Luciano Debanne María Debanne
Ediciones de la Terraza
Todos los libros que no vamos a leer Yo que vos la búsqueda incesante Hay que aprender a afrontar los lunes Escribirle a los propios A veces llueve sobre los techos de las casas Pasa que no es literal No Un muchacho duerme en el tercer asiento Los pomelos enormes Tengo preocupaciones que no son mías De mi mayor consideración y estima ¿Ya dijiste hoy tu pequeña verdad? Hoy, ahora mismo, una ballena nada sobre nuestras cabezas Quizás vengan días en que todos seamos merecedores de un arrullo A veces siento como si a cada paso pisara caracoles Muéranse todos, todas El sol en otoño
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Hay un infierno hecho de todas las siestas que no dormimos Ahora mismo, que estoy saliendo de un lado y volviendo a otro ¿Has visto a alguien pidiendo? Hay fantasmas que, amorosamente, nos cuidan Hay viento Condena grande la de estar afuera La ciudad y sus formas Bajo la lluvia de hoy Antes que amanezca Suena acá al lado el hacha que rompe el árbol Hagan lo que puedan Cumplí años como quien cumple la promesa de portarse bien Quisiera poder escribir Y está el día después Autores
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Todos los libros que no vamos a leer, todos los sabores que no vamos a probar, todos los lugares que no hemos de visitar, todas las gentes que no vamos a conocer. Las librerías, los mercados, las estrellas y las peatonales que nos confirman en nuestra finitud. Malditos sean nuestros días moribundos.
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Yo que vos la búsqueda incesante, la alegre contradicción, el despertar afiebrado, la danza vergonzosa. Yo que vos la incomodidad del suelo, la silla de la pata torcida, la mesa que se mueve, el pasto antes que el cemento. Yo que vos la picazón en la espalda, el calambre en el pie, la ganas de rascarte cuando alguien se rasca. Yo que vos la oscuridad relampagueante de la incertidumbre, el olor de la muerte como único enemigo, el dolor de los cagados de hambre mordiéndote las doctrinas, el presuroso andar de los que van a todo o nada porque es más lo que jode que lo que arriesgan. El resto es cartón pintado, marchitas para el pelotón, personerías jurídicas y cajas de ahorro en pesos, bustos y panfletos, ofertas de ocasión.
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Hay que aprender a afrontar los lunes, a leer las caras de las gentes que caminan en las veredas del Centro, a interpretar las marcas de las pisadas en los escalones gastados de los edificios públicos, a desentrañar los mensajes que quieren transmitir las sillas desordenadas en un aula al terminar la clase, a detectar el paso de un ave por el movimiento del aire en el crepúsculo, a equivocarse con certeza, a repiquetear las inquietudes frente a lo evidente, a calcular los días que nos quedan de vida, a soñar lo que va a suceder, a hacer leudar a fuerza de amasado, a repartir las barajas a contramano del azar, a escudriñar más allá de lo visible, a esperar que sane antes de arrancar la cáscara, a confiar en la semilla aunque el tallo se demore, a respirar como una marea acompañando los estados de la luna, y a descansar en la continuidad que nos trasciende. Hay que aprender que, como decía el maestro, nadie libera a nadie ni nadie se libera solo, nadie aprende solo, nadie sabe todo, nadie ignora todo, nadie crea sino a partir de las invenciones de quienes antes se pusieron a crear. Y sin embargo, nunca, jamás, en ningún lado, todo está hecho. Siempre hay algo que nace, algo que aparece, algo que inicia. Hay que aprender a amar lo que nace, y lo que va a nacer, incluso a costa nuestra y de nuestros aprendizajes, siempre viejos.
