COLECCIÓN TELÚRICA
ALFA O LA SALIDA
FERMÍN ANTULES
EDICIONES AWEN
{AUTOR}
FERMIN ANTÚLES
{EDITORES}
JORGE MORALES CORONA / VERÓNICA VIDAL
{CORRECCIONES}
JORGE MORALES CORONA / IGNACIO POVEDA
{DISEÑO DE COLECCIÓN} JORGE MORALES CORONA
{DIAGRAMACIÓN}
EDICIONES PALINDROMUS
{ILUSTRACIONES} JOSEANNY RUIZ
{FOTO DE PORTADA} ISABEL FALCÓN C. Título: “El último paseo” (Venezuela, 2011)
{CONTACTO}
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DEDICATORIA A Lorena y nuestra salida Al recuerdo de Valdivia Al corazón que dejé en Maracaibo
EPIGRAFE «Cuando despierto siempre hay alguien viéndome.» ESTEBAN GÁLVES
PRIMER ACTO
Ingreso al vestíbulo con las gotas de sudor frío descendiendo por la nuca. Un viejo conocido está sentado en el sofá desvencijado que mira frente a la caseta de recepción. Al verme entrar se sobresalta, decido no prestarle atención. ¿Dónde puedo encontrar a Lorena?, pregunto con la voz entrecortada. El recepcionista no entiende. ¿Dónde carajos está Lorena? Señor, creo que se ha equivocado. Aquí no conocemos a ninguna Lorena. Extrañamente reparo en el sofá donde está el viejo pues claramente recuerdo que no estaba ahí la última vez que estuve frente al vestíbulo. Tengo mucho frío aunque afuera parezca que el mundo está a punto de encenderse. ¿Cómo que aquí no conocen a ninguna Lorena, si la dejé acá anoche?, digo quitándome la chaqueta. El recepcionista palidece y señala con el dedo mi hombro derecho. Está sangrando señor. Claro que no…, comienzo a decir cuando miro mi camisa azul con un agujero y una enorme mancha oscura. Qué carajos, gajes del oficio, me digo. Mirá, Dieguito –digo mirándole el carné plastificado que lleva pegado a la franela–, decime dónde
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está Lorena. Señor, de verdad, aquí no conocemos a ninguna Lorena; además anoche no estábamos abiertos. Me dejo de pendejadas y tomo rumbo hacia las escaleras. Ya el viejo no está. El olor de la madera podrida se confunde con el del tabaco. Piso arriba se escuchan varias risas. Diego sale de la caseta para impedirme el paso pero ya voy comiéndome los peldaños de dos en dos, sin poderme sostener en la baranda por el dolor creciente que se empieza a expandir por todo el brazo. ¡Lorena, salí!, grito cuando estoy frente al pasillo del primer piso. Al no conseguir respuesta, procedo a abrir puerta a puerta con la leve sospecha de que no encontraré nada. Pero las carcajadas que se escuchan parecen las de ellas, con ese tono alto y con un pequeño silbido al final. Dos puertas, tres puertas, última puerta y nada. Lo único que consigo es espacios vacíos o infieles con algunas putas de la avenida. Nada nuevo, le digo a Diego que no sabe qué hacer. Se ha apostado en la escalera que conduce a la última planta. Dejame pasar boludo, le exijo. No puede pasar señor. Arriba sólo se escucha la carcajada de Lorena. Es ella. Yo lo sé. Arriba está Lorena, ¿por qué no querés dejarme verla?, le pregunto con tono amenazante. Él alega razones de seguridad. Y a mí me importa un orto la seguridad. ¡Silvio, ayuda!, gritan desde arriba. ¡Es Lorena! Empujo al hombrecito enjuto a un lado y sencillamente el mundo ya se comienza a revolver con el calor de afuera. Diego queda tan sorprendido como ver a un lunático. ¡Lorena, ya voy!, le grito a la nada mientras me como de tres en tres los peldaños. Pero alguien toca mi hombro y al voltear es ella. Lleva un vestido morado
