Colección Telúrica de Narrativa
Ahí donde todo comenzó Rodrigo Torres Quezada
ediciones awen VE • PE • BR
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El monaguillo cargaba en una mano un candelabro y en la otra las pesadas llaves, con nerviosismo. Tras sus pasos, venía una comitiva de tres sacerdotes. Bajaron por una escalinata hasta llegar a las catacumbas. El olor a humedad y a putrefacción tapizaba las murallas, decoradas con un musgo que se irradiaba por ellas como dando un abrazo. El monaguillo se detuvo frente a una puerta pintada de ocre. Introdujo una llave en la cerradura. Se escuchó el sonido hondo y trágico del gozne. Dentro, la habitación era iluminada con timidez por un tragaluz desde el cual los rayos del sol se paseaban con tiquismiquis entre el suelo repleto de paja y suciedad. El monaguillo buscó con el candelabro hasta encontrar a la mujer. Esta descansaba en una esquina, acuclillada, tomándose las piernas y con la cabeza afirmada contra el muro. El trayecto caótico de una cucaracha no la inmutó en lo más mínimo. Los sacerdotes, formados en línea, ordenaron que la mujer fuese hasta el centro de la sala. Esta no les dirigía la mirada. El monaguillo, con temor, acercó una mano y la puso en el hombro de ella. La mujer se volteó y le observó con pena. —Por favor, los excelentísimos desean hablar con usted, mi señora. —No me interesa charlar con esa gente. Los sacerdotes se miraron entre sí, molestos. —El Señor desea daros una oportunidad. Él no quiere que una de sus criaturas perezca por la insensatez y el orgullo. Hija mía, venid ante nosotros —expresó uno de los sacerdotes con voz potente. El monaguillo intentó tomarla para ponerla en pie pero le fue imposible. Uno de los sacerdotes dio un refunfuño y fue él mismo hasta la esquina donde agarró fuerte de un brazo a la mujer llevándola
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hasta los demás. Sus manos se encontraban atadas con un lazo. Su cuerpo famélico era cubierto por un género gris, sucio y hediondo a orines y excremento. Si bien sus pies estaban libres, se quedó hincada ante los hombres; pero no por miedo, sino por la debilidad de sus extremidades. —Hija —dijo el segundo sacerdote—. El Tribunal del Santo Oficio ya dispuso todo para vuestra ejecución. No seáis majadera. Valorad vuestra vida y aceptad la conversión a nuestra fe. —¿De verdad esto es una opción? —preguntó ella. Rio—. Más parece una obligación. Los sacerdotes se dirigieron miradas cargadas de incomodidad. —Señora —dijo el último sacerdote—. Tened en cuenta que con normalidad nuestra Santa Inquisición ejecuta a los hechiceros y paganos sin ofrecimiento de salvación alguna. Debéis estar agradecida de esta oportunidad que se os está otorgando. Pensad que somos el único medio para interceder por vuestra humanidad. La mujer movió la cabeza hacia los lados. Se apretó un labio en señal de desconcierto. Luego volvió a reír. —A veces pienso que nací en la época equivocada… Los sacerdotes agrandaron los ojos. —¿Qué blasfemia irá a decir ahora esta bruja? —preguntó a los otros, un sacerdote. —Quiero pensar que en el día de mañana ya no habrá tanta ignorancia como la de ahora… Porque aquí, solo se respira la idiotez.