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Escribirle a los propios. Escribirles a los que comulgan, a los amigos, a los cercanos, a los que piensan igual. Desestimar al resto. Escribir como se prepara la cena, una cena familiar. Escribirle a los propios como si se tratara de amasar, sumando poco a poco lo que no está, agregando y mezclando, uniendo lo que parecía lejano, combinando con creatividad y generosidad, aprovechando lo disponible, metiendo sazón. Armar la masa con las propias manos, con la propia fuerza, con el modo particular que cada quien tiene de amasar. Poner las cosas al fuego, darle lumbre, darle calor, el calor de las cosas. Y servir las palabras como si fuera un pan, un pan capaz de multiplicarse y alimentar a las multitudes que oyen; aunque sea solo un pan, un pan pensado para alimentar a los propios pero que quizás, milagrosamente, pueda alimentar a muchos más. Escribirle a los propios, para poderlos identificar, para poderlos nombrar, para poder decir: henos aquí, estos somos. Nosotros. Y que nosotros sean no solo los que fueron pensados, originalmente, como comensales; sino todos aquellos que, finalmente, compartimos el pan.
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A veces llueve sobre los techos de las casas y las calles y los árboles de la vereda. Llueve sobre los trámites que hay que hacer, sobre las discusiones pendientes, sobre los libros a medio leer. A veces cae mansamente el agua sobre la huerta del fondo, sobre las macetas, sobre el pasto lleno de malezas, sobre la enredadera que se esfuerza por subir alrededor del poste mal pintado. A veces llueve y se mojan las mañanas y las siestas, el sopor del verano, el suelo y el cielo. Todo regado el mundo de lluvia. A veces la lluvia moja el día y es como un bautismo. Y uno casi que se olvida que hay sequías e inundaciones llenando las páginas de los diarios y las noticias de la televisión. A veces llueve mansamente sobre el mundo, como un bautismo, como una bendición. Aunque, aun así, a pesar de la empecinada constancia de ese pequeño milagro de agua que hace las cosas renacer, sigan secos de toda lluvia los escritorios donde se decide la vida y la muerte de las personas y las cosas. Aun así, a veces llueve sobre la tierra y uno casi puede imaginar cómo se abren las semillas en la profundidad de la siembra.
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Pasa que no es literal, no es literal. No es que te palmean el hombro y te explican detalladamente, como si fuera el prospecto de un jarabe o las indicaciones para armar un mueble del Easy. El universo habla con metáforas. Te las tira ahí en la calle, en un afiche de un concierto, en un charquito que refleja extrañas luces por el gasoil, en los círculos entrelazados que dejan dos vasos en la mesa, en un chicle que reproduce el dibujo de la suela de una zapatilla. El arte es saber leerlas, entender que te están hablando, saber qué dicen. Para eso siempre es bueno recordar que leer es escribir, que bailar es hacer música.
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No. No será hoy. No será igual. No será pronto. No será siempre. No. No será como se suponía. No será como es debido. No será como iba a ser. No será como dijeron. No será así. No será así. No lo será. Será barca navegando en el mar abierto, a merced de las olas, las sirenas, el viento. Y las monstruosas profundidades, de mil brazos, que apuestan a la posibilidad, latente, del naufragio. Será barca, pero no tiene por qué ser barca a la deriva. Alcanza con tener un puerto para dimensionar el mar. El resto es navegar.
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Un muchacho duerme en el tercer asiento, del lado de la ventanilla. La cortina azul corrida da una sensación de siesta de pueblo, de pieza fresca, a pesar del traqueteo bamboleante y el ronronear del motor. A su lado, una mujer cabecea profundamente sobre su hombro, descansa involuntariamente sobre él, pero con la tranquilidad que da la confianza de quienes se amaron todo, y quizás aún se amen. En sus brazos duerme su sueño cachorro un pequeñín puro rulos negros. Sus manitas entreabiertas y relajadas como solo los niños pequeños pueden tenerlas, quizás porque nunca las crispó, porque nunca jamás las cerró amenazantes. Asiento de por medio, dos niños más grandes juegan silenciosos y se desparraman compartiendo sus butacas como si fueran una. Combatiendo el sopor y el aburrimiento. Como si aquello no fuera un colectivo interurbano, repleto de volvientes, en medio de la primera tarde, sino el patio del hogar. Como si los de adelante los hubiesen autorizado a salir, siempre y cuando no rompan las pelotas a la hora de la siesta del fin de semana. Suena la radio cerca del chofer, como si sonara del otro lado de la tapia.