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y el pelo suelto. Es la primera vez que se lo veo así. Siempre acostumbra a llevarlo recogido con una coleta o como a ella lo llama: una cola de caballo. ¿Bailamos?, ofrece. ¿Cómo puedo negar esa invitación?, contesto. Ahí mismo, junto a la mesa donde estaba sentado comenzamos a bailar un tango que perdió la letra. Es extraño, ¿sabés? Llevo más de cinco años conociéndote y no sabía que bailabas, me comenta. Algo sé, yo no puedo decir lo mismo de ti; siempre eres el alma de la fiesta. Sabes que no tonto, sólo soy… un poco divertida. Deslizo suavemente mi mano por su cintura y ella advierte el camino y sube mi mano delicadamente. No, señor. ¿Por qué? Todavía no estamos para esas. Luego del laburo, quizás. La carcajada que escucho a continuación no es de ella, proviene del pasillo que tengo enfrente con seis nuevas puertas. Seis posibilidades de éxito o fracaso. Ya casi ni siento el brazo. ¿Lorena dónde estás?, grito nuevamente pero sólo se escucha la carcajada de una mujer. Avanzo y tras la primera puerta sólo consigo una habitación sumida en el frío abandono. Tras la segunda lo mismo. En la tercera consigo dos viejos masturbando a una mujer que a simple vista está inconsciente. En la cuarta puerta otros dos hombres tienen sexo mientras se comparten una revista con pibas desnudas. En la quinta simplemente no hay nada. Cuando estoy frente a la sexta habitación, detrás de esa puerta de madera sucia y podrida, se escucha la carcajada de Lorena una vez más. En eso aparece Diego que me detiene apuntándome con un arma en la sien. Señor, usted no puede pasar. No está permitido. Yo sonrío pero la cara
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del recepcionista se ha endurecido al punto de parecer otra persona. Quitá eso pibe, no vaya a ser que te mates aquí mismo. Él amenaza hundiendo un poco más el arma. Tranquilo Dieguito. No podés entrar. ¿Por qué no? Son las políticas del establecimiento. Adentro está mi novia, boludo. Eso no me interesa. Son las políticas, he dicho. Yo abro la puerta de una patada y Diego parece sorprenderse. Y dispara. Y caigo al suelo. Creo que he comenzado a morir.
SEGUNDO ACTO
Mamá, ¿sabés dónde está mamá? No la encuentro por ningún lado. Debe estar en su cuarto. No, ya revisé pero no está. Volvé a ver, no creo que se haya ido muy lejos. Ella sube lentamente las escaleras buscando algo de tranquilidad en la sola idea de conseguir a la señora Virginia en su cama, terminando un rompecabezas, como siempre. Por el rabillo del ojo se cuela una sombra que poco a poco va tomando cuerpo. Al voltear ligeramente caigo en cuenta de lo que hay detrás de mí. Suelto un grito ahogado y el cuerpo se me eriza completamente. Es la señora Virginia. Está desnuda, con una sonrisa morbosa y me saluda desde el otro lado de la sala. Virginia, ¿qué hacés? Ella no pronuncia ninguna palabra, sólo saluda. Una y otra vez mueve la mano como si se estuviera despidiendo en una estación de trenes. Virginia, vestite que nos vamos, no seás así con nosotros. Vieja conchuda, pienso al ver a la vieja con la misma sonrisa morbosa, saludando hacia la nada. San Antonio… San Antonio… comienza a pronunciar con esa voz quebradiza y casi imperceptible. ¿San Antonio? ¿Qué ocurre con San