Uno de los religiosos avanzó unos pasos y le dio una cachetada. Esta resonó en un eco que se apoderó de la celda entera. —¿Sabéis? —dijo el hombre—. Merecéis la muerte y con justa razón, víbora pecadora. Mañana, en la procesión del aniversario de la tragedia, expiaréis las culpas por todos. —Amén —sentenciaron los otros sacerdotes. El monaguillo abrió la puerta de la celda y dejó salir a los religiosos. Entonces, cerró y luego les guió hacia la salida de las catacumbas, siempre con el candelabro en alto. Mientras, la mujer volvió a su es-
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quina, rodeada de la oscuridad que el tragaluz rompía con sus débiles rayos y con los murmullos que se colaban de la calle. Santiago de Chile se estaba preparando. En la hora de la comida, el monaguillo llevó hasta ella un canto de piedra con verduras. La mujer seguía en la esquina, rodeada de mosquitos. El hombre colocó frente a ella el canto. —Tú no eres como los otros —el repentino quiebre del silencio causó temor en el monaguillo. La voz de la mujer sonaba dulce y diáfana—. Tú sabes que ellos cometen un error, ¿por qué no me liberas? —Mi señora, eso me condenaría a la horca y San Pedro no me dejaría entrar en el reino de los cielos… ¿Es que acaso usted no teme la ira divina? Ella rio. —Temo al ser humano, mi amigo. Es tan increíble que la materia haya dado a luz semejante monstruo. Piénsalo, solo somos la conjunción de diferentes partículas que al final de nuestros días se esparcirán en la tierra. Pero creemos que somos poderosos y que el mundo nos pertenece. ¡Vaya tontería! El monaguillo escuchaba atento. Dejó el candelabro sobre un fardo de paja. —No puedo debatir con usted, mi señora. Eso sería pecado. Pero acláreme una interrogante. Se dice que su merced afirma saber cómo empezó todo. Dicen que según usted, nuestro Señor no tuvo injerencia en ello —el joven se santiguó temeroso de haber dicho blasfemia. —No existe una respuesta absoluta en cuanto a esto —contestó ella—. Pero sí sé que hubo un momento. Y dicho momento posee una ecuación. Y creo que en esos números no está presente tu Señor. El hombre le observó aterrado. —Usted es mala, mi señora. Comete blasfemia. Hay un demonio dentro suyo. Los dichos sacerdotes deben tener razón con que vuestra persona es una bruja. —No dejes que ellos se apropien de tu libertad de pensamiento… Mira, necesito volver con los míos y contarles muchas cosas importantes. Ahora, por favor, libérame.
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—Me matarían… Mis señores se darían cuenta que si usted no está, yo osé liberaros. —No te pido que me dejes la puerta abierta. Solo necesito que me sueltes las amarras. Cuando me lleven allá afuera fingiré que no puedo zafarme. Pero entonces, de pronto, me liberaré y escaparé. El monaguillo se mostró confundido. —Pero allá afuera, entre tanta gente, os van a matar. —Tengo mis trucos… ¿Acaso no dicen que soy una bruja? —ella rio. —¿Y por qué tendría que liberaros, traicionando mi fe? La mujer perdió su vista en el candelabro. Las flamas se contorneaban en un juego silencioso. —Porque tú, al igual que yo, dudas. El monaguillo miró hacia el suelo. Juntó sus manos y se golpeó la frente varias veces. Luego, se acercó a la mujer y desató sus amarras dejándolas sueltas y endebles, fáciles de sacarse de encima. Ella le agradeció tomando una mano de él para pasearla en sus pechos. —Necesito que veas mi cuerpo. Por favor. El hombre observó su desnudez, asombrado. Pero luego se asustó y retrocedió. Tomó el candelabro y salió corriendo. Ella rio a más no poder.