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Los pomelos enormes, enormes, como pelotas amarillas, perfumadas y pesadas. Todos caídos junto al tronco, como una corona estallada en el suelo; escondida en el pasto crecido, desdeñada por su peso y su color. Como si el verde hoja no hubiese querido sostenerlos más, y se los sacudió de encima, como un perro al salir del agua; como quien se saca una amargura del cuerpo pero igual le queda, desparramada, rodeándolo. Tirada ahí, a los pies del árbol, como quedan las migas donde comió un niño, o la ropa al desnudarse para el amor. Hasta que sean primero podredumbre, después semilla, y después el indicio del árbol que viene a robarte, para siempre, el sol.
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Tengo preocupaciones que no son mías, horarios que no son míos, responsabilidades que no son mías, tareas que no son mías. Una vida repleta de cosas, cosas ajenas. Mías solo son las ausencias, los fastidios, los aburrimientos, las letras que escriben las palabras de preguntar por qué: ¿Por qué ando con estas preocupaciones a cuestas, con estos horarios, con estas responsabilidades, con estas tareas ajenas? ¿Por qué no la música y los amigos y los amores y el placer y la risa y jardines con flores y frutos y bichos de colores y ninguna otra cosa que todo eso? ¿Por qué no son las siestas mandarinas y soles y libar de brisas cruzando, como el tiempo, de la nada a la nada? ¿Quién impuso este infierno que permite, que alienta, que impone, toda esta cosa que pasa por fuera del puro placer? ¿Quién segmentó el mundo entre quienes gozan y quienes no? ¿Quién sembró el carozo de toda desigualdad, de toda inequidad, de toda iniquidad? ¡Díganme quién lo hizo! Todas mis maldiciones llevan su nombre.
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De mi mayor consideración y estima: me dirijo a usted con el fin de decirle que, aunque le fastidien estos recados, yo me siento en la obligación de advertirle que ahí afuera y sin previo aviso ha comenzado el otoño y los niños ya escribieron en su cuaderno ha comenzado el otoño y las jubiladas sentadas en las ventanas ya comentaron ha comenzado el otoño y los amantes abrazados de las plazas, sin sentido, ni obligación, sin destino, ni ánimo de permanencia así nomás como quien dice te quiero, se han dicho ha comenzado el otoño y una adolescente dibujó en el margen del libro de Historia unas letras recargadas y de colores que dicen ha comenzado el otoño y los presos suspiraron mientras rayaban la pared ha comenzado el otoño y un muchacho escribió en su teléfono antes de apretar enviar, esa pequeña verdad inconducente ese mensaje que contiene las vueltas del mundo, su vínculo con el sol, nuestras rutinas y paisajes, nuestros poemas improvisados, nuestros collages de mal gusto hechos con hojas y ramas, nuestro fastidio por lo evidente, ese mensaje que contiene al universo mismo y, de tan cierto,
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se vuelve obvio y de tan obvio aburrido: “a comenzado el otoño” Veinte caracteres, hashtag y enviar. Y sus amigos hablarán del error de ortografía, del silencioso rol de la h, de los correctores ortográficos, de la maestra y la profesora que le enseñaron a escribir y habrá emoticones y risas hilvanadas en ja, ja, jas. Y un árbol o dos o todos, vaya uno a saber cómo son estas cosas, nada dirán de todo esto, porque no hace falta, porque son el otoño, así como son la primavera, así como el río es el verano y el frío es el invierno; porque finalmente uno es las cosas que nombra al respirar.