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Antonio? Tú sabés lo que sucedió en San Antonio. El aire, recordá cómo era el aire en San Antonio. ¿Cómo era, Virginia? No recuerdo. Ella sigue despidiéndose de ese algo o alguien que espera detrás de mí tan alegre como pocas veces la vi. De improviso una bala directo a la cabeza la tumba y la sangre y los sesos se comienzan a esparcir por la sala como una granada acabada de explotar. ¡Silvio!, grita alguien. Cuando volteo me consigo con el piso de linóleo veteado en blanco y azul. La mugre le confiere una fina capa marrón y pegajosa. Los gemidos incesantes que minutos antes se escuchaban ya no resuenan. Levanto un poco la mirada y ubico un punto oscuro en el marco de la puerta. ¿Eso ha sido un disparo? Me pongo en pie torpemente y el espectro que está a mi lado me hiela el cuerpo. Diego está muerto y decorando con su sangre y sesos el pasillo. El pecho me ha seguido sangrando y también eso ha dejado un rastro en el suelo. Recostado al dintel miro la escena una y otra vez tratando de calcular el impacto y la impunidad que puedo tener en ella. La sangre, el rostro desfigurado, el chillido entrecortado que dejó el disparo. ¿Qué ha pasado? Viro la mirada y ahí está él, agazapado en la sombra que se forma más adentro del pasillo de la habitación, junto a la pequeña neverita que está frente a la cama oscura. Vete, me ordena con esa voz honda y serena que parece haber sido traída de otro tiempo, de mi vida anterior. Tú…, balbuceo aún pegado al dintel. La sombra parece caminar hacia mí con un revólver aún humeante en la mano derecha. Yo me retiro levemente y caigo, el aturdimiento me sigue costando el equilibrio. El
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hombre se encuentra con la luz mortecina del pasillo y configuro el rostro que esperaba detrás de esa voz. Los ojos color miel, la piel un tanto cuarteada por el sol, el pelo entre castaño y plata y el bigote frondoso con salpicaduras de canas. ¿Dónde está Lorena?, le pregunto al recordar que la noche anterior él la había recibido con un beso y un abrazo afectuoso. Él es Antonio, un amigo de mi viejo, me comentó Lorena luego de ver mi rostro contrariado por lo efusivo del saludo. Ella es la nena de su padre, así que no intentés herirla o te la verás conmigo, dijo el hombre. Eran las 22.00 horas según el reloj que quedaba al fondo de la recepción. Instintivamente no le respondí la amenaza, estaba apurado como para hacerle caso a un idiota. Pasaré por ti a las nueve de la mañana. Acordate que no podemos faltar a la milonga, dije antes de darle un beso en la boca impulsado por quién sabe qué y desaparecer sin darle siquiera una explicación. Los ojos del tal Antonio se clavan en mí como lo hicieron la noche anterior. Lorena no estuvo aquí anoche, contesta tranquilo. ¿Cómo no va a haber estado boludo, si tú la recibiste? ¡Hasta me amenazaste!, le grito con la rabia contenida. Vos te la llevaste ayer en la tarde. Después no vino más. Ella tenía una reunión con su padre a las veinte horas y nunca apareció, dice acercándose cada vez más. ¿Dónde carajo está Lorena?, pregunta amenazante. Yo la dejé aquí anoche, ella tiene que estar aquí, le contesto levantando las manos en un intento de detener la bala que ya creo que tengo alojada en el cráneo. La voz de Virginia vuelve a proferir el nombre de San Antonio. San Antonio.
