Dzogchen Enseñanzas y meditación budistas

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James Low (Milngavie, Reino Unido, 1949) inició sus estudios y la práctica de la meditación en la India, en la década de los años sesenta, donde recibió enseñanzas de reconocidos lamas tibetanos. Estudió con su guru principal, Chhimed Rigdzin Rimpoché, durante largos años en Bengala y juntos tradujeron numerosos textos. Siguiendo las indicaciones de su maestro comenzó a enseñar el darma en 1976. Actualmente trabaja como asesor de psicoterapia para el Servicio de Salud Nacional en Londres, además de impartir cursos por toda Europa. Es autor de “Simplemente ser” y “Aquí y ahora”. Se puede visitar su página web en www.simplybeing.co.uk.

ISBN: 978-84-96478-79-4

James Low DZOGCHEN Enseñanzas y meditación budistas James Low

l budismo, en tanto que forma de vida, es un medio para explorar mediante la experiencia meditativa, de manera directa y personal, las preguntas más importantes y esenciales que todos nos hacemos sobre nosotros mismos, el mundo y nuestra relación con él, en lugar de hacerlo a través de la especulación abstracta. Ni la enseñanza, ni la transformadora vivencia sin mediación alguna a la que ésta apunta y conduce, ofrecen o suponen una teoría sobre la vida, sino más bien una luminosa invitación a participar de lleno en ella, cualquiera que sea. El aspecto medular del Dzogchen, el milenario vehículo no-dual de la más antigua tradición tibetana, es la iluminadora certeza de que todas las criaturas vivas sin excepción comparten desde un tiempo sin principio el estado natural de perfección. Su práctica, en consecuencia, se dirige desde el mismo inicio a alumbrar en el yogui la experiencia propia de tal esplendor, sin voluntad de cambio, de ser otro o de ser mejor, puesto que el despertar es el simple despertar a la perfección que ya está ahí por derecho propio. Podemos hallar en este libro el estímulo y la inspiración para encontrarnos con una mirada nueva, capaces de re-conocer en lugar de ignorar nuestro verdadero rostro y nuestro potencial sin límites, capaces de aceptarnos tal cual somos, en lugar de seguir acumulando historias y relatos mil sobre nosotros mismos, capaces de volver a casa, a la casa de la que en puridad nunca salimos, y capaces en definitiva de querernos de corazón y por tanto de florecer.

DZOGCHEN Enseñanzas y meditación budistas


Capítulo uno Encontrar el camino a casa: una introducción al dzogchen Los principios básicos del dzogchen Los principios básicos del dzogchen son importantes porque el dzogchen, como práctica y como comprensión, difiere de otros caminos del budismo. En la visión dzogchen, la base del despertar ya la tenemos. Por lo tanto, el camino del despertar no es un camino que va a un punto ni su resultado es estar en algún lugar. Se trata más bien de buscar la manera de estar presente como uno mismo, que sucede cuando exploramos qué significa ser uno mismo. Para lograrlo, necesitamos desarrollar una capacidad de observarnos a nosotros mismos a través del conjunto de nuestra manifestación. Los pensamientos, sentimientos, sensaciones y movimientos del cuerpo forman los constituyentes a partir de los cuales surgimos como nosotros. Si nos identificamos con ellos, parece que definen quienes somos. Un aspecto de observación es la claridad, a través de la cual se revelan los diferentes factores tal como son. De hecho, existimos como la coemergencia o integración de los dos factores: una apertura que deja ver todo lo que existe y la naturaleza precisa de todo lo que existe. No es nada místico, ni tampoco simbólico; no pertenece a un sistema concreto de interpretación. La meditación dzogchen se resiste a la tentación de caer en la interpretación.