¿Ya dijiste hoy tu pequeña verdad, tu pequeño aporte, tu pequeño poema, profundo o prosaico, tu pequeño desgarro a la muralla carnosa del silencio? ¿Señalaste un ave y dijiste ave? ¿Señalaste una factura y dijiste esa factura la más quemadita, café, desayuno simple, mermelada no, dulce de leche? ¿Señalaste hasta el tacto con tu dedo táctil la pantalla, táctil, donde se dice hola, estoy llegando, a qué hora, cómo andas? ¿Señalaste el cielo, la calle, la vereda, las cloacas estalladas del Centro, el bamboleo de los árboles invernales, la ronca contaminación de los colectivos y dijiste día, camino, trabajo, mañana? ¿Ya dijiste hoy tu pequeña verdad: dijiste hambre, miedo, pobreza, injuria, violencia, tristeza, penuria, injusticia, dolor? ¿Señalaste la esperanza, la salida, la propuesta, lo posible, la solución: le pusiste forma a tus palabras, verbos, nombres, lugares? ¿Dijiste hoy tu pequeño desgarro a lo que es hoy? O solo compraste puchos, caramelos mentolados, tutucas, tiempo en el Rapipago, con un gesto, silencioso, y hueco, de resignación.
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Hoy, ahora mismo, una ballena nada sobre nuestras cabezas. Está ahí, lenta, mansa, y poderosa. Enorme entre la espuma que parece una nube, cada movimiento suyo modifica el entorno y es como si soplara una brisa con la correntada que genera su movimiento dócil, y su respiración. Esa cosa densa que tapa la luz y la mancha de gris es su estómago. Y si uno atiende, puede oír su canto, y uno adivina su cola rompiendo la superficie y enfrentando al sol. Los incrédulos señalan hacia arriba y dicen que no, que ahí no hay ninguna ballena. Y siguen con sus trámites, y sus formularios, y sus clases hasta que toque el timbre, y sus veredas de baldosas partidas y sus poemas de amor. Nada de eso importa. Lo importante es que no encalle, que siga nadando su majestuosidad monstruosa la ballena que, ahora mismo, se pasea sobre nuestras cabezas, y nos hermana en la certeza de que algo se mueve sobre nosotros, aunque resulte esquivo a la mirada, seca, de quienes no son capaces de percibir ni una ballena cuando les nada encima, orillando el sol.
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Quizás vengan días en que todos seamos merecedores de un arrullo. Y no haya diablos habitando el corazón oscurecido de los enfermos de odio, ni dedos gatillantes ni miras iluminando de rojo el dolor. Quizás vengan días donde nos sentemos a minar nuestras distancias para que la cercanía confirme nuestras diferencias y entre ellas se alimenten, se fortalezcan, se peleen en alegre ejercicio hasta echar músculo y amistad. Quizás vengan días donde nadie diseñe, forje, ensamble, empuñe y accione un arma para imponer su pequeña, triste, reseca verdad. Quizás llegue el día en que las noticias de hoy sean cuentos que se cuentan como una metáfora: qué armas largas tienes abuelita, son para poderte matar. Mientras tanto, es tarea nuestra abrazar y cantarles nanas a quienes sangran la mirada perdida, a quienes lloran la vida desgarrada por el metal, a quienes han sido muertos y diseccionados por y para la ciencia marcial. Quizás vengan días en que todos seamos merecedores del cariño. No son estos que hoy nos atraviesan como una puntada, pero quizás vengan. Quizás.
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A veces siento como si a cada paso pisara caracoles. Como si pisara frágiles caracoles que crujen desgarradoramente bajo mis pies torpes. A veces ando sintiendo que rompo pequeñas cosas vivas solo de andar, y deambulo con una sucesión de pequeñas penas que me crujen dentro como un eco, como si me caminara por el alma una sinrazón.
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Muéranse todos, todas. Mátense los unos a los otros. Devórense. Los sesos, las carnes, los cueros blancos. Queden en los huesos de su ser. Partidos y dispersos al sol, a merced del hambre salvaje y generosa de los perros, las alimañas y los bichos. Dejen que se lleven todo, hasta que solo queden rastros astillados. Con las astillas secas que lograron sobrevivir y los restos más profundos de tuétano, hagan caldo. Bébanlo con fruición y cuidado. Y a partir de ese nutriente, renazcan.