El día para la procesión había llegado. Los tres sacerdotes entraron a la celda junto a otros cinco religiosos vestidos de negro, custodiados por un verdugo encapuchado. El monaguillo vio cómo la levantaron con violencia del suelo y casi a rastras la hicieron avanzar por el pasillo. El monaguillo le miró con terror. Ella le sonrió. El joven dirigió al grupo hasta la salida de las catacumbas. Él temblaba. El candelabro estuvo a punto de caer de sus manos. Estaba nervioso. Al salir, la luz del sol dio de lleno en los ojos de la mujer. Le costó acostumbrar su vista a la luz. En torno suyo, la mujer escuchaba voces que le gritaban palabras soeces y repletas de odio. Niños y adultos se unían en un coro ensordecedor. Al ver mejor, divisó frente suyo un tablado en cuyo centro había una horca. Sintió miedo. El verdugo la guió por el camino de tierra, secundado por los religiosos que
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impertérritos caminaban con elegancia. A los costados los vecinos y moradores de Santiago observaban con asco a la mujer. Esta estaba pensando en el momento oportuno para escapar. De pronto, reparó en un grupo de religiosas, se trataba de las Agustinas y las Clarisas que estaban a un costado del tablado. La mujer sonrió. Sabía que no le fallarían. Subieron al tablado rodante. El verdugo la hizo ponerse encima de una pequeña silla de mimbre. Luego colocó la soga en su cuello. Y así tendría que ir durante toda la procesión. Los sacerdotes de negro, los hermanos dominicos, también subieron al tablado. Desde ahí arriba podía verse la enorme cantidad de personas que asistieron a la conmemoración. Había gente de todas las clases sociales pero siempre cuidando el orden para no mezclarse entre sí. Los vecinos, moradores y nobles de la Real Audiencia y el cabildo, rodeaban los tablados a la vez que sujetaban el pendón real de Felipe IV, la insignia real y la figura del Cristo de Mayo, con su corona rodeando el cuello, en un catafalco. Más atrás, las castas, negros y zambos, y los pobres, secundaban entusiasmados por poder inmiscuirse con la gente principal. Uno de los hermanos dominicos levantó los brazos y llamó la atención de los fieles. —En el día lunes 13 de mayo del año 1647 de Nuestro Señor, sucedió la tragedia más grande que ha asolado a nuestra ciudad. Hoy, un año después de la tragedia, El Señor nos ha otorgado la oportunidad de expiar nuestras ofensas. Porque aquel terremoto que asoló nuestras vidas, fue producido por vuestros pecados pero por sobre todo, por culpa de los paganos, que han insultado la santísima fe. El sacerdote indicó a la mujer. —¡Ella y su gente han traído la desgracia a Santiago! ¡Ella y sus prácticas inmundas han provocado la ira de mi Señor, ella representa la afrenta a nuestra civilización! ¡Que pague por lo que causó! ¡Que pague! La gente levantó los brazos y estalló en un vocerío. —¡A la horca! ¡A la horca! —gritaron. —Entonces, que comience la procesión —dijo el sacerdote dominico.
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Mientras avanzaban caían proyectiles sobre ella; restos de comida y basura e incluso escupitajos. El verdugo también los recibía pero permanecía incólume. Parecía disfrutarlo. En el tablado rodante de enfrente se representaba una actuación. —¿Pero qué? ¡Imposible! —exclamó la mujer. El verdugo la golpeó en una pierna con un látigo para que no hablase. Ahí, enfrente, unos cuerpos cadavéricos danzaban de un lado a otro sobre el tablado, llevados por personas que los sostenían empalados en estacas. Los cuerpos eran exagerados en su vestuario, se les ponían máscaras horrendas y ropas oscuras. La mujer vio con espanto cómo la cabeza de uno de los cuerpos se salía de este para rodar por las tablas. Un hombre la pateó y esta fue a caer sobre un grupo de niños que al agarrarla jugaron con ella dándole más puntapiés. —Esas son momias, de las culturas indígenas del norte —dijo ella sin creer lo que veía.