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San Antonio. Cuando volvamos a Buenos Aires, quiero llevarte a un lugar muy especial. ¿Sí? ¿Cuál?. Se llama ‘Volver a ser nosotros’, le dije y ella rio. ¿Cómo podés llamar a un lugar así? Es un juego de palabras. Cuando tú querés invitar a alguien a cualquier lugar, vos le decís: “Vamos a…” y luego dices el nombre del sitio. Entonces cuando yo te invite, te puedo decir: vamos a ‘Volver a ser nosotros’. ¿No te parece divertido?, comenté con una enorme sonrisa. Los dos reímos de buena gana y nos abrazamos para mantenernos calientes en medio de la brisa fría de la noche. La costa parecía congelada pero nosotros éramos felices en su solitario muelle. Algunas luces dispersas nos iluminaban los relieves del cuerpo y nos permitían encontrarnos las expresiones tontas de los enamorados. Caminamos por la arena oscurecida por la noche mientras hablábamos del regreso a Buenos Aires, del sitio al que nos mudaríamos, del nombre que le daríamos al perro que hipotéticamente ya habíamos adoptado. Sólo es un fin de semana, le había suplicado. Un fin de semana para desligarnos de la ciudad y trabajar desde otro ángulo. Sé que conseguiremos muchas cosas más jugosas que lo que encontramos aquí en la oficina. Al final ella aceptó, movida más por la emoción de tener un poco más de acción de la normal que por compartir conmigo. Para ella el trabajo era primero que todo, hasta de su vida. ¿Dónde está Lorena… Antonio?, vuelvo a preguntar todavía con las manos en alto deteniendo el proyectil. No lo sé boludo. Tenés que encontrarla, sino su padre se enojará con vos y tú muy bien sabés cómo es su padre. Quitá el revólver y me iré
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a buscarla. Lo último que necesito es que me estés siguiendo los pasos, le exijo. Él retira el arma y la guarda. Yo entendiendo que el peligro se ha detenido por un minuto me levanto aún aturdido. Ese pibe te iba a matar, trabajaba para Germán y tú le dijiste muchas cosas que no debía saber. Vos sabías que aquí no se podía hablar en voz alta, me dice el hombre mientras yo comienzo a caminar hacia las escaleras. Las puertas de las demás habitaciones están abiertas y desde dentro las manchas oscuras, los ojos inertes y discretos agujeros me dicen que todos han muerto. Yo dejo escapar un grito ahogado y volteo a ver al hombre que ni siquiera pestañea. Tú me hiciste hacerlo. Ahora encuentra a Lorena o el próximo serás tú. Recuerda lo que le sucedió a Virginia. Apuro el paso y bajo tratando de recordar, de entender. ¿Qué significa San Antonio? ¿A dónde pudo haber ido Lorena? ¿Cómo no llegó anoche si yo la dejé con Antonio en la recepción? ¿Por qué Germán habría tenido hombres en el motel? ¿Cuántas personas asesinadas hay en el edificio? ¿Quién gritó mi nombre si no fue Lorena? Cuando camino rumbo a la puerta principal un hombre delgado, algo avanzado en años, con el pelo canoso y perfectamente aseado, ingresa al edificio. La respiración se me corta y lentamente camino a su encuentro. Tenés dos horas para conseguirla, me dice el padre de Lorena mientras aprieta fuertemente mi brazo izquierdo. Esta vez no quiero fallas. Cuando me suelta, el vaivén de la cercanía a la muerte me vuelve a tomar. La herida de la bala sigue supurando, ahora menos porque alguien (¿sería Antonio?) la ha tapado. Afuera
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está el auto blanco en el que llegamos a San Clemente del Tuyú, como se llama la localidad a donde hemos venido a investigar el final de nuestro caso. Pero, ¿cómo puede estar aquí el auto si yo llegué caminando? Corro hasta él y me interno. El interior vacío me permite comprobar mi respiración agitada y el incipiente llanto que comienza a parecer una pieza in crescendo de rabia y tristeza. ¿Qué nos ha pasado Lorena? Ayer fue sábado, hoy es domingo y tú no apareces. ¿Dónde estás? Aparecé de una vez. De nuevo el recuerdo del muelle, la noche del sábado, los abrazos y los besos me hacen seguir el rastro a la playa. Debo volver ahí cuanto antes. ¡Ella está ahí! Como sea pero debe estar ahí. Arranco en el auto y aunque el dolor en el pecho sigue ardiendo y punzando no me importa porque debo conseguir a Lorena. ¿No crees que es arriesgado?, me preguntó días antes del viaje. Claro