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El sol en otoño, la sombra en verano, la siesta en invierno. Las patas en el río, las empanadas con juguito, la vez que me dijiste que sí, la vez esa que te dije que no. La primera carcajada compartida, la flor de la madreselva, las torres de los castillos de arena hechas con tarritos de yogur. El rojo ardiente del carbón. Las nubes gorditas, dormir en el asiento de atrás, las bibliotecas ajenas, los dados viejos, un zorrito escondiéndose en las sierras, los juguetes a cuerda, los sombreros en los percheros, los patios escondidos, las escaleras para subir al avión. La vez que ganamos, las tetas, los pañuelos perfumados, los discursos épicos, las esquelitas de amor. El olor verde de las hojas frescas del tomate, que dan ganas de agarrar un puñado y restregárselo, con vehemencia, por el corazón.
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Hay un infierno hecho de todas las siestas que no dormimos, de las sombras que desaprovechamos por andar apurados bajo el sol, del tintinear del agua invitándonos a mojarnos mientras nosotros dejamos las patas, y el alma, preservadas y secas. A ese infierno vamos. Se llega en una barcaza de lamentos y en la puerta un perro de tres cabezas –echado de lado sobre el barro fresco– evita que huyamos, hacia el pasado, a enmendar nuestro error.
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Ahora mismo, que estoy saliendo de un lado y volviendo a otro, y es esa época del año en que, a esta hora, te sale humito de la boca; ahora mismo la luna parece una uñita cortada, pero está acostadita, como si fuera un bote, una canoa en la noche. Como si estuviera acunando los primeros cantos de los gallos que suenan aquí y allá, como en otro tiempo, un tiempo de antes, de antes de ahora, antes de ahora mismo en que la luna parece una sonrisa luminosa, imperturbable y ajena a esto que nos pasa en los diarios y en la televisión y en la pizarra iluminada de los bancos. Una sonrisa, la luna, que se completa con los dos ojitos de luz del colectivo que acaba de dar vuelta, tres esquinas más allá, en medio de la calle vacía. Dos ojitos de farol y una sonrisa de luna, para empezar el día, el camino hacia el día. Dos ojitos de luz y una sonrisa de luna, que medio que te dicen, tranqui, tranqui, algo vamos a inventar; ahí tenés, te dicen, un día más.
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¿Has visto a alguien pidiendo, Has visto a alguien pidiendo pan, Has visto a alguien pidiendo pan de ayer, Has visto a alguien pidiendo pan de ayer con vergüenza? ¿Has visto a alguien pidiendo pan de ayer con vergüenza y que le digan que no, que no, que no, que no? ¿Has visto el corazón de alguien endureciéndose como un pan de ayer frente al desprecio? Vamos a chocar contra esos corazones pétreos cuando vayamos, algún día, a convidarles un mundo como una hogaza recién horneada.
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Hay fantasmas que, amorosamente, nos cuidan. Están ahí donde no los vemos de tan nuestros, de tan parte nuestra que son. Ellos, ellas, vendrán a rescatarnos los días esos en que todo parezca un desquicio. Su mano en el hombro, sus miradas de amor. Se solapan los tiempos presentes. Reímos las risas que otros sembraron. Sus lágrimas secan nuestros extravíos y señalan los caminos. Somos aquello que nos precede. Sus recuerdos quizás sean la pequeña y única bendición necesaria. Ayer y hoy, y el lazo invisible que nos anuda.
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Hay viento y es como que se des de or na odto tood doto dtoo ootd t o d o. No hay que asustarse. Si no rompe, si no daña, si no destruye lo que había que salvar. El tronco del árbol se engrosa con el viento, un tutor muy recto, muy alto, muy presente, le hace mal.
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Hay viento; no pasa nada, es viento n o m à s.