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Cuando éramos pequeños, nuestros padres y los profesores en la escuela nos alentaban a tratar de comprender un poco más, de pensar un poco más y a detenernos en los pensamientos como bloques para poder comprender. Conocer el mundo y cómo funciona aporta cierta claridad pero las condiciones cambian y nuestro conocimiento se desfasa rápidamente. En dzogchen aspiramos a despertar a la cualidad de la presencia natural, una manera concreta de conocer que no depende de las circunstancias. El aspecto más importante de esta práctica es confiar en nuestra capacidad para relajarnos. De manera general, en los textos budistas se explica que la base del samsara es la ignorancia, y la ignorancia conduce al apego. La palabra “ignorancia” puede inducir a pensar que hay un tipo de desorden cognitivo y que tenemos que aprender más para deshacernos de ella. Sin embargo, desde la perspectiva del dzogchen, es un problema ontológico sobre la naturaleza del ser. Es decir, perdidos de nosotros y de la base de nuestro ser, aparece la ansiedad y esta ansiedad nos incita a la actividad. Por ejemplo, en un accidente o cuando tenemos una dificultad en la vida, solemos pensar: “¿Qué debería hacer?”. Nos movilizamos y nos volvemos muy activos. Por supuesto, en ese estado de agitación, nuestra atención selectiva identifica un montón de cosas que hacer y, cuantas más hacemos, más hay que hacer. Todas las religiones son muy generosas mostrándonos a la gente ocupada con miles de tareas: postraciones por la mañana, luego llenar los boles de agua, limpiar el altar, recitar mantras… Siempre hay algo que hacer. En el budismo tibetano hay miles de dioses. Primero rezas a los budas, luego a los bodisatvas, también a todos los dioses y a los protectores del darma. Son un montón de oraciones. En cuanto les dices hola, la siguiente vez que te aproximas, tienes que llamarles por su propio nombre porque, de lo contrario, es un poco grosero. Es una buena actividad pero es actividad. En dzogchen nos preocupa comprender la naturaleza de la actividad. Es decir, en qué consiste el movimiento del cuerpo, qué es el movimiento del cuerpo. Qué es la sensación del cuerpo, la experiencia de hablar, de escuchar, comer, pasear. Qué es la emoción. Los móviles, por ejemplo, se han inventado para mantenernos ocupados. ¿Os imagináis al Buda sentado bajo el árbol bodhi en Bodhgaya, listo


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para la iluminación, y que suene un móvil? Es su madre. “Querido, ¿estás bien? He oído que te has quedado muy delgado…”.

Asentar y calmar la mente Hacemos una pequeña práctica para sentirnos cómodos, permitiendo que la atención se asiente en un objeto externo, por ejemplo una marca en el suelo, o en la sensación de la respiración entrando y saliendo de las narinas. Nos sentamos con la columna vertebral derecha, los hombros relajados, la barbilla ligeramente hacia abajo, la lengua descansando en el paladar superior, los ojos ligeramente entornados en dirección hacia abajo siguiendo la línea de la nariz y la boca entreabierta. No controlamos la respiración. Una vez decidido el enfoque, desarrollamos una clara intención de voy a hacer eso. Si la atención se desvía hacia otra cosa, en cuanto nos damos cuenta, la llevamos suavemente al enfoque. La práctica de ternura y dulzura en meditación es muy importante. Es una manera de curar algunas de las heridas alrededor del corazón. Estas heridas las causan los fuertes mensajes del exterior y los que nosotros nos damos, culpabilizando, juzgando y criticando. Volvemos al foco de atención y permanecemos ahí durante media hora. El objetivo principal de la práctica no es desarrollar una intuición particular sino calmar la mente cultivando un tipo de desinterés. O sea, los contenidos usuales de la mente, que normalmente consideramos fascinantes y que nos llevan a todo tipo de pensamientos y asociaciones, pasan ahora sin que pongamos un interés concreto. Este tipo de práctica la hacemos de vez en cuando para desarrollar la capacidad para la atención enfocada pero, desde el punto de vista del dzogchen, no es útil tenerla como práctica principal de meditación. El objetivo fundamental de la práctica budista es desarrollar sabiduría y compasión pero si la mente está tranquila e imperturbable, no hay sabiduría ni compasión. Sin embargo, lo que aporta esta práctica es un tipo de espacio, de perspectiva, para empezar a tener opciones, “¿me implico o no?”. Cuando la mente está muy distraída, caemos en el hábito de reaccionar ante todo lo que sucede, parezca interno o externo. Por eso, calmar la mente nos permite parar y mirar antes de impli-