que no. Iremos encubiertos. Nada nos pasará, dije tranquilizándola. Ella solía abrazarme muy fuerte cuando tenía miedo. Yo le correspondía por el simple hecho de que era mi novia de toda la vida. La conocí durante los primeros años escolares y al parecer fue un amor a primera vista. Nos hicimos novios a los dos años de conocernos, terminamos y al siguiente año nos volvimos a juntar. Inevitablemente vinieron otras rupturas y reconciliaciones, otros hombres en su vida y otras mujeres en la mía, pero nosotros nos teníamos entre el paso del tiempo y nuestra cada vez más acentuada adultez. Ella no quería tener hijos, yo tampoco. Ella quería un apartamento en Soho, yo también. Jurábamos que algún día nos saldríamos del periodismo de
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investigación pero la adrenalina que sentíamos por cada caso nuevo nos hacía renunciar a ese sueño que pronto se volvió utopía. Claro está que llegó el punto en el que nos habíamos acostumbrado a nosotros, a decirnos que éramos los únicos que no nos habíamos abandonado. Sinceramente teníamos un problema para relacionarnos con otros que no fuéramos nosotros. Nos queríamos hasta ayer en la noche. Hoy no sé si nos queremos. Tampoco lo sabré hasta que Lorena aparezca y en medio de una de nuestras escenas románticas al más puro estilo de películas clásicas nos digamos un «Te amo» trágico para luego fundirnos en un beso apasionado hasta que alguien exclame «¡Corte!» y nos separemos y riamos como tontos. Los dos sabemos de cursilerías entre nosotros. Nadie más lo entendería. Ya las enormes dunas me anuncian la proximidad a la playa y por ende, al muelle. Ella debe estar ahí. Ella tiene que estar ahí. Pero la esperanza dura poco, así como las ilusiones poseen alas cortas. Lorena no está. Ni aquí ni en ningún lado. ¿Dónde estás? En el muelle ninguno de los hombres que deja perder la vista en el horizonte la ha visto. Tampoco los bañistas que se atreven a estar a estas horas por aquí. Nadie ha visto a una mujer como ella. Nadie, maldición. La voz de Virginia sigue resonando a pesar de que ese sueño se hace cada vez más lejano e imposible. San Antonio… San Antonio… vuelvo a pensar en ese nombre. Me estoy volviendo loco. Lorena comienza a ser ese conato de locura que hacía mucho no se precipitaba en mi cabeza. La obsesión de amar, de proponer inútiles emociones para casos de soledad extremos me
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parece lo más cursi y casi mortal de mi oficio. Pero aquí estoy: volviéndome loco para encontrar a mi mujer. De improviso entiendo el nombre de ese santo que se sigue colando por los recuerdos borrosos de esa terrible visión de Virginia. Sí, San Antonio, ¿cómo se me había pasado por alto? Arranco dejando tras de mí una nube densa de dudas y desespero. La temperatura está fresca pero yo comienzo a sentir cada vez más frío. El pecho parece hecho de hielo. Cuando me veo en el espejo, la visión de ese espectro que me he convertido, en ese hombre a medio morir por hemorragia, me asusta. He dejado de ser mucho, y ahora creo que me resumo a ser un desperdicio; un desperdicio que perdió a su mujer y que probablemente pierda la vida sino la encuentra a tiempo. Comienzo a jadear y a sentir mucho más frío. Cada tanto miro cómo cambia la vegetación y vislumbro el lugar al que me dirijo, pero un incesante golpeteo suena cada vez que me deslizo por la carretera. Ahí fuimos felices y las personas siempre vuelven a esos sitios. La mayoría del tiempo he pensado que la felicidad es otra forma de expiarnos las culpas. Sé que ahí la encontraré. La falta de sangre me produce pensamientos catastróficos pero dulces, como mi vida profesional. A veces se cuela Lorena, pero luego vuelve a desaparecer. Al estar en el estacionamiento me bajo con dificultad. Abro el maletero para acomodar el arsenal que usualmente llevo para ese tipo de viajes y cuando levanto la puerta, las piernas comienzan a perder la fuerza que las sostenía. Dejo escapar un grito ahogado y desde el suelo trato de no repetir la imagen en mi
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cabeza. No lo quiero. No quiero volver a ver a mi Lorena con un disparo en la cabeza, mirĂĄndome fijamente como si desde la muerte me odiara por no conseguirla antes.