El verdugo volvió a golpearla. Tras suyo, de a poco, surgió el sonido acompasado de unos tambores. Tanto los instrumentos como quienes los tocaban, iban de negro. Algunos miembros de las milicias, enmascarados, tocaron pífanos. Pronto, la procesión fue un hervidero de sonidos. De un momento a otro, se hizo el silencio. La procesión pasó por un sendero donde solo vivía gente notable. Muchos de sus hogares estaban derruidos. En una esquina, una iglesia jesuita era un total desastre. Entre sus escombros circulaban ratas y un puerco. Desde una casa que pudo mantenerse en pie, salió al balcón una mujer de edad, una descendiente de los primeros conquistadores. Usaba un metal en el pecho simulando una armadura y, sujetando un mástil, ondeaba la bandera de la corona española. Al ver a la mujer pagana, la anciana le escupió. —¡Pueblo! ¡Llorad por vuestros conquistadores y su descendencia! ¡Rogad porque nos volvamos a levantar! ¡Sufrid por vuestros Señores y Señoras! Tanto las castas como la población pobre rompieron en lamentos y llantos. Grupos se pasearon de forma ordenada entre los escombros de las casas de la gente principal, recitando oraciones a la vez que derramaban lágrimas. En un carro cuyos ocupantes eran cabezudos y
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enanos, se cargaba la figura abominable de una tarasca. Los enanos tiraron la figura entre los escombros y le prendieron fuego. Luego, gente de las castas junto a los cabezudos danzaron alrededor de las llamas. Los sacerdotes bendijeron esta escena con sus manos. —¿Qué está pasando aquí? —se dijo la mujer pagana entre dientes. Los nobles que llevaban la figura del Cristo sobre sus hombros, hablaron con los religiosos y les ordenaron detener la procesión frente a la iglesia. Así se hizo. Siempre, en silencio, los nobles se pasearon con el Cristo entre las ruinas. Una pequeña lagartija sorprendió a los hombres pero un hombre vestido de arlequín mató al animal con un pedazo de piedra, hasta hacerle añicos. El arlequín arrojó el escombro al fuego donde ardía la tarasca. Un olor a sangre quemada llegó hasta el público. Los sacerdotes cerraron los ojos disfrutando el aroma. —Las sabandijas y las alimañas sucumben ante el poder de nuestro Señor —dijo un dominico sin abrir los ojos. Entonces, cuando los nobles lo estimaron conveniente, la procesión volvió a ponerse en marcha. Asimismo, los tambores y otros instrumentos volvieron a hacerse escuchar con gran bullicio. En otro de los tablados se representó una comedia. Aunque no todos la observaban sí escuchaban atentos. Los actores y actrices simulaban ser conquistadores que luchaban contra los indígenas. En la obra, San Francisco aparecía montado en un caballo de palo y con un garrote mataba a los infieles con la ayuda del gobernador Martín de Mujica, quien se encontraba ausente debido a que estaba luchando en Concepción. Luego, pasaron por un camino rodeado de árboles. Se trataba de parcelas de encomenderos. De pronto, una seguidilla de disparos producidos por arcabuces dio paso a un espectáculo infernal. Una serie de fuegos artificiales (cartuchos de castillos y voladores), puestos en el bosque, explotaron incendiando los árboles. El olor a quemado hizo toser a todos. La mujer pagana sudaba de forma ingente. —Sáquenme de aquí —dijo entre dientes para luego gritar—: ¡Sáquen-me de aquí, por favor! El verdugo le volvió a golpear. —¡Expiad vuestros pecados! —gritó un sacerdote—. ¡Este es el momento indicado, hijos míos!