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carnos. Y nos ayuda a ver qué es lo que nos mantiene pegados a lo que está pasando. ¿El pegamento está en el objeto o en el sujeto? A veces sentimos que es inevitable involucrarnos en algo; el objeto parece tan interesante o necesario que no tenemos elección. Es como si el objeto estuviera atrayéndonos para que nos implicáramos. “¿Qué otra cosa puedo hacer?”. Es la base de muchos de los hechos de nuestra existencia. Por ejemplo, en cualquier sede judicial en la que alguien declara ante un juez sobre la causa que le ha llevado a cometer la conducta errónea por la que se le juzga, las explicaciones del delincuente siempre apuntan a lo inevitable de lo ocurrido. “Porque era pobre” o “El conductor no había cerrado su coche” o “Había ciertas razones que me obligaron a hacerlo. Por eso, no puede mandarme a la cárcel; fueron las circunstancias. Soy víctima de las circunstancias”. Pensamos así a menudo, como si el exterior nos absorbiera y arrastrara, o lo hicieran nuestros pensamientos, sentimientos y sensaciones. La ventaja de calmar la mente es que creamos un laboratorio, un lugar de examen para ver la naturaleza de sujeto y objeto. Desde un punto de vista budista, hemos nacido muchas veces antes de ahora y en esas vidas hemos desarrollado preferencias y aversiones, hábitos y actitudes. Cuando nacemos, tenemos fragilidades o susceptibilidades concretas. Algunas personas, cuando van a una fiesta y oyen música, piensan “voy a bailar” mientras que otras, en la misma fiesta, nada más ver las botellas, piensan “voy a emborracharme”. Tenemos una atención selectiva, o sea, una atención que se dirige al mundo en busca de cosas que responden a nuestro patrón individual concreto.

Lo que parece natural es de hecho bastante artificial Esta implicación habitual nos parece normal y es bastante difícil de ver; hago lo que hago. ¿Cómo podría hacer otra cosa? Soy yo. Pero, de hecho, en ese momento, un viejo patrón captura y modela de una forma muy estrecha nuestro potencial, nuestra capacidad para expresarnos de diferentes maneras, y realmente nos limita. Por lo tanto, calmando la mente y siendo menos reactivos o involucrándonos menos en los pensamientos y sentimientos que aparecen, podemos


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examinarnos nosotros y el mundo que nos rodea y ver cómo funcionamos. Un aspecto de lo que hablamos puede ser empezar a mirar lo que hace la otra gente. Por ejemplo, si vamos a un supermercado y estamos en la cola esperando para pagar, es muy interesante mirar los carritos ajenos. ¿Qué compran? ¿Por qué lo compran? ¿Qué clase de persona es? Qué extraño. Nos damos cuenta de que “no son yo”. Tienen otra vida, otra mente. Su mente surge debido a causas y circunstancias de su niñez, educación, trabajo o paro, y lo mismo nos pasa a los demás. La función de mirar así es ver que, lo que considero en mí natural, es algo bastante artificial. Porque mi madre era como era, mi padre era como era y mi escuela era como era, he desarrollado en mi integración con todo ello cierta trayectoria, ciertas tendencias en mi mirada que me hacen ver ciertas cosas brillantes y otras no. La práctica real comienza cuando observo que soy artificial, un constructo; estoy hecho de hábitos, actitudes y tendencias que tienen una base histórica, una base contextual pero no una base real. No hay nada fundamentalmente fiable en todo ello. Si me mantengo en tales hábitos y actitudes, estoy constantemente enrollado en la historia del tiempo, en una narrativa, en el mito de mi existencia. En todo esto, muchas cosas son importantes y muchas otras no me preocupan en absoluto. Y se me va la vida entera yendo tras lo que me gusta, intentando conseguir más de lo que me gusta, y evitando lo que no me gusta y tratando de tener menos de lo que no me gusta. Estoy siempre ocupado pretendiendo mantener el sentido de continuidad de esta construcción que ha sido creada. La visión del dzogchen es una manera de revisar el relato para ver si hay una base diferente para nuestra existencia, una que no sea sólo nuestro viejo patrón particular de la secuencia de nuestra vida sino algo digno de confianza que esté siempre ahí.