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Condena grande la de estar afuera, que es cosa muy distinta a la experiencia del que alguna vez salió. Afuera siempre hay un filo y un abismo. Siempre hay hambre, miedo, frío, olvido, distancia, desolación. Siempre hay un hilo de lluvia que se cuela entre los huecos del nylon, un hilo de invierno que se cuela entre los pliegues de la colcha, un hilo de peligro que se cuela entre los cuerpos que se amontonan, para protegerse y darse calor y aguantar la noche con sus perros, y sus monstruos, y sus patrullas, y sus pijas afuera, y sus sombras, y sus muertes por tener tos. Condena grande la de estar afuera, donde los bancos son más cortos que los cuerpos, los cartones más finos que el piso helado, la sopa más escasa que el vaso, el vino más escaso que el dolor. Afuera anochece siempre, pero muchas veces no sale el sol.
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La ciudad y sus formas. Los hijos y nosotros. Los domingos rojos y los lunes negros. El verano y sus noches mansas. Las despedidas y sus ventanillas. Las galerías y la lluvia. La política y sus artistas. Las utopías y sus pequeñas quimeras. Las alpargatas y sus bigotes ralos. La vejez y su terquedad. Los olores y las infancias. Los bares y sus mesas chuecas. Los recuerdos y sus olvidos. Las macetas floreadas, las macetas secas. El llanto. La risa. El aire corriendo imperceptible por el cuerpo. La muerte y su persistente estela de olvido.
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Bajo la lluvia de hoy, la gente: - corre esperando mojarse menos - maldice su suerte - batalla contra el paraguas - se arrepiente, se separa, se besa - esquiva charcos y baldosas flojas - arruina sus zapatos nuevos - inventa poemas melancólicos y malos - se acurruca - silba una canción vieja - espera a alguien que no llega - llora disimuladamente - postea fotos de cosas mojadas - se resfría por primera vez este año - resiste como puede esta tristeza infinita, este mundo tan feo, esta desilusión de lo que pudo haber sido y no fue.
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Antes que amanezca alguien corre las colchas, alguien se da un baño, alguien prepara el mate, se toma un café, muerde una tostada, manda un wasap. Despierta al compañero, a la amiga, a la hermana para aprontarse a salir. Alguien repasa su línea, imprime su parte, arma la mochila, busca su pañuelo, agrega un prendedor, una flor roja tejida, un gesto de amor. Antes que amanezca alguien busca el cambio desparramado en la casa, monedas para pagar el interurbano, y los chicles, o los criollos, o por las dudas que el día sea largo, vaya a saber dónde va a terminar. Antes que amanezca alguien dice chau y dice hola: muchas veces dice hola, muchas más de las que dice chau. Antes que amanezca se mueve el mundo, aunque a veces no se vea, aunque la tristeza y el vértigo y la desesperación a veces no deje ver algunas cosas, más sutiles, y largas, y profundas, que pasan. Antes que amanezca, sobre las sierras y las ciudades chiquitas que giran alrededor de la gran ciudad, cargan en los termos y los hoyuelos de las sonrisas y las mochilas, tres, cuatro, decenas, cientos de personas... un pedazo de sol. Y lo llevan, llevan su pedazo de sol al encuentro con otros, con otras. Lo llevan a las terminales y los caminos, a las canciones y las anécdotas, a los montes y las ciudades, a las experiencias y las discusiones y las instituciones y al futuro y a las esperanzas y a la hermandad que genera la unión. Y amontonan en medio de una ronda grande, como una hoguera, su pedacito de sol. Lo ponen ahí y sonríen, se sonríen.
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Y entonces amanece.
