Daniel en el espejo

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Daniel en el espejo


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Antonio Jiménez Ariza Ediciones Aljibe, S. L., 2012 Tlf.: 952 71 43 95 Fax: 952 71 43 42 Canteros 3 y 5 -29300-Archidona (Málaga) e-mail: aljibe@edicionesaljibe.com www.edicionesaljibe.com

I.S.B.N.: 978-84-9700-745-0 Depósito legal: MA 2432-2012 Diseño y maquetación: Sensi Nuevo Garcés Ilustraciones: © Artex67 Diseño de cubierta: Nuria Barea (Equipo de Ediciones Aljibe) Ilustración de cubierta: © Slava Gerj, © A & B Photos Imprime: Imagraf. Málaga.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


“Me gustaría que no existiese la edad entre los 10 y los 23 años, o que la juventud durmiera durante este periodo; porque no hay nada en medio de éste, sino el embarazar mujeres, contradecir mayores, robar, pelear…” W. S. (Winter Tale)

“Mi sonrisa es mi espada y mi alegría mi escudo.” Martín Lutero


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¿Qué lleva a un hombre a tomar una decisión que habrá de cambiar para siempre el rumbo de su vida? Dime, qué te lleva a ti, Daniel, a entrar en clase cuando tus compañeros ya han salido del aula, acercarte hasta mi mesa, mientras recojo mis cosas para marcharme yo también y, sin quitarte siquiera la mochila de la espalda, decirme todo tembloroso: “Me voy, señorita. Creo que lo voy a dejar”. Las enciclopedias dicen de vosotros, los adolescentes, que sois unas personas emocionalmente desequilibradas, faltas de ideales, irrespetuosas y poco o nada preocupadas por lo que pasa a vuestro alrededor. Yo creo, y también muchos profesores piensan lo mismo que yo, que estáis mejor informados que nosotros cuando éramos jóvenes, que sois más sinceros, abiertos y tolerantes, incluso más responsables en ocasiones, y más sensibles, si me apuras, ante determinados problemas. Recuerdo ahora aquella lejana mañana de principios de octubre en la que entré por casualidad en el despacho del Director y te sorprendí sentado en una de las sillas, con las mejillas tibias, casi heridas de tanto sol y, no obstante, manchadas de lágrimas. El Director te acusaba de haber roto no sé qué cosa del aula o del pasillo y tú decías, exhausto y afligido, una y otra vez, que no. Te miré. Me miraste. Puse una mano sobre tu hombro y le dije al Director:


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“Yo me encargo de él, si no te importa”. Desde entonces he estado siempre a tu lado, he sido como tu sombra. Y ahora vienes, con ese aire suplicante y asustado de quien ha perdido las llaves de su casa y teme pasar la noche a la intemperie, a decirme que te marchas, que lo tiras todo por la borda. ¿A qué viene esa cara torcida y la mirada huidiza? Si quieres irte, puedes hacerlo ya, Daniel. Estás a punto de cumplir los dieciséis años, nada te ata al instituto. Esa vida que tú sueñas te espera ahí mismo, al otro lado de la valla. Anda, ve, entrégate a ella. Ella no te pondrá falta por llegar tarde a clase, tampoco mandará un mensaje al móvil de tu madre por no haber venido al instituto el día de ayer. Se acabaron los suspensos y los aprobados, se acabaron las horas de recreo sin recreo y se acabó para siempre esa mirada que tú bajas cuando los profesores te regañan, para que no descubran todo lo bueno, y malo a la vez, que hay dentro de ti. Ah, ¿no te vas? ¿Sigues sentado aquí, frente a mí? ¿Acaso no has llegado hasta el final de tu aventura? ¿No has logrado esta vez lo que siempre has deseado y soñado? No te vas, ya veo, sigues sentado aquí, frente a mí, dices sólo: “Señorita, señorita…” y dejas la frase a medias. Yo te respondo: “En cada tropiezo que damos descubrimos algo de nosotros mismos”. ¿Entiendes lo que te quiero decir, Daniel? ¿Comprendes lo que te digo esta vez? Yo sí descubrí muchas cosas, aquella fría mañana de enero en la que vomitaste en clase, dentro de la papelera. Mandé salir a todos tus compañeros al pasillo para que no te vieran. Verte vomitar de aquella manera, Daniel, a las diez de la mañana de un lunes, me pareció tan humillante y doloroso como sorprender a alguien desnudo. Y así fue como te mostraste a mí, desnudo, perdido, vulnerable y desorientado a tus 14