El refugio es como un paraguas, te mojas si lo dejas caer En la práctica budista, empezamos tomando refugio en el Buda, en las enseñanzas y en el conjunto de las personas que las practican. Es decir, reconocemos que somos como una hoja de otoño y queremos encontrar algo a lo que agarrarnos.


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Cuando se tiene un refugio, hay que agarrarse a él. Todos los refugios son como paraguas; te protegen de la lluvia si los mantienes abiertos. Lo que significa que, sin el esfuerzo de mantener el paraguas abierto sobre nosotros, no conseguimos amparo de ningún tipo. En cuanto el brazo se cansa, lo bajamos y nos mojamos. Por tal razón es muy importante ver la naturaleza de la práctica religiosa. Siempre que tratemos de abandonar lo malo y desarrollar lo bueno, estamos en la actividad. Esta actividad puede ser muy buena pero, en cuanto dejamos de hacerla, lo que hemos construido empieza a desmoronarse. Podemos observarlo una y otra vez cuando miramos un jardín; si el jardinero no trabaja duro, empiezan a crecer las malas hierbas. En un tiempo, en este convento próximo a Bilbao, vivía mucha gente con muchos criados y todo funcionaba perfectamente. Ahora sólo hay unas pocas monjas y las cosas no van tan bien. En nuestra mente opera el mismo principio siempre que se erige algo con esfuerzo. Si el esfuerzo cesa, esa creación se hace vulnerable. No es un castigo, así son las cosas. Podemos comprobarlo con cualquier cosa que poseamos, ya sea una moto, una casa o un animal, hay que cuidarla.

Un estado natural de perfección El punto central de la práctica de dzogchen es la claridad de que hay desde el principio un estado natural de perfección en todos los seres: humanos, animales, insectos, en todo lo que tenga vida. La práctica está diseñada para dejar ver esta perfección natural. Es decir, no tratamos de construirnos mejor; no tratamos de mejorar o de desarrollarnos ya que el despertar es despertar a la perfección que ya está ahí. Hay dos aspectos: lo que a veces se denomina la naturaleza de la mente misma, es decir, nuestra propia naturaleza cuando estamos aquí sentados juntos. Es apertura, no hay nada cerrado o definido o condicionado. Es una cualidad desnuda, no cubierta por hábitos o suposiciones kármicas; está ahí automáticamente por sí misma. Es el estado de presencia espontánea que lo ilumina todo tal como un espejo ilumina todo lo que está frente a él. Igual que los reflejos que se proyectan no tocan al espejo, nada de lo que surja condiciona, distorsiona o mejora nuestra presencia espontánea. Este estado nunca se mueve, nunca cambia.