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Suena acá al lado el hacha que rompe el árbol que durante años cuidé. No era mío el árbol, tampoco del hachero que lo corta. O quizás era de los dos, vaya uno a saber. ¿De quiénes son los árboles? En todo caso no crecía ese árbol –ese árbol que durante años cuidé– en una tierra que fuera mía; ni tampoco del hachero que hoy lo corta. No eran nuestras sus vainas marrones, ni sus raíces ni sus hojas. No son míos los palos que ahora están tirados en el suelo de un pedazo de tierra que no es mío, aunque ahí estaba el árbol que durante años cuidé. ¿De quiénes son los palos, esos palos? ¿De quien regó el árbol para que los palos crezcan, del que corta las ramas y las hace palos, del dueño del pedazo de tierra donde el árbol crece? ¿Son de alguien los palos esos tirados en el suelo, como brazos descuartizados del árbol que durante tanto tiempo yo cuidé? No sé. No eran míos los pájaros, ni los bichos ni su sombra. No era mía el agua, ni la simiente de la tierra ni el trabajo de la lombriz, del planeta todo sosteniendo el árbol. Tampoco eran de la mano que hoy lo corta. Tampoco del dueño del papel que dice que es dueño del pedazo de tierra donde hasta hace un rato crecía el árbol que yo regué. ¿De quiénes son los árboles, los bichos, los pájaros, la sombra? ¿De quién es todo lo que genera el árbol, todo lo que genera al árbol? ¿De quién era el cuidado que yo le regalaba, de quién era mi trabajo y sus consecuencias, de quién es el vacío que el árbol deja tras el hacha?
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Ya no suena, acá al lado, el ruido seco del hacha que corta desde el pie el árbol que yo cuidé. Terminó el hachero su faena. Ya ni eso queda del árbol que yo cuidé. Ni el ruido del hacha que lo mata. Ni el trabajo del hachero. Ni la sombra. Ni los frutos. Ni los bichos. Ni los pájaros. Ni la posibilidad de cuidar el árbol. Palos, quedan, palos yermos y nada más.
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Hagan lo que puedan, lo más que puedan. Funden una murga, organicen una marcha, monten una obra de teatro, una kermés; postúlense a todos los cargos, peguen afiches, papeles, calcos, piñas a la policía infiltrada. Hagan lo que puedan: sean presidentes del país, del centro vecinal, del club, de la ONG, de la cooperadora de la escuela, del centro de estudiantes. O segundos, o terceros, o sean un montón. Militen en un partido, en una organización, en una guerrilla, en un club de fútbol. Hagan lo que puedan, lo que esté a su alcance, pero todo lo que esté a su alcance. Den clases, charlas en aulas, en la calle, en los bares, en las iglesias, en la mesa familiar. Cocinen un plato de comida, sirvan un plato de comida, regalen un plato de comida. Cómprenle las medias al pibe, obsequien la moneda, miren con amor. Escriban un panfleto, una noticia, un grafiti, un meme, un poema. Hagan lo que puedan. Nadie sobra, nada está de más. Hagan lo que puedan y dejen hacer a los demás. Después vemos.
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Cumplí años como quien cumple la promesa de portarse bien para que le traiga un regalo Papá Noel o los Reyes que fueron a visitar al niñito Dios. Cumplí años como quien espera un colectivo en la noche de verano bajo la luna y la brisa y la Cruz del Sur cobijando la ausencia de cualquier obligación. Cumplí años como quien mira por la ventana el avance de las nubes nuevas, y adivina afuera el olor a agua, el apuro de las hormigas, el desesperado grito de ayuda de los libros que quedaron olvidados en los patios donde hasta entonces había sol. Cumplí años como quien abona la tierra donde ya crecen los tomates, los pimientos y la acelga, plantados en un tiempo anterior. Cumplí años como quien aguarda, junto a la cocina, que se caliente el agua que ya estaba en la pava, que burbujee y que se rinda al vapor. Cumplí años como quien espera en los bancos de las terminales, en la fila de los bancos, en la mesa ya tendida del comedor. Cumplí años como el novio en el altar levemente vuelto hacia el pasillo de bancos; como el suicida pisando el filo del abismo; como la partera que se acuclilla; como el cabro sintiendo la puerta del corral; como la mirada del niño, expectante y atenta, que espera ver salir el tren del túnel donde el circular traqueteo de las vías lo metió. Cumplí años como cumplen los frutos la promesa que hicieron, a nadie, cuando fueron flor.
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Quisiera poder escribir como se desenrolla un ovillo de lana, o el carretel del hilo barrilete, en el que el hilo viaja de acá para allá a medida que se extiende, como dibujando una trama, pero al final no te queda nada más que ese recuerdo fascinado del hilo ululando de derecha a izquierda y de arriba abajo, en tus manos ahora vacías.