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Un grupo de religiosos que vestía sus hábitos, a un movimiento en conjunto, se liberaron de sus ropas y luego, aferrando un látigo, se flagelaron desgarrando sus carnes. Quienes permanecieron con sus hábitos fue porque estos tenían cilicio. —¡Señor! ¡No enviéis más terremotos a esta ciudad, nunca jamás! — gritaban. Algunos vecinos también se quitaron sus ropas y procedieron a desgarrarse la carne. El fuego se expandía por todo el bosque y una nube tóxica, oscura, decoraba el cielo tapando el sol. De entremedio de los árboles surgió un grupo de hombres a caballo, vestidos con armaduras a la usanza de los días feudales en Europa. La mujer pagana no entendía qué significaba la aparición de este grupo ecuestre pero vio cómo todos le rindieron respeto agachando las cabezas. Los caballeros, luego de dar varias carreras entremedio de la gente, desaparecieron. —¡Larga honra a quienes conquistaron estas tierras que estaban presas en manos de los infieles y las alimañas! —gritaron los sacerdotes. Entonces las personas rompieron en vítores. —¡Nos vamos acercando a la plaza mayor! ¡Ahí moriréis! ¡Ahí moriréis, mujerzuela hedionda! La mujer pagana vio al arlequín sentado a sus pies burlándose de ella. Llevaba ahora la máscara de un demonio. Se agachó y miró por debajo de la ropa de la mujer. —¡Uy, esta ramerita está que te pone! —exclamó el bufón, provocando la risa de los sacerdotes y hasta del verdugo. —Basta —dijo ella—. ¡Por favor! El verdugo, esta vez, dejó que el arlequín la golpeara pero en las nalgas. —¡Qué gusto da vuestro oficio, mi señor! —dijo el bromista.
Cuando al fin salieron del bosque quemado y entraron al sector poblado, sucedió algo. Un toro usado para las corridas, se escapó. El animal ni siquiera hizo ademán de atacar pero provocó que la gente se asustase y huyera. Entonces, una de las monjas clarisas se volteó y le guiñó un ojo. La mujer pagana sonrió. Sacó su cabeza de la soga y con facilidad liberó sus
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extremidades de las amarras. Hizo a un lado al verdugo y a los sacerdotes y se tiró entremedio de las monjas. El alboroto y desorden impidió detener a la mujer. Unos soldados de las milicias se metieron a golpes entre las religiosas pero no encontraron a la pagana. Incluso el arlequín estaba ayudando en su búsqueda. —¡No está! ¡La ramerita se escapó! —gritó y se tiró al suelo llorando. —¡Encontradla pronto! ¡O de lo contrario, la ira del Señor bajará sobre todos nosotros! —gritó un dominico. La pagana, vestida como religiosa, corría junto a una monja clarisa. Esta se detuvo cansada. —Hasta aquí llego yo —dijo—. Ahora corre lejos, huye. Cruza la cordillera, hasta Mendoza. —Gracias por ayudarme —dijo la pagana. —Te conozco desde niña y es lo menos que puedo hacer por ti —entonces la monja tomó el rostro de la pagana y lo acarició. —Escucha. Si matan a los míos o si me sucede algo, no quiero que mi secreto quede en el aire… Existe una ecuación… —No me la digas. No quiero saber —entonces la monja acercó su rostro y le besó. —Y este es mi secreto —dijo la monja. Se dio la vuelta y corrió. La pagana se quedó en el mismo sitio, reflexionando unos segundos. Entonces, escuchó el disparo de un arcabuz. Vio cómo a lo lejos el cuerpo de su amiga monja se desplomaba. Dio un grito de impotencia. —¡Ahí está! —dijeron unos campesinos. La pagana arrancó por una calle estrecha hasta dar con un solar. Cruzó una alambrada y se internó en una granja. Entre chanchos y vacas se tiró al barro. Con terror vio a dos hombres con armadura pasar frente suyo. Llevaban desenvainadas unas espadas que blandían con violencia. —¡Salid de ahí, infiel! —gritó uno—. ¡Vuestra brujería no podrá con nosotros, descendientes de los conquistadores! Cuando los hombres ya se habían ido, ella corrió hasta unas casitas campestres. Entró, revisó que no hubiese nadie y se quedó ahí un rato, hasta que las cosas se calmasen. Después de un tiempo, escuchó una
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batahola. Asomó la cabeza por una ventana. Ahí, un hombre montaba al toro que se había escapado. Le enterraba unas espuelas en los lomos, mientras sus compañeros le prendían fuego en la cabeza. —Pensé que esto pasaba solo en Lima —se dijo.