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quince años, echando en el interior de la papelera el resultado de unas experiencias que a ningún buen puerto te llevan y guardándote para no sé quién ese tesoro que estoy segura llevas dentro. Durante la hora del recreo nos acercamos hasta la cafetería y te compré un bocadillo caliente de jamón y queso, como a ti te gusta. Luego nos sentamos en uno de los bancos del vestíbulo y, sin decirte yo nada ni tú tampoco a mí, lo devoraste en tres bocados, casi hasta atragantarte. Te pregunté a continuación: “¿Has desayunado?” Y me respondiste que no. “¿Qué cenaste anoche?” “Un puñado de cereales”. Y agregaste que tu madre había salido a cenar con unas amigas y que tu hermana mayor se había pasado toda la noche encerrada en su cuarto, chateando en Internet, pasándoselo bien con los amigos, y que por ese motivo se le había olvidado preparar la cena. “¿Y tu padre?”, te pregunté. “Están separados. Él vive en otra casa”. Como un muchacho que ha descubierto un arca lleno de máscaras y disfraces y se divierte probándoselos todos, así te he visto yo durante todo este tiempo, Daniel, llevando máscaras, portando disfraces, siendo lo más parecido a los demás para olvidarte de ser tú mismo. Ya no te reconozco en el reflejo de ese espejo sin brillo que ahora luce apagado en el fondo de tu corazón. Después del bocadillo, te dije: “Vete al patio. Juega al fútbol o al baloncesto con tus compañeros de clase. Pásatelo bien”; tú saliste. Era tan grande tu indecisión que casi pierdes el equilibrio; y sonreíste, con esa sonrisa que yo siempre he considerado como el anticipo de una carcajada que nos haría a todos tremendamente felices. Pero, ¿desde cuándo no te ríes a pulmón abierto, Daniel? ¿Por qué ya no te diviertes con tus compañeros de clase y buscas, en cambio, la compañía de otros alumnos a los que nunca, por 15


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respeto, me he atrevido a juzgar como se merecen, pero te puedo asegurar que no ha sido por falta de ganas? Te veo sentado en el patio de recreo, apoyado contra la pared, en compañía de otros alumnos. Sentís resbalar por vuestro rostro los rayos del sol, como si fueran ligeros copos de nieve que se deshacen enseguida. De vez en cuando se acerca hasta vosotros un alumno de tercero o de cuarto y os entrechocáis las manos con gran ruido y carcajadas. Habláis de vuestras cosas, de las que pocas veces me entero. Si el profesor de guardia se ha percatado de vuestra presencia y vosotros os habéis dado cuenta de que os está mirando, algunas veces, y sólo algunas veces, Daniel, pisoteáis el cigarrillo que tenéis oculto a la espalda. Y emigráis como si fuerais una bandada de gorriones a otro rincón del patio de recreo, lejos de las miradas de los demás y de la vigilancia del profesor, pero sin asomo de temor alguno. Cuando suena la sirena, aprovechando la confusión de los alumnos camino de sus aulas, os rezagáis siempre un poco y os acercáis hasta la valla para saludar a esos que ya han dicho adiós a todo, a esos que, como tú, hace tiempo que lo tiraron todo por la borda y ya no tienen que soportar la imposición de ningún horario ni castigo. Y en el apretón de manos, envuelto en la sonrisa con que os identificáis, siempre se te queda algo de ellos prendido entre tus dedos. Y esto no es todo, Daniel. Cuando alguna mañana, camino de clase o durante mi hora de guardia, he pasado por el servicio de chicos, el olor a porro y cigarrillos que salía de ellos casi me ha desmayado. He requerido de inmediato la presencia del Jefe de Estudios o la del Director y juntos hemos entrado en los servicios. Y, como los restos de un barco que naufragó en alta mar cuyas astillas de madera flotan, después de un tiempo, sobre el agua, las colillas de los cigarrillos y las boquillas de los porros flotaban todavía en la 16