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Y está el día después. El día en que te asomás a ver cómo quedó todo, a confirmar si el mundo sigue ahí, a contrastar tus miedos con la realidad, a medir el tamaño de tu sombra, desde cero. Todo igual y todo distinto. El día después, el primer día de lo que vendrá.
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Luciano Debanne Soy comunicador social y además escribo, escribo y escribo. En las redes, en el teléfono, en cuadernos y en papeles sueltos. Algunas de esas cosas son cosas sin sentido, palabras sueltas, nombres y obligaciones, números y anotaciones de agenda. Algunas son murmuraciones, pensamientos en voz alta, proyectos, ideas, puteadas, juegos y divertimentos, esperanzas. Algunas terminaron en este libro. No es mucho más que eso: breves anotaciones al margen, compiladas. Yo espero que puedan acompañar algún momento de la vida de quien por azar, búsqueda o gentileza llegó a estos textos. Espero que estas palabras impresas sirvan para crear nuevos márgenes en blanco donde quien lee quiera escribir. Como una charla sin tiempo. Solo a eso aspiran mis anotaciones, conscientes de no ser mucho más que rayones desprolijos en medio de nuestros días moribundos.
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María Debanne Soy artista plástica y encontré en las artes una forma de ver el mundo; en el collage, un lenguaje. Cuando trabajo pienso, hago y comparto desde las imágenes. Luciano es mi hermano y leerlo siempre me hace emocionar y pensar en collage. Este encuentro también son unos mates debajo de un árbol, charlando los dos. Espero lo disfruten, como nosotros, cuando se unan a esta ronda.
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Ediciones de la Terraza Cuando un libro se abre, junto con él, se abre un camino. Deseamos que, al hojear sus páginas, viajes y explores destinos insospechados. No solo desde los textos, sino también descubriendo los relatos que proponen las ilustraciones. Publicamos todos nuestros libros bajo licencias Creative Commons, para que puedan tender nuevos puentes a la lectura. De esta manera nos sumamos a muchos otros proyectos que entienden que la construcción del conocimiento y la cultura es colectiva. Creemos en un trabajo conjunto, entre autores y editores, acompañados por una comunidad que apuesta a otras formas de producción cultural, solidarias y comunitarias. >> edicioneslaterraza.com.ar
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Debanne, Luciano Malditos sean nuestros días moribundos / Luciano Debanne ; ilustrado por María Debanne. - 1a ed ilustrada. - Córdoba : Ediciones De La Terraza, 2021. 76 p. : il. ; 21 x 15 cm. ISBN 978-987-4991-18-8 1. Literatura Argentina. 2. Relatos Personales. 3. Literatura Política. I. Debanne, María, ilus. II. Título. CDD A860 Primera edición: Julio de 2021 “Malditos sean nuestros días moribundos”, de Luciano Debanne y María Debanne, se distribuye por una licencia Creative Commons Atribución – No Comercial (by-nc): Se permite la generación de obras derivadas siempre que no se haga con fines comerciales. Tampoco se puede utilizar la obra original con fines comerciales. Este es un libro digital y puede descargarse libremente, al igual que el resto del catálogo, desde la web de Ediciones de la Terraza. https://edicioneslaterraza.com.ar Invitamos a imprimirlo, compartirlo, subirlo a otros espacios, hacerlo circular, porque quienes hicimos este libro creemos en una cultura cada vez más libre. Recibimos sus comentarios en nuestro mail: edicionesdelaterraza@gmail.com
Ediciones de la Terraza Editores: Vanina Boco, Barbi Couto, Mauricio Micheloud La Rioja 754, Terraza, Córdoba, Argentina www.edicioneslaterraza.com.ar Impreso en Argentina - Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723. Se imprimieron 1000 copias de “Malditos sean nuestros días moribundos” durante septiembre de 2021, en Premat Industria Gráfica SRL, Entre Ríos 2650, Córdoba, Argentina, premat@prematgrafica.com.ar