la Academia Real, un sin fin de hadas madrinas. En cambio, la pintura de Carlos Villaseñor nace en la soberbia orfandad de un yermo.
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Me imagino al pintor en su taller, haciendo surgir por obra y gracia del pincel soberano la rica poesía del vergel y de la huerta. Ningún ruido turbaba sin dudar su labor, que respetaba la quietud de las calles de antaño. La luz de uno de los cielos más bellos que hay en el mundo penetraba, discreta y diáfana, por las angostas ventanas. Y con sabia porfía, el pintor solitario iba descubriendo los secretos más sutiles de su arte, recorría sin tropiezos sus etapas, y nacía en este suelo, por la fuerza de la adivinación, una obra digna de equipararse con las mejores de Europa, una obra ajena a influencias pasadas o presentes, de academias y Escuelas. Jalisco es y ha sido tierra de pintores. Y una de nuestras más fundadas esperanzas para lo venidero, como uno de nuestros más legítimos orgullos en el pasado, lo constituye la obra autónoma, espontánea y perfecta de Carlos Villaseñor. Salvador Echavarría
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Dos apuntes sobre la obra de Carlos Villaseñor Bodegones Surtidores de gracia y equilibrio, los bodegones pintados con tanta asiduidad por Carlos Villaseñor son una abierta invitación a la mirada. Una franca solicitud para que ésta, un tanto adormecida por el trato habitual, vuelva a demorarse con deleite en las cosas de todos los días. Para el pintor, el arte del bodegón encierra infinitas posibilidades de ejercer su disciplina y de acompañar, mediante el trazo juicioso del pincel, el recorrido impalpable de la luz sobre una muy diversa variedad de superficies. Es una especie de laboratorio de experimentación plástica. Diversa de sí misma es siempre la luz cuando se ocupa de las cosas: concentrada blancura en la cebolla, cobrizo resplandor en un cazo, amarillo profundo en la entraña de la calabaza, subterráneo rubor en los rábanos, pequeño sol en la naranja… Proximidad del huerto doméstico, amistad del jardín que se anuncia en la transparencia de los jarrones colmados de flores. Villaseñor no duda en incluir los utensilios familiares –loza, cestas, cántaros de barro- y se detiene con agrado en las pitayas, los panes y los quesos regionales. ¿Naturaleza muerta? Mejor le convendría a sus bodegones la traducción del nombre con que la lengua inglesa se refiere a este género, still life: vida detenida. Y es que se trata de la vida misma, redescubierta en la perfección de su instante, para el solaz de la mirada.
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Autorretrato, 1877
Retratos Emergiendo de una suave penumbra, los retratos pintados por Carlos Villaseñor se ofrecen a nuestra vista como dádivas de un tiempo ajeno a las sucesivas convulsiones de la historia. Hay en ellos una suerte de intimidad que se revela sin mostrarse desnuda por completo. El pintor se aproxima a sus modelos con una cautela esencial que le permite captar los valores plásticos que le ofrece cada rostro. Es posible imaginar la delicadeza de su trato y el respeto que cada uno de ellos le merece. Conocedor profundo de su arte, Villaseñor sabe que no habrá de retratar solamente las facciones, los ajuares, las opacidades o los brillos que contienen sus miradas, sino algo que está más allá de la apariencia y que, de una manera casi mágica, sólo puede hacerse visible mediante una perfecta realización de la apariencia. Al observar el conjunto y, de manera más directa, sus magistrales retratos de grupo, es posible advertir el verdadero tema que lo desvelaba: el paso del tiempo. Todas las edades del hombre –desde la infancia temprana hasta la vejez crepuscular- llamaron la atención de sus pinceles. Él mismo, en su autorretrato que lo muestra de pie junto a un boceto de su obra maestra –el tríptico titulado La vida-, parece advertírnoslo al sostener en su mano izquierda un reloj. Nos oculta la hora, pero sabemos que el tiempo está ahí, es la vida que se escapa. Jorge Esquinca
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Retrato Grupo Familiar, 1878 Retrato Grupo Familiar, 1876
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TrĂptico La Vida, 1890
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◆ Octubre 2012 - Enero 2013 ◆
Casa iteso Clavijero Guadalupe Zuno 2083, colonia Americana Guadalajara, Jalisco, México.