2011
CARPIO FRANCO, Ricardo, 1a. ed. Un buen lugar bajo la lluvia Cartagena de Indias (Colombia), Ediciones Pluma de Mompox S.A.- 2011 112 p.; 14 x 21,5 cms. ISBN obra completa: 978-958-8375-35-9 ISBN: 978-958-8375-76-2 I. Notas tácitas I. Título CDD 800/808543
Un buen lugar bajo la lluvia Ricardo Carpio Franco © ©
2011 Ricardo Carpio Franco 2011 Ediciones Pluma de Mompox S.A. Centro, Matuna, Edificio García Of. 302, Tel. 5-664 7042 57-313-535 6577 www.plumademompox.com info@plumademompox.com Cartagena de Indias - Colombia
Primera edición en la colección VOCES DEL FUEGO: abril de 2011 ISBN obra completa: 978-958-8375-35-9 ISBN de la obra: 978-958-8375-76-2 Director Editorial Carlos Alfonso Melo Fajardo Director de Contenido John Jairo Junieles Acosta Asistente de Contenido Jesús Esquivia Noth Diseño de la colección Carlos Alfonso Melo Fajardo Imágenes Carátula: Think Stock Photo / Getty Image Autor: Archivo personal Impreso por ELB S. en C. Impreso en Colombia - Printed in Colombia Queda hecho el depósito de Ley. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico de grabación o de copia, sin el permiso de los propietarios del Copyright. 2011
Voces del fuego: testigos del Bicentenario: es una colección donde tienen cabida autores de diferentes regiones, tendencias estéticas y generaciones, manifestando la existencia de un cruce invisible de tiempos y saberes que vienen de lugares inesperados, e influyen muchas veces en forma imperceptible en el curso de la historia. El Bicentenario de la Independencia que conmemoramos, invita a celebrar nuestra interculturalidad. Los sesenta y cinco autores de esta colección son fuego en torno al cual nos seguimos reuniendo para descubrir, celebrar y pensar las secretas formas del mundo. Ediciones Pluma de Mompox S.A. transita así su segunda década de vida con la firme convicción de estar construyendo reflexiones críticas y posibilidades creativas desde la pluralidad. Nuestro continuo trabajo de divulgación permite a escritores, periodistas e investigadores de diversas regiones, edades y áreas de interés, la publicación de sus obras y el dibujo de una nueva geografía imaginaria del país. Leer un buen libro, conocer el mundo a través de otros ojos, pero con los tuyos, es hoy nuestra invitación: miles de millones de manos y labios, en el ritmo de los años, lo han hecho posible para ti. Nosotros, desde esta orilla del mar, seguiremos trabajando para perpetuar el milagro. Carlos Alfonso Melo Fajardo Director
Contenido
A medianoche, en un barrio de las afueras . . . . . . . . . . 13 La claridad de las cosas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Cofradía de los abandonados. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Una litera para los niños. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 Apuntes para un relato que bien podría titularse: “Margaret o el color de la sangre”. . . . . . . . . . 43 Un buen lugar bajo la lluvia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 En la ruta 43. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 Los tristes ojos de mi padre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 La fiesta del Arcángel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 El rincón de la impostura (una historia moralizante) . 103
A medianoche, en un barrio de las afueras
Carmen Monterrosa se despertó después de medianoche, fastidiada por la persistencia de aquel rumor que ahora le llegaba con un eco lejano: una mescolanza de sonidos que parecía salir de las paredes. Era sábado, por fin, y ella había esperado que con el cierre de la temporada desapareciera la sensación de ahogo que sobresaltó su sueño durante las últimas noches. Pero ahí estaba de nuevo la sed y por más que intentó resistirse, permaneciendo acostada con los ojos abiertos, al final debió bajar en busca de agua. Antes de salir al pasillo se asomó a la ventana. La calle estaba vacía y sólo la brisa en las ramas de los árboles perturbaba la impresión de estar viendo una foto muy vieja. Incluso se le hizo raro no hallar a los celadores haciendo el cambio de turno. La luz de la escalera sólo alcanzaba a iluminar la mitad de la sala inferior. Los muebles y los cuadros estaban sumidos en una sombra que apenas se atenuaba con la claridad azulosa de las cortinas. Por algún efecto acústico debido al brusco recodo de la escalera, ahora podía distinguir con nitidez los sonidos que antes le llegaban como un mero susurro. Lo más confuso seguía siendo el respirar de la ciudad, que se asemeja tanto al quejido del mar por la madrugada, pero desde uno de los bares de la Avenida se oía clarísima la voz chillona de un cantante que alguna vez le había gustado mucho. Justamente estaba sonando una canción de aquellos años: del tiempo en que todavía esperaba el regreso de su esposo, de cuando sus hijos no habían llegado a esa edad
[ 14 ]
Un buen lugar bajo la lluvia