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Dentro de este estado*, todo se mueve porque nada es estable o fiable. El mayor problema del samsara es que tratamos de estabilizar lo que no puede estabilizarse. Intentamos que nuestro estado mental sea estable, que los otros sean estables y dignos de confianza y lo que encontramos es que siempre pasa algo y, como el Buda dijo en múltiples ocasiones, que todo es transitorio. Cuando estamos en la experiencia más que pensando en ella, percibimos que todo es dinámico y cambiante instante a instante. Vemos que cada uno de nosotros está en el centro de este mundo desarrollado. Quien está en el centro del mundo en movimiento, no se mueve. Nuestra presencia lúcida, que nunca se mueve, y este juego incesante, son inseparables en la no dualidad. La quietud infinita de la presencia lúcida y el movimiento incesante del mundo, incluidos nosotros, no son dos campos diferentes. Lo que llamamos “mi cuerpo”, “mis pensamientos”, “mis sensaciones” o “mis sentimientos” son movimientos de energía, no hay nada estable en nuestra existencia. La respiración entra y sale todo el tiempo, la sangre va y viene, los impulsos eléctricos del cerebro son incesantes, las hormonas y el sistema endocrino funcionan constantemente, propiciando la comunicación en el cuerpo. El cuerpo no es una cosa, es un gran río de cambio, y lo mismo ocurre con las sensaciones, los sentimientos y los pensamientos. Cuando experimentamos el movimiento constante de experiencia, nos damos cuenta de que en ese movimiento no hay nada a lo que agarrarse. Pero no nos perdemos porque la base de dicho movimiento es completamente inmóvil. Nuestra naturaleza es siempre tranquila y reposada en medio del movimiento, que no para. Es la visión básica en dzogchen. No se trata de intentar iluminarse aunque “la iluminación” sea un estado especial que, si nos esforzamos, un día podremos lograr, un lugar en el que estaremos seguros. Cuando miramos directamente la fenomenología de nuestra existencia, observamos que los pensamientos van y vienen. Los malos pensamientos, igual que los buenos, van y vienen. Todos los constructos son transitorios pero la inasible e indestructible presencia lúcida está siempre ahí. * “Dentro de este estado” quiere decir que el estado de presencia lúcida, la inseparabilidad de presencia y vacuidad, que es el darmakaya mismo, nunca se mueve. Es el estado inmutable pero también la base o fuente de toda experiencia. La experiencia no surge de ese estado y va a otro lugar, más bien aparece dentro de él, tal como el reflejo está dentro o en el interior del espejo. Este estado es infinito, nada pasa fuera de él, no hay ningún lugar al que ir.


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Muchas cosas que la gente pensaba que eran seguras han resultado no serlo tanto por los propios acontecimientos. En la mayoría de los países por ejemplo, año tras año, la Iglesia Católica va perdiendo poder e iglesias que en su día estuvieron llenas de gente, están ahora casi vacías. Hace ciento cincuenta años hubiera sido impensable. Cuando los chinos invadieron Tíbet y atacaron los monasterios, muchos tibetanos no podían entender que alguien pudiera coger una estatua del Buda y romperla. Pensaron que algún gran protector del darma mataría a todos los chinos porque estaban haciendo algo muy malo. Pero no ocurrió. Una estatua es sólo metal. Si tienes fe es más que metal, es metal más fe. Metal más fe es muy poderoso. Yo mismo tengo mucha fe y por eso tengo muchas de esas piezas de metal en casa. Sin embargo, estas cosas son muy importantes debido a nuestra relación con ellas; nos permiten ver directamente que es uno mismo el que hace que brillen. La energía de nuestra mente es el resplandor del mundo.

Cada vez más en casa con uno mismo La tarea básica es estar más en casa con uno mismo observando qué es verdaderamente uno mismo. Se puede empezar con una reflexión general de la propia vida. Por ejemplo, cuando éramos jóvenes, nuestros intereses diferían de los actuales. Las muñecas o las bicis con las que jugábamos de niños ya no son importantes pero en su día lo fueron. Luego, miramos las cosas que están ahora en nuestras vidas y que nos parecen muy importantes y nos preguntamos ¿qué tiene un valor real? No significa que rechacemos todo, renunciemos al mundo y vayamos a vivir a un monasterio sino que veamos que ese valor surge de la interacción sujeto y objeto.