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TERCER ACTO
Lorena fue el primer y último amor de mi vida. Lo supe cuando Abraham, el padre de ella y esposo de Virginia, me encomendó la más desgarradora de las misiones: asesinar a su esposa. Era muy arriesgado para su negocio el tener una mujer con información. En nuestro medio, eso suele ser como un cáncer: si no lo extirpás te matará; y, como sabés, yo todavía no tengo pensado morir, me había dicho el viejo cerca de dos años antes. Él fumaba su puro al mejor estilo mafioso mientras yo tomé otro sorbo de whisky. Jefe, ¿no creés que es muy arriesgado? Vos sabés; por Lorena. Él rio por lo bajo y negó levemente. Encargate de matar a la vieja, que de Lore me encargo yo. Tú quedate tranquilo. Y aunque acepto que dolió, el proyectil que se encajó en la frente de la señora Virginia no pudo salir de mi pistola. Como siempre, lo hizo Antonio, él nunca fallaba en un encargo. Lore, no te preocupes. Yo estaré aquí para todo lo que necesités. Sé que sos fuerte y esta será una prueba que deberás soportar. Yo te acompañaré siempre, le dije durante el velatorio y ella respondió con un abrazo sentido. Nunca me dejés Silvio, no
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después de esto. Tranquila princesa, que eso nunca pasará. Como lo presumía, ella no se conformó con la excusa del robo. Con cada día que pasaba y la veía sufrir, sopesaba la mentira con la que vivía junto a ella. Ella me amaba, yo creía que lo hacía también. Dentro de mis últimas conclusiones, no entendí qué la hizo quedarse a mi lado. Yo, que siempre tuve tendencia a ser un fracasado, un farsante, una basura con el cuerpo salpicado con la sangre de las múltiples víctimas de mi cañón humeante. Pero llegó el día que pensé que mi vida había llegado a su término: Silvio, necesito que me ayudés en un nuevo caso. El editor me ha dado el permiso para incluirte como investigador agregado. Además, sos el mejor periodista de investigación encubierto que conozco. No lo sé Lore. Hace tiempo que me alejé de ese mundo, es en extremo peligroso. No seás cobarde. Apuntate, yo sé que vos querés volver una vez más a esos escondrijos. Vamos a ver, ¿de qué se trata?, le pregunté. Nos habíamos encontrado en su apartamento; un pequeño espacio donde había hecho caber la mayoría de los momentos de su vida. Decía que a pesar de tener mucho dinero siempre había sido amante de lo corriente, lo que a simple vista no parecía esconder un tesoro. Se trata de un traficante importante de armas. Le dicen “Babinsky”, pero su nombre es Germán Chalbaud. El editor me ha dicho que actualmente está en guerra con otro traficante y se manejan grandes lazos con personajes de la política argentina. Nuestro trabajo será unir todos esos lazos en un único informe para publicar, ¿qué te parece? Si te soy sincero, no me gusta nada. La gente de “Babinsky” es la más
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peligrosa en toda la Argentina. Al final no me escuchó. Me nombró Alfa y ella sería Beta. Así nos comunicaríamos mientras hacíamos la investigación. Mi trabajo comenzó por infiltrarme en el bando contrario a Germán y justo cuando descubrí el verdadero carácter del problema pude entender que los aprietos de ese infierno en el que vivía se habían agrandado. Justo frente al cabecilla de la banda ratifiqué que Lorena iba a ser mi primer y único amor. Meses después, con el frío en nuestro cuerpo, la llevé al faro de San Antonio. Ella iba un tanto mareada por las dos botellas de vino que habíamos bebido entre conversación y conversación. ¿A dónde me llevás?, preguntó rozando el dorso de su mano con mi rostro. Vamos aquí cerquitita, al faro. Necesitamos hablar, dije un tanto nervioso. ¿Sobre qué? Ella se acomodó