en que se volvieron despiadados. Helena, la hija menor, no había insinuado aún que fue por culpa de ella que su padre los abandonó. Carmen trabajaba desde hacía mucho tiempo en una agencia de viajes, y justo por esos días se estaba cerrando la peor temporada de vacaciones de los últimos años. Y como las desdichas siempre se muerden la cola, a ella entonces le sobraban motivos para sentir que las cosas no marchaban como debían: Helena andaba metida en líos otra vez; la nevera se había dañado y mantenía húmedo el piso de la cocina; alguien había estropeado una de las materas que adornaban el portón de la verja… cosas por el estilo. Pero lo que más la impacientaba era que no podía dormir bien. Durante casi una semana se estuvo despertando en mitad de la noche, asfixiada por una horrible sequedad que le quemaba los labios y la garganta. Como si alguien le abriera la boca mientras dormía y le untara la lengua con ceniza de cigarrillo. Por fortuna, después de haber saciado la sed le venía un sueño profundo que duraba hasta poco antes del amanecer, cuando sonaba el reloj despertador. A esa hora, a las cinco en punto, abría los ojos con gran esfuerzo y se sentaba en la cama a esperar que clareara la penumbra del cuarto. Le gustaba oír su propia respiración, profunda y pausada, el largo latir de la sangre en ese cuerpo suyo que cada vez tardaba más en despertarse. Todavía medio dormida, arrastraba los pies hacia la ducha. Al pasar junto a la ventana solía descorrer la cortina y se paraba un rato a ver cómo desaparecían las estrellas en esa última hora de oscuridad, atenta a los primeros rumores del amanecer. A veces sorprendía el ritual bostezante con que los celadores realizaban el cambio de turno. Cuando se sentía más adormecida recostaba la frente contra el cristal y se quedaba viendo la retirada del centinela de la noche anterior. Había ocasiones en que tenía el deseo de abrir la ventana y darle los buenos días, pero siempre se limitaba a mirarlo en silencio hasta que desaparecía al final de la cuadra. Entonces se metía al baño pensando en aquel hombre y en la mente hacía con él el camino hasta su casa. Mientras el agua le empapaba los cortos cabellos encanecidos, lo veía
Ricardo Carpio Franco
[ 15 ]
llegar a la calle en que vivía arrendado con su mujer y sus hijos, y compartía el placer de romper con pasos cansados ese silencio que aún sigue inmune a las primeras arremetidas del nuevo día. Se enjabonaba imaginando el esfuerzo que haría para ganarse un espacio en la cama que su mujer —acostumbrada a dormir sola— ocupaba por completo. Casi siempre salía de la ducha enternecida por el esfuerzo de aquel hombre para no estropearle a su esposa el último sueño de la mañana. Desayunaba con una taza de café con leche, que se preparaba ella misma después de hacer su habitual recorrido por las habitaciones. Aunque no lo confesaba abiertamente, desde que se quedó sola padecía el temor de levantarse un día de esos y encontrar la casa en un desorden de fin de mundo, o completamente vacía. Luego hacía una nueva ronda, esta vez para asegurarse de que todo quedara bien cerrado, y salía echando doble seguro a la puerta de la calle. Así era todos los días. Así había sido desde que el esposo se fue y le tocó a ella hacerse cargo de sus dos hijos. Siempre había sido así y ahora que andaba tan cerca de los sesenta (y Helena y Eduardo se habían marchado también) ni siquiera se molestaba en preguntarse cuánto iba a durar todo aquello. Aun cuando pensaba que, luego de algunos años más, le sería inevitable retirarse a un hogar de ancianos, la tranquilizaba la idea de que al irse no estaría abandonando nada, pues nunca había sido dueña de nada. Sólo había tenido su vida y se la había sacrificado a sus hijos y al fanatismo que durante muchos años representó para ella la idea de levantar esa casa. El hombre aquel que a veces veía perderse a la vuelta de la esquina, fue la única persona que estuvo presente durante todo ese tiempo. En realidad, aunque nunca se dijeron nada distinto a un saludo por la mañana cuando ella salía más temprano o por las noches al volver ella y encontrarlo recostado bajo la luz de un poste, aún hoy el consuelo que puede darse a sí misma le viene de esa figura callada que seguramente trajina todavía por las calles del barrio. Piensa que también él debe andar buscándose alguna explicación convincente para el hecho de no haber espantado a un solo ladrón du-
[ 16 ]
Un buen lugar bajo la lluvia