La ilusión de la existencia El Buda explicó muchas veces que las cosas son como una ilusión, como el reflejo de la luna en el agua, como un espejo, como un eco. Estemos tristes o felices, es sólo una ilusión. Una ilusión no significa que no haya nada; significa que no hay nada que sea inherentemente verdad, verdad de dentro afuera. Por ejemplo, sentimos que un encuentro de este tipo es algo útil, podemos incluso disfrutar estando aquí pero miramos por la


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ventana y vemos que en este pueblo hay muchas casas y que, a pesar de lo que nosotros pensamos, no ha venido nadie del pueblo. Por eso, esta noche nuestro deber sería salir, tocar a sus puertas y decirles “amigos, por favor, venid y disfrutad”. Nos dirían que no seamos estúpidos; ¿no sabemos que se retransmite el mundial de fútbol? Es así. Si queremos estar aquí, es nuestra construcción. Es también una ilusión. Todo es una ilusión. Puede que hayáis estado en un lago una hermosa noche de luna llena y hayáis visto el reflejo de la luna en sus aguas. Parece que la luna está en el lago pero no está. Si conducís durante el verano, a veces, la carretera parece agua, tiene la apariencia del agua, pero no hay agua en realidad. Es un espejismo. Es la naturaleza de nuestra experiencia aquí. No hay nada que asir. Eso no quiere decir que no haya nada de nada. Hay algo, pero no una entidad sólida que podamos construir o mantener. Y podemos aplicárnoslo a nosotros también. Dentro del cuerpo sentimos los músculos tensos y relajados, notamos cómo cambia la respiración, cómo cambia la postura. Nuestro cuerpo es algo que se presenta ante nosotros, igual que lo hace ante la gente, y esta apariencia cambia en el tiempo. Nuestra piel parece diferente según la luz del día, si brilla el sol, si llueve o hay luz artificial. Nosotros y todo lo que vemos, es una experiencia que surge. Está ahí como experiencia pero nunca podemos cogerla. Normalmente no lo vemos porque estamos absortos en nuestros pensamientos, ocupados en “dar sentido” al mundo. Tenemos nuestras ideas de cómo son las cosas y a partir de ahí creamos una base de entidades sólidas duraderas. Sobre este fundamento, construimos una imagen compuesta por cosas externas e internas y trasladamos estas entidades seguras para crear el mundo que queremos. Pero todo el tiempo es una ilusión. Recuerdo cuando estaba en la escuela, siempre nos animaban a trabajar duro para pasar los exámenes. Y un mes después mandaban una carta por correo diciendo si había aprobado o suspendido. En cuanto abría el sobre y veía el resultado, bueno, la vida continuaba. En inglés hay un dicho “una tormenta en una taza de té”. Es lo que ocurre cuando nos tomamos las cosas demasiado en serio.

Historias A veces como con mis colegas del trabajo. Hablamos sobre nosotros, de dónde somos, qué hemos hecho el fin de semana, qué vamos a hacer en ve-


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rano… Es decir, contamos una historia sobre nosotros. Pero cuando estamos relajados y abiertos, no hay nada que decir. La mayor parte de nuestra interacción social, incluso cuando interactuamos con nosotros mismos, es un flujo de historias. Historias sobre el pasado, qué pasó, o sobre el futuro, lo que esperamos que pase o no pase. Mientras contamos estas historias, no hablamos sobre la inmediatez de nuestra presencia como nosotros. No sabemos qué es, sin embargo es el corazón de nuestra experiencia. Las palabras describen cosas, sucesos, manifestaciones, pero la mente en sí no es una cosa. Está más allá del lenguaje, es el campo abierto a través del que se mueve el lenguaje. Las diferentes maneras en que intentamos comunicarnos con la gente, que son las mismas en que nos hablamos internamente, ocultan la inmediatez de nosotros en el momento en que dejan ver la historia sobre nosotros. Es un principio importante. No se trata de que la narración sea errónea o mala sino de reconocer el status y la función de la historia. Si te cuento algo sobre mi niñez, estoy haciendo pequeños puentes de mi mundo con el tuyo, como las enredaderas de crecimiento rápido. Cuando la gente está hablando en grupo, de sus bocas crecen pequeños zarcillos que envuelven a cada uno de ellos. Se crea la posibilidad de sentirse conectados y confortables y además permite que seamos útiles y tengamos una idea de la forma de la otra persona y encontremos una manera de sentirnos próximos. Es decir, es compasión no sabiduría. Sabiduría es cómo son las cosas, es permanecer abierto y presente en la inmediatez de nuestra experiencia directa. La experiencia directa no se puede describir porque no es una cosa. Hablar puede crear la ilusión de que hay entidades reales. La verdadera función del habla es la conexión y la conexión permite el movimiento de energía. En esta sala ahora mismo, estamos diferentes tipos de personas. Nos movemos juntas a través del tiempo; somos directamente el movimiento del tiempo. Nos movemos junto a este incesante gesto del tiempo. Podría servir de ejemplo pensar que esta sala es un gran río movido por una fuerte corriente. Es parecido a lo que pasa aquí; estamos en el mismo río. El mundo entero es el mismo río, pero cada uno de nosotros es un pequeño movimiento. Sin embargo, cuando nos sentamos en nuestra burbuja, protegemos nuestra diferencia de la otra gente porque queremos ser únicos y especiales pero estamos hechos de la misma materia que los