en el asiento y miró la espesura oscura del camino. Nuestro trabajo Lorena. Esto cada vez está poniéndose más peligroso. No seás cobarde, Alfa. Estamos a punto de hacernos con todos los nombres y las pruebas para hacer el artículo. Los faros de un auto detrás de nosotros me dieron la suficiente certeza de que aquel podría ser nuestro último viaje. Lorena, recapacitá. Dejá el caso. Es mejor no revolver las aguas. Pero, ¿qué decís boludo? Este artículo me va ayudar a esclarecer la muerte de mi madre. Yo no lo hago por reconocimiento ni nada, lo hago por Virginia. A tú mamá la mataron por resistirse a un robo. No busqués fantasmas donde no los hay, Lore. Los faros del auto que venía detrás se acercaron más. Yo aceleré. No boludo, no dejaré el caso. Este es el caso de mi vida. Si no te gusta te podés salir, pero
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yo seguiré adelante con él. Cuando quise darme cuenta estábamos frente a las puertas del parque del faro. El auto estacionó a nuestro lado: era Antonio. Tocó la ventana de Lorena y acto seguido le abrió la puerta. Antonio, no. No hay tiempo Silvio. ¿Tiempo para qué?, preguntó ella confundida. Para nada Lorena. Quedate aquí en el carro que voy a hablar con Antonio. Caminamos en silencio por la arboleda sin dejar de ver a Lorena medio dormida sobre el asiento del copiloto. En medio de aquel lugar opacamente iluminado me vi frente a frente con el pistolero sanguinario. ¿Qué estás esperando?, me preguntó. Antonio, ella quería pasear por la costa. ¿Qué querés que te diga? No le podía decir que no. Abraham me dio instrucciones: necesita reunirse con su hija esta noche. Yo la llevaré ahora, dame una hora más y todo habrá terminado. Ni una hora. Abraham no tiene todo el tiempo del mundo para reunirse con ella. Si no la llevas tú me la llevaré a rastras. No si logramos escapar primero, dije y acto seguido comencé a correr en dirección al auto. ¡Lorena, encendé el motor! El primer disparo resonó sobre los árboles y murió enterrado entre la grama cercana a mí. El segundo pasó como una ráfaga caliente al lado de mi hombro. Cuando volteé Antonio corría todo lo que podía, se paraba, apuntaba y disparaba. El tercero surtió un efecto aterrador. El sonido se propagó de modo distinto, como si yo fuera la caja de resonancia. Me resbalé y caí aparatosamente. Estaba a escasos tres metros del auto que ya estaba encendido. Antonio venía cada vez más cerca. Como pude me levanté y llegué al auto sintiendo una fiebre eufórica. El calor nacía del
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pecho y moría en mi cara. Arranqué tan rápido como pude. Otros tres disparos nos despidieron, pero no por mucho tiempo. ¿Qué sucede?, preguntó ya obnubilada. ¡Lorena, prometé que te saldrás de ese caso! ¡Prometemelo! No Silvio. Yo no haré eso. ¡Concha su madre!, grité y pisé más el acelerador. Los faros que antes nos seguían se perdieron en algún camino alternativo de los que agarré. Al final llegamos a una playa solitaria. Ya serían cerca de la una de la madrugada. ¡Tenés que parar esto Lorena!, le volví a gritar mientras nos bajábamos del auto junto a la playa. ¿Qué querés de mí?, soltó con rabia marcada. Que vivás lo que nos queda de vida conmigo. Que dejés la tontería del periodismo y comencés a vivir. Para ti soy tan prescindible en la vida como en la puta investigación. No entendés nada, Silvio. ¡Claro que sí! Lo entiendo mucho mejor que tú. Estamos hablando de la vida de mi madre. ¡Yo estoy hablando de nuestra propia vida! Nos van a matar sino paramos. ¡Pues si nos van a matar por lo menos disfrutemos esta noche!, dijo con los brazos abiertos y con una sonrisa que nunca había conocido en ella. Se descalzó y se acercó danzando hasta que el agua helada se revolvió con sus pies. Reía nerviosa al sentir la crispación de su piel al entrar en contacto con el frío. ¡Vení Silvio, vamos a disfrutar!, me gritaba. Yo me resumí a llorar. A llorar y a apuntar. A apuntar y a disparar. Una. Dos. Tres. Cuatro veces. Plo. Plo. Plo. Plo. Y ella cayendo como una doncella a los brazos de la muerte que la esperaba entre la arena y el oleaje. Perdoname, Lore. Perdoname, dije con la voz ahogada. Tomé el cuerpo y lo guardé en el maletero. Arranqué y surqué