rante treinta años, de no haber merecido una historia para contar cuando esté tan viejo que sólo le quede sentarse en un rincón apartado y evocar el gesto firme de su corazón en esas noches de miedo. “Treinta años de trasnochos innecesarios para que esta gente pueda dormir en paz”, pensaba ella cuando lo veía perderse en el amanecer apacible de su vecindad jubilada. Ella, por su parte, se había empeñado en tener una casa que se aproximara lo más posible a la inmensidad requerida por los juegos infantiles. La proyección de cada pared y el cuidado que había puesto en que no faltaran los rincones innecesarios, obedecían a la intención de facilitarle un lugar propicio al esparcimiento de sus nietos. Pero ahora que había llegado el momento de verlos nacer, ni siquiera tenía a quien pedirle un vaso de agua. Sólo quería un vaso de agua fría para cuando en estas malas noches sintiera que se estaba secando por dentro. Sólo unos nietos que llenaran su soledad. No pedía nada más. Vista bajo esa luz, y así rodeada de todo cuanto le traía aquella canción, le pareció que la sala era un lugar inhóspito, inundado completamente por el aire malsano que despedía una inmunda criatura dormida en algún rincón de la sombra. Un paisaje submarino, estancado en el tiempo de su propia putrefacción, donde los objetos flotaban levantados en brazos de la muerte. Permaneció apoyada contra la baranda de la escalera, tratando en vano de ver algo que la sacara de esa cruda desolación. El primero en irse fue Eduardo. Se había casado hacía varios años, pero aún no había podido (o no quería) tener hijos. Al principio venía de visita con su esposa y se pasaban la tarde entera hablando sobre los arreglos que necesitaba el apartamento que habían comprado en el centro de la ciudad. La mujer no perdía ocasión de reprocharle el que todavía no se hubiera decidido a comer con ellos. Pero con el tiempo las visitas se habían ido espaciando y las invitaciones a cenar no volvieron a ser pronunciadas. Al final sólo les quedó la costumbre de llamar cada domingo, y Carmen
Ricardo Carpio Franco
[ 17 ]
notaba que últimamente la voz de Eduardo se había vuelto desganada y opaca. En cuanto a Helena, hacía algunos meses que vivía en la casa de un amigo. La última vez que hablaron fue cuando llamó a pedirle prestado un poco de dinero. Quizás fuera la preocupación por ella lo que no la dejaba dormir, el miedo a que alguien la hubiese humillado hasta hacerle olvidar la rabia con que susurró entre dientes la promesa de no volver a causarle molestias. Tal vez esa quemazón en la garganta se debiera al ruego que no se había atrevido a pronunciar cuando la vio tan dispuesta a marcharse. Volvió a detenerse en la entrada de la cocina. A través del cuadro de vidrio en la puerta de vaivén, el interior se veía totalmente blanco a la luz de la lámpara nueva; sólo las delgadas líneas rojas en la baldosa de la pared y una hilera de hormigas negras subiendo por el costado del lavaplatos le daban un algo de lugar confiable. Pensó concienzudamente en lo que significaría para una hormiga el estar trabajando todavía a tan altas horas de la madrugada. Al final sólo pudo concluir que una vez más se estaba dejando distraer, empeñada en resistir el dictado de esa absurda necesidad de levantarse a tales horas para tomar agua. Entonces sintió recrudecerse la rajadura que le daba a su labio inferior un aspecto de locura e insania. El nudo que se había formado en su garganta se negó rotundamente a bajar un solo centímetro. Cuando empujó la puerta estaba más enojada que sedienta, movida por el único afán de apaciguar tanto fastidio. Antes de que pudiera asimilar el atropello de palabras que trataban de tender en su mente una relación entre el agua fría y algún daño en el refrigerador, estaba tambaleándose en el vacío del charco de agua. Resbaló hacía adelante y hacia atrás, como parada por primera vez sobre unos patines. Aunque tuvo tiempo para intentar una maniobra con que detener el desastre, el abismo que había bajo sus pies se expandió a una velocidad vertiginosa y sus manos no encontraron nada cuando trató de sujetarse al borde del la-
[ 18 ]
Un buen lugar bajo la lluvia
vaplatos. Al final se apretó los senos (los sintió tan espesos, tan grandes y tan ajenos a lo que estaba pasando) y calló sentada bajo el peso sus cincuenta y ocho años. Le dolieron, uno a uno, el vientre y los riñones y los secos ovarios. Le dolieron el corazón y la cabeza; pero le dolió más el que de pronto empezaran a aparecer por todas partes, como duendes malvados, las personas de su vida. Distinguía sus rostros con una angustiosa claridad, mirándola indiferentes desde todos los ángulos de su caída. Desde encima del tarro de azúcar, sobre la estufa, al borde del lavaplatos. Parados en equilibrio sobre una cuchara o asomándose por las puertas de los cajones. Ahí estaban, y ninguno tenía una sonrisa o una mueca de desprecio para ella. Su esposo, sus dos hijos, su padre, su primer jefe y los compañeros de trabajo que nunca lo fueron de la calle, la anciana aquella que le enseñó a leer, los vecinos del barrio, las señoras del mercado, el envejecido centinela. Todos la miraban con un tanto de lástima. Sí, en realidad era lástima lo que trataban de disimular sus rostros inexpresivos. No supo en qué momento soltó las amarras, ni cuántas ganas de llorar reprimidas fueron las que se desataron con el alarido que le salió de la garganta como un vómito amargo y aliviador. Estuvo llorando hasta que se quedó dormida contra la puerta de la nevera y aun mientras dormía estuvo soñando con cosas que la hicieron llorar. Lloró así hasta que escuchó sonar en el piso de arriba el reloj despertador. Entonces se levantó y se enjugó las lágrimas. Subió las escaleras tambaleándose y entró a la ducha, medio dormida todavía.