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demás. No significa que seamos lo mismo que los demás. No somos ni lo mismo, ni diferentes; somos formas únicas inseparables. Y esto ilustra el hecho de que sabiduría y compasión son inseparables. En la sabiduría, estamos en casa en la espaciosidad, que es la base de todos los seres. En el lenguaje budista, significa que el darmakaya, o naturaleza verdadera de todos los seres, es exactamente la misma pero cada uno de nosotros tenemos unas cualidades concretas. Dichas cualidades influyen en cómo hablamos, andamos, e influye también en el juego de nuestra compasión, en cómo nos relacionamos con los demás. Si nos aislamos de nuestra propia experiencia de espaciosidad, en lugar de tener esa inasible e infinita apertura a nuestro centro, nos liamos con historias. Tratamos de convencernos igual que Sherezade pero estas historias nos sitúan en caminos personales que limitan nuestra capacidad de responder a los demás. La función de la práctica es integrar la apertura con la expresión, la quietud el movimiento, para que sea una expresión del movimiento integrado de la situación y no la expresión de “quien soy” en términos de mi historia habitual. Hacemos ahora una práctica. Seguimos sentados como estamos, sin hacer nada artificial. Dejamos que la experiencia fluya. No intentamos hacer nada especial, ni desarrollar o crear algo en particular, tan solo estamos presentes. Podemos hacerlo con los ojos cerrados si resulta más fácil pero normalmente se hace con los ojos abiertos. Si algo se mueve fuera o hay algún sonido, lo dejamos ir sin más. No bloqueamos la experiencia externa ni la interna. Si te encuentras en una espiral de pensamientos concretos, en cuanto te des cuenta, deja que se vayan y se desvanezcan. Como a menudo se dice en dzogchen, la mente es como el cielo. El cielo está abierto a todo: a nubes, a arco iris. Vuelan por él pájaros y aviones, se apagan en él bombas, pero el cielo permanece abierto. De la misma manera, como el cielo, mantente relajado y abierto. Cualquier cosa que aparezca, déjala estar. Estamos así un rato. La instrucción básica para la meditación dzogchen es no hacer nada de nada. No significa que no pase nada porque curiosamente no eres el único que hace que las cosas sucedan. El ego tiene la gran fantasía de controlar la actividad mental aunque estén pasando cosas todo el tiempo, que los freudianos llamarían el inconsciente y los jungianos el inconsciente colectivo.