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tantas calles como fuera posible hasta que paré frente a un edificio viejo, un hotel al que horas luego volvería a buscarla. Dejé el auto y salí corriendo quién sabe a dónde. Desde ese momento al minuto en el que entré y hablé con Dieguito, el recepcionista, no supe ni de mí mismo. Por primera vez había cumplido un encargo. Abraham había sido enfático: primero matás a Virginia, luego a Lorena. Yo amo a mi hija pero es lo suficientemente quisquillosa como para joderme el negocio de las armas. Aunque pensándolo bien, por gusto mío: quiero que ser yo quien mate a mi hija. Ahora con ella viéndome fijamente desde el maletero no puedo sino llorar al amor que arrebaté de mis brazos. Los carros de Abraham se acercan con los motores feroces, asesinos. Les mentí, lo sé; pero si alguien le quitaría la vida a Lorena, ese sería yo. Fueron años fingiendo ser periodista para envolverme en su mundo. Nunca había sentido que el depredador fuese la presa todo este tiempo. Ella me había cazado mucho antes de que yo me diera cuenta. Y la amo. Amo su cadáver, qué le vamos a hacer. La costumbre ahora tendrá que amoldarse a estos designios mortuorios que he dibujado en mi vida a partir de mi pistola. Así era la única salida para todo este drama innecesario, alquilado a alguna telenovela. La presencia de Abraham se hace cada vez más fuerte y cuando Antonio baja de su auto comienzo a correr nuevamente, esta vez hacia dentro del parque. San Antonio, me había susurrado Virginia en sueños. Subo al faro con necesidad, perseguido por el fantasma de mi novia asesinada y los
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matones de su padre. El recuerdo, por otro lado, ya me ha comenzado a arder más que la herida que ha vuelto a manar sangre. En la última parada, arriba donde la altura produce serios miedos a la gravedad, miro el mar impasible más allá. Él no ha dejado de ir y venir. El mar nunca muere. Igual que el viento; Virginia siempre tuvo razón: hay que recordar el viento. Yo no sé si seré también como el mar y el viento. Mis fantasmas son tan mortales como yo. Los pisotones de mis asesinos se hacen cada vez más estruendosos, tanto que la plataforma pareciera a punto de derrumbarse. Pero hoy soy yo quien decide derrumbarse, surcar un mar de viento, sangre y memoria que no deja de fluir. Allá arriba está el cielo, aquí abajo está Lorena y yo en el medio con el recuerdo de la noche anterior invitándola a bailar nuevamente a la orilla de la playa, para besarla y perdernos en el mar. A final de cuentas, sólo nos quedó el movimiento de nuestros cuerpos antes de sonreírle a la muerte.
EDICIONES AWEN es el sello editorial de
la Revista Literaria Awen que, comprometida con la creación literaria internacional, edita plaquetas de narrativa y poesía. Fermín Antúles nos sumerge en un thriller cargado, oscuro y con una estructura tan bien diseñada que brinda una sensación de confusión innovadora al jugar con los personajes y los tiempos narrativos hasta llegar a un final trepidante y satisfactorio.
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se terminรณ de editar en el mes de diciembre de 2017 en la ciudad de Maracaibo, Venezuela, bajo la licencia del sello Awen y del autor.