Entonces la vieron. Un grupo de niños famélicos y descalzos avanzó hasta la casa. —¡Papá! —gritaron—. La bruja está ahí adentro. Los hombres dejaron al toro a un lado y echaron abajo la puerta. —¡Por favor! —les suplicó—. Yo soy como ustedes, estoy de su lado. La miraron con extrañeza. —Además soy monja —e indicó su vestimenta. —Tu mal olor te delata —dijo uno. Los hombres la golpearon y le arrastraron por el solar hasta llegar a la calle. Ahí se encontraron con una carreta. En ella iba el arlequín jugando con la cabeza de una momia. A su lado había un hombre desnudo lleno de sangre debido a la flagelación. Más atrás, un sacerdote de vestimenta oscura y el oidor de la Real Audiencia sujetaban el pendón real. —En nombre de Dios y del Rey, te condeno a la horca —dijo el sacerdote. La amarraron de pies y manos. Entonces la subieron. La dejaron a la intemperie toda la noche. Al otro día, la plaza mayor se llenó de personas deseosas de presenciar la ejecución. —Yo, intermediario del Señor —dijo un sacerdote—, te pregunto a vos, acusada de hechicería, si acaso habéis abandonado en vuestro corazón la inmundicia pagana y si queréis abrazar la verdadera fe y así aceptéis ser parte de la nuestra civilización. La mujer, desde el tablado, observó a las personas: las castas y pobres siempre detrás de los nobles, estos mirando con arrogancia y los sacerdotes abanicados por unos niños. Todos deseosos de verle morir. También estaba el monaguillo, quien asistió obligado por sus superiores. Volteó la cabeza.
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—Mátenme, por favor —dijo ella—. Pero antes, desnúdenme. El sacerdote hizo un gesto asqueado y dio la orden al verdugo. Este sacó la silla de mimbre de sus pies. La horca forcejeó con su cuello por unos instantes. Hasta que murió. El verdugo revisó el cuerpo que yacía colgando. —¡Está muerta! —gritó. Entonces todos estallaron en una algarabía.
Más tarde, el sacerdote, tratando de pasar desapercibido, levantó la ropa de la mujer. —A mí también me interesa la anatomía- le dijo riendo al verdugo. Entonces, el hombre miró asombrado. La mujer tenía escritos, en forma de cicatrices, unos números y letras. —Sacad este cuerpo —ordenó el religioso—. Echadlo de inmediato a la fosa común y quemadlo. El verdugo hizo tal como le habían ordenado. Desde una esquina, el monaguillo observaba reflexivo.
Rodrigo Torres Quezada (Chile, 1984) Licenciado en Historia de la Universidad de Chile. Ha publicado los siguientes libros: «Antecesor» (editorial Librosdementira, 2014), «El sello del Pudú» (Aguja Literaria, 2016), «Nueva Narrativa Nueva» (Santiago-Ander, 2018) y «Filosofía Disney» (Librosdementira, 2018). También ha publicado la trilogía de cuentos «Podredumbre» con La Maceta Ediciones (2018).
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CRÉDITOS Ahí donde todo comenzó ©2021, Rodrigo Torres Quezada © De esta edición: Ediciones Awen (Un sello de Ediciones Palíndromus) Cualquier parte de este libro puede ser reproducida, almacenada o transmitida con permiso del autor o editor mientras se esté citando la fuente. edición
Jorge Morales Corona | Verónica Vidal diseño de colección
Jorge Morales Corona diagramación
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Diego Abreu | Antonella Rapino corrector
John González contacto
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Ahí donde todo comenzó de Rodrigo Torres Quezada se terminó de editar en el mes de febrero de 2021 en las instalaciones de Ediciones Palíndromus ubicadas en Maracaibo, Venezuela, bajo la licencia del sello Awen y la autora. Para la colección se utilizaron las tipografías Lato de Lukasz Dziedzic para el cuerpo y Manrope de Michael Sharanda para los títulos. todos los derechos reservados