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Como la instrucción es no hacer nada artificial o que interfiera, cuando surge un pensamiento en la mente, y la respuesta es “me gusta” o “no me gusta”, siguiendo la instrucción, deja que el pensamiento venga y deja que se vaya. El que dice “me gusta”, o “no me gusta”, es sólo un pensamiento. Mientras nos identifiquemos con estos pensamientos como si fueran nuestro verdadero yo, nuestra preocupación por los momentos transitorios interferirá en la visión de nosotros en el momento de la apertura. Por ejemplo, cuando conduces, cada vez que miras al espejo, ves algo diferente. Miras al retrovisor y piensas que “ese coche viene detrás”, “ese coche me está pasando”… Ves un montón de cosas en el espejo. Cuando llegas al destino, miras de nuevo al espejo, te acicalas un poco, igual hasta te pintas los labios. Ahora, cuando miras al espejo, te ves a ti misma. El espejo está lleno de ti. ¿Por qué? Es el apego. Cuando conducías, pasaban cosas en el espejo, era muy dinámico pero ahora, cuando miras tu propio reflejo en el espejo, parece más real. Es porque le confieres un significado concreto. La instrucción de “no hagas nada de nada” nos da la oportunidad de observar el proceso de inversión de mí. Es decir, una le dice a otra “me gustas” y la siguiente dice “también me gustas”; en ese sentido, las ideas persiguen ideas. Es lo que se llama samsara. La liberación del samsara comienza cuando vemos que una idea es solo una idea. Pero cuando vivimos en el apego habitual no vemos una idea pasajera, vemos otra apariencia. Es la ilusión que se crea por asentarnos en una idea como si dijera la verdad. El corazón de la práctica es que nos hagamos amigos de nosotros mismos y de que estemos tan cerca que la división interna de sujeto y objeto se reponga; es cuando podemos empezar a experimentar el estado de no dualidad.

Dzogchen: todo es ya perfecto Dzogchen significa gran perfección o gran conclusión. Es decir, cualquier cosa que haya que hacer, ya se ha hecho; por eso la idea del error o fallo es incorrecta. El único error o fallo es pensar que hay error. Esto lo hace diferente de la mayoría de las religiones. La mayoría de las religiones


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James Low (Milngavie, Reino Unido, 1949) inició sus estudios y la práctica de la meditación en la India, en la década de los años sesenta, donde recibió enseñanzas de reconocidos lamas tibetanos. Estudió con su guru principal, Chhimed Rigdzin Rimpoché, durante largos años en Bengala y juntos tradujeron numerosos textos. Siguiendo las indicaciones de su maestro comenzó a enseñar el darma en 1976. Actualmente trabaja como asesor de psicoterapia para el Servicio de Salud Nacional en Londres, además de impartir cursos por toda Europa. Es autor de “Simplemente ser” y “Aquí y ahora”. Se puede visitar su página web en www.simplybeing.co.uk.

ISBN: 978-84-96478-79-4

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l budismo, en tanto que forma de vida, es un medio para explorar mediante la experiencia meditativa, de manera directa y personal, las preguntas más importantes y esenciales que todos nos hacemos sobre nosotros mismos, el mundo y nuestra relación con él, en lugar de hacerlo a través de la especulación abstracta. Ni la enseñanza, ni la transformadora vivencia sin mediación alguna a la que ésta apunta y conduce, ofrecen o suponen una teoría sobre la vida, sino más bien una luminosa invitación a participar de lleno en ella, cualquiera que sea. El aspecto medular del Dzogchen, el milenario vehículo no-dual de la más antigua tradición tibetana, es la iluminadora certeza de que todas las criaturas vivas sin excepción comparten desde un tiempo sin principio el estado natural de perfección. Su práctica, en consecuencia, se dirige desde el mismo inicio a alumbrar en el yogui la experiencia propia de tal esplendor, sin voluntad de cambio, de ser otro o de ser mejor, puesto que el despertar es el simple despertar a la perfección que ya está ahí por derecho propio. Podemos hallar en este libro el estímulo y la inspiración para encontrarnos con una mirada nueva, capaces de re-conocer en lugar de ignorar nuestro verdadero rostro y nuestro potencial sin límites, capaces de aceptarnos tal cual somos, en lugar de seguir acumulando historias y relatos mil sobre nosotros mismos, capaces de volver a casa, a la casa de la que en puridad nunca salimos, y capaces en definitiva de querernos de corazón y por tanto de florecer.

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