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pequeña laguna de la taza del váter. Nadie había sido. No sabemos quién o quiénes fueron los responsables. Pero luego, durante el desarrollo de las clases, a lo largo de la mañana, Christian dijo que estaba muy cansado y se echó a dormir encima del pupitre; Daniela pidió permiso para ir una y otra vez al baño y Carlos salió corriendo del aula sin más. Es posible que para vivir sea preciso imaginar siempre algo más que la escueta y cruda realidad, ¿verdad, Daniel?; ponernos máscaras para ser como los demás, no para diferenciarnos de ellos. Sentimos en nuestro interior unos deseos terribles de conseguir algo, de llegar a algún sitio, cueste lo que cueste. Pero ¿es eso vivir? ¿Sabéis vosotros acaso lo que es la vida? ¿Lo sabemos nosotros por casualidad? Está bien, no me mires así, no te estoy acusando de nada. Muchos adultos fuman y otros acompañamos nuestras comidas con un vaso de vino tinto porque dicen que es bueno para el corazón y, tras la copa, se nos escapan dos o tres palabras entrecortadas por la risa. Tú no tienes la culpa, la vida es así. Te sientes incomprendido por tus padres y presionado por las malas notas que obtienes en el instituto. La mayoría de tus compañeros de clase te parecen infantiles y aburridos, es normal que busques la amistad de otros chicos, quienes no te presionan y sí que te comprenden y te hablan de esa otra vida que con tanto anhelo sueñas alcanzar bien pronto. Quizá el mundo no tenga hoy espacio para chicos como vosotros, porque se os obliga a estar seis horas sentados en una silla de culo duro, a comprender las explicaciones de un profesor que os cae mal, a leer unos libros de texto cuyo vocabulario no entendéis y a formar parte, de este modo, de un sistema educativo que nada tiene que ofreceros y que parece no tener otro fin que convertiros en delincuentes o en analfabetos. Pero mira dentro de ti, Daniel, mira dentro, por 17


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favor. Caerse y levantarse, levantarse y volverse a caer, es una acción que ennoblece a los seres humanos, que nos hace fuertes. No somos pocos quienes hemos tenido que abordar la nueva vida emergiendo desde las ruinas. Porque es frecuente hallar hombres muy fuertes que pronto se abaten, y hombres muy delicados y débiles que, pese a su enfermedad y su flaqueza, saben vencer espléndidamente a la vida y hasta imponerle su sello en medio del sufrimiento. A veces el responsable de nuestra conducta es el ambiente, Daniel, el entorno, eso que nos rodea, no nosotros. Para cambiar sólo nos vale salir de ese ambiente y nuestra conducta también cambiará. ¿Nos quemamos al sol? Vayámonos a la sombra. ¿Nos mojamos a la intemperie? Pongámonos bajo techado. Si alguien nos hace daño o simplemente nos cae mal, no hay que desearle la muerte, simplemente estrecharle la mano -por mucho que nos duela y nos parezca un acto humillante- y decirle: “Tú por este camino y yo por el otro. El mundo es muy grande. Hay sitio para los dos”. Pero para ello hay que reaccionar, ser uno mismo, luchar por nuestra identidad. No me vale que todo el mundo también haga esto o lo otro porque me consta que otros chicos no hacen ni esto ni lo otro y yo no voy a permitir que tú sigas haciéndolo. Ven, Daniel, acércate hasta la ventana. Mira el parque, tu parque, ese parque al que tantas horas has dedicado de tu vida. Eres lo que ves, Daniel, el resultado de cómo los demás te ven a ti